Los últimos minutos de vida de Manuel Dorrego antes de su fusilamiento y las cartas de despedida que le dedicó a su esposa e hijas
Fue una muerte incomprensible, de la que Lavalle enseguida se arrepentiría. Los detalles de la ejecución del gobernador de Buenos Aires, que había sido depuesto 12 días antes, la exhumación de sus restos un año después y la utilización política que Juan Manuel de Rosas le dio a sus funerales en la ciudad de Buenos Aires
Por Adrián Pignatelli || Infobae
Manuel Dorrego, gobernador de Buenos Aires que fue depuesto por Juan Lavalle el 1° de diciembre de 1828. Doce días más tarde, sería fusilado
Su adversario en la política pero gran amigo de la vida no se animó a acompañarlo en los últimos momentos, tal como el condenado se lo había pedido. “No tendré valor para presenciar la muerte de un amigo”, dijo el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid, de quien el condenado era padrino de su hija Bárbara. Sí accedió a darle su chaqueta, ya que Manuel Dorrego le había encomendado que le hiciera llegar la suya a su esposa Angela Baudrix porque, en minutos, estaría muerto.
Manuel Críspulo Bernabé do Rego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.
Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates.
Juan Lavalle tenía, como antiguo granadero, un pasado militar glorioso, y se destacó en combates en la liberación de América
Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.
Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo llevaron a Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración.
Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear, Paz y otros también tramaban. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba”.
Angela Baudrix, la viuda de Dorrego. Luego de la muerte de su marido, debió trabajar como costurera para sobrevivir
Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1° de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.
En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas que fuera para Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.
El fin
El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue arrestado en Salto por una partida al mando de Federico Rauch y llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Antes de despedirse de su hermano Luis, a quien permitieron que continuase viaje, se lamentó: “Luis, estoy perdido”. Su primer impulso fue escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del gobierno a quien le pidió garantías para dejar el país. Solo el almirante y José Miguel Díaz Vélez intercedieron por él.
Salvador María del Carril fue uno de los instigadores para que Lavalle matase a Dorrego
El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…” Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”.
Dorrego había llegado a las 13 horas del 13 de diciembre escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares y quedó detenido en la estancia El Talar, al norte de Navarro, propiedad de Juan de Almeyra. El general golpista, alojado en el casco del establecimiento, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje.
Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por traición.
Momentos previos al fusilamiento. Se ve a Gregorio Araoz de La Madrid asistiendo a su amigo, a pesar de haber estado en bandos opuestos
Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!”, exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.
Dorrego pidió hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después”, intercedió La Madrid. “¡No lo quiero!”, gritó.
Lavalle no pensaba por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que el gobernador debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se negó.
Fue acompañado por el padre Juan José Castañer, cura párroco de Navarro
Dorrego pidió un cura, lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”.
En 1811, cuando contaba 16 años, Angela Baudrix había conocido a Manuel Dorrego, de 28. Se casaron en 1815, aún con la oposición de los padres de ella. Tendrían dos hijas: Isabel, nacida en 1816, y Angelita, en 1821. Luego, fue el turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”.
Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.
Una de las desgarradoras cartas que el condenado escribió a su esposa e hijas. (Archivo General de la Nación)
Se confesó con el cura Juan José Castañer, párroco de Navarro, quien además era su primo. Cuando dijo estar listo para morir, se le indicó que subiese al carruaje, porque el sitio del fusilamiento estaba a unos quinientos metros, pero prefirió caminar.
Al llegar al lugar, vio a la tropa del 5º de línea formada y saludó cálidamente a su jefe el capitán Páez. Luego se arrodilló para recibir la última bendición del cura. Cuando se incorporó, le pidió al jefe del pelotón que transmitiese sus saludos a los otros oficiales.
Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. En la tarde de ese 13 de diciembre de 1828 una descarga terminó con su vida. Su cuerpo permaneció algunas horas en el lugar donde cayó, hasta que el cura lo sepultó, sin féretro, cerca de la capilla, exactamente a cinco varas y media de la puerta principal, con una diferencia de dos tercios en que daba hacia su parte lateral izquierda. Una cruz de ñandubay señalaba la sepultura.
Exhumación
Al mediodía del 14 de diciembre de 1829 exhumaron sus restos, operación supervisada por el médico Cosme Francisco Argerich y por el camarista Miguel Villegas, que representó al gobierno y otros funcionarios. El cura que lo había enterrado les dio la ubicación exacta de la sepultura.
Lo primero con lo que se encontraron fue con sus botas y sus pantalones de paño oscuro. En su cuello tenía un pañuelo de seda negro y estaba el paño amarillo con el que le habían vendado los ojos.
La cabeza, destrozada, posiblemente con un fuerte culatazo de fusil, estaba casi separada del cuerpo. Vieron que la mandíbula inferior tenía todos los dientes y eran evidentes algunas viejas heridas. Su cuerpo tenía una chaqueta de lana escocesa. Sus manos estaban cerradas y se veía una herida de bala en el lado izquierdo del pecho.
Se sacaron los restos de la fosa y se lo limpió. Se lo sumergió durante algunas horas en un líquido que le quitó las impurezas a los huesos, los que una vez secados, fueron embebidos en aceite de trementina y colocados en una urna.
Su esposa había quedado en la indigencia, y le negaron una y otra vez la pensión que le correspondía por su esposo. Debió ganarse la vida cosiendo uniformes en la ropería de Simón Pereyra, cobrando una miseria. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento. Dicen que el pedido había sido cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a Dorrego un federal cismático, y no apostólico.
Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda consideración, Juan Lavalle”.
La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”.
El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”.
Lavalle intentó justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa.
La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose.
Hasta el fin de sus días, Lavalle recordó el 13 de diciembre. Siempre planeó que, cuando regresase a la ciudad de Buenos Aires, le pediría perdón a la viuda e hijas de Dorrego. Pero la muerte lo sorprendería el 9 de octubre de 1841.
Homenajes
El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro, desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa.
Los funerales de Dorrego, ordenados por Juan Manuel de Rosas, quien había asumido doce días antes como gobernador, fueron imponentes. Toda la ciudad lo homenajeó
Toda la ciudad le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las 8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda los cubrieron con ramos de olivo.
En un cortejo encabezado por el gobernador, quien había asumido el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro.
Al día siguiente, más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, ceremonias, cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.
Su hija Isabel nunca se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.
En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas.
En el Museo Histórico Nacional se conservan el anillo y los tiradores que dejó a sus hijas, reproducciones hechas en la época de sus últimas cartas, retratos, la mesa en la que Lavalle escribió la carta donde comunicaba su muerte, su sable y la litografía de la nota sobre el funeral, de la imprenta Bacle. Casi todos sus objetos están en la exposición permanente Tiempo de Provincias, menos el sable y sus tiradores que están en la Reserva Patrimonial.
El 27 de diciembre de 1936 se inauguró un monumento en el sitio donde la tradición señalaba que allí había sido fusilado con sus ojos tapados por un pañuelo amarillo y vistiendo una chaqueta prestada de su compadre, quien no se animó a verlo morir.
Fallece el General Manuel José Escalada de la Quintana
Con apenas 17 años se une al Regimiento de Granaderos a Caballo junto con su hermano, Mariano. Dicho Regimiento estaba bajo las órdenes de su cuñado, esposo de su hermana Remedios, el Coronel José de San Martín.
Participa del "Combate de San Lorenzo" en 1813, en donde tuvo una destacada actuación. Cuenta la Historia que ya repuesto malamente de su caída San Martín, se le acerca a éste, y lo increpa, diciéndole: "-¡Reúna usted al Regimiento, y vayan a morir!". Está en el Sitio de "Montevideo" en 1814. Hizo la tercera Expedición al Alto Perú, junto con su hermano, estando presente en "Venta y Media" y "Sipe-sipe" en 1815. Hizo el Cruce de los Andes, distinguiéndose en "Chacabuco" (12 de febrero de 1817). Es el encargado de traer el parte de la victoria hasta Buenos Aires, tardando 14 días en llegar. Estuvo en "Cancha Rayada" y "Maypo". Regresó a Buenos Aires en 1820, entremezclándose en las luchas internas entre unitarios y federales. Tuvo un trato tenso con el rosismo, por ser "lomo negro". Ocupó diversos cargos públicos. Falleció el 13 de diciembre de 1871. Obra de Eleodoro Marenco que rememora al viaje de Escalada desde el Campo de Batalla de Chacabuco, hasta Buenos Aires, trayendo el parte de la Victoria y una bandera capturada al realista. Cruzó montañas, nieves, ríos, desiertos, valles y llanuras, esquivando indios y bandoleros, realizando el viaje en solo 14 días, toda una proeza para la época. Luego de Maypo, volvió a traer el parte de la Victoria a Buenos Aires. ¡Pero esta vez batió su propio récord! Lo hizo en "sólo" 12 días.
EL 20 DE SEPTIEMBRE DE 1801, EN CACHI, SALTA, NACE EUSTOQUIO FRÍAS, GRANADERO DE SAN MARTÍN, QUIEN LLEGARÍA AL GRADO DE TENIENTE GENERAL DEL EJÉRCITO ARGENTINO, Y FUE EL ÚLTIMO GRANADERO QUE VIO BUENOS AIRES: "...LA PATRIA ERA POBRE Y YO TAMBIÉN."
Eustoquio Frías fue el último de los jefes del Ejército de los Andes que vio Buenos Aires. Un día le preguntó el presidente de la Nación Argentina, Caros Pellegrini, si aún conservaba alguna de sus espadas usadas en las campañas Libertadoras, y Frías le contestó con voz pausada: "No, aunque he cuidado mucho mis armas, porque la Patria era pobre y yo también. El sable que me regaló Necochea en Mendoza, lo rompí en Junín. Ya estaba algo sentido...." Nacido el 20 de septiembre de 1801 en Cachi, Salta, Virreinato Español del Río de la Plata, era hijo del comandante Pedro José Frías Castellanos, que perdió una pierna en la batalla de Tucumán, y de la patriota María Loreto Sánchez Peón y Ávila, junto con Juana Moro una de las líderes de la organización de espionaje constituida por las salteñas. En esa batalla, por orden del mismo general Manuel Belgrano, el niño se dedicó a alcanzar agua a los soldados de la artillería patriota.
Tuvo contacto por primera vez con el Regimiento de Granaderos a Caballo en 1814, época en que el entonces coronel José de San Martín era Jefe del Ejército del Norte, y juró que algún día iba a pertenecer a mismo. Cuando su familia se mudó a San Juan, antes de cumplir los 15 años se incorporó como cadete a los Ganaderos, en marzo de 1816, gracias al padrinazgo del comandante Mariano Necochea, que había conocido a su padre durante las campañas del Alto Perú, aunque no participó en el Cruce de los Andes ni en la campaña de Chile. No obstante en 1818 fue trasladado a Chile con el último Batallón de Granaderos y participó de la campaña de Chillán, o segunda del sur de Chile. Hizo la campaña del Perú y participó de las campañas de la sierra, de Quito, de Puertos Intermedios y de Ayacucho, y en las batallas de Nasca, Cerro de Pasco, Callao, Riobamba y Pichincha, en todos los casos a órdenes del coronel Juan Lavalle. Cuando Lavalle regresó a Lima, dejó los Granaderos a cargo de Frías, que los llevó hasta la capital peruana unos meses más tarde. Hizo toda la campaña del Perú, fue de la primera y segunda expedición a la sierra, a las órdenes de Arenales, se batió en Nazca y en cerro de Pasco. Concurrió al asalto del Callao, a la campaña de Quito y fue uno de los noventa y seis granaderos con que Lavalle cumplió la hazaña de Riobamba. Lo condecoraron en Pichincha. Volvió a Lima conduciendo a los granaderos que habían quedado en la capital del Ecuador. A mediados de enero de 1823 combatió en Chunchanga, donde una bala le cruzó el brazo derecho. En 1824 formó entre los 120 granaderos que se incorporan al Ejército de Simón Bolívar en Huarar. Con ellos llegó hasta la batalla de Junín. En la batalla de Ayacucho fue una de las 80 lanzas, todas en manos de granaderos argentinos, que participaron en la victoria; y allí fue herido de un bayonetazo en la rodilla. Regresó a la Argentina en diciembre de 1825, como bien se reflejó el 25 de diciembre de 1825 cuando se publicó la noticia de que había llegado a Mendoza, conducido por el coronel Félix Regado (o Bogado), el "resto del Ejército de Los Andes, después de nueve años de campaña", y se dio la lista de los diecinueve o veinte "sobrevivientes", entre los cuales figuraba el portaestandarte Eustoquio Frías. Estos restos del Regimiento de Granaderos arribaron a Buenos Aires en febrero de 1826, y allí la unidad fue disuelta; no obstante Frías se incorporó a la campaña del Brasil en el Regimiento de Caballería N° 16, a órdenes de Olavarría, luchando en el Ombú. En la batalla de Ituzaingó combatió a órdenes del coronel Juan Lavalle, siendo ascendidos ambos al término de la batalla; Lavalle alcanzó el grado de general, y Frías el de capitán.
A su regreso a Buenos Aires, acompañó a Lavalle en la revolución contra Manuel Dorrego y en la guerra contra Juan Manuel de Rosas; luchó en Navarro y Puente de Márquez. Permaneció en Buenos Aires cuando Lavalle se exilió, y fue destinado a la frontera oeste con los indígenas. A fines de 1830, cuando se estaba organizando la campaña contra la Liga del Interior, Frías fue convocado para la misma. Pero escribió al gobernador Rosas, pidiéndole su pase a retiro, ya que, según su puño y letra, "pertenezco al partido contrario al de V.E. y mis sentimientos tal vez me obliguen a traicionarle, y para no dar un paso que me desagrada, suplico a V.E. se digne concederme el retiro." Rosas lo llamó -según Ibarguren- para manifestarle "que le agradaba su franqueza", le donó quinientos pesos, le concedió el retiro y le aseguró que en caso de necesidad lo buscara -"no al gobernador, sino a Rosas"- pues no lo iba a olvidar. Permaneció en Buenos Aires, dedicado al comercio. Cuando la presión de los partidarios de Rosas se hizo insostenible, en 1839 se exilió en Montevideo, desde donde pasó a la provincia de Entre Ríos, incorporándose al ejército de Lavalle. Fue uno de los oficiales del segundo ejército correntino contra Rosas, combatiendo en las batallas de Don Cristóbal, Sauce y Quebracho Herrado. El general Lavalle lo nombró segundo jefe de la división del coronel José María Vilela, destinada a la campaña de Cuyo, con el grado de teniente coronel. En la derrota de Sancala fue tomado prisionero y conducido a pie hasta Buenos Aires. Durante ocho meses permaneció encerrado en un calabozo del cuartel de Retiro, hasta que fue liberado por pedido expreso del jefe de la escuadra francesa del Río de la Plata. En marzo de 1842 se fugó a Montevideo, donde participó de la defensa de la ciudad durante el sitio impuesto por el general Manuel Oribe. Luego pasó a Corrientes a órdenes del general José María Paz, y se quedó allí después de las desavenencias entre éste y los Madariaga. Participó en la batalla de Vences y (tras la derrota) huyó al Paraguay. Regresó al Uruguay cuando le llegó la noticia de la rendición de Oribe. Se incorporó al Ejército Grande de Urquiza y participó en la batalla de Caseros. Apoyó la revolución del 11 de septiembre de 1852 y la defensa contra el sitio de Buenos Aires impuesto por los federales. Fue destinado como comandante a la frontera oeste, con sede en Salto, y realizó varias campañas contra los indígenas a órdenes de Emilio Mitre. Mandó en jefe una importante campaña hacia la sierra de la Ventana en 1858, que no obtuvo resultados satisfactorios. Participó en la victoria porteña en la batalla de Pavón, tras la que fue ascendido al grado de general, y regresó a la frontera.
No fue admitido en la guerra del Paraguay por su avanzada edad, salvo en breves misiones de intendencia y administración. Después de la batalla de Tuyutí fue ascendido al grado de general de división. Pero, ¡molesto porque no se le permitía luchar!, pidió el pase a retiro. Fue ascendido a teniente general en retiro en 1882. Dos años más tarde, fue nombrado comandante de la Guarnición Militar Buenos Aires, un cargo puramente administrativo. Destaca de esa época una fotografía de él junto a un moreno asistente, tomada por Witcomb, pudiéndose leer al dorso de la misma “Dedicada en recuerdo de amistad a la amable y simpática señorita Brígida López”, y firmada “Eustoquio Frías”, con fecha: “Buenos Ays. Enero 28 de 1886”. Aún ocupaba el cargo de comandante de la Guarnición Militar Buenos Aires cuando se sucedió la golpista revolución radical de 1890, pero no tuvo actuación alguna en la misma. Pasó definitivamente a retiro en diciembre de ese año. Falleció en Buenos Aires el 16 de marzo de 1891, descansando sus restos durante 40 años en el Cementerio de la Recoleta, hasta ser trasladados a la ciudad de Salta, donde aún permanecen hoy, en el Panteón de las Glorias del Norte, de esa ciudad.
El 21 de abril de 1822 Juan Lavalle,
entonces un soldado de veinticinco años, se ganó el apodo de “León de
Riobamba”, una distinción que de alguna manera se hizo extensiva a los
noventa y seis granaderos que cargaron contra más de cuatrocientos
españoles obligándolos, en una primera instancia, a retroceder. Cuando
repuestos de la sorpresa, o el susto, la caballería y la infantería
española se lanzaron en la persecución de los granaderos que regresaban a
su base trotando como si estuvieran paseando, se produjo un segundo
encuentro, en el que otra vez los españoles fueron derrotados.
La batalla de Riobamba se libra en Ecuador y de
alguna manera prepara las condiciones para la posterior victoria de las
tropas americanas en Pichincha. Los granaderos de San Martín se habían
incorporado al ejército dirigido por el mariscal Antonio Sucre y, a
juzgar por los resultados, adquirir en “préstamo” a los granaderos fue
una de sus mejores ocurrencias.
Según las crónicas, el 22 de abril fue un día
lluvioso. El barro dificultaba el desplazamiento de los soldados y
obligaba a tomar precauciones especiales a la hora de decidir la batalla
con el enemigo. Sucre le ordenó a Lavalle que inspeccionara el terreno.
Nada más que eso; una inspección para obtener algunos datos
indispensables para el futuro combate. Lavalle avanzó con sus hombres y
de pronto se encontró con tres batallones españoles que lo triplicaban
en hombres y armamentos. Lo prudente en ese caso hubiera sido
retroceder, pero Lavalle nunca fue prudente, mucho menos en esas
circunstancias.
Los españoles no podían creer lo que veían sus ojos.
Un grupo de hombres avanzaba sobre ellos al grito de “¡a degüello!”. El
aspecto de los soldados criollos debe de haber sido temible porque luego
de una breve resistencia los que retrocedieron fueron los españoles.
Lavalle los persiguió, ordenándoles a sus hombres que se detuvieran
cuando advirtió que la caballería española había llegado hasta donde
estaba apostada la infantería. Entonces dio orden de retroceder. Lo
hicieron despacio, como si estuvieran paseando, “al trote”, dice el
informe oficial. Los españoles, tal vez avergonzados por haber sido
corridos por noventa soldados, decidieron perseguirlos.
El informe posterior que Sucre le envió a San Martín
es elocuente: “Lo mandé a un reconocimiento a poca distancia del valle y
el escuadrón se halló frente a toda la caballería enemiga y su jefe
tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez
de la que habrá raros ejemplos”. Sucre concluye su informe a San Martín
diciendo de Lavalle: “Su comandante ha conducido su cuerpo al combate
con una moral heroica y con una serenidad admirable”.
Conviene subrayar una de las frases de Sucre: “La
elegante osadía...”. La decisión de Lavalle fue improvisada, no cumplió
ninguna orden, no se atuvo a ninguna instrucción, por el contrario lo
suyo fue una improvisación o, para ser más precisos, una inspiración,
una genial inspiración. El informe que el propio Lavalle hizo por su
lado parece coincidir con esta hipótesis. En un primer párrafo describe
el momento en que retrocede después de la primera carga y cómo luego
observan que la caballería española regresa al galope. Son muchos, están
bien armados y se trata de soldados expertos en guerrear, pero... “ el
coraje brillaba en el semblante de los bravos granaderos y era preciso
ser insensible a la gloria para no haber dado una segunda carga”, ataque
que en ese caso contó con el auxilio de los Dragones de Colombia,
quienes estando a las órdenes de Sucre se involucraron en el combate .
O sea que la batalla de Riobamba se libró en dos
tiempos, y en ambos las tropas americanas salieron airosas. El balance
de pérdidas en vidas y armamentos permite asegurar que hubo ganadores y
perdedores. Los españoles dejaron en el campo de batalla alrededor de
cincuenta muertos y un número similar de heridos, mientras que los
criollos sólo tuvieron que lamentar dos bajas.
Diez años antes, con sólo quince años de edad,
Lavalle había ingresado al cuerpo de Granaderos a Caballo creado por el
entonces teniente coronel José de San Martín. Aún no le había terminado
de crecer la barba y ya estaba enredado en combates y batallas. Después
de haber guerreado una temporada en la Banda Oriental fue trasladado a
Mendoza donde se incorporó al proyecto del Ejército de los Andes. Desde
ese momento puede decirse sin exagerar que estuvo en todas y en todas se
lució y ganó honores y ascensos. Desde Chacabuco, donde fue ascendido a
capitán, hasta Ituzaingó donde le otorgaron el grado de general en el
mismo campo de batalla después de haber improvisado una carga de
caballería que se hizo célebre y que para más de un observador militar
decidió la batalla, Lavalle trazó un itinerario de combatiente que le
permitió ganar con justicia el título de guerrero de la Independencia.
El héroe de Riobamba nunca renunció a su condición de
granadero y soldado de San Martín. Después de Riobamba siempre lució
con orgullo la distinción que le otorgó San Martín, distinción que
muchos años después, cuando ya estaba embarrado en las guerras civiles,
sacó a relucir para refutar a sus enemigos que lo acusaban de traidor a
la patria. “El Perú a los vencedores de Riobamba”, decía el brazalete
entregado por San Martín a su granadero.
Los méritos de Lavalle son también los méritos del
cuerpo de granaderos, ese regimiento que recibió su bautismo en San
Lorenzo y luego recorrió medio continente, siempre combatiendo contra
los enemigos de la Independencia. Los granaderos regresaron a Buenos
Aires catorce años después de haber sido creados. Llegaban cargados de
glorias y cicatrices. No eran muchos. De los mil hombres que marcharon a
Mendoza sobrevivieron 120.
Desde Buenos Aires a Colombia hay miles de
kilómetros. Estos bravos soldados los recorrieron peleando sin tregua.
Estuvieron en Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Bolivia. En todos lados
recibieron reconocimientos y elogios. Ganaron y perdieron batallas,
mataron y murieron, combatieron en la montaña, en la llanura y en el
mar, y siempre defendieron los principios que en su momento les
inculcara San Martín, normas de disciplina tan austeras y exigentes que
hasta sancionaban al soldado que golpease a una mujer “aunque hubiera
sido insultado por ella”.
La suerte de los granaderos estuvo ligada a la de su
jefe. Cuando San Martín dejó Perú, ellos iniciaron el retorno a Buenos
Aires. El viaje fue largo y cargado de acechanzas. Hubo rebeliones,
naufragios y acciones heroicas. El 19 de febrero de 1826, setenta y ocho
granaderos a las órdenes del coronel Félix Bogado entraron a la ciudad
de Buenos Aires que los recibió como héroes. De los setenta y ocho,
había seis que realizaron toda la campaña, desde San Lorenzo a Junín.
Importa recordar sus nombres porque lo merecen: Paulino Rojas, Francisco
Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Vargas y
Miguel Chepaya.
El 23 de abril de ese año, y en homenaje a la batalla
de Riobamba, don Bernardino Rivadavia decidió incorporarlos a su
escolta, honor que mantienen hasta el día de la fecha. Para 1826 San
Martín ya estaba en el exilio, pero cuando se enteró de la noticia no
disimuló su satisfacción. Los granaderos habían sido su creación, su
primera criatura, la niña de sus ojos, como se decía entonces. San
Martín siempre consideró a los granaderos como un regimiento ejemplar,
como un modelo de profesionalismo militar. Parco y medido como era en
los elogios, dijo de ellos una de las frases más ponderativas que
salieron de la boca de ese hombre enemigo de las palabras fáciles y la
retórica liviana: “De lo que mis granaderos son capaces, sólo yo lo sé.
Habrá quien los iguale, quien los supere, no”.
Eufrasio Videla: "Así, como allá al frente, estaban los españoles en un cerrillo blanco". Don Eufrasio Videla es un viejo alto, flaco, nudoso, erguido, casi tan erguido como los álamos que cortan las perspectivas en los alrededores de Mendoza. Apenas un saludo y le espeté mi invariable pregunta: — ¿Cuántos años? — Treinta y ocho. — ¿Nada más? El viejo sonríe, baja la cabeza para detener la mirada en el sombrero de anchas alas, color te con leche, al que sus dedos retorcidos como sarmientos hacen girar con porfía. Pienso en que el pobre hombre ha perdido noción del tiempo, que desvaría su cabeza, que su memoria, más flaca que su cuerpo, yace tendida bajo la nieve de muchas décadas, porque me dijeron que don Eufrasio es hombre que ha traspasado los cien, y recupero mi actitud de moderno inquisidor. — ¿Treinta y ocho nada más don Eufrasio ? Sus labios mascullan un "ciento" y sale de nuevo, bien nítido, el ''treinta y ocho''. Ahora me parecen muchos los años, mas no me detengo a aclarar el punto y prosigo el interrogatorio, haciendo que repita las respuestas dos y tres veces, — y hasta cuatro y cinco, — a fin de alcanzar su sentido, pues resultan ininteligibles la mitad de las palabras en el lento balbucir de sus labios. Dijéronme que fue soldado de San Martín, pero no estuvo en el Plumerillo, ni se acuerda del general. — Yo estaba en San Juan, entonces, cuando decían que en Mendoza se formaba el ejército, y pasamos por ahí arriba, por Los Patos. — ¿Peleó usted? — ¿Y cómo no? Ahí en el Zanjón de Maipo, cuando ya no quisieron pelear más. — ¿Pero se acuerda de Maipo? — Sí que me acuerdo. Fue allí, pues, la última batalla, donde se rindieron. — ¿Y cómo empezó la cosa? — Unos cuantos días antes yo había llegado con los que salimos de San Juan. Después fueron, viniendo otros grupos de prisioneros y así se fue formando el ejército. (Pudiera el relato, muy bien, referirse a la llegada de dispersos de Cancha Rayada). Nosotros estábamos de la parte de aquí, —prosigue don Eufrasio, y al hacerlo sale al descanso de la escalera, poniendo cara a los Andes, — y como en la parte de allí enfrente, en un cerrito blanco, estaban los godos. — Flojanazos, ¿verdad? — Hum ... ¡Fieros habían sido! Peleamos y peleamos y no aflojaban... Después no quisieron pelear mas cuando vieron que nosotros tampoco aflojábamos. Entonces corrimos atrás pa que se rindieran. — ¿Y se rindieron? — ¿Y cómo no? Si ya no tenían más ganas de pelear. — ¿Y se entregaban? — Muchos so entregaban, otros querían escapar. Pero nosotros los alcanzábamos. — ¿Y no decían nada los españoles? — ¿Quiénes, los godos? Sí, decían: ''¡No mate corcho, no mate!'', cuando los alcanzábamos. Brillaron un punto sus pupilas, las arrugas dibujaron con gran esfuerzo una sonrisa y luego enmudeció el hombre, bajó la cabeza, y el sombrero retornó a girar entre los dedos. Lo demás que nos contó forma un maremágnum de hechos y episodios confundidos, en que se mezclan sin distinción de épocas, Rozas y Quiroga y las montoneras y la guerra del Paraguay. El viejecito Videla vive en la casa del ingeniero Fossati en la calle San Martín, 1778. Nos dijo este caballero, que Videla no conserva papel alguno, y que las medallas que poseyó en un tiempo las ha perdido o regalado, según relato del mismo don Eufrasio, y que el coronel Morgado, guerrero del Paraguay, le conoció en el ejército y de aspecto casi tan viejo entonces como ahora. El gobierno de Mendoza le pasa una pequeña pensión, que le alcanza para cubrir sus modestos gastos. Lo demás se lo otorga la caridad de las personas que le recogen en su casa. No podemos establecer a ciencia cierta si ha sido o no guerrero de la independencia porque ni siquiera la edad consta por documento público, pero si los 138 años son muchos años, es en cambio verdad que por estos pagos no son escasos los hombres de 110 o 115 años, y Videla bien puede oscilar entre estas dos últimas cifras y haber pertenecido a alguna de las milicias o cuerpos auxiliares del ejército de San Martín. Mendoza, marzo 22. Así reza esta nota publicada el 21 de Mayo de 1910 en la revista 'Caras y Caretas' Nº607 (Semanario Festivo, Literario, Artístico y de Actualidades).
AR-AGN-CyC01-dr-7-354020. Buenos Aires. Argentina. (AGN│Archivo General de la Nación)
Ya el Ejército de los Andes, había subido los inmensos montes, descendido del lado chileno, y derrotado a las tropas del Rey en "Chacabuco", el 12 de febrero de 1817. El avance patriota es imparable y el 20 de febrero Valparaíso cae en poder de los insurgentes. Sin embargo, algunos buques que se hallaban en alta mar desconocían el cambio político que había acontecido en las costas chilenas. Es así que el día 22 arriba al puerto porteño (la ciudad de Valparaíso utiliza el mismo gentilicio que la ciudad de Buenos Aires) un bergantín-transporte llamado "Águila". Ya es noche cerrada, por eso sus tripulantes no desembarcan, y quedan sin enterarse que el puerto estaba en manos de argentinos y chilenos. Ver semejante presa anclada frente a sus narices, y no pretender capturarla, fue inspiración de un instante en la mente de los patriotas. Se decide hacer un asalto nocturno. Y para eso se le encomienda a un muy joven Oficial de Granaderos que realice tal peligrosa tarea. Su nombre: Isidoro Suarez, el mismo Oficial que se cubrirá de Gloria en "Junín" y su famosa carga al frente de los Húsares, en 1824. ¡Apenas había cumplido los 18 años el 2 de enero de ese año! Se embarca en un bote, acompañado por 14 Granaderos a Caballo y siete marineros. Exactamente a la una de la mañana del 23 de febrero de 1817, inicia el asalto al bergantín. Ochenta hombres del Rey guarnecían aquel barco, los cuales fueron tomados por absoluta sorpresa por aquel puñado de valientes, que inmediatamente dirigieron el buque bajo la protección de las baterías costeras. Cualquier intento de resistencia por parte de aquellos ochenta marinos españoles hubiese significado el cañoneo del navío. Rápidamente se rinden a aquel grupo de corajudos. Semejante acto de arrojo le valió a aquel joven Alferez, Isidoro Suarez de apenas 18 años, el ascenso inmediato a Teniente. Su Glorioso sable, ya estrenado en "Chacabuco" y refrendado en el Asalto al "Aguila", seguirá regalando hermosas Joyas Heroicas a la Corona de Gloria de la Nación Argentina. Así, aquel puñado de Granaderos a Caballo, se convirtieron por un rato, en Caballería de Marina. Fte. Revista "Caras y Caretas".
“Lamadrid el Inmortal” – Un poco de nuestra historia argentina.
Otro de los personajes olvidados y a los que le recortaron el apellido
Uno de los personajes más literalmente extraordinarios, es decir fuera de lo común, y más olvidados de nuestra historia es Gregorio Aráoz de Lamadrid (o La Madrid, se han encontrado documentos también escritos así). Nació en Tucumán el 28 de noviembre de 1795. El apellido Aráoz, que le venía dado por su madre, era un importante pasaporte en cualquier lugar del país. Se casó en Buenos Aires con María Luisa Díaz Vélez Insiarte con quien tuvo nada menos que trece hijos, algunos de los cuales fueron apadrinados por sus futuros enemigos Juan Manuel de Rosas y Manuel Dorrego.
Allá por 1811 se incorporó a las milicias que comandaba el General Belgrano, que tendría en Lamadrid a uno de sus hombres más cercanos y confiables. Estuvo junto a don Manuel en las gloriosas batallas de Salta y Tucumán, pero también en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Volviendo con aquellas tropas destrozadas obtuvo las victorias de Colpayo y Costa de Quirbe.
Lamadrid no era para estarse quieto y marchó a una nueva campaña al Alto Perú esta vez a las órdenes de Rondeau. En aquella batalla de Venta y media que le inutilizó el brazo a José María Paz, se vio nítidamente la temeridad de Lamadrid que, sin importarle nada, salvó al herido General De la Cruz, que estaba a punto de caer en manos del enemigo español. Esta corajeada le valió el ascenso a Teniente Coronel.
Peleó junto al caudillo popular de las Republiquetas del Alto Perú, Vicente Camargo, derrotando a una importante partida de realistas.
Volvió a la carga con Belgrano quien le encargó misiones imposibles, pero el hombre siempre iba por más. El 15 de abril de 1817 al mando de ciento cincuenta hombres sitió y ocupó la ciudad de Tarija tomando prisioneros a tres tenientes coroneles y diecisiete oficiales y un gran parque de artillería. Siguió aquella temeraria campaña batallando sin parar y llegando a Tucumán con 386 soldados, más del doble del número original porque se le fueron sumando voluntarios en el camino. Belgrano lo ascendió a Coronel. Para entonces las batallas por la independencia ya se mezclaban con nuestras guerras civiles y Lamadrid optó por el bando unitario.
Será el gran enemigo de Quiroga, que lo derrotó en El Tala el 27 de octubre de 1826. Aquí ocurrió una de esas escenas de película en la vida de Lamadrid: se le vino encima un pelotón de quince montoneros a los que decidió enfrentar solo. Terminó con el tabique nasal roto, varias costillas quebradas, una oreja cortada, una herida punzante en el estómago y un tiro de gracia en la cabeza.
En ese momento a uno de sus atacantes le entró la duda de si no habían matado nada menos que a Lamadrid, pero eso era imposible. La duda siguió y el hombre convenció a sus compañeros para que regresaran a revisar el cadáver, pero ya no estaba.
Sacando fuerzas de vaya a saber dónde, el malherido logró arrastrarse muchos metros hasta un rancho y sobrevivir. El Tala fue una derrota tremenda, pero también la partida de nacimiento de la leyenda de “Lamadrid el inmortal”. Algo de eso había porque para diciembre ya había recuperado no sólo la salud sino el mando de su provincia y las ganas de revancha frente a Quiroga que lo volvió a derrotar en el Rincón de Valladares el 6 de julio de 1827. Eligió el camino del exilio en Bolivia, aunque al enterarse de la sublevación de Lavalle, a fines de 1828, se unió a sus filas, pero trató por todos los medios a su alcance de impedir el fusilamiento del gobernador derrocado, el federal Manuel Dorrego.
La revancha con su pesadilla, Facundo Quiroga, le llegaría en las batallas de La Tablada y Oncativo, tras las cuales desataría su furia y una verdadera y horrenda carnicería contra los montoneros derrotados. Un hecho inesperado pondría en jaque a los unitarios del interior: la captura de su máximo jefe político-militar, el General Paz en el paraje de El Tío, por hombres de Estanislao López. El hecho era tremendamente desequilibrante y Lamadrid debió asumir la jefatura en un contexto muy desfavorable, con la creciente influencia de Rosas en todo el país y el predominio federal en el Litoral.
Llegaría la hora señalada para Quiroga, el tigre de Los Llanos, en La Ciudadela de Tucumán el 4 de noviembre de 1831. La derrota para los unitarios fue total y Lamadrid marchó nuevamente a Bolivia y de allí pasó a Montevideo en 1834.
Por uno de esos extraños misterios de la historia, su enemigo Rosas le encomendó la misión de poner orden en el Norte y limpiar de unitarios aquellos territorios controlados por la “Coalición del Norte”. Lamadrid fue para aquellas latitudes, pero para seguir militando en la causa unitaria con los recursos de la Buenos Aires federal.
Lavalle, que venía de fracasar en su intento de invadir Buenos Aires con apoyo francés, decidió unir fuerzas con Lamadrid en Córdoba. Pero los hombres se desencontraron fatalmente y Lavalle fue completamente derrotado en Quebracho Herrado y partió para La Rioja; Lamadrid decidió entonces hacerse fuerte en su reducto de Tucumán desde donde lanzó una ofensiva sobre Cuyo que terminaría en la derrota de Rodeo del Medio el 24 de septiembre de 1841.
Las noticias corrían muy lentas por entonces y Lamadrid no pudo enterarse a tiempo de que su compañero Lavalle había muerto asesinado en Jujuy. En 1846 decidió volver a Montevideo para unirse al activo exilio antirosista. Cinco años más tarde sería contactado por emisarios de Justo José de Urquiza para que comandara una de las alas principales de su “ejército grande” que pondría fin al período rosista en la batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852. Cuando la tropa hizo su entrada a Buenos Aires hubo un solo oficial llevado en andas por la gente: Don Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Poco después comenzaría a escribir sus célebres memorias que son, junto a las del general Paz, una fuente imprescindible para conocer nuestra historia desde la mirada unitaria. Murió en Buenos Aires el 5 de enero de 1857, pero sus restos fueron trasladados a su querida Tucumán y depositados en la catedral.
Fuentes: “Lamadrid, federal "sospechoso" o unitario "vendido" // Biografías de José María Paz, Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas // Digesto Municipal
Serias fueron las lesiones que recibió en la acción de El Tala, en 1826, contra Facundo Quiroga, donde fue dejado por muerto en el campo. Derrotado otra vez por Quiroga, pasó a Bolivia y luego partió a Buenos Aires. Llegó en mayo de 1828. Narra en sus “Memorias” que, al arribar, “Las heridas de la espalda y 15 más de la cabeza y el brazo estaban curadas”, pero seguía abierta una incisión en la costilla. El médico Hougham le dijo que no cerraba, porque contenía un cuerpo extraño, una astilla de hueso; pero aseguró que lo curaría. Mientras, “me estaba administrando una bebida de un cocimiento de zarza, orosú y no sé qué otros ingredientes compuestos por él”, cuenta el general. La herida se cerró, pero volvió a abrirse, y otra vez se cerró. Esta última vez, de “un modo que no la había visto en todas las veces anteriores, formando una hendidura como si se hubiese contraído la carne para unirse al hueso”. La Madrid fue a la casa de Hougham a manifestarle que ya estaba curado. El médico no aceptó eso. Dijo: “No puede ser. No sanará de firme mientras no salga el hueso solo, pues está ya casi desprendido enteramente”. La Madrid replicó. “En mi concepto no volverá a abrirse, porque veo en ella una señal que no he visto en las veces anteriores”. Y, narra, “desprendiéndome los suspensores se la enseñé”. Al ver la herida cerrada, Hougham “se sorprendió y me dijo: ¡En efecto, ha obrado en usted la naturaleza un prodigio que no he visto en los años que cuento de médico! ¡Ha soldado el hueso y no volverá a abrirse!”.
General Juan Antonio Alvarez de Arenales (1770-1831)
Nació el 13 de junio de 1770 en Villa de Reinoso, situada entre
Santander y Burgos (provincia de Castilla la Vieja). Su padre fue
Francisco Alvarez de Arenales, perteneciente a una distinguida familia
del Distrito, quien se había propuesto para su hijo una esmerada
educación, pero su prematuro fallecimiento cuando Arenales tenía
solamente 9 años, malogró estos propósitos. Su madre fue María González
de antiguo linaje de la provincia de Asturias.
A la muerte de su progenitor, Arenales fue educado por su pariente
Remigio Navamuel, dignatario de la iglesia de Galicia y desde sus
primeros años reveló gran vocación por la carrera de las armas, razón
por la cual a los 13 años era dado de alta como cadete en el famoso
Regimiento de Burgos. Por su voluntad pasó en 1784 al Regimiento “Fijo”
de Buenos Aires, donde se perfeccionó en las ciencias exactas y preparó
su espíritu para acometer las grandes empresas que le tocó en suerte en
su larga y brillante carrera. Su contracción al servicio y su
excelente conducta le granjearon la buena disposición de sus
superiores. El virrey Arredondo el 6 de diciembre de 1794, lo promovía a
teniente coronel de las milicias provinciales de Buenos Aires y, en la
misma fecha, lo transfería con igual grado a las milicias del Partido de
Arque (provincia de Cochabamba), nombrándolo el 26 de enero de 1795
subdelegado del mismo partido. En dos ocasiones en que fue necesario
resistir las invasiones portuguesas en la Banda Oriental, acreditó su
fidelidad, honor y patriotismo. El 10 de mayo de 1798 era designado
subdelegado del Partido de Curli (Pilaya y Paspaya) en la provincia de
Charcas y posteriormente el 18 de diciembre de 1804, pasaba a ocupar el
mismo puesto en el partido de Yamparaes, en la misma Intendencia de
Charcas. En estos puestos administrativos, Arenales desplegó su mayor
celo en la imparcial aplicación de la justicia, “especialmente en la
protección de los indígenas, de cuya suerte se demostró muy
especialmente solícito, por ser los más oprimidos”. Sin embargo
progresaba lentamente la infiltración revolucionaria en las colonias
españolas de América: el 25 de mayo de 1809 se produce en la ciudad de
Chuquisaca una rebelión contra su presidente Ramón García Pizarro, al
grito de “¡Muera Fernando VII! ¡Mueran los chapetones!”, deponiéndolo.
Encontrándose en aquella revuelta el entonces coronel graduado Alvarez
de Arenales, simpatiza abiertamente con los rebeldes, no obstante su
origen español, motivo por el cual le nombran comandante general de
armas; organiza las fuerzas rebeldes poniéndose al frente de ellas, pero
el 21 de diciembre llegan los generales Nieto y Goyeneche con tropas
realistas y ahogan en sangre la rebelión, tomando preso a Arenales que
ingresa en las prisiones del Callao después de permanecer seis meses en
los lóbregos calabozos del Alto Perú, sufriendo la confiscación de sus
bienes. En las Casamatas de la famosa fortaleza, Arenales permaneció
quince meses, durante los cuales hasta corrió el riesgo de ser
fusilado. Finalmente se evadió y embarcándose para regresar a las
Provincias Unidas del Río de la Plata, naufragó en Mollendo, viéndose
reducido a la desnudez y más absoluta miseria; logró llegar a las
proximidades de Chuquisaca, donde supo con profunda pena el fracaso de
los patriotas en la jornada de Huaqui, el 20 de junio de 1811. Regresa a
la provincia de Salta, donde había contraído enlace con María Serafina
Hoyos y Torres, fundando su hogar lo que iba a ser una de las
principales causas de su adhesión a la Patria naciente y del valor y
lealtad con que cooperó a su emancipación. En un admirable documento
que revela su elevación espiritual se dirigió a la asamblea nacional
Constituyente, solicitando la ciudadanía argentina, identificándose así
con la nacionalidad que contribuía a crear. En aquella época (1811)
vivía a 36 leguas al S. de la ciudad de Salta, entre las montañas y
bosques de Guachipas, en su estancia la “Pampa Grande”.
En el año 1812, el general Tristán penetró en la provincia de Tucumán
con una fuerza enviada desde Lima por el virrey Abascal, dejando un
destacamento en Salta. Alvarez de Arenales que había sido electo
regidor y alcalde del primer voto del Cabildo de Salta, se puso a la
cabeza de un movimiento rebelde, el cual fue sofocado por los realistas,
lo que obligó a Arenales a ocultarse en Salta, corriendo los mayores
peligros, para esquivar la persecución de sus enemigos. Llegado a
Tucumán, justamente después de las victorias de Las Piedras (3 de
setiembre de 1812) y de Tucumán (24 del mismo mes y año) allí el general
Belgrano no pudo menos que simpatizar con este hombre austero en sus
costumbres, estoico por temperamento y tenaz en sus propósitos. Entre
ambos se estableció rápidamente una franca amistad. El Ejército
vencedor prosiguió su avance hacia el Norte, acompañando Arenales a
Belgrano en la campaña que terminó con la magnífica victoria de Salta,
el 20 de febrero de 1813, que originó la capitulación del general
Tristán y en la cual le cupo a Arenales actuación descollante. El 19 de
setiembre de 1818 el Director Pueyrredón le extendió el diploma
acordándole el escudo de oro por la acción de Salta.
Por su participación en aquella batalla y por su decisión por la
causa libertadora, el gobierno argentino le otorgó los despachos de
coronel graduado, el 25 de mayo de 1813 y el 6 de julio del mismo año se
le otorgaba la carta de ciudadanía que había solicitado en nota, que
como queda dicho, reflejaba su espíritu selecto. El general Belgrano lo
designaba el 6 de setiembre de 1813, para el puesto de gobernador
político y militar de la provincia de Cochabamba y de todas sus
dependencias. Cuando se produjeron los desastres de Vilcapugio y
Ayohuma, pocos días después, el coronel Arenales quedó cortado en
Cochabamba y en completo aislamiento a causa de la retirada del ejército
patriota. “Este bizarro jefe -dice el general Paz en sus Memorias
póstumas-, tuvo que abandonar la capital, pero sacando las fuerzas que
él mismo había formado y los recursos que pudo, se sostuvo en la
campaña, retirándose a veces a los lugares desiertos y escabrosos, y
aproximándose otras a inquietar los enemigos a quienes dio serios
cuidados. La campaña que emprende desde este momento el coronel
Arenales coronada de triunfos, es su gloria inmortal”. Aquella campaña
tan larga como heroica, fue de consecuencias profundas para la causa de
la emancipación americana.
Mitre en su Historia de San Martín, ha trazado la vigorosa silueta de
Arenales, con las siguientes palabras: “Solo hombres del temple de
Arenales y de Warnes podrían encargarse de la desesperada empresa de
mantener vivo el fuego de la insurrección de las montañas del Alto Perú,
después de tan grandes desastres, quedando completamente abandonados en
medio de un ejército fuerte y victorioso y sin contar con más recursos
que la decisión de las poblaciones inermes y campos devastados por la
guerra”. La fuerza que organizó no pasaba de 200 hombres, con los que
emprendió una marcha hacia Santa Cruz de la Sierra, a través de millares
de realistas, a los cuales arrolló en todos los encuentros que tuvo con
ellos; motivo que inflamó el ardor marcial y retempló las fibras
patrióticas de sus subordinados. Arenales llevó su valor singular hasta
el extremo de atacar en La Florida, con 300 hombres, una fuerza
realista al mando del coronel Blanco, justamente triple en efectivos: La
acción tuvo lugar el 25 de Mayo de 1814 y es uno de los más justos
timbres de la gloria de este gran soldado. “Aún no habían cesado los
cantos del triunfo -dice Pedro De Angelis- cuando el coronel Arenales,
que se había separado momentáneamente de sus tropas avanzándose en
persecución de los prófugos, se vio en la precisión de defender su vida
contra 11 soldados enemigos, que lo acechaban para lavar en su sangre la
afrenta de sus compañeros. La lucha fue larga y obstinada, pero al fin
sucumbieron los agresores, tres de los cuales quedaron muertos y los
demás heridos. Arenales extenuado por la pérdida considerable de la
sangre que manaba de su cuerpo por 14 heridas de sable, hubiera perecido
también sin la oportuna intervención de algunos de sus soldados
atraídos por las descargas que se oían en las inmediaciones del campo”.
El gobierno de las Provincias Unidas premia tan valeroso comportamiento
con el empleo de coronel efectivo discernido con fecha 19 de octubre de
1814 por el Director Supremo Gervasio Antonio Posadas y por decreto del
mismo día. Arenales era nombrado Gobernador Intendente de la Provincia
de Cochabamba. El 9 de noviembre la oficialidad y tropa de la fuerza a
sus órdenes recibe un escudo que decía: “La Patria a los vencedores de
La Florida”.
San Pedro, Postrer Valle, Suipacha, Quillacollo, Vinto, Sipe-Sipe,
Totora, Santiago de Cotagaita, y otros muchos puntos donde sostuvo
desiguales combates contra los realistas, constituyen los brillantes de
la magnífica corona que ciñó la frente del héroe de la Sierra. El
triunfo de La Florida tuvo influencia preponderante en la guerra de la
Independencia, al asegurar la libertad de Santa Cruz, imponiendo la
evacuación de las provincias argentinas del Norte, por parte de las
fuerzas del general Pezuela. El 27 de abril de 1815 tomó la ciudad de
Chuquisaca y 20 días después Cochabamba, provincia que ocupó totalmente.
Por fin, después de 18 meses de épica lucha y de incesantes fatigas y
sorteando peligros a cada instante, Arenales, con su cuerpo de 1.200
hombres levantado casi en su totalidad a expensas de sus pujantes
esfuerzos, con armas y elementos que fue sucesivamente capturando a sus
enemigos, se incorporó al ejército patriota que iniciaba una nueva
campaña en el Alto Perú bajo el mando superior del general José
Rondeau. La Patria había premiado sus esfuerzos, nombrándolo el 30 de
octubre de 1814, comandante general de las tropas del interior, cargo
que le fue discernido por el propio Rondeau, desde su cuartel general en
Jujuy. Poco después, el gobierno de las provincias Unidas lo promovía a
coronel mayor, con fecha 16 de setiembre de 1815 y el 25 de noviembre
del mismo se le otorgaba el título honorífico de coronel del Regimiento
de Infantería Nº 12. Después de la desastrosa batalla de Sipe-Sipe, el
29 de noviembre de 1815, Arenales con los restos del ejército se
repliega sobre la ciudad de Tucumán. Algunos juicios o apreciaciones
contradictorias que lastimaron su alma de soldado, indujeron a Arenales a
solicitar la instrucción de un sumario que pusieron en claro los
servicios que había rendido a la causa independiente. El Director
Supremo, general Pueyrredón, con tal motivo, expidió el siguiente
decreto:
“Hallándose este gobierno con pruebas irrefragables de la virtuosa
comportación, decidido patriotismo y fidelidad del ciudadano de las
Provincias Unidas, Coronel Mayor de los Ejércitos de la Patria, don Juan
A. A. de Arenales y en el concepto de que cualquiera que fuesen los
esfuerzos con que la maledicencia pretenda oscurecer sus distinguido
servicios a la causa de la libertad, jamás contrastarán la ventajosa
opinión que este benemérito jefe ha adquirido en el concepto público de
la gran familia americana, sobreséase en la prosecución de este
expediente, que se devolverá al interesado por conducto del General en
Jefe del ejército auxiliar del Perú, para su satisfacción, etc. etc.”.
Fue Presidente del Tribunal Militar del Ejército del Norte, ejerciendo
el comando en jefe, el general Belgrano.
Batalla de Cerro de Pasco
Permaneció en Tucumán prestando siempre el concurso de una incansable
actividad y de sus luces en el desempeño de comisiones importantes
siendo posteriormente nombrado gobernador de Córdoba en 1819. Pero la
anarquía se enseñorea del territorio argentino: Alvarez de Arenales no
quiere participar en la lucha que destruirá la Patria adoptiva y por
tercera vez prefirió hacer el sacrificio de su vida en defensa de la
libertad americana, dirigiéndose a Chile a ponerse a las órdenes del
general San Martín, que a la sazón preparaba intensamente su expedición
al Perú. “Desde que el general Arenales se presentó al general San
Martín en 1820, este le honró siempre con el tratamiento de “compañero”,
así en la correspondencia como en el trato familiar, siendo Arenales el
único general de los de su tiempo que obtuvo tan señalada y constante
distinción hasta en los actos de etiqueta”. Desembarcado en Pisco el
ejército patriota, el 8 de setiembre de 1820, Arenales recibe de San
Martín el mando de una División de 1.138 hombres, que debía penetrar en
la Sierra, para insurreccionar las poblaciones peruanas al mismo tiempo
que abatiera el esfuerzo realista. Arenales llega rápidamente a las
ciudades de Ica (6 de octubre), Humanga (donde entra después de la
victoria de Nazca, el 15 de octubre), Jauja y Jauma, produciendo en
todas partes un levantamiento general contra la dominación española,
capturando numerosos armamentos de las muchas partidas enemigas que
encuentra y dispersa. Alarmadas las autoridades realistas ante tales
progresos, despachan al Brigadier O’Reilly para batir a Arenales y sus
huestes, teniendo lugar el contacto en el Cerro de Pasco, el cual se
produce después que Arenales ha tomado todas las medidas de seguridad,
para conocer en lo posible, la fuerza que se aproxima, a fin de lanzar
sus tropas al combate en plena seguridad de no caer en una emboscada.
La fuerza realista suma 1.200 hombres; los efectivos contrapuestos son
un poco diferentes en lo que a número se refiere, pues Arenales no
puede concentrar sobre el campo de batalla más de 600 hombres. No
obstante esta disparidad, no vacila y ataca con violencia al adversario,
que es derrotado completamente y que deja 58 muertos y 18 heridos sobre
el campo de batalla y 343 prisioneros incluidos 23 oficiales. Cayeron
además en poder de Arenales dos cañones, 350 fusiles, todas las
banderas, estandartes, pertrechos de guerra y demás elementos bélicos
escapando el enemigo en la más completa dispersión, pues no lograron
hacer partidas de más de 5 hombres, cayendo prisionero en la persecución
el propio brigadier O’Reilly. En conocimiento del espléndido triunfo
alcanzado por Arenales, San Martín, el día 13 de diciembre, expidió la
siguiente orden del día:
“La División libertadora de la Sierra ha llenado el voto de los
pueblos que la esperaban: los peligros y las dificultades han conspirado
contra ella a porfía, pero no han hecho más que exaltar el mérito del
que las ha dirigido, y la constancia de los que han obedecido sus
órdenes para unos y otros se grabará una medalla que represente las
armas del Perú por el anverso y por el reverso tendrá la inscripción “A
los Vencedores de Pasco”. El General y los jefes la traerán de oro, y
los oficiales de plata pendiente de una cinta blanca y encarnada; los
sargentos y tropa usarán al lado izquierdo del pecho un escudo bordado
sobre fondo encarnado con la leyenda, “Yo soy de los vencedores de
Pasco”. San Martín extendió el diploma correspondiente al general
Arenales el 31 de marzo de 1822.
Así termino la primera campaña de la Sierra, incorporándose Arenales
con su División al ejército patriota el 3 de enero de 1821, evocando su
presencia los riesgos y duras penalidades sufridas, no obstante lo cual
la gloria había cubierto a sus componentes, siendo recibida
triunfalmente por sus compañeros de armas. San Martín recibió de manos
del glorioso vencedor del Cerro de Pasco “13 banderas y 5 estandartes,
entre las que se habían tomado en las provincias de su tránsito o en el
campo de batalla”. Designado el 19 de abril del mismo año por San
Martín comandante general de la División, Arenales inicia su segunda
campaña de la Sierra organizando su fuerza con los cuerpos siguientes:
Granaderos a Caballo, coronel Rudecindo Alvarado; Batallón de “Numancia”
(1º de Infantería del ejército), coronel Tomás Heres; Batallón Nº 7 de
los Andes, coronel Pedro Conde; Batallón de Cazadores del ejército,
teniente coronel José M. Aguirre y 4 piezas de artillería; a estas
tropas debía incorporarse la pequeña fuerza del coronel Gamarra,
compuesta de patriotas peruanos. La División Arenales partió del
cuartel general de Huaura, el 21 de abril. San Martín le ha precedido
en su camino triunfal con su famosa proclama a los habitantes de Tarma,
en la cual les dice: “Vuestro destino es escarmentar por segunda vez a
los ofensores de la Sierra; el General que os dirige conoce tiempo ha el
camino por donde se marcha a la victoria; él es digno de mandar, por su
honradez acrisolada, por su habitual prudencia, y por la serenidad de
su coraje: seguidle y triunfaréis”. Arenales llega a Oyón el 26 de
abril; allí encuentra la División Gamarra, que se le incorpora, la cual
está casi deshecha, tal es su estado. En Oyón, Arenales recibe detalles
de las fuerzas realistas que se hacen ascender 2.500 hombres de línea.
Reorganizadas sus tropas, Arenales prosigue su avance el 8 de mayo en
dirección a la Sierra. El 12 llega a Pasco. En persecución de
Carratalá llegaba el 17 de mayo a Carguamayo; el 20 estaba con su
división en Palcamayo, el 21 en Tarma, y el 24 de mayo llega a Jauja.
El armisticio de Punchauca, celebrado entre San Martín y el Virrey
Laserna, interrumpió las operaciones en la Sierra, pero si bien este
acontecimiento fue solemnemente propicio a Carratalá, no le fue menos a
Arenales, que se entregó tesoneramente a la tarea de reorganizar e
instruir sus valientes tropas. Terminado el plazo de 20 días de
armisticio, que empezó a contarse desde su concertación el 23 de mayo,
el día 29 de junio Arenales prosiguió sus interrumpidas operaciones, día
que ocupó por la fuerza el pueblo de Guando, capturando íntegra la
compañía de cazadores del batallón realista “Imperial Alejandro”, pero
una nueva suspensión de las hostilidades concertada por el General en
Jefe, que le fue comunicada aquel mismo día, obligó a Arenales a detener
la marcha victoriosa que había iniciado sobre Carratalá. El general
patriota regresó a Jauja, donde se encontraba el 9 de julio, fecha en
que le llegó la noticia de que el general Canterac había salido de Lima
con 4.000 hombres, recibiendo Arenales en el mismo día, el parte e la
dirección de marcha que seguía el jefe español.
Inmediatamente se reunió una junta de guerra, la cual por unanimidad,
resolvió marchar al encuentro del ejército español, para atacarlo al
pasar la cordillera; con este fin, el 10 se puso en marcha Arenales con
su vanguardia por la ruta de Guancayo e Iscuchaga; el 12 llegaba la
División al primer punto nombrado, donde hizo alto; allí recibió
Arenales a las 10 de la noche la noticia de que Canterac ya cruzaba la
cordillera en dirección conocida hacia Guancavélica. En la madrugada
del 13, la División prosigue su marcha con objeto de dar alcance a la
vanguardia enemiga y batirla, pero no era aún de día cuando llegó un
chasque conduciendo pliegos de San Martín, en los cuales le anunciaba la
ocupación de Lima por el ejército libertador. Simultáneamente y en
carta aparte, el General en Jefe encarecía a Arenales que de ningún modo
comprometiera su División en un combate, mientras no tuviera la plena
seguridad de vencer, que por lo tanto, si era buscado por el enemigo, se
pusiese en retirada hacia el Norte por Pasco, o hacia Lima por San
Mateo, lo que dejaba a su discreción y prudencia”. Arenales, al recibir
estas instrucciones ordenó detener la marcha a sus cuerpos que estaba
orientada con el fin de buscar a Canterac, para batirlo. Las fuerzas
patriotas bajo su comando, sumaban 1.300. Ante las órdenes recibidas,
Arenales resolvió regresar a Guancayo y finalmente, a Jauja, donde llegó
el 19 de julio. Después de la batalla de Ayacucho, el general Canterac
confesó al general Sucre “que no sabía cómo Arenales no le atacó en
aquella vez: que tuvo por cierta su derrota, si se le hubiese
comprometido a un ataque, cuando tampoco podía eludirlo a causa del mal
estado de sus tropas y animales”. En la noche del mismo 19 de julio,
Arenales recibió del Generalísimo más claras y terminantes instrucciones
en el sentido de que la División se pusiera fuera de todo compromiso lo
más prestamente posible, indicando en las mismas las direcciones en que
convenía ejecutarlo. En la madrugada siguiente Arenales se puso en
marcha en la dirección señalada por San Martín, cumplimentando sus
disposiciones. El 24 de julio estaba en el pueblo de Yauli, llegando a
mediodía a la cima de la cordillera. Desde allí, el camino de San Mateo
conduce a Lima. Arenales descendió la cumbre con ánimo de situarse en
San Mateo y esperar allí nuevas órdenes; este punto dista 26 leguas de
Lima y 9 o 10 de la cumbre, pues el intenso frío reinante lo decidió a
seguir su marcha hasta San Juan de Matucana, distante 19 leguas de Lima a
donde llegó el día 25. Finalmente, el 31 de julio, Arenales recibió
orden del Protector de replegarse sobre Lima con su División, la cual
abandonó la quebrada de San Mateo y entró en la Capital en los primeros
días de agosto con más de 1.000 hombres menos de los que contaba cuando
salió de Jauja, como resultado de la deserción que sufrió por parte de
los milicianos peruanos, al abandonar la región de la Sierra, en
cumplimiento de órdenes superiores. El pueblo de Lima recibió a la
División con particulares demostraciones de aprecio, saliendo fuera de
las murallas considerable gentío que acompañó a la División medio
desnuda hasta sus cuarteles en medio de los vivas más entusiastas.
Arenales anticipó su entrada, vestido de paisano “pues nunca gustó de
este género de cortesía y mucho menos en aquella ocasión en que creía
haber menos motivos para ellas”. El 28 de julio se había proclamado
solemnemente la Independencia del Perú. Arenales, el 22 de agosto de
1821, fue designado por el Protector, Presidente del departamento de
Trujillo y comandante militar del mismo en el cual, siguiendo las
instrucciones de San Martín, formó y disciplinó dos batallones de
infantería y dos escuadrones de cazadores a caballo, enviando a Lima,
además, a 1.800 reclutas de acuerdo con el general Sucre, gobernador de
Guayaquil que había concertado el plan de libertar a Quito, cuando una
grave enfermedad postró a Arenales, que se vio forzado a ceder a otro la
gloria de Pichincha. Restablecida su salud, Arenales fue llamado a
Lima para encargársele la expedición a Puertos Intermedios, comando que
rehusó y fue en cambio otorgado al general Alvarado. Arenales no aceptó
aquel comando no obstante haber declarado Sucre que serviría a las
órdenes de aquél, “pues le reconocía su antigüedad y méritos y ser
Arenales un acreditado general”.
En cambio aceptó el cargo de comandante en jefe del ejército del
centro para expedicionar a la Sierra; pero no pudiendo realizar esta
campaña por falta de recursos Arenales pidió sus pasaportes para el Río
de la Plata, pretextando que sólo continuaría en el mando si el gobierno
le garantizaba recursos y el apoyo de su autoridad. Recibió la promesa
gubernativa de este apoyo y de aquella garantía, pero en realidad no se
cumplimentó nada ante sus justificadas demandas, poniéndose por el
contrario, la situación día a día más crítica. El Congreso quiso
premiarlo y le acordó una medalla de oro con la inscripción: “El
Congreso Constituyente del Perú al mérito distinguido”. Agradeciendo
Arenales este honroso y merecido premio expuso ante el Congreso Peruano
cuál era el estado de su División en la segunda campaña de la Sierra y
su incapacidad para buscar al enemigo. No consiguiendo su objeto, a
pesar de su insistencia, se vio obligado a pedir sus pasaportes,
sintiendo la necesidad de ver a su familia después de una ausencia de
cinco años, la cual por esta causa carecía de lo más necesario. Ante
tan imperiosa demanda, el Congreso decretó socorros para la familia del
general Arenales, a cuenta de sueldos y premios acordados por la
Municipalidad. Entre otros nombramientos y honores que había recibido
del gobierno del Perú, aparte de los señalados en el curso de esta
biografía, conviene destacar: Fundador de la Orden del “Sol del Perú”,
el 10 de diciembre de 1821; Gran Mariscal del Perú, el 22 de diciembre
del mismo año. La medalla acordada por decreto del 15 de agosto de 1821
y discernida el 27 de diciembre del mismo; Consejero de la Orden del
“Sol del Perú”, el 16 de enero de 1822, con la pensión vitalicia de
1.000 pesos anuales; Jefe del Estado Mayor General de los Ejércitos del
Perú el 25 de igual mes y año, el ya citado nombramiento de General en
Jefe del Ejército del Centro, discernido el 14 de diciembre de 1822, por
el general San Martín. En Chile el 28 de marzo de 1822 había sido
condecorado con la “Legión del Mérito” y el 14 de noviembre de 1820 el
Director O’Higgins le otorgaba los despachos de Mariscal de campo de
aquel Estado.
Después de su representación ante el Congreso peruano, el sufrimiento
del Ejército llegó a su colmo y el inflexible Arenales se vio en la
imprescindible necesidad de elevar una queja formal firmada por todos
los jefes del cuerpo, a nombre del Ejército, señalando el abandono en
que éste se hallaba, al cual no se reponían las bajas siempre
crecientes, haciendo resaltar los males palpables resultantes de esa
inacción, terminando su exposición con la súplica de que se emprendiera
la campaña de la Sierra que abriría nuevos recursos a la capital y
destruiría en parte el descontento general que produce la inacción y la
miseria. Alejado del Perú, pasó a Chile, llegando a la provincia de
Salta, donde fue elegido gobernador el 29 de diciembre e 1823. A los
cuidados de la administración interior se reunieron otros que
interesaban a toda la República. Arenales fue comisionado por el
gobierno el 22 de marzo de 1825 para atacar al general español Olañeta,
que después de la jornada de Ayacucho permanecía al frente de una fuerza
realista entre el desaguadero y Tupiza, y para cumplimentar esta orden
marchó con una División para dispersarla. El coronel Carlos Medinaceli
perteneciente a las fuerzas del general Olañeta se sublevó contra su
jefe y se produjo un choque entre ambos bandos, el 1º de abril de 1825,
en Tumusla, donde pereció Olañeta. Medinaceli y casi todo el resto de
la fuerza realista, se entregó a Arenales, terminando así, completamente
la guerra de la Independencia sudamericana. Por ese tiempo tuvo lugar
el pronunciamiento de Tarija en provincia independiente dirigiéndose
Arenales al gobierno nacional, cuyo apoyo le falló a causa de la guerra
que acababa de declararse al Brasil y las reclamaciones de Arenales
quedaron suspendidas por disposición superior en virtud de la misión de
Alvear destinada a entrevistarse con Bolívar. Los esfuerzos posteriores
del general Arenales, tendientes a evitar la desmembración, no fueron
suficientes para eludirla por la influencia decisiva del caudillo
colombiano. En 1826 realizó una exploración de las costas del río
Bermejo, buscando la posibilidad de su navegación, de acuerdo con una
compañía constituida a tal efecto, y proyectó un camino de acceso al
mismo, a la par que trazaba un plano defensivo contra los indígenas.
Poco antes se había concentrado en la tarea de organizar un cuerpo de
500 hombres para engrosar las fuerzas que alistaba la República para
combatir con el imperio del Brasil. Fue en mérito a tantos afanes y
desvelos, que el presidente Rivadavia le otorgó con fecha 7 de agosto de
1826, el empleo de Brigadier de los Ejércitos de la Patria. El 11 de
febrero de este mismo año el ministro de Guerra por orden de Rivadavia
nombró a Arenales “General de todas las tropas existentes en Salta”.
“El general Arenales –dice uno de los biógrafos- estrechamente ligado
al gobierno presidencial, y sobre todo a la persona de Rivadavia, era
la principal columna con que el gabinete presidencial contaba para
organizar un poderoso grupo de fuerzas, que apoyando a Lamadrid en
Tucumán, pudiera servir para desalojar de la provincia de Santiago del
Estero a Ibarra, a Bustos de la provincia de Córdoba, para establecer en
ambas el partido enemigo de éstos caudillos, que por lo mismo empezaba a
llamarse liberal, y sofocar por fin en La Rioja la naciente nombradía
de Quiroga”. No alcanzó a realizar sus propósitos, pues en Salta se
preparaba una asonada con el objeto de deponerlo, pretextando sus
enemigos de que quería perpetuarse en el mando; el movimiento estalló
encabezado por el Gral. Dr. José Ignacio Gorriti, el 28 de enero de
1827, y después de algunas incidencias, el movimiento se resolvió en el
combate de Chicoana, el 7 de febrero, resultando exterminado, pues sólo
se salvó un soldado. Arenales se vio obligado a refugiarse en Bolivia,
cuyo presidente el general Sucre, lo trató con toda deferencia. Se
dedicó a las faenas rurales para subvenir al mantenimiento de su
numerosa familia. Arenales estuvo casado con Serafina de Hoyos, con la
cual tuvieron muchos hijos.
Una inflamación de garganta terminó con su vida en Moraya (Bolivia) el 4 de diciembre de 1831.
Fuera de los cargos y comisiones que se han detallado, el general
Arenales fue designado el 23 de julio de 1823 por el ministro Rivadavia,
para determinar como Representante de las Provincias Unidas del Río de
la Plata, la línea de ocupación por parte del Perú, entre las
autoridades españolas y las de los territorios limítrofes, especialmente
el de estas provincias. Para cumplimentar tal misión, debió
trasladarse a Salta, donde se situó.
Frías dice: “Arenales, solo ya, sigue peleando sin pensar en
rendirse. Un feroz hachazo le tiene el cráneo abierto en uno de sus
parietales. Su cara está tinta en sangre. Otro tajo horrible le abre
desde arriba de la ceja hasta casi el extremo de la nariz, dividiéndola
en dos; otro le parte la mejilla derecha, por bajo el pómulo, desde el
arranque de la sien hasta cerca de la boca. En fin: trece heridas tiene
despedazada su cara, su cabeza y su cuerpo –por lo que sus adversarios
le llamarían con el apodo de “El Hachado”- y todas están manando sangre;
pero él defiende la vida haciéndola pagar caro”.
“El bravo general sigue peleando solo, sin pensar en rendirse. Todos
sus demás enemigos están heridos por su espada; más uno de ellos, que
logra colocarse por detrás, le da un recio golpe con la culata del
fusil; le hunde bajo de la nuca el hueso, derribándolo al suelo sin
sentido, y boca abajo; con lo que lo dejaron por muerto, y continuaron
la fuga”.
Repatriación de sus restos
El historiador Fermin V. Arenas Luque aportó datos valiosos en cuanto
al destino que sufrieron los restos mortales de héroe de “La Florida”:
“Cuando un terrible temblor sacudió al pueblo de Moraya, la iglesia
parroquial se derrumbó. Las sepulturas se removieron y por esta macabra
circunstancia algunas fueron objeto de actos profanatorios. Con el
propósito de que pudiese ocurrir lo mismo con los restos de Arenales, el
coronel Pizarro los sacó del lugar en que se hallaban y los depositó en
el osario común, excepto la calavera, que quedó en poder de dicho
militar”. Tiempo después, en 1874, la calavera del prócer fue remitida
desde Moraya a Buenos Aires, para ser entregada a su hija María Josefa
Alvarez de Arenales de Uriburu, permaneciendo en poder de sus
descendientes hasta fines de la década de 1950.
A lo largo del Siglo XX, en la provincia de Salta, se promovieron
múltiples iniciativas tendientes a tributarle los debidos homenajes y el
justo reconocimiento por la sobresaliente actuación del general
Arenales, una de ellas, de gran significación, fue la que impulsó al
Primer Arzobispo de Salta, el insigne monseñor Roberto J. Tavella, quien
interpretó cabalmente el deseo de los salteños para que sus restos
descansen en la tierra en donde consolidó su hogar y en la cual ejercitó
su mandato como gobernador. Monseñor Tavella decidió contactarse con
los descendientes directos del prócer en Salta, sus sucesores Uriburu
Arenales, que a la sazón la integran las familias: Castellanos Uriburu y
Zorrilla Uriburu, al tiempo que remitió una carta a los otros miembros
de la familia Uriburu Arenales, residentes en Buenos Aires, con el
objeto de solicitarles la remisión de sus restos mortales, a fin de que
los mismos descansen en el Panteón de las Glorias del Norte, en virtud
de los nobles servicios prestados a la Patria.
En uno de los párrafos más salientes de la misiva de Monseñor Tavella
al doctor Guillermo Uriburu Roca afirmaba: “… la presencia de esta
reliquia, vendría a completar la constelación sanmartiniana de Arenales,
Alvarado, y Güemes, los puntos básicos de la estrategia del Gran
Capitán, que tendrán en el Panteón de las Glorias del Norte de nuestra
Catedral, el reposo junto con la admiración de Salta, su tierra amada, y
de todos los americanos”. En la Capital Federal, reunidos los
sucesores del prócer en el domicilio de la señora Agustina Roca de
Uriburu, estos procedieron a labrar una escritura pública por la entrega
de tan inestimable tesoro familiar, ante el escribano Luis. M. Aldao
Unzué, encontrándose presentes en esa ocasión los doctores Atilio y
Pedro T. Cornejo, quienes posteriormente trasladaron la urna provisoria a
Salta.
Una vez arribados a Salta, monseñor Tavella convino en atesorar dicha
reliquia en la Capilla Privada del Arzobispado, hasta tanto se
concluyesen con los trabajos de armado de la urna definitiva.
Posteriormente en la sede del Comando de Ejército con asiento en Salta, y
ante la presencia de autoridades civiles, militares eclesiásticas y
miembros de la familia del prócer, uno de sus sucesores, don Federico
Castellanos Uriburu procedió a introducir la calavera de su antepasado
en la urna que actualmente se encuentra en el referido Panteón.
De este modo, aquél joven español, que se sumara con denuedo a la
guerra por la libertad americana y que luego de sobrellevar una
existencia fraguada de triunfos y contrastes, hoy es motivo de tributo y
gratitud del pueblo salteño y de los miles de hombres y mujeres que
visitan Salta. Todo lo entregó en aras de sus ideales independentistas,
legando para la historia, su testimonio de nobleza humana y su gallardo
temple militar.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Frías, Bernardo – Historia del general D. Martín Güemes y de la Provincia de Salta de 1810 a 1832.
Paz, José María – Memorias póstumas.
Portal Informativo de Salta
Portal www.revisionistas.com.ar
Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938)