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miércoles, 30 de abril de 2014

Argentina: Invasión luso-brasileña

La invasión luso-braasileña


Tropas brasileñas parten hacia la Banda Oriental

En el año 1530 llegaba a las costas del Brasil, enviado por el monarca portugués, la expedición de Martín Alfonso de Sousa, con la manifiesta intención de conquistar y colonizar los territorios que por efecto del Tratado de Tordesillas le correspondían a Portugal. En 1534 fue fundada San Vicente e inmediatamente después, el rey Juan III dividió administrativamente el territorio ubicado al oriente de la línea de Tordesillas en quince capitanías de carácter hereditario. En el año 1549 se creó un gobierno general que se estableció en San Salvador. Los portugueses introdujeron a los jesuitas en sus territorios con la finalidad de que catequizaran a los indígenas. El 22 de enero de 1554 el P. José Anchieta, enviado desde San Vicente por el P. Manuel Nóbrega, fundó el Colegio San Pablo de Piratininga, originándose de ese modo la ciudad de San Pablo. El sitio, en el que se descubrieron algunas escasas muestras de plata, despertó la imaginación y la codicia de un gran número de aventureros que se instalaron en la zona. A éstos se sumaron desertores y náufragos de los más diversos orígenes étnicos. En ese ambiente, en donde la mujer blanca era escasa, comenzó a darse el mestizaje étnico. La producción azucarera y ganadera predominaba sobre el litoral atlántico brasileño, que a fines del siglo XVI ya estaba totalmente poblado. La mano de obra negra esclava, que llegaba a las costas del Brasil desde el África, era la que sustentaba todo ese sistema productivo.


Episodio de la batalla librado en aguas del río Uruguay, en el paraje denominado Vuelta de Mbororé. Esta acción bélica está considerada como la primera batalla naval en territorio nacional argentino. El encuentro había sido planeado por los misioneros guaraníes con la finalidad de detener y derrotar definitivamente a los bandeirantes. Tras varias horas de combate, la batalla quedó definida con una victoria guaraní. Luego vino la persecución implacable de los bandeirantes por los montes y las serranías de la región.

A comienzos del siglo XVII los holandeses se hacen presentes en tierras del Brasil con la firme decisión de tomar posesión de ellas. Comenzaron por controlar con acciones de piratería la navegación sobre la costa del Atlántico, perturbando seriamente el tráfico de esclavos. Ante la imposibilidad de importar negros desde el África, el indio, como potencial esclavo, cae en la mira de los hacendados o fazendeiros portugueses. Los habitantes de San Pablo, viendo esfumados sus sueños de hallar fabulosas cantidades de plata, comenzaron a avanzar hacia el interior desconocido del Brasil en busca de la plata, el oro y las piedras preciosas que no habían hallado en la región de Piratininga. En sus entradas cautivaron a los primeros indios, que fueron vendidos como esclavos a los hacendados de San Vicente por un muy buen precio. Comenzaron entonces a organizarse las bandeiras, expediciones para cazar esclavos. Estaban organizadas y dirigidas como una empresa comercial por los sectores dirigentes de San Pablo, y sus filas se integraban con mamelucos (hijos de blanco e india), indios tupíes y aventureros extranjeros que llegaban a las costas del Brasil a probar fortuna. En su avance hacia el occidente las bandeiras cruzaron el nunca precisado límite de Tordesillas, penetrando violentamente con sus incursiones en territorios de la corona española. Indirectamente, los bandeirantes paulistas se convirtieron en la vanguardia de la expansión territorial portuguesa hacia los territorios hispánicos. En su constante búsqueda de indígenas, los bandeirantes llegaron a la zona oriental del Guayrá, en momentos en que los Padres de la Compañía de Jesús se hallaban en plena tarea de catequización de los guaraníes. En un primer momento respetaron a los indios reducidos en pueblos por los jesuitas y no los cautivaban. Pero los miles de guaraníes, concentrados en pueblos, mansos y diestros en diversos oficios, eran una tentación en la perspectiva de los bandeirantes, más aún cuando se hallaban indefensos, desarmados y desprotegidos militarmente. Entre los años 1628 y 1631 los bandeirantes Raposo Tavares, Manuel Preto y Antonio Pires, con sus huestes, azotaron periódicamente las reducciones del Guayrá, cautivando miles de guaraníes que luego eran subastados en San Pablo. En la entrada de los años 1628-1629 los paulistas habían cautivado 5.000 indios de las reducciones, pero únicamente 1.500 llegaron a San Pablo, el resto había perecido en el trayecto víctima de la brutalidad de los esclavistas, los que simplemente ejecutaban a quienes no estaban en condiciones físicas de continuar la marcha. En el año 1632 el Guayrá era un territorio desierto con pueblos destruidos y abandonados. Burlados por los 12.000 guaraníes que marcharon hacia el sur en busca de refugio, los bandeirantes continuaron hacia el occidente asolando las reducciones del Itatín en el año 1632. Luego siguió el Tapé, invadido durante los años 1636, 1637 y 1638 por sucesivas bandeiras dirigidas por Raposo Tavares, Andrés Fernández y Fernando Dias Pais.


La cuenca del Plata

Armas de fuego para los guaraníes

Traslados forzados de pueblos completos, miles de muertos y desaparecidos, familias destruidas, huérfanos, viudas, tullidos, hambruna, eran algunos de los rastros que dejaban las incursiones bandeirantes. En los sobrevivientes, asentados entre los ríos Paraná y Uruguay, el deseo de tomarse venganza por los atropellos sufridos se acrecentaba. ¿Pero cómo? ¿Podían acaso hacer frente los guaraníes con sus arcos y flechas a las armas de fuego de los bandeirantes? El Guayrá se había perdido, el Itatín y el Tapé también. ¿Se perderían del mismo modo los pueblos del Paraná y los occidentales del Uruguay? Para los Padres jesuitas y los principales caciques de los pueblos la única opción era presentar batalla a los bandeirantes. Para ello, previamente habría que poner armas de fuego en manos de los guaraníes, algo que parecía muy temeroso y de mucho riesgo para las autoridades coloniales hispánicas. En el año 1638 los Padres Antonio Ruiz de Montoya y Francisco Díaz Taño viajaron a España con el objetivo de dar cuenta al rey Felipe IV de los dramáticos sucesos que se vivían en las misiones. Dice al respecto el P. Ruiz de Montoya: “Lo primero que le dije (a su Majestad) fue cómo los Portugueses y Holandeses le querían quitar la mejor pieza de su Real corona, que era el Perú, sobre que desde esas regiones había dado voces en estas partes, y por ser tanta la distancia, no había sido oído, que tres cartas mías había en el Consejo que había avisado, pero no se trataba de remedios hasta que el deseo de haberle, me había obligado a caminar tantas leguas; y con un báculo en la mano, muriéndome, como Su Majestad veía, había venido a sus reales pies a pedir remedio de males tan graves como prometía la perfidia de los rebeldes, que ya por San Pablo acometían al cerro de Potosí; cuya cercanía, agravios, muertes de indios, quemas de iglesias, heridas de sacerdotes, esclavitud de hombres libres, daban voces. Y por que a las mías diese crédito, había hecho dos memoriales impresos, que si Su Majestad se servía por ellos los ojos, se lastimaría su Real corazón, y movería el amor de sus vasallos al remedio”. El P. Ruiz de Montoya realizó un total de doce peticiones al rey Felipe IV. Se referían a la necesidad de proteger a los indígenas y tomar las medidas que hicieran falta para penalizar a aquellos que los esclavizaban. Recordemos que en aquel momento las coronas de Portugal y España estaban unificadas en la figura del rey español. Las recomendaciones del P. Montoya fueron aceptadas por el Rey y el Consejo de Indias, expidiéndose varias Cédulas Reales, despachándoselas a América para su cumplimiento. Sin embargo no hubo una resolución respecto a la petición de suministrar a los guaraníes armas de fuego para su defensa. El P. Montoya prosiguió las gestiones sin desalentarse, hasta que el 21 de mayo de l640 se emitió la Real Cédula por la que se permitía que los guaraníes tomaran armas de fuego para su defensa, pero siempre que así lo dispusiera previamente el Virrey del Perú. Por este motivo el P. Montoya partió de España hacia Lima, con la finalidad de continuar allí las gestiones referidas a la provisión de armas. Quizá nadie como el P. Montoya haya percibido con tanta claridad las implicancias trágicas que tendría una entrada bandeirante hacia el occidente del río Uruguay. La pérdida de las misiones paranaenses y uruguayenses dejaría expuestas a los portugueses las ciudades de Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Asunción, y con ello, los territorios coloniales hasta el Perú. De hecho, las misiones del Orinoco, Moxos, Chiquitos y Guaraníes formaban en la geografía sudamericana un gigantesco arco que actuaba como barrera ante el avance territorial portugués hacia el occidente.

La prueba de Apóstoles de Caazapaguazú

A finales de diciembre de 1638 el Padre Diego de Alfaro cruzó a la banda oriental del río Uruguay con un buen número de indios armados y adiestrados militarmente, con la intención de recuperar indígenas y eventualmente enfrentar a los bandeirantes que merodeaban por la región. Los Padres jesuitas no esperaron el resultado de las gestiones del P. Montoya en España para obtener las armas de fuego. Ante el peligro inminente de que los bandeirantes cruzaran el río Uruguay, el Padre Provincial Diego de Boroa, con la anuencia del Gobernador y de la Real Audiencia de Chiquisaca, decidió que las tropas misioneras utilizaran armas de fuego y recibieran instrucción militar. Además, desde Buenos Aires se enviaron once españoles para organizar militarmente a los guaraníes y dirigirlos en las acciones bélicas. Estos españoles se incorporaron cuando los guaraníes ya estaban en plena campaña en la banda oriental del río Uruguay. Luego de algunos encuentros de resultado indeciso con los bandeirantes, a las tropas del P. Alfaro se le sumaron mil quinientos guaraníes que venían dirigidos por el P. Romero. Se formó entonces un ejército de 4.000 misioneros, a los que se añadieron los once militares enviados desde Buenos Aires. Las fuerzas guaraníes llegaron a los campos de la arrasada reducción de Apóstoles de Caazapaguazú dispuestas a dar batalla a los bandeirantes paulistas que se hallaban fortificados tras una empalizada, sitio en el que se habían refugiado luego de varias derrotas parciales. Los bandeirantes, viéndose perdidos, se rindieron y pidieron la paz, pero sólo para ganar tiempo y huir precipitadamente. La conclusión que obtuvieron los Padres de la Compañía de Jesús resultó inédita y asombrosa: los guaraníes podían organizarse militarmente y constituir excelentes milicias, y las bandeiras eran vulnerables, podían ser enfrentadas y vencidas en un campo de batalla.

Los paulistas preparan su venganza

Los bandeirantes, humillados en su soberbia en los campos de Caazapaguazú, regresaron a San Pablo maquinando una cruel venganza sobre los guaraníes y jesuitas. Para peor humillación, a mediados del año 1640 llegó a San Pablo el Padre Francisco Díaz Taño procedente de Madrid y Roma. Traía en su poder Cédulas Reales y Bulas pontificias que condenaban severamente a las bandeiras y al tráfico de indios. La ira se desató en la Cámara Municipal de San Pablo, la que de común acuerdo con los principales financistas de las bandeiras, expulsó a los jesuitas que se hallaban en la ciudad. Se organizó entonces una temerosa bandeira. Dirigidos por el experimentado Manuel Pires, se prepararon 450 hombres armados con arcabuces y 2.700 indios tupíes amigos, cargados de arcos y flechas, más 700 canoas y balsas para el transporte. El objetivo era caer violentamente sobre las reducciones occidentales del Uruguay y del Paraná y capturar el mayor número posible de indios, con la finalidad de volver a convertir a las bandeiras en una empresa redituable.

Los misioneros se preparan para dar batalla

Dice el Padre Nicolás del Techo: “... el Uruguay andaba perturbado. Anuncióse que los mamelucos se movían, y preparaban la guerra contra los neófitos del Paraná y Uruguay. Tocóse alarma en las reducciones, y se acordó que juntos los de ambos ríos procurasen rechazar a los invasores y acabar la contienda con sólo una batalla”. Se constituyó un ejército de 4.200 guaraníes, armados con arcos y flechas, hondas y piedras, macanas y garrotes, alfanjes y rodelas, y 300 arcabuces, además de un centenar de balsas armadas con mosquetes y cubiertas para evitar la flechería y la pedrada de los tupíes. La instrucción militar de los guaraníes estuvo a cargo de ex militares que integraban la Compañía de Jesús, tal el caso de los Hermanos Juan Cárdenas, Antonio Bernal y Domingo Torres, mientras que la comandancia general de las fuerzas, por disposición del Padre Provincial Diego de Boroa, quedó a cargo del Padre Pedro Romero, sacerdote que había tenido una meritoria actuación en la batalla de Caazapaguazú. En la organización y dirección de las acciones estaban los Padres Cristóbal Altamirano, Pedro Mola, Juan de Porras, José Domenech, Miguel Gómez, Domingo Suárez, mientras que el Padre Superior, Claudio Ruyer, recuperándose de una dolencia, seguía los preparativos desde el pueblo de San Nicolás, ubicado en cercanías de San Javier. Los guaraníes fueron organizados en compañías dirigidas por capitanes. El capitán general fue un renombrado cacique del pueblo de Concepción, Don Nicolás Ñeenguirú. Le seguían en el mando los capitanes Don Ignacio Abiarú, cacique de la reducción de Nuestra Señora de la Asunción del Acaraguá, Don Francisco Mbayroba, cacique de la reducción de San Nicolás, y el cacique Arazay, del pueblo de San Javier. La reducción de la Asunción del Acaraguá, ubicada sobre la orilla derecha del río Uruguay, en una loma cercana a la desembocadura del arroyo Acaraguá, es trasladada y reubicada por precaución río abajo, cerca de la desembocadura del arroyo Mbororé en el río Uruguay. De ese modo la reducción quedó convertida en centro de operaciones y en el cuartel general del ejército guaraní misionero. Simultáneamente se establecieron varios puestos de guardia con espías en diversos sitios sobre la orilla derecha del río Uruguay, hasta los saltos del Moconá. La principal guardia quedó establecida en el sitio de la abandonada reducción del Acaraguá, a cargo del P. Mola con un grupo de indios armados.

El avance de la bandeira

Las fuerzas bandeirantes comandadas por Manuel Pires y Jerónimo Pedrozo de Barros partieron de San Pablo en el mes de septiembre del año 1640. La bandeira cruzó el curso del río Iguazú y estableció un campamento en las nacientes del río Apeteribí, un afluente del río Uruguay. En el sitio se construyeron empalizadas, pensando en los numerosos indios cautivos que habrían de mantener prisioneros al regreso. Siguió su marcha la bandeira bordeando el curso del río Apeteribí, hasta llegar a su desembocadura en el río Uruguay. Allí se estableció otro campamento y se alzaron más empalizadas, mientras que los tupíes se abocaron a la tarea de construir canoas, balsas, arcos y flechas. A partir de este sitio, el río Uruguay sería la ruta que llevaría a los bandeirantes directamente a los pueblos misioneros. Al tiempo que el grueso de la bandeira se alistaba, un grupo explorador dejó el campamento de la desembocadura del Apeteribí y se trasladó por el río Uruguay hacia el Acaraguá, con la finalidad de realizar un reconocimiento. Halló la reducción totalmente abandonada y decidió fortificar el lugar con empalizadas para acondicionarlo como cuartel y base de operaciones de las fuerzas bandeirantes. Ignoraba que hasta algunos días antes de su arribo, en ese sitio se hallaba el P. Cristóbal Altamirano con 2.000 acantonados, quienes –informados de la proximidad de la fuerza de observación bandeirante– abandonaron el Acaraguá para reunirse con el grueso de la tropa en Mbororé.

El esperado encuentro de Mbororé

Una creciente del río Uruguay ocurrida en el mes de enero de 164l trajo por arrastre un gran número de canoas “... acabadas de escoplear para balsas y mucha flechería”, según el relato del P. Superior Claudio Ruyer. Ante la sospecha que la bandeira estaba aproximándose, el Padre Ruyer envió una fuerza de 2.000 guaraníes al Acaraguá. Como allí no hallaron a ninguna fuerza portuguesa procedieron a destruir todo aquello que pudiera servirles de abastecimiento en caso de que llegaran. Al mismo tiempo, el P. Ruyer envió a los Padres Cristóbal Altamirano, Domingo de Salazar, Antonio de Alarcón y al Hermano Pedro de Sardoni, junto con un buen número de guaraníes, en una misión exploradora. Dice el relato del P. Superior al respecto: “... fueron los Padres y por el camino luego encontraron algunos cuerpos muertos y algunos daban muestras de haber muerto pocos días antes según estaban de frescos, gran cantidad de flechas, canoas que se cruzaban rodando y sobre todo encontraron más de diez o doce balsas hechas de unas cañas de la tierra que los indios llaman taquaras muy bien hechas y acabadas. Con esto los Padres discurrieron la cercanía del enemigo ...”. En el trayecto llegaron hasta la misión exploradora algunos indios que habían huido de los bandeirantes. Estos informaron a los Padres acerca de aspectos tan importantes como el número, posición e intenciones del enemigo. Con información más certera sobre la situación, se dispuso el repliegue de los 2.000 guaraníes del Acaraguá hacia la base de Mbororé. Como ya hemos mencionado, al retirarse las tropas guaraníes del Acaraguá, una partida portuguesa llegó hasta el lugar, construyó empalizadas y luego se retiraron para reunirse con el grueso de la bandeira. Entonces una pequeña partida misionera se estableció nuevamente en el Acaraguá en misión de observación y centinela. El día 25 de febrero llegaron hasta el puesto de observación dos indios fugitivos de los portugueses. Llevados ante el P. Cristóbal Altamirano, le informaron con certeza del avance de la bandeira paulista. El P. Altamirano dispuso que partieran ocho canoas desde el Acaraguá, río arriba, en reconocimiento. A pocas horas de navegar, cuando amanecía y el sol comenzaba a elevarse sobre el horizonte, las ocho canoas de la avanzada misionera se encuentran frente a frente con la bandeira que silenciosamente venía bajando con la corriente del río con sus trescientas canoas y balsas pertrechadas. Inmediatamente seis canoas con ágiles remeros tupíes salieron en persecución de los misioneros, quienes comenzaron a replegarse velozmente hacia el Acaraguá. Al aproximarse al puesto de avanzada, los guaraníes recibieron refuerzos y las canoas bandeirantes debieron replegarse al ser atacadas con una descarga de arcabuces. El grueso de la tropa bandeirante, que no estaba lejos, según lo relata el P. Ruyer: “... por temor de alguna celada disparó toda su arcabucería; enarboló sus banderas; tocó sus cajas y entró por una tabla que hay de río por allí en forma de guerra”. Repentinamente, un gran aguacero se desplomó sobre el río y la selva, obligando a ambos grupos a buscar resguardo. Mientras algunos guaraníes permanecían en el cuartel del Acaraguá, el P. Altamirano, con otros indios, descendió hasta el cuartel de Mbororé para alertar sobre la presencia inmediata del enemigo. Durante la noche, momento en que el temporal se detuvo, los bandeirantes prepararon el asalto al puesto del Acaraguá. Al amanecer, cuando pretendieron ejecutarlo, fueron sorprendidos por los guaraníes bajo la dirección de Ignacio Abiarú. Doscientos cincuenta misioneros distribuidos en treinta canoas, enfrentaron en aguas del río Uruguay a más de cien canoas tripuladas por bandeirantes, frente al puesto del Acaraguá. Cuando la batalla naval llevaba ya más de dos horas, “... llegó el P. Altamirano –narra el P. Ruyer– animando de nuevo a los indios que alentándose de nuevo dieron sobre el enemigo y le hicieron huir infamemente más de ocho cuadras, y saltaron a tierra no queriendo pelear más, aunque le desafiaron e incitaron muchísimo los nuestros.” El P. Cristóbal Altamirano comprendió que atacar a la reducida avanzada de los portugueses en el Acaraguá no sería de gran provecho, ni aun cuando se obtuviera una victoria. Los misioneros buscaban una batalla total, en un sitio elegido inteligentemente. Ese sitio era Mbororé, una zona muy favorable para los misioneros, por estar establecido allí el cuartel y porque desde el lugar era posible una rápida comunicación con los pueblos, en caso de necesidad de suministros o de una eventual retirada. La elección del sitio de la espera no fue casual, “la vuelta de Mbororé” es un recodo del río Uruguay, cuyas orillas estaban cubiertas con una espesa selva en galería. Estar allí era flotar entre dos murallas vegetales, lo cual obligaría a los bandeirantes a una batalla frontal. Ante la retirada de las tropas misioneras hacia Mbororé, los bandeirantes se establecieron el 9 de marzo en el puesto del Acaraguá con la finalidad de abastecerse de comida y organizarse para el ataque a los pueblos. La situación se les tornó crítica, pues los guaraníes antes de retirarse habían destruido todo lo que les hubiese servido, incluyendo los cultivos que existían en las chacras de los alrededores. En el Mbororé durante los días 9 y 10 de marzo los Padres y los capitanes guaraníes se dedicaron a preparar a la fuerza de cuatro mil doscientos indios para la batalla final. Mientras que los Padres se dedicaron día y noche a confesar a todos los soldados, los Hermanos y capitanes caciques planificaban el ataque. El 11 de marzo los bandeirantes decidieron abandonar el Acaraguá y bajar hacia Mbororé. Probablemente intuían el peligro que les acechaba y se encontraban presa del miedo en una zona que no conocían bien, tan lejana de San Pablo. En dos oportunidades avanzaron por más de una legua por el río, para volver nuevamente al Acaraguá, por temor a una emboscada. Finalmente las 300 canoas y balsas avanzaron lentamente, dejándose llevar por la corriente del río. Sesenta canoas con cincuenta y siete arcabuces y mosquetes, comandadas por el capitán Ignacio Abiarú, los esperaban en el río, en Mbororé. En tierra, miles de indios se habían apostado con arcabuces, arcos y flechas, hondas, alfanjes, garrotes. A las dos de la tarde, dice el P. Ruyer, “...comenzó a descubrirse por una punta del río la armada enemiga, que venía ostentando su poder y arrogancia...”. Inmediatamente las canoas guaraníes se pusieron en formación de guerra. En medio del río Uruguay chocaron violentamente canoas y balsas, bajo una lluvia de flechas, piedras y tiros de arcabuces y mosquetes. Desde las empalizadas emplazadas en la orilla se disparaba también sobre el enemigo, en un juego de doble ataque, fluvial y terrestre. El resultado de la batalla prontamente fue favoreciendo a los guaraníes. Algunos portugueses arrimaban sus canoas a la costa y huían a la selva, otros arrojaban sus armas al río para que no cayeran en manos de los guaraníes y, tomando los remos, se apresuraban a retroceder. Una partida bandeirante dirigida por el Capitán Pedrozo bajó a tierra con el objetivo de atacar las empalizadas guaraníes, siendo repelido exitosamente. Con las últimas luces del día los bandeirantes retroceden en desorden, por el río y por la costa, hasta llegar en la noche a una chacra que había pertenecido a la reducción del Acaraguá, ubicada sobre la orilla derecha del Uruguay. Allí, en una loma, durante toda la noche se dedicaron a levantar empalizadas. Al amanecer del día siguiente, el 12 de marzo, los guaraníes se presentan ante la improvisada fortificación de los portugueses y los incitan a presentar batalla, pero éstos no salen. Luego de algunas horas de espera el jefe bandeirante, Manuel Pires, envió una carta a los Padres jesuitas. Solicitaba el cese de las hostilidades y pedía el diálogo, asegurando que venían en son de paz, únicamente a buscar noticias sobre algunos portugueses desaparecidos. La carta fue leída por los Padres y rota delante de las tropas guaraníes, determinándose en el acto el asalto a la empalizada bandeirante. Durante los días 12, 13, 14 y 15 de marzo los misioneros bombardearon continuamente la fortificación con cañones, arcabuces y mosquetes, tanto desde posiciones terrestres como fluviales, sin arriesgar un ataque directo. Sabían que los bandeirantes no tenían alimentos ni agua y que estaban totalmente aislados en su empalizada. Además, continuamente durante aquellos días, se producían deserciones de tupíes de las filas bandeirantes, los que se incorporaban a las fuerzas misioneras y suministraban información sobre la situación del enemigo. El día 16, a las once de la mañana, los portugueses mandaron en un pequeño bote con una banderita blanca otra carta pidiendo el cese del fuego y ofreciendo una rendición. Ésta también fue rota por los guaraníes. En un acto de desesperación los bandeirantes se lanzaron en sus canoas y balsas al río bajo una lluvia de municiones, flechas y piedras, dispuestos a remontarlo hasta las empalizadas del Acaraguá. La operación resultó un desastre, pues río arriba, en la desembocadura del Tabay, dos mil guaraníes los esperaban fortificados para impedirles la fuga. Cuando los bandeirantes llegaron al lugar comprendieron que se hallaban acorralados. Entonces mandan una tercera carta, flotando en una pequeña calabaza, la que los indios dejan pasar con la corriente del río sin recogerla. Comenzaron a surgir entonces, entre las huestes bandeirantes, las primeras disensiones respecto a lo que había que hacer. Las deserciones aumentaban, y el miedo y la desesperación ante el hecho inevitable de caer en manos de los guaraníes terminaron por quebrar la relativa cohesión que hasta aquél momento había mantenido la fuerza. Sin posibilidades de organizarse para presentar batalla, optaron por retroceder hasta el Acaraguá, ganar la costa derecha del río e internarse en el monte. Comenzó allí una cruel persecución por la selva. Los portugueses trataban de llegar hasta los saltos del Moconá, para desde allí alcanzar el campamento que habían dejado en la desembocadura del Apeteribí. Los misioneros no les dieron tregua en todo el trayecto. Miles murieron en el monte en manos de los guaraníes, y víctimas del hambre y de las fieras. La victoria había sido absoluta y aplastante. La derrota, para los bandeirantes, terrorífica. Finalizada la batalla, los misioneros rezaron una misa y un solemne Te Deum. La batalla de Mbororé cerraba un ciclo de la historia misionera y abría otro, el de la consolidación territorial de las misiones jesuíticas.

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