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viernes, 11 de octubre de 2024

Revolución Libertadora: Rebelión militar del fascista del Valle

Ni una maldita rebelión militar puede organizar un peroncho


Argentina en la Memoria
@OldArg1810






El 9 de junio de 1956 tuvo lugar el levantamiento del general Juan José Valle, y otros militares y civiles que participaban en la resistencia peronista, contra el gobierno de la Revolución Libertadora, presidido por el general Pedro Eugenio Aramburu.




Al adoptar sus duras políticas antiperonistas, el gobierno debió tomar en cuenta la posibilidad de la violencia contrarrevolucionaria. Sobre todo en razón de las medidas punitivas que adoptaba contra aquellos a quienes consideraba beneficiarios inmorales del "régimen peronista". La detención de personalidades prominentes, la investigación de personas y compañías presuntamente involucradas en ganancias ilícitas, y las amplias purgas que afectaron a personas que ocupaban cargos sindicales y militares contribuyó a formar un grupo de individuos descontentos.


No era sino lógico esperar que algunos de ellos, en especial los que tenían formación militar, apelaran a la acción directa para hostigar al gobierno o para derribarlo. Aunque los incidentes por sabotajes hechos por obreros fueron comunes en los meses que siguieron a la asunción de Aramburu, fue sólo en marzo de 1956, como consecuencia de los decretos que habían declarado ilegal al Partido Peronista, prohibido el uso público de símbolos peronistas y otras descalificaciones políticas, cuando empezaron las confabulaciones.



Un factor que contribuyó a ello, aunque en última instancia condujo a error, pudo ser la decisión del gobierno, anunciada en febrero, de eliminar del código de justicia militar la pena de muerte para los promotores de rebeliones militares. Este castigo, que había sido promulgado por el Congreso controlado por el Partido Peronista, y que representaba los intereses de Perón, después del intento golpista de septiembre de 1951, encabezada por el general Menéndez, se eliminaba del código militar sobre la base de que “es violatorio de nuestras tradiciones constitucionales que han suprimido para siempre la pena de muerte por causas políticas”. Los hechos probarían que esta declaración era prematura.



La figura prominente en los intentos de conspiración contra Aramburu fue el general (RE) Juan José Valle, que se había retirado voluntariamente tras la caída de Perón y de participar activamente en la Junta Militar de oficiales leales que consiguió la renuncia de Perón y entregó el gobierno al general Eduardo Lonardi en septiembre de 1955.



Valle trató de atraer a otros oficiales descontentos con las medidas del gobierno. Uno de los que optó por unirse a él fue el general Miguel Iñiguez, profesional que gozaba de gran reputación y que aún estaba en servicio activo, aunque revistaba en disponibilidad, a la espera de los resultados de una investigación de su conducta como comandante de las fuerzas leales en la zona de Córdoba, en septiembre de 1955. Iñiguez no había intervenido en política antes de la caída de Perón, pero con profunda vocación nacionalista, el general Iñiguez se unió al general Valle en la reacción contra la política del gobierno de Aramburu.



A fines de marzo de 1956, Iñiguez consintió en actuar como jefe de estado mayor de la revolución, pero pocos días después fue arrestado, denunciado por un delator. Mantenido bajo arresto durante los cinco meses subsiguientes, pudo escapar al destino que esperaba a sus compañeros.


La conspiración de Valle fue, en esencia, un movimiento militar que trató de sacar partido del resentimiento de muchos oficiales y suboficiales en retiro así como de la intranquilidad reinante entre el personal en servicio activo. Aunque contaba con la cooperación de muchos civiles peronistas y con el apoyo de elementos de la clase trabajadora, el movimiento no logró la aprobación personal de Juan Domingo Perón, por ese entonces exiliado en Panamá.


El degenerado sexual y su banda

En sus etapas preliminares, el movimiento trató de atraer a oficiales nacionalistas descontentos con Aramburu que habían tenido roles claves durante el intento golpista de junio de 1955, en el golpe de Estado a Perón en septiembre de 1955 y durante el gobierno de Lonardi, como los generales Justo Bengoa y Juan José Uranga, que acababan de retirarse; pero el evidente desacuerdo acerca de quien asumiría el poder tras el triunfo, terminó con la participación de ellos. Finalmente, los generales Juan José Valle y Raúl Tanco asumieron la conducción de lo que denominaron “Movimiento de Recuperación Nacional” y ellos, en vez de Perón cuyo nombre no apareció en la proclama preparada para el 9 de junio, esperaban ser sus beneficiarios directos.






El plan disponía que grupos comandos de militares, en su mayor parte suboficiales y civiles coparán unidades del Ejército en varias ciudades y guarniciones, se apropiaran de medios de comunicación y distribuyeran armas entre quienes respondieran a la proclama del levantamiento.



Este incluía diversos ataques terroristas a edificios públicos, a funcionarios nacionales y provinciales, a locales de los partidos políticos relacionados a la Revolución Libertadora, y a las redacciones de diversos diarios del país. También había una extensa lista de militares y dirigentes políticos, simpatizantes del gobierno, que serían secuestrados y fusilados por el Movimiento de Recuperación Nacional, cuyos domicilios fueron marcados con cruces rojas en esas horas.



Uno de ellos fue el que ocupaban el dirigente socialista Américo Ghioldi y la profesora Delfina Varela Domínguez de Ghioldi, en la calle Ambrosetti 84, en pleno barrio de Caballito. Otros domicilios que fueron marcados con las cruces rojas fueron los de Pedro Aramburu, Isaac Rojas, de los familiares del fallecido Eduardo Lonardi, Arturo Frondizi, del monseñor Manuel Tato, Alfredo Palacios, entre otros.






El gobierno tenía conocimiento desde hacía poco tiempo que se preparaba una conspiración, aunque no sabía con precisión su alcance ni su fecha. A principios de junio, varios indicios, entre ellos la aparición de cruces pintadas, hicieron pensar que el levantamiento era inminente. Por este motivo, antes que el presidente Aramburu saliera de Buenos Aires entre compañía de los ministros de Ejército y de Marina para una visita programa a las ciudades de Santa Fe y Rosario, se resolvió firmar decretos sin fecha y dejarlos en manos del vicepresidente Rojas para poder proclamar la ley marcial, si las circunstancias lo exigían.





El 8 de junio la policía detuvo a cientos de militares gremiales peronistas para desalentar la participación obrera en masa en los movimientos planeados. Los rebeldes iniciaron el levantamiento entre las 23 y la medianoche del sábado 9 de junio, logrando el control del Regimiento 7 de Infantería con asiento en La Plata, y la posesión temporaria de radioemisoras en varias ciudades del interior. En Santa Rosa, provincia de La Pampa, los rebeldes coparon rápidamente el cuartel general del distrito militar, el departamento de policía, y el centro de la ciudad. En la Capital Federal, los oficiales leales, alertados horas antes del inminente golpe, pudieron frustrar en poco tiempo el intento de copar la Escuela de Mecánica del Ejército, y su adyacente arsenal, los regimientos de Palermo, y la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo.




Sólo en La Plata los rebeldes pudieron sacar partido de su triunfo inicial, con la ayuda del grupo civil, para lanzar un ataque contra el cuartel general de la policía provincial y el de la Segunda División de Infantería. Allí, sin embargo, con refuerzos del Ejército y la Marina que acudieron en apoyo de la Policía, se obligó a los rebeldes a retirarse de las instalaciones del regimiento donde, tras los ataques de aviones de la Fuerza Aérea y la Marina, se rindieron a las 9 de la mañana del 10. Los ataques aéreos sobre Santa Rosa, capital de La Pampa, también terminaron en la rendición o la dispersión de los rebeldes, más o menos a la misma hora, por lo tanto la rebelión terminó siendo un fracaso.





El general Pedro Eugenio Aramburu, de regreso en Buenos Aires tras su breve visita a Santa Fe y Rosario, dio un discurso a través de la Cadena Nacional, en el que hablaba sobre los hechos que transcurrieron durante la madrugada del 9 de junio.




La insurrección del 9 de junio fue aplastada con una dureza que no tenía precedentes en los últimos años de la historia argentina. Por primera vez en el siglo XX un gobierno ordenó ejecuciones al reprimir un intento de rebelión. Según las disposiciones de la ley marcial, proclamada poco después de los primeros ataques rebeldes, el gobierno decretó que cualquier persona que perturbara el orden, con armas o sin ellas, sería sometida a juicio sumario. Durante los tres días siguientes, veintisiete personas enfrentaron los escuadrones de fusilamiento.




Durante la noche del 9 al 10 de junio, cuando fueron ejecutados nueve civiles y dos oficiales, los rebeldes aún dominaban un sector de La Plata y no podía descontarse la posibilidad de levantamientos obreros en el Gran Buenos Aires y otros lugares. Esas primeras ejecuciones fueron, según el gobierno, una reacción de emergencia para atemorizar y evitar que la rebelión se transformara en guerra civil. Esto explicaría la rapidez del gobierno para autorizar y hacer públicas las ejecuciones, rapidez que se demostró en la falta de toda clase de juicio previo, en la inclusión, en los que enfrentaron los escuadrones de fusilamiento, de hombres que habían sido capturados antes de proclamarse la ley marcial, y en las confusiones de los comunicados durante la noche del 9 al 10 de junio.




Durante esa noche se comenzaron a exagerar el número de civiles rebeldes fusilados e informaban erróneamente sobre la identidad de los oficiales ejecutados, para inferir miedo en los rebeldes y que no salieran a las calles a intentar participar del movimiento.



En la tarde del 10, tuvo lugar una manifestación multitudinaria en la Plaza de Mayo, que dio lugar a escenas de júbilo y alivio, a medida que multitudes antiperonistas acudían a la Plaza de Mayo para saludar al presidente Aramburu y al vicepresidente Rojas, y pedir castigos para los rebeldes nacionalistas/peronistas.



Allí, el almirante Isaac F. Rojas dio un discurso desde el balcón de la Casa Rosada:



Escenas semejantes, aunque con los papeles invertidos, habían ocurrido en el pasado, cuando muchedumbres peronistas exigieron venganza contra los rebeldes en septiembre de 1951 y junio de 1955. Sólo que esta vez el gobierno prestó más atención que Perón al clamor de sangre. Tras este acto en Plaza de Mayo, el vicepresidente Rojas, la Junta Consultiva Militar en pleno, Aramburu y los tres ministros militares, tomaron la funesta decisión sobre fusilar a los prisioneros que habían participado de la revolución en contra del gobierno.





Contra el consejo de algunos políticos civiles, entre ellos algunos miembros de la Junta Consultiva, que instaron a terminar con las ejecuciones, inclusive una delegación formada por Américo Ghioldi y otros miembros de la Junta Consultiva que fueron a la Casa de Gobierno, para solicitar clemencia y que se pusiera fin a las ejecuciones e intentos de algunos generales que se oponían a las ejecuciones llamando a Arturo Frondizi para que presionara sobre las autoridades, y por más que oficiales que integraban las cortes marciales recomendaron que los rebeldes fueran sometidos a la justicia militar ordinaria, los miembros del gobierno de facto resolvieron seguir aplicando los castigos previstos en la ley marcial.




Al tomar esa decisión, se persuadían a sí mismos de que daban un ejemplo que aumentaría la autoridad del gobierno y desalentaría futuros intentos de rebelión, previniendo así la perdida de más vidas. No se sabe si la Junta Militar, en la reunión del 10 de junio, tomo en cuenta el hecho de que la mayoría de los ya ejecutados eran civiles y que si se suspendían las ejecuciones los jefes militares sufrirían castigos más leves que esos civiles. Lo cierto es que la Junta Militar rechazó la sugerencia del comandante de Campo de Mayo, coronel Lorio, en el sentido de limitar las ejecuciones pendientes a la de uno o dos oficiales de menor jerarquía.



El almirante Rojas se opuso enérgicamente a hacer excepción con los oficiales de mayor antigüedad por considerar que eso era una violación a la ética que la “historia” no perdonaría; prefería suspender todas las ejecuciones a tomar cualquier medida que permitiera a los jefes militares escapar el castigo impuesto a quienes los habían seguido. En última instancia, la Junta Militar asumió la responsabilidad directa de ordenar la ejecución, en los dos días subsiguientes, de nueve oficiales y siete suboficiales.




El 12 de junio, Manrique fue a buscar a Valle, con el convencimiento que los fusilamientos se interrumpirían, y lo llevó al Regimiento de Palermo, donde lo interrogaron y lo condenaron a muerte. Aramburu estaba convencido de hacerlo y decía que "si después que hemos fusilados a suboficiales y a civiles le perdonamos la vida al máximo responsable, a un general de la Nación que es jefe del movimiento, estamos creando un antecedente terrible; va a parecer que la ley no es pareja para todos y que entre amigos o jerarquías parecidas no ocurre nada; se consolidará la idea de que la ley se aplica sólo a los infelices".




A las ocho de la noche les avisaron a los familiares de Valle que sería ejecutado a las 10. Su hija fue a pedirle al monseñor Manuel Tato, deportado a Roma en junio de 1955 durante los conflictos entre Perón y la Iglesia Católica y que era apuntado por el movimiento de Valle, que hiciera algo. Tato habló con el Nuncio Apostólico, quien telegrafió al Papa para que le pidiera clemencia a Aramburu. Pero el pedido fue denegado. Valle se despidió de su hija y le entregó unas cartas, incluso una dirigida a Aramburu en la que decía "Usted tendrá la satisfacción de haberme asesinado (...) Conservo toda mi serenidad ante la muerte. Nuestro fracaso material es un gran triunfo moral (...) Como cristiano, me presento ante Dios, que murió ajusticiado, perdonando a mis asesinos".



Poco después, varios marinos lo llevaron a un patio interno y allí lo fusilaron. Momentos después del fusilamiento de Valle, el gobierno suspendió la aplicación de la ley marcial, cediendo a la presión cada vez mayor de civiles y militares que reclamaban el fin de las ejecuciones.



Los partidos políticos agrupados en la Junta Consultiva Nacional apoyaron al gobierno frente a la sublevación. Hubo una reunión secreta de la Junta Consultiva, el 10 de junio, en la que todos dijeron que estaban de acuerdo con lo que se decidiera y lo que se resolvió fue un apoyo al gobierno. No hubo nada relacionado a las ejecuciones. Solamente Frondizi le reclamó a Aramburu, al día siguiente y a título personal, que no se fusilara a civiles.




Américo Ghioldi, que había buscado parar los fusilamientos, escribió un articulo para el diario La Vanguardia en el que desarrollo una justificación de estos, luego de enterarse que el levantamiento del general Valle buscaba el propio fusilamiento del dirigente socialista, diciendo: "Se acabó la leche de la clemencia. Ahora todos saben que nadie intentará, sin riesgo de vida, alterar el orden porque es impedir la vuelta a la democracia. Parece que en materia política, los argentinos necesitan aprender que la letra con sangre entra".




Juan Domingo Perón, en carta a John William Cooke desde su exilio, fue muy critico del levantamiento de Valle y culpa a varios de los integrantes del intento de revolución de haberlo traicionado durante los acontecimientos de septiembre de 1955, diciendo: "El golpe militar frustrado es una consecuencia lógica de la falta de prudencia que caracteriza a los militares. Ellos están apresurados, nosotros no tenemos por qué estarlo. Esos mismos militares que hoy se sienten azotados por la injusticia y la arbitrariedad de la canalla dictactorial no tenían la misma decisión el 16 de septiembre, cuando los vi titubear ante toda orden y toda medida de represión a sus camaradas que hoy los pasan por las armas (...) Si yo no me hubiera dado cuenta de la traición y hubiera permanecido en Buenos Aires, ellos mismos me habrían asesinado, aunque solo fuera para hacer méritos con los vencedores".



Los primeros que fomentarían el recuerdo de "los mártires del 9 de junio" serían los distintos grupos neoperonistas, como la Unión Popular de Juan Atilio Bramuglia, que harían campaña en 1958 contra la orden de Perón de votar por Arturo Frondizi en las elecciones presidenciales de ese año.





sábado, 3 de junio de 2023

Acadia: La insurgencia emerge

Akadia y los orígenes de la insurgencia

Weapons and Warfare


 





Mapa del Imperio acadio (marrón) y las direcciones en las que se llevaron a cabo las campañas militares (flechas amarillas).

Mesopotamia, 2334–2005 a.C.

El primer imperio registrado y, no por casualidad, el primer ejército permanente fueron construidos por Sargón, uno de los primeros Saddam Hussein cuya capital era Akkad, una ciudad que se cree que estaba ubicada cerca de la actual Bagdad. Según la leyenda, la suya fue una de las primeras historias de la pobreza a la riqueza. Se dice que comenzó su vida como Moisés, un huérfano que fue enviado flotando en una canasta de mimbre en el río y fue encontrado por un granjero. Pasó de ser copero al rey de la ciudad-estado de Kish a ser rey de todo lo que contemplaba. Entre 2334 y 2279 a. C., sometió lo que ahora es el sur de Irak junto con el oeste de Irán, el norte de Siria y el sur de Turquía. Victorioso en treinta y cuatro batallas, se llamó a sí mismo "rey del mundo".

El secreto del éxito militar de Akkad no está claro, pero puede haber sido su posesión de un poderoso arco compuesto con puntas de flecha de bronce, cuyo impacto ha sido llamado “como revolucionario, en su día. . . como el descubrimiento de la pólvora miles de años después”. Otras armas incluían la lanza, la lanza, la jabalina, la maza y el hacha de batalla. Igual de importante fue el mantenimiento de una extensa burocracia para financiar y sostener el ejército de Akkad, proporcionando a los soldados elementos esenciales como "pan y cerveza".

Esta maquinaria militar se mantuvo plenamente empleada no sólo para apoderarse de nuevos dominios, sino también para conservar los ya conquistados. Las ciudades derrotadas se levantaron constantemente para resistir el control imperial. Los acadios respondieron con lo que un erudito moderno describe como "masacre masiva, esclavización y deportación de los enemigos derrotados y la aniquilación total de sus ciudades". Llamándose a sí mismo un "león furioso", Sargón fue fiel al mandato de uno de sus dioses, Enlil, quien le instruyó a no mostrar "misericordia con nadie". Una ciudad tras otra fue quedando, en palabras de las tablillas antiguas, un "montón de ruinas".

Sargón no descuidó del todo la necesidad de conquistar a sus súbditos, especialmente a los sumerios, que vivían en Mesopotamia. Difundió el idioma acadio y ofreció patrocinio a las artes. Su hija, Enheduanna, una princesa, poeta y sacerdotisa que a menudo se considera la primera autora del mundo, escribió versos cuneiformes que celebraban la unidad de los dioses sumerios y acadios. Esto tenía la intención de reforzar la legitimidad de Sargón como semita para gobernar a los sumerios.

Pero después de la muerte de Sargón, las revueltas se extendieron por todo el imperio y solo fueron reprimidas temporalmente por el hijo de Sargón, Rimush, quien "aniquiló" las ciudades rebeldes. El hermano mayor de Rimush, Manishtushu, quien pudo haber usurpado su trono y asesinado, descubrió que “todas las tierras . . . que mi padre Sargón dejó, se rebeló contra mí en enemistad.

Debilitada por incesantes levantamientos, Akkad finalmente fue derribada alrededor del 2190 a. C. por los pueblos montañeses vecinos, incluidos los hurritas, lullubi, elamitas y amorreos. Los más devastadores fueron los gutianos de las montañas Zagros, en el suroeste de Irán, a quienes se ha descrito como “bárbaros feroces y sin ley”. Las inscripciones mesopotámicas describen a los montañeses, de quienes se puede decir que fueron los primeros guerrilleros exitosos registrados, en términos que serían instantáneamente familiares para los europeos o chinos de una época posterior como "la serpiente con colmillos de la montaña, que actuó con violencia contra el Dioses . . . que le quitó la esposa al que tenía esposa, que le quitó el hijo al que tenía un hijo, que puso la iniquidad y el mal en la tierra de Sumeria”. Tal ha sido siempre la reacción de los granjeros asentados devastados por "bárbaros" desarraigados.

 
Sargón

Después de la caída de Akkad, los nómadas que se movían a pie, no a caballo (la domesticación de caballos y camellos apenas comenzaba), pululaban por toda Mesopotamia, Siria y Palestina durante doscientos años. Los bandoleros y los piratas los seguían, ya que no había autoridad imperial para mantener la paz. Los habitantes de la ciudad de Sumeria miraban con miedo y asco a estos forasteros, tan capaces militarmente, tan toscos culturalmente. Fueron descritos como un “pueblo devastador, con instintos de bestia, como lobos”, y fueron denigrados como “hombres que no comían pescado, hombres que no comían cebollas”, hombres que “apestaban a espino de camello y orina”. (Camelthorn es una hierba nociva originaria de Asia).

En 2059 a. C., el imperio de Ur, en el sur de Irak, erigió un “Muro frente a las tierras altas” para mantener a los nómadas fuera de Mesopotamia central. Este proyecto de construcción terminó excediendo el tiempo y el presupuesto porque sus constructores eran constantemente hostigados por los nómadas amorreos ("habitantes de tiendas... [quienes] desde la antigüedad no han conocido ciudades"), y al final no pudo brindar seguridad duradera. más que la Gran Muralla China o la Línea Morice erigida por los franceses en Argelia en la década de 1950. En 2005 a. C., los elamitas, “el enemigo de las tierras altas”, saquearon Ur y convirtieron la gran ciudad en un “montículo en ruinas”. Dejaron “cadáveres flotando en el Éufrates” y redujeron a los sobrevivientes a refugiados que, según las tablillas mesopotámicas, eran “como cabras en estampida, perseguidas por perros.

La mayoría de los imperios antiguos respondieron a la amenaza de la guerra de guerrillas, ya sea que la libraran nómadas del exterior o rebeldes del interior, con la misma estrategia. Se puede resumir en una simple palabra: terror. Los antiguos monarcas buscaban infligir el mayor sufrimiento posible para sofocar y disuadir los desafíos armados. Dado que, con unas pocas excepciones como Atenas y la República romana, las entidades políticas antiguas eran monarquías o estados guerreros, en lugar de repúblicas constitucionales, rara vez se sintieron obligados por escrúpulos morales o por alguna necesidad de apaciguar a la opinión pública, ni la "opinión pública" ni siendo los “derechos humanos” conceptos que habrían entendido. (La primera frase no se acuñó hasta el siglo XVIII, la última no hasta el siglo XX, aunque las ideas que describen se remontan a la antigua Grecia).

Los asirios, que a partir del año 1100 a. C. conquistaron un dominio que se extendía mil quinientos kilómetros desde Persia hasta Egipto, fueron particularmente espeluznantes en su infligir terror. El rey Ashurnasirpal II (r. 883–859 a. C.) había inscrito en su residencia real un relato de lo que hizo después de recuperar la ciudad rebelde de Suru:

Edifiqué una columna frente a la puerta de la ciudad, y desollé a todos los principales que se habían rebelado, y cubrí la columna con sus pieles; a algunos los tapé dentro de la columna, a otros los empalé en estacas sobre la columna, y a otros los até a estacas alrededor de la columna; a muchos dentro de los límites de mi propia tierra los desollé, y extendí sus pieles sobre los muros; y corté los miembros de los oficiales, de los oficiales reales, que se habían rebelado.

Más tarde, los mongoles se harían famosos por exhibiciones igualmente grotescas diseñadas para asustar a los adversarios para que aceptaran. Pero incluso en un momento en que no había grupos de presión de derechos humanos ni prensa libre, esta estrategia estuvo lejos de ser un éxito invariable. A menudo fracasaba simplemente creando más enemigos. Asolada por la guerra civil, Asiria al final no pudo reprimir una revuelta de los babilonios, habitantes de una ciudad previamente saqueada por los asirios, y los medos, una tribu que habita en el actual Irán. Juntaron sus recursos para luchar contra sus opresores mutuos. En el 612 a. C. lograron conquistar la capital imperial y, como dijo Heródoto, “sacudir el yugo de la servidumbre y convertirse en un pueblo libre”.

miércoles, 19 de abril de 2023

Guerra Hispano-norteamericana: La rebelión filipina posterior a la victoria americana

Comienza la guerra filipino-estadounidense

Weapons and Warfare


 





Los últimos reductos: Cae el general Vicente Lukban, 18 de febrero de 1902.


 

La guerra filipino-estadounidense tuvo dos fases distintas. Durante la primera fase convencional, de febrero a noviembre de 1899, los soldados de Aguinaldo operaron como un ejército regular y lucharon contra los estadounidenses en combate de pie. A falta de una estrategia coherente, la causa revolucionaria nunca produjo un estratega de primera; Aguinaldo demostró ser un pensador militar muy por encima de su cabeza: los esfuerzos de los filipinos se centraron en defender el territorio que controlaban. Esta defensa carecía de imaginación, siendo poco más que intentar posicionar unidades entre los estadounidenses y sus objetivos. El ejército estadounidense dominó fácilmente la guerra convencional. El ejército podría encontrar al enemigo de manera confiable y llevarlo a la batalla. Una vez que comenzó el combate, dominó la potencia de fuego superior del ejército. La competencia fue tan unilateral que el general Otis informó que fácilmente podía marchar un 3, 000 hombres en cualquier lugar de Filipinas y los insurgentes no pudieron hacer nada para evitarlo. La historia militar convencional enseñaba que cuando un bando no podía oponerse al libre movimiento de su enemigo en su propio territorio, la guerra casi había terminado. De hecho, la presión militar junto con el compromiso del ejército con una política de asimilación benévola pareció producir resultados decisivos en el otoño de 1899, cuando Otis preparó una ofensiva ganadora de guerra programada para aprovechar la estación seca de Luzón.

Otis trabajó muy duro pero desperdició un tiempo interminable supervisando pequeños detalles. Un periodista observó que Otis vivía “en un valle y trabaja con un microscopio, mientras que su propio lugar está en la cima de una colina, con un catalejo”. MacArthur fue aún menos caritativo, describiendo al general como “una locomotora con la parte inferior hacia arriba en la vía, con sus ruedas girando a toda velocidad”. Desafortunadamente, los miembros de la élite filipina que vivían en Manila tuvieron la medida del hombre y le dijeron a Otis lo que quería escuchar, a saber, que los filipinos más respetables deseaban la anexión estadounidense. Esta falacia reforzó el instinto de Otis hacia la economía falsa, para tomar atajos y ganar la guerra sin gastar demasiados recursos.

Su plan para capturar la capital insurgente en el norte de Luzón y destruir el Ejército de Liberación de Aguinaldo era similar a un juego en grande. Un grupo de estadounidenses actuó como golpeadores, conduciendo a los filipinos hacia los cañones que esperaban de una fuerza de bloqueo que se había apresurado a tomar posiciones para interceptar a la presa que huía. En virtud de prodigiosos esfuerzos (lluvias inusualmente fuertes inundaron el campo, reduciendo el avance de una columna de caballería a dieciséis millas en once días), las fuerzas estadounidenses disolvieron el ejército insurgente, capturaron depósitos de suministros e instalaciones administrativas y ocuparon todos los objetivos. Como para confirmar lo que la élite de Manila le había dicho a Otis, los soldados entraron en las aldeas donde un pueblo aparentemente feliz ondeaba banderas blancas y gritaba “Viva Americanos”.

Un oficial estadounidense, J. Franklin Bell, informó que todo lo que quedaba eran “pequeñas bandas . . . compuesto en gran parte por los restos flotantes y desechos de los restos de la insurrección”. Otis cablegrafió a Washington con una declaración de victoria. Concedió una entrevista al Leslie's Weekly en la que dijo: “Me pides que diga cuándo terminará la guerra en Filipinas y que establezca un límite en los hombres y el tesoro necesarios para llevar los asuntos a una conclusión satisfactoria. Eso es imposible, porque la guerra en Filipinas ya ha terminado”.

Ciertamente le pareció así a George C. Marshall, de dieciocho años. Los voluntarios de la Compañía C, Tenth Pennsylvania, regresaron de Filipinas a la ciudad natal de Marshall en agosto de 1899. Marshall recordó: “Cuando su tren los llevó a Uniontown desde Pittsburgh, donde el presidente había recibido a su regimiento, cada silbato y campana de la iglesia en la ciudad sopló y resonó durante cinco minutos en un pandemónium de orgullo local”. El desfile subsiguiente “fue una gran demostración de orgullo de un pequeño pueblo estadounidense por sus jóvenes y de sano entusiasmo por sus logros”.

La victoria complació enormemente a la administración McKinley. Ahora la asimilación benévola podría proceder sin el obstáculo de una guerra fea. El presidente dijo al Congreso: “No se escatimarán esfuerzos para reconstruir los vastos lugares desolados por la guerra y por largos años de desgobierno. No esperaremos al final de la lucha para comenzar el trabajo benéfico. Continuaremos, como hemos comenzado, abriendo las escuelas y las iglesias, poniendo en funcionamiento los tribunales, fomentando la industria, el comercio y la agricultura”. De ese modo, el pueblo filipino vería claramente que la ocupación estadounidense no tenía un motivo egoísta, sino que estaba dedicada a la "libertad" y el "bienestar" filipino.



De hecho, Otis y otros líderes superiores habían juzgado completamente mal la situación. No percibieron que la aparente desintegración del ejército insurgente fue en realidad el resultado de la decisión de Aguinaldo de abandonar la guerra convencional. En cambio, la facilidad con la que el ejército ocupó sus objetivos en Filipinas trajo una falsa sensación de seguridad, ocultando el hecho de que la ocupación y la pacificación, los procesos para establecer la paz y asegurarla, no eran lo mismo en absoluto. Un corresponsal del New York Herald viajó por el sur de Luzón en la primavera de 1900. Lo que vio “difícilmente sustenta los informes optimistas” provenientes de la sede en Manila, escribió. “Todavía hay mucha lucha en curso; existe un odio generalizado, casi general, hacia los estadounidenses. Los acontecimientos mostrarían que la victoria requería muchos más hombres para derrotar a la insurgencia que para dispersar al ejército insurgente regular. Antes de que terminara el conflicto, dos tercios de todo el ejército de los EE. UU. estaba en Filipinas.

Cómo operaban las guerrillas

La ofensiva de Otis había sido la prueba final y dolorosa para el alto mando insurgente de que no podían enfrentarse abiertamente a los estadounidenses. En consecuencia, el 19 de noviembre de 1899, Aguinaldo decretó que en adelante los insurgentes adoptaran tácticas de guerrilla. Un comandante insurgente articuló la estrategia guerrillera en una orden general a sus fuerzas: “molestar al enemigo en diferentes puntos” teniendo en cuenta que “nuestro objetivo no es vencerlo, cosa difícil de lograr considerando su superioridad numérica y armamentística, sino infligirles pérdidas constantes, con el fin de desanimarlos y convencerlos de nuestros derechos”. En otras palabras, los guerrilleros querían explotar una ventaja tradicional de la insurgencia, la capacidad de librar una guerra prolongada hasta que el enemigo se cansara y se rindiera.

Aguinaldo se escondió en las montañas del norte de Luzón, la ubicación de su cuartel general era un secreto incluso para sus propios comandantes. Dividió Filipinas en distritos guerrilleros, cada uno comandado por un general y cada subdistrito comandado por un coronel o mayor. Aguinaldo trató de dirigir el esfuerzo bélico mediante un sistema de códigos y correos, pero este sistema era lento y poco confiable. Debido a que no pudo ejercer un comando y control efectivos, los comandantes de distrito operaron como señores de la guerra regionales. Estos oficiales comandaban dos tipos de guerrilleros: antiguos regulares que ahora se desempeñan como partisanos de tiempo completo —la élite militar del movimiento revolucionario— y milicias de medio tiempo. Aguinaldo pretendía que los regulares operaran en pequeñas bandas de treinta a cincuenta hombres. En la práctica,

La falta de armas entorpeció mucho a la guerrilla. Un bloqueo de la Marina de los EE. UU. les impidió recibir cargamentos de armas. Las armas que tenían eran típicamente obsoletas y en malas condiciones. La munición era casera a partir de pólvora negra y cabezas de cerillas recubiertas de estaño y latón fundidos. En una escaramuza típica, veinticinco guerrilleros armados con rifles abrieron fuego a quemarropa contra un grupo de soldados estadounidenses amontonados en canoas nativas. Consiguieron herir sólo a dos hombres. Un oficial estadounidense que inspeccionó el sitio concluyó que el 60 por ciento de las municiones de los insurgentes había fallado. Aunque los insurgentes normalmente habían preparado el sitio de la emboscada completo con sus armas montadas en apoyos, su tiro también fue notoriamente pobre.

Los oficiales insurgentes eran dolorosamente conscientes de sus deficiencias en armamentos. Un coronel aconsejó a un subordinado que armara a sus hombres con cuchillos y lanzas o usara arcos y flechas. Otro rogó a sus superiores por solo diez rondas de municiones para cada una de sus armas para poder atacar una posición estadounidense vulnerable. En la ofensiva, los regulares eligieron cuidadosamente el momento para atacar: un ataque de francotiradores contra un campamento estadounidense o una emboscada a una columna de suministros. Después de disparar algunas rondas, se retiraron. A la defensiva, rara vez intentaron mantenerse firmes, sino que se dispersaron, se cambiaron a ropa de civil y se mezclaron con la población en general.

La milicia a tiempo parcial, a menudo llamada Sandahatan o bolomen (este último término se refería a los machetes que portaban), tenía diferentes funciones. Proporcionaron a los habituales dinero, alimentos, suministros e inteligencia. Ocultaron a los habituales y sus armas y proporcionaron reclutas para reponer las pérdidas. También actuaron como ejecutores en nombre del gobierno que los insurgentes establecieron en ciudades, pueblos y aldeas. El brazo civil del movimiento insurgente era tan importante como los dos brazos de combate. Los administradores civiles actuaron como un gobierno en la sombra. Se aseguraron de que los impuestos y las contribuciones se recaudaran y se trasladaran a depósitos ocultos en el interior. En esencia, la red que crearon y administraron constituyó la línea de comunicaciones y suministro de los insurgentes.

Desde el punto de vista insurgente, la decisión de dispersarse y hacer la guerra de guerrillas puso en manos del pueblo la suerte de la revolución. Todo dependía de la disposición del pueblo para apoyar y aprovisionar a la insurgencia. Los líderes guerrilleros entendieron bien la importancia fundamental del pueblo. Decretaron que era deber de todo filipino dar lealtad a la causa insurgente. La lealtad étnica y regional, el nacionalismo genuino y el hábito de toda la vida de obedecer a la nobleza que componía a los líderes de la resistencia hicieron que muchos campesinos aceptaran este deber.

Si los insurgentes no podían obligar a un apoyo activo, requerían absolutamente un cumplimiento silencioso, porque un solo pueblo en formación podía denunciar a un insurgente ante los estadounidenses. Los guerrilleros invirtieron mucho esfuerzo para desalentar la colaboración. Cuando fracasaron los llamamientos al patriotismo, emplearon el terror. Un destacado periodista revolucionario instó a infligir “un castigo ejemplar a los traidores para evitar que la gente de los pueblos se venda indignamente por el oro de los invasores”. Una de las órdenes de Aguinaldo instruyó a los subordinados para que estudiaran el significado del verbo dukutar, una expresión en tagalo que significa "sacar algo de un agujero" y que en general significa asesinato. Después de eso, de todos los niveles del comando insurgente surgieron numerosas órdenes que autorizaban una amplia gama de tácticas terroristas para evitar que los civiles cooperaran con los estadounidenses: multas, palizas o destrucción de viviendas por delitos menores; pelotón de fusilamiento, secuestro o decapitación de filipinos que sirvieron en gobiernos municipales patrocinados por Estados Unidos. Sin embargo, el alto mando revolucionario nunca abogó por una estrategia de terror sistemático contra los estadounidenses. Querían ser reconocidos como hombres civilizados con calificaciones legítimas para dirigir un gobierno civilizado y así limitar el terror a su propio pueblo. el alto mando revolucionario nunca abogó por una estrategia de terror sistemático contra los estadounidenses. Querían ser reconocidos como hombres civilizados con calificaciones legítimas para dirigir un gobierno civilizado y así limitar el terror a su propio pueblo. el alto mando revolucionario nunca abogó por una estrategia de terror sistemático contra los estadounidenses. Querían ser reconocidos como hombres civilizados con calificaciones legítimas para dirigir un gobierno civilizado y así limitar el terror a su propio pueblo.

A medida que continuaba la guerra, los civiles se convirtieron en las víctimas particulares a pesar de que la mayoría de los campesinos filipinos no apoyaban activamente ni a las guerrillas ni a los estadounidenses. Mientras ninguno de los bandos incurrió en su ira a través de impuestos excesivos, robos, destrucción de propiedad o coerción física, simplemente continuaron con sus tareas diarias y esperaban que el conflicto se desarrollara en otro lugar.

viernes, 7 de octubre de 2022

China Imperial: La toma de Nanjing en 1864 durante la rebelión Taiping (1/2)

Caída de Nanjing

Parte I || Parte II
Weapons and Warfare



 

Aquí se representa la victoria de las fuerzas Taiping sobre el ejército Qing al capturar Nanjing. Los soldados Taiping, fueron implacables en el entrenamiento y se convirtieron en feroces luchadores. Biblioteca Yenching de Harvard.
 

Después de que Issachar Roberts lo dejara en el invierno de 1862, Hong Rengan tenía poco contacto con nadie más del mundo exterior. Un misionero alemán extraviado llamado Wilhelm Lobscheid finalmente llegó a Nanjing un año y medio después, en el verano de 1863, mientras Gordon y el ejército de Anhui estaban incursionando en la provincia de Jiangsu. Encontró al Rey Escudo amargado y a la defensiva. "¿Hemos roto alguna vez la fe con los extranjeros?" Hong Rengan le preguntó. “¿Alguna vez hemos tomado represalias [contra] la enemistad de Inglaterra y Francia?” Si los extranjeros querían ser enemigos de Taiping, es mejor que tengan cuidado, dijo. “Luchamos en nuestro propio país, y para librarnos de una potencia extranjera, y ¡ay del extranjero que caiga en nuestras manos después de que se haya disparado el primer tiro contra Nanking! Lobscheid estaba consternado por el aguijón de la traición que escuchó en la voz de Hong Rengan y deseó un nuevo comienzo entre los rebeldes y las potencias extranjeras. “Sir Frederick Bruce será llamado algún día para dar cuenta del curso de política ruinoso que ha aconsejado a su gobierno que adopte”, escribió a un periódico de Hong Kong después de su regreso de Nanjing, “y la influencia extranjera finalmente prevalecerá en el consejo de los rebeldes. Pero ya sea sobre las ruinas de las plantaciones de seda y té, o sobre los cementerios de miles de súbditos británicos, pronto tendremos la oportunidad de presenciarlo”. ", escribió a un periódico de Hong Kong después de su regreso de Nanjing, "y la influencia extranjera finalmente prevalecerá en el consejo de los rebeldes. Pero ya sea sobre las ruinas de las plantaciones de seda y té, o sobre los cementerios de miles de súbditos británicos, pronto tendremos la oportunidad de presenciarlo”. 

Aunque Hong Rengan ya no se ocupaba de los asuntos exteriores, seguía siendo el funcionario de mayor rango en la corte rebelde y todos los negocios de la capital seguían pasando por sus manos. En su mayor parte, los otros reyes todavía tenían que pasar por él para tener acceso a su primo solitario, el Rey Celestial. Y una vez que la ira por las acciones de los misioneros se desvaneció, su primo le dio nuevas responsabilidades que en cierto modo eran más personales y, por lo tanto, más confiables que las que le había dado antes. En 1863, le pidió a Hong Rengan que se hiciera cargo de su hijo adolescente, el Joven Monarca, y que garantizara su seguridad sin importar lo que le sucediera al propio Hong Xiuquan. Como guardián del heredero aparente, Hong Rengan temía que no pudiera “cumplir con la gran confianza depositada en mí”, y estaba “lleno de ansiedad y se deshizo en lágrimas”.

Las presiones inmediatas de la guerra obligaron a Hong Rengan a dejar de lado sus planes de un nuevo gobierno y una nueva diplomacia para China. Las campañas militares y las líneas de suministro simplemente tenían que ser lo primero y, a medida que se intensificaban los problemas en esos frentes, el amanecer de su estado imaginado se alejaba en la distancia. Sus preciadas reformas —los ferrocarriles, los tribunales de justicia, los centros comerciales, los periódicos, las minas, los bancos y las industrias— tendrían que esperar. Era todo lo que podía hacer para mantener unido el liderazgo en la capital. La locura de Hong Xiuquan crecía a medida que aumentaban los reveses militares, y las insinuaciones de la fatalidad llevaron a su mente visionaria hacia el anhelado apocalipsis. Se negó a permitir una retirada, confiando únicamente en el Padre Celestial, y comenzó a otorgar recompensas y honores a sus seguidores con un abandono descuidado. creando tantos nuevos reyes, más de cien de ellos, que su hijo, el Joven Monarca, ni siquiera pudo mantener todos sus nombres correctos. Las disputas de los funcionarios de la capital iban en aumento y se volvían más amargas, justo en el momento en que no debía.

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Mientras tanto, la hambruna en el campo se profundizó. A pesar de las estaciones de socorro que Zeng Guofan había establecido en el sur de Anhui, las condiciones en esa parte montañosa de la provincia se habían deteriorado mucho más allá incluso del horror que existía cuando tomó el control de Anqing por primera vez. “En todas partes del sur de Anhui se están comiendo a la gente”, escribió en su diario el 8 de junio de 1863, un comentario cuya banalidad indicaba hasta qué punto lo impensable se había convertido en un lugar común. Era una de varias anotaciones sobre el canibalismo en su diario, aunque en este caso la preocupación que lo llevó a mencionar que no era tanto que la carne humana se estuviera consumiendo per se, porque eso era una noticia vieja, sino que se estaba volviendo tan caro: el precio por onza se había cuadriplicado desde el año anterior, lo que significaba que incluso el más deprimente de los alimentos se estaba volviendo inasequible. También hubo canibalismo en la provincia de Jiangsu, señaló, al este y al sur de Nanjing, aunque se informó que el precio de la carne humana allí era más bajo. Charles Gordon vio su espantosa huella por sí mismo durante la campaña, aunque no creía que sus hermanos en Shanghái pudieran entender el verdadero horror de la misma. “Leer que hay seres humanos comiendo carne humana”, le escribió a su madre, “produce menos efecto que si vieran los cadáveres de los que se corta esa carne”.

El norte de Anhui era un páramo. Bao Chao trató de explorar una línea de suministro a través de la provincia para apoyar a un ejército en la orilla norte del Yangtze frente a Nanjing, pero perdió la esperanza. En tiempos normales, la sección media plana de Anhui era un plano ininterrumpido de jade en primavera, con brotes de arroz que brillaban bajo el sol abierto que deslumbraba al reflejarse en los canales de irrigación que parecían hilos. Pero Bao Chao informó que en un viaje de más de cien millas a través de la región en la primavera de 1863, no había visto ni una brizna de hierba. No había madera para quemar para cocinar fuegos. No había nada para sostener la vida humana en absoluto. Informes sombríos similares llegaron de Jiangsu, donde los combates prácticamente habían vaciado el campo en cien millas alrededor de Shanghái. Los cerdos salvajes buscaban en los pueblos abandonados, alimentándose de los cadáveres secos de los muertos. Como gobernador general, esta era la región de jurisdicción y alta autoridad de Zeng Guofan. “Tener una responsabilidad tan grande en tiempos tan terribles”, cavilaba en su diario, “seguramente esta es la existencia más maldita de todas”.

Sin embargo, la desolación tenía su lado positivo. Ya sea que Zeng Guofan apoyara o no activamente una política de tierra arrasada, vio claramente en la devastación del paisaje los mismos beneficios para la guerra contrainsurgente que otros, en otros momentos de la historia del mundo, también encontrarían. En un memorial al trono el 14 de abril de 1863, describió la ruina del sur de Anhui. “Todo es paja amarilla y huesos blancos”, escribió. “Puedes viajar un día entero sin encontrarte con una sola persona”. El aspecto más preocupante de esta desolación, tal como él lo veía, era que los rebeldes, a los que se les negaba el acceso a los alimentos, podrían intentar escapar y dirigirse al suroeste hacia la provincia de Jiangxi.

Al mismo tiempo, explicó, había mucho que encontrar agradable en la situación. Los rebeldes dependían del apoyo y la aceptación de los campesinos entre los que vivían, y las condiciones de hambruna crearían conflicto. La gente abandonaría las regiones que rodean el área de control de Taiping y “desaparecerían como el humo”, dejándolos sin seguidores. Si los agricultores no tenían semillas, tendrían que abandonar sus campos, dejando a los rebeldes sin nada que comer. “Haciendo campaña en una región sin gente, los rebeldes serán como peces fuera del agua”, escribió. “En un campo desprovisto de cultivo, serán como pájaros en una montaña sin árboles”. La devastación, esperaba, eventualmente llegaría al punto en que los rebeldes ya no podrían sobrevivir.

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Zeng Guoquan finalmente capturó el fuerte de piedra en Yuhuatai el 13 de junio de 1863, en un repentino ataque nocturno luego de meses de preparación silenciosa. Asumió el cargo con pocas pérdidas de vidas, aunque Zeng Guofan (quien buscó obtener el mayor crédito posible para su hermano) informó a Beijing que seis mil defensores rebeldes habían muerto en la batalla. Con el control de la colina, Zeng Guoquan ahora cerró efectivamente la puerta sur. Desde el nuevo punto de vista de Zeng Guoquan en lo alto de Yuhuatai, la capital rebelde se extendía debajo como un tablero de ajedrez chino gigante. El juego del cerco había comenzado de verdad ahora, y su hermano mayor, de vuelta en sus aposentos en Anqing, jugando sus rondas obsesivas de Go, colocó sus piezas con cuidado, trazando el patrón de movimientos que rodearían la ciudad, cortando todos los puntos. de escape,

Las puertas occidental y septentrional de Nanjing se abrían al río Yangtze, que pasaba por delante de la ciudad en dirección noreste. En la orilla del río frente a la ciudad yacían fuertes gigantes de Taiping que protegían el corredor Yangtze de una milla de ancho que bordeaba la capital. El 30 de junio, las fuerzas del río Hunan lanzaron un furioso ataque contra estos fuertes. Aprovechando un fuerte viento cruzado, los hunaneses enviaron oleada tras oleada de sampanes, que cabalgaron de ceñida sobre la corriente río abajo, virando bruscamente contra el viento de frente, luego dispararon sus cañones y viraron, con las velas desplegadas, para adelantarse a la corriente. viento que los arrastró río arriba fuera de su alcance en un gran torbellino de movimiento coordinado. Las baterías costeras de Taiping dispararon contra los sampanes en circulación, hiriendo y matando a más de dos mil marineros hunaneses. pero al final los fuertes fueron tomados y todos los defensores masacrados. El ejército de Hunan tomó el control total del río Yangtze donde se encuentra con la esquina noroeste de Nanjing, y los rebeldes ya no pudieron cruzar hacia el norte de la ciudad. Las puertas occidentales de la ciudad ahora eran inútiles para ellos.

El último general de Taiping en cruzar el río antes de que se capturaran los fuertes fue Li Xiucheng, quien regresó el 20 de junio de una expedición al norte. Había salido de Nanjing con un ejército en febrero de 1863, tres meses después de no poder desalojar a Zeng Guoquan de su campamento en Yuhuatai, para tratar de romper las fuerzas del ejército de Hunan en el norte de Anhui y abrir una nueva línea de suministro para la capital. Su búsqueda a través de las tierras baldías de Anhui fue tan infructuosa como la de Bao Chao, y sus tropas fueron terriblemente devastadas por el hambre en el transcurso de su viaje. Reducidos a comer hierba, encontraron repetidamente las ciudades que atacaron ocupadas por guarniciones del ejército de Hunan bien aprovisionadas que los expulsaron con muchas bajas. La noticia de que Zeng Guoquan había capturado el fuerte en Yuhuatai en su ausencia fue la gota que colmó el vaso. y Li Xiucheng regresó directamente a la capital cuando se enteró. El ejército con el que regresó a Nanjing el 20 de junio, cruzando el río por etapas diez días antes de que cayeran los fuertes de la orilla norte, era, según sus propios cálculos, menos de cien mil hombres que el que había dejado en febrero. Pero apenas regresó al lado de su soberano sitiado, tuvo que partir nuevamente, porque su ayuda era necesaria en Suzhou, que estaba amenazada por Li Hongzhang, y Hangzhou, bajo el ataque del ejército de Zuo Zongtang. Había demasiados frentes, muy pocos comandantes, muy pocos recursos. 


El ejército Qing recuperó Nanjing en 1864.

El control del río le dio a las fuerzas de Hunan el dominio sobre las puertas occidentales de la ciudad, y con la puerta más al sur cerrada por la posición de su hermano en Yuhuatai, Zeng Guofan centró su atención en las caras norte y este de la ciudad. Inmediatamente después de que se capturaron los fuertes del río, envió a Bao Chao a cruzar a la ciudad y sitiar la Puerta Shence, la principal puerta interior en el lado norte de la ciudad. Solo en eso no tuvo éxito; la enfermedad estalló en el campamento de Bao Chao, y llegó una llamada de ayuda desde el sur de Anhui y Jiangxi, donde las guarniciones del ejército de Hunan se enfrentaban a la huida de los ejércitos de Taiping que se dirigían hacia el oeste desde Zhejiang. Así que Zeng Guofan tuvo que sacar a Bao Chao de Nanjing y enviarlo de regreso a Anhui, dejando esa puerta abierta.

Durante el verano y el otoño de 1863, las fuerzas de Zeng Guoquan continuaron desplegándose, conquistando una sucesión de diez puentes fuertemente defendidos y pasos de montaña que les permitieron dominar las carreteras al sureste de la ciudad. En noviembre, envió un destacamento al noreste al sitio de las tumbas imperiales Ming en las colinas al este de la ciudad, donde hizo que sus hombres construyeran un muro de tres millas que uniera sus posiciones del sureste, bloqueando así el acceso al este casi por completo. . En el lado este de Nanjing, la única puerta que aún permanecía abierta era la Puerta Taiping, que se abría hacia afuera un par de millas al oeste del bloqueo del ejército de Hunan en las tumbas Ming. Dos poderosos fuertes rebeldes la vigilaban desde la ladera de una montaña escarpada que bordeaba la ciudad fuera de la muralla en ese punto. La ladera de la montaña que daba a la ciudad se conocía como el Hombro del Dragón, y el castillo en su cima era la Fortaleza del Cielo, mientras que el que estaba en la parte inferior era la Fortaleza de la Tierra. Para diciembre de 1863, la Puerta Taiping, con sus dos fortalezas guardianas, junto con la Puerta Shence en el lado norte de la ciudad que Bao Chao había abandonado, eran los únicos puntos de control rebelde que quedaban en las veintitrés millas de circunferencia de la ciudad. .

Un terror silencioso reinaba dentro de Nanjing. Con solo las dos puertas aún abiertas y, por lo tanto, solo dos caminos que se alejaban de la ciudad, los suministros de alimentos eran limitados y casi no había tráfico para entrar o salir. Había unas treinta mil personas dentro de los muros, un tercio de ellos soldados. Después de que Suzhou cayera ante Li Hongzhang en diciembre, Li Xiucheng regresó nuevamente a Nanjing y le suplicó al Rey Celestial que tenían que irse; tuvieron que abandonar la capital y liderar un éxodo hacia la provincia de Jiangxi. Pero el Rey Celestial se negó, acusándolo airadamente de falta de fe. La intransigencia del soberano era enloquecedora, pero Li Xiucheng no estaba dispuesto a desafiar sus órdenes de quedarse quieto, por lo que comenzó a preparar a la población del interior para un asedio prolongado. Sin embargo, había una ventaja en que hubiera tan poca gente en una ciudad tan grande. Bajo su dirección, comenzaron a abrir tierras en la parte norte de la ciudad para el cultivo. Con trabajo duro, podrían cultivar suficientes alimentos para mantenerse durante mucho tiempo, tal vez incluso para siempre, si las paredes aguantaban. Pero la sociedad atrapada no estaba en paz. La paranoia de Hong Xiuquan iba en aumento, e incluso su primo no podía moderar los excesos de su loca crueldad. El pueblo vivía temeroso de sus grotescos y caprichosos castigos. Por el delito de comunicarse con alguien fuera de las murallas, ahora se mataba a golpes entre piedras o se desollaba viva en público. y ni siquiera su prima pudo moderar los excesos de su loca crueldad. El pueblo vivía temeroso de sus grotescos y caprichosos castigos. Por el delito de comunicarse con alguien fuera de las murallas, ahora se mataba a golpes entre piedras o se desollaba viva en público. 

Más podrían haber huido de la ciudad y suplicar que les permitieran afeitarse la cabeza y regresar al lado de la dinastía, excepto que sabían lo que les había sucedido a los civiles en Anqing. A fines de diciembre, también sabían lo que les había sucedido a los reyes que se habían rendido en Suzhou. Su juicio fue sabio. Varios grupos de mujeres fueron enviados desde Nanjing durante los meses siguientes, y aunque no fueron asesinadas en el acto, en un destino más incierto fueron “entregadas” a la población rural como esposas.18 Pero incluso esa indulgencia terminaría. A fines de la primavera de 1864, Zeng Guofan aconsejaría a su hermano que no dejara escapar de la ciudad a más mujeres o niños. Obligar a los rebeldes a mantener a toda la población adentro, explicó, aceleraría su hambruna. Y no quería que su hermano dejara sobrevivir sin darse cuenta a ninguno de los miembros de la familia de los rebeldes.

Con el Rey Valiente muerto y el Rey Leal dividido entre múltiples frentes, Hong Rengan una vez más se vio empujado al mando militar. Como las salidas de la ciudad fueron cortadas una por una, su primo le dijo que saliera de la capital para reunir tropas de los territorios cercanos y traerlas de vuelta para relevar a Nanjing. Pero incluso el novato militar Hong Rengan pudo sentir que la marea había cambiado. La muerte del brillante y carismático Rey Valiente había dejado un vacío en Anhui al norte y al oeste de Nanjing, y sin él ahora era imposible defender la capital de los accesos del norte, imposible reabrir el cruce del río y la carretera del norte a través de Pukou que había sido su salida más importante durante el sitio anterior de Nanjing. (El ataque de Li Xiucheng a Hangzhou, que había roto el asedio anterior, había comenzado en el mismo cruce que ahora no podían controlar.) No había comandante que pudiera reemplazar al Rey Valiente, y a pesar de la gran cantidad de tropas que lo habían seguido con gusto mientras vivía, ahora que estaba muerto, sus ejércitos tenían disueltos, regresando a sus hogares, dirigiéndose al norte para unirse a los Nian, o rindiéndose al bando imperial. “Con la caída del Rey Valiente, el prestigio de las tropas desapareció”, escribió Hong Rengan reflexionando, “y por supuesto se dispersaron”. Para empeorar las cosas, llegó la noticia de que incluso Shi Dakai the Wing King se había rendido con su ejército renegado en Sichuan durante el verano, y ya no había ninguna esperanza de que acudiera en ayuda de Nanjing.

Hong Rengan partió de la capital el día después de la Navidad de 1863, dejando a su hermano, esposa e hijos en Nanjing. Primero viajó a Danyang, cincuenta millas al este, donde los generales del Estandarte Verde habían encontrado su fin en 1860. El tío del Rey Valiente estaba al mando de la guarnición allí, pero dijo que no había soldados de sobra para que Hong Rengan los recuperara. a Nanjing. Así que se preparó para continuar hacia Changzhou, treinta millas más al este a lo largo del Gran Canal. Pero luego llegó la noticia de que Changzhou había caído en manos del ejército de Li Hongzhang, y él tenía que quedarse en Danyang durante el invierno. Cuando llegó la primavera, viajó hacia el sur, a la provincia de Zhejiang, donde la ciudad de Huzhou, a cincuenta millas al norte de la capital, Hangzhou, todavía resistía.

Cuando Hong Rengan había salido a formar un ejército en 1861, el proceso de reclutamiento había sido casi sin esfuerzo, simplemente una cuestión de plantar su estandarte, escribir sus poemas y luego esperar a que las multitudes acudieran a él para llevarlos a la batalla. Pero ya no más. Tanto en Danyang como en Huzhou encontró solo vulnerabilidad, no fuerza. Los comandantes estaban preocupados por los ataques de las fuerzas imperiales que acababan de conquistar Suzhou y Changzhou. Los soldados temían la escasez de alimentos y se negaron a abandonar la relativa seguridad de sus guarniciones para seguirlo de regreso a la capital. En compromiso, hizo un hogar para el verano en Huzhou, prometiendo a los comandantes que esperaría allí con ellos hasta septiembre, cuando la nueva cosecha de grano en Nanjing estaría lista para alimentarlos a todos y podrían marchar juntos de regreso a la capital. .

Mientras tanto, el nuevo reclutamiento aumentaba el ejército de Hunan a un tamaño sin precedentes. En enero de 1864, había 50.000 soldados de Hunan en Nanjing. En total, Zeng Guofan comandaba unos 120.000 soldados, unos 100.000 de ellos en tierra y el resto en la armada fluvial. Junto con los 50.000 bajo su hermano en Nanjing, había 20.000 guarnecidos en el sur de Anhui, 10.000 en el norte de Anhui, 13.000 itinerantes con Bao Chao y 10.000 estacionados entre Anhui y Suzhou. Y eso sin contar al ejército de Anhui de Li Hongzhang, que siguió su conquista de Suzhou con una marcha hacia Nanjing desde el este, aplastando las ciudades amuralladas de Wuxi y Changzhou en rápida sucesión. Tampoco contó con el ejército al mando de Zuo Zongtang en la provincia de Zhejiang, que se abría camino hacia Hangzhou en preparación para atacar Nanjing desde el sur.

A medida que los ejércitos se expandieron, las batallas siguieron su camino. En febrero de 1864, las fuerzas de Zeng Guoquan lograron capturar el castillo en la cima del Hombro del Dragón, la Fortaleza del Cielo. Los rebeldes todavía tenían la Fortaleza de la Tierra en su base, que protegía el punto donde la cordillera de la montaña se encontraba con la muralla de la ciudad. Pero con el control del fuerte superior, los imperiales dominaron el campo y pudieron establecer campamentos empalizados en la Puerta Shence y la Puerta Taiping contra poca resistencia. Una vez que se invirtieron esas dos puertas finales, la ciudad se cerró por completo. Poco después, el 31 de marzo, la capital de Zhejiang, Hangzhou, cayó ante Zuo Zongtang con el apoyo de la fuerza franco-china de Ningbo. Los defensores que escaparon de la ciudad caída huyeron a Huzhou, cincuenta millas al norte. donde encontraron refugio con Hong Rengan durante el verano. Los otros ejércitos rebeldes que estaban dispersos por Zhejiang comenzaron a abandonar la provincia, moviéndose en una retirada desorganizada hacia el oeste hacia Jiangxi. Con la pérdida de Hangzhou y Suzhou, Taiping ya no controlaba ninguna de las principales ciudades del este. Ya no había vías de rescate para la capital. Todo lo que quedaba era el asedio.