Raúl Apold, el constructor del relato peronista, un estratega mediático de asombrosa vigencia
El secretario de medios de Perón, eje central de El inventor del peronismo, es uno de los secretos mejor guardados de la historia recienteLa Nación
¿Quién es Apold? Es una pregunta que podría encontrar respuesta en redacciones y noticieros, en escuelas de periodismo, entre expertos de comunicación y en oficinas de prensa. Pero en rigor muy pocos escucharon el nombre del secretario de medios de Juan Domingo Perón en sus dos primeros gobiernos, a pesar de que por entonces se lo comparaba nada menos que con Joseph Goebbels, el repulsivo ministro de propaganda del régimen nazi.
Efectivamente, de Raúl Alejandro Juan Apold se sabe poco y nada. Es el secreto mejor guardado del peronismo, el elemento que lo explica todo, como La carta robada, del cuento de Edgar Allan Poe, que está a la vista de cualquiera, pero nadie puede ver.
Desde el aparato de comunicación del peronismo original, que él condujo desde antes de la victoria de Perón en las elecciones de 1946, instaló el mito de un 17 de octubre absolutamente escindido de la revolución del 43, rompiendo la imagen de "candidato oficialista" que era en realidad. Cuando se les señala a los viejos peronistas que el gobierno de Perón fue una continuidad de la revolucion del 43, contestan: "Obvio", como si todos lo supieran. La percepción es exactamente la contraria.
Apold ideó el "olvido" de las grandes figuras que ayudaron a Perón a llegar al poder, como el coronel y gobernador de la provincia de Buenos Aires Domingo Mercante, el autor de la legislación laboral José Figuerola, el creador de la "tercera posición" Atilio Bramuglia y el empresario que acercó a la burguesía, Miguel Miranda, por nombrar unos pocos. También nos convenció de que "Perón cumple y Evita dignifica", y hasta de que la joven mujer del líder había renunciado el 22 de agosto de 1951 en un Cabildo Popular, cuando lo cierto es que fue una gran puesta en escena realizada en la avenida 9 de Julio, para evitar la designación de un vicepresidente y, por lo tanto, una posible competencia en el futuro.
Los peronistas que lo conocieron siguen hablando de Apold en voz baja, como si un Gran Hermano estuviera escuchándolos. Y tampoco les gusta que alguien pregunte por él. Les recuerda la peor cara del peronismo en el gobierno, cuando tenían miedo de decir algo que podía no gustar al poder. Sólo se repite el relato que él construyó, con un talento notable.
Antes que Evita
Nadie sabía cuándo había muerto Apold, ni dónde, tampoco el país en el que se exilió. Lo insólito es que no se lo preguntaron nunca, como negando que alguna vez haya existido, al lado de Perón, un hombre que decidía todo lo que se publicaba en diarios y se emitía en radios, que producía las noticias convenientes y anulaba las que no lo eran; que distribuía créditos para el cine, papel para periódicos y revistas, elegía artistas y directores para películas y obras de teatro, y decidía quién trabajaba, quién no, y cuándo había llegado el momento de pasar a alguno a manos de la Policía Federal. Es que Apold también había creado una Dirección de Asuntos Especiales en su Subsecretaría, desde donde hacía inteligencia en las redacciones y que manejaba con funcionarios controlados por su amigo Roberto Pettinato, el duro director nacional de Institutos Penitenciarios del peronismo original, un hombre cuya buena imagen se encargó de construir el propio Apold.
Entonces, ¿quién era Apold? Al comienzo, un periodista como los de antes, que hizo la "universidad" en la redacción del diario La época -que dirigía José María Cantilo-, donde aprendió a escribir a máquina. Se hizo radical en la secundaria, que cursó en el Colegio La Salle. Con el golpe de 1930 empezó a acercarse al mundo del espectáculo y los cuarteles.
Al producirse la revolución del 4 de junio de 1943, Apold tenía 45 años y una exitosa carrera en los medios. Representaba a artistas, generaba producciones de cine y teatro, protegía los intereses de Argentina Sono Film como un lobbysta moderno, armaba campañas de bien público como la que promovía la aviación militar y la profesionalización de los pilotos, que era la vanguardia de la época. Mientras, seguía trabajando como periodista, ya en el exitoso diario El Mundo, de Editorial Haynes.
Apold había conocido a Perón antes de esa revolución, a través del general Ángel María Zuluaga, pionero de la aviación argentina. Es decir, llegó a Perón antes que Evita. Incluso es probable que haya sido representante de la actriz, que tenía 24 años en el 43. Ya en octubre de ese año participó en la asunción de Perón como jefe del Departamento de Trabajo.
Apold haya llegado a Perón antes que Eva es un dato crucial, porque el mito dice que fue la joven quien introdujo al candidato en el mundo de los medios, al punto de que ella sería la responsable del vínculo con Jaime Yankelevich y la campaña de Radio Belgrano. Pero no es cierto. Se trata de otro relato nacido del aparato de comunicación del peronismo original, que, de tan eficiente, es considerado verdad histórica tanto por peronistas como por no peronistas.
Sin Apold, los únicos privilegiados no serían los niños. Ni Evita, la abanderada de los humildes. Ni el amor entre Juan y Eva hubiera llegado hasta nuestros días sin las dudas que suelen provocar investigadores y periodistas, a través de esa foto que cruzó generaciones, en que el presidente contiene en un abrazo a su mujer enferma, semanas antes de su muerte.
Tampoco tendríamos la certeza de que Evita pasó a la posteridad a las 20.25, otro dato falso, que figuró en el comunicado de prensa más famoso de la historia argentina, redactado por el propio Apold.
Una sola versión
Esa formidable construcción de relato realizada desde el edificio de siete pisos ubicado en la Avenida de Mayo 760, donde trabajaban 1500 periodistas, dibujantes, diseñadores, fotógrafos, editores, locutores, los mejores profesionales de la época, corre con varias ventajas en relación con otros relatos que intentaron instalarse desde el poder.
Es innegable que Perón estaba muy por encima de la media de la dirigencia argentina, y que fue una década de realizaciones que llegaron a los trabajadores, empujadas por la capacidad del país como proveedor de alimentos en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pero poco hubiera llegado hasta nuestro presente sin la fenomenal inversión en comunicación realizada desde el Estado, que supo librarse de las dudas que suelen provocar los medios independientes del poder político.
Efectivamente, si la primera versión de la historia (imprecisa, limitada, incluso interesada, pero siempre diversa) es la que aparece en los diarios, de nada sirven en la década peronista para confrontar el relato construido por Apold. Quien se toma el trabajo de ir a las hemerotecas, sólo encuentra la misma versión edulcorada de esos años perfectos y sin fisuras que bajaba de la Subsecretaría de Informaciones y Prensa. La enorme mayoría de los diarios estaba en manos del gobierno o de empresarios amigos, y los que no, debían autocensurarse para recibir el papel que distribuía la oficina de Apold.
Raanan Rein, académico de la Universidad de Tel Aviv, dice que el peronismo original empezó como "populismo reformista" y se fue transformando en "populismo autoritario". Y que, en ese proceso, invisibilizó a las "segundas líneas" imprescindibles en su construcción política. En mi visión, Apold fue la "segunda línea" que más aportó en esa transformación hacia el autoritarismo, invisibilizando a todos los demás y desplegando un relato difícil de contrastar con los sucesos reales, porque no puede leerse en los diarios y hay poquísima documentación fuera de esa formidable producción de relato.
Domesticar a los medios no adictos es una prioridad de los gobiernos autoritarios. Pero conseguir una sola versión del presente, ese sueño que cruza políticos -y políticas- de todos los tiempos y países, frente a las facilidades tecnológicas actuales suena más bien a quimera. Con la dictaduras es más sencillo. Matan o torturan al que escribe algo inconveniente, y listo. Con las democracias, aun las despóticas, es más complicado.
Los gobiernos autoritarios, no dictatoriales, están obligados a desplegar un gran talento creativo para ahogar la diversidad de voces, utilizando el acoso del Estado, aprobando legislación contraria a la libertad de expresión, censurando la publicidad de los privados. Las audiencias, sin embargo, aquí y en cualquier parte del mundo, elegirán mayoritariamente a los medios que no expresen al poder político y recurrirán a los periodistas independientes para echar luz sobre los problemas que el gobierno no resuelve. Es una verdad sencilla que, sobre todo, conocen los propios medios, que saben que cuando rompen el contrato con su público se caen en picada.
Silvia Mercado
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