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domingo, 28 de septiembre de 2025

La otra traición: Chile en la Vuelta de Obligado

Chile y la jugada oculta en tiempos de la Vuelta de Obligado



Introducción: las cosas que la historia olvida

La historia suele callar lo que incomoda. Nos enseña a repetir fechas, nombres de batallas, próceres de bronce, pero olvida los silencios, las grietas, las jugadas ocultas. Una de esas verdades incómodas es que mientras Rosas encadenaba el Paraná en la Vuelta de Obligado para resistir a ingleses y franceses, Chile jugaba sus cartas en silencio para quedarse con la Patagonia y el Estrecho de Magallanes.
La memoria oficial pinta el cuadro con brochazos fáciles: un pueblo resistiendo a dos imperios. Y es cierto. Pero en la sombra, un vecino aprovechaba la distracción para plantar su bandera en el sur. En 1843, Chile levantó Fuerte Bulnes en Punta Santa Ana. Cinco años más tarde, mudó su colonia a Punta Arenas, mejor ubicada, más defendible. Allí quedaría para siempre.
Europa lo toleró, incluso lo celebró en privado. En los informes consulares se repetía la palabra mágica: “estabilidad”. Poco importaba si era bajo bandera argentina o chilena. Lo que contaba era que el Estrecho estuviera bajo un poder efectivo, útil a las balleneras y al comercio global. Mientras los cañones rugían en el Paraná, la Patagonia se jugaba como ficha lateral en la mesa grande.
Y lo que casi nadie quiere decir en voz alta es que los imperios no juegan solos: necesitan vecinos atentos, oportunistas, dispuestos a morder cuando el otro sangra.



El tablero regional

El 20 de noviembre de 1845, el Paraná temblaba. Las cadenas chirriaban, los cañones tronaban, los cuerpos caían. A la misma hora, en el confín austral, flameaba otra bandera. Chile había ocupado el Estrecho de Magallanes en 1843 y nadie parecía dispuesto a mover un dedo.
Para Rosas, era un atropello. Lo denunció en notas oficiales, reafirmó los títulos heredados del Virreinato. Pero ¿qué podía hacer un gobierno sitiado, bloqueado, conspirado por dentro y acosado por fuera? La Patagonia era un desierto a los ojos de Europa, pero no estaba vacía: había pueblos originarios con sus propias alianzas, caciques que negociaban raciones y armas, territorios recorridos por tolderías y arreos. El problema era otro: la ocupación efectiva. Y allí Chile jugaba con ventaja.

La diplomacia de Londres y París

Los europeos no se manchaban las manos: manejaban la baraja. En sus despachos circulaba una idea sencilla: si Rosas no abría el Paraná, el sur podía ordenarse bajo la bandera chilena. No se necesitaban tratados solemnes, bastaban gestos calculados:

  • un buque inglés saludando en Punta Arenas,
  • una nota consular sobre las “ventajas” de un estrecho bajo autoridad estable,
  • un artículo en la prensa londinense describiendo la Patagonia como “despoblada”.

Era un juego de presión psicológica. El norte bloqueado por cañoneras, el sur amenazado por la presencia chilena, el este hostigado por Montevideo en manos unitarias. ¿Qué margen quedaba? Europa jugaba al doble candado: apretar a Rosas en el Paraná y mostrarle que la Patagonia podía esfumarse como moneda de cambio.
Rosas entendió. Su protesta de 1843 contra la ocupación chilena fue clara: “El Estrecho de Magallanes pertenece a la Confederación por derecho del antiguo virreinato; cualquier avance contrario será considerado usurpación.” (Archivo General de la Nación). Pero sus palabras chocaban con la indiferencia interesada de Londres y París. En política internacional, el silencio es aval.

El interés de Chile

Para Chile no había dilema moral. Había cálculo frío. Tras derrotar a la Confederación Perú-Boliviana, su élite entendió que el futuro estaba en el mar. Valparaíso debía ser el gran puerto del Pacífico. La Araucanía debía ser incorporada. Y Magallanes, ocupado.
El capitán Juan Williams plantó la bandera en 1843. Fundaron Fuerte Bulnes, con soldados, familias, huertas improvisadas. El lugar era inhóspito, pero simbólico. Cuando en 1848 la colonia se trasladó a Punta Arenas, el gesto se volvió irreversible: presidio, cabotaje, servicios para balleneros, colonización con europeos. Hechos consumados.
Los guiños europeos eran música para Santiago. Una visita amistosa de la Royal Navy equivalía a toneladas de pólvora. Era el respaldo tácito de que su avance no sería molestado. La clase dirigente chilena lo entendió rápido: ocupar, poblar, afirmar soberanía y esperar. En política internacional, los papeles siempre siguen a los hechos.


Rosas y la defensa de la Patagonia

El Restaurador no se engañaba. Sabía que no podía enviar ejércitos al sur cuando apenas sostenía las cadenas en el Paraná. Pero tampoco cedió. Se aferró al uti possidetis de 1810 como principio innegociable. La Patagonia era argentina por herencia del Virreinato.
Protestó en notas, reforzó Carmen de Patagones, mantuvo parlamentos con caciques como estrategia de control, otorgó licencias de caza y pesca para afirmar jurisdicción. Poco, pero suficiente para marcar presencia.
En diplomacia fue inflexible: nada de canjes territoriales. Ningún párrafo en ningún tratado podía interpretarse como cesión. “La Nación que entrega territorio se suicida”, repetía en privado. Y hacia adentro, alimentó el relato de integridad: la Patagonia no era un vacío, era el futuro.
En medio de bloqueos, guerras y conspiraciones, esa fue su mayor victoria: impedir que la Patagonia se negociara como ficha menor.

El trasfondo imperial

El caso patagónico desnuda la receta imperial de manual.
Dividir para dominar: apoyar a unitarios para desgastar desde adentro, sostener a Rivera en Montevideo para bloquear por el este, tolerar a Chile en Magallanes para presionar por el sur.
Economía como arma: abrir ríos, abaratar cueros y lanas, imponer reglas comerciales.
Propaganda y diplomacia: cónsules, prensa, discursos sobre “civilización” para legitimar la intervención.
El efecto buscado era claro: aislar a Rosas, mostrarlo como “inviable” y forzarlo a ceder. Pero Rosas respondió con la dureza de un cuchillo en la mesa: ni los ríos ni la Patagonia se negocian.

Consecuencias históricas

Europa terminó retirándose con un sabor amargo. La Confederación, contra todo pronóstico, resistió. Los ríos interiores quedaron reconocidos como argentinos. La Patagonia, aunque ocupada parcialmente por Chile, no fue cedida ni reconocida formalmente. Quedó pendiente, como sombra, para resolverse décadas más tarde.
La jugada de Chile fue exitosa en parte: consolidó Magallanes, fundó Punta Arenas y esperó. La Argentina, gracias a la resistencia de Rosas, mantuvo su reclamo intacto hasta que pudo poblar y negociar en condiciones más favorables. El Tratado de 1881 cristalizó lo que se venía cocinando desde Obligado: fronteras fijadas, Patagonia repartida, tensiones heredadas.

De Obligado a Malvinas

Ayer, en 1843, un marino inglés al servicio de Chile —Juan Williams Wilson, nacido en Bristol, formado en la tradición naval británica— fundó Fuerte Bulnes en el Estrecho de Magallanes. No fue un gesto romántico, fue una jugada estratégica: asegurar para Chile la puerta del sur con la venia silenciosa de la Royal Navy. Buques ingleses pasaron a “saludar”, la prensa de Londres describió la Patagonia como “despoblada” y la diplomacia consular celebró la “estabilidad” que ofrecía Santiago. Mientras Rosas protestaba con papeles que nadie quería leer, Inglaterra guiñaba el ojo a la bandera chilena.
En 1982, la historia se repitió con brutal exactitud. Chile, bajo Pinochet, se alineó otra vez con Londres contra la Argentina. Abrió sus bases en Punta Arenas a los aviones británicos, permitió vuelos de reconocimiento de los Canberra PR9 de la Royal Air Force, entregó datos de radar y desplegó su propia aviación para hostigar a la Argentina en la frontera. Margaret Thatcher lo reconoció sin rodeos: “Chile nos dio información vital.” El almirante Sandy Woodward lo confirmó en One Hundred Days, y el mariscal del aire Michael Beetham lo dejó por escrito en sus memorias: sin la ayuda chilena, la campaña británica habría sido mucho más difícil.
Dos momentos separados por más de un siglo, una misma lógica: en el sur, Inglaterra y Chile se dieron la mano contra la Argentina. En 1843 con el Estrecho. En 1982 con Malvinas. Y la moraleja, brutal, es siempre la misma: cuando la patria se debilita, alguien cercano la negocia al mejor postor.


Foto del escritor: Roberto Arnaiz 
Por: Roberto Arnaiz 
(www.robertoarnaiz.com/blog) 
Roberto Arnaiz | Escritor e Historiador
(www.robertoarnaiz.com)

domingo, 21 de septiembre de 2025

Batalla de Waterloo: Los prusianos atacan Plancenoit

Los prusianos atacan Plancenoit




Llegada del IV Cuerpo Prusiano.


Plancenoit era el mayor núcleo de población de la región; recorrerlo de punta a punta, a pie y a buen ritmo, habría llevado cinco o seis minutos. Era, por lo tanto, un pueblo completo, con una calle empedrada, una iglesia parroquial de piedra y un cementerio amurallado, mientras que Smohain y Mont-Saint-Jean no eran más que pequeños grupos de casas. Los habitantes de Plancenoit lo habían abandonado el día anterior, y los soldados franceses habían pasado la noche en las casas, quemando puertas y contraventanas para calentarse. Sin embargo, cuando llegaron los prusianos, el pueblo estaba vacío. Además, estaba alarmantemente cerca de la retaguardia de las líneas napoleónicas: después de las últimas casas de Plancenoit, la carretera ascendía por una suave pendiente durante menos de un kilómetro —quizás mil yardas— antes de cruzarse con la carretera principal, detrás de la propia La Belle Alliance. Otros caminos, serpenteando entre las colinas, se encontraban con la carretera de Bruselas más atrás, en Rossomme o incluso en Le Caillou. Mouton seguramente ocuparía y defendería Plancenoit, reconociendo que el pueblo le ofrecía la única posición favorable para oponerse al avance enemigo; pero por lo que Napoleón pudo ver con la ayuda de su telescopio, el general claramente no tenía suficientes tropas para resistir mucho tiempo. Y si perdían el pueblo, sabía que las tropas enemigas continuarían rápidamente ladera arriba hasta encontrarse a tiro de mosquete del camino principal, amenazando el flanco y la retaguardia de las reservas francesas.

A regañadientes, el emperador decidió que parte de la Guardia Imperial debía ser desviada en esa dirección para evitar que los prusianos tomaran el pueblo. Los veintidós batallones de la Guardia Imperial eran toda la infantería de refresco que Napoleón había dejado para lanzar el ataque decisivo contra la línea de Wellington, y cada batallón menos en ese esfuerzo reduciría la probabilidad de victoria; pero el emperador no tenía otra opción. Ordenó a Duhesme, comandante de la División de la Joven Guardia, que tomara sus ocho batallones y ocupara Plancenoit. Los guardias a ambos lados de la carretera de Bruselas habían pasado el día sentados en el suelo o sobre sus mochilas, fumando, charlando y esperando su turno. Como siempre, la Joven Guardia ocupó las posiciones más al frente, porque era la primera en entrar en acción; y en este caso, también, los guardias tuvieron que formar filas a las órdenes de sus oficiales y comenzar a marchar, no hacia el enemigo que tenían al frente, sino hacia el enemigo que estaba a punto de aparecer a su derecha. La división de Duhesme, junto con tres baterías de artillería que sumaban veinticuatro cañones, avanzó en dirección a Plancenoit, donde sus cuatro mil mosquetes se unirían a los seis mil de Mouton.

En la lucha por Plancenoit, el ejército de Blücher exhibiría todas sus cualidades positivas y todas sus limitaciones. Desde el punto de vista moral, tanto oficiales como soldados estaban animados por un odio fanático hacia los franceses; este los había sostenido durante los rigores de una larga marcha por el barro desde el amanecer, y al caer la tarde inspiró a las tropas prusianas a luchar con particular ferocidad. La lucha en las casas del pueblo y sus alrededores, capturadas, perdidas y recapturadas una a una, fue sangrienta, sin cuartel, como lo había sido la batalla de Ligny dos días antes. Al mismo tiempo, demasiadas tropas prusianas eran reclutas de la Landwehr, insuficientemente entrenadas y faltos de cohesión. El de Blücher era el único cuerpo del ejército en el que los soldados de la Landwehr constituían hasta dos tercios de la infantería; Los colapsos repentinos y los momentos de pánico injustificado que el bando prusiano experimentó una y otra vez durante la lucha por Plancenoit probablemente se debieron al excesivo número de regimientos inexpertos. Muffling explicó a Wellington: «Nuestra infantería no posee la misma fuerza física ni la misma capacidad de resistencia que la suya. La mayoría de nuestras tropas son demasiado jóvenes e inexpertas».

En el plano táctico, el ejército prusiano había introducido innovaciones significativas: las líneas de escaramuzadores a las que se enfrentaban eran más numerosas y estaban mejor dirigidas que en cualquier otro ejército, lo que sin duda explica por qué a los hombres de Mouton les resultó tan difícil, desde el principio, detener el avance prusiano. Pero los regimientos del Landwehr eran incapaces de mantener este tipo de combate al mismo nivel que las tropas de línea, y ninguno de ellos incluía al batallón de fusileros, que por lo demás era parte integral de todo regimiento de infantería prusiano. En resumen, el cuerpo de Bülow contaba proporcionalmente con menos tiradores entrenados que los demás cuerpos, y tuvo que cubrir una línea de avance bastante amplia. Al llegar a Plancenoit, los tiradores prusianos ya habían agotado gran parte de su munición y gran parte de su capacidad ofensiva, por lo que el asalto a la aldea se llevó a cabo de forma menos táctica de lo debido.


La Joven Guardia participó en la tenaz defensa de Plancenoit contra los prusianos en la batalla de Waterloo. A pesar de su inferioridad numérica de 2 a 1, la Joven Guardia resistió todo el día hasta que el ataque de la Guardia Media fue repelido y se vio obligada a retirarse. Durante la épica lucha por Plancenoit, los Tirailleurs perdieron más del 90% de sus tropas, pero 6000 prusianos murieron luchando contra estos jóvenes.
 
Los reformistas prusianos también habían desarrollado una formación de ataque para sus brigadas, que se enseñaba concienzudamente a todos los oficiales. Sus métodos constituían una auténtica innovación: la coordinación entre las líneas de escaramuzadores y los batallones que marchaban en columna tras ellos se integró en un sistema lo suficientemente sencillo como para aprenderlo y ponerlo en práctica en cualquier circunstancia. Al mismo tiempo, proporcionaba a los comandantes de brigada un modelo a seguir a la hora de tomar decisiones. Pero el avance del IV Cuerpo había comenzado por un frente demasiado amplio, y los generales prusianos rápidamente empezaron a destacar dos o tres batallones para cubrir sus flancos, algunos en dirección a Smohain y otros hacia Lasne. La realización de estas maniobras hizo inviable la formación prescrita en sus manuales, y esta desviación de la práctica habitual también contribuyó a cierto desorden y a un cierto carácter improvisado en sus ataques.

Finalmente, la inexperiencia de gran parte de las tropas y de sus oficiales se manifestó en un excesivo desperdicio de munición. Incluso antes de comenzar el asalto a Plancenoit, algunos regimientos indicaron que casi habían agotado sus reservas de cartuchos en el prolongado combate con la línea de tiradores de Mouton. De igual manera, la artillería prusiana no se empleó de forma económica, y Clausewitz la criticó duramente en su historia de la campaña: «Mantenemos demasiada artillería en reserva y reemplazamos una batería cuando ha agotado toda su pólvora y perdigones; como consecuencia, muchas baterías intentan deshacerse de su munición rápidamente». El resultado, a juicio frío del general prusiano, fue que la artillería francesa, con menos cañones, causaba regularmente mucho más daño que sus homólogas prusianas. Más adelante en el mismo texto, Clausewitz amplió esta conclusión en términos que parecen ser un comentario directo sobre lo sucedido en Plancenoit: «Agotamos nuestras tropas demasiado rápido en combate estacionario. Nuestros oficiales piden apoyo demasiado pronto, y se les concede con demasiada prontitud. La consecuencia es que sufrimos más muertos y heridos sin ganar terreno, y convertimos a nuestros soldados de refresco en cáscaras quemadas».

Cuando Blucher dio la orden de atacar Plancenoit, solo la mitad de la infantería del IV Cuerpo estaba en condiciones de participar en la acción: la Decimoquinta Brigada del general von Losthin y la Decimosexta de Hiller. Las otras dos brigadas del cuerpo seguían marchando hacia la línea del frente, aunque para entonces ya estaban bastante cerca. En teoría, una brigada prusiana era una fuerza poderosa, equivalente a una división de cualquier otro ejército, con nueve batallones de infantería. Sin embargo, la Decimoquinta Brigada había soportado el peso del combate hasta ese momento y ya estaba considerablemente debilitada, mientras que uno de sus batallones tuvo que ser retirado de la línea porque las tropas habían agotado por completo su munición. En cuanto a la Decimosexta Brigada, había destacado a casi todos sus tiradores para cubrir el flanco izquierdo, donde una ladera boscosa descendía rápidamente hacia el río Lasne. No obstante, sin esperar refuerzos, los generales prusianos ordenaron el ataque. “Nuestros generales estaban demasiado convencidos de que avanzar es mejor que quedarse parados y disparar. Todo debe hacerse a su debido tiempo”, observó Clausewitz.

En el ala derecha, la Decimoquinta Brigada se enfrentó a la más débil de las dos divisiones de Mouton, desplegada en un terreno ligeramente más elevado a las afueras de Plancenoit. Los mosquetes prusianos superaban en número a los franceses en una proporción de dos a uno, pero estos últimos estaban más frescos, contaban con más munición y su artillería era más experimentada. El general von Losthin solo contaba con un regimiento de línea, el Decimoctavo, que hasta tres meses antes había sido un regimiento de reserva, reclutado entre los alemanes y polacos de Posnania, y cuyas tropas aún vestían viejos uniformes grises improvisados ​​con retales. 28 Las tropas del Landwehr de la brigada también estaban compuestas por alemanes y polacos, en este caso de Silesia, todos ellos tradicionalmente fieles al rey. Por lo tanto, a pesar de que llevaban en marcha desde las cuatro de la mañana, no habían comido nada en todo el día y se estaban quedando sin munición, avanzaron con entusiasmo.

El ataque prusiano, sin embargo, cesó casi al instante. Uno tras otro, los pelotones de escaramuza del Decimoctavo se quedaron sin munición y se batieron en retirada; aquí y allá, su retaguardia era lo suficientemente desordenada como para obligar a las unidades de la caballería prusiana, desplegada en la retaguardia, a avanzar y escoltar a los escaramuzadores de vuelta a la relativa seguridad de sus líneas. Los oficiales empezaron a pedir voluntarios para abandonar las filas y avanzar a reforzar la línea de los escaramuzadores, pero ni siquiera esta medida iba a producir un gran avance; al contrario, existía el riesgo de que los franceses avanzaran. El teniente Culemann observó a un oficial enemigo que instaba a sus hombres a contraatacar gritando: "¡Viva el Emperador! ¡Adelante, mis valientes!" El teniente llamó al mejor tirador del batallón, el sargento Walter, y le exigió que derribara a ese oficial. Mientras el sargento se preparaba para disparar, una bala de mosquete le impactó en la mano izquierda. Culemann, que también iba a caballo, se acercó a Walter y le ofreció su estribo como apoyo; y el sargento, aunque herido y sangrando, apuntó al oficial francés y lo abatió. Los hombres de Mouton, conscientes de su inferioridad numérica, desistieron de seguir avanzando, pero los prusianos tampoco avanzaban. El general von Losthin era un comandante experimentado; sin embargo, considerando que fue retirado tres meses después de la batalla, la forma en que dirigió su brigada ese día es cuestionable. En cualquier caso, una cosa es segura: el ataque prusiano en ese sector se estancó por completo.

En Plancenoit, al menos al principio, las cosas parecían ir mejor. El coronel von Hiller, al mando de la Decimosexta Brigada, hizo avanzar a sus hombres en columna, sin contar con una línea fuerte de tiradores. (Los había destacado a todos en otras partes del campo). Los prusianos dejaron atrás las primeras casas del pueblo y allí se enfrentaron con la segunda de las dos divisiones de Mouton, que apenas había tomado posiciones a tiempo. A pesar de las fuertes bajas que les infligieron los francotiradores enemigos apostados en las casas, los prusianos se abrieron paso hasta la plaza central del pueblo, donde se encontraban la iglesia y el cementerio. Allí se encontraron frente a la Joven Guardia, que se apresuraba a su vez a ocupar Plancenoit. En el confuso enfrentamiento que siguió, los prusianos fueron derrotados y, tras intentar sin éxito defender las últimas casas a las afueras del pueblo, se vieron obligados a retirarse a campo abierto. Furioso, Blucher cabalgó entre los hombres de la Decimosexta Brigada e intentó reanimarlos. Explicó personalmente al coronel von Hiller que la victoria aliada dependía de la captura de Plancenoit y que, por lo tanto, sus tropas debían realizar otro avance. Mientras los westfalianos y silesios de Hiller se reorganizaban a una buena distancia del pueblo y se preparaban para reemprender el ataque, llegó un correo con un mensaje de Wavre y lo entregó al mariscal de campo. El general von Thielemann, que se había quedado en Wavre con su cuerpo para cubrir la retaguardia prusiana, informó que Grouchy lo atacaba con una fuerza numéricamente superior y solicitó ayuda. Blucher mantuvo una agitada consulta con su jefe de Estado Mayor. Como escribió posteriormente el historiador Peter Hofschroer, la situación de los prusianos era todo menos feliz: «El ataque principal de Blucher flaqueaba, sus refuerzos llegaban con demasiada lentitud, las defensas de su aliado mostraban signos de desmoronarse bajo el asalto francés, y ahora su línea de retirada corría el peligro de ser cortada». Los dos generales prusianos sabían que no tenían otra opción; en ese momento, enviar refuerzos a Thielemann estaba descartado. «No conseguirá nada», exclamó Blucher. Gneisenau expresó este pensamiento de forma más formal, pero su respuesta al comandante del III Cuerpo fue igualmente escalofriante: «Debes oponerte a cada paso del enemigo, porque incluso las pérdidas más cuantiosas sufridas por tu cuerpo se verán más que compensadas por una victoria contra Napoleón aquí».

sábado, 26 de julio de 2025

Francia: La vida del soldado Jean Thurel

El soldado raso Jean Thurel



Sirvió durante 75 años. No como general, ni como oficial… sino como soldado raso. Y lo hizo por voluntad propia.
Jean Thurel nació en 1698 y murió en 1807, con 108 años. Pero su longevidad fue apenas una parte de lo extraordinario: su vida fue una marcha ininterrumpida por la historia de Francia, con el uniforme puesto.
Se alistó en 1716 y luchó por primera vez en 1733, en el asedio de Kehl, durante la Guerra de Sucesión Polaca. Allí recibió un disparo en el pecho… y sobrevivió. En 1747, se separó de su regimiento durante el sitio de Bergen. En vez de rendirse, escaló solo las murallas de la ciudadela para reencontrarse con sus compañeros. En 1759, en la batalla de Minden, recibió seis heridas en la cabeza provocadas por una espada… y volvió a sobrevivir.
Pero su camino no estuvo exento de dolor. Tres de sus hermanos murieron en la batalla de Fontenoy, y su hijo cayó en el combate naval de Saintes, en 1782.
A los 89 años, sus oficiales le ofrecieron marchar en carruaje. Él lo rechazó: “Jamás lo he hecho, y no empezaré ahora”. Siguió marchando a pie con su regimiento.
En 1787 conoció al rey Luis XVI, quien le otorgó una pensión por su servicio. Y en 1800 fue recibido por Napoleón Bonaparte, que lo admiraba profundamente.
Durante décadas, le ofrecieron ascensos. Siempre los rechazó. Quiso ser lo que fue desde el principio: un simple soldado francés.
Jean Thurel no fue recordado por su rango, sino por su constancia. Por su lealtad. Por encarnar el espíritu de quien sirve sin esperar más que el honor de hacerlo.


viernes, 18 de julio de 2025

Guerra de Argelia: La batalla de Argel y la tortura

La tortura en una brutal guerra de paz: una revisión de la batalla de Argel


Alistair Horne || War on the Rocks






Nota del editor: Hace casi 40 años, Alistair Horne escribió un magnífico libro, "Una guerra salvaje por la paz: Argelia 1954-1962". Narra la historia de la guerra franco-argelina, que culminó con la victoria del Frente de Liberación Nacional (FLN) y la independencia de Argelia, un territorio que Francia consideraba parte integral de la Francia metropolitana. Este libro ha sido releído con frecuencia en las décadas transcurridas desde su publicación, la más reciente durante la guerra de Irak, cuando, en 2007, el presidente George W. Bush invitó a Horne a hablar con él en la Casa Blanca.

Una de las lecciones más impactantes del libro se centra en el tema de la tortura. Los franceses la emplearon, posiblemente con gran eficacia táctica, durante la guerra, en particular durante la Batalla de Argel. Sin embargo, una vez que se hizo pública la magnitud de su uso, cambió el debate sobre la guerra, tanto en Francia como en el resto del mundo. Dado el debate en curso sobre la tortura en la guerra de Estados Unidos contra los yihadistas, reavivado por el reciente informe del Comité Selecto de Inteligencia del Senado sobre las prácticas de interrogatorio de la CIA, sería mucho mejor revisar lo que Horne escribió sobre el uso y el impacto de la tortura durante esta brutal guerra de paz. Nos enorgullece reimprimir una parte de este libro con la autorización de New York Review Books. Esperamos que este elegante y conmovedor pasaje ilumine el debate nacional estadounidense sobre un tema inextricablemente ligado tanto a la estrategia antiterrorista estadounidense como a sus valores fundamentales. Nuestra decisión de reimprimir este pasaje no pretende reivindicar ni comentar ninguna equivalencia moral entre el escándalo de tortura de Francia y el nuestro, sino llamar la atención sobre la forma común que estos debates suelen adoptar, tanto en las organizaciones militares y de inteligencia como en la sociedad en su conjunto. Este pasaje, del capítulo 9, comienza con la muerte de Larbi Ben M'hidi, uno de los nueve líderes originales del FLN. – RE



La muerte de Ben M'hidi dejó, vivo y en libertad, solo a Belkacem Krim fuera de los neuf historiques originales del FLN. Como un montículo de tierra desagradable, también arrojó toda la cuestión fea pero hasta entonces en gran medida subterránea del maltrato de los sospechosos rebeldes, de la tortura y las ejecuciones sumarias; o lo que, en otro contexto y dependiendo del punto de vista, tal vez podría llamarse "crímenes de guerra", y lo que en Francia llegó a conocerse simplemente como la torture . Desde la batalla de Argel en adelante, esto se convertiría en una úlcera creciente para Francia, dejando atrás un veneno que permanecería en el sistema francés mucho después de que la guerra misma hubiera terminado. El recurso a la tortura plantea problemas morales que son tan pertinentes para el mundo de hoy como lo fueron para el período en consideración. Como escribió Jean-Paul Sartre en 1958, "La tortura no es ni civil ni militar, ni es específicamente francesa: es una plaga que infecta toda nuestra era". Pero lo que cobra una importancia inmediata aquí es la influencia, o influencias, que ejerció sobre el curso posterior de la guerra de Argelia. Y estas fueron realmente muy potentes. Establecer la verdad sobre la tortura, si se llevó a cabo o no, y su naturaleza y magnitud, es una de las cosas más difíciles del mundo. Es tan improbable que el demandante diga la verdad sin adornos como su opresor, pues se trata de un arma de propaganda superlativa puesta en sus manos. Todo lo que el autor puede hacer es exponer lo que se afirmó y admitió por ambas partes. En este punto, nos ayuda el hecho de que, entre otros, el general Massu se pronunció tras la guerra y declaró, con su estilo directo: «En respuesta a la pregunta: '¿Hubo realmente tortura?', solo puedo responder afirmativamente, aunque nunca se institucionalizó ni se codificó... No me asusta esa palabra». Afirmaba que, en las circunstancias que prevalecían en Argel, no había otra opción que aplicar técnicas de tortura.



Es fundamental tener claro a qué se refiere la palabra que a Massu "no le intimidaba". En una guerra convencional, los llamados "crímenes de guerra" generalmente se dividen en dos categorías: los cometidos a sangre caliente (prisioneros enviados sin control al campo de batalla, tripulaciones de bombarderos derribadas y linchadas por civiles enfurecidos tras un ataque aéreo); y los perpetrados a sangre fría (los campos de concentración). De igual manera, en una guerra no convencional como la de Irlanda del Norte o Argelia, existen las brutalidades, los maltratos, el " passing à tabac" que pueden infligirse inmediatamente después del arresto de un presunto terrorista; y la aplicación prolongada y sistemática de dolor físico o psicológico con el objetivo expreso de hacer hablar a un sospechoso, lo cual constituye tortura, en contraposición a la brutalidad. Aunque el paso de tabaco ha existido desde hace mucho tiempo como institución policial en Francia, para ningún pueblo la tortura ha sido más aborrecible, moral y filosóficamente, especialmente tras sus propias experiencias atroces de 1940 a 1944. Como instrumento de Estado, la tortura fue expresamente abolida por la Revolución Francesa (que nunca la practicó) el 8 de octubre de 1789, pero incluso mucho antes, los escritores humanistas franceses habían decidido que era inhumana e ineficaz. El artículo 303 del Código Penal francés (dirigido específicamente a los salteadores de caminos que tenían la desagradable costumbre de "calentar los pies" de sus víctimas) impuso la pena de muerte a cualquiera que practicara la tortura. Sin embargo, en Argelia parece haber habido al menos incidentes aislados de tortura incluso antes de 1954, como tanto Ben Khedda como François Mitterrand aseguraron al autor, y este hecho parece confirmado por las enérgicas intervenciones de las autoridades francesas en diversas ocasiones. En 1949, por ejemplo, el Gobernador General Naegelen, en una circular oficial, ordenó: «Las técnicas de violencia deben estar absolutamente prohibidas como método de investigación. Estoy decidido a castigar con la máxima severidad no solo a los funcionarios declarados culpables de emplear la violencia, sino también a sus superiores». En 1955, Mendès-France declaró categóricamente que todos los «excesos» «deben cesar en todas partes y de inmediato», y Soustelle, durante su mandato, dio instrucciones estrictas de que «toda ofensa contra la dignidad humana... sea rigurosamente prohibida», y en sus memorias insiste en que ningún caso probado de brutalidad o ejecuciones sumarias «quedaría impune».

¿Institucionalizar la tortura?

Sin embargo, en marzo de 1955, se presentaron pruebas aún más sugestivas en una propuesta muy controvertida, presentada en el Informe Wuillaume por un alto funcionario sin ninguna relación con la policía. Wuillaume opinaba que, al igual que la legalización de un mercado negro desenfrenado, la tortura debía institucionalizarse debido a su prevalencia , además de su eficacia para neutralizar a muchos terroristas peligrosos. A partir de sus investigaciones, Wuillaume recomendó:

Se dice que los métodos de agua y electricidad, siempre que se usen con cuidado, producen un shock más psicológico que físico y, por lo tanto, no constituyen una crueldad excesiva. Según la opinión médica que recibí, el método de la pipa de agua, si se utiliza como se describe anteriormente, no implica ningún riesgo para la salud de la víctima. No ocurre lo mismo con el método eléctrico, que sí implica cierto peligro para cualquier persona con alguna afección cardíaca. Me inclino a pensar que estos procedimientos pueden aceptarse y que, si se utilizan de la manera controlada que me describieron, no son más brutales que la privación de comida, bebida y tabaco, que siempre se ha aceptado.


Era una opinión que no necesariamente compartirían los argelinos sometidos al gégène o que habían sido acribillados a sangre fría durante la Batalla de Argel. Al observar cómo la moral policial se había visto afectada por la "censura" de los "excesos que se han cometido", Wuillaume concluyó: "Solo hay una manera de restaurar la confianza y el dinamismo de la policía: reconocer ciertos procedimientos y revestirlos de autoridad".

Aunque Soustelle se negó categóricamente a aceptar las conclusiones de Wuillaume, es posible que estas ya estuvieran arraigadas en Argelia. Citando una carta de un soldado escrita mucho antes de la Batalla de Argel, Pierre-Henri Simon relata cómo el escritor había sido invitado por gendarmes a presenciar la tortura de dos árabes arrestados la noche anterior:

La primera tortura consistió en colgar a los dos hombres completamente desnudos de los pies, con las manos atadas a la espalda, y sumergirles la cabeza durante un largo rato en un cubo de agua para hacerles hablar. La segunda tortura consistió en colgarlos, con las manos y los pies atados a la espalda, esta vez con la cabeza hacia arriba. Debajo de ellos se colocó un caballete y se les hizo balancearse, a puñetazos, de tal manera que sus partes sexuales rozaban contra la afilada barra del caballete. El único comentario que hicieron los hombres, volviéndose hacia los soldados presentes: «Me avergüenzo de encontrarme completamente desnudo delante de ustedes».



Pero el hecho de que la tortura no estuviera institucionalizada en el ejército parece estar implícito en Lieutenant en Algérie (1957) de Servan-Schreiber, que, a pesar de ser muy crítico con los excesos del ejército francés, omite cualquier referencia específica a la tortura como tal. Para explicar el ambiente esencial en el que la tortura pudo institucionalizarse dentro del ejército francés en Argelia, es necesario tener en cuenta todos los factores mencionados en los capítulos anteriores: el horror ante las atrocidades del FLN, la determinación de no perder otra campaña y el efecto generalmente embrutecedor de una guerra tan cruel y prolongada. Observando la creciente indiferencia hacia el "enemigo" como ser humano, un comandante paracaidista tan duro como el propio coronel François Coulet admite que el ejército había llegado a considerar al prisionero "ya no como un campesino árabe", sino simplemente "una fuente de información".

Técnicas de interrogatorio 

“La inteligencia”, dijo Godard, “es capital”. El sistema de cuadrillaje de Massu y el escarbaje de los expedientes policiales se vio reforzado por la labor de un nuevo organismo llamado el Dispositivo de Protección Urbana (DPU). Creado por orden de Lacoste y puesto bajo el control de ese experto indochino en guerra subversiva, el coronel Roger Trinquier, en su funcionamiento el DPU conllevaba connotaciones siniestras que también podían recordar inevitablemente las experiencias francesas bajo el Tercer Reich. Dividía la ciudad en sectores, subsectores, manzanas y edificios, cada uno con un número o letra (incluso hoy en día los jeroglíficos aún se pueden encontrar pintados en las fachadas de las casas de la Casbah). Para cada manzana se nombraba un responsable , generalmente un antiguo combatiente musulmán considerado de confianza, y a este guardián de manzana le correspondía la responsabilidad de informar de todas las actividades sospechosas que ocurrieran dentro de su territorio. A corto plazo, la DPU —que Trinquier describe como la creación de un «vínculo flexible entre las autoridades y la población»— produjo resultados innegables. Gracias a su información, Ben M'hidi fue capturado y, según Trinquier, esto significaba que «ningún musulmán podía entrar en los barrios europeos sin ser denunciado». Pero a la larga, colocó a los «leales» guardias musulmanes en una posición sumamente injusta, lo que a menudo resultó en su asesinato o en el fin de su lealtad a Francia.

El número de sospechosos musulmanes que pasaban por las manos de los paracaidistas como resultado de la DPU y otras formas de recopilación de inteligencia ascendía a cifras enormes, y Edward Behr calculó que entre el treinta y el cuarenta por ciento de la población masculina de la Casbah fue arrestada en algún momento durante la Batalla de Argel. Por principio, los sospechosos eran arrestados por la noche para que cualquier colega que nombraran durante el interrogatorio pudiera ser detenido antes del levantamiento del toque de queda y antes de que tuvieran la oportunidad de ser advertidos y desaparecer. Una directiva marcada como "Secreto" y firmada por Massu (fechada el 4 de abril de 1957) ordenaba: "Se debe garantizar el más absoluto secreto sobre todo lo relativo al número, la identidad y la naturaleza de los sospechosos arrestados. En particular, no se debe hacer mención alguna a ningún representante de la prensa". Esto tenía como objetivo tanto confundir al público sobre lo que estaba sucediendo como aumentar el terror entre el entorno del sospechoso ante la incertidumbre de su destino. Luego lo entregarían a un Destacamento Operacional de Protección (DOP) que Massu describe como “especialistas en el interrogatorio de sospechosos que no querían decir nada”, y luego lo liberarían o lo trasladarían a un centro de alojamiento , donde podría ser sacado para un interrogatorio más prolongado.

Al principio, sus interrogadores del DOP intentaban atraparlo para que confesara, demostrando un conocimiento omnisciente sobre las personalidades y el funcionamiento de su grupo. A menudo se enfrentaba a un boukkara o cagoulard , un musulmán con la cabeza cubierta por un saco con aberturas para los ojos, que se había derrumbado durante el interrogatorio y ahora actuaba como informante, un horror particular para los argelinos. Entonces, dice Trinquier:

Si el sospechoso no tiene reparos en proporcionar la información requerida, el interrogatorio terminará rápidamente; de ​​lo contrario, los especialistas deberán emplear todos los medios a su alcance para sonsacarle el secreto. Como un soldado, deberá enfrentarse entonces al sufrimiento, e incluso a la muerte, que hasta ahora ha evitado.


Y esto es lo que ocurrió. Debido al número de sospechosos involucrados, los "expertos" del DOP a menudo tuvieron que recurrir a ayuda externa; "en ciertos casos", admite Massu, "cada uno de los equipos de interrogatorio del regimiento de la 10.ª División Paracaidista se vio obligado a recurrir a la violencia". Fue en este punto, podría decirse, que la tortura se institucionalizó en el ejército argelino.

“ Pequeños electrodos …”

El método de tortura más popular era el gégène , un magneto de señales del ejército desde el cual se podían fijar electrodos a diversas partes del cuerpo humano, especialmente al pene. Era sencillo y no dejaba rastros. Massu afirma que él, al igual que otros miembros de su equipo, lo probó en su propia oficina; sin embargo, lo que no notó en su "experimento" fue el efecto acumulativo de la aplicación prolongada del gégène , así como la privación total del elemento de esperanza, el concomitante esencial de cualquier tortura. Robert Lacoste también menosprecia el gégène ; no era, según él, "nada grave. Solo conectar pequeños electrodos. ¡Y los paras de Massu eran, después de todo, des garçons très sportifs !" Pero lo que era realmente el gégène está vívidamente descrito por Henri Alleg (entre muchos otros) en su libro La cuestión , que causó un alboroto en Francia en 1958 cuando reveló por primera vez la sistematización de la tortura en Argelia. Alleg, un judío europeo cuya familia se había establecido en Argelia durante la Segunda Guerra Mundial, era el editor comunista del Alger Républicain y había sido mantenido bajo interrogatorio por los paracaidistas durante un mes entero en el verano de 1957. De su primera sujeción al gégène, con electrodos conectados solo a su oreja y dedo, dice: "Un relámpago explotó junto a mi oreja y sentí que mi corazón se aceleraba en mi pecho". La segunda vez se utilizó un magneto grande: "En lugar de los espasmos agudos y rápidos que parecían desgarrar mi cuerpo en dos, ahora era un dolor mayor que se apoderó de todos mis músculos y los tensó en espasmos más largos". A continuación, le colocaron los electrodos en la boca: «Mis mandíbulas estaban soldadas al electrodo por la corriente, y me era imposible desencajar los dientes, por mucho que me esforzara. Mis ojos, bajo sus párpados espasmódicos, se entrecruzaban con imágenes de fuego, y patrones geométricos luminosos destellaban ante ellos». Quedó con una sed insoportable, que sus torturadores se negaron a calmar.

Luego estaban las diversas formas de tortura con agua: cabezas introducidas repetidamente en abrevaderos hasta que la víctima estaba medio ahogada; vientres y pulmones llenos de agua fría con una manguera colocada en la boca, con la nariz tapada. "No pude aguantar más que unos instantes", dice Alleg; "Tuve la impresión de ahogarme, y una terrible agonía, la de la muerte misma, se apoderó de mí. '¡Eso es! Va a hablar', dijo una voz". Y estaban los casos (quizás menos comunes de lo que la publicidad los hizo parecer en aquel momento) de torturas aún más degradantes de la dignidad humana: botellas introducidas en las vaginas de jóvenes musulmanas; mangueras de alta presión insertadas en el recto, a veces causando daños permanentes a través de lesiones internas.

Los torturadores torturaron

Casi tan doloroso como la tortura infligida a uno mismo era la conciencia del sufrimiento de los demás cercanos: "No creo que hubiera un solo prisionero que, como yo, no llorara de odio y humillación al escuchar los gritos de los torturados por primera vez", dice Alleg, y registra el horror del anciano musulmán con la esperanza de apaciguar a sus torturadores: "Entre los terribles gritos que la tortura le arrancaba, decía, exhausto: '¡ Viva Francia! ¡Viva Francia! '"

Pero la humillación tenía doble cara; como han descubierto muchas otras naciones, la tortura termina corrompiendo al torturador tanto como destrozando a la víctima. El centro de tri donde estuvo recluido se había convertido, según Alleg, en «una escuela de perversión para jóvenes franceses», y su opinión la comparte el paracaidista Pierre Leulliette, del 2.º RPC, quien se vio obligado, a regañadientes, a participar en la tortura. Inicialmente, dice Leulliette, los paracaidistas «abordaron estos métodos, bastante nuevos para ellos, primero con reticencia, y luego con entusiasmo». Acantonado en una fábrica de dulces en desuso, recuerda a un corpulento sargento alsaciano que parecía disfrutar especialmente de su trabajo: «Con su puño, capaz de estrangular a un buey, hundía la cabeza de sus clientes, que a menudo se ahogaban de aprensión mucho antes de tocar el agua... Le habría gustado interrogar a los europeos, pero eran escasos...». Las reacciones entre los paracaidistas fueron variadas: “Quienes hacían alarde de sus vicios lo adornaban con desenvoltura y lo encontraban todo normal; los 'humanistas' pensaban que simplemente debían ser fusilados. Muy pocos parecían darse cuenta de que podría haber hombres inocentes entre ellos”. El propio Leulliette se sintió profundamente oprimido por lo que sucedía a su alrededor en la fábrica de dulces: “Todo el día, a través del suelo, oíamos sus gritos roncos, como los de animales siendo sacrificados lentamente. A veces creo que todavía los oigo… Todos estos hombres desaparecieron…”. Poco a poco, “sentí que me contaminaba. Lo que era más grave, sentía que el horror de todos estos crímenes, nuestra lucha diaria, perdía fuerza cada día en mi mente”. Irme de vacaciones por un mes a París fue como una bocanada de aire fresco, suficiente para hacerme olvidar el sufrimiento de la pobre Argelia. Sentí vergüenza. Vergüenza de haber sido tan feliz”.

“ Todos estos hombres desaparecieron …”


Al ver a Alleg en persona en el Palacio de Justicia en 1970, Massu comenta con ironía su «dinamismo tranquilizador» y pregunta: «¿Acaso los tormentos que sufrió cuentan mucho junto a la amputación de la nariz o de los labios, cuando no era el pene, lo que se había convertido en el obsequio ritual de los fellaghas a sus recalcitrantes «hermanos»? ¡Todo el mundo sabe que estos apéndices corporales no vuelven a crecer!». Pero, una vez arrebatados, la vida misma tampoco «vuelve a crecer», y Massu no menciona a los que no sobrevivieron al arresto durante la Batalla de Argel. «Todos estos hombres desaparecieron», dice Leulliette, y admite más tarde haber tenido que «enterrar a uno de los sospechosos, que había muerto a manos de ellos, en la cal viva del fondo del jardín. Había otros…». Durante la Batalla de Argel, la eliminación de los "inconvenientes", de aquellos que murieron bajo tortura o que se negaron rotundamente a hablar, aparentemente se volvió lo suficientemente frecuente como para obtener la expresión de argot "trabajo en el bosque". Courrière escribe sobre cuerpos arrojados al mar desde un helicóptero y sobre una fosa común entre Koléa y Zéralda, a unos treinta kilómetros de Argel (aunque aparentemente el gobierno argelino no descubrió ninguna fosa similar posteriormente); Vidal-Naquet cita el asesinato por asfixia en marzo de 1957 de cuarenta y uno de los 101 detenidos encerrados en bodegas de Orán; Lebjaoui enumera los nombres de una serie de hombres a cuyas familias, Salan o Massu, declararon haber sido liberados, pero que, según Lebjaoui, nunca fueron vistos de nuevo. El número de tales "desapariciones" puede que nunca se verifique; El distinguido secretario general de la prefectura de Argel, Paul Teitgen, la calculó en poco más de 3.000. Aunque Godard la discute con vehemencia y aritméticamente, esta se convertiría en la cifra generalmente aceptada por quienes se oponían a los excesos de los paracaidistas durante la batalla de Argel.

Inevitablemente, se produjo un encubrimiento masivo dentro del ejército. Como señala el “Mayor Marcus” en Lieutenant en Algérie, de Servan-Schreiber : “Los capitanes y alcaldes mienten a los generales y prefectos… cuando alguno de mis hombres comete una falta en mi regimiento durante una operación, ¿cree que alguna vez me entero? No. Se encubre 'entre colegas'”. Sin embargo, los casos que sí destaparon la atención pública fueron los relacionados con figuras conocidas, o al menos identificables. Estuvo la muerte mal explicada de Ben M'hidi, y posteriormente el relato detallado de sus propias torturas por Henri Alleg. Mientras tanto, poco después de la revelación del suicidio de Ben M'hidi, se anunció por radio que el 23 de marzo el destacado y joven abogado Ali Boumendjel se había arrojado por la ventana de un edificio en El-Biar, ocupado por la 2.ª PCR, para escapar del interrogatorio al que iba a ser sometido. En apoyo de la declaración oficial, Salan afirma que se encontraron numerosos documentos incriminatorios en posesión de Boumendjel y que este había deseado escapar de la justicia. Godard añade que o bien había deseado morir por la causa o bien estaba trastornado. Independientemente de si alguna de las dos explicaciones era satisfactoria o no, la muerte de Boumendjel causaría conmoción en Francia.

El caso Audin 

Sin embargo, una protesta aún mayor y más persistente fue provocada por la desaparición de Maurice Audin en junio de 1957. Audin era un profesor de veinticinco años en la facultad de ciencias de la Universidad de Argel y miembro de la misma célula comunista que Henri Alleg. Fue arrestado por el 1.er RCP del coronel Mayer bajo sospecha de albergar y ayudar a terroristas y, según Salan, que cita declaraciones hechas tanto por el sargento como por el teniente a cargo de él, logró escapar en la noche mientras era transportado en un jeep. Se dispararon tiros después de Audin, pero nunca se encontró ningún cuerpo, y el sargento fue sentenciado a quince días de arresto por su negligencia. La historia oficial fue que Audin se había dirigido a Túnez; pero nunca ha sido visto desde entonces. Courrière afirma que fue "liquidado" por operativos del 11.º Shock por confusión con Alleg; Vidal-Naquet afirma categóricamente que «fue en Fort Emperor donde Maurice Audin fue enterrado en secreto después de haber sido asesinado».

Protesta de Bollardière y Teitgen 

Sin embargo, dada la conciencia liberal francesa y su instinto humanitario, pronto se alzaron voces poderosas, tanto en Argelia como en la Francia metropolitana, contra la tortura. Uno de los primeros fue el general Jacques de Bollardière —Gran Oficial de la Legión de Honor, Compañero de la Liberación, etc.—, cuya destacada trayectoria bélica ya se ha mencionado en el capítulo anterior. A su llegada a finales de 1956, se le confió el mando de un sector cerca de Blida y posteriormente participó en la batalla de Argel. Al principio, vestido de civil, se sorprendió al oír a un joven oficial de caballería comentar: «En Argel, ahora solo hay hombres auténticos, paracaidistas, la Legión, hombres rubios y corpulentos, incondicionales, no sentimentalistas».

Bollardière intervino: “¿No le recuerda nada esto, des grands gars blonds, pas sentimentaux ?”


El joven oficial respondió sin ningún pudor: «Si yo hubiera estado en Alemania en ese momento, yo también habría sido nazi».

La indignación de Bollardière aumentó aún más cuando se le acercaron mujeres musulmanas que, entre sollozos, le contaron que sus hijos o maridos habían "desaparecido durante la noche". Finalmente, solicitó una entrevista con Massu, diciéndole que las órdenes que había recibido eran "absolutamente contrarias al respeto al hombre, que era el fundamento de mi vida". Tras esto, Bollardière comentó: "Si el liderazgo cedió ante el principio absoluto del respeto a los seres humanos, enemigos o no, significó el desatamiento de instintos deplorables que ya no conocían límites y que siempre encontraban la manera de justificarse". Entonces escribió al Comandante en Jefe solicitando su regreso a Francia. A su regreso a Francia, expresó su indignación escribiendo, el 27 de marzo de 1957, una carta a su amigo Servan-Schreiber para su publicación en L'Express , en la que señalaba «el terrible peligro que correríamos si, bajo el falaz pretexto de la conveniencia inmediata, perdiéramos de vista los únicos valores morales que, hasta ahora, han forjado la grandeza de nuestra civilización y de nuestro ejército». Por esta grave infracción de la disciplina militar, el general fue condenado a sesenta días de «arresto en la fortaleza», el castigo más severo impuesto a un oficial de alto rango durante la guerra de Argelia.

Tan solo dos días después del atentado de Bollardière, el gobernador general Lacoste recibió la carta de dimisión de una figura aún más influyente: Paul Teitgen, su secretario general en la prefectura. Teitgen, católico y héroe de la Resistencia, había sido deportado por la Gestapo a Dachau, donde fue torturado en nada menos que nueve ocasiones. En agosto de 1956 asumió su cargo en Argel, lo que conllevaba responsabilidades especiales de supervisión policial y en el que no encontraba nada agradable. En noviembre se enfrentó a un terrible dilema moral. Fernand Yveton, el comunista, había sido sorprendido in fraganti colocando una bomba en la fábrica de gas donde trabajaba. Pero no se había descubierto una segunda bomba, y si explotaba y hacía estallar los gasómetros, miles de vidas podrían perderse. Nada induciría a Yveton a revelar su paradero, y su jefe de policía presionó a Teitgen para que lo declarara impune .

Pero me negué a que lo torturaran. Temblé toda la tarde. Finalmente, la bomba no explotó. Gracias a Dios, tenía razón. Porque si te metes en el negocio de la tortura, estás perdido... Entiéndelo: el miedo era la base de todo. Toda nuestra supuesta civilización está cubierta de barniz. Rascálalo, y debajo encontrarás  miedo . Los franceses, incluso los alemanes, no son torturadores por naturaleza. Pero cuando ves degollar a tus  compañeros  , el barniz desaparece.


Tras la transferencia de responsabilidades a Massu por parte de Lacoste en enero, Teitgen se encontró con las manos atadas. Así, el 29 de marzo, escribió a Lacoste presentándole su dimisión, alegando que había incumplido su deber y que «durante los últimos tres meses hemos estado inmersos en una irresponsabilidad que solo puede conducir a crímenes de guerra». Añadió que, en visitas a dos centros de alojamiento , había «reconocido en ciertos detenidos profundas huellas de las crueldades y torturas que sufrí personalmente hace catorce años en los sótanos de la Gestapo». Temía que «Francia corra el riesgo de perder su alma por equivocarse».

Lacoste le rogó a Teitgen que permaneciera en su puesto y mantuviera su carta en secreto. Considerando que sería mejor para él continuar como organismo de control que no tener ninguno, Teitgen accedió. Como consecuencia de la presión de las protestas, se le permitió conservar la facultad de detención, lo que, en teoría, significaba que los paracaidistas no podían retener a sospechosos. En segundo lugar, en abril, París instituyó un "Comité de Salvaguardia de los Derechos y Libertades Individuales" para investigar y reparar los excesos. Se logró cierta moderación, pero, según Teitgen, la tortura no se erradicó en absoluto, y en septiembre decidió que ya no podía quedarse. Para entonces, afirma, más de tres mil argelinos habían "desaparecido".

¿Qué tan efectiva fue la tortura?

Queda la pregunta vital, de gran relevancia hoy en día: ¿qué se logró con la tortura en la Batalla de Argel? Dejando de lado cualquier consideración moral, ¿fue siquiera efectiva? Massu, con una valentía que exige respeto, afirma que el fin justificó los medios; la batalla se ganó y se puso fin al terror impuesto por el FLN y a la matanza y mutilación indiscriminadas de civiles europeos y musulmanes. También señala que, cuando los críticos los compararon con los nazis, sus paracaidistas no practicaron ni el exterminio ni la toma de rehenes. Y Edward Behr, quien de ninguna manera podría considerarse un apóstol de la tortura, considera, sin embargo, que «sin la tortura, la red terrorista del FLN nunca habría sido superada... El general Massu no podría haber ganado la 'Batalla de Argel' sin el uso de la tortura». Si los franceses hubieran perdido la batalla de Argel en 1957, casi con toda seguridad toda Argelia habría sido inundada por el FLN, lo que habría llevado con toda probabilidad a un acuerdo de paz varios años antes de lo que hubiera sido posible en otras circunstancias.

Esto es cierto a corto plazo, pero a largo plazo —como han descubierto los nazis en la Segunda Guerra Mundial y casi todas las demás potencias que han adoptado la tortura como instrumento político— es un arma de doble filo. En algunas de sus últimas declaraciones, incluso el teniente jefe de Massu, Yves Godard, expresó dudas sobre la eficacia de la tortura, especialmente al compararla con el arma emocional que representaba para el enemigo. En lo que pareció una crítica indirecta a su antiguo comandante, añadió:

Si yo hubiera llevado mucho bronce, habiendo advertido primero al enemigo, habría fusilado públicamente a cualquier asesino sorprendido  in fraganti —digo deliberadamente in fraganti— si en el plazo de cuarenta y ocho horas no hubiera entregado voluntariamente sus  secretos .

No hay necesidad de torturar….

Desde una perspectiva puramente de inteligencia, la experiencia enseña que, con frecuencia, los servicios de recopilación se ven desbordados por una montaña de información falsa extorsionada a víctimas desesperadas por evitarse una mayor agonía. Además, esto inevitablemente empuja al bando enemigo a los inocentes que han sido sometidos injustamente a tortura. Como declara Camus: «La tortura quizá haya salvado a algunos a costa del honor, al descubrir treinta bombas, pero al mismo tiempo ha creado cincuenta nuevos terroristas que, operando de otra manera y en otro lugar, causarían la muerte de aún más inocentes». La tortura, se piensa, nunca está justificada; nunca se debe luchar por una buena causa con armas malignas. De nuevo, dice Camus, «es mejor sufrir ciertas injusticias que cometerlas... actos tan nobles conducirían inevitablemente a la desmoralización de Francia y a la pérdida de Argelia». A la larga, los argumentos superficiales , como los ofrecidos por Massu en el caso Alleg, solo pueden conducir a una escalada interminable de horror y degradación. En respuesta a la queja habitual de que rara vez se escuchaba a los intelectuales musulmanes protestar contra las atrocidades del FLN, Pierre-Henri Simon replica con vehemencia: “Yo respondería: ‘Si realmente somos capaces de un reflejo moral que nuestro adversario no tiene, esta es la mejor justificación para nuestra causa, e incluso para nuestra victoria’”.

Uno de los peores aspectos de admitir la tortura como instrumento es la amplia cadena de corrupción que inevitablemente conlleva. En una presentación al Comité de Salvaguardia de septiembre de 1957, Teitgen escribió palabras que serían igualmente aplicables a cualquier régimen autoritario contemporáneo, ya fuera Grecia, Chile, España o la Unión Soviética:

Incluso una acción legítima… puede, sin embargo, dar lugar a improvisaciones y excesos. Si esto no se remedia, la eficacia se convierte rápidamente en la única justificación. A falta de base legal, busca justificarse a cualquier precio y, con cierta mala conciencia, exige el privilegio de una legitimidad excepcional. En nombre de la eficacia, la ilegalidad se ha justificado.


En una sociedad civilizada, la tortura no tiene un efecto más contraproducente e insidioso a largo plazo que la forma en que tiende a desmoralizar a quien la inflige incluso más que a su víctima. Frantz Fanon, el psiquiatra militante de Martinica, cita varios ejemplos de neurosis aguda y persistente inducida entre los torturados; una especie de anorexia sufrida por el inocente que había sido interrogado injustamente ; hormigueo y un miedo persistente de encender un interruptor de la luz o tocar un teléfono en aquellos que habían experimentado el gégène . Pero igual de deteriorados psíquicamente fueron numerosos casos como el del inspector de policía europeo declarado culpable de torturar a su propia esposa e hijos, lo que, según explicó, se debía a lo que se le había exigido hacer a los sospechosos argelinos: "Lo que más me mata es la tortura. Simplemente no sabes lo que es, ¿verdad?"

Louis Joxe, el hombre convocado por De Gaulle para negociar el acuerdo de paz final con Argelia, le dijo al autor:

Nunca olvidaré a los jóvenes oficiales y soldados que conocí, quienes quedaron absolutamente consternados por lo que tuvieron que hacer. Nunca se debe olvidar la importancia de esta experiencia al considerar un acuerdo para Argelia, ya que prácticamente todos los soldados franceses la experimentaron. Esto es algo que los partidarios de  la Algérie française  nunca comprendieron del todo.


Simon declara que un policía que tortura a un sospechoso "hiere en sí mismo la esencia de la humanidad", pero que los militares recurrieran a ello fue aún peor porque: "Es aquí donde se compromete el honor de la nación". Ciertamente, el efecto pernicioso sobre el ejército francés en su conjunto perduró muchos años después del fin de la guerra, y muchos oficiales coincidieron con el general Bollardière en condenar a Massu por haber permitido que el ejército participara en semejante acción policial, exponiéndolo así inevitablemente a la práctica de la tortura. Pero ¿podría Massu, de hecho, haberse negado? Fuera del ejército, en Argelia, las divisiones creadas por la tortura dieron lugar a un paso decisivo en la erradicación de cualquier "tercera fuerza" musulmana de interlocutores válidos con los que se pudiera haber negociado una paz de compromiso; mientras que en Francia, el asombroso impacto acumulativo que tuvo contribuyó materialmente a persuadir a la opinión pública años después de que Francia debía desentenderse de la venta de guerra . Como señaló Paul Teitgen: “Está bien, Massu ganó la batalla de Argel; pero eso significó perder la guerra”.

A finales de marzo de 1957 —el primer mes de muchos en que no estallaron bombas en Argel—, parecía que, al menos a corto plazo, la batalla estaba ganada. Asqueados por lo que se habían visto obligados a hacer y con profundos suspiros de alivio, Bigeard y sus paracaidistas abandonaron la fétida ciudad para volver al aire libre del bled .

Sir Alistair Allan Horne es periodista e historiador. Es autor de "Una guerra salvaje por la paz" .

viernes, 4 de abril de 2025

Guerra contra el indio en América del Norte: Alianzas durante la guerra francesa e india

Alianzas durante la guerra francesa e india

War History



El comercio entre los indios americanos de Ohio y los agentes y comerciantes franceses o británicos durante el siglo XVIII era de una naturaleza diferente a la del comercio anterior. Degeneró en una competencia por las alianzas con los indios mediante obsequios. A los obsequios de guerra, que consistían en alfanjes, cuchillos para desollar, hachas, armas de fuego, pólvora y moldes para balas, se añadieron pintura bermellón, pedernales, algodones, mantas, tijeras, agujas, hilo, telas, casacas y medias. Una vez que los indios se acostumbraron a los bienes del hombre blanco, no podían vivir sin ellos. Comerciantes sin escrúpulos ofrecían a los indios ron, lo que a menudo provocaba intoxicación, peleas y muerte. Los franceses fueron recuperando gradualmente la ventaja en el comercio con los indios durante la primera mitad del siglo XVIII y en 1754 ya controlaban la zona de Ohio.

Los indios de los bosques del este, especialmente los iroqueses canadienses y los abenakis, se contaban entre los aliados más firmes de los franceses en Canadá. Sus aldeas se encontraban a menudo cerca de los asentamientos franceses y servían en la milicia canadiense. La mayoría de las tribus de los bosques del oeste (los ottawa, los ojibwa, los potawatomi y los shawnee) también eran aliados de los franceses. Los hurones, que finalmente se habían asentado en el valle de Ohio tras la dispersión de su confederación por los iroqueses a mediados del siglo XVII, eran conocidos como los wyandot. Aliados de los ottawa, eran los “hijos mayores” de Onontio, el gobernador general de Nueva Francia, y la piedra angular de la alianza francesa con los algonquinos de los Grandes Lagos. Aunque sus relaciones con los franceses fueron tempestuosas durante muchos años, cuando estalló la guerra en el valle del Ohio, los wyandot se aliaron con los franceses y, junto con los demás aliados franceses, se dirigieron al este para luchar en las campañas francesas en el norte de Nueva York.

La mayoría de los iroqueses lucharon del lado de los ingleses, en parte debido a la influencia del superintendente británico de Asuntos Indígenas, Sir William Johnson. El comerciante irlandés George Croghan, al servicio británico de Sir William Johnson, se ganó la amistad de los indios occidentales en un gran consejo celebrado en Pittsburgh en 1758.

Tras la batalla del lago George, Sir William se esforzó por mantener a los iroqueses amistosos con la causa británica, o al menos neutrales, a pesar de una serie de desalentadores fracasos militares. Los iroqueses cumplieron una campaña de presión diplomática al poner a los delawares y los shawnees en su lugar en el tratado de Easton en octubre de 1758, y desempeñaron un papel importante en la victoria británica final. Sin embargo, tras el fin de la guerra, las acciones de Amherst destruyeron las relaciones con las naciones occidentales y condujeron a la Guerra de Pontiac.


William Johnson y los mohawks

William Johnson, un joven anglo-irlandés, llegó al valle Mohawk en 1738. Construyó un enorme imperio comercial a partir del comercio de pieles y los acuerdos de tierras. En tres años había construido una casa que parecía una fortaleza, Mount Johnson, y había iniciado una larga asociación con los mohawks. Su segunda esposa, Caroline, era la sobrina del viejo "rey Hendrick". Después de su muerte, se casó como tercera esposa con Molly Brant, cuyo hermano menor, Joseph Brant, estaba destinado a convertirse en capitán del ejército británico durante la Revolución estadounidense. En 1745, Johnson fue nombrado Comisionado británico de Asuntos Indígenas y, en 1755, Superintendente de Asuntos Indígenas. Su victoria en el lago George, apoyada por cientos de mohawks y oneidas, fue alentadora para los colonos británicos, aunque el rey Hendrick fue uno de los muertos en la lucha. Gracias a esta victoria, Johnson unió a los iroqueses tras él y fue recompensado por la Corona con un título de baronet y una subvención en efectivo. Johnson pasó el resto de la guerra intentando mantener a los iroqueses a favor de la causa británica. Tomó el Fuerte 62 Niagara en 1759 con una fuerza aumentada por más de 900 guerreros iroqueses. La casa de Johnson fue empalizada en 1755 y pasó a conocerse como Fort Johnson, pero con el regreso de la paz construyó una casa señorial llamada Johnson Hall en Johnstown, Nueva York, donde albergó a los indios y entretuvo a otros invitados distinguidos. Esta ilustración muestra a varios visitantes indios distinguidos en Johnson Hall, de izquierda a derecha: un jefe Ottawa, un jefe Wyandot, una matrona de clan, Joseph Brant, un jefe Fox y un jefe Huron. Entre 60 y 80 indios solían acampar en el terreno. Sus acciones ayudaron a poner fin a la Guerra de Pontiac en 1766, y en 1768 firmó un tratado formal con todos los indios que establecía los límites entre las colonias americanas y el territorio indio. Johnson fue adoptado como jefe de guerra de los mohawks de Canajoharie; su apodo era Orihwane, "Gran Comercio". Tuvo una influencia única con los mohawks, y a través de sus muchos hijos tiene descendientes entre ellos en la actualidad. Jonathan Smith

martes, 24 de diciembre de 2024

Guerra francoprusiana: El telegrama de Ems

El incidente del telegrama de Ems: La chispa que encendió la Guerra Franco-Prusiana






Era el verano de 1870, un tiempo de tensiones y expectativas en Europa. En el tranquilo balneario de Ems, Alemania, el rey Guillermo I disfrutaba de un descanso. No podía prever que una breve conversación, alterada por manos astutas, desataría una guerra que cambiaría el destino del continente.

Un Príncipe para España

Todo comenzó con la vacante en el trono de España. Los españoles, en busca de un nuevo monarca, habían ofrecido la corona a Leopoldo de Hohenzollern, un príncipe alemán. Esta propuesta alarmó a Francia. Con Napoleón III en el trono, los franceses no querían ver una potencial alianza entre Prusia y España, lo que podría rodearlos y debilitar su posición en Europa.

El embajador francés en Prusia, el Conde Benedetti, recibió órdenes de viajar a Ems para hablar con el rey Guillermo I. Su misión era clara: obtener una garantía de que Leopoldo renunciaría a su candidatura y que ninguna futura candidatura de un Hohenzollern sería considerada.

El Encuentro en Ems

En una soleada mañana, Benedetti se acercó al rey Guillermo mientras paseaba. El diplomático expuso su petición, pero Guillermo, educado y respetuoso, le explicó que no podía dar tal garantía permanente. Le aseguró que respetaba la preocupación francesa y que, hasta el momento, no había recibido ninguna noticia oficial sobre la candidatura de Leopoldo.

La conversación fue cortés, pero Benedetti insistió. Guillermo, molesto por la insistencia, se negó nuevamente, aunque siempre mantuvo un tono diplomático. Esta interacción fue reportada a Berlín en un telegrama que describía la conversación con detalle y diplomacia.

El Rol de Bismarck

Aquí es donde entra en escena Otto von Bismarck, el astuto y ambicioso canciller de Prusia. Bismarck tenía un objetivo claro: unificar los estados alemanes bajo el liderazgo prusiano, y para lograrlo, necesitaba una guerra con Francia. El telegrama de Ems le proporcionó la oportunidad perfecta.

Bismarck recibió el telegrama original y vio su potencial. Con un toque maestro, lo editó para hacerlo parecer insultante y provocador. En lugar de la descripción detallada y cortés del intercambio, Bismarck presentó un resumen breve y tajante: parecía que el rey Guillermo había tratado al embajador francés con desprecio y había rechazado verlo de nuevo.

El telegrama y su alteración

Este es el telegrama original enviado por el rey Guillermo I de Prusia a Bismarck:

Su Majestad el Rey me ha escrito: “El Conde Benedetti me habló durante el paseo para demandarme, finalmente, de manera muy insistente, que yo le autorizara a telegrafiar inmediatamente que me comprometía para siempre a no dar nunca más mi consentimiento si los Hohenzollern volvieran a presentar su candidatura. Me negué finalmente de manera algo brusca, ya que no es ni correcto ni posible asumir compromisos de este tipo para siempre. Naturalmente, le dije que aún no había recibido ninguna noticia, y como él fue informado antes que yo de la renuncia (de Leopoldo), solo podía atribuir su demanda a un deseo de mantener abierta la cuestión y de extorsionarnos. Luego, le rechacé nuevamente. Él verá en los periódicos que no he recibido ninguna noticia, y solo a partir de esto aprenderá que mi gobierno una vez más recibe noticias directamente de mí.”

Esta es la versión editada que fue publicada por Bismarck:

Después de que los informes de la renuncia del príncipe heredero de Hohenzollern fueron oficialmente transmitidos al gobierno imperial de Francia por el gobierno real de España, el embajador francés en Ems demandó a Su Majestad el Rey que autorizara telegrafiar a París que Su Majestad el Rey se comprometía para siempre a no dar su consentimiento si los Hohenzollern volvieran a presentar su candidatura. Su Majestad el Rey se negó a recibir nuevamente al embajador francés y le informó a través del ayudante de campo de servicio que Su Majestad no tenía nada más que comunicarle al embajador.

La Publicación del Telegrama

El telegrama editado fue publicado el 13 de julio de 1870. Las palabras cuidadosamente elegidas por Bismarck hicieron que pareciera que el rey Guillermo había humillado al embajador francés. La noticia se propagó rápidamente, inflamando el orgullo y la indignación de ambos lados.

En Francia, la reacción fue furiosa. La prensa y el público clamaban por una respuesta enérgica a lo que consideraban una ofensa a la dignidad nacional. Napoleón III, bajo presión y deseoso de restaurar su prestigio, declaró la guerra a Prusia el 19 de julio de 1870.


Las Consecuencias de la Manipulación

La guerra franco-prusiana comenzó con entusiasmo y patriotismo en ambos lados. Sin embargo, Francia, mal preparada y mal liderada, sufrió una serie de derrotas devastadoras. En cuestión de meses, el ejército prusiano marchó hacia París, y en enero de 1871, Francia fue forzada a capitular.

La victoria prusiana no solo humilló a Francia, sino que también permitió a Bismarck cumplir su sueño. El 18 de enero de 1871, en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, se proclamó el Imperio Alemán, unificando los estados alemanes bajo el liderazgo de Prusia. Guillermo I se convirtió en el Kaiser (emperador) del nuevo imperio.

Reflexiones sobre el Telegrama de Ems

El incidente del telegrama de Ems es un ejemplo clásico de cómo una manipulación de la información puede cambiar el curso de la historia. La habilidad de Bismarck para transformar una conversación diplomática en una provocación que llevó a la guerra demuestra el poder de la diplomacia y la comunicación en la política internacional.

Para las familias que escuchan esta historia, es una lección sobre la importancia de la precisión y la verdad en la comunicación. También es un recordatorio de cómo las tensiones y los conflictos entre naciones pueden ser influidos por la percepción y el orgullo nacional.

En un mundo donde la información viaja más rápido que nunca, y donde las palabras pueden ser tan poderosas como las acciones, la historia del telegrama de Ems sigue siendo relevante. Nos enseña a ser críticos y a valorar la paz, recordando que a menudo, las guerras comienzan no solo por grandes acciones, sino también por pequeños malentendidos y manipulaciones.

Un Epílogo para Reflexionar

Hoy, más de 150 años después, el incidente del telegrama de Ems sigue siendo estudiado por historiadores y analizado en las aulas. Es un ejemplo de cómo un solo acto de manipulación puede desencadenar eventos de proporciones épicas.

Para nosotros, como individuos y miembros de la comunidad global, esta historia nos insta a valorar la diplomacia, la comunicación honesta y la resolución pacífica de conflictos. Recordemos siempre que, aunque la historia esté llena de guerras y conquistas, también está llena de oportunidades para aprender, crecer y construir un futuro más pacífico y cooperativo.

sábado, 28 de septiembre de 2024

Segunda campaña italiana: Batalla de Borghetto (1796)

Batalla de Borghetto, (30 Mayo 1796)



 

La victoria francesa en Borghetto permitió a Bonaparte cruzar el río Mincio, tomar Verona y sitiar Mantua. La retirada del ejército austríaco del Feldzeugmeister Jean-Pierre Freiherr Beaulieu al Tirol puso fin a la segunda fase de la campaña de 1796 en Italia.

Después de la batalla de Lodi y la pérdida de Milán, Beaulieu se retiró detrás del Mincio y desplegó su ejército en una línea que se extendía 11 millas desde Peschiera al norte y Mantua al sur. Las empinadas orillas del río y las fortalezas en ambos extremos la convertían en una fuerte posición defensiva, con sólo cuatro puentes (en Peschiera, Borghetto, Goito y Rivalta) y pocos vados disponibles para cruzar. Un problema grave para Beaulieu fue que su línea de retirada preferida hacia el Tirol a lo largo del alto valle del Adige no era perpendicular a la línea Mincio, sino que corría hacia el norte como una extensión de su ala derecha. Para evitar ser flanqueado por su lado derecho, el comandante austriaco desplegó su cuerpo principal entre Peschiera y Valeggio. Alrededor de Peschiera, el general mayor Anton Freiherr Liptay comandaba el ala derecha (3.800 hombres). En el centro, el Feldmarschalleutnant Michael Freiherr von Melas y el Feldmarschalleutnant Karl Philipp Freiherr Sebottendorf tenían sus tropas (10.200) dispersas a lo largo del Mincio entre Valeggio y Salionze, con puestos de avanzada en la margen derecha. Al sur, separado del resto del ejército, el Feldmarschalleutnant Michelangelo Alessandro Freiherr Colli-Marchini mantuvo a Goito con 3.000 hombres. Se incorporaron al ejército de Beaulieu varios escuadrones de buena caballería napolitana.



Consciente de la preocupación de Beaulieu por su línea de comunicación, a finales de mayo Bonaparte ordenó algunas fintas hacia Peschiera y a lo largo de la orilla occidental del lago de Garda. Luego seleccionó a las 6.200 tropas de élite del general Charles Kilmaine para cruzar el puente de Borghetto, desplegó la división de Masséna (9.500) detrás de Kilmaine y la división de Augereau (6.100) a la izquierda, con órdenes de amenazar a Peschiera. A la derecha, la división de Sérurier (9.100) debía avanzar hasta Guidizzolo. Temprano en la mañana del 30 de mayo, después de una rápida marcha desde Castiglione al amparo de las colinas que dominaban el Mincio, Kilmaine hizo retroceder a los puestos de avanzada austriacos al otro lado del río, desembocando alrededor de las 7:00 a. m. antes del extremo occidental del puente. Debido en parte a una indisposición de Beaulieu, el despliegue austriaco estuvo lejos de ser ideal. El puente crucial fue defendido por un solo batallón (Regimiento de Infantería Strassoldo) con dos cañones. No obstante, los austriacos resistieron durante un par de horas hasta que los granaderos del general Gaspard Gardanne encontraron un vado débilmente vigilado río abajo y lograron llegar a la orilla izquierda. Luego, los defensores abandonaron Borghetto y el puente y se retiraron a Valeggio. Los franceses persiguieron y se produjeron enfrentamientos callejeros.

Al mediodía los franceses tenían el control de ambos bancos. A pesar de sus intentos, Colli no logró brindar ningún apoyo a Beaulieu. Mientras tanto, Augereau avanzaba hacia Paschiera. Unas cuantas cargas de caballería napolitana exitosas y contraataques limitados de la reserva de infantería en Oliosi dieron tiempo a Beaulieu para reunir a su ejército y comenzar la retirada hacia el norte, vía Castelnuovo. Según un relato francés tardío (y no confirmado), después de la batalla, Bonaparte escapó por poco de la captura en Valeggio. Es cierto, sin embargo, que después de este enfrentamiento estableció una escolta en el cuartel general, que más tarde se convertiría en los Chasseurs a Cheval de la Guardia Imperial.

Referencias y lecturas adicionales

Boycott-Brown, Martin. 2001. The Road to Rivoli: Napoleon’s First Campaign. London: Cassell. Ilari, Virgilio, Piero Crociani, and Ciro Paoletti. 2001. Storia militare dell’Italia giacobina, 1796-1802 [A Military History of Jacobin Italy, 1796-1802].Vol. 1, La guerra continentale [The Continental War]. Rome: Stato Maggiore dell’Esercito- Ufficio Storico.

Weapons and Warfare

jueves, 22 de agosto de 2024

Guerras napoleónicas: El escape de Ney (2/2)

El escape de Ney (2/2)

Weapons and Warfare



 

 
En la noche del 25 de noviembre, Napoleón le ordenó construir dos puentes de 300 pies a través del Berezina para conectar con la calzada a través de las extensas marismas del otro lado.

Oudinot se embarcó en un brillante engaño: envió rezagados a otros vados río abajo para dar la ilusión de que los franceses intentarían cruzar allí. Afortunadamente, el general Eble se había negado a cumplir la orden de Napoleón de destruir todo el equipo pesado y había salvado seis vagones de equipo puente. En la noche del 25 de noviembre, Napoleón le ordenó construir dos puentes de 300 pies a través del Berezina para conectar con la calzada a través de las extensas marismas del otro lado.

Fue una operación tremendamente arriesgada y ardua, posible sólo porque el grueso de las fuerzas rusas había abandonado Cisjordania para enfrentarse a lo que creían que sería el principal lugar de cruce más al sur. Los puentes se erigieron a unos 200 metros de distancia, sostenidos por veintitrés caballetes. Estaban conectados por zapadores que hacían turnos de quince minutos durante la gélida noche en las gélidas aguas, que era todo lo que podían sostener; muchos fueron arrastrados y ahogados o murieron por exposición. Sólo sobrevivieron cuarenta de los 400 'pontonniers' que construyeron el puente. El sargento Bourgogne describió la escena: «Vimos a los valientes pontoneros trabajando duro en los puentes para que pudiéramos cruzar. Habían trabajado toda la noche, de pie hasta los hombros en aguas heladas, alentados por su general. Estos valientes hombres sacrificaron sus vidas para salvar al ejército. Uno de mis amigos me dijo que había visto al propio Emperador entregándoles vino.

A pesar de estos valientes esfuerzos, Napoleón creía que el fin era inminente. Con la artillería rusa al otro lado del río, sólo se necesitarían unos pocos disparos de artillería afortunados para destruir los puentes: la calzada que cruzaba las marismas era igualmente vulnerable. De todos modos, los grandes ejércitos rusos se estaban acercando por todos lados: el este, el norte y el sur. Kutuzov al este tenía 80.000 hombres, Wittgenstein al norte 30.000 y al otro lado del río Tchaplitz tenía 35.000. Al sur, Chichagov tenía 27.000. Incluso reforzados por Oudinot y Víctor, los franceses sólo tenían 40.000 y 40.000 rezagados. Sin embargo, Kutuzov todavía estaba a unos treinta kilómetros de distancia, involucrado en la búsqueda de la pequeña fuerza de Ney, mientras Wittgenstein y Chichagov dudaban, este último desviado por los informes de que los franceses cruzarían hacia el sur. Sorprendentemente, el 26 de noviembre, la división de Tchaplitz se retiró hacia el sur, haciendo posible cruzar el río.

Napoleón aprovechó su oportunidad. Utilizando balsas, hizo transportar a 400 hombres a través del río para tomar la orilla opuesta como cabeza de puente y limpiarla de los pocos cosacos que quedaban. A las 13.00 horas se terminó el puente de infantería y a las 16.00 horas se terminó el puente de artillería y carretas. Al día siguiente, Napoleón cruzó con la Guardia. A los rezagados se les dijo que cruzaran por la noche, pero muchos prefirieron refugiarse en el pueblo de Studzianka, en la orilla este. Resultó ser un error fatal. Esa misma noche, una división francesa cayó en medio de una tormenta de nieve hacia las líneas rusas y 4.000 hombres murieron o fueron capturados.

En la noche del 28, los tres ejércitos rusos se habían concentrado con fuerza en la orilla este, lanzando una feroz andanada de artillería contra la retaguardia francesa comandada por Víctor, Ney y Oudinot. Ney, intrépido como siempre, encabezó una carga e infligió unas 2.000 bajas a los rusos. Pero eran demasiados incluso para él: un total de 60.000 hombres ya, apoyados por el ejército de 80.000 efectivos de Kutuzov, en comparación con los 18.000 soldados franceses restantes y los 40.000 rezagados y civiles.



Mientras se llevaba a cabo esta desesperada acción de retaguardia, se desató un caos en los puentes: el puente de artillería se rompió y los que iban delante fueron empujados al río helado, mientras que los que estaban detrás luchaban por retroceder contra la presión de los refugiados y llegar al otro puente. Muchos de los civiles bajaron por la orilla del río e intentaron cruzar nadando, agarrándose a los costados de los pontones antes de ser arrastrados. Ségur escribió:

Había también, a la salida del puente, al otro lado, un pantano en el que se habían hundido muchos caballos y carruajes, circunstancia que nuevamente enfureció y ralentizó el despeje. Entonces fue que en aquella columna de forajidos, apiñados sobre aquel único tablón de seguridad, surgió una lucha perversa, en la que los más débiles y en peor situación fueron arrojados al río por los más fuertes. Estos últimos, sin volver la cabeza y huyendo apresuradamente por instinto de conservación, avanzaban furiosos hacia la meta, sin tener en cuenta los gritos de rabia y desesperación de sus compañeros o de sus oficiales, a quienes así habían sacrificado. . . Sobre el primer pasaje, mientras el joven Lauriston se arrojaba al río para ejecutar más rápidamente las órdenes de su soberano, un pequeño barco en el que viajaban una madre y sus dos hijos se volcó y se hundió bajo el hielo. Un artillero, que luchaba como los demás en el puente por abrirse un paso, vio el accidente. De repente, olvidándose de sí mismo, se arrojó al río y, con un gran esfuerzo, logró salvar a una de las tres víctimas: era el menor de los dos niños. El pobrecito seguía llamando a su madre con gritos de desesperación y se oyó al valiente artillero decirle que no llorara, que no lo había salvado del agua sólo para abandonarlo en la orilla; que no le faltaría nada; que él sería su padre y su familia.

A las ocho y media de la mañana los franceses prendieron fuego al puente para impedir el paso a los rusos:

El desastre había llegado a sus límites máximos. Una multitud de carruajes y cañones, varios miles de hombres, mujeres y niños, fueron abandonados en la orilla enemiga. Fueron vistos deambulando en grupos desolados por la orilla del río. Algunos se arrojaron a él para cruzarlo nadando; otros se aventuraban sobre los trozos de hielo que flotaban; Hubo también algunos que se arrojaron de cabeza a las llamas del puente en llamas, que se hundió bajo ellos: quemados y congelados al mismo tiempo, perecieron bajo dos castigos opuestos. Poco después, se vieron cadáveres de todo tipo amontonados contra los caballetes del puente. El resto esperaba a los rusos.


Unos 20.000 soldados franceses habían muerto junto con unos 35.000 civiles. También murieron unos 10.000 rusos.

En lo que había sido una de las escenas más terribles de la historia, el ejército francés escapó de una destrucción aparentemente completa y sobrevivió con aproximadamente la mitad de sus fuerzas anteriores. El orgullo francés había sido salvado por aquellos heroicos constructores de puentes, nueve décimas partes de los cuales habían perecido, del mismo modo que los capitanes de pequeñas embarcaciones rescatarían el orgullo británico en Dunkerque más de un siglo después.

Oudinot, uno de los héroes de la batalla, que había resultado herido, fue evacuado a una aldea en Plechenitzi; allí, él y su pequeña fuerza fueron sorprendidos por unos 500 cosacos: el mariscal, con la herida curada, salió corriendo de la casa blandiendo dos pistolas para unirse al general italiano Pino. Con siete u ocho hombres lucharon contra sus atacantes rusos, incluidos disparos de cañón, antes de ser rescatados.

La marcha de la semana siguiente por la parte trasera de la Grande Armée se vio facilitada por muchos menos ataques rusos: Kutuzov pareció retroceder en el lado oriental de la Berezina, prefiriendo no perseguir. Pero el frío volvió ahora con toda su ferocidad. Miles más murieron de frío, cayendo en la nieve o simplemente sin levantarse por la mañana. El 2 de diciembre, cuando Napoleón entró cojeando en Moldechno, sólo quedaban 13.000 hombres, aproximadamente una decimotercera parte del ejército original.