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martes, 26 de abril de 2016

Conquista del desierto: El coronel Chanampa

El coronel Chanampa




El coronel Ceferino Chanampa, alias el indio Shefe, escuchaba el ruido apagado de los cascos contra el arenoso camino. Una luna de algodón acuchillado jugaba a resplandecer y apagarse entre las nubes. Cuando asomaba, podía verse la pequeña tropa desarrapada, desgreñada, caminando en silencio. Apenas se veían los espesos romerales, los ariscos chañares. Cuando se escondía la luna, parecía que tierra, yuyos y caballos fueran una sola cosa oscura y palpitante.

El coronel Ceferino Chanampa sacó un pie del tosco estribo para no entumecerse. Se balanceó un poco. Si tan siquiera pudiera pitar. Pero la sorpresa del Carrizalito había sido desastrosa. No hubo tiempo más que para encarar un poco a la tropa de línea y escapar con lo puesto. Jodida suerte. Desde que murió el General en nada les había ido bien. Cierto que cuando peleaban a su lado tampoco habían ganado muchas batallas, pero por lo menos el desbande era una táctica y el huir un anticipo de victoria. Y, además, ellos sabían que como quiera, el General arreglaría las cosas. Pero esto era la derrota bárbara, la derrota sin remedio, pobre y desolada como choco que los rondara toriándolos con sus fauces sumidas de hambre. El tintín del sable contra la espuela casi lo sobresaltó. Ese ruidito juguetón era cosa que sobraba. Todo parecía obligadamente trágico en esta ocasión. El coronel Ceferino Chanampa arrugó la jeta aindiada y se encasquetó el gorro sobre los ojos. ¡Bah! El sable… ¡Para lo que servía…! Fueran otros tiempos, cuando la cosa se resolvía en la primera arremetida a fuerza de fierro y pechazo: pero ahora, con los cañones de los Regimientos quemándolos de lejos y los Remingtons minuciosos bajándolos como cachilitas, ¡adónde! ¡Qué guerra ésta! El coronel Ceferino Chanampa revolvía palabras y sucedidos mientras estiraba alternativamente sus piernas sobre los bastos duros. ¡Qué destino éste! Ya ni sabía para qué peleaban, salvo para defender el cuero. Cuando estaba con el General todo era más fácil. El General pensaba por ellos y les decía si iban a pelear o no. A veces estaban semanas de ociosos en el campamento o en la ciudad, comiendo y chupando. Y un día entre los días los hacía reunir y decía:

- Bueno, muchachos, hay que largarse de nuevo…

Entonces el secretario les leía trabajosamente una proclama y después empezaban otra vez los días iluminados y heroicos, acribillados de muerte, de dolor, de miedo y de exaltación; días enaltecidos de victorias y guitarras, de saqueo jocundo y risas bárbaras resonando gloriosamente en la calles de las ciudades conquistadas. ¡Ah, Catamarca la empinada! ¡Ah, San Juan resistente! ¡Ah, Córdoba la orgullosa! Y el desbande luego, planeado en la voz cadenciosa del General:

- De aquí en cinco días, en La Hedionda.

O en el Chamical. O en Mollaco. O en Anjullón. O en Guaja. Donde fuera. Y allí estaban todos a los cinco días, firmes, esperando la nueva orden. El General… Era como si lo viera, los ojos mansos, el cabello enrubiado ya encanecido, la vincha desflecada… Sí: antes había sido más fácil. Es difícil vivir mandando uno. Acaudillar ¡qué difícil es! El coronel Ceferino Chanampa recordaba. Si por él fuera, no hubiera pasado de soldado. Total, la vida era densa y áspera lo mismo. Pero el coraje lo va siguiendo a uno y lo señala. Un jefe que lo distingue, un instante cargado de destino que se le rinde, una desmesura celebrada por los compañeros, y de repente cata que uno es caudillo. Se acordaba cuando el General lo ascendió a su grado actual. Había sido después de la derrota grande. Sin que nadie se lo mandara, el Indio Shefe juntó una docena de muchachos y se puso a guardar las espaldas de la gente en retirada. Al pisar lugar seguro, el General lo mandó llamar, lo miró con esos ojos que de puro zarcos parecían mostrar el alma, y le dijo:

- Hijito, sos coronel.

Desde entonces, el Indio Shefe era coronel. ¡Y que se le hubiera muerto su General así, tan enteramente indefenso, sin haber estado él para ponerse delante de la lanza y hacerse rajar el pecho antes de que lo atravesara al viejo jefe derrotado! ¡Mala suerte! El coronel Ceferino Chanampa sintió un picor en los ojos y pegó un feroz espolazo al caballo.

Atrás, los montados de sus diez hombres hacían un ruido acolchonado sobre el polvo. Los muchachos casi no hablaban. Se dejaban andar, sin palabras. La noche seguía cargada, mezquinando luna.

Iban hacia Chile por Jagüe. Tal vez allí tuvieran más fortuna. Algunos amigos habían logrado pasar. Si la expedición pacificadora no los alcanzaba a la altura de Los Hornillos, ya no les preocuparía nada. Eran todos baquianos y con un poco de charqui y unos chifles de aguardiente podrían atravesar las montañas grandes. Los caballos estaban cansados, pero verdeando antes de meterse en el Paso andarían bien. La cosa era llegar a Los Hornillos. De allí a Chile, ya se vería. En Chile podrían trabajar en las minas o irse al sur, a los fundos. Total, un conocido nunca falta para buscar conchabo. Un hombre está bien en cualquier lado. Lo único, estar en tierra extraña. Cuando pensaba esto una inquieta desazón le ponía regustos amargos en la boca. Dejar la patria era como si le arrancaran las entrañas. Una escondida voz le decía a gritos esto: el coronel Ceferino Chanampa seguiría siendo el mismo hombre en Chile; sus greñas ásperas, sus pómulos marcados, su voz aflautada y esdrújula no cambiarían; pero el coronel Ceferino Chanampa era también la tierra, el paisaje, el cielo, las gentes, las cosas. El era él, con su cuerpo y su alma, con sus días y sus noches; pero él era también todo lo cotidiano y si le arrancaban esto, quedaría mutilado. Cuando así pensaba, se le achicaba el corazón y sentía lo que sintió hacía muchos años, cuando estuvieron a punto de degollarlo tras una revolución fracasada…

Menos mal que los muchachos lo acompañaban. Sus muchachos. Allí estaban ellos, cada uno con sus mañas. Los conocía como si fueran hijos. Sin darse vuelta podía señalar de quién era la voz que se escuchaba de tanto en tanto. Werfil Herrera, con su corpachón enorme y su cara de niño, agrandado y su risa extemporánea. El negro Sostaita, que solía rasguear implacablemente con sus dedos torpes, frente a los fogones benignos, una percudida guitarra. El sargento Avallay del lado de los Pueblos, agobiado de tantos trabajados años. Don Shola Carrizo, sentencioso y grave, que nadie sabía por qué andaba en cosas de guerra. Y los tres pasados de San Luis, con sus barbazas y sus vinchas, taciturnos y eficaces. Y el “Shulco”, el chiquilín alocado y gritón que todos querían y que se permitía macanear con todos, hasta con el capitán Carmen Barrionuevo, costeño, que tenía una voz bronca y sonora y jamás se reía. De todos podía el coronel Ceferino Chanampa dar testimonio. A algunos los conocía de años atrás, cuando la guerra larga. Otros habían sido compañeros suyos al lado del General. Menos mal que iban juntos. Pensaba que verlos en Chile sería como tener cerca un pedazo de patria…

Seguían andando sin pausa. Agitó innecesariamente el chifle para verificar si tenía aguardiente. A él no le gustaba macharse, pero antes del entrevero y en las retiradas largas solía chupar. Eran las únicas veces que le brillaban los ojos achinados y soltaba su grito agudo y sostenido. Pensó, con una sonrisa resignada, que nunca se le había dado por las farras. Casi no bailaba. Esas fantásticas cuecas de los cuyanos, esos gatos cordobeses, nunca los había bailado. Cuando lo llevaban a alguna farra, él se quedaba enculado, retraído bajo la enramada, escuchando discutir a los hombres.

- ¡Ay, indio! Así no has de encontrar nunca mujer…

Le decía, riéndose, su compadre Sotomayor. A él no le importaba eso de no conseguir mujer. Tener mujer, ¿para qué? Tomaba alguna hembra al pasar, después de una campaña o cuando se le daba la gana. Una, lo quiso bastante. Se acordaba. ¡La pobre! Tenía unos ojos grises y el modo sumiso y querendón. Vivió un tiempo con ella en un rancho de adobe, decente como el que más, cerca de Cochangasta, frente a la acequia. Tenía unos naranjos al fondo y el agua cantaba día y noche cerca de la casa. El, trabajaba de compositor de caballos. Ella hacía dulces y tortas. Fueron días pacíficos. Pero esa vida lo cansaba. Y en cuanto supo que el General estaba preparando otra campaña, montó su mejor caballo, buscó los amigos más cerca y enfiló hacia los llanos, sintiendo como si se hubiera arrancado unos grillos, pesados y dulces a la vez. Nunca la volvió a ver. Le dijeron, mucho después, que ella se había ido con un desertor del Regimiento de Arredondo. No se le importó. Pero a veces extrañaba un poco su modito y el gris de sus ojos. ¡Bah! El hombre no debe atarse a polleras. Por lo menos, el que anda en estas cosas… Suspiró fuerte, y miró hacia atrás. La luz de la luna ponía escalas de polvo plateado sobre el grupo que lo seguía. Se arrebujó en su áspero poncho y avivó el paso del caballo. Si los alcanzaban los de línea antes de meterse en los contrafuertes de la Cordillera, estaban perdidos.

Buenas tropas, los nacionales. Armas largas, ganado fresco, ropa entera. ¡Qué podían hacer contra ellos las raquíticas chuzas, los trabucos desvencijados de los montoneros! El coronel Ceferino Chanampa los había visto de lejos, con no disimulada admiración. Observaba sus maniobras perfectas, sus conversiones cerradas, sus formaciones impecables: y tenía que contener un secreto impulso para no largarse hacia ellos pegando gritos amistosos y abrazarlos. ¿Y los oficiales? Los había visto de cerca en dos o tres ocasiones: cuando hicieron un tratado de paz que fue traicionado muy luego y otra vez en la ciudad, al entrar el Regimiento al son de la banda y con las banderas desplegadas. El estaba escondido en la casa de un compadre, cerca del Estanque. Los había visto pasar. ¡Esos sí que eran oficiales! Todos traían entorchados y charreteras decorándoles los combados pechos; Las peras y los bigotillos cuidadosamente recortados. Recordaba al ayudante del General, que una vez apareció con un poncho agujereado por todo vestido, tan en la miseria estaba. Y a ese capitán Wamba que nunca usó zapatos. Tal vez si ellos hicieran unos arreos como los de las tropas nacionales, andarían mejor. ¿Quién podría creerlo Coronel a él, Ceferino Chanampa, más conocido por el Indio Shefe, con esos pantalones remendados, ese blusón hecho harapo, ese gorro agujereado donde lucía una escarapela argentina para distinguir su jerarquía…? Y, sin embargo, ¡carajo! Era tan Coronel como el mismísimo Arredondo, que había visto entrar en la ciudad tan churito, al frente del Regimiento, resplandeciente de oros y sin un remiendo ¡sin un solo remiendo! en su uniforme azul y rojo.

Al coronel Ceferino Chanampa le hubiera gustado hablar con ellos, con los hombres contra quienes tanto había luchado. Le hubiera gustado sentarse mano a mano, pitando despacio, y hablar sin apuro toda una tarde, toda una noche. Le hubiera gustado saber por qué peleaban. Les hubiera preguntado por qué los perseguían, con qué derecho habían matado al General, cómo era que se largaban sobre los pueblos para asolarlos. Ellos, que sabían leer y escribir, podrían hablarle largamente de sus motivos. Debían tenerlos, y seguramente muy importantes.

Sonrió un poco: ¿y si se lo preguntaban a él? ¿Qué diría? Bueno, no diría muchas palabras. Nunca decía muchas. Pero por lo menos les haría saber que él luchaba porque siempre lo había hecho, porque ésa era su tierra y no le gustaba ver regimientos extraños paseándose por sus pagos; que luchaba contra los cogotudos de la ciudad que eran enrevesados para hablar y le hacían desconfiar siempre; que peleaba porque el General siempre había peleado contra ellos, y porque no tenía casa ni tenía mujer ni otra cosa mejor que hacer. Porque la guerra era linda y dura y lo hacía sentir más hombre; porque eso de estar cuerpeando a la muerte parece que a uno lo purificara. Por todo eso ¡y que se yo! Tal vez por otras cosas más grandes, cosas tan altas y tan oscuras que no podía descubrirlas ni entenderlas y era preferible callarlas, para no disminuir su grandeza con sus pobres palabras de indio iletrado. El las sentía: eran cosas que venían en tumulto desde el fondo de la noche, una cabalgata de muertos queridos que desfilaban borrosamente o las palabras bellas que había escuchado en las proclamas del General y que ya no recordaba… ¡Pelear! Qué otra cosa podía hacer… Pelear hasta terminar, como fuera. Una resignación orgullosa lo iba invadiendo. Era como un juego. Ahora comprendía. Era como jugar a la taba o al monte, con apuestas mucho más valiosas que las que solía hacer. Se apostaba la vida.

Cuando ganaba, tenía a su Mercer la vida de sus enemigos. Cuando perdía, su vida era de ellos. Juego limpio y riesgoso. Ahora estaba jugando las últimas vueltas. Lástima que en la apuesta también estuvieran implicados los compañeros. Eso hacía todo más complicado. Cuando el General se largaba a una campaña, él sabía que era parte de su apuesta y aceptaba ese mínimo destino sin protestas ni responsabilidades. Ahora, en cambio, era él, el coronel Ceferino Chanampa, quien tiraba sobre la mesa esas diez paradas. Eso lo desazonaba. Pero podía tranquilizarse pensando que todo obedecía a un ritmo ciego e inexorable al que era ajeno. Otro, alguien, lo estaría jugando a él. Ganar o perder, no importaba. Cumplir un destino, tal vez sí.

Amanecía. A la derecha, muy lejos, se adivinaba la roja imponencia de Los Colorados. Patquía quedaba atrás. Con un poco de suerte habrían de llegar al otro día, a la oración. El cielo estaba ahora limpio de nubes y llegaba a ratos un olor fresco a retamo, como un regalo del campo pobre a sus derrotados. Ya estaba saliendo el sol cuando avistaron a retaguardia la polvareda de los nacionales. Pronto se distinguirían sus uniformes azules y rojos, sus Remingtons certeros, sus caballos frescos.

Miró a los compañeros. Nadie decía nada. Un aliento eterno suspendía a todos y transfiguraba sus rostros atezados. Detuvieron las derrengadas cabalgaduras y se prepararon. Cuando dio, rutinariamente, las últimas órdenes, el coronel Ceferino Chanampa tuvo la sensación de ser un ciclo cerrado y que en ese instante estelar se completaba su existencia armoniosamente, auténticamente. Sintió lo que nunca había sentido a través de sus correrías: una plenitud, una paz infinita, la oscura certeza de que todo debía pasar así y no de otro modo. Se sintió leal a su destino anónimo y desolado, y no trató de eludirlo. Desató el chifle y bebió con largueza. Después esperó.

Fuente


Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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