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domingo, 14 de septiembre de 2014

El oro argentino que dilapidaría Perón

Memoria: el oro con el que se tropezó Perón



Cuando las arcas estaban llenas

Dos veteranos marinos mercantes recuerdan los peligrosos tiempos de la Segunda Guerra Mundial en que, desafiando a los submarinos alemanes, trasladaban desde Estados Unidos enormes cargamentos de oro con el que los Aliados pagaban las exportaciones argentinas. Años después, verían también cómo el metal precioso se marchaba del país


Los capitanes Suburo y Boano, en los muelles donde hace seis décadas se acumulaba el oro
Foto: Julián Bongiovanni

En su libro De Perón a Lanusse. 1943-1973 , Felix Luna citaba cómo Juan Domingo Perón se había vanagloriado en 1946 afirmando: "No podemos caminar por los pasillos del Banco Central, tan abarrotados están de lingotes de oro". Como siempre, consumado artista en el arte de la contradicción, el mismo caudillo afirmaría años después, ya en el exilio en Madrid, que "cuando yo me hice cargo del gobierno, encontré un país endeudado y descapitalizado", como se encarga de reseñar Hugo Gambini en su pormenorizado libro Historia del peronismo (1943-1955) . Como siempre, en algún lugar intermedio entre afirmaciones tan distantes y categóricas, la verdad se oculta esperando al historiador.

Una buena pista para acercarnos al tema nos la proporcionan dos veteranos marinos mercantes argentinos, que en los riesgosos tiempos de la Segunda Guerra Mundial navegaron desde y hacia los Estados Unidos por mares escrutados rigurosamente por los periscopios de los submarinos alemanes, en muchos casos transportando remesas de oro que nuestro país recibía a cambio de sus vitales embarques de granos y carnes a los Aliados.

Buena parte de la conversación con los capitanes Carlos N. Suburo y Luis Fabián Boano (ambos de más de 80 años) tuvo lugar en la calidez del comedor del hogar de este último, ubicado en un tranquilo vecindario de zona norte.

El primero en hablar es el capitán Suburo. Macizo, de estatura mediana y bigote recortado, resulta un consumado conversador, repleto de anécdotas y recuerdos fascinantes que lo llevan por los distintos mares del mundo. "Los embarques de oro desde los Estados Unidos hacia nuestro país -recuerda el marino- fueron numerosos entre 1943 y 1945. Siendo yo segundo oficial del buque frigorífico Río Luján (el viejo barco francés Katiola), momentos antes de salir del puerto de Nueva Orleans para Buenos Aires con carga general, el 7 de diciembre de 1943, alrededor de las 15 horas local, el capitán del buque, Silvio Leporace, avisó por vía del primer oficial que la salida quedaba demorada, sin especificar la causa del retraso. Momentos después apareció frente al buque un camión pintado de negro con grandes carteles a sus costados de propaganda de cigarrillos Camel. A continuación, el acompañante del chofer del vehículo subió al buque para hablar con el capitán Leporace. Y el chofer procedió a abrir las puertas de atrás. Del interior del camión bajaron entonces dos soldados muy bien armados (eran dos gorilas, verdaderos mastodontes) y comenzaron a descargar 27 cuñetes de unos 70 centímetros de altura, que fueron embarcados haciéndolos rodar por la planchada que se encontraba a nivel del muelle y llevados al mismísimo camarote del capitán, para colocarlos alrededor de una mesa. Terminado el operativo, el buque inició la maniobra de salida. Nos enteramos luego de que los cuñetes dejados en el camarote del capitán contenían oro. `Nunca he tenido tanta plata junta´, dijo éste. Al llegar a Buenos Aires, el 29 de diciembre de 1943, los cuñetes fueron desembarcados de inmediato y trasladados al Banco Central. Fue éste el primer embarque de oro del que tengo registro, y le sucedieron muchos más".



Rio Lujan

El puerto dorado

Posteriormente, Suburo recuerda que ya terminada la guerra, en septiembre de 1946, embarcó en Nueva York como pasajero en el Río Deseado (tras haber sido desembarcado allí del Río Juramento por sufrir un accidente), al mando del capitán Esteban Picchi. El buque salió para puertos canadienses sobre el río San Lorenzo a buscar bobinas de papel. Luego, volvió a Nueva York solamente para cargar cuñetes de oro. Con este cargamento, señala Suburo, llegó a Buenos Aires el 11 de noviembre de ese año. En ese período de los últimos años de la guerra y primeros meses de la posguerra, asegura el marino, prácticamente todos los buques de Flota Mercante del Estado que recalaron en Nueva Orleans volvieron con su carga de oro. Claro que las cosas pronto cambiarían.

"Estos eran los tiempos -recuerda Suburo- en los que Perón declamaba que no podía caminar por los pasillos del Banco Central por los lingotes de oro que se habían acumulado allí. Pronto tendría espacio", bromea.

"Ya a principios de 1947 -aclara el marino-, mientras esperaba ir a Sunderland a la construcción del barco Río Chico, me destinaron a las oficinas de personal embarcado de Flota Mercante del Estado para diligenciar el traslado en avión a los Estados Unidos de tres tripulaciones para los buques Victory denominados Río Aguapey, Río Araza y Río Atuel. El embarque de los tripulantes sería mediante FAMA (que posteriormente se convertiría en parte de Aerolíneas Argentinas), que tenía sus oficinas en la calle Lavalle, entre San Martín y Reconquista. Allí me enteré de que pese a estar listas para el viaje las tripulaciones mencionadas, éstas no podían partir porque todos los aviones de FAMA estaban en ese momento destinados a trasladar cuñetes de oro rumbo a los Estados Unidos."

Consultado sobre las causas que llevaron a que el metal precioso abandonara su domicilio argentino de tiempos de guerra, Suburo contesta: "No sé la verdadera razón de estos embarques, claro que por todos lados se oían afirmaciones de que se estaba pagando a los Estados Unidos por material bélico usado en la Segunda Guerra Mundial, además de por las compras del famoso IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio). Entre el material de rezago que compramos en esos tiempos había unos camiones anfibios que mucho después pude ver en acción en el lago San Roque paseando a turistas. También había una enorme partida de material bélico usado que permaneció encajonado por muchos años en las cercanías de La Plata."

El dueño de casa, capitán Luis Fabián Boano, de porte atildado y notable claridad de conceptos, también recuerda muy precisamente la época en la que el oro de los Aliados se embarcaba rumbo a Buenos Aires. "A mí me tocó traer el oro en tiempos de guerra. Perón no era todavía presidente, pero ya estaba acumulando poder. El oro lo traíamos en los buques de Flota Mercante del Estado en unos barriles a los que les llamaban cuñetes. En el entrepuente de mi barco, el Río Atuel, le habíamos hecho un recinto de seguridad, un locker . ¡Bah!, seguridad relativa, para que no estuviera a mano de cualquiera. Los lingotes los traíamos, básicamente, del puerto de Nueva Orleans. El último embarque de oro con el que viajé fue en el Río Atuel, en febrero de 1945. El metal precioso venía a cambio de los cereales, cueros, metales y minerales que enviábamos a los Aliados." .



Rio Atuel

Sin lugar para más oro

Haciendo referencia a ese último viaje a bordo del Río Atuel, Boano agrega: "En esa ocasión trajimos 13 cuñetes de oro (que era bastante poco en comparación a viajes anteriores). Adentro de los cuñetes estaban las barras o ladrillos de oro. El monto total del valor del cargamento no lo conocíamos. Cuando llegamos al puerto de Buenos Aires no pudimos descargarlo porque no había lugar donde guardarlo. Nos tuvieron 24 horas ahí amarrados, rodeados por tropas del Ejército. Estuvimos en guardia todo el día porque en el Banco Central no había lugar donde ponerlo. Esa noche hubo siempre una tanqueta del Ejército en la proa y otra en la popa. No dejaban acercarse ni a una mosca. Tras un día de espera recién pudimos bajar el oro, siempre con las tanquetas apostadas alrededor. Mientras tanto, el barco había estado sin operar, no pudimos descargar, cargar, ni nada."

En todos esos viajes con tan preciosa carga a bordo, Boano señala que no hubo el menor inconveniente. "Para nosotros el oro era como una carga común. A veces no entraban los camiones junto al muelle en Nueva Orleans, sino que los cuñetes venían directamente en una carretilla. Nosotros, ya embarcados, los revisábamos una o dos veces por día, comprobando que los candados de seguridad estuvieran todos en su lugar. Nunca faltó nada. Claro que en los barcos argentinos, por entonces, no había problemas de seguridad, ya que todos los tripulantes eran argentinos o españoles. Además, cuando en Nueva Orleans los norteamericanos traían el oro era en el momento mismo de la partida de la nave, y en Buenos Aires, enseguida de llegar, salvo excepciones como la que mencioné antes, lo descargaban".

 El mayor riesgo de aquellos viajes, claro, lo constituían los submarinos alemanes que pululaban cerca de la Costa Este de los Estados Unidos (el lugar más peligroso para la navegación, en el que según señala Boano, se veían a veces los mástiles de los barcos hundidos) y en el Caribe. "En el Caribe, cerca de Cuba, mientras hacíamos ese transporte, una o dos veces se nos acercaron submarinos alemanes. Se pegaban a nuestro barco y una comisión nos abordaba. Siempre alguno de ellos hablaba castellano y se hacía entender. Nosotros estábamos preocupados por el oro, pero ellos nos salían pidiendo cigarrillos. Tenían una necesidad bárbara de cigarrillos, así que les dábamos cajas de cincuenta atados, y a cambio, ellos nos dejaban cajas de champagne Pommery".

Para el capitán Boano, el oro acumulado en tiempos de guerra se fue del país en los primeros años del gobierno de Perón. "Se fue a cambio de material de guerra anticuado y en mal estado. Cerca de La Plata, se veían terrenos inmensos llenos de jeeps y tanquetas viejas. Yo creo que tuvo que haber una coima inmensa allí, para comprar toda esa porquería, que además, estaba en malas condiciones. La mayoría de esos vehículos no funcionaban y había que arreglarlos", concluye el veterano marino.

 Por supuesto, las opiniones de estos marinos acerca del destino final de las reservas metálicas acumuladas en tiempos de guerra podrán ser motivo de múltiples y dispares apreciaciones por parte de economistas e historiadores. Lo que nadie podrá negar es que con sus propios ojos de viejos y curtidos zorros de mar vieron los preciosos cargamentos con los lingotes que, según contaba Perón, alguna vez impidieron el paso en los pasillos del Banco Central.

  Por Ernesto G. Castrillón y Luis Casabal

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