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sábado, 22 de febrero de 2020

SGM: A 75 años de Iwo Jima

Iwo Jima, la batalla más sangrienta del Pacífico

Diego Carcedo || La Vanguardia


En 1945, casi al término de la Segunda Guerra Mundial, japoneses y estadounidenses se enfrentaron en una isla de pequeño tamaño pero gran valor estratégico


Marines estadounidenses erigiendo su bandera en Iwo Jima. (Dominio público)


Iwo Jima apenas es un punto en el mapa del Pacífico, para muchos imposible de apreciar sin lupa, que la guerra acabó convirtiendo en un cementerio gigante y colocando en la historia de los episodios contemporáneos más sangrientos. Su nombre, en español “Isla del Azufre”, parecía más destinado a perpetuarse en la mitología que en el censo de las grandes batallas. Pero Isla del Azufre no es un nombre simbólico. Responde a la única riqueza que el paraje alberga entre sus rocas volcánicas y al olor sulfuroso que emana de las grietas que dibujan su paisaje.

Un paisaje de orografía accidentada, gris, anodino, con playas poco atractivas salpicadas de guijarros y un único monte. Se trata del Suribachi, una colina escarpada que en sus orígenes fue cráter de volcán y que sobresale por encima de los otros cerros gracias a sus 167 metros de altura. Ahora, como ya ocurría en 1944, cuando los estados mayores empeñados en la Segunda Guerra Mundial clavaron sus miradas en ella, Iwo Jima está casi despoblada.

Entonces, apenas mil habitantes, dedicados casi exclusivamente a extraer y procesar el azufre, se repartían entre las cuatro míseras aldeas a que se reducía el urbanismo de la isla: un territorio de 21 kilómetros cuadrados.

Un día asomaron las siluetas de varios buques, de un color ceniciento muy similar al de la propia isla

Iwo Jima pertenece al archipiélago Ogasawara, en las llamadas islas Volcánicas, y el principal problema de sus habitantes era, más aún que el olvido y la lejanía de Tokio –a alrededor de 1.200 km–, la escasez de agua. No hay ríos, ni arroyos, ni lagos ni fuentes. Solo la lluvia proporciona el bien más necesario en aquellos riscos de sequías pertinaces y sed eterna.

En los primeros años de la década de los cuarenta, los habitantes de Iwo Jima bastante tenían con afrontar las dificultades que aquel ambiente cerrado, por no decir carcelario, les ofrecía para sobrevivir. No había distracciones, y el trabajo no contemplaba tiempo ni para hacerse ilusiones. Rumores lejanos y desvaídos mantenían viva la noticia, difundida a medias por la radio, de que el país estaba involucrado en una guerra feroz formando parte del Eje con Alemania e Italia frente a otro grupo de países aliados.

Pero más allá de la preocupación en las familias por la movilización de sus jóvenes, que eran recogidos por barcos de reclutamiento de la Armada cada cierto tiempo, entre los habitantes de Iwo Jima ni se conocía lo que estaba ocurriendo ni puede decirse que les importase gran cosa. Hasta que un día de finales de 1944 asomaron por el horizonte las siluetas de varios buques, de un color ceniciento muy similar al de la propia isla, y tras las siluetas, que se agrandaban en la aproximación, aparecieron las bocas de estremecedores cañones gigantes como nunca habían sido vistos ni en Iwo Jima ni en sus alrededores.


Bombardero B-29 en vuelo. (Dominio público)

Unas horas más tarde, los barcos imperiales habían echado sus anclas en las proximidades de las playas. Grandes barcazas comenzaron a descargar soldados armados que chapoteaban en el agua camino de una costa donde se les recibió con curiosidad e inquietud a partes iguales. En realidad, nadie acudió a darles la bienvenida ni a preguntarles qué se les ofrecía. Tampoco los soldados parecían dispuestos a entablar conversación con los nativos. Más bien lo contrario. Formaron disciplinadamente columnas y, sin tiempo casi para que sus mandos estudiasen los mapas que llevaban en bandolera, comenzaron a desplegarse hacia el sur, la parte más deshabitada.

El objeto de deseo

Los habitantes de Iwo Jima siguieron trabajando en el refinado del azufre con la laboriosidad de todos los días y sin osar meterse en lo que estaban haciendo los militares recién llegados. Aunque quien más quien menos empezaba a temerse lo peor, nadie se atrevía a aventurar pronósticos sobre su suerte. Una suerte que estaba echada desde el momento en que los norteamericanos, que acababan de conquistar el archipiélago de las Marianas, se habían fijado en aquel punto apenas perceptible y de nombre olvidadizo que emergía en el océano.

Debía ser el centro fundamental de apoyo intermedio para sus bombarderos, los temibles B-29, en misiones de ataque contra objetivos en territorio nipón. Los cazas encargados de escoltarlos, los Mustang, apenas tenían autonomía para 3.000 km, y como entre las Marianas y Japón el vuelo de ida y regreso ascendía a más de 5.000, no podían brindarles protección. Además, como los servicios de inteligencia militar habían desvelado, los japoneses acababan de instalar muy en secreto en Iwo Jima un moderno sistema de radar .



Era capaz de detectar la proximidad de los B-29 y comunicarlo a sus centros de operaciones, donde disponían así de tiempo para recibirlos con sus defensas aéreas bien engrasadas. La decisión norteamericana de conquistar la isla, neutralizarla como centro de la estrategia defensiva nipona y convertirla en una base de apoyo para su propia aviación fue tomada también con el mayor de los secretos.

Sin embargo, bien por el chivatazo de algún espía o, más probablemente, por pura intuición –habida cuenta de la necesidad que los norteamericanos tenían de conseguir una base entre las Marianas y Japón–, el alto mando japonés se anticipó a tomar previsiones para defender la isla. A pesar de que sus fuerzas ya estaban muy mermadas, en pocas semanas la armada nipona desembarcó en Iwo Jima más de 20.000 soldados, 14.000 de tierra y 7.000 marinos. Al frente fue colocado uno de los generales más jóvenes y prestigiosos: Kuribayashi Tadamichi.

Este tenía por delante dos retos tan urgentes como imperiosos. Uno, establecer un sistema logístico naval y aéreo (que se garantizó con la construcción de dos aeródromos) capaz de atender las necesidades de tan voluminosa guarnición. Otro, anticipar una estrategia capaz de frenar la ofensiva norteamericana. Para ello decidió renunciar a algunas tácticas tradicionales y aprovechar las características del terreno adoptándolo para la defensa.


Millares de soldados guiados por zapadores comenzaron a horadar las rocas

Una vez garantizados los avituallamientos, lo primero fue quitarse de en medio preocupaciones secundarias y ojos innecesarios. Un amanecer, pelotones de soldados rodearon las aldeas, hicieron levantarse apresuradamente a los pobladores y, sin explicaciones ni margen de tiempo para que recogiesen sus enseres, los condujeron a dos barcos que aguardaban a una prudente distancia.

Fueron trasladados a otras islas, donde se les abría una nueva vida hacia el más incierto de los futuros. Luego, millares de soldados guiados por zapadores comenzaron a horadar las rocas. Abrieron cuevas protegidas por trincheras disimuladas entre los recovecos del paisaje.

Levantar un búnker

En cuestión de semanas, los militares japoneses convirtieron la isla en un verdadero búnker. Trabajaban contra el reloj, conscientes de que el ataque norteamericano sería inminente. Una red de túneles entrelazados comunicaba cerca de 400 fortines y nidos de artillería, con un esquema global ideado para facilitar repliegues y huidas de encerronas enemigas. La red se convirtió en la garantía de que los norteamericanos no conseguirían hacerse con el control de la isla fácilmente. Todo estaba listo para que Iwo Jima se perpetuase como un ejemplo digno de estudio en los manuales de estrategia defensiva.


El general Kuribayashi Tadamichi dirigió la defensa de Iwo Jima. (Dominio público)

La esperada batalla, bautizada por los norteamericanos como “Aislamiento”, comenzó el 16 de febrero de 1945. Desde algunas unidades que se habían aproximado a la costa se empezó a bombardear el sudoeste de la isla. Kuribayashi sabía perfectamente que en el mar no podía hacer nada para frenar la invasión. La flota japonesa ya estaba destrozada después de tantos reveses como había sufrido en otras batallas del Pacífico. No podía acudir en su auxilio ni siquiera con unas posibilidades defensivas mínimas.

Toda su perspectiva de éxito se reducía a la resistencia en tierra que pudiesen ofrecer. Los japoneses esperaron al desembarco, que no se iniciaría hasta tres días más tarde. A primera hora del día 19 llegaron a la playa las primeras barcazas de una fuerza anfibia. Estaba integrada por varios millares de marines, bien pertrechados para invadir el territorio en cuestión de horas.

El ataque americano

El desembarco estuvo cubierto en todo momento por un fuego artillero intenso procedente de los barcos de la flota. Las tropas norteamericanas desplegadas, bajo el mando del general Holland Smith, se aproximaban a los 100.000 hombres.


Bombardeo previo a la invasión de la isla en una imagen tomada el 17 de febrero de 1945. (Dominio público)

Contaban con centenares de barcos en la retaguardia, entre ellos portaaviones, submarinos y acorazados, dotados de todo tipo de armamento pesado. Los japoneses, por su parte, disponían de abundante armamento ligero –fusiles y ametralladoras– y algunas piezas de artillería de corto alcance.

Para los norteamericanos fue una sorpresa la facilidad con que pudieron desembarcar. Ni un solo disparo japonés había perturbado el avance de las barcazas hasta la costa. La primera contrariedad con que se enfrentaron surgió de la propia naturaleza: al intentar rebasar los terraplenes naturales que, a manera de rampas, se elevaban desde el mar, la arena volcánica se hundía bajo los pies de los soldados y les arrastraba con equipamiento de nuevo hacia la playa. Fue una pelea dramática contra el terreno para la que no estaban ni avisados ni preparados.


Los japoneses se movían con agilidad por el suelo horadado y surgían de los rincones más inesperados

Los japoneses, entre tanto, aguardaban en sus escondites el momento de repeler la invasión. Abrieron fuego mediada la mañana. Acodados en sus fortificaciones, dispararon a mansalva contra un conglomerado de hombres desconcertados, oficiales perdidos en un laberinto orográfico que desconocían y toneladas de material bélico desperdigado en medio del caos. Con sus ráfagas, lanzadas desde diferentes ángulos, lograron una verdadera masacre en las filas enemigas. El número de víctimas de aquella primera jornada, alrededor de 2.500, se convertiría en uno de los mayores desastres humanos registrados por las fuerzas armadas norteamericanas en un solo día.



En medio de la catástrofe con que se había iniciado el asalto a la isla, las tropas norteamericanas aún sufrirían otras contrariedades. Cada vez que conseguían alcanzar alguna posición defensiva tropezaban con nuevos focos de resistencia. Los soldados japoneses se movían con agilidad por el suelo horadado y aparecían, listos para presentar batalla, en los rincones más inesperados.

Los pilotos kamikazes, mientras tanto, lograron acercarse a los barcos de la flota norteamericana (que se habían aproximado de forma temeraria a la costa para apoyar el desembarco) y sabotearon varias unidades. Consiguieron hundir el portaaviones Bismarck Sea e inutilizaron el Saratoga.

Vehículos de combate inutilizados en Iwo Jima por los obuses, los morteros y la arena volcánica. (Dominio público)

Pero todo empezaba a revelarse como insuficiente ante la supremacía enemiga. Las bajas niponas comenzaron también a contarse por millares, y la pérdida de control sobre la isla se anticipaba inevitable. La resistencia que habían asumido no decayó en ningún momento, a pesar de que todo empezaba a flaquearles, incluidas las reservas de agua.

Cae el Suribachi

El día 22, en plena refriega, llovió, y aquellas gotas se convirtieron para su estado de ánimo en una ayuda enviada por el emperador a través del cielo en tan difíciles circunstancias. La batalla quedó sentenciada el 23, cuando los marines lograron acceder a la cumbre del Suribachi, la cota de mayor valor estratégico de la isla. Seis militares, el sargento Mike Strank, el cabo Harlon Block, los soldados Franklin Sousley, Ira Hayes y Rene Gagnon y el médico John Bradley, improvisaron una bandera sujetando con cuerdas la tela a un mástil hecho con tubos.

Con gran esfuerzo, venciendo la resistencia del viento, consiguieron izarla en una escena que se convertiría de inmediato, a lo largo y ancho del planeta, en un símbolo de la guerra. Unas horas antes habían llegado a la asediada Iwo Jima los primeros periodistas norteamericanos, dispuestos a contarle al mundo lo que estaba ocurriendo, y la escena fue captada por el fotógrafo Joe Rosenthal, de la agencia Associated Press. La instantánea, reproducida desde entonces millones de veces, acabó valiéndole el premio Pulitzer.

Sin embargo, la bandera de las barras y estrellas, saludada con euforia desde los barcos de la flota donde se seguían las operaciones con prismáticos, no supuso el final de la batalla. Aún se prolongaría varias semanas. Los japoneses resistieron hasta que prácticamente se quedaron sin efectivos. Su estrategia estaba bien concebida y su moral permanecía alta, pero los norteamericanos eran muy superiores en hombres y en medios. Los últimos días del enfrentamiento recordaron las trifulcas entre el gato y el perro.

Marines de la 5.ª división en Iwo Jima. (Dominio público)

Los norteamericanos avanzaban palmo a palmo por la escarpada superficie de la isla y los pocos japoneses que quedaban en pie, moviéndose con agilidad felina por los túneles, jugaban con el factor sorpresa una vez tras otra, sin que la propia vida pareciera preocuparles. El 26 de marzo, tras un mes largo de combates sin tregua, el general Kuribayashi tenía plena conciencia de que la derrota era inminente. Kuribayashi, de familia samurái, cumplió el rito ancestral de su condición y se suicidó mediante el seppuku, o harakiri.

Tendría que haber sido el final de todo, pero ni siquiera su muerte apresuró la rendición. Muchos soldados siguieron luchando, ya sin coordinación ni apenas mando, durante varias semanas.

La batalla de Iwo Jima marcó una inflexión definitiva en el rumbo de la guerra y, a juicio de algunos historiadores, la resistencia de los japoneses fue el principal argumento para quienes meses después defendieron en Washington el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Murieron más de 18.000 japoneses y el resto quedaron heridos o fueron hechos prisioneros.

Las filas norteamericanas, después del duro golpe del primer día, siguieron sufriendo bajas, pero en menor cantidad que las de sus enemigos. Su balance oficial de muertos fue de 6.821. En total, alrededor de 25.000 vidas, el saldo más sangriento de la guerra del Pacífico. Iwo Jima, que tardó mucho tiempo en ser devuelta a Japón y que hasta hace poco estuvo cerrada a los visitantes, cambió entonces su condición de tierra de azufre olvidada por la de un gigantesco cementerio que la humanidad recuerda con consternación.x

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