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viernes, 8 de abril de 2016

Guerra contra la Subversión: La confensión de Harguindeguy

El día que Cox grabó a Harguindeguy
El duro diálogo off the record entre el periodista mencionado por Obama y el militar que luego sería condenado por asesinatos.


Por Gustavo Gonzalez | Perfil


TESTIMONIO. Antes de dejar el país en 1979, Cox se fotografió con su familia para protegerlos. |

Imagínense la Argentina de 1979. Ni siquiera era una guerra, era una masacre de Estado, más allá de la existencia del terrorismo privado. La dictadura controlaba las calles, las universidades, las empresas. Ya para entonces había miles de desaparecidos, aunque los medios y los periodistas permanecían mayoritariamente en silencio. Unos optaron por ser propagandistas del régimen. Los otros, por temer y callar. Lo mismo que hizo la mayor parte de la sociedad.

Ya se contaban también decenas de periodistas desaparecidos y asesinados. Además de casos notorios como los de Jacobo Timerman y Jorge Fontevecchia, detenidos en centros clandestinos y liberados después por la presión internacional.

Imagínense, entonces, en un país donde el slogan oficial era, literalmente, “El silencio es salud”, a un periodista ingresando al despacho del ministro del Interior en la Casa Rosada con el grabador encendido entre su ropa para grabar subrepticiamente una conversación.

Era junio de 1979, y el periodista, Robert Cox, director del Buenos Aires Herald. Su nombre era desconocido para todos, salvo para los familiares de los detenidos y desaparecidos. Y para la dictadura.

Los primeros lo veían como el jefe de un equipo de héroes (junto a James Neilson, Andrew Graham-Yooll y otros) que arriesgaban su vida informando día a día sobre nuevos casos y denuncias. Los familiares, como Nelva y Alberto Fontevecchia, sentían que si el nombre de su ser querido aparecía publicado en el Herald, había una chance de que esa persona fuera liberada.

Para los militares y civiles de la dictadura, en cambio, Bob era alguien peligroso, probablemente al servicio del comunismo internacional o de la Inteligencia yanqui, que para la sabiduría militar podía representar más o menos lo mismo.

Desde el primer día del golpe de Estado, hace cuarenta años, se lo habían advertido: estaba prohibido publicar sobre la represión ilegal. Pero Cox no lo entendió bien: un año después lo detuvieron ilegalmente para explicárselo en persona. También a él lo salvó la presión internacional, pero no quitó que después sufriera un atentado, y su esposa Maud, un intento de secuestro.

Así estaban las cosas aquel día de 1979, cuando después de una “conferencia de prensa” del ministro Albano Harguindeguy, en la Casa de Gobierno, Cox lo siguió a su despacho con el grabador encendido. Era el mismo militar que tras el fin de la dictadura sería responsabilizado por la desaparición de cientos de personas.
Los diálogos que a continuación se reproducen se pueden escuchar completos por primera vez en Perfil.com o leerse en el libro que escribió su hijo David, Guerra sucia, secretos sucios.

—¿Cómo anda, señor Cox? Lo felicito por los comentarios. Muy conmovedor. A veces se deja llevar por ese espíritu romántico inglés, ¿no?
—Sí. Es cierto.
—Pero esos artículos que publicó hoy... Nos da bastante duro.
—No es una cuestión personal. Hay sesenta periodistas desaparecidos.
—¿Sesenta? –preguntó Harguindeguy–. Hay algunos presos, gente que está metida en...
—No. Hay sesenta periodistas desaparecidos.
—¿Nada más que sesenta? –ironizó el general.
—Sesenta desaparecidos. Creo que hay que hacer algo...
—Bueno, pero lo que usted no sabe es que hay un montón de desaparecidos –retrucó Harguindeguy.
—(...) Usted tiene que ocuparse de resolver esto. Es un problema gravísimo. (...) ¿No podría ayudarme un poco?
—Lo estamos ayudando, Cox. ¿Qué le parece que es esto, si no? –dijo aludiendo a documentos sobre el escritorio de su despacho que supuestamente contenían los nombres de todos los asesinados.
—¡Eso es una mentira! –le respondió Cox, quien ya había visto de qué se trataban esos documentos.
—Escuche, yo no soy Jesucristo. No puedo decirle a Lázaro “levántate y anda”.
—¿Dónde está el coraje militar? (...) Corren rumores de que han desaparecido tres mil personas en la ciudad.
—Están locos, Cox.
—¿Cuántos han desaparecido hasta ahora?

El jerarca militar le dijo que estaba equivocado y que Estados Unidos había inventado la mayor parte de los casos para desacreditar al gobierno argentino. Si la embajada seguía presionando, él mismo saldría a decir que estaban mintiendo, le advirtió el general. Cox le mencionó los casos concretos del periodista Fernández Pondal y del diplomático Hidalgo Solá. Harguindeguy retrucó:
—Durante la Segunda Guerra Mundial los soldados norteamericanos encerraban a sus prisioneros en fortines y los mataban a todos con granadas...

Cox respondió que no había punto de comparación, y la conversación siguió hasta que el militar dijo que recibía cartas de todo el mundo por los desaparecidos y que iba a investigar para demostrar que todo era falso. Entonces el periodista terminó: “Las investigaciones sobre los desaparecidos son una burla”.

A pocos meses de aquel encuentro, antes de que terminara 1979, Cox y su familia debieron dejar el país después de que su pequeño hijo Peter recibiera una carta en la que los amenazaban con la muerte si no lo hacían. Cuando esta semana el presidente Obama recordó su nombre, lo que nos recordó es el símbolo de un pasado horrible cruzado de gestos heroicos y de silencios que todavía retumban.

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