La política de la Memoria olvida a las víctimas de Montoneros
La historia es más importante que la memoria, que siempre es parcial y favorece a un grupo de víctimas pero no a otrosLa bomba vietnamita en el comedor de la policía y el ataque de Montoneros Cada
libro tiene su propia costura, un trabajo interior que va enhebrando la
historia principal. Hay una técnica, pero es, en buena medida,
artesanal porque, por ejemplo, requiere fuentes directas apropiadas. Una
de las dificultades para escribir Masacre en el comedor fue que los parientes de los muertos no querían hablar.
Esta
reticencia puede parecer una paradoja en un país que se ha ocupado
tanto de las víctimas de la dictadura desde el retorno a la democracia,
pero no lo es tanto cuando vemos el desamparo reservado para quienes
cayeron del otro lado, a causa de la guerrilla.
No es que hayan sido dos situaciones iguales o parangonables, aclaro rápido para eludir el reflejo argumental de la teoría de los dos demonios.
Ni uno, ni dos, ni cien demonios: solo me importan los hechos
periodísticos; esas teorías se las regalo a quienes quieren llevar agua a
su molino pues creo que han sido creadas para justificar sus posiciones
de poder. Si es uno, aplauden a la guerrilla; si son dos, equiparan la
guerrilla a los militares; si son más, favorecen a la dictadura.
Lo
cierto es que cuando comencé a investigar para escribir mi último libro
encontré que ni los heridos —hubo ciento diez— ni los parientes de los
veintitrés muertos —fue el atentado más sangriento de los 70— querían
hablar conmigo.
Me llamó la atención: pensaba
que podría acceder a ellos con una cierta facilidad dado que nadie había
escrito nada sobre la tragedia que les había tocado vivir: se habían
quedado sin padres, sin madres, sin maridos, sin esposas, sin hermanos, y
suponía que estarían muy deseosos de hablar.
La cúpula criminal de Montoneros con Firmenich a la cabeza No
fue así. Es que uno sale a investigar con una serie de prejuicios y
luego la realidad lo va acomodando. Me había ocurrido, por ejemplo, con Operación Primicia,
en 2009: siendo un ataque guerrillero contra un cuartel en 1975, en
plena democracia peronista, supuse que el Ejército me mostraría de buen
grado su investigación sobre el intento de copamiento, pero estábamos en
la democracia kirchnerista y en el Edificio Libertador nunca
encontraron ese expediente. Al final, fue la justicia federal en
Formosa, seguramente bajo la influencia del eterno gobernador Gildo
Insfrán, la que me facilitó el expediente clave, justo lo que pensaba
que no iría a suceder.
Al principio de la investigación para Masacre en el comedor
no entendía bien por qué las víctimas y sus parientes se negaban a
hablar. Me costó bastante tiempo que se abrieran. Terminé de comprender
aquella reticencia inicial en estos días en los que algunas hijas de las
víctimas fatales explicaron qué sentían en la Legislatura porteña y en
la Feria del Libro.
Liliana
Tejedo era agente de la Policía Federal y estaba almorzando con su
madre, la cabo Elsa Gazpio. Se salvó porque la cedió su lugar a una
amiga de su mamá. Ambas murieron
Comprendí
cómo el abrumador relato kirchnerista sobre los 70 los había
acostumbrado al silencio y a la oscuridad. Los hijos de los muertos en
el comedor policial prefirieron durante años callar sus tristes
historias, convencidos de que muy pocos los escucharían y de que unos
cuantos los recriminarían.
“Creo que
no soportaría que alguien me contestara, por ejemplo: ´Los militares
hicieron cosas horribles¨. ¡Mi mamá no tenía nada que ver; era una pobre
trabajadora, que cumplía tareas administrativas y ni siquiera portaba
armas!”, me dijo Liliana Tejedo, hija única de la cabo Elba Gazpio.
Una
suerte del “por algo habrá sido” que afligía a los parientes de las
víctimas de los militares, pero al revés, aunque con el mismo objetivo: negar a los otros los derechos humanos más elementales.
Josefina Melucci de Cepeda, con su familia, en sus últimas vacaciones en Córdoba Alejandra Cepeda, hija de Josefina Melucci de Cepeda,
la única persona civil que murió en el estrago, contó que nunca pudo
comprender cómo fue que, de pronto, se quedó sin mamá a los once años y
tuvo que hacerse cargo, junto con su papá, de su hermano de diez y su
hermanita de cinco.
Josefina trabajaba en YPF;
imaginemos si hubiera muerto del otro lado, víctima de los militares, la
policía o algún grupo paraestatal; seguramente, hoy sería honrada con
placas de todo tipo en la sede central de la empresa estatal, en Puerto
Madero, al igual que sus hijos y demás parientes.
Gloria Paulik, hija del sargento Juan Paulik,
sostuvo que recién pudo hacer el duelo varios años después, cuando, con
su mamá y sus cuatro hermanos, tuvieron que cambiar los restos de lugar
en el cementerio ya que, como tenía solo diez años, no había podido
asistir al velatorio en el Departamento Central de la Policía Federal.
Son
historias mínimas, de víctimas de jóvenes y no tan jóvenes que
seguramente tenían buenos ideales, pero que mataron sin piedad a un
grupo de personas indefensas mientras comían los platos buenos, baratos y
abundantes del comedor policial, el viernes 2 de julio de 1976. Con una
bomba vietnamita, que, de por sí, es siempre la firma de un acto
terrorista.
El
documento de identidad de la cabo Elsa Gazpio, destruido por las
esquirlas de la bomba vietnamita. Ella murió en el acto, decapitada
¿Por qué estos familiares han
sido condenados a desaparecer del escenario público? ¿Por qué no han
podido contarnos todo lo que sufrieron? ¿Por qué no los hemos podido
escuchar?
Creo que la respuesta es que hemos
elegido la memoria a la historia. La consigna oficial, asimilada por el
peronismo con sus distintas partituras, pero también por el no
peronismo —los radicales, la Coalición Cívica, el Pro—, es muy clara: Memoria, Verdad y Justicia.
Pero
la memoria es siempre parcial, recordamos lo que más nos conmociona y
no siempre en orden cronológico. En cambio, la historia es coral,
necesita el testimonio de otros, y siempre respeta las fechas. La
memoria pretende recordar, pero la historia aspira a la objetividad y
establece los hechos con precisión.
Lo dijo de un modo insuperable el experto búlgaro francés Tzvetan Todorov en 2010 luego de una visita al Parque de la Memoria: “La
Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo
nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos
compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y
culpables”.
Y relativizó el argumento sobre
el idealismo de los jóvenes revolucionarios: “No hay que olvidar que la
inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre
del bien, la justicia y la felicidad para todos. Las causas nobles no disculpan los actos innobles”.
Al someter la historia a la memoria, la política entregó los 70 a un grupo con intereses particulares: los organismos de Derechos Humanos y sus aliados kirchneristas.
Parafraseando al Bill Clinton de la campaña de 1992, podríamos decir: “Es la historia, estúpido”.
*Periodista, autor de Masacre en el comedor.