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jueves, 14 de agosto de 2014

Palestina: Los orígenes del problema palestino

Palestina, una mirada al origen del conflicto
Por: F. Javier Herrero - El País


Inmigrantes judíos a bordo del Haganá intentan desembarcar en Haifa, 1920. / Fitzsimmons (AP)

Margen Protector, la tercera operación de castigo puesta en marcha por Israel contra Hamás desde que se inició el cerco de la Franja de Gaza en 2007, ha provocado una tragedia humanitaria que supera ya las 1.300 de víctimas mortales palestinas, la mayoría de ellas civiles (entre ellas, muchos niños), en un nuevo intento israelí por acabar con la capacidad militar de las milicias islamistas. Asistimos al último capítulo bélico de un conflicto que echa sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX, cuando Palestina era una provincia del imperio otomano y un sector del judaísmo europeo decidió que había de crear allí un estado judío.
En esas décadas finales del siglo XIX zozobra en muchas sociedades europeas la asimilación de sus poblaciones judías, que una vez emancipadas legalmente prosperan y alcanzan un lugar notable en muchos ámbitos, lo cual genera un temor antisemita que provoca tensiones como la del caso Dreyfus en Francia o los pogromos antijudíos rusos en 1881 tras el asesinato del zar Alejandro II. Como mecanismo de respuesta, coincidiendo con la aparición de los nacionalismos modernos que sacuden Europa del Este, surge el sionismo, el movimiento político que fundó Theodor Herlz, autor en 1896 de Der Judenstaat (El Estado de los Judíos) y que preconiza la creación de un estado judío que sirva de centro espiritual para la diáspora. El I Congreso Sionista, celebrado en Basilea en 1897, aprueba una resolución que planea la creación de ese estado y, tras valorar anteriormente opciones como Uganda o la Patagonia, se decide que se ubique en Palestina. En esos años bisagra del nuevo siglo se llevan a cabo las primeras aliyah (migraciones), que tienen un fuerte componente ruso y polaco, al calor de un eslogan tan falaz como el que acuñó Israel Zangwill: “Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”.
Palestina era una realidad muy diferente y muy viva en aquel momento. Una población de medio millón de árabes, con 80.000 cristianos y 25.000 judíos en pacífica convivencia y étnicamente indiferenciables, habitaba 672 localidades con un sector agrícola respetable y una industria manufacturera en desarrollo. Pero el proyecto sionista ya se había puesto en marcha y en paralelo a la llegada de colonos se compran tierras a propietarios árabes absentistas que no viven en Palestina. Hacia 1910 la población judía aumenta a 75.000 personas y controla 75.000 hectáreas de tierra. Habrá que esperar al derrumbamiento del imperio otomano al acabar la I Guerra Mundial para que el potencial conflicto se haga realidad.
Con la guerra europea entran en juego los intereses de las potencias coloniales. Gran Bretaña tiene en el Canal de Suez su punto neurálgico de comunicación con sus posesiones en el subcontinente indio. El control del territorio al norte de Suez aseguraría la tranquilidad en el canal y los británicos quieren que árabes y judíos tomen las armas contra el dominador turco. Para convencer a los árabes, mediante un lenguaje poco claro y calculado, Gran Bretaña les prometió la independencia en casi todo su territorio pero los judíos se llevaron algo mejor que promesas. El ministro de Exteriores James Balfour entregó en noviembre de 1917 una carta al banquero Rothschild, cuya familia financió generosamente al sionismo, en la que se declara que “el Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y hará lo que esté en su mano para facilitar la realización de este objetivo…”.


Jinetes árabes durante la Gran Revuelta cerca de Nablús, 1938 / AP

Tras la Paz de Versalles y la creación de la Sociedad de Naciones, tiene lugar en abril de 1920 la Conferencia de San Remo que decide la concesión de los mandatos de Siria y Líbano a Francia y de Mesopotamia y Palestina a Gran Bretaña. En el caso de Palestina se le hacía a Gran Bretaña responsable de aplicar la Declaración Balfour. En este documento también se establecían garantías para las comunidades no judías, las cuales hacían inviable el programa máximo del sionismo, lo que unido todo ello a los intereses estratégicos británicos se convertía en un tremendo galimatías de muy difícil salida.
La administración británica estableció cuotas anuales a la entrada de inmigrantes judíos y se facilitó la creación de la Agencia Judía, un gobierno autónomo en toda regla que se hizo cargo de la comunidad hebrea y que aceptó todas las medidas de Londres que le favorecían, por cortas que fuesen, siempre que no les hiciesen renunciar a su objetivo final. Gracias a Histadrut, la central sindical judía, y al Fondo Nacional, que les provee de tierras, más militantes sionistas se establecen en Palestina, y su implantación, aún destacando el idealismo de muchos de ellos, no carece de una dimensión colonialista favorecida por la metrópoli británica, que hace que se desprecie al autóctono con el fin de excusar y fomentar su expolio, como destaca Alain Gresh en Israel, Palestina – Verdades de un conflicto (Anagrama).
Enfrente, los árabes carecían de un liderazgo que ofreciese una alternativa sólida, con una serie de familias notables divididas por la influencia británica, que se encastillan en el todo o nada que no proporciona ninguna solución, pues ellos consideran un agravio que se hable de su derecho a compartir la tierra, y sólo en 1936 se deciden a crear un Alto Comité Árabe, equivalente a la entidad judía. Pero las chispas ya han saltado y la frustración que se extiende entre el pueblo palestino desata revueltas y pogromos como los de 1929 en Jerusalén y en Hebrón, donde son asesinados 80 judíos.



La inestabilidad permanente acaba desembocando en la Gran Revuelta árabe entre 1936 y 1939. Desobediencia civil, huelgas y acciones de guerrilla tienen lugar contra la potencia mandataria británica que se ve apoyada por la comunidad judía. En julio de 1937 se hace público el Informe Peel, una propuesta de arreglo que ya expresa la partición del territorio en dos zonas, árabe e israelí, y una franja central controlada por Londres. Los palestinos rechazan indignados la propuesta y la revuelta vuelve a hervir, aprovechando que la tensión europea impide el traslado de tropas británicas a la zona de manera suficiente hasta después de la Conferencia de Múnich. Finalmente Londres renuncia a la partición y la revuelta pierde fuelle aunque el Alto Comité Árabe anuncia la creación de un Gobierno nacional en el exilio. Rey david

En 1939 suenan tambores de guerra en Europa y Gran Bretaña no quiere enajenarse el apoyo árabe por lo que aprueba un Libro Blanco que restringe la inmigración judía y prohíbe la compra de tierras árabes, que es rechazado por el muftí Amin El Huseini, mientras el sionismo pone el grito en el cielo con poco éxito porque no tiene más remedio que acabar apoyando a los británicos frente a Hitler y el Tercer Reich. La II Guerra Mundial aminora en parte las tensiones internas en Palestina pero nada se para. La inmigración clandestina continúa y las milicias sionistas organizadas por David Ben Gurion en la Haganá, embrión del futuro ejército israelí, están bien consolidadas, mientras 30.000 hebreos que habitan Palestina luchan en el frente aliado adquiriendo destreza militar. La postura británica, cerrada a admitir refugiados judíos del infierno que se está viviendo en Europa, hace que facciones armadas judías como Irgún, de Menajem Beguin, o Stern, de Isaac Shamir, se lancen desde febrero de 1944 a una campaña de atentados terroristas contra intereses británicos y árabes.



Cuando acaba la guerra en Europa y sale a la luz el horror del Holocausto que han sufrido los judíos en los campos de exterminio nazis, un gran número de víctimas quieren huir de Europa hacia Palestina pero Gran Bretaña mantiene el cierre y estos son devueltos a Europa o enviados a Chipre. Proclamacion gurion
Durante unos meses la Haganá se une a la lucha armada contra los británicos, hasta que el grupo de Beguin comete en julio de 1946 en el Hotel Rey David, cuartel general militar y administrativo británico, un brutal atentado en su ala sur que se cobra un centenar de muertos [imagen superior del atentado por Hulton/Getty].
El sionismo deja de mirar a Gran Bretaña para hacerlo ahora hacia EE UU, y Truman en octubre de 1946 pide públicamente que se lleve a cabo la partición de Palestina. En febrero de 1947 Londres reconoce su fracaso anunciando el fin del mandato para julio de 1948 y decide someter la cuestión palestina a las Naciones Unidas. La comisión creada al efecto traza un plan de partición que es sometido a la Asamblea General de la ONU y aprobado en noviembre de 1947 en la resolución 181: el estado judío ocupará el 55% de Palestina, con medio millón de judíos y 400.000 árabes, y el estado árabe, el resto con 700.000 árabes y unos miles de judíos. Jerusalén queda aparte con una población paritaria de 200.000 personas. Ben Gurion da el visto bueno al plan por puro tacticismo y el 14 de mayo de 1948 proclama la creación del estado de Israel [fotografía a la izquierda de la proclamación por AFP]. Como afirma M. Á. Bastenier en La Guerra de siempre (Península), “el Holocausto del pueblo judío será un poderoso elemento de convicción para que Europa obre en favor de la instauración del estado sionista como forma de conjurar sus propios demonios interiores”. La conciencia de culpabilidad occidental sobre el genocidio hará que los palestinos acaben pagando el precio de un crimen que no habían cometido. El rechazo palestino a la división de su patria ya no tiene receptor y por la fuerza de las armas y el terror durante unos meses el sionismo lleva a cabo la expulsión de más de 700.000 árabes y 400 aldeas son arrasadas. Es la Nakba, la catástrofe, el comienzo de la pesadilla para un pueblo de la que todavía no ha despertado, como pueden atestiguar estos días los palestinos gazatíes.

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