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domingo, 1 de diciembre de 2019

Imperio español: Los banqueros de los Austrias

Los banqueros de los Austrias


Las necesidades de capital de un imperio en constantes conflictos bélicos obligaron a la Corona española a solicitar cuantiosos préstamos. Así, sobre el destino de la monarquía se proyectaba a menudo la alargada sombra de sus acreedores.

Vista de la ciudad de Sevilla, siglo XVI. (Sevilla Banqueros Austrias)


Joan-Lluís Palos || La Vanguardia

Mantener imperios ha sido siempre una actividad costosa. Y más aún si, como ocurría en el caso español, sus territorios se encuentran dispersos y rodeados de enemigos. Entre la coronación de Carlos V en 1517 y la muerte en 1700 de Carlos II –el último soberano de la casa de Austria–, la monarquía española vivió en un estado casi permanente de guerra que, durante largos períodos, tuvo varios escenarios simultáneos.

Muchos observadores percibieron ya entonces la conveniencia de mantener una proporción entre los objetivos imperiales y los recursos económicos disponibles. De hecho, varios de ellos aconsejaron a los reyes renunciar a algunos de sus dominios, como Italia o los Países Bajos.

Pero este principio no era aplicable para los gobernantes de un imperio que, desde su punto de vista, era portador de un destino mesiánico ineludible: la defensa de la fe católica, permanentemente amenazada por herejes e infieles.

Para financiarlo, la Corona acudió a un incremento constante de la presión fiscal. Por un lado se crearon nuevos impuestos, como el excusado, los millones, la sisa o el subsidio de galeras, que recayeron principalmente sobre el contribuyente castellano. Por otro, los gobernantes pidieron una y otra vez a las Cortes la aprobación de servicios extraordinarios.

Cuando la situación se puso verdaderamente difícil, el Imperio no dudó en vender bienes pertenecientes a la Iglesia y las órdenes militares, así como encomiendas o cargos públicos. Y en los momentos de desesperación, como ocurrió en 1649, se tomaron medidas aún más extremas, como incautar la plata procedente de las Indias que iba destinada a particulares.

Los banqueros alemanes que más intensamente contribuyeron a la gestión económica del imperio de Carlos V fueron los Fugger.

Pero todo ello fue en vano. Cuanto mayor era el esfuerzo, más insuficientes eran los resultados. Por fortuna para los reyes, hacia 1540 se descubrió el método de la amalgama, que consistía en separar el metal de los residuos mediante su tratamiento con mercurio. Gracias a este proceso, las minas americanas empezaron a producir una cantidad de metales preciosos nunca vista hasta entonces. Una quinta parte del total, el llamado quinto real, iba directamente a las arcas de la Corona.

No obstante, su traslado hasta la península ibérica era una operación extremadamente dificultosa. Además, la llegada de las flotas al puerto de Sevilla no siempre se ajustaba a las exigencias de pagos comprometidos por la monarquía.

 
Vista de Augsburgo en las Crónicas de Núremberg, c. 1493. (TERCEROS)

En manos de los Fugger

La necesidad de liquidez para atender sus compromisos obligó ya a Carlos V a acudir a los préstamos de numerosos banqueros, a los que por entonces se llamaba “factores”. Esto sucedió desde el inicio de su reinado, y no solo a nivel nacional.

Además de a los banqueros castellanos, el rey recurrió a otros alemanes, flamencos, italianos... Algunos de ellos, como el germano Bartolomé Welser, habían contribuido con sus aportaciones a obtener el voto de los electores que, en 1519, le concedieron la Corona imperial. A cambio, Carlos le recompensó con el derecho de colonizar tierras en la isla de La Española y Venezuela, además de explotar yacimientos mineros en México.

Sin embargo, los financieros alemanes que más intensamente contribuyeron a la gestión económica del imperio de Carlos V fueron los Fugger. Se trataba de una familia de orígenes campesinos, instalada en la ciudad de Augsburgo a finales del siglo XIV.

Gracias principalmente a su participación en el comercio textil, los Fugger habían experimentado un rápido proceso de enriquecimiento. Jakob (1459-1525) fue su figura más destacada.

Aunque al final de su vida llegó a ser el comerciante más rico de Europa, su destino inicial parecía muy alejado del mundo de los negocios. Como noveno de los 10 hijos de Jakob el Viejo, fue destinado a la vida religiosa en el convento franciscano de Herrieden. Pero el fallecimiento inesperado de varios hermanos hizo que abandonara la carrera eclesiástica y pasara a atender los negocios familiares.

Para ello recibió una intensa formación en Italia. Durante sus estancias en Venecia, Roma y Florencia no solamente aprendió los secretos de la doble contabilidad, sino también las sutiles relaciones entre el mundo de las finanzas y los príncipes de la Iglesia.

Años más tarde, el papa León X le concedería la gestión de los beneficios obtenidos por la predicación de las indulgencias, destinada a la construcción de la basílica de San Pedro. Después visitó personalmente todas las agencias que la compañía familiar tenía repartidas por Europa, en las que introdujo los nuevos sistemas modernos de contabilidad.


La colaboración de Jakob con los Habsburgo le permitió hacerse con el monopolio del comercio de plata en Europa.

Finalmente, centró su interés en el suculento negocio que proporcionaba la explotación de las minas de plata en el Tirol. Consciente de la importancia de mantener buenas relaciones con los poderosos, Jakob hizo una apuesta decidida, aunque no exenta de riesgos, por la financiación de la casa de Habsburgo.

Su colaboración con el emperador Maximiliano (1459-1519) fue tan importante que, con el tiempo, llegó a ser su único prestamista. Gracias a ello obtuvo privilegios que le permitieron hacerse con el monopolio del comercio de plata en Europa.

Cuando Maximiliano murió en 1519, legó a su nieto Carlos el grueso de su herencia: las tierras patrimoniales de los Habsburgo, la herencia de Borgoña, sus opciones a la Corona imperial y una abultadísima deuda con Jakob Fugger.

 
Retrato de Jakob Fugger, de Alberto Durero, c. 1519. (TERCEROS)

Años más tarde, el joven emperador intentó liberarse de esta dependencia, pero obtuvo una respuesta contundente. Jakob Fugger le escribió: “Es bien sabido, y puedo hacerlo patente, que V. M. I. no hubiera obtenido sin mi ayuda la Corona del Imperio, lo que puedo probar por medio de los manuscritos de los comisarios de V. M. I., y que no he hecho esto en ventaja mía lo demuestra que, de favorecer a Francia en perjuicio de la casa de Austria, hubiera adquirido grandes bienes y riquezas que se me habían ofrecido. Los perjuicios que habrían resultado de ello para la casa de Austria quedan bien patentes para la alta inteligencia de V. M. I.”.

Lo que Jakob Fugger no mencionaba eran los enormes beneficios que él había obtenido a cambio de su ayuda, como la explotación de las minas de plata de Guadalcanal, en las proximidades de Sevilla, y las de mercurio de Almadén. Eso, sin mencionar su importante participación en el comercio americano.

Tras la muerte de Jakob, los Fugger continuaron manteniendo una estrecha relación con los Habsburgo. Lo hicieron a través del nuevo responsable de la compañía, Anton, sobrino de Jakob. Al final de sus días, Anton logró nada menos que doblar la fortuna que había recibido.

Las grandes firmas

El papel de estos banqueros en las finanzas de la Corona fue decisivo. Pero su importancia no solo radicaba en su capacidad para proporcionar dinero en el momento necesario, sino también en el lugar adecuado. Es decir, en el campo de batalla, donde se encontraban las tropas dispuestas a amotinarse en caso de no recibir su soldada.

Y eso era algo que solo podían hacer las grandes firmas internacionales. Redes bancarias como la de los Fugger, con agencias distribuidas en las principales plazas financieras de Europa.

Estos banqueros, expertos en la gestión de enormes fortunas, eran conscientes del riesgo que asumían prestando dinero a una monarquía con una deuda creciente. Por ello, su principal exigencia siempre fue la de cobrar, con cargo, a la primera remesa de oro y plata procedente de América que llegara a Sevilla.

Los intereses que se pactaban eran tan elevados que, con frecuencia, la Corona se mostraba incapaz de devolver los créditos a tiempo.

El contrato mediante el cual se establecían las condiciones de cada uno de estos préstamos fue conocido como el asiento. Los intereses que se pactaban eran tan elevados que, con frecuencia, la Corona se mostraba incapaz de devolver sus créditos a tiempo. Su acumulación dobló con frecuencia el importe de las sumas obtenidas.

Para hacerse una idea, mientras los ingresos anuales de Carlos V oscilaron entre 1 y 1,5 millones de ducados, el conjunto de los créditos que hubo de solicitar alcanzó un total de 39 millones. En 1556, cuando Carlos transmitió su herencia a su hijo Felipe II, quedaban por devolver casi siete millones de ducados.

En la práctica, eso significaba que todos los ingresos de la Corona en los cinco años siguientes se encontraban gastados de antemano. De poco iba a servir que las remesas de metal americano se triplicaran durante su reinado. Todo resultaba insuficiente. ¿Qué hacer entonces, en tales circunstancias?

 
Retrato de Felipe II por Tiziano, 1551. (TERCEROS)

El desembarco genovés

Al año siguiente de tomar el poder, Felipe se declaró en bancarrota. O, lo que es lo mismo, decidió suspender todos los compromisos adquiridos con sus banqueros. Esto se tradujo en una renegociación de las deudas, compensando a los acreedores con juros, o títulos de deuda pública, que, con frecuencia, apenas eran algo más que papel mojado.

La crisis de 1557 dejó a los Fugger en una situación extremadamente comprometida, lo que abrió las puertas a los genoveses. En realidad, la participación genovesa en la economía hispánica existía desde los tiempos bajomedievales.

Por entonces, la república ligur –en abierta competencia con los catalanes– se había hecho con el control de buena parte del comercio en el Mediterráneo occidental. Tras la conquista de Constantinopla en 1453, la creciente amenaza turca había supuesto un duro golpe para la actividad mercantil genovesa.

No obstante, los genoveses supieron encontrar alternativas, pasando del comercio a las finanzas y buscando nuevos espacios de actividad en el mundo atlántico. Su presencia en ciudades como Lisboa o Brujas era ya una realidad a comienzos del siglo XVI.

Después de 1557, y durante la centuria siguiente, Génova fue la principal metrópoli financiera del Imperio español. A diferencia de lo que ocurrió con los alemanes, la fortuna genovesa estaba repartida entre un amplio abanico de familias. Esto permitió que, cuando alguna de ellas atravesaba dificultades, pudiera ser sustituida por otra. Durante más de cien años, el destino de la monarquía española estuvo estrechamente ligado a sus créditos.

Tuvieron una vital importancia establecimientos financieros como los de Spinola de San Luca, Spinola de Lucoli, Centurione, Strata, Pallavicino, Invrea, Pichinotti y Balbi. Todas estas familias obtuvieron suculentos beneficios por su colaboración con la monarquía española (aunque la amenaza de nuevas suspensiones de pagos pesaba sobre sus cabezas como una espada de Damocles).

Después de la crisis de 1557, y durante la centuria siguiente, Génova fue la principal metrópolis financiera del Imperio español.

En 1607, cuando el pintor Pedro Pablo Rubens visitó Génova, no pudo menos que asombrarse por la opulencia de los palacios que muchas de ellas se habían hecho levantar en la Strada Nuova. Era la nueva arteria del lujo en el extrarradio de la ciudad, y todavía hoy constituye la mayor concentración de residencias aristocráticas en Europa.

Estos beneficios se debían, en gran medida, a una sofisticada organización. Los asentistas solían residir en Madrid, cerca de la corte. Con ellos colaboraban los agentes encargados de cobrar las consignaciones en la Real Casa de Contratación de Indias –que desde Sevilla regulaba el comercio con el Nuevo Mundo– y remitían estos fondos al lugar que se les indicara. Aun gozando de autonomía, las delegaciones de Madrid mantenían una estrecha relación con la casa matriz en Génova.

Los lazos económicos se asentaban sobre vínculos familiares, que daban confianza y estabilidad a las operaciones de alto riesgo. Lo habitual era que el primogénito varón de la familia se quedara en Génova. Mientras tanto, los hermanos menores eran enviados a la corte española, lo que les permitía conocer de primera mano el contexto económico en el que tenían que desenvolverse. Vista de la ciudad de Génova, c. 1572. (TERCEROS)

El precio de la guerra

A pesar de los préstamos genoveses, los apuros de la Corona siguieron siendo enormes después de 1557, a causa de numerosos sucesos. Los moriscos se sublevaron en Andalucía y la presión de los turcos en aguas del Mediterráneo creció, a lo que se sumó la intervención en la guerra civil de Francia. Además, mientras las relaciones con Inglaterra empeoraban de forma progresiva, comenzaron las guerras de Flandes.

Todo ello condicionó la evolución política del reino y selló la personalidad de Felipe II, cuya hacienda terminó arruinada. En 1575 la situación volvió a alcanzar un punto límite, y el monarca decretó una nueva suspensión de pagos. Por entonces, la Corona adeudaba solo a los banqueros genoveses 17 millones de ducados.

La respuesta de los acreedores fue contundente: mientras no recibieran garantías de cobro, se negaban a pagar a los soldados que luchaban en los Países Bajos. La sublevación de las tropas de Amberes en 1576, donde asesinaron a más de seis mil habitantes, supuso un duro golpe para los intereses españoles.

A nadie le quedó duda alguna de que el destino de la monarquía estaba ligado a sus banqueros. La reacción del monarca consistió en tratar de sustituir a los genoveses por banqueros castellanos, como los Ruiz, Maluenda, Presa, Curiel, Cuevas, Santa Cruz, Salamanca, Ortega, Bernuy, Orense o Carrión. Muchos de ellos se habían enriquecido con el comercio de la lana y tenían buenas relaciones en Flandes. Pero el intento fue en vano. Todos ellos carecían de los recursos necesarios para satisfacer las exigencias de la Corona.

El desastre de la Armada Invencible en 1588 y una nueva suspensión de pagos en 1596 obligaron a la Corona a recurrir otra vez a los genoveses.

Seguramente la única excepción fue la de Simón Ruiz, que había amasado una importante fortuna. Un socio francés, Ivon Rocaz, le enviaba desde Nantes las telas que este vendía después en la feria de Medina del Campo. Sus conexiones internacionales iban desde Francia y Flandes hasta Nápoles, Hamburgo, Suecia y Hungría. Esto le permitió convertirse, entre 1576 y 1588, en el principal financiero del rey.

 
Retrato de Simón Ruiz, 1597. (TERCEROS)

Pero el desastre de la Armada Invencible en este último año, seguido de una nueva suspensión de pagos en 1596, desbordó sus posibilidades. La Corona tuvo que volver a recurrir a los genoveses.


La asfixia económica

A la muerte del rey en 1598, su hijo Felipe III recibió una deuda con los banqueros de 100 millones de ducados. No es de extrañar que, en estas circunstancias, una de sus primeras decisiones fuera la de firmar la paz con Inglaterra en 1604. Aun así, tres años más tarde se hizo necesaria una nueva suspensión de pagos.

En 1609, agobiado por la falta de crédito, el monarca se vio obligado a aceptar una tregua con los rebeldes holandeses que muchos consideraron vergonzosa. A pesar de la galopante corrupción y el desorden generado por la devaluación de la moneda, las exhaustas arcas de Felipe III conocieron un relativo alivio. Al menos hasta que, en 1618, decidió involucrarse en el conflicto de Alemania, que derivaría en la guerra de los Treinta Años.

El estallido de la contienda dejó de nuevo a la monarquía española en manos genovesas. Entre 1621 y 1627, durante los primeros años del reinado de Felipe IV, los genoveses percibieron el 76% de los metales preciosos de la Real Hacienda que llegaron a Sevilla.

Es lógico, por lo tanto, que estos banqueros también fueran los más perjudicados por la nueva bancarrota, decretada en enero de 1627. Aunque esto no impidió que continuaran siendo los asentistas más importantes de la Corona. En los años siguientes, el 44% de los pagos llevados a cabo en la Casa de Contratación de Sevilla acabó en manos de aquellos financieros. Bartolomé Spínola, Ottavio Centurione, Antonio Balbi, Carlo Strata y, sobre todo, Gio Luca Pallavicino fueron algunos de ellos. Eso sí, a partir de entonces, fueron mucho más prudentes en sus servicios y demandaron mayores garantías en la cancelación de los préstamos.

El paréntesis portugués

Las crecientes exigencias de los genoveses llevaron al favorito del rey, el conde-duque de Olivares, a poner los medios necesarios para no depender de una única fuente de financiación. Fue él quien decidió que había llegado el momento de acudir a los financieros portugueses, a pesar de los recelos que despertaba el origen judío de muchos de ellos.

 
Retrato del conde-duque de Olivares, de Velázquez, c. 1636. (TERCEROS)

Gracias a sus buenas conexiones en Holanda, banqueros como Manuel de Paz, Duarte Fernández y Jorge de Paz Silveira pasaron a tener un papel preponderante. Pero bastante efímero.

Sin apenas tiempo para recuperarse de la suspensión de 1627, la catastrófica década de 1640 –con las sublevaciones de Cataluña, Portugal, Andalucía y Nápoles– acabó por destripar la hacienda real.


A partir de 1648, los banqueros genoveses tomaron numerosas precauciones, lo que dificultaba la negociación de los asientos.

El 1 de octubre de 1647 fue publicado un nuevo decreto de suspensión de pagos. Ahora ya no se trataba de reordenar las finanzas para facilitar la entrada de nuevos prestamistas, sino de salvar una monarquía que agonizaba. Años de malas cosechas, hambre, pestes y una caída en picado del metal precioso que llegaba al puerto de Sevilla forzaron una nueva bancarrota en 1652.

Demasiado para la capacidad de los portugueses, que además veían cómo los recelos hacia ellos aumentaban: además de por su filiación religiosa, ahora pertenecían a un país que estaba en guerra con España. Tras el golpe sufrido en 1647, solo las casas más fuertes lograron recuperarse. Los que lo consiguieron fueron, sobre todo, asentistas especializados en provisiones de pertrechos (como Duarte de Acosta y Ventura Donís).

Después de esta nueva suspensión de pagos, la iniciativa crediticia volvió de nuevo a los italianos. Pero la nueva apuesta por el crédito genovés a partir de 1648 acabó en fracaso. Ninguno de los hombres de negocios estuvo dispuesto a adoptar el papel de líder, que primero había desempeñado Bartolomé Spínola y después Gio Luca Pallavicino. Se limitaron a intervenciones tímidas y a tomar numerosas precauciones, lo que dificultó extremadamente la negociación de cada asiento.

La época de los grandes banqueros parecía haber tocado a su fin. En todo caso, antes de terminar su reinado en 1665, Felipe IV aún tuvo tiempo de decretar una última suspensión de pagos, en 1662. Con ella perdió el poco crédito que aún le quedaba.

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