El día que Hitler terminó de consolidar su poder y anticipó el horror nazi que se avecinaba en Europa
El 14 de julio de 1933, el Führer prohibió la creación de nuevos partidos políticos. Ese fue la última puntada con la que acalló a todos sus opositores. Su palabra se convirtió en ley. Cómo fueron esos 6 meses en los que el líder nazi asumió el control del Estado. Qué decía la ley que lo determinó
Por Matías Bauso || Infobae
Apenas dos artículos. El primero establecía que el Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que ya habían sido prohibidas (Corbis via Getty Images)El 14 de julio de 1933, 90 años atrás, el Partido Nazi quedaba establecido por como el único partido legal de Alemania.
Una
ley mínima en su forma. Casi como si su autor quisiera demostrar el
desdén hacia el instrumento. Una redacción marcial pero perezosa. No se
necesitaba más. Apenas dos artículos. El primero establecía que el
Partido Nazi era el único partido que podía funcionar en Alemania. El
segundo fijaba las penas –de hasta tres años de prisión- para los que
fundaran nuevas organizaciones políticas o intentaran reavivar las que
ya habían sido prohibidas.
La ley venía a reconocer una realidad (y a impedir futuras molestias): tres semanas antes se habían prohibido las actividades de todos los partidos políticos que no fueran el oficial.
Sin embargo para entender cómo pudo suceder esto hay que ir más atrás. Pero no es necesario retroceder demasiado: Hitler se apropió
del poder en muy poco tiempo, con unos pocos movimientos enérgicos
aprovechó la debilidad de von Hindenburg, la perplejidad de sus
oponentes y la pasividad y anuencia del pueblo alemán.

En
esos primeros meses de 1933 cambió la historia de Occidente para
siempre. Hitler no sólo llegó al poder, sino que eliminó a sus rivales y
opositores y destruyó la división de poderes (Getty Images)El incendio del Reichstag
el 27 de febrero de 1933, le dio la oportunidad de aplicar medidas de
excepción. Ente ellas abolió al Partido Comunista y persiguió a sus
miembros y dirigentes a los que señalaron (falsamente) como los
responsables. No se quedó allí, presentó ante el parlamento una ley
llamada de Habilitación Especial. Este nuevo instrumento le conferiría
plenos poderes, dejaría al Parlamento convertido en algo ornamental. La
Constitución de Weimar requería mayorías especiales para que una ley de
ese tipo saliera. Los dos tercios de los legisladores debían aprobarla.
Ese no iba a ser un obstáculo para Hitler y sus hombres a los que la
llegada al poder les terminó de desbocar sus ambiciones. No querían que
hubiera nadie más que ellos. Al otro, al distinto, al que pensaba
diferente, había que eliminarlo. Esa lógica (y el poder que la sociedad
alemana le permitió irrogarse y hasta le cedió) terminó en la peor
tragedia del Siglo XX.
El
resto fue retorcer algunas cuestiones reglamentarias, presionar y
extorsionar a algunos de los parlamentarios, comprar a otros y dejar a
los socialdemócratas expresar su descontento en franca minoría, como si
les dieran una última posibilidad de quejarse en público, como si fuera
la salida a empujones de la escena. La Ley Habilitante tenía un nombre
oficial más pretencioso (y visto a la distancia, delirante): Ley para el Remedio de las Necesidades del Pueblo y del Reich.
¿Cuál era ese remedio? Darle todo el poder a Hitler. Que los tres
poderes se fundieran en él, convertirlo en máximo autoridad y en la
única palabra. En la fuente de legitimidad de cada norma. La palabra de Hitler era la Ley Suprema.
La
norma tenía cinco artículos y su redacción técnica y algo enrevesada
podía confundir. Para que eso no sucediera, para que se entendiera de
manera cabal su alcance, Joseph Goebbels dijo al día siguiente: “La
voluntad del Führer ha quedado establecida totalmente, los votos ya no
importan más. Sólo el Führer decide”. Y después agregó en un
rapto infrecuente de sinceridad, quizá vulnerable a la sorpresa
agradable (para él): “Esto ha sucedido mucho más rápido de lo que
imaginábamos”.
Y
así era. El ascenso había sido meteórico y fruto no sólo de la
persistencia y ambición de Hitler, de su falta de escrúpulos, sino
también de circunstancias confusas, de un tiempo inestable, que Hitler
hizo jugar a su favor con su voracidad implacable e impúdica.
Durante
una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca
iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933En esos primeros meses de 1933
cambió la historia de Occidente para siempre. Hitler no sólo llegó al
poder, sino que eliminó a sus rivales y opositores, destruyó la división
de poderes, su palabra fue la instancia superior del estado y terminó
prohibiendo toda actividad política. La República de Weimar ya no
existía más. El nazismo comenzaba su periodo de dominio y destrucción.
En
menos de seis meses, Hitler había tomado el control. En Alemania,
durante los brindis de Año Nuevo de 1933, nadie hubiera podido prever el
estado de situación que presentaría el poder en su país para mitad de
ese año.
Durante una década, Hitler había intentado acceder al poder. Parecía que nunca iba a conseguirlo. Pero todo cambió el 30 de enero de 1933.
Esa
noche Berlín se llenó de gente. Marchaban con aire marcial pero en el
filo del desborde. Vociferaban y cantaban. Llevaban antorchas que
blandían en el aire y encendían la oscuridad. Algunos estaban de negro,
otros de uniforme. Estaban celebrando la llegada al poder de su líder.
Hitler miraba a la muchedumbre autoiluminada desde un balcón. Se lo veía
satisfecho y feliz. Y decidido. Pero no sólo se trataba de festejos.
Esa masa era un aviso del futuro. Era la manifestación que profetizaba
la llegada del autoritarismo y del horror. De lo que le esperaba a los alemanes que no pensaran como ellos y al resto del mundo.
En
1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg (en la foto a la
derecha de Hitler), un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por
la población y por el resto de la clase política, casi la única
esperanza (Getty Images)A
veces los grandes movimientos históricos, aquellos que van a alterar la
vida de millones de personas, que van a marcar las décadas porvenir, no
son fruto de una gran preparación, de un movimiento estratégico
brillante y del cálculo sofisticado. En ocasiones lo que más influye es
la inconcebible ambición personal de uno o dos, la vejez de otro, las
cuestiones personales, el egoísmo, el azar, y hasta un mal cálculo:
subestimar al demente, creer que esa locura lo hace débil, en vez de
fortalecerlo.
Después de la Primera Guerra Mundial y del Tratado de Versalles,
Alemania debió atravesar la derrota, la escasez y la humillación. Esto
tuvo altos costos humanos, económicos y morales. De a poco el país
pareció salir del pozo. En 1925 fue nombrado presidente Paul von Hindenburg,
un héroe del conflicto bélico, alguien respetado por la población y por
el resto de la clase política, casi la única esperanza.
Por
su parte, Hitler encabezó en 1923 un intento de golpe de estado
fallido. Fue detenido y condenado a prisión. Lo que para otro hubiera
significado el ocaso de su carrera política, para él constituyó un
trampolín. El poco tiempo que pasó en prisión lo utilizó para escribir (y dictar) Mi Lucha.
En 1925 fue amnistiado. A partir de ese momento intentó acercarse al poder. El Partido Nazi
era una fracción minoritaria del electorado. Muy minoritaria. En las
elecciones legislativas de 1928 consiguió sólo 12 escaños, obtuvo
800.000 votos. Pero al año siguiente todo cambiaría. El Crack del 29
arrasó a la clase trabajadora alemana, como a la de otras partes del
mundo. La crisis económica fue feroz. En pocos meses el desempleo se
convirtió en una pandemia. Millones de desocupados tratando de
subsistir, de conseguir de alguna manera el alimento diario para su
familia. Ante ese panorama, la clase política tradicional quedó
desautorizada. Los que ganaron espacio fueron los que encarnaron los
discursos radicalizados, los extremos del arco político, los que
prometían medidas enérgicas, cambios abruptos y que encontraban enemigos
tangibles a los que apuntaban y deseaban destruir: el Partido Nazi y el Partido Comunista. Las dos propuestas multiplicaron por veinte sus votos previos.
Benito Mussolini y Adolf Hitler, durante una visita del italiano a Berlín antes del comienzo de la Segunda Guerra MundialEl
comunismo llegó a tener el 30% del electorado. Eso explica por qué
tiempo después, Hitler lo eligió como el primer blanco. Sabía que de
fracasar, el voluble electorado se inclinaría por la opción opuesta, que
ya se había mostrado cautelosa. Los dirigentes comunistas fueron
perseguidos y encarcelados, la organización prohibida. Pero a los pocos
meses, los nazis se dieron cuenta que eso no alcanzaba dado que los
votantes que habían votado a los comunistas podían inclinarse por otras
propuestas, alguien podía usufructuar ese descontento. Fue allí que Hitler decidió prohibir todos los partidos políticos.
El
partido nazi fue que más votos sacó en las elecciones legislativas
1932. Llegó al 37% de los votos. Sin embargo no pudo alcanzar la mayoría
necesaria para formar gobierno. Y en la elección presidencial fue
vencido en segunda vuelta por Hindenburg, que ya anciano con 83 años, no
pudo, según deseaba, retirarse: le pidieron que se presentara porque
era el único capaz de frenar a Hitler.
Hitler y Goebbels
pusieron en marcha un nuevo sistema proselitista. Subidos a lo que
producía esa oratoria histérica y siempre asertiva, que eludía los giros
formales con los que los políticos se solían expresar y ahondando en
las heridas, en las llagas, de la desesperante situación económica no
sólo utilizaron panfletos y carteles con sus propuestas e invectivas
contra los oponentes. Hitler, gracias al novedoso esquema diseñado por
Goebbels, llegó hasta cada gran ciudad y distrito importante alemán. Con
un avión viajaba a las poblaciones y entraba en contacto directo con el
electorado. Era el único que lo hacía.
El historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder
narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los
equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de
1933. Y aclara que Hitler no tomó el poder, en el sentido de haber
forzado las instituciones, sino que le fueron abiertas las puertas del
gobierno. Y él aprovechó la ocasión.
Los
gobiernos alemanes eran muy inestables. Nadie conseguía los apoyos
legislativos necesarios y la situación económica atroz añadía
incertidumbre. Había elecciones cada pocos meses y los gobernantes
duraban muy poco en el poder. Esa insatisfacción fue aprovechada por Hitler que era muy mal mirado por el resto de la clase política.
El
historiador Henry Ashby Turner en su libro A Treinta Días del Poder
narra cómo fueron los movimientos, las negociaciones y hasta los
equívocos que pusieron a Hitler frente a la cancillería a principios de
1933 (Getty Images)Tejió
algunas alianzas, hizo promesas que no pensaba cumplir, presionó a von
Hindenburg y aceptó tener en su primer gabinete sólo dos ministros de su
confianza, en carteras no demasiado relevantes. Comprendió que ese era
el precio para acceder a lo más alto. Pero también sabía que si no
modificaba varias situaciones, sino construía poder y eliminaba a los
enemigos y a las amenazas que lo rodeaban (casi lo acosaban), su paso
por la primera magistratura sería efímero.
Le había costado llegar hasta ahí y estaba dispuesto a todo para hacerlo. La prohibición de los partidos políticos fue el último paso.
Sus
rivales lo subestimaron. Alguien pensó que con lo grave que era la
situación del país, Hitler serviría como fusible, que al permitirle
llegar al poder lo neutralizaban para siempre porque fracasaría con
mucha velocidad. Esa subestimación, al muy poco tiempo, se reveló como
un erro colosal.
Tal
vez la primera señal pasó desapercibida y fue la misma noche del 30 de
enero cuando fue nombrado Canciller. Los partidarios nazis salieron a
festejar a las calles. Marcharon con antorchas, celebrando y hasta
atemorizando al resto. Ese fue el primer aviso de que lo que vendría
sería diferente a lo que se había vivido hasta el momento. Los gobiernos
que lo antecedieron no habían provocado ese entusiasmo.
En
los meses siguientes Hitler les demostró el error que habían cometido.
Aquellas promesas de campaña, que hablaban de grandeza, de recuperar el
territorio perdido en la guerra anterior, de limpieza racial, de
regresar a lo germánico y que se referían a la eliminación de lo
distinto, estaba dispuesto a cumplirlas. El incendio al Reichstag, la Noche de los Cuchillos Largos,
la Ley Habilitante, la eliminación y proscripción de los opositores,
las medidas antisemitas, el desarrollo de las fuerzas paramilitares y su
incorporación a la estructura formal del estado, las leyes arbitrarias
que sólo estaban destinadas a darle más poder.
En seis meses, Hitler ya estaba asentado en el poder y el Tercer Reich y la matanza atroz se habían puesto en marcha.