El fascismo: condenados al entusiasmo
La pasión por la velocidad de los futuristas sirvió para engrasar una manera de ver la política que pretende llenar de sentido la vida cotidiana
JOSÉ ANDRÉS ROJO - El País
Motociclista, sólido con velocidad (1927), de Fortunato Depero.
En cuanto se entra en la exposición que la Fundación March dedica a Fortunado Depero queda uno enseguida atrapado por la velocidad. Urge hacer algo, acabar con la antigua civilización, proyectarse al futuro. Las cosas se van quedando viejas, así que conviene inventarse el rostro del porvenir. Lo primero son los manifiestos: "El futurismo es la expresión violenta de nuestra raza, agresiva y revolucionaria; es la expresión de una juventud incontenible y frenética. El futurismo es vibración, impulso, pasión, audacia apacible y festividad orquestal" (Depero futurista, 1913-1927). Marinetti ya había establecido las pautas y calentado los motores en 1909: "No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra que no tenga un carácter agresivo puede ser una obra maestra. La poesía tiene que ser concebida como un violento asalto contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse ante el hombre". Nada de concesiones a una sociedad muerta, levantemos el vuelo.
Fortunato Depero llegó al futurismo un poco más tarde. Corría ya el año 1916, pero entró a fondo y apretó el acelerador. Los futuristas habían celebrado la guerra. Hay en la exposición un cartel de combate (Síntesis futurista de la guerra). En un frente, los nuestros; en el otro, el passatismo (el tradicionalismo). Al lado de los futuristas, Italia ("todas las fuerzas y debilidades del genio") y sus aliados: Serbia ("...temeridad"), Bélgica ("energía..."), Francia ("inteligencia..."), Rusia ("potencia..."), Inglaterra ("espíritu práctico..."), Montenegro ("independencia...") y Japón ("agilidad..."). Al otro lado, lo peor: Alemania ("cobardía...") y Austria ("estupidez..."). Propaganda y retórica de guerra en estado puro. Y se trataba de un grupo de artistas e intelectuales.
Hacia 1921, Marinetti escribió en sus diarios: "La humanidad necesita hoy una nueva religión que sintetice y organice todas las supersticiones, todas las pequeñas religiones íntimas, todos los cultos secretos...". Hacía falta un poco de fe, unas cuantas ideas que amueblaran el paisaje del futuro y el ímpetu necesario para seguir adelante con confianza. Mussolini defendía con ardor esa hipótesis: "Nosotros deseamos creerlo, nosotros debemos creerlo, la humanidad no necesita un credo. La fe mueve montañas porque da la ilusión de que las montañas se mueven. La ilusión es, quizá, la única realidad de la vida". El futurismo se ocupó de engrasar esa ilusión. Y fueron muchos los que creyeron en ese futuro radiante que prometía el fascismo.
Italia fue uno de los países vencedores de la Primera Guerra Mundial, ésa que consagraron los futuristas como camino de purificación y perfección, y que había sido al final un infierno de proporciones monumentales, así que, por mucho que se hubiera ganado, la sensación general —la atmósfera, el clima— era de derrota. Ese ambiente facilitó el surgimiento del fascismo, que el historiador Emilio Gentile definió en su libro Fascismo. Historia e interpretación como "un movimiento político y social nuevo, nacionalista y modernista, revolucionario y totalitario, místico y palingenésico, organizado en un nuevo tipo de régimen fundado en el partido único, en un aparato policial represivo, en el culto al líder y su organización, en el control y la movilización permanente de la sociedad en función del Estado".
'Risa cínica': Depero en Roma, 1915.
El artífice de la novedad, Benito Mussolini, tuvo que abandonar el Partido Socialista precisamente por defender ardientemente la guerra, y apoyó entonces a los Fasci di Azioni Rivoluzionaria. El 23 de marzo de 1919 fundó el fascismo propiamente dicho. Poco después surgió el Fascio di Combattimento que, en noviembre de 1921, se convertiría en el Partito Nazionale Fascista. La influencia de los futuristas era en esos días tan innegable como la violencia de los camisas negras. El triunfo definitivo se produjo tras la marcha fascista sobre Roma, entre el 27 y el 29 de octubre de 1922, una vez que Víctor Manuel III se negara a facilitarle al Gobierno los instrumentos para detener el fulminante avance del nuevo partido. Mussolini se convirtió poco después, tras la dimisión del Gobierno, en el primer ministro más joven de Italia. En abril de 1924 hubo elecciones y las ganaron los fascistas con el 66% de los votos. El 3 de enero de 1925 empieza la dictadura: plenos poderes para Mussolini, fin de la libertad de prensa, creación de la policía secreta e inicio del voluptuoso idilio entre el Duce (una figura “infalible, sagrada e inviolable”) con unas masas que se rinden fascinadas a su autoridad y que aceptan a ciegas la consigna: “credere, obbedire, combattere”.
Los fascistas supieron captar las pulsiones escondidas en una Italia traumatizada. "La política no debía volver a maniobrar en la banalidad del orden tradicional, sino perpetuar el ímpetu heroico de la guerra y el sentido místico de la comunidad nacional, para hacer realidad la ‘revolución italiana", escribe sobre aquellos momentos Emilio Gentile en El culto del littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista. La guerra había dejado un enorme sufrimiento detrás: "más de medio millón de muertos, seiscientos mil soldados capturados y un millón de heridos, de los cuales casi la mitad quedaron inválidos para siempre", calcula Julián Casanova en Europa contra Europa 1914-1945. Era necesario salvar de las ruinas de la destrucción la gloria de los muertos. Los fascistas los colocaron en un lugar de honor. Y, en ese afán de darle la vuelta a la humillación, recuperaron también el emblema del littorio, "símbolo de unidad, fuerza, disciplina y justicia", para aprocechar así su "significado religioso como símbolo de la tradición sacra de la romanidad, considerado en estrecha relación con el culto al fuego sacro", escribe Gentile. "Las varillas y el hacha son los elementos necesarios y suficientes para alimentar un hogar (focolare) y, llegado el caso, defenderlo".
También en la exposición de Depero puede palparse esa atmósfera de euforia. Era necesario curar las heridas de la guerra y la modernidad del futurismo ofrecía la pértiga para dar ese inmenso salto hacia adelante. El humor, una audacia creativa que disuelve la amargura y que celebra el coraje, la explosión de colores, el propio vértigo de unas figuras que parecen metidas en una licuadora para que tomen velocidad y estallen hacia las alturas, la fascinación por las nuevas máquinas que marcan el compás del mundo: todo eso está ahí. Depero ya había postulado en 1914 una "nueva estética de la realidad" en varios puntos: "abstracta, transparentísima, coloreadísima, ligerísima, continuamente en movimiento, suspendida en el espacio, volátil, ruidosa y milagrosamente estremecedora". Y se aplicó a ello de manera apasionada. Convirtió el juego en la medida de la praxis artística, defendió el motorruidismo y la mismimagia, llevó al teatro el intrépido brillo de sus invenciones, creó el baile plástico, puso sus figuras mecánicas al servicio de los soldados de la vieja Roma destinados a gobernar el mundo, levantó un museo del futurismo. Depero aparece subido a un avión: una metáfora que resumía el anhelo de esa Italia rota que pretendía levantar vuelo y abandonar sus miserias.
Benito Mussolini y el entusiasmo de las masas.
Al lado de la explosión artística del futurismo estaba sin embargo la sombra alargada del fascismo con su férrea voluntad de conducir a las masas, de formarlas y moldearlas, de inocularles el orgullo del nacionalismo y la venenosa promesa de fundar un imperio. La invasión de Etiopía en 1935, la participación en la Guerra Civil española a partir de 1936, la anexión de Albania en 1939 forman parte de ese plan. La fórmula que Mussolini utilizó para contagiar a los suyos sus delirios de grandeza fue la de sacralizar la política: debía llegar hasta el más minúsculo rincón, empapar la vida cotidiana de cada italiano. Mussolini dijo, según un testimonio que recoge Gentile en su libro, que las sedes de las agrupaciones fascistas debían “ser templos, no sólo casas, deben tener líneas vigorosas y armoniosas. Cuando el fascista entra en la sede de su círculo, debe entrar en una casa bella, para que se aviven en él emociones de fuerza, poderío, hermosura y amor”.
Ése fue su gran proyecto y lo expresó, con la ayuda de Giovanni Gentile, uno de sus colaboradores más próximos, de esta manera: "Todo es en el Estado, y nada humano o espiritual existe ni, mucho menos, tiene valor fuera del Estado. En ese sentido, el fascismo es totalitario, y el estado fascista, síntesis y unidad de todos los valores, interpreta, desarrolla y potencia la vida entera del pueblo". Así que procuró penetrar en la conciencia de cada italiano para gobernarla. La máquina de poder funcionaba como una orden religiosa armada y la subordinación al jefe era indiscutible. El latiguillo que rezaba "creer, obedecer, combatir" era incesante, pero también servían otros clichés: "creer en la patria como se cree en Dios" o "solo una fe puede crear realidades nuevas". El uso del fascis lictorum se impuso y las "camisas negras" mancharon por todas partes el paisaje de Italia.
Gentile explica que el estilo fascista procedía de la idea de que el político es "un artista que modela la materia humana". Y para hacerlo, el fascismo entró en las escuelas, llenó el calendario de celebraciones, organizó imponentes exposiciones para dar lustre y esplendor al Duce, levantó monumentos, inundó el país con el símbolo del littorio. Los fascistas supieron ver claramente que para exaltar las emociones de los italianos servían menos las ideas que la coreografía externa, el ceremonial, el rito. Las gestas deportivas. Ese afán de conquistar el futuro, que tan bien queda atrapado en la exposición de Fortunato Depero a través del bombardeo de más y más invenciones, tuvo su correspondencia en el desafío de los fascistas por modelar a las masas y de hacer de cada italiano un ciudadano-soldado. Había que combatir sobre todo la indiferencia y el repliegue a la vida privada. En El culto del littorio, Gentile recoge unas observaciones de Giaime Pintor, un periodista que cuestionó el proyecto totalitario de Mussolini, apuntó en sus diarios: "Pero, por sobre todo, ingresamos en la intimidad del espectacular aparato de los regímenes totalitarios: aprendimos a desaparecer entre las decenas de miles de hombres que participaban en los desfiles, a caminar al son de melodías tradicionales y a gozar de la impersonalidad que agencia el uniforme".
'Sí, año XII de la Era Fascista', de Xanti Schawinsky.
"Tras la caída del régimen", escribe Gentile, "un decepcionado creyente en la 'mística fascista' escribió que el fascismo condenaba a los italianos al entusiasmo". Fue ese entusiasmo el que facilitó que los italianos dieran botes cada vez que Mussolini movía una ceja y que se creyeran que el futuro les pertenecía. El fascismo les tocó bien adentro exaltando su supuesta singularidad y construyendo una monumental épica que les borraba los complejos y los empujaba a la calle para encontrar en la liturgia de masas el calor imprescindible para atravesar la crisis de posguerra. Ahí, en la exposición de Depero, está el cartel que hizo Xanti Schawinsky que resume una época: el imponente rostro de Mussolini y un enorme "SÍ".
No es que fascismo y futurismo fueran ni remotamente lo mismo. Pero se empaparon en la misma atmósfera y sus caminos coincidieron. Compartían la idea de borrar el pasado y el entusiasmo por el futuro. En un texto, Viva la máquina y el estilo de acero, publicado en 1927, Depero escribió: "nuestro arte será hijo de las máquinas: nuevo flamante esplendoroso y preciso mortalmente eléctrico [...] ADORO LOS MOTORES, ADORO LAS LOCOMOTORAS, me inspiran optimismo inquebrantable (...)". También el fascismo quería conquistar el porvenir: las masas fueron una pieza esencial del engranaje. Luego, tras la Segunda Guerra Mundial, las cosas se torcieron. "En el caso de Depero, efectivamente, el vínculo con el fascismo no era un problema irrelevante: había colaborado y apoyado plenamente al régimen con cuadros, proyectos y obras publicitarias", apunta Fabio Belloni en uno de los ensayos del magnífico catálogo de la exposición de la Fundación March. Así que pasó una larga época en las sombras y es, de hecho, uno de los artistas menos conocidos del movimiento.
"En momentos de crisis o de extraordinaria tensión, la colectividad aspira a recobrar un sentido total de la vida, como cimiento de una nueva estabilidad, adhiriendo(se) a los movimientos políticos que prometen superar el caos en una dimensión más alta de orden comunitario", apunta Gentile, y se acuerda de paso del Gran Inquisidor de Dostoievski cuando decía: "Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse". Y ése es seguramente uno de los problemas más serios y más dramáticos del presente que habitamos. El de buscar calor, en medio de tanta orfandad, en algunas de esas liturgias que tanto consuelo prometen. Gentile sobre el fascismo: "La función de la liturgia de masas iba más allá del aspecto lúdico o demagógico, que también estaba presente: apuntaba a conquistar y modelar la conciencia moral, la mentalidad, los hábitos de la gente y hasta sus más íntimos sentimientos acerca de la vida y la muerte". Vaya, que el gran riesgo sigue siendo el de siempre, que "junto con el artificio, mezclados con éste, obran la espontaneidad y el entusiasmo del creyente convencido de poseer la verdad".
Exposición de la Revolución Fascista, inaugurada en Roma el 28 de octubre de 1932.
Depero futurista 1913-1950. Catálogo de la exposición. Varios autores. Fundación Juan March. Madrid, 2014. 457 páginas. 39,90 euros.
El culto del littorio. La sacralización de la política en la Italia fascista. Emilio Gentile. Traducción de Luciano Padilla López. Siglo Veintiuno Editores. Buenos Aires, 1993. 299 páginas. 19 euros.
Fascismo. Historia e interpretación. Emilio Gentile. Traducción de Carmen Domínguez. Alianza. Madrid, 2004. 328 páginas. 28 euros.
Europa contra Europa 1914-1945. Julián Casanova. Crítica. Barcelona, 2011. 258 páginas. 15,90 euros.
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