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jueves, 28 de enero de 2016

SGM: El problema de llamarse Hitler

Mi nombre es Hitler (y el de mi hermano es Lenin)
Mucha gente me dice que, en mi situación, se cambiaría el nombre de inmediato

Samuel Sanchez EL PAÍS


GIOVANNI HITLER CANDO  24/01/2016 - 09:08 CET

En un pueblo ecuatoriano se produjo un hecho insólito: Hitler, Lenin y Bolívar compartieron casa durante un tiempo. Hitler soy yo, ya que mi padre lo escogió como mi segundo nombre. Lenin es mi hermano menor, cuyo nombre completo es Lenin Helen (sí, su segundo nombre es femenino). Y Bolívar era mi padre, un comerciante con nombre de libertador y un gusto inexplicable para los nombres.

Mi padre se marchó de nuestra casa cuando yo tenía dos años (por si no había tenido suficiente con bautizarnos así), por lo que tampoco tuve la oportunidad de preguntarle por qué lo hizo. Desde luego, el nombre de mi hermano desmiente que me llamara Hitler por razones ideológicas. Posiblemente le resultara divertido asistir a las riñas domésticas entre Hitler y Lenin, como si así tuviese el don de reescribir cada día la historia del siglo XX.

De niño no le concedía importancia a mi nombre. En España es un nombre muy poco habitual. En su página web, el Instituto Nacional de Estadística registra la frecuencia de los nombres. Por ejemplo, 87 personas se llaman Lenin. 65 se llaman Bolívar. Pero si buscas el nombre de Hitler en su base de datos, encontrarás el siguiente mensaje: "No existen habitantes con el nombre consultado o su frecuencia es inferior a 20 para el total nacional". Sin embargo, en Ecuador es otra historia. Entre los 4.000 habitantes de Huigra, mi pequeño pueblo, había otro chaval que se llamaba Hitler.

No sé lo que pensarán en Alemania de un pueblo como el mío, pero sí puedo describir la cara de sorpresa que se les queda a los policías cuando llego a un aeropuerto alemán. Estuve en Alemania visitando a mi suegra, que también es ecuatoriana y vive en Bonn. En aquella ocasión, la policía buscó a un traductor que me hizo preguntas sobre mi nombre. Yo les respondía que qué culpa tengo yo de llamarme Hitler. También me preguntaron si era consciente de quién era Hitler. ¡Cómo no iba a ser consciente!

Lo sé desde las lecciones de Historia en mi colegio. Se me quedó grabado el momento en que me hablaron sobre las torturas que llevó a cabo. Pero, a bote pronto, yo diría que el nombre de una persona no determina su personalidad. Yo no pienso como Hitler ni me siento identificado con su figura: la gente que me conoce lo sabe. Aunque luego pienso en mi hermano Lenin, que ahora vive en Elche e hizo campaña en la familia por el voto a Podemos...



Eso sí, quienes no me conocen siempre se sorprenden al leer mi nombre. A estas alturas ya me resulta gracioso ver sus esfuerzos por contenerse y aparentar normalidad. El otro día fui a hacerme el abono de transportes, entregué al empleado mi identificación y ahí estaba otra vez ese gesto de asombro contenido, esas ganas de levantarse corriendo y contárselo a sus compañeros oficinistas. Pero, por lo general, no creo que mi nombre haya tenido repercusiones prácticas en mi vida, ya sea buscando trabajo o cosas así. Ahora estoy en paro, sí, pero estuve trabajando catorce años en una empresa de construcción madrileña.

El mundo de la construcción es muy dado al cachondeo, así que mis compañeros me saludaban al grito de "Heil!". Nunca llegó a ofenderme, porque sé que lo hacían como diversión. Y, además, el hecho de tener dos hijos me ha permitido vengarme. El mayor se llama Hugo Chávez y el pequeño Kim Jong-un. Es broma, por supuesto. Mis hijos se llaman Adrián Giovani (de 24 años) y Bryan Andrés (de 15 años). Elegimos esos nombres porque nos gustaban, como hacen todos los padres del mundo a excepción de los de Huigra.

Y ahora sí que voy a ponerme serio, porque mis hijos son lo más importante que tengo. Llevaba poco tiempo en Madrid, a donde llegué hace más de veinte años, cuando realizaba unos trabajos delante de un edificio imponente.

-¿Qué es ese edificio? –le pregunté a mi compañero.

-Un colegio -me respondió.

-Ojalá pueda llevar ahí algún día a mis hijos –le dije mirando al infinito.

-Jajajajaja. Jamás lo conseguirás –se mofó de mí.

Pues bien, muchos años después, y gracias a un convenio, mis hijos se convirtieron en alumnos de aquella escuela. Para lograrlo, en mi familia hemos tenido que luchar mucho. Cuando llegamos a España no había tantos ecuatorianos y las cosas han sido muy difíciles.

Recuerdo aquella Nochevieja en que me subí a un taxi en Madrid. Iba con mi esposa y con mi hijo mayor. Nada más abordarlo, el taxista nos hizo bajar al grito de "sudacas de mierda". Ahora pienso que si ese taxista hubiese sabido mi segundo nombre, igual incluso habría bajado a abrirme la puerta. Rescato esta anécdota para ilustrar que mi vida ha estado marcada por mi condición de inmigrante antes que por cargar con el nombre de un genocida.

Por supuesto, mucha gente me dice que, en mi situación, se cambiaría el nombre de inmediato. Aunque engorroso (por la cantidad de papeles que tengo a mi nombre) sería bastante sencillo hacerlo: bastaría con acudir al Registro Civil o con mandar una carta certificada. Sin embargo, yo no tengo problemas con llamarme así. A mis 43 años, la gente sabe que mis inclinaciones políticas son honestas y que lo de mi segundo nombre no es más que una anécdota. Mi personalidad no está en mi nombre, sino en mi día a día.

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