martes, 6 de junio de 2017

La miserable generación de los 70s que arruinaron un país

Las llamas de los 70 nos siguen devorando
Jorge Fernández Díaz
LA NACION



Era una variante casera de la "bomba vietnamita": setecientos gramos de trotyl en una lata redonda y chata, con cien postas de 9 milímetros, un mecanismo de relojería y una manija para enganchar en el elástico de la cama. La cargaba en su cartera una angelical estudiante de voz cheta, que había nacido en Punta Chica y que bruscamente se había vuelto amiguísima de la hija del jefe de la Policía Federal: el general Cesáreo Cardozo, figura ascendente de la dictadura de Videla y hombre clave en la represión más oscura. Todo había comenzado unos meses atrás en el Colegio María Auxiliadora de San Isidro: la chica le había revelado a un referente de Montoneros a quién tenía por compañera de estudios; la información ascendió la escala interna y la Conducción tomó cartas en el asunto, le ordenó estrechar vínculos y la ayudó a planificar detalladamente el atentado. Ana María González se ganó la confianza de toda la familia, incluso el afecto de Cardozo, y por lo tanto los custodios no le revisaron a ella la cartera cuando pasaron a recogerlas a las dos por el instituto: con armas y sirenas, condujeron a las estudiantes hasta el departamento de su jefe sin sospechar que también trasladaban una bomba en el interior de una lata de perfumes. La secuencia parece extraída de un thriller de Brian De Palma: Anita y su amiga comienzan sus tareas, pero ella al rato pide permiso para hablar por teléfono (había una extensión en el dormitorio de los padres), pasa antes por el baño, activa la bomba, y luego la coloca bajo la cama. Tiene unos segundos de vacilación, porque no quiere fallar y calcula que colgó el "caño" a la altura de los pies: se imagina en ese momento que a pesar de todo Cardozo puede quedar vivo. No quiere correr riesgos. Vuelve entonces sobre sus pasos para reubicar el explosivo a la altura de la cabeza. Después anuncia que se siente mal y que prefiere irse a casa. A las 1.36 de la madrugada del 18 de junio de 1976 sobreviene la explosión: el cuarto del general queda reducido a escombros; su sangre salpica el techo. La hija de Cardozo grita, desesperada: "¡Nos traicionó, nos traicionó!"

El historiador Federico Lorenz, inscripto quizá sin pretenderlo en un nuevo revisionismo de los 70, rescata del pasado este hecho maldito en Cenizas que te rodearon al caer (extraordinario verso de Gelman), un libro flamante que intenta reconstruir la vida enigmática y la muerte nunca aclarada de esa chica paqueta que a través de un novio llegó a las villas y a la militancia revolucionaria, que después de la explosión se volvió tristemente célebre y fue buscada por cielo y tierra, y que era considerada "una santa de la Orga". El asunto condensa todas las contradicciones de una época manipulada por unos y otros, y recientemente glorificada con peligrosa banalidad por el aparato kirchnerista. La víctima era una pieza fundamental del terrorismo de Estado y de un régimen que cometió las peores atrocidades, y la victimaria era integrante de una organización con delirio militarista que pasó a la clandestinidad en democracia, que consagró como metodología el crimen político y que, tal como le admitió Firmenich a García Márquez, apostó al golpe militar: preferían esa dictadura a que continuara la guerra peronista.


Es interesante aunque completamente azaroso que este libro se publique la misma semana en que se desclasificó un decreto secreto firmado por Perón en abril de 1974. Allí el líder del Movimiento disponía la elaboración de un plan para "eliminar las acciones subversivas violentas y no violentas". Las primeras se entienden con claridad; las segundas abren incógnitas, y ambas recuerdan el amplio espectro con que a continuación la Triple A asesinó a simpatizantes y soldados de la JP, y cómo en paralelo, amenazó de muerte y persiguió a simples artistas de izquierda. Ya se sabe: bajo la administración justicialista se perpetraron 1500 ejecuciones y hay registrados 900 desaparecidos en la Conadep. Nadie reclama por esos muertos. El decreto en cuestión tiene una frase donde Perón, por oportunismo o por convicción renovada (venía de largos años en Europa) expone lo que decide atacar y lo que dice defender en esa hora: "El Estado argentino enfrenta la subversión armada de grupos radicalizados que buscan la toma del poder para modificar el sistema democrático pluripartidista".

Este revisionismo permite refrescar la rapidez con que aquellos adolescentes de "familias bien" pasaban de la frivolidad a la idealización de la lucha armada, y el encuentro entre esa vanguardia esclarecida y el peronismo real; una vez mientras Anita disertaba acerca de su repentina preocupación por la pobreza, un compañero de origen humilde estalló y le dijo en la cara: "¡Pero qué mierda hablás de la villa, si nunca pasaste hambre, vos no sabés un carajo de los pobres!" Más adelante, Lorenz la ubica en la columna de "imberbes" que es echada de Plaza de Mayo. Finalmente, durante la admisión regocijada de la Operación Cardozo, cuando Anita da una conferencia de prensa bajo la consigna "Perón o muerte". Ese Perón era, claramente, una construcción ficcional; como lo fue también la Evita revisitada. No les importaba la realidad, sino el obstinado relato que hacían de ella.

Lo cierto es que la estruendosa muerte del general Cardozo resultó una pésima decisión de la cúpula montonera. Ya no se trataba de la acción callejera contra un hombre armado y protegido o del ataque a un regimiento, sino de la infiltración aviesa de una familia para cometer desde adentro un homicidio íntimo. El asunto les vino como anillo al dedo a los jerarcas militares, que se victimizaron y dieron a entender que quienes rompían de tal manera las reglas básicas merecían una cacería sin códigos. El hecho provocó una serie de matanzas y un revanchismo sangriento y torturador, y además desató una opresiva campaña pública de sospecha y vigilancia contra toda la juventud. La guerrilla peronista confirmaba una vez más su mediocridad política y su insistencia en ser funcional a sus más enconados enemigos.

La generación que siguió a los setentistas fue bombardeada, en sus primeros años, por ese atentado icónico e indefendible con el que se pretendía justificar cualquier respuesta. Más tarde denunció la infame maquinaria de exterminio montada desde el Estado y tendió, a lo largo de la primavera alfonsinista, a aceptar que Anita, sus compañeros y sus superiores, se inscribían en aquella épica romántica del Che Guevara. Los últimos juicios a los responsables de la dictadura y la repugnante exaltación de Montoneros, dos operaciones (una buena y una mala) del kirchnerismo, construyeron un nuevo jalón en la conciencia y crearon la necesidad de revisar la historia para empezar a poner las cosas en su lugar. Que es este lugar incómodo, lleno de mentiras y falsos héroes, donde pocos sectores de la sociedad argentina se salvan del infierno de la complicidad. En ese contexto debe leerse Cenizas que te rodearon al caer: su autor cuenta cómo Ana María González vivió para siempre escondida, porque la Orga no quería correr el riesgo de que fuera capturada ni abatida por los militares. El investigador conjetura, con algunas pruebas a la vista, que la chica de la bomba vietnamita fue herida en San Justo, durante un tiroteo casual, y murió más tarde en una casa alquilada por Montoneros: como era un trofeo político, sus camaradas decidieron incendiar la vivienda y carbonizar el cadáver. Esas llamas nos siguen devorando a todos.

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