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martes, 10 de septiembre de 2019

Stalin vs Hitler: Peores dictadores de la Historia

Stalin y Hitler, 1941: paranoia, admiración y engaño entre los dictadores días antes de la Operación Barbarroja

A pesar de la acumulación de tres millones de soldados alemanes en la frontera en junio de 1941, el líder de la Unión Soviética no quiso creer que el führer estaba a punto de atacarlo. Según el historiador estadounidense Stephen Kotkin, tenía buenas razones: Alemania y Rusia tenían convenios de cooperación, habían firmado un jugoso pacto de no agresión y nadie parecía estar dispuesto a iniciar una guerra
Por Germán Padinger || Infobae
gpadinger@infobae.com


Josef Stalin y Adolf Hitler, al frente de los dos regímenes totalitarios más brutales de la historia, marcaron la historia del siglo XX

Mucho antes de las apocalípticas batallas de tanques en las planicies rusas y de la bandera soviética flameando en el Reichstag de Berlín; del hambre de los habitantes de Leningrado (hoy San Petersburgo) durante el largo asedio y la masacre indiscriminada de civiles; de los combates navales en el frío Mar Báltico y la destrucción de Sebastopol en el sur; mucho antes de todo eso que significó, en parte, el frente oriental durante la Segunda Guerra Mundial los dictadores de Alemania, Adolf Hitler, y la Unión Soviética, Josef Stalin, mantuvieron una relación de respeto mutuo y cooperación matizada por la desconfianza.

Después de todo, los militares alemanes que darían forma a la Wehrmacht, limitados por las disposiciones del Tratado de Versalles, habían marchado a Rusia para entrenarse y capacitarse mutuamente durante gran parte de la década de 1920 y 1930, en el marco de un amplio acuerdo de cooperación.

Y en 1939 los cancilleres Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Molotov firmaron un pacto de no agresión que sería instrumental para permitir a Hitler lanzarse a la conquista de Europa Occidental sin temor a una guerra en dos frentes.

El ministro de Exteriores soviético Viacheslav Molotov firma en Moscú el pacto de no agresión con Alemania, el 23 de agosto de 1939. Justo a sus espaldas, su par germano Joachim von Ribbentrop y, a su lado, Josef Stalin (Bundesarchiv)


Un pacto mutuamente beneficioso

El acuerdo había sido muy beneficioso para ambas partes. Alemania se había asegurado la retaguardia, evitando, por un tiempo, una desastrosa guerra en dos frentes como la sufrida en la Primera Guerra Mundial. Había expandido su influencia en el Báltico y recuperado (y ampliado) territorios perdidos a Polonia por el Tratado de Versalles. También, había logrado mayor acceso a las materias primas soviéticas (en especial cereales y petróleo), que necesitaba para su esfuerzo bélico.

A cambio, la Unión Soviética evitó un conflicto con Alemania para el que no estaba preparada y expandió también su influencia en el Báltico anexando Lituania, Estonia, Letonia y parte de Polonia. Además, logró acceso a la avanzada maquinaria industrial alemana que le ayudaría en su proceso de industrialización, y se recuperó su status como potencia mundial tras el aislamiento posterior a su guerra civil.

Ni siquiera la reciente Guerra Civil Española, entre 1936 y 1938, que llevó a Hitler y Stalin a escoger bandos opuestos para apoyar política y materialmente y provocó fuertes tensiones entre las potencias, impidió la firma del pacto en 1939.

  Consecuencias del pacto: tropas alemanas y soviéticas desfilan juntas en 1939, tras derrotar, desmembrar y repartirse Polonia (Bundesarchiv)

Hitler (nacido en Austria en 1889) y Stalin (nacido en Georgia en 1878), profundos enemigos ideológicos, tenían también mucho en común. Ambos venían de familias pobres, habían sufrido la Primera Guerra Mundial y habían avanzado posiciones por sus habilidades en la política.

Artistas frustrados, políticos natos

Ambos habían intentado iniciar carreras artísticas en su juventud: en el caso de Hitler se trató de la pintura, un pasión cargada de frustración luego de que le fuera negado el acceso a la Academia de Viena; mientras que Stalin tuvo cierto éxito como poeta bucólico y nacionalista, detalle que tiempo después intentó borrar de su historia oficial.

Y ambos, finalmente, se convirtieron en dictadores totalitarios al frente de las dos potencias continentales más grandes de Europa, afirmando su poder sobre la violencia y la represión, persiguiendo y aniquilando a todos sus rivales internos sin compasión.

  Josef Stalin nació en Georgia en 1878 y su carrera política cobró impulso con la Revolución Bolchevique. Tras la muerte de Lenin se movilizó para derrotar a su rival, Leon Trotsky, y convertirse en líder absoluto de la Unión Soviética, a la que gobernó con paranoia y brutalidad

Pero estos puntos en común y la cooperación que encararon entre ambos estados, llegaron a su fin cuando Hitler finalmente rompió el pacto y dio la orden de invasión de la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. La gigantesca agresión estaba basada en siglos de competencia entre alemanes y rusos por el control de Europa continental, pero también en el proyecto nazi de expandir las fronteras y colonizar nuevos territorios en las ricas zonas cereales ucranianas.

Pero sin embargo la Operación Barbarroja (Unternehmen Barbarossa), un masivo asalto que sorprendió a Stalin a tal punto que el dictador georgiano no quiso creer en sus propios reportes de inteligencia y sólo lo aceptó cuando los tanques alemanes ya estaban rodando por Ucrania y Rusia.

El peligroso atractivo del apaciguamiento

Después de todo, Stalin no podía concebir que Hitler quisiera una guerra que todos pronosticaban devastadora, especialmente debido a la superioridad soviética en soldados, tanques y aviones, ni que estuviera dispuesto a romper un pacto que había demostrado ser enormemente beneficioso para ambos, como rescata el historiador estadounidense Stephen Kotkin en un reciente artículo para la revista Foreign Affairs extraído de su libro "Stalin: esperando a Hitler 1929-1941".
  Adolf Hitler nació en Austria en 1889. Combatió en la Primera Guerra Mundial y luego se unió al Partido nazi, mediante el cual alcanzó el poder en Alemania. Llevó adelante una campaña de agresión estatal y de matanza sistemática de judíos y otros “enemigos del estado”

Además, Stalin era un conocido germanófilo que admiraba el poder industrial y cultural de Alemania y la estructura totalitaria con la que el futuro genocida germano había levantado al país tras la derrota de la Primera Guerra Mundial, aunque fuera con una base fascista.

El error de cálculo ya había sido compartido por los aliados occidentales en 1938 durante los Acuerdos de Múnich, cuando el primer ministro británico Neville Chamberlain y su par francés Édouard Daladier cedieron ante las demandas de Hitler sobre Checoslovaquia, convencidos de que todas las partes buscaban evitar una guerra que finalmente les llegaría con furia en mayo de 1940.

"A diferencia de lo que hicieron los británicos con Hitler, Stalin trató de aplicar tanto la disuasión como la concesión ante las demandas. Pero la política de Stalin se parecía a la británica en que estaba dirigida por su enceguecedor deseo de evitar la guerra a cualquier costo", indica el profesor en la Universidad de Princeton.

Tropas alemanas marchando junto a un Panzerkampfwagen 38(t) en los primeros días de la invasión alemana a la Unión Soviética, en 1941

"Ni su atemorizante determinación ni su astucia suprema, que le habían permitido eliminar a sus rivales y aplastar espiritualmente a su círculo cercano, se pusieron en evidencia en 1941″, consideró.

Y como en el 38′, Stalin parecía envuelto en una lógica cerrada y errónea sin poder comprender lo que estaba frente a sus ojos. Veía en las movilizaciones alemanas en la frontera (¡tres millones de soldados!) no los preparativos para la invasión sino los intentos de Hitler de exigir mayores concesiones dentro del pacto Ribbentrop-Molotov usando la amenaza del uso de la fuerza. Una forma de chantaje que el líder soviético podía entender e incluso considerar.

La trampa lista

"Este tipo de razonamiento se había convertido en una trampa para Stalin, permitiéndose llegar a la conclusión que la acumulación colosal de fuerzas alemanas a sus puertas no era una señal de ataque inminente sino un intento de Hitler de chantajearlo para que entregara más territorio y condiciones sin pelear", explica Kotkin.

En los primeros meses del avance nazi los prisioneros soviéticos se contaban de a cientos de miles

Ni siquiera el testimonio de un desertor alemán, Alfred Liskow, alertando sobre el ataque pareció convencerlo (podía haber sido enviado por el Abwehr, servicio de inteligencia alemán, pensó Stalin) ni tampoco los reportes de sus servicios de inteligencia, por momentos conflictivos.

"Ciertamente, una brillante campaña de desinformación del régimen nazi había alimentado a la red de espías soviéticos con reportes incesantes sobre la demandas alemanas que llegarían con la concentración de fuerzas en el este. Entonces, incluso la mejor inteligencia a disposición de Stalin señalaba tanto que la guerra se aproximaba como que lo que llegaría es el intento de chantaje", señala Kotkin.

La tristemente célebre paranoia de Stalin, quien, como Hitler, nunca dudó en hacer desaparecer a sus rivales políticos y a potenciales traidores, estaba también contribuyendo al bloqueo.

El resultado de estos confusos días de junio fue que Stalin evitó dar la orden de movilización de sus fuerzas en la frontera e incluso impidió que estas adoptaran posiciones defensivas, a pesar de los pedidos desesperados de sus generales. La lógica, otra vez cerrada, era que estas extensas maniobras de millones de soldados podrían ser vistas como una provocación y desencadenar la guerra que el dictador comunista quería evitar, al menos en ese año.

Una unidad blindada alemana avanza en las planicies rusas

"Stalin, habiendo entregado la iniciativa un largo tiempo atrás, estaba efectivamente paralizado. Casi cualquier cosa que hiciera podía ser usada por Hitler para justificar la invasión", asegura el historiador.

El choque de gigantes

Y entonces en la calurosa mañana del 22 de junio las tropas alemanas y sus aliados italianos, rumanos, húngaros, croatas, eslovacos y finlandeses finalmente cruzaron la frontera y lanzaron el ataque. Las más de 200 divisiones implicadas sumaban en total unos tres millones y medio de soldados, junto a 3.600 tanques, 2.700 aviones, 700.000 cañones de artillería, 600.000 camiones y vehículos de todo tipo y 650.000 caballos. La fuerzas de invasión más grande de la historia.

La frontera soviética de unos 3.200 kilómetros de extensión estaba defendida por unas 170 divisiones soviéticas, o un total de más de 2,7 millones de tropas, 10.400 tanques y 9.500 aviones. Una fuerza nada despreciable, de un total de 5,7 millones de soldados, 25.000 tanques y 18.000 aviones con los que contaba el Ejército Rojo, una vez que el complejo proceso de movilización pudiera ser puesto en marcha.

  El contraataque soviético: las tropas de asalto avanzan con el apoyo de un tanque Iosif Stalin-2, bautizado con el nombre del dictador

Aunque en un principio atacantes y defensores parecían estar en paridad, el asalto alemán arrolló las defensas en prácticamente todo el frente y comenzó un avance que parecía, en ese entonces, imparable.

Las razones de este éxito inicial son varias. La falta de preparación de los defensores, que en algunos sectores ni siquiera estaban ocupando sus trincheras, debido a la cautela extrema de Stalin es un factor importante, así como también la sangría de oficiales competentes que había sufrido el Ejército Rojo durante las grandes purgas políticas de años anteriores.

Finalmente, la Wehrmacht alemana venía de un a serie de grandes victorias en sus campañas en el oeste (derrotando a Francia por completo y al Reino Unido parcialmente), estaba curtida en combate, bien equipada con armamento avanzado y se encontraba poniendo en práctica los últimos conceptos en táctica militar, en especial el uso combinado de diferentes sistemas de armas que luego sería bautizado como blitzkrieg.

  La icónica imagen que marca el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa: tropas ondean la bandera de la Unión Soviética sobre el Reichstag en Berlín (Archivo)

Los invasores fueron finalmente detenidos a las puertas de Moscú en diciembre de 1941, por una combinación de la pericia táctica de un puñado de comandantes soviéticos que habían sobrevivido a las purgas y los efectos nunca despreciables del crudo invierno ruso (con temperaturas cercanas a los -30° bajo cero).

A medida que la matanza sistemática de judíos y otros "enemigos del estado" por parte de los nazis cobraba fuerza en los territorios ocupados de la Unión Soviética, Hitler intentó, sin éxito, relanzar su ofensiva militar contra el Ejército Rojo en los veranos de 1942 y 1943. Para el final de este año sus ejércitos estaban retrocediendo ante la fulminante contraofensiva soviética que llevaría a colgar la bandera roja en Berlín en abril de 1945.

En última instancia la victoria soviética fue total, Hitler se suicidó en su búnker berlinés y Stalin emergió como el líder supremo de una de las dos superpotencias globales. Pero la guerra no había podido evitarse en esa mañana calurosa de 1941, como evidenciaban las ciudades y pueblos arrasados y los campos quemados en Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Polonia y Alemania, entre otros países, así como también los casi 20 millones de muertos en ambos bandos. Y esto sólo en el frente oriental del conflicto más devastador de la historia.

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