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viernes, 18 de julio de 2025

Guerra de Argelia: La batalla de Argel y la tortura

La tortura en una brutal guerra de paz: una revisión de la batalla de Argel


Alistair Horne || War on the Rocks






Nota del editor: Hace casi 40 años, Alistair Horne escribió un magnífico libro, "Una guerra salvaje por la paz: Argelia 1954-1962". Narra la historia de la guerra franco-argelina, que culminó con la victoria del Frente de Liberación Nacional (FLN) y la independencia de Argelia, un territorio que Francia consideraba parte integral de la Francia metropolitana. Este libro ha sido releído con frecuencia en las décadas transcurridas desde su publicación, la más reciente durante la guerra de Irak, cuando, en 2007, el presidente George W. Bush invitó a Horne a hablar con él en la Casa Blanca.

Una de las lecciones más impactantes del libro se centra en el tema de la tortura. Los franceses la emplearon, posiblemente con gran eficacia táctica, durante la guerra, en particular durante la Batalla de Argel. Sin embargo, una vez que se hizo pública la magnitud de su uso, cambió el debate sobre la guerra, tanto en Francia como en el resto del mundo. Dado el debate en curso sobre la tortura en la guerra de Estados Unidos contra los yihadistas, reavivado por el reciente informe del Comité Selecto de Inteligencia del Senado sobre las prácticas de interrogatorio de la CIA, sería mucho mejor revisar lo que Horne escribió sobre el uso y el impacto de la tortura durante esta brutal guerra de paz. Nos enorgullece reimprimir una parte de este libro con la autorización de New York Review Books. Esperamos que este elegante y conmovedor pasaje ilumine el debate nacional estadounidense sobre un tema inextricablemente ligado tanto a la estrategia antiterrorista estadounidense como a sus valores fundamentales. Nuestra decisión de reimprimir este pasaje no pretende reivindicar ni comentar ninguna equivalencia moral entre el escándalo de tortura de Francia y el nuestro, sino llamar la atención sobre la forma común que estos debates suelen adoptar, tanto en las organizaciones militares y de inteligencia como en la sociedad en su conjunto. Este pasaje, del capítulo 9, comienza con la muerte de Larbi Ben M'hidi, uno de los nueve líderes originales del FLN. – RE



La muerte de Ben M'hidi dejó, vivo y en libertad, solo a Belkacem Krim fuera de los neuf historiques originales del FLN. Como un montículo de tierra desagradable, también arrojó toda la cuestión fea pero hasta entonces en gran medida subterránea del maltrato de los sospechosos rebeldes, de la tortura y las ejecuciones sumarias; o lo que, en otro contexto y dependiendo del punto de vista, tal vez podría llamarse "crímenes de guerra", y lo que en Francia llegó a conocerse simplemente como la torture . Desde la batalla de Argel en adelante, esto se convertiría en una úlcera creciente para Francia, dejando atrás un veneno que permanecería en el sistema francés mucho después de que la guerra misma hubiera terminado. El recurso a la tortura plantea problemas morales que son tan pertinentes para el mundo de hoy como lo fueron para el período en consideración. Como escribió Jean-Paul Sartre en 1958, "La tortura no es ni civil ni militar, ni es específicamente francesa: es una plaga que infecta toda nuestra era". Pero lo que cobra una importancia inmediata aquí es la influencia, o influencias, que ejerció sobre el curso posterior de la guerra de Argelia. Y estas fueron realmente muy potentes. Establecer la verdad sobre la tortura, si se llevó a cabo o no, y su naturaleza y magnitud, es una de las cosas más difíciles del mundo. Es tan improbable que el demandante diga la verdad sin adornos como su opresor, pues se trata de un arma de propaganda superlativa puesta en sus manos. Todo lo que el autor puede hacer es exponer lo que se afirmó y admitió por ambas partes. En este punto, nos ayuda el hecho de que, entre otros, el general Massu se pronunció tras la guerra y declaró, con su estilo directo: «En respuesta a la pregunta: '¿Hubo realmente tortura?', solo puedo responder afirmativamente, aunque nunca se institucionalizó ni se codificó... No me asusta esa palabra». Afirmaba que, en las circunstancias que prevalecían en Argel, no había otra opción que aplicar técnicas de tortura.



Es fundamental tener claro a qué se refiere la palabra que a Massu "no le intimidaba". En una guerra convencional, los llamados "crímenes de guerra" generalmente se dividen en dos categorías: los cometidos a sangre caliente (prisioneros enviados sin control al campo de batalla, tripulaciones de bombarderos derribadas y linchadas por civiles enfurecidos tras un ataque aéreo); y los perpetrados a sangre fría (los campos de concentración). De igual manera, en una guerra no convencional como la de Irlanda del Norte o Argelia, existen las brutalidades, los maltratos, el " passing à tabac" que pueden infligirse inmediatamente después del arresto de un presunto terrorista; y la aplicación prolongada y sistemática de dolor físico o psicológico con el objetivo expreso de hacer hablar a un sospechoso, lo cual constituye tortura, en contraposición a la brutalidad. Aunque el paso de tabaco ha existido desde hace mucho tiempo como institución policial en Francia, para ningún pueblo la tortura ha sido más aborrecible, moral y filosóficamente, especialmente tras sus propias experiencias atroces de 1940 a 1944. Como instrumento de Estado, la tortura fue expresamente abolida por la Revolución Francesa (que nunca la practicó) el 8 de octubre de 1789, pero incluso mucho antes, los escritores humanistas franceses habían decidido que era inhumana e ineficaz. El artículo 303 del Código Penal francés (dirigido específicamente a los salteadores de caminos que tenían la desagradable costumbre de "calentar los pies" de sus víctimas) impuso la pena de muerte a cualquiera que practicara la tortura. Sin embargo, en Argelia parece haber habido al menos incidentes aislados de tortura incluso antes de 1954, como tanto Ben Khedda como François Mitterrand aseguraron al autor, y este hecho parece confirmado por las enérgicas intervenciones de las autoridades francesas en diversas ocasiones. En 1949, por ejemplo, el Gobernador General Naegelen, en una circular oficial, ordenó: «Las técnicas de violencia deben estar absolutamente prohibidas como método de investigación. Estoy decidido a castigar con la máxima severidad no solo a los funcionarios declarados culpables de emplear la violencia, sino también a sus superiores». En 1955, Mendès-France declaró categóricamente que todos los «excesos» «deben cesar en todas partes y de inmediato», y Soustelle, durante su mandato, dio instrucciones estrictas de que «toda ofensa contra la dignidad humana... sea rigurosamente prohibida», y en sus memorias insiste en que ningún caso probado de brutalidad o ejecuciones sumarias «quedaría impune».

¿Institucionalizar la tortura?

Sin embargo, en marzo de 1955, se presentaron pruebas aún más sugestivas en una propuesta muy controvertida, presentada en el Informe Wuillaume por un alto funcionario sin ninguna relación con la policía. Wuillaume opinaba que, al igual que la legalización de un mercado negro desenfrenado, la tortura debía institucionalizarse debido a su prevalencia , además de su eficacia para neutralizar a muchos terroristas peligrosos. A partir de sus investigaciones, Wuillaume recomendó:

Se dice que los métodos de agua y electricidad, siempre que se usen con cuidado, producen un shock más psicológico que físico y, por lo tanto, no constituyen una crueldad excesiva. Según la opinión médica que recibí, el método de la pipa de agua, si se utiliza como se describe anteriormente, no implica ningún riesgo para la salud de la víctima. No ocurre lo mismo con el método eléctrico, que sí implica cierto peligro para cualquier persona con alguna afección cardíaca. Me inclino a pensar que estos procedimientos pueden aceptarse y que, si se utilizan de la manera controlada que me describieron, no son más brutales que la privación de comida, bebida y tabaco, que siempre se ha aceptado.


Era una opinión que no necesariamente compartirían los argelinos sometidos al gégène o que habían sido acribillados a sangre fría durante la Batalla de Argel. Al observar cómo la moral policial se había visto afectada por la "censura" de los "excesos que se han cometido", Wuillaume concluyó: "Solo hay una manera de restaurar la confianza y el dinamismo de la policía: reconocer ciertos procedimientos y revestirlos de autoridad".

Aunque Soustelle se negó categóricamente a aceptar las conclusiones de Wuillaume, es posible que estas ya estuvieran arraigadas en Argelia. Citando una carta de un soldado escrita mucho antes de la Batalla de Argel, Pierre-Henri Simon relata cómo el escritor había sido invitado por gendarmes a presenciar la tortura de dos árabes arrestados la noche anterior:

La primera tortura consistió en colgar a los dos hombres completamente desnudos de los pies, con las manos atadas a la espalda, y sumergirles la cabeza durante un largo rato en un cubo de agua para hacerles hablar. La segunda tortura consistió en colgarlos, con las manos y los pies atados a la espalda, esta vez con la cabeza hacia arriba. Debajo de ellos se colocó un caballete y se les hizo balancearse, a puñetazos, de tal manera que sus partes sexuales rozaban contra la afilada barra del caballete. El único comentario que hicieron los hombres, volviéndose hacia los soldados presentes: «Me avergüenzo de encontrarme completamente desnudo delante de ustedes».



Pero el hecho de que la tortura no estuviera institucionalizada en el ejército parece estar implícito en Lieutenant en Algérie (1957) de Servan-Schreiber, que, a pesar de ser muy crítico con los excesos del ejército francés, omite cualquier referencia específica a la tortura como tal. Para explicar el ambiente esencial en el que la tortura pudo institucionalizarse dentro del ejército francés en Argelia, es necesario tener en cuenta todos los factores mencionados en los capítulos anteriores: el horror ante las atrocidades del FLN, la determinación de no perder otra campaña y el efecto generalmente embrutecedor de una guerra tan cruel y prolongada. Observando la creciente indiferencia hacia el "enemigo" como ser humano, un comandante paracaidista tan duro como el propio coronel François Coulet admite que el ejército había llegado a considerar al prisionero "ya no como un campesino árabe", sino simplemente "una fuente de información".

Técnicas de interrogatorio 

“La inteligencia”, dijo Godard, “es capital”. El sistema de cuadrillaje de Massu y el escarbaje de los expedientes policiales se vio reforzado por la labor de un nuevo organismo llamado el Dispositivo de Protección Urbana (DPU). Creado por orden de Lacoste y puesto bajo el control de ese experto indochino en guerra subversiva, el coronel Roger Trinquier, en su funcionamiento el DPU conllevaba connotaciones siniestras que también podían recordar inevitablemente las experiencias francesas bajo el Tercer Reich. Dividía la ciudad en sectores, subsectores, manzanas y edificios, cada uno con un número o letra (incluso hoy en día los jeroglíficos aún se pueden encontrar pintados en las fachadas de las casas de la Casbah). Para cada manzana se nombraba un responsable , generalmente un antiguo combatiente musulmán considerado de confianza, y a este guardián de manzana le correspondía la responsabilidad de informar de todas las actividades sospechosas que ocurrieran dentro de su territorio. A corto plazo, la DPU —que Trinquier describe como la creación de un «vínculo flexible entre las autoridades y la población»— produjo resultados innegables. Gracias a su información, Ben M'hidi fue capturado y, según Trinquier, esto significaba que «ningún musulmán podía entrar en los barrios europeos sin ser denunciado». Pero a la larga, colocó a los «leales» guardias musulmanes en una posición sumamente injusta, lo que a menudo resultó en su asesinato o en el fin de su lealtad a Francia.

El número de sospechosos musulmanes que pasaban por las manos de los paracaidistas como resultado de la DPU y otras formas de recopilación de inteligencia ascendía a cifras enormes, y Edward Behr calculó que entre el treinta y el cuarenta por ciento de la población masculina de la Casbah fue arrestada en algún momento durante la Batalla de Argel. Por principio, los sospechosos eran arrestados por la noche para que cualquier colega que nombraran durante el interrogatorio pudiera ser detenido antes del levantamiento del toque de queda y antes de que tuvieran la oportunidad de ser advertidos y desaparecer. Una directiva marcada como "Secreto" y firmada por Massu (fechada el 4 de abril de 1957) ordenaba: "Se debe garantizar el más absoluto secreto sobre todo lo relativo al número, la identidad y la naturaleza de los sospechosos arrestados. En particular, no se debe hacer mención alguna a ningún representante de la prensa". Esto tenía como objetivo tanto confundir al público sobre lo que estaba sucediendo como aumentar el terror entre el entorno del sospechoso ante la incertidumbre de su destino. Luego lo entregarían a un Destacamento Operacional de Protección (DOP) que Massu describe como “especialistas en el interrogatorio de sospechosos que no querían decir nada”, y luego lo liberarían o lo trasladarían a un centro de alojamiento , donde podría ser sacado para un interrogatorio más prolongado.

Al principio, sus interrogadores del DOP intentaban atraparlo para que confesara, demostrando un conocimiento omnisciente sobre las personalidades y el funcionamiento de su grupo. A menudo se enfrentaba a un boukkara o cagoulard , un musulmán con la cabeza cubierta por un saco con aberturas para los ojos, que se había derrumbado durante el interrogatorio y ahora actuaba como informante, un horror particular para los argelinos. Entonces, dice Trinquier:

Si el sospechoso no tiene reparos en proporcionar la información requerida, el interrogatorio terminará rápidamente; de ​​lo contrario, los especialistas deberán emplear todos los medios a su alcance para sonsacarle el secreto. Como un soldado, deberá enfrentarse entonces al sufrimiento, e incluso a la muerte, que hasta ahora ha evitado.


Y esto es lo que ocurrió. Debido al número de sospechosos involucrados, los "expertos" del DOP a menudo tuvieron que recurrir a ayuda externa; "en ciertos casos", admite Massu, "cada uno de los equipos de interrogatorio del regimiento de la 10.ª División Paracaidista se vio obligado a recurrir a la violencia". Fue en este punto, podría decirse, que la tortura se institucionalizó en el ejército argelino.

“ Pequeños electrodos …”

El método de tortura más popular era el gégène , un magneto de señales del ejército desde el cual se podían fijar electrodos a diversas partes del cuerpo humano, especialmente al pene. Era sencillo y no dejaba rastros. Massu afirma que él, al igual que otros miembros de su equipo, lo probó en su propia oficina; sin embargo, lo que no notó en su "experimento" fue el efecto acumulativo de la aplicación prolongada del gégène , así como la privación total del elemento de esperanza, el concomitante esencial de cualquier tortura. Robert Lacoste también menosprecia el gégène ; no era, según él, "nada grave. Solo conectar pequeños electrodos. ¡Y los paras de Massu eran, después de todo, des garçons très sportifs !" Pero lo que era realmente el gégène está vívidamente descrito por Henri Alleg (entre muchos otros) en su libro La cuestión , que causó un alboroto en Francia en 1958 cuando reveló por primera vez la sistematización de la tortura en Argelia. Alleg, un judío europeo cuya familia se había establecido en Argelia durante la Segunda Guerra Mundial, era el editor comunista del Alger Républicain y había sido mantenido bajo interrogatorio por los paracaidistas durante un mes entero en el verano de 1957. De su primera sujeción al gégène, con electrodos conectados solo a su oreja y dedo, dice: "Un relámpago explotó junto a mi oreja y sentí que mi corazón se aceleraba en mi pecho". La segunda vez se utilizó un magneto grande: "En lugar de los espasmos agudos y rápidos que parecían desgarrar mi cuerpo en dos, ahora era un dolor mayor que se apoderó de todos mis músculos y los tensó en espasmos más largos". A continuación, le colocaron los electrodos en la boca: «Mis mandíbulas estaban soldadas al electrodo por la corriente, y me era imposible desencajar los dientes, por mucho que me esforzara. Mis ojos, bajo sus párpados espasmódicos, se entrecruzaban con imágenes de fuego, y patrones geométricos luminosos destellaban ante ellos». Quedó con una sed insoportable, que sus torturadores se negaron a calmar.

Luego estaban las diversas formas de tortura con agua: cabezas introducidas repetidamente en abrevaderos hasta que la víctima estaba medio ahogada; vientres y pulmones llenos de agua fría con una manguera colocada en la boca, con la nariz tapada. "No pude aguantar más que unos instantes", dice Alleg; "Tuve la impresión de ahogarme, y una terrible agonía, la de la muerte misma, se apoderó de mí. '¡Eso es! Va a hablar', dijo una voz". Y estaban los casos (quizás menos comunes de lo que la publicidad los hizo parecer en aquel momento) de torturas aún más degradantes de la dignidad humana: botellas introducidas en las vaginas de jóvenes musulmanas; mangueras de alta presión insertadas en el recto, a veces causando daños permanentes a través de lesiones internas.

Los torturadores torturaron

Casi tan doloroso como la tortura infligida a uno mismo era la conciencia del sufrimiento de los demás cercanos: "No creo que hubiera un solo prisionero que, como yo, no llorara de odio y humillación al escuchar los gritos de los torturados por primera vez", dice Alleg, y registra el horror del anciano musulmán con la esperanza de apaciguar a sus torturadores: "Entre los terribles gritos que la tortura le arrancaba, decía, exhausto: '¡ Viva Francia! ¡Viva Francia! '"

Pero la humillación tenía doble cara; como han descubierto muchas otras naciones, la tortura termina corrompiendo al torturador tanto como destrozando a la víctima. El centro de tri donde estuvo recluido se había convertido, según Alleg, en «una escuela de perversión para jóvenes franceses», y su opinión la comparte el paracaidista Pierre Leulliette, del 2.º RPC, quien se vio obligado, a regañadientes, a participar en la tortura. Inicialmente, dice Leulliette, los paracaidistas «abordaron estos métodos, bastante nuevos para ellos, primero con reticencia, y luego con entusiasmo». Acantonado en una fábrica de dulces en desuso, recuerda a un corpulento sargento alsaciano que parecía disfrutar especialmente de su trabajo: «Con su puño, capaz de estrangular a un buey, hundía la cabeza de sus clientes, que a menudo se ahogaban de aprensión mucho antes de tocar el agua... Le habría gustado interrogar a los europeos, pero eran escasos...». Las reacciones entre los paracaidistas fueron variadas: “Quienes hacían alarde de sus vicios lo adornaban con desenvoltura y lo encontraban todo normal; los 'humanistas' pensaban que simplemente debían ser fusilados. Muy pocos parecían darse cuenta de que podría haber hombres inocentes entre ellos”. El propio Leulliette se sintió profundamente oprimido por lo que sucedía a su alrededor en la fábrica de dulces: “Todo el día, a través del suelo, oíamos sus gritos roncos, como los de animales siendo sacrificados lentamente. A veces creo que todavía los oigo… Todos estos hombres desaparecieron…”. Poco a poco, “sentí que me contaminaba. Lo que era más grave, sentía que el horror de todos estos crímenes, nuestra lucha diaria, perdía fuerza cada día en mi mente”. Irme de vacaciones por un mes a París fue como una bocanada de aire fresco, suficiente para hacerme olvidar el sufrimiento de la pobre Argelia. Sentí vergüenza. Vergüenza de haber sido tan feliz”.

“ Todos estos hombres desaparecieron …”


Al ver a Alleg en persona en el Palacio de Justicia en 1970, Massu comenta con ironía su «dinamismo tranquilizador» y pregunta: «¿Acaso los tormentos que sufrió cuentan mucho junto a la amputación de la nariz o de los labios, cuando no era el pene, lo que se había convertido en el obsequio ritual de los fellaghas a sus recalcitrantes «hermanos»? ¡Todo el mundo sabe que estos apéndices corporales no vuelven a crecer!». Pero, una vez arrebatados, la vida misma tampoco «vuelve a crecer», y Massu no menciona a los que no sobrevivieron al arresto durante la Batalla de Argel. «Todos estos hombres desaparecieron», dice Leulliette, y admite más tarde haber tenido que «enterrar a uno de los sospechosos, que había muerto a manos de ellos, en la cal viva del fondo del jardín. Había otros…». Durante la Batalla de Argel, la eliminación de los "inconvenientes", de aquellos que murieron bajo tortura o que se negaron rotundamente a hablar, aparentemente se volvió lo suficientemente frecuente como para obtener la expresión de argot "trabajo en el bosque". Courrière escribe sobre cuerpos arrojados al mar desde un helicóptero y sobre una fosa común entre Koléa y Zéralda, a unos treinta kilómetros de Argel (aunque aparentemente el gobierno argelino no descubrió ninguna fosa similar posteriormente); Vidal-Naquet cita el asesinato por asfixia en marzo de 1957 de cuarenta y uno de los 101 detenidos encerrados en bodegas de Orán; Lebjaoui enumera los nombres de una serie de hombres a cuyas familias, Salan o Massu, declararon haber sido liberados, pero que, según Lebjaoui, nunca fueron vistos de nuevo. El número de tales "desapariciones" puede que nunca se verifique; El distinguido secretario general de la prefectura de Argel, Paul Teitgen, la calculó en poco más de 3.000. Aunque Godard la discute con vehemencia y aritméticamente, esta se convertiría en la cifra generalmente aceptada por quienes se oponían a los excesos de los paracaidistas durante la batalla de Argel.

Inevitablemente, se produjo un encubrimiento masivo dentro del ejército. Como señala el “Mayor Marcus” en Lieutenant en Algérie, de Servan-Schreiber : “Los capitanes y alcaldes mienten a los generales y prefectos… cuando alguno de mis hombres comete una falta en mi regimiento durante una operación, ¿cree que alguna vez me entero? No. Se encubre 'entre colegas'”. Sin embargo, los casos que sí destaparon la atención pública fueron los relacionados con figuras conocidas, o al menos identificables. Estuvo la muerte mal explicada de Ben M'hidi, y posteriormente el relato detallado de sus propias torturas por Henri Alleg. Mientras tanto, poco después de la revelación del suicidio de Ben M'hidi, se anunció por radio que el 23 de marzo el destacado y joven abogado Ali Boumendjel se había arrojado por la ventana de un edificio en El-Biar, ocupado por la 2.ª PCR, para escapar del interrogatorio al que iba a ser sometido. En apoyo de la declaración oficial, Salan afirma que se encontraron numerosos documentos incriminatorios en posesión de Boumendjel y que este había deseado escapar de la justicia. Godard añade que o bien había deseado morir por la causa o bien estaba trastornado. Independientemente de si alguna de las dos explicaciones era satisfactoria o no, la muerte de Boumendjel causaría conmoción en Francia.

El caso Audin 

Sin embargo, una protesta aún mayor y más persistente fue provocada por la desaparición de Maurice Audin en junio de 1957. Audin era un profesor de veinticinco años en la facultad de ciencias de la Universidad de Argel y miembro de la misma célula comunista que Henri Alleg. Fue arrestado por el 1.er RCP del coronel Mayer bajo sospecha de albergar y ayudar a terroristas y, según Salan, que cita declaraciones hechas tanto por el sargento como por el teniente a cargo de él, logró escapar en la noche mientras era transportado en un jeep. Se dispararon tiros después de Audin, pero nunca se encontró ningún cuerpo, y el sargento fue sentenciado a quince días de arresto por su negligencia. La historia oficial fue que Audin se había dirigido a Túnez; pero nunca ha sido visto desde entonces. Courrière afirma que fue "liquidado" por operativos del 11.º Shock por confusión con Alleg; Vidal-Naquet afirma categóricamente que «fue en Fort Emperor donde Maurice Audin fue enterrado en secreto después de haber sido asesinado».

Protesta de Bollardière y Teitgen 

Sin embargo, dada la conciencia liberal francesa y su instinto humanitario, pronto se alzaron voces poderosas, tanto en Argelia como en la Francia metropolitana, contra la tortura. Uno de los primeros fue el general Jacques de Bollardière —Gran Oficial de la Legión de Honor, Compañero de la Liberación, etc.—, cuya destacada trayectoria bélica ya se ha mencionado en el capítulo anterior. A su llegada a finales de 1956, se le confió el mando de un sector cerca de Blida y posteriormente participó en la batalla de Argel. Al principio, vestido de civil, se sorprendió al oír a un joven oficial de caballería comentar: «En Argel, ahora solo hay hombres auténticos, paracaidistas, la Legión, hombres rubios y corpulentos, incondicionales, no sentimentalistas».

Bollardière intervino: “¿No le recuerda nada esto, des grands gars blonds, pas sentimentaux ?”


El joven oficial respondió sin ningún pudor: «Si yo hubiera estado en Alemania en ese momento, yo también habría sido nazi».

La indignación de Bollardière aumentó aún más cuando se le acercaron mujeres musulmanas que, entre sollozos, le contaron que sus hijos o maridos habían "desaparecido durante la noche". Finalmente, solicitó una entrevista con Massu, diciéndole que las órdenes que había recibido eran "absolutamente contrarias al respeto al hombre, que era el fundamento de mi vida". Tras esto, Bollardière comentó: "Si el liderazgo cedió ante el principio absoluto del respeto a los seres humanos, enemigos o no, significó el desatamiento de instintos deplorables que ya no conocían límites y que siempre encontraban la manera de justificarse". Entonces escribió al Comandante en Jefe solicitando su regreso a Francia. A su regreso a Francia, expresó su indignación escribiendo, el 27 de marzo de 1957, una carta a su amigo Servan-Schreiber para su publicación en L'Express , en la que señalaba «el terrible peligro que correríamos si, bajo el falaz pretexto de la conveniencia inmediata, perdiéramos de vista los únicos valores morales que, hasta ahora, han forjado la grandeza de nuestra civilización y de nuestro ejército». Por esta grave infracción de la disciplina militar, el general fue condenado a sesenta días de «arresto en la fortaleza», el castigo más severo impuesto a un oficial de alto rango durante la guerra de Argelia.

Tan solo dos días después del atentado de Bollardière, el gobernador general Lacoste recibió la carta de dimisión de una figura aún más influyente: Paul Teitgen, su secretario general en la prefectura. Teitgen, católico y héroe de la Resistencia, había sido deportado por la Gestapo a Dachau, donde fue torturado en nada menos que nueve ocasiones. En agosto de 1956 asumió su cargo en Argel, lo que conllevaba responsabilidades especiales de supervisión policial y en el que no encontraba nada agradable. En noviembre se enfrentó a un terrible dilema moral. Fernand Yveton, el comunista, había sido sorprendido in fraganti colocando una bomba en la fábrica de gas donde trabajaba. Pero no se había descubierto una segunda bomba, y si explotaba y hacía estallar los gasómetros, miles de vidas podrían perderse. Nada induciría a Yveton a revelar su paradero, y su jefe de policía presionó a Teitgen para que lo declarara impune .

Pero me negué a que lo torturaran. Temblé toda la tarde. Finalmente, la bomba no explotó. Gracias a Dios, tenía razón. Porque si te metes en el negocio de la tortura, estás perdido... Entiéndelo: el miedo era la base de todo. Toda nuestra supuesta civilización está cubierta de barniz. Rascálalo, y debajo encontrarás  miedo . Los franceses, incluso los alemanes, no son torturadores por naturaleza. Pero cuando ves degollar a tus  compañeros  , el barniz desaparece.


Tras la transferencia de responsabilidades a Massu por parte de Lacoste en enero, Teitgen se encontró con las manos atadas. Así, el 29 de marzo, escribió a Lacoste presentándole su dimisión, alegando que había incumplido su deber y que «durante los últimos tres meses hemos estado inmersos en una irresponsabilidad que solo puede conducir a crímenes de guerra». Añadió que, en visitas a dos centros de alojamiento , había «reconocido en ciertos detenidos profundas huellas de las crueldades y torturas que sufrí personalmente hace catorce años en los sótanos de la Gestapo». Temía que «Francia corra el riesgo de perder su alma por equivocarse».

Lacoste le rogó a Teitgen que permaneciera en su puesto y mantuviera su carta en secreto. Considerando que sería mejor para él continuar como organismo de control que no tener ninguno, Teitgen accedió. Como consecuencia de la presión de las protestas, se le permitió conservar la facultad de detención, lo que, en teoría, significaba que los paracaidistas no podían retener a sospechosos. En segundo lugar, en abril, París instituyó un "Comité de Salvaguardia de los Derechos y Libertades Individuales" para investigar y reparar los excesos. Se logró cierta moderación, pero, según Teitgen, la tortura no se erradicó en absoluto, y en septiembre decidió que ya no podía quedarse. Para entonces, afirma, más de tres mil argelinos habían "desaparecido".

¿Qué tan efectiva fue la tortura?

Queda la pregunta vital, de gran relevancia hoy en día: ¿qué se logró con la tortura en la Batalla de Argel? Dejando de lado cualquier consideración moral, ¿fue siquiera efectiva? Massu, con una valentía que exige respeto, afirma que el fin justificó los medios; la batalla se ganó y se puso fin al terror impuesto por el FLN y a la matanza y mutilación indiscriminadas de civiles europeos y musulmanes. También señala que, cuando los críticos los compararon con los nazis, sus paracaidistas no practicaron ni el exterminio ni la toma de rehenes. Y Edward Behr, quien de ninguna manera podría considerarse un apóstol de la tortura, considera, sin embargo, que «sin la tortura, la red terrorista del FLN nunca habría sido superada... El general Massu no podría haber ganado la 'Batalla de Argel' sin el uso de la tortura». Si los franceses hubieran perdido la batalla de Argel en 1957, casi con toda seguridad toda Argelia habría sido inundada por el FLN, lo que habría llevado con toda probabilidad a un acuerdo de paz varios años antes de lo que hubiera sido posible en otras circunstancias.

Esto es cierto a corto plazo, pero a largo plazo —como han descubierto los nazis en la Segunda Guerra Mundial y casi todas las demás potencias que han adoptado la tortura como instrumento político— es un arma de doble filo. En algunas de sus últimas declaraciones, incluso el teniente jefe de Massu, Yves Godard, expresó dudas sobre la eficacia de la tortura, especialmente al compararla con el arma emocional que representaba para el enemigo. En lo que pareció una crítica indirecta a su antiguo comandante, añadió:

Si yo hubiera llevado mucho bronce, habiendo advertido primero al enemigo, habría fusilado públicamente a cualquier asesino sorprendido  in fraganti —digo deliberadamente in fraganti— si en el plazo de cuarenta y ocho horas no hubiera entregado voluntariamente sus  secretos .

No hay necesidad de torturar….

Desde una perspectiva puramente de inteligencia, la experiencia enseña que, con frecuencia, los servicios de recopilación se ven desbordados por una montaña de información falsa extorsionada a víctimas desesperadas por evitarse una mayor agonía. Además, esto inevitablemente empuja al bando enemigo a los inocentes que han sido sometidos injustamente a tortura. Como declara Camus: «La tortura quizá haya salvado a algunos a costa del honor, al descubrir treinta bombas, pero al mismo tiempo ha creado cincuenta nuevos terroristas que, operando de otra manera y en otro lugar, causarían la muerte de aún más inocentes». La tortura, se piensa, nunca está justificada; nunca se debe luchar por una buena causa con armas malignas. De nuevo, dice Camus, «es mejor sufrir ciertas injusticias que cometerlas... actos tan nobles conducirían inevitablemente a la desmoralización de Francia y a la pérdida de Argelia». A la larga, los argumentos superficiales , como los ofrecidos por Massu en el caso Alleg, solo pueden conducir a una escalada interminable de horror y degradación. En respuesta a la queja habitual de que rara vez se escuchaba a los intelectuales musulmanes protestar contra las atrocidades del FLN, Pierre-Henri Simon replica con vehemencia: “Yo respondería: ‘Si realmente somos capaces de un reflejo moral que nuestro adversario no tiene, esta es la mejor justificación para nuestra causa, e incluso para nuestra victoria’”.

Uno de los peores aspectos de admitir la tortura como instrumento es la amplia cadena de corrupción que inevitablemente conlleva. En una presentación al Comité de Salvaguardia de septiembre de 1957, Teitgen escribió palabras que serían igualmente aplicables a cualquier régimen autoritario contemporáneo, ya fuera Grecia, Chile, España o la Unión Soviética:

Incluso una acción legítima… puede, sin embargo, dar lugar a improvisaciones y excesos. Si esto no se remedia, la eficacia se convierte rápidamente en la única justificación. A falta de base legal, busca justificarse a cualquier precio y, con cierta mala conciencia, exige el privilegio de una legitimidad excepcional. En nombre de la eficacia, la ilegalidad se ha justificado.


En una sociedad civilizada, la tortura no tiene un efecto más contraproducente e insidioso a largo plazo que la forma en que tiende a desmoralizar a quien la inflige incluso más que a su víctima. Frantz Fanon, el psiquiatra militante de Martinica, cita varios ejemplos de neurosis aguda y persistente inducida entre los torturados; una especie de anorexia sufrida por el inocente que había sido interrogado injustamente ; hormigueo y un miedo persistente de encender un interruptor de la luz o tocar un teléfono en aquellos que habían experimentado el gégène . Pero igual de deteriorados psíquicamente fueron numerosos casos como el del inspector de policía europeo declarado culpable de torturar a su propia esposa e hijos, lo que, según explicó, se debía a lo que se le había exigido hacer a los sospechosos argelinos: "Lo que más me mata es la tortura. Simplemente no sabes lo que es, ¿verdad?"

Louis Joxe, el hombre convocado por De Gaulle para negociar el acuerdo de paz final con Argelia, le dijo al autor:

Nunca olvidaré a los jóvenes oficiales y soldados que conocí, quienes quedaron absolutamente consternados por lo que tuvieron que hacer. Nunca se debe olvidar la importancia de esta experiencia al considerar un acuerdo para Argelia, ya que prácticamente todos los soldados franceses la experimentaron. Esto es algo que los partidarios de  la Algérie française  nunca comprendieron del todo.


Simon declara que un policía que tortura a un sospechoso "hiere en sí mismo la esencia de la humanidad", pero que los militares recurrieran a ello fue aún peor porque: "Es aquí donde se compromete el honor de la nación". Ciertamente, el efecto pernicioso sobre el ejército francés en su conjunto perduró muchos años después del fin de la guerra, y muchos oficiales coincidieron con el general Bollardière en condenar a Massu por haber permitido que el ejército participara en semejante acción policial, exponiéndolo así inevitablemente a la práctica de la tortura. Pero ¿podría Massu, de hecho, haberse negado? Fuera del ejército, en Argelia, las divisiones creadas por la tortura dieron lugar a un paso decisivo en la erradicación de cualquier "tercera fuerza" musulmana de interlocutores válidos con los que se pudiera haber negociado una paz de compromiso; mientras que en Francia, el asombroso impacto acumulativo que tuvo contribuyó materialmente a persuadir a la opinión pública años después de que Francia debía desentenderse de la venta de guerra . Como señaló Paul Teitgen: “Está bien, Massu ganó la batalla de Argel; pero eso significó perder la guerra”.

A finales de marzo de 1957 —el primer mes de muchos en que no estallaron bombas en Argel—, parecía que, al menos a corto plazo, la batalla estaba ganada. Asqueados por lo que se habían visto obligados a hacer y con profundos suspiros de alivio, Bigeard y sus paracaidistas abandonaron la fétida ciudad para volver al aire libre del bled .

Sir Alistair Allan Horne es periodista e historiador. Es autor de "Una guerra salvaje por la paz" .

martes, 21 de marzo de 2023

Confederación Argentina: Los degolladores

Los degolladores

Revisionistas


Los degolladores, óleo de Cesáreo B. de Quirós.

-¿Cómo se degollaba, don Pascasio?

Esta pregunta se la oímos hacer hace más de un siglo a don Pascasio Rivas, un cordobés que anduvo en muchas y que también vio muchas…

-Y… lo más fácil.  Se le metía el cuchillo debajo de la oreja, detrás de la carretilla y se lo hacía bandear al otro lado.  Después no había más que cortar p’adelante.  Igual que a las ovejas.

El famoso gaucho alzado Ledesma, un temible asesino que, por una burla del destino, fue a morir en duelo criollo a manos de un pobre agente de policía (allá por mil ochocientos noventa y tantos), contaba en los fogones de las islas de Verde, frente al Saladero Cabal:

-Yo he degoyau de todo y a veces por curiosidá.  M’entretenía hasta con loj perroj y cualisquier bicho.  Y dispuej loj soltaba pa ver ande iban a parar.  El que va a cáir maj lejo ej el cristiano.

En nuestra historia del siglo XIX abundan los casos de degüellos, tal vez porque fuimos durante ese lapso un pueblo eminentemente ganadero.  La mayor industria que tuvimos, por no decir la más importante, el saladero, era una verdadera orgía de sangre.  Al animal se lo enlazaba, desjarretaba y degollaba en medio de una batahola de gritos y perros, y entre charcos de sangre y pisando achuras y residuos.  La muchachada de la ciudad y de los pueblos iba a los saladeros y mataderos a entretenerse viendo degollar reses.  Esteban Echeverría ha dejado tal vez una de sus mejores páginas en la dramática descripción de estas faenas.  Estas cosas no se vieron jamás en Europa.  Y menos en esas aldeas donde se mataba un cerdo una vez al año y donde faenar una vaca era algo inconcebible, al extremo de que si la parición de ésta coincidía con el  parto de la nuera, lo más probable era que el suegro corriese en busca del veterinario y se dejaba a la parturienta en manos de la abuela y alguna vecina.

En tiempos no tan lejanos los chicos jugaban a los vaqueros y a los astronautas.  En el campo y aun en los pueblos y ciudades a donde llegaba la influencia rural, se jugaba a “las estancias”.  Se simulaban yerras, y naturalmente se “degollaban reses”, para lo cual no faltaban los que se prestaban a ser novillos y los que la oficiaban de “degolladores”.

Alguna vez oímos a nuestras abuelas referirse a los tiempos en que eran niñas:

-Teníamos que esconder las muñecas porque los muchachos las degollaban para jugar.

Cuando había que sacrificar un animal no se pensaba sino en degollarlo, aunque se tratase de un caballo de carrera que había sufrido una quebradura incurable.  El dueño lo mandaba degollar, porque así lo determinaba la costumbre.  Y no se le ocurría abreviarle a la pobre bestia los sufrimientos pegándole un tiro, aunque estuviese con el revólver en el cinto y los ojos llenos de lágrimas.

Un tal Argumedo, hijo de un comandante entrerriano, contaba:

-Mi padre me enseñó a degollar.  La primera volada me la dio cuando tenía catorce años.  Al principio cuesta y uno se embadurna entero.  Pero después se hace baquiano.

Ha sido precisamente un pintor entrerriano, Cesáreo Bernaldo de Quirós, quien ha dejado uno de los documentos más dramáticos de esos tiempos.  Se trata de los cuadros “Los degolladores” y “El matadero”, que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes.  El de “Los degolladores”, sobre todo, horroriza por su tremendo realismo, acentuado por el violento colorido, con predominio del rojo, como casi toda la obra de ese artista.  Allí se ve también una manta extendida sobre los pastos, donde se han ido arrojando las prendas de plata quitadas a los condenados.  Era el pago que a veces recibían los degolladores para cumplir su oficio.

Cesáreo Bernaldo de Quirós tuvo buenos motivos de inspiración en su tierra natal, sobre todo con los procedimientos de Justo José de Urquiza, que, según la tradición, mandaba degollar a los ladrones.  Se cuenta que hubo quien perdió la cabeza por haberle robado una sandía.  A Santa Fe fue a parar uno que se escapó arañando de que Justo lo hiciese degollar por uno de estos delitos.  Cayó a la ciudad de Estanislao López ostentando un gran claro sobre la frente, donde no le había quedado sino uno que otro pelito.  Tomado firmemente de los cabellos, en el momento en que le arrimaron el cuchillo dio un tremendo cabezazo hacia atrás y escapó.  El frustrado degollador se quedó bramando de indignación con el mechón entre los dedos, mientras el otro ganaba el monte con tan buenas ganas de disparar que no lo alcanzaron ni con perros.  “Jamás volveré a degollar sin haberlos maneado antes”, fue el amargo comentario del burlado…

No es para extrañarse de que aquél dejase el jopo en manos de su presunto degollador.  En trance de morir, el ser humano suele adquirir fuerzas descomunales.  Cuando degollaron en Cayastá, siglo XIX, al conde Tessieres de Bois Bertrand con toda una numerosa familia, en uno de los hechos más dramáticos que es posible imaginar, un muchacho de catorce años, en un descuido de los asesinos que habían cerrado todas las puertas de la residencia para no dejar uno vivo, escapó a través de una sólida reja doblando los hierros.  Cuando después se hizo la reconstrucción del crimen, el pobre chico no pudo hacer pasar siquiera la cabeza por el sitio por donde él mismo había escapado en un momento de desesperación.

Muchas veces, por circunstancias especiales –venganzas personales, odios políticos profundos, etc.- los degolladores prolongaban el suplicio.  Tal es lo que ocurrió en Tucumán con el doctor Marco Avellaneda.  Dicen que lo ultimaron con un cuchillo desafilado y mellado, y como el degollador, probablemente a propósito, demoraba la faena, el doctor Avellaneda le gritó: “Apure, apure…”.

Degüello también por venganza fue el que ocurrió en La Cimbra (Santa Fe) con el hotelero suizo Antonio von Will, quien había venido de Nueva York para atender un negocio de su hermano, que debía viajar a Suiza.  En esos días se produjo la revolución de 1893 y los radicales tomaron el pueblo de Helvecia, distante 15 kilómetros de Cayastá.  El gobierno mandó tropas, a las que se agregaron varios cientos de irregulares y merodeadores.  Von Will aprovechó que se detuvieron en las proximidades de Cayastá y corrió a avisar a Helvecia.  Allí los revolucionarios esperaron prevenidos a sus adversarios y les hicieron treinta muertos, entre los que cayó el comandante de milicias Camilo Romero.  Retomado más tarde el gobierno, su hermano Benito, también comandante, sacó una noche sigilosamente a von Will y lo hizo degollar junto a un arroyo.  En venganza por la muerte de su hermano –y también, sin duda, por ser gringo y meterse en las cosas nuestras- ordenó al victimario:

-Degoyalo a lo chanco y removele el cuchiyo.

Es decir, que le clavara el cuchillo en la garganta, hacia abajo, y le hurgara la herida hasta verlo morir.

En condiciones también muy crueles –si es que se puede agregar mayor crueldad a un degüello- fue muerto el coronel Martín de Santa Coloma, apenas terminó la batalla de Caseros.

No bien cayó prisionero, fue llevado a presencia de Urquiza, quien ordenó secamente:

-Degüellenló por la nuca,  Así paga las que ha hecho.

No era faena fácil eso de degollar por la nuca.  Había que cortar primero los músculos de la parte posterior del cuello, para abrir camino hasta la columna vertebral.  Allí, con el filo del cuchillo, se busca una articulación de las vértebras para seccionar la columna y llegar luego a la garganta.  Si el degollador le erraba a la articulación en los primeros intentos o se ponía nervioso, como el verdugo que, según Maurois, decapitó a María Estuardo, el trabajo se prolongaba.  Lo más probable entonces, era que se decidiese a cortar en cualquier parte hachando a machetazos el espinazo.  La sección de la médula abreviaba la agonía.

En su historia de Corrientes, el doctor Francisco Mansilla relata las alternativas del degüello de Pago Largo, de acuerdo a lo que le refiriera un testigo.  Dice que alinearon a los prisioneros y los fueron contando.  Cada diez sacaban uno y lo degollaban,  Cuando llegaron al otro extremo, comenzaron de nuevo en sentido inverso.  La oficialidad de las fuerzas entrerrianas presenciaba el espectáculo, festejando lo que le causaba gracia.  También andaba entreverado el mayor Calventos, quien se paseaba sobando cuidadosamente una lonja de piel fresca:

-Esta se la saqué del lomo a Berón de Astrada…

Se dice que con ella fabricó una manea que mando a Juan Manuel de Rosas.

En el cuadro de Quirós los degollados aparecen con las manos atadas a la espalda y los pies también amarrados.  Así se los degollaba más fácil, pues los prisioneros –sobre todo si eran de agallas- se defendían como podían.

Por ejemplo, el valiente coronel Martiniano Chilavert, que murió atacando a sus verdugos a puñetazos y puntapiés, había sido jefe de la artillería rosista en Caseros.  Pero Chilavert se resistió por un motivo distinto; Urquiza quiso hacerlo fusilar por la espalda.  Cayó acribillado a bayonetazos, golpes de sable y culatazos.  Pero no le dio a Urquiza el gusto de que lo vieran morir como un traidor, que nunca lo había sido y menos en su Patria.

Todo lo que se acaba de relatar causa horror y no es para menos.  Pero ello no ha sido algo exclusivo de los argentinos y menos de “los tiempos del rosismo”.  Tampoco nuestros comandantes de campaña eran tan refinados como para inventar suplicios como los que los hombres de toga mandaron aplicar a Tupac Amarú, condenándolo a ser descuartizado atando sus miembros a cuatro caballos, mientras mandaron cortar la lengua y después degollar a su esposa, sus hijitos y todos los parientes más o menos cercanos.  El caballero Martín de Alzaga, héroe durante las invasiones inglesas, mandó aplicar tormento a un pobre infeliz acusado de difundir noticias de la Revolución Francesa.  Rodeado de toda la aparatosidad legal y procesal de circunstancias, el verdugo le amarró las manos y le fue introduciendo cuñas de hierro debajo de cada uña.  La sesión indagatoria se repitió dos veces.  En la primera se le destrozaron las uñas de los dedos de una mano; en la segunda se le mutiló la otra.  Encima resultó que el pobre era inocente.

El ambiente en que se vivió durante el siglo XIX en nuestro país bien pudo producir gente insensible y bárbara.  Pero de alguna pasta muy buena debe estar amasado el espíritu de nuestro pueblo cuando, a pesar de ello, jamás permitió un linchamiento ni acepta la pena de muerte y ni siquiera admite que se realicen corridas de toros….  No deja de ser alentador este largo camino recorrido por los argentinos desde la frecuentación de esos degüellos que hemos relatado y el respeto por la vida ajena que actualmente forma parte de nuestra modalidad nacional.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Vigo, Juan M. – La historia chica: Los degolladores, Buenos Aires (1967)

Portal www.revisionistas.com.ar

domingo, 5 de junio de 2022

Guerra contra la Subversión: Merecido final para el autor del atentado del comedor de la Superintendencia

La horrible muerte del autor del peor atentado montonero: sin ojos y sin dientes, destrozado en una sala de torturas

Pepe Salgado, el hombre que se infiltró en la policía y colocó la bomba vietnamita en el comedor de Coordinación Federal, una dependencia de la Policía Federal. que mató a 23 personas e hirió a más de un centenar. Su paso por la ESMA. El traslado a las mazmorras de la policía. El espanto que sufrió. El calvario de su familia para recuperar el cuerpo y el vacío social que debió soportar su familia
José Pepe Salgado, autor del peor atentado montonero y torturado hasta morir _(Espacio Memoria y Derechos Humanos (Ex-Esma), Proyecto Memorias de Vida y Militancia

Luego de las torturas, la cita cantada y la muerte de Rodolfo Walsh, José Pepe Salgado —Daniel era su último nombre de guerra— siguió cautivo dos meses más en la ESMA, hasta fines de mayo de 1977, cuando fue llevado a las celdas de Seguridad Federal; pocos días después, el jueves 2 de junio por la noche, hace cuarenta y cinco años, apareció muerto en un tiroteo fraguado, destrozado por una serie de nuevos tormentos.

Un ex detenido, Ricardo Coquet, recordó la tarde de mayo en la que el capitán de corbeta Jorge Acosta, el Tigre, los llevó a Salgado y a él al sótano, y los sentó en uno de los cuartos de interrogatorio.

—Van a tener una visita —les dijo el jefe del grupo de tareas.

“La visita eran un gordito y un flaquito alto de Coordinación Federal”, precisó Coquet, citando el nombre antiguo de la superintendencia de la Policía Federal especializada en la lucha contra las guerrillas.

“A mí —completó— me retiraron de la sala y se quedaron hablando con Salgado, y luego a él sí lo llevaron a Coordinación Federal y a la semana de eso apareció en el diario. Acosta me mostró un diario donde decía: ‘Matan a montonero en enfrentamiento’, y era José María Salgado, que no había muerto en un enfrentamiento, sino que lo habían matado seguramente los de Coordinación en la tortura”.

Miguel Ángel Lauletta, otro ex detenido, señaló que, si bien Salgado fue apresado en marzo, “en mayo traen unas fotografías de las víctimas de la bomba en la Superintendencia de Seguridad Federal. Con todos los cuerpos destrozados, y las ponen en exhibición para que las veamos. A Salgado se lo llevaron después de la ESMA y, a partir de ahí, aparece como un muerto en un enfrentamiento, o sea esos enfrentamientos fraguados que organizaban a veces para blanquear a una persona”.

¿Cómo fue que Pepe Salgado logró permanecer aproximadamente esos dos meses en la ESMA, desde la cita que no fue con Walsh hasta que los marinos lo entregaran a la Policía Federal?

Los marinos sabían que Daniel falsificaba documentos y pasaportes para Montoneros en relación directa con Esteban Walsh, pero no se habían enterado que era el mismo agente enemigo que había dejado a la Policía Federal con la sangre en el ojo, literalmente.

En mi libro Masacre en el comedor cuento cómo fue que se enteraron de que casi un año atrás, el 2 de julio de 1974, Daniel había dejado el maletín con la bomba vietnamita que mató a veintitrés personas e hirió a otras ciento diez, en el atentado más sangriento de los 70.

“Lo trasladaron rápido porque se respetaba la camiseta de los presos: ése era de la Policía Federal”, me contó un ex integrante del grupo de tareas de la ESMA.

José "Pepe" Salgado se infiltró en la policía y dejó una bomba vietnamita en el comedor. El efecto fue devastador

(…)

Los padres y hermanos de José María Salgado se enteraron de su muerte el viernes 3 de junio por una vecina que les comentó que en la radio estaban diciendo que tres subversivos habían sido abatidos en un enfrentamiento, y que uno de ellos era Pepe, y lo acusaban de haber puesto la bomba en el comedor de la Policía Federal.

—Pero, entonces no estaba secuestrado. ¿En qué andaba? —los interrogó la vecina.

Según el comando militar de la Zona I, Salgado y los dos guerrilleros habían sido muertos el día anterior a las nueve de la noche en la calle Canalejas al 400, en el barrio de Caballito, luego de un tiroteo con las “Fuerzas Legales”.

El comunicado afirmó que “la detención intentada tenía relación con la culminación de una larga investigación efectuada por la Policía Federal en procura de determinar la autoría de la voladura del comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, efectuada el 2 de julio de 1976″.

Pepe Salgado vestía pantalón negro, camisa amarilla, pulóver celeste escote en V y zapatos marrón claro. En los bolsillos del pantalón llevaba la Cédula de Identidad expedida por la Policía Federal número 7.159.322 y el carnet del Círculo de Suboficiales de la Policía Federal número 40.551.

En aquel momento, Luisa, la hermana de Pepe Salgado, tenía dieciocho años y cursaba el segundo año de Magisterio. “Parecía que habíamos contraído lepra”, recordó en alusión al vacío social que sufrió su familia por parte de tantos conocidos que les dieron vuelta la cara.

“Abaten al autor de un trágico atentado”; “Abatieron a 3 delincuentes subversivos. Uno de ellos colocó la bomba en Seguridad Federal”; “Abatieron a otros tres extremistas”; “Fueron muertos otros tres extremistas, uno de los cuales puso la bomba en la Policía”, y “Fue abatido un ex policía autor de un cruento atentado terrorista”.

Los títulos de los diarios principales —desde La Razón, La Nación y La Prensa a Crónica, Clarín y La Opinión— dieron por cierta la información falsa difundida por el gobierno militar sobre cómo murió Pepe Salgado, un acto más de la censura implementada por la dictadura bajo la amenaza de penas de prisión para los editores y periodistas que contradijeran a los militares en sus comunicados sobre la lucha contra la guerrilla.

Los diarios se convirtieron —salvo honrosas excepciones, como el Buenos Aires Herald, escrito en inglés— en meras correas de transmisión de los mensajes sobre ese tema crucial que les bajaban los militares del llamado Proceso de Reorganización Nacional.

“Los medios fueron favorables al Proceso, sobre todo al inicio”, me dijo el ex dictador Jorge Rafael Videla en mi libro Disposición Final. Y agregó: “No había problemas con la prensa; no podemos decir que la acción de los diarios impidiera hacer la guerra contra la subversión. Yo diría que no solo los medios sino todos los factores de poder estaban alineados en la guerra contra la subversión”.

Los diarios de la época reflejaron el espantoso episodio producido por Montoneros

Conmocionados por la noticia, los padres de Salgado, Josefina y Jorge, recorrieron diversas dependencias oficiales no ya para averiguar qué había pasado con su hijo sino para solicitar la entrega del cuerpo. El papá, abogado, siguió concentrado en la vía judicial, mientras que la mamá continuó tocando todas las puertas que podía, siempre acompañada por su hija Luisa.

Obviamente, también en el ministerio del Interior, frente a la Plaza de Mayo, donde todos los días se formaban filas de familiares de desaparecidos, que no obtenían respuestas. Cansada de tanto destrato, Josefina se acercó nuevamente a la entrada del ministerio y dijo en voz muy alta: “¿En qué cola me tengo que poner? Porque ya no vengo a pedir por el paradero de mi hijo; ahora vengo a buscar su cadáver”.

Finalmente, el 26 de julio, casi dos meses después de la muerte de Pepe Salgado, Jorge Salgado recibió en su estudio jurídico un llamado telefónico del comando de la Zona I para informarle que debía concurrir a la Morgue Judicial a retirar el cuerpo de su hijo.

El papá y la mamá fueron al día siguiente a la Morgue junto con Luisa. Les trajeron el cuerpo tapado con diarios; Jorge Salgado no tuvo fuerzas para mirarlo, pero sí las dos mujeres, según recordó Josefina Gandolfi de Salgado en un libro coral de las Madres de Plaza publicado en 2006, en el aniversario número treinta del golpe de Estado.

La mamá seguía sin explicarse “cómo dos mujeres desesperadas pudimos seguir de pie mirando a ese pobre despojo, tapado con diarios, que había sido sádicamente destruido en vida. Nos costó reconocerlo. Creo que fue su cabello castaño, abundante y dócil, lo que nos dijo que era nuestro querido muchacho. Le faltaban ambos ojos, y tenía la boca abierta en un terrible gesto de dolor, mostrando una dentadura destrozada, ni recuerdo de sus dientes sanísimos, blancos, que mostraba hasta hacía poco tiempo la risa fácil y franca de mi hijo”. [nota del administrador: ¿Lloró usted por los 18 muertos que provocó ese hijo de puta?]

El atentado de Montoneros a la Policía Federal fue el peor hasta el atentado a la AMIA en 1994

Los dientes habían sido arrancados con una pinza o una tenaza y las órbitas de los ojos, vaciadas, posiblemente con una cuchara. Para que no se moviera durante esos tormentos, le sujetaron la cabeza y las manos con cables de acero.

Según la autopsia, Pepe Salgado —un metro con setenta y cinco centímetros de altura y sesenta y cinco kilos de peso— llegó con vida a la calle Canalejas, donde fue muerto como consecuencia de las heridas múltiples y las hemorragias provocadas por los diez balazos recibidos en el tórax y el abdomen.

Luisa contó que su mamá “se arma de coraje —no se le cayó ni una lágrima, pobre: no podía ni llorar— y empieza a hablar muy fuerte: ‘Yo quiero hablar con el director o con quien esté a cargo de la Morgue’”.

—¿Cómo es posible? Hace dos meses casi que estamos buscando su cuerpo. ¿Cómo es posible que, teniendo a sus familiares buscándolo, recién ahora nos enteremos dónde está? —le preguntó al funcionario que se les acercó.

La persona le mostró media docena de telegramas ya enviados a las cinco zonas militares en las que estaba dividido el país para que avisaran a los familiares del fallecido, pero que de las jefaturas les respondían, invariablemente: “No se reconoce domicilio”.

—Nosotros hace rato que estamos avisando, pero no hay contestación —les dijo.

Acompañado por personal de una funeraria, el escueto cortejo fue de la Morgue al Cementerio de la Chacarita para cremarlo y llevar sus cenizas a la casa familiar. El padre y la hija se subieron al auto en el que habían llegado, pero la mamá quiso viajar con su hijo tan amado en el vehículo de la cochería.

Pero no pudieron cremarlo porque necesitaban la autorización del comando militar de la Zona I ya que figuraba como muerto en un “enfrentamiento armado”; los empleados del cementerio les sugirieron que lo inhumaran allí.

Masacre en el comedor, el libro de Ceferino Reato sobre el atentado a Coordinación Federal de la policía

Volvieron a la funeraria para ponerlo en un féretro y depositarlo en uno de los nichos del cementerio. La mamá pidió que le dejaran colocar un rosario entre las manos. “Recién allí —señaló— me di cuenta del estado atroz en que estaban sus brazos y sus manos, cubiertas de manchas circulares pardas, que, luego supe, eran cicatrices de quemaduras de picana eléctrica. Las manos estaban casi seccionadas a la altura de la muñeca pues el surco que las rodeaba llegaba hasta el hueso”.

“Quise mirar todo el resto del cuerpo, pero no me dejaron”, agregó Josefina.

Seguían sin poder creer del todo que ese cadáver tan destruido fuera el Pepe tan vital que añoraban, y le pidieron a uno de los empleados que verificara si tenía una cicatriz en la cabeza, de un corte de la infancia por la cual durante unos años le habían dicho Alcancía y Mate Cosido en su familia; el empleado les dijo que sí y todos se largaron a llorar.

Su hija, Luisa, contó que el dueño de la funeraria también lagrimeaba; “tampoco podía creer lo que sus ojos veían” y les dijo que “en los años que llevaba en ese trabajo nunca había visto un cuerpo tan atormentado. Hasta se ofreció como testigo si alguna vez lo necesitaban”.

Solo seis personas acompañaron a Pepe Salgado a su última morada en la Chacarita. Los ecos de la masacre que había provocado terminaron por devorarlo también a él, y de la peor manera.

Dieciocho días después de la muerte de Pepe Salgado nació su hijo, Matías José. Su mamá, Mirta Noemí Castro, se fue a vivir a Londres unos meses después, en diciembre de 1977, por su propia seguridad, pero también para que su hijo pudiera crecer en un ambiente alejado de tanta violencia. [Violencia de la que su criminal padre había formado parte como responsable directo.]

Las diferentes posturas sobre el grado de compromiso de Pepe en Montoneros, la matanza en el comedor policial y su ejecución sumaria por parte de la Policía Federal profundizaron las grietas en la familia Salgado, que, como explico en el libro, incluyeron dramáticamente a la pareja del autor del atentado y a su propio hijo.

 

martes, 15 de febrero de 2022

Filipinas: El genocidio norteamericano

Así exterminó el ejército de Estados Unidos todo rastro de la herencia española en Filipinas

Según fray Manuel Arellano Remondo, autor de 'Geografía General de Las Islas Filipinas', las guerras para aplastar a la insurgencia filipina provocaron matanzas, ejecuciones sumarias y un millón de muertos en el archipiélago
César Cervera || ABC




En 1599, un sínodo celebrado Manila, con la asistencia de los principales jefes tribales del archipiélago, decidió aceptar al Rey de España «como su natural soberano» e incorporar sus respectivos estados étnicos a la Administración española establecida en Manila, «la muy noble y siempre leal ciudad». La complejidad tribal de este archipiélago, formado por más de 7.000 islas, impidió que en el castellano se extendiera en la totalidad del territorio, pero sí fue durante tres siglos la lengua mayoritaria y la oficial en cuestiones administrativas y comerciales. Pese a ello, solo un siglo después de la salida de España, en Filipinas hay solo dos idiomas oficiales, el filipino y el inglés, y se ha borrado toda presencia ibérica de los libros de historia.

La independencia de Filipinas fue seguida de un periodo de dominio estadounidense, justificado en que, según el presidente William McKinley, «los filipinos eran incapaces de autogobernarse» y no cabía más opción que «educarlos y cristianizarlos», lo cual era un insulto a los españoles, que habían establecieron mediante decreto, en 1863, la educación pública gratuita en el país. No fue el único intento de EE.UU. encaminado a borrar la presencia de la civilización que vertebró la unidad política y religiosa del archipiélago por primera vez en su historia.

No eran libertadores

Mientras los llamados «últimos de Filipinas» resistían a la desesperada aún en la iglesia Baler, los filipinos que se habían levantado contra España en 1896 giraron abruptamente sus rifles y machetes hacia los estadounidenses, que habían decidido unilateralmente quedarse en propiedad el antiguo territorio de ultramar de España. En el Tratado de París del 10 de diciembre de 1898, en virtud del cual se puso fin a la Guerra hispano-estadounidense, EE. UU. no permitió la presencia de delegados filipinos o cubanos y obligó a España a ceder el archipiélago y las demás colonias del Caribe y Oceanía.

A la vista de que los norteamericanos no llegaban como libertadores, sino como conquistadores, el líder filipino Emilio Aguinaldo leyó el 12 de junio de 1898 la Declaración de Independencia de Filipinas en Cavite justo cuando estaba terminando la guerra hispano-estadounidense. Además, convocó elecciones constituyentes que confluyeron en la redacción de la Constitución de Malolos, la primera Constitución de la historia de Filipinas, escrita en lengua española, la oficial del archipiélago.


Ilustración de la Iglesia de Baler convertida en fortín por los españoles

El 23 de enero de 1899, nació así oficialmente la Primera República Filipina, pero lo hizo a espaldas de los EE.UU, que se valió de las armas y de un ejército que llegó a sobrepasar los 100.000 hombres desplegados para revertir esta independencia. Según fray Manuel Arellano Remondo, autor de «Geografía General de Las Islas Filipinas», las guerras para aplastar a la insurgencia filipina provocaron matanzas, ejecuciones sumarias y un millón de muertos en el archipiélago.

Como explica el historiador norteamericano Paul A. Kramer en un artículo publicado por la revista 'New Yorker' en 2008, la quema de villas, la violencia y la tortura mediante el método del ahogamiento simulado por parte de las tropas norteamericanos provocaron incluso la indignación de una parte de la sociedad americana que se identificaba como antimilitarista y antimperial.

«El español o idioma nativo no es esencial. Con la expulsión de los españoles, sigue que nuestro idioma se adopte inmediatamente en los tribunales»

Según este autor, las primeras denuncias de torturas aparecieron en los periódicos norteamericanos a pesar de la censura impuesta por las autoridades militares a la información procedente de las Filipinas. En mayo de 1900, el periódico 'Omaha World-Herald' publicó una carta del soldado A. F. Miller de un regimiento de voluntarios donde revelaba el uso generalizado de la tortura contra los prisioneros de guerra y en particular, el uso de la «water cure» como mecanismo para obtener información de los filipinos. Los insurgentes filipinos eran colocados de espaldas, sujetadas por varios soldados y se les colocaba un pedazo de madera redonda en la boca para obligarlos a mantenerla abierta. Una vez sometido el prisionero filipino, se procedía a verter grandes cantidades de agua en su boca y fosas nasales hasta provocarles asfixia.

Los planes de EE.UU.

Junto a la tortura contra la población, se abrió un periodo de exterminio de toda herencia española. El idioma inglés fue impuesto a la fuerza sobre los habitantes como lengua vehicular y oficial, lo cual no supuso un reconocimiento a los filipinos de la ciudadanía estadounidense. El cónsul en Manila, O. F. Williams, en una comunicación al secretario de Estado, Mr. Day, en la temprana fecha del 2 de julio de 1898, sugirió las líneas de actuación respecto a la política lingüística:

«Cada empresa norteamericana en cada uno de los cientos de puertos y populosos pueblos de las Filipinas será un centro comercial y escuela para nativos dóciles conducentes a un buen gobierno según el modelo de Estados Unidos. El español o idioma nativo no es esencial. Con la expulsión de los españoles, sigue que nuestro idioma se adopte inmediatamente en los tribunales, puestos públicos, escuelas e iglesias nuevamente organizadas y que los nativos aprendan inglés».


Héroes filipinos de la independencia. Sentados, Pedro Paterno (Izq.) y Emilio Aguinaldo. - ABC

Este acoso estatal explica cómo el castellano pasó de ser, en 1898, la lengua más hablada de Filipinas a ocupar un papel marginal en la actualidad. La República, que siguió teniendo el castellano como lengua oficial, estuvo activa hasta la captura y arresto de Emilio Aguinaldo, calificado como «bandido fugitivo», por las tropas estadounidenses el 23 de marzo de 1901 en Palanan, Isabela. Macario Sakay continuó, a duras penas, la resistencia hasta 1907, cuando fue capturado y ejecutado. A partir de estas fechas, Filipinas se convirtió, en la práctica, en una colonia de EE.UU.

En 1916, se otorgó un régimen de cierta autonomía, como Estado libre asociado, pero no fue hasta julio de 1946 cuando proclamó la independencia tras la ocupación japonesa en la Segunda Guerra Mundial. Precisamente durante este conflicto los bombardeos americanos y las atrocidades japoneses sobre Manila y otras regiones se ensañaron con especial atención en los distritos de habla española y en los templos católicos.

En pocos días, los últimos restos del colonial español de Manila, presente en sus edificios históricos, fue arrasado y alrededor de 300 españoles de los 3.000 censados murieron asesinados por los japoneses. La presencia de ciudadanos de españoles o descendientes de estos disminuyó en picado, ya que, además de los tres centenares que murieron de entre los 3.000 residentes, otros 500 volvieron a la Península en esas fechas

lunes, 27 de septiembre de 2021

Incursiones tártaras: La batalla de Lipnic y el hijo del Khan

Batalla de Lipnic

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Los tártaros de la Horda de Oro lanzaron una gran incursión en Moldavia en 1470 para saquear iglesias, pueblos y aldeas. Mientras se retiraban con riquezas, ganado y esclavos, Stephen les tendió una emboscada en Lipnic antes de que llegaran al Nistru. No solo infligió grandes pérdidas a los tártaros, sino que también capturó al hijo de su líder, Ahmed Khan.



El kan envió mensajes amenazantes a Stephen exigiendo el regreso de su hijo. “Pero Stephen, un hombre de alma amable, enojado por ese mensaje, que fácilmente podría haber asustado a otros hombres, sin hacer caso de las amenazas [del khan], cortó a su hijo en cuatro pedazos frente a los heraldos, empaló a todos los heraldos excepto a uno, quien, al que le cortaron la nariz, fue enviado [a casa] para informarle de lo sucedido ”, escribió Dlugosz. “Así es como Stephen vengó las sombras de sus muertos”. En los años inmediatamente posteriores a la batalla de Lipnic, Stephen ordenó la construcción de nuevas fortalezas en Soroca en el norte de Moldavia y Orhei en el centro de Moldavia para servir como baluartes contra los oportunistas tártaros.





Referencias

  • Brezianu, Andrei, and Vlad Spanu. Historical Dictionary Of Moldova (Lanham, Maryland: Scarecrow Press, 2013)
  • Dlugosz, Jan. The Annals Of Jan Dlugosz, transl. Maurice Michael, with commentary by Paul Smith, (Charlton, 1997)
  • Sugar, Peter F. Southeastern Europe Under Ottoman Rule, 1354-1804 (Seattle, Washington: University of Washington Press, 1977)

martes, 5 de febrero de 2019

SGM: El tormento del general Della Rovere


1.    El ídolo de San Vittore

Por Indro Montanelli
La verdadera historia que originó el gran film “El general Della Rovere”, protagonizado por De Sica.




PRINCIPIA mi historia el día 1 de marzo de 1944 en que su excelencia el general Della Rovere, íntimo amigo del mariscal Badoglio y consejero técnico del general británico Alexander, fue llevado a la prisión de San Vittore y colocado en una celda frontera a la mía. Se empeñaba el movimiento italiano subterráneo por entonces en desorganizar la corriente de reservas alemanas que marchaban al frente del Sur. Según supe, el general había sido capturado por los nazis en una provincia del Norte en momentos en que lo ponía en tierra un submarino aliado, para asumir allí las funciones de comandante de las operaciones de guerrilla. Me causó impresión el porte aristocrático del hombre. Hasta Franz, el brutal inspector germano de la prisión, se cuadró en actitud militar de atención ante él.
 
De todas las “fábricas de confesiones” que tenían los alemanes en Italia, la peor era la de San Vittore. Allí se llevaba a los prisioneros del movimiento secreto italiano que habían resistido el primer interrogatorio “de rutina”. Allí el comisario Mueller, de la Gestapo, y un puñado de especialistas de la SS —valiéndose de métodos celebrados en los anales de la tortura refinada—, arrancaban generalmente la información deseada hasta a los más obstinados.
Seis meses habían corrido desde el día en que me arrestaron. Había sido “interrogado” varias veces y me hallaba ya exhausto y desalentado, siempre pensando hasta cuándo podía resistir. En tal situación estaba, cuando un día uno de los guardianes italianos, Ceraso, descorrió el cerrojo de la celda y me dio una sorpresa anunciándome que el general Della Rovere deseaba verme.
La puerta de la celda del general estaba, como de costumbre, sin cerradura ninguna. Además, el distinguido prisionero disponía de un catre, en tanto que nosotros dormíamos en tablas desnudas. Inmaculadamente vestido y con su monóculo en el ojo derecho, el general me saludó cortésmente:
—¿El capitán Montanelli? Ya sabía antes de desembarcar que lo encontraría a usted aquí. El Gobierno de Su Majestad se interesa profundamente por la suerte de usted. Confiemos en que, aún al caer delante del pelotón alemán de fusilamiento, usted sabrá cumplir con su deber, el más elemental de sus deberes como oficial. Pero, por favor, no se incomode usted.
Sólo entonces me di cuenta de que había permanecido ante él en posición de “firmes”.
—Nosotros, los oficiales todos, vivimos vidas provisionales ¿no es  así? —me dijo el general—. Un oficial es, como dicen los españoles, un novio de la muerte.
Se detuvo aquí. Mientras lo veía pulir el monóculo con un pañuelo blanco, pensé que en ocasiones los apellidos reflejan la personalidad de quien los lleva. Della Rovere significa “del roble”, y este hombre, estaba claro, era de madera muy sólida.
—A mí ya me han sentenciado —continuó el general—. ¿A usted también?
—Todavía no, excelencia —contesté casi como si quisiera excusarme.
—Ya lo condenarán —dijo—. Los alemanes son rígidos cuando esperan arrancar una confesión, pero también son caballeros en su estimación por los que se niegan a confesar. Usted no ha hablado. ¡Muy bien hecho! Eso significa que se le hará el honor de fusilarlo de frente y no de espaldas. Le pido que persista en el silencio. Si se le somete a la tortura —no pongo en duda su fortaleza moral, pero la resistencia física tiene sus límites— le insinúo que les dé un nombre: el mío. Sea  cualquiera el acto que haya usted ejecutado, dígales que procedía en cumplimiento de órdenes mías... A propósito ¿cuáles son los cargos que le hacen?
Se lo conté todo, sin reserva ninguna. Su excelencia me oía como me oiría un confesor. De vez en cuando movía la cabeza en señal de aprobación.
—Su caso es tan claro como el mío —dijo en cuanto hube terminado—. A ambos se nos sorprendió mientras cumplíamos órdenes superiores. El único deber que me resta por cumplir es morir luchando en el campo del honor. No ha de ser difícil, creo yo, morir decorosamente.
Cuando Ceraso me encerraba otra vez en mi celda le rogué que me mandara un barbero al siguiente día. Y aquella noche doblé con cuidado mis pantalones y los realcé el pliegue longitudinal con el listón de la ventana antes de tenderme a dormir sobre mi camastro.
Durante los días que siguieron vi que muchos prisioneros visitaban la celda del general. Al salir, todos parecían como erguidos; ninguno se mostraba ya abatido.
El ruido y el desorden en nuestro aislado sector habían disminuído. El número 215 dejó de dar los desgarradores gritos con que se lamentaba por la suerte de su mujer y sus hijos, y mostró gran compostura cuando lo llamaron al interrogatorio. Ceraso me Contó que después de hablar con el general casi todos solicitaban un barbero y pedían peine y jabón. Los guardas de la prisión dieron en afeitarse a diario y aún trataban de hablar italiano castizo en vez del dialecto napolitano o siciliano. Hasta el mismo Mueller, cuando pasaba revista a la sección encomiada, refunfuñaba la mejora general en cuanto a disciplina y decoro.
Lo mejor de todo era que la “fábrica de confesiones” ya no las producía. Los prisioneros persistían en su obstinado silencio. Della Rovere les daba a todos fuerzas para resistir, como si las sacara de la gran provisión de su valor. Y su experiencia de prisionero le permitía darles, además, valiosos consejos.
—Las horas más peligrosas suelen ser las primeras de la tarde —les prevenía—. El solo anhelo de distracción puede hacerles confesar.
O bien les decía:
—No se queden ustedes con la vista fija en las paredes. Cierren los ojos de cuando en cuando y las paredes perderán el poder de ahogarlos.
Censuraba a quienes descuidaban el arreglo de la persona. “La limpieza”, les decía, “influye sobre la moral”. Sabía que las fórmulas militares que usaban con él les afirmaban el orgullo. Por último, nunca dejó de recordarles sus deberes hacia Italia.
Alguno inquirió prudentemente cuál había sido la actitud del general durante el interrogatorio. El general se echó a reír y le contestó:
—Me interrogó mi viejo amigo el mariscal de campo Kesselring. Mi tarea era cosa sencilla porque Kesselring sabía de antemano todo lo que había que saber, con excepción, eso sí, de que me hallaba yo en un submarino británico cuando me cogieron.
—¿Y realmente usted se fiaba de los ingleses? —dicen que le había preguntado Kesselring.
—¿Por qué no? —le había contestado—. ¡Si nosotros nos hemos fiado antes de los alemanes!
En general parecía gozar mucho recordando la escaramuza.
Después de poco tiempo comenzó a correr por la prisión el rumor de que el tal general era un contraespía, un delator al servicio de los alemanes. Los guardas de la prisión, aunque salidos de la escoria del régimen de Mussolini, sintieron que ya eso traspasaba los límites de la humillación. Acordaron entre sí vigilar al general constantemente; si resultaba ser el felón que se decía estaban resueltos a estrangularlo.
En la mañana siguiente Della Rovere recibió al número 203, un comandante a quien se tenía por sabedor de infinidad de datos, pero que no había soltado palabra ninguna. Ceraso se quedó junto a la puerta de la celda y los otros guardas italianos vigilaban de cerca.
—Van a someterlo a extremas torturas —oyeron que le decía el general al comandante—. No confiese nada. Trate de no pensar; hágase fuerza para convencerse de que no sabe nada. El simple hecho de pensar en un secreto que usted guarda lo expone a que le salga de los labios.
El comandante escuchaba, pálido el rostro, lo que el general le aconsejaba, como me había aconsejado a mí.
—Si se ve obligado a hablar, dígales que cuanto hizo lo realizó en cumplimiento de órdenes mías.
Aquella misma tarde, y como para darle satisfacciones, Ceraso le llevó a su excelencia unas pocas rosas, regalo de los guardas italianos de la prisión. El general aceptó cortésmente las flores; no pareció tener la menor idea de que se había desconfiado de él.
Una mañana se presentaron en la prisión los alemanes a llevarse a los coroneles P. y F. antes de ser conducidos al patio se les permitió satisfacer su último deseo: decirle adiós al general. Los vi cuadrados a la puerta de la celda. Aunque no oí lo que el general les decía, vi que ambos oficiales sonrieron. El general les estrechó la mano, cosa que nunca le había visto hacer. Entonces, como si de pronto se hubiese dado cuenta de la presencia de los alemanes, se cuadró, levantó la mano y saludó. Los prisioneros le devolvieron el saludo, y girando sobre los talones marcharon a recibir la muerte. Supimos después que ambos, ya ante el pelotón de fusilamiento, gritaron: “¡Viva el Rey!”
Aquella tarde fui sometido a nuevo examen. El comisario Mueller me dijo que mi suerte dependía del resultado de este interrogatorio. Que si persistía en mi silencio... Me quedé mirándolo con ojos desmesuradamente abiertos, y, sin embargo, no podía oír nada, ni siquiera podía verle distintamente. En vez de su imagen se me representaban los rostros pálidos y tranquilos de los coroneles P. y F., y la cara sonriente del general. Oía una voz tranquila que me susurraba al oído: novio de la muerte... deber elemental de un oficial morir luchando en el campo del honor. En vano me sometieron los alemanes a un interrogatorio de dos horas. No se me hizo sufrir tortura alguna, pero si así hubiera sucedido habría sido capaz, creo, de mantenerlo oculto todo. De regreso a mi celda le pedí a Ceraso que me dejara detenerme en la de su excelencia.
El general hizo a un lado el libro que se hallaba leyendo y fijó en mí su mirada investigadora, en tanto que yo permanecía militarmente cuadrado. Entonces, antes que yo hablara, se expresó así:
—Sí; así esperaba que procedería usted. No podía haber obrado de otra manera. —Se levantó de su asiento y continuó—. No  tengo palabras para expresar todo lo que quisiera decir, capitán Montanelli, pero puesto que no hay nadie más que tome nota de nuestro comportamiento, que sea este honrado guarda italiano testigo de lo que decimos en nuestros últimos días. Que escuche cada una de nuestras palabras. Estoy bien satisfecho, capitán. Estoy verdaderamente contento. ¡Bravo!
Aquella noche me sentí realmente solo en el mundo. Pero mi amada patria me parecía más cerca, más cara a mi corazón y más real que nunca.
No volví a ver más al general. Solamente después de la liberación tuve noticias de su fin. Uno de los supervivientes de Fossoli me refirió la historia.
Fossoli era un notorio campo de exterminio en donde los medios de dar la muerte eran complejos y muy diversos. Cuando se trasladó allí al general Della Rovere con centenares de prisioneros de un tren blindado, mantuvo él siempre su dignidad. Iba sentado sobre un montón de morrales que los demás habían juntado para que pudiera descansar. Se negó a levantarse cuando un funcionario de la Gestapo inspeccionaba el tren. Aún cuando el nazi le dio una bofetada y le gritó: “Yo te conozco, Bertoni, grandísimo cerdo” permaneció inmutable. ¿Para qué explicarle a este ignorante alemán que su nombre no era Bertoni, sino Della Rovere, que era general de un cuerpo de ejército, íntimo amigo de Badoglio y consejero técnico de Alexander? Sin alterarse recogió su monóculo y se lo puso de nuevo. El alemán se marchó maldiciendo.
Una vez en Fossoli, el general no volvió a disfrutar de los privilegios que se le concedían en San Vittore. Lo alojaron en un cuartel común con todos y le pusieron a trabajar como a los demás. Sus compañeros de prisión trataban de ahorrarle el desempeño de los oficios más bajos y se turnaban para reemplazarlo; pero nunca él trataba de evadirse de cumplir su tarea, por difícil que fuera para un hombre que ya no era joven. Por las noches les recordaba a sus camaradas que no eran delincuentes, sino oficiales militares. Y ellos, mirando el relumbrante monóculo y oyendo la voz del general, sentían el ánimo más levantado.
La carnicería que se hizo en Fossoli el 22 de junio de 1944 pudo haber sido una represalia por las victorias aliadas cerca de Génova. Sea como fuera, por órdenes recibidas de Milán se sacaron 65 hombres de un total de 400 prisioneros. A medida que un tal teniente Tito leía la lista, el condenado, al oír su nombre, daba un paso al frente de la formación. Cuando llamó “Bertoni” nadie se movió. “¡Bertoni!”, rugió el teniente mirando fijamente a Della Rovere. Su excelencia no se dio por notificado.
¿Quería Tito mostrar indulgencia hacia el sentenciado? Nadie podría afirmarlo. En todo caso, sonrió de pronto. “Muy bien, muy bien”, dijo, “Della Rovere, así me gusta”.
Todos se quedaron conteniendo el aliento mirando al general, quien sacando el monóculo del bolsillo y limpiándolo con notable fuerza en la mano, se lo aplicó alojo derecho, y con toda calma le contestó al oficial: “General Della Rovere, si hace el favor”, y se unió al grupo.
Se les aherrojó con esposas a los 65 destinados al suplicio, y enseguida se les condujo hasta el pie de la muralla. A todos se les vendaron los ojos, menos al general, que porfiadamente rechazó la venda y obtuvo que se accediera a su deseo. Mientras se colocaban cuatro ametralladoras en la posición correspondiente, su excelencia dio unos pasos adelante de la fila, y con ademán altivo y resuelto y en voz firme y sonora, habló así: “Señores oficiales: en los momentos en que arrostramos el último suplicio, vayan nuestros pensamientos de fidelidad a la amada Patria. ¡Viva el Rey!”.
Tito ordenó “¡fuego!”; las ametralladoras dejaron cumplida la orden. El cuerpo del general fue sacado en su féretro, siempre portando su monóculo.
La verdadera historia del general Della Rovere, que viene a conocerse después de su muerte, es una serie de episodios, casi increíbles, de heroísmo y sustitución de personas. Porque es lo cierto que el ídolo de San Vittore no era tal general. Ni Badoglio ni Alexander oyeron hablar de él jamás. Y no se llamaba Della Rovere.
Era un tal Bertoni, natural de Génova, ladrón y estafador, huésped presente de la cárcel. Los alemanes lo habían arrestado por un delito de menor importancia, pero durante el interrogatorio de rigor habían llegado a descubrir que el hombre tenía soberbias dotes naturales de actor. Por su falta de escrúpulos y sus disposiciones de comediante lo creyeron ideal como agente para embaucar a los guerrilleros presos y obtener de ellos informes útiles.
Bertoni se mostró listo para celebrar el trato. Procedería como se le pedía a cambio de un tratamiento de preferencia en la prisión y de que se le pusiera pronto en libertad. Los alemanes inventaron la historia de Della Rovere y le enseñaron bien el papel que debía representar.
Una vez enviado Bertoni a San Vittore pidió, y se le concedió, un corto plazo con el fin de ganarse la confianza de los hombres a quienes iba a hacer víctimas. Pero Bertoni era más astuto de lo que los nazis creían; iba resuelto a no engañar sino a los mismos alemanes.
Y ocurrió entonces la sorprendente transformación. Bertoni, desempeñando el papel del general Della Rovere, se convirtió en Della Rovere de verdad. Emprendió una tarea sobrehumana: hacer de San Vittore una prisión a prueba de confesiones y de inspirar a los allí reunidos fortaleza para hacerle frente a su destino. Y por su presencia imponente, su impecable pulcritud, por los altos quilates de su valor y su fe, trajo un nuevo sentimiento de dignidad y de propia estimación de esos pobres seres allí encarcelados.
Pero al fin comprendió que el plazo convenido tocaba a su fin. El comisario Mueller iba mostrándose más y más impaciente con tanta demora. ¿Por qué no aparecían las confesiones? Cuando “Della Rovere” me habló aquel último día en su celda y le pidió a la guardia que fuera testigo de sus palabras, sabía que todo había terminado, que ésta era la única manera de que el mundo de que lo separaban esos muros pudiera conocer algún día su historia; el único medio de que Italia supiera que él había sido fiel a la Patria.
El 22 de junio de 1945, primer aniversario de la carnicería de Fossoli, de pie en la catedral de Milán observaba yo al Cardenal —príncipe arzobispo de esa archidiócesis— consagrar los ataúdes de los héroes sacrificados en esa prisión. El Cardenal sabía de quién era el cuerpo que yacía en el féretro marcado Della Rovere. Sabía también que nadie tenía mejor derecho al título de general que el ocupante de esa caja, el antiguo ladrón y huésped de cárceles.


De “Standpunks”.