lunes, 3 de octubre de 2016

Esparta: Termópilas

La batalla de las Termópilas

Apuntes de Historia


El rey persa Darío el Grande murió cuatro años después de la batalla de Maratón, por lo que no pudo cumplir el objetivo de castigar a los griegos, como vimos cuando traté aquí mismo de esa batalla. Sí, ya sé, pensarás que cuatro años es tiempo más que suficiente, pero es que había más.

Su objetivo no era sólo entrar en Grecia: quería conquistar Europa. Así que ordenó levas (alistamientos forzosos) en todas las satrapías y nuevos impuestos para reunir el mayor ejército que había visto la historia hasta entonces.

En esas estaba, a punto de partir ya hacia Grecia (pensaba dirigir la campaña personalmente) cuando se produjo un alzamiento en la satrapía de Egipto. Demasiados impuestos, quizá. Aunque tampoco pudo hacer nada al respecto ya que, mientras se preparaba para aplacar la rebelión egipcia, le sorprendió la enfermedad y la muerte.

Así que subió al trono su hijo Jerjes, quien se dispuso a completar los asuntos que su padre había dejado pendientes: primero Egipto y, más tarde, Grecia y Europa toda.


Esparta

Sobre el imperio persa en la época ya hablé en el artículo sobre la batalla de Maratón, y a él te remito. Pero para entender bien qué paso y por qué ocurrió así tenemos que detenernos un momento a repasar cómo era la sociedad del otro protagonista de esta historia, Esparta.

Maratón, el (primer) final de los persas Maratón, el (primer) final de los persas
Pero antes me gustaría pedirte algo, y es que olvides (aunque sea por un momento) la imagen de héroes luchadores por la libertad y con fuertes convicciones morales que posiblemente tengas de los espartanos gracias al cine.


Ruinas de Esparta

Porque, como vamos a ver en las siguientes líneas, la espartana era una sociedad belicista, autoritaria, esclavista, supersticiosa, inmovilista, hipócrita, machista, ultraconservadora y profundamente egoísta. Lo tenían todo, como puedes ver; aunque claro, no sería justo juzgarles según patrones modernos.

La espartana era una sociedad belicista, machista, esclavista,supersticiosa y ultraconservadora

Esparta era una polis griega regida por una diarquía (dos reyes), un “generalato hereditario y vitalicio”, como lo definió Aristóteles, cuya sociedad estaba absolutamente regida por dos ejes centrales: la religión y la guerra. Todo ello fuertemente regulado por la Gran Retra, la ley suprema espartana.

Aunque realmente los reyes espartanos tenían muy poco poder, ya que estaban limitados por un lado por la voluntad divina (expresada a través del Oráculo de Delfos o de los augures y adivinos que leían las vísceras de los sacrificios) y por otro por el poder ciudadano (representado por la Asamblea y el Consejo de Ancianos). Los reyes eran, más bien, líderes militares al servicio de los designios divinos.


El Santuario de Delfos

Todo en la sociedad espartana estaba dirigido a un único fin: crear soldados altamente entrenados, alienados y preparados para obedecer ciegamente, incluso hasta la muerte, las órdenes del rey que, como hemos visto, eran los deseos de los dioses. Convenientemente influenciados por el Consejo, por supuesto.

Las mujeres sólo tenían un cometido: dar a luz futuros guerreros espartanos. Cuando nacía un niño era examinado y, si presentaba algún defecto, era descartado sin piedad. “Descartado” es un eufemismo, en realidad quiero decir arrojado por un precipicio cercano a la ciudad. Si no podía ser un soldado, no tenía cabida en Esparta.

A los siete años los niños eran apartados de su familia para recibir formación militar y se anulaba su identidad propia: no había individuos en Esparta, sólo espartanos iguales unos a otros.

Por supuesto, si los ciudadanos de Esparta sólo podían dedicarse a la vida militar, las tareas agrícolas debían recaer en alguien más. El asunto quedó resuelto esclavizando las ciudades cercanas, creándose así una clase esclava, los ilotas, cuya única misión era cultivar las tierras que debían alimentar Esparta.

De hecho, el número de ilotas era tan alto que Esparta vivía con la amenaza constante de una revuelta de esclavos. Su ejército no podía alejarse demasiado de la ciudad ni ausentarse durante un periodo prolongado por el peligro que un alzamiento de los ilotas podía suponer.

Es curioso que una sociedad esclavista haya pasado a la historia como un adalid de la libertad y un pueblo cargado de valores. Por supuesto, en eso tiene mucho que ver el modo en que la historia de la batalla de las Termópilas ha llegado hasta nosotros.

Y es que este episodio nos ha llegado a través de Heródoto y, para empezar, como griego que era debemos dudar de su imparcialidad. Pero es que además él no conoció estos acontecimientos de primera mano, sino que su relato proviene de las historias que le contaron cuando visitó Esparta, cuarenta años después que sucedieran los hechos.

Así que lo que Heródoto plasmó fue una versión ya parcialmente mitificada de la batalla. Es una lástima que no podamos contar con la versión de los persas. Como vimos en el artículo sobre la batalla de Qadesh, la diferencia puede ser radical.

Pero en fin, es lo que ha llegado hasta nosotros y, salvo sorpresa, será la única versión con la que contemos de lo ocurrido allí. Así que a ella nos tendremos que atener. Sirva esto como advertencia: no creas a pies juntillas los detalles de la historia.

La resistencia griega

Habíamos dejado a Jerjes reuniendo el mayor ejército que habían visto los tiempos. Y claro, las noticias sobre un hecho así llegaron finalmente a Grecia.

Las polis, preocupadas por lo que se les venía encima, se reunieron y decidieron forjar una alianza: sólo uniéndose podrían hacer frente a tamaña fuerza invasora. El mando de los ejércitos de esta unión, la Liga Helénica, recayó en Esparta.

Y aquí tuvieron que hacer frente a la cuestión de dónde hacer frente a los persas. Sabiendo que venían por Macedonia (el ejército persa había cruzado desde Asia Menor a través del estrecho del Helesponto, actualmente llamado de los Dardanelos, por medio de un puente flotante que fabricaron uniendo barcos), optaron por reunir sus ejércitos en Tesalia.

Sin embargo pronto se dieron cuenta de que si reunían sus ejércitos ahí los persas podían fácilmente evitarlos y penetrar en Grecia sin resistencia. Debían situarse en un paso obligado para no dejar opción al ejército persa.

Finalmente se optó por desplazar los ejércitos más al sur, hasta el istmo de Corinto, un estrechamiento que separa la península del Peloponeso del resto del continente. Ni que decir tiene que las ciudades más al norte se opusieron, ya que los persas las atacarían sin resistencia. Pero no había alternativa.

Así que finalmente se optó por el paso de las Termópilas. Thermopylae, las puertas calientes. El paso recibía este nombre por los manantiales de aguas termales que abundaban en él.

Hoy en día la línea de costa ha cambiado debido a la erosión (puedes verlo en la imagen de satélite de Google Maps, aquí), y existe un amplio terreno llano y bajo entre las montañas y el mar, usado como tierra de cultivo.


El paso de las Termópilas en la actualidad

Pero hace dos mil quinientos años el de las Termópilas era un estrecho paso entre los acantilados y el mar. Y si los ejércitos de Jerjes querían alcanzar la Grecia central, tendrían que atravesarlo.

La invasión

Jerjes comenzó su invasión en el año 481 a.C. Cruzó, como he dicho antes, el estrecho del Helesponto y avanzó a través de Macedonia. Ejército y armada avanzaban juntos por tierra y por mar siguiendo la costa.

Y aquí es obligado volver al asunto de las versiones, porque las cifras de Heródoto son un poco exageradas, por decirlo de una forma suave. El historiador griego habla de un ejército formado por un millón ochocientos mil asiáticos más trescientos mil europeos de los pueblos conquistados, a los que hay que añadir un séquito de auxiliares, concubinas, marinos y demás, de otras dos millones seiscientas mil personas.

Cuatro millones setecientas mil personas. ¡Vamos hombre! ¿Imaginas cómo sería alimentar semejante masa en movimiento a través de Asia y Europa? Sería complicado incluso en la actualidad; en la Antigüedad habría sido, sencillamente, imposible.

Evidentemente las cifras de Heródoto están infladas para magnificar la victoria griega (la victoria final en la guerra, ya que la victoria en esta batalla sería para los persas). Afortunadamente también hay una mención a las naves: mil doscientos siete trirremes y otras tres mil naves más o menos con funciones diversas. Así que un cálculo aproximado, aún tirando por arriba, nos daría un ejército de entre ciento cincuenta mil y un cuarto de millón de hombres. Animales aparte.


Trirremes

Este era el ejército que se disponía a invadir Europa. No se volvería a ver una invasión de este calibre hasta el desembarco de Normandía.

No se vio otro ejército de invasión como el persa hasta el desembarco de Normandía

¿Has oído decir que frente a este ejército se opusieron trescientos espartanos? Pues esto tampoco es del todo verdad. De nuevo, la gesta de Leónidas y sus hombres fue magnificada y mitificada. Pero vamos por orden.

Hacia la batalla

Desde el momento en que se supo que Jerjes se disponía a invadir Grecia, los espartanos consultaron al Oráculo de Delfos sobre la suerte que correría la ciudad. Su respuesta fue ambigua como solía ser. ¿Cómo si no iba a acertar? El oráculo predijo:

Mirad, habitantes de la extensa Esparta, o bien vuestra poderosa y eximia ciudad es arrasada por los descendientes de Perseo, o no lo es; pero en ese caso, la tierra de Lacedemón llorará la muerte de un rey de la estirpe de Heracles pues al invasor no lo detendrá la fuerza de los toros o de los leones ya que posee la fuerza de Zeus. Proclamo en fin, que no se detendrá hasta haber devorado a una u otro hasta los huesos.

O la ciudad era arrasada o uno de sus reyes moriría en la batalla. Hay que decir aquí que, hasta el momento, ningún rey espartano había muerto en batalla. Sobre todo porque cuando un rey de Esparta entraba en batalla lo hacía al frente de su ejército. Y el ejército de Esparta no era fácil de vencer.

Y en el 480 a.C., el año en que el ejército persa de Jerjes I entró en Grecia, uno de los diarcas de Esparta era Leónidas I.

Cuando llegó el momento clave, en Esparta se estaban celebrando las Carneas. ¿Recuerdas que hablamos de ellas en el artículo sobre la batalla de Maratón? Sí, era esa festividad durante la cual los espartanos no podían luchar. Mal asunto.

Sin embargo Leónidas tenía que ponerse al mando de la Liga helénica así que, para no contravenir los designios divinos que prohibían al ejército espartano entrar en batalla durante las Carneas, Leónidas marchó al frente acompañado sólo por su guardia personal: trescientos soldados escogidos de entre los que tenían descendencia. Los trescientos espartanos que pasarían a la historia.

Pero claro, también estaban el resto de fuerzas helenas. Junto a los trescientos espartanos marchaban dos mil arcadios, mil locrios, mil focenses, novecientos ilotas, setecientos tespios, cuatrocientos tebanos, cuatrocientos corintios y otros contingentes menores.

Aproximadamente entre seis y ocho mil hoplitas, según las cifras más probables. Pocos en comparación con las fuerzas de Jerjes, pero decir que aquellos trescientos hombres se enfrentaron solos a los persas es mucho decir, ¿no crees?

Y así se dirigieron a las Termópilas, dispuestos a impedir el paso de los persas o a morir intentándolo.

En las Termópilas

A lo largo del paso de las Termópilas había tres estrechamientos conocidos como “puertas”. En la puerta central, más estrecha, había un antiguo muro levantado por los focenses para defenderse de las invasiones procedentes del norte. Ése fue el lugar elegido por los griegos, que reconstruyeron el muro como ayuda a la defensa.

Sin embargo, había un modo de evitar ese camino: un viejo camino de pastores, escondido entre los riscos, permitía el paso de la puerta central a través de una ruta alternativa, llegando hasta las posiciones a retaguardia del ejército heleno: la senda Anopea.

Los griegos, claro está, conocían este camino, así que tomaron precauciones para evitar que los persas pudieran encontrarlo y atacarles por sorpresa desde su retaguardia: Leónidas envió a los mil focenses a custodiar la senda.

Una decisión inteligente enviar allí a los focenses, sin duda, ya que eran de la región (de Fócida, en la Grecia central, no de Focea, que era una colonia griega de Asia Menor, hoy Turquía). Debido a ello no sólo conocían bien la zona, sino que además Leónidas se aseguraba de que defenderían el paso y no huirían, puesto que la integridad de su ciudad y de sus familias dependía de que los persas no consiguiesen salirse con la suya.

A finales de agosto del año 480 a.C. Jerjes llegó a las Termópilas con su ejército. Al ver lo estrecho del paso envió exploradores en busca de rutas alternativas, pero ninguno de ellos encontró la senda Anopea, oculta en la montaña.

Lo que sí vieron, claro está, fue al ejército griego. Cuando Jerjes fue informado de la presencia de los hoplitas envió un emisario a negociar. A sobornarles, más bien, ofreciéndoles la libertad y ser asentados en tierras fértiles si entregaban sus armas y franqueaban el paso.

Ven y cógelas fue la respuesta de Leónidas. Así que, con un innegable espíritu práctico, Jerjes acampó a la espera de que los griegos decidieran marcharse por sí mismos viendo la diferencia tan abismal entre ambas fuerzas.

Comienza la batalla

No se fueron. Cuatro días esperó Jerjes antes de que se le agotara la paciencia. El quinto día ordenó a sus ejércitos atacar. Aunque, para ser sincero, no lo hizo del modo más inteligente.

Contra una falange de hoplitas armados con largas lanzas (llamadas doru) y enormes escudos (hoplon) de madera forrados con una placa de bronce, cerrada e impenetrable, envió Jerjes a su infantería ligera. Muy numerosa sí, pero con lanzas más cortas y escudos de mimbre.

Imagina la escena dantesca que se vivió ese día… por parte de los persas. Las tropas entrando en el desfiladero, cuyo estrechamiento anulaba su superioridad numérica, y yendo a encontrarse con las largas lanzas que sobresalían del firme muro que formaba la falange hoplita, mientras las filas de atrás de la formación persa empujaban a las de delante hacia una muerte.

Mientras, los hoplitas griegos se dedicaban a mantener la formación por turnos, cerrar bien el muro de escudos y dejar que los pobres medos se ensartaran, ellos solos y sin remedio, contra las dorus. La oleada persa fue hecha pedazos sin apenas bajas por parte de los helenos.

Viendo como se desarrollaban los hechos, Jerjes cambió de táctica; quería a los griegos fuera del paso inmediatamente, así que envió a sus mejores hombres: los Inmortales.

El nombre asusta, ¿verdad? Bueno, en realidad no eran inmortales. Los llamaban así porque siempre eran el mismo número de hombres: diez mil. Eran la unidad de élite del ejército de Jerjes, la guardia real, infantería pesada de procedencia exclusivamente persa (nada de tropas reclutadas en las regiones conquistadas). “Pesada” porque llevaban una cota de metal. Al menos iban algo más protegidos que la infantería ligera, aunque sus escudos eran igualmente de mimbre.

Así que Jerjes, tras el estrepitoso fracaso de su primer ataque envió a los Inmortales. Sinceramente, les fue igual de mal que a sus compañeros. Al acabar el primer día de batalla la situación era la misma que antes de empezar… solo que con algunos cientos (seguramente incluso miles) de soldados persas menos.

El infame Efialtes

El segundo día no fue distinto del primero. Jerjes repitió su táctica, y con ella su fracaso así que, malhumorado y perplejo, detuvo el ataque y se retiró a su campamento. Necesitaba replantear el combate.

Sin embargo la suerte se puso ese día de su parte. Nos cuenta Heródoto que, ya en su campamento, recibió la visita de un griego llamado Efialtes, originario de Tesalia, que le habló de la senda Anopea, ofreciéndose a guiar a sus tropas a lo largo de esa ruta a cambio de una recompensa.

Imagina la mirada de Jerjes según escuchaba la propuesta de Efialtes. Casi puedo ver su sonrisa ensanchándose, con una gran carcajada final de villano de cine cuando el traidor le cuenta que la ruta le conducirá directamente tras las filas griegas. Ni que decir tiene que el emperador aceptó la propuesta.

Así que Jerjes envía a los Inmortales que no habían muerto el día anterior, junto con un refuerzo de tropas, a través de la senda Anopea. Veinte mil persas en total dirigiéndose a través de la montaña hacia la retaguardia griega.

Y se encontraron con los focenses que guardaban el paso.

Fue un encuentro cuanto menos curioso, ya que supuso una gran sorpresa para ambas partes. Los persas habían partido durante la noche, y al amanecer del que ya era el tercer día de batalla los focenses oyeron las pisadas a los persas avanzar (veinte mil soldados deben oírse con cierta facilidad) y se pusieron a las armas rápidamente.

Por su parte los persas tampoco esperaban encontrar mil griegos allí arriba, así que se quedaron sorprendidos… y asustados de pensar que podían ser espartanos. ¡Ya habían experimentado cómo se las gastaban!

El caso es que los focenses se dirigieron a una altura para hacerse fuertes frente a tamaño ejército, pero viendo el paso franco y sin necesidad de pararse a luchar, los persas simplemente siguieron camino.

Pobres focenses, viéndose en lo alto de un risco observando cómo los persas pasaban por el camino que debían guardar sin que pudieran hacer nada para evitarlo.

La batalla final

No está claro si Leónidas tuvo noticia del suceso por un mensajero focense o por un desertor persa, pero el caso es que lo supo. Y tenía claro lo que aquello significaba: la misión de detener a los persas en las Termópilas había fracasado.

Ya sólo quedaba una cosa por hacer: evitar la masacre del ejército griego, de modo que quizás pudieran tomar nuevas posiciones y defender otro paso más al sur. Pero no podían retirarse todas las tropas al tiempo, o la caballería persa podría atravesar el paso y dar caza en campo abierto a los soldados en retirada, lo que significaría la debacle.

Alguien debía quedarse a defender el paso de las Termópilas mientras el resto del ejército heleno se replegaba.

Así que Leónidas tomó la única decisión honorable que podía tomar: sus trescientos espartanos y él se quedarían a defender las Termópilas. El resto debía retirarse.

No todos lo hicieron, y éste es un punto que a menudo olvidan el cine y la literatura: los setecientos tespios y los cuatrocientos tebanos se quedaron junto a los guerreros de Esparta para defender el paso. Mil cuatrocientos valientes que sabían que iban a morir.

El resto es de sobra conocido. Jerjes, tras dar tiempo a que sus tropas descendieran de la montaña, envió su ataque contra los defensores griegos. Y éstos, sabiéndose ya muertos e intentando acabar con tantos persas como pudieran, salieron a luchar a la zona más ancha del paso.

Aunque no todos. Los tebanos soltaron sus armas, levantaron sus manos y se rindieron a los persas. Se libraron de la muerte pero no de la vergüenza.

Leónidas fue muerto en el ataque y los griegos formaron un círculo en torno a su cuerpo para que los persas no pudieran cobrarlo. La lucha fue feroz, sin descanso. Primero con las lanzas y, cuando éstas se rompían, con las espadas. Y, según se acercaban los Inmortales, las filas griegas intentaron hacerse fuertes en lo alto de una colina.


Monumento a Leónidas en las Termópilas. Puedes verlo a pantalla completa en una nueva pestaña.

Pragmático, Jerjes decidió no gastar más vidas en el asunto y ordenó una lluvia de flechas sobre los griegos, hasta que el último de ellos hubo caído.

Continuó entonces el ejército persa su avance por Grecia saqueando las ciudades de Platea y Tespias y dirigiéndose rumbo a Atenas. Aunque esta es ya otra historia.

Epílogo

Quizá te consuele saber que el traidor Efialtes nunca obtuvo su recompensa. Conseguida la victoria sobre los espartanos acompañó a Jerjes esperando su premio, pero tras la derrota que los persas sufrieron en Salamina (como quizá veamos otro día para continuar la serie sobre las Guerras Médicas) se retiró a su región natal, Tesalia.

Su cabeza había sido puesta a precio por los habitantes de Esparta, así que podemos suponer que no vivió en paz… el poco tiempo que llegó a vivir después de aquello. Y es que Efialtes murió apenas un año después de su traición por motivos desconocidos para nosotros, aunque aparentemente no relacionados con su acto de felonía.

Su nombre y su recuerdo quedaron malditos para siempre en Grecia.

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