miércoles, 22 de noviembre de 2023
martes, 21 de noviembre de 2023
SGM: La vida del soldado
El infierno cotidiano de los soldados en la Segunda Guerra Mundial: qué comían, el sexo y sus temores
Cómo fueron los días de la infantería. Hambre, olores, suciedad, heridas y mucha muerte. Los sonidos del campo de batalla. De qué manera los enfermeros y los médicos elegían a quién priorizar. Pocas semanas atrás salió el libro Puro Sufrimiento de Mary Louis Roberts (Siglo XXI) que indaga estas cuestionesPor Matías Bauso || Infobae
Cuando se habla y se escribe sobre la guerra se suele hacer foco en las grandes batallas, en las decisiones estratégicas claves, en los bombardeos a ciudades, en el movimiento de enormes batallones, en los desembarcos masivos que desequilibran la contienda; vemos los mapas en las salas con boiserie en las paredes en los que los generales mueven soldaditos de juguete, tanquecitos y trazan flechas. Los discursos memorables, los desfiles triunfales, los juicios aleccionadores a los criminales de masas. Pero hay otro plano, el humano, el de los soldados sin mayor preparación que deben poner el cuerpo en las peores condiciones, que se exponen a la muerte en cada segundo. ¿Cómo eran los días de esos jóvenes? ¿A qué se enfrentaban? ¿Cuáles eran las condiciones en las que luchaban? La Segunda Guerra Mundial ha sido contada por la literatura, por la historia y por el cine de muchas maneras posibles. A veces se ha soslayado una dimensión indispensable, la de la vida cotidiana de los soldados. Esa escala humana, por fuera de estrategias y grandes ataques tácticos, cambia la perspectiva de las cosas. Y modifica convicciones, debilita certezas, expone el horror.
Algo de eso consignó el General Patton en su diario después de visitar a los heridos en un hospital de campaña en Sicilia: “Había un herido muy grave. Era una masa de carne horrorosa y sangrienta que no me convenía mirar; de lo contrario, habría sentido algo personal al mandar soldados a la batalla. Algo fatal para un general”.
Lo humano de la guerra
La editorial Siglo Veintiuno acaba de editar Puro Sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial de la historiadora Mary Louise Roberts. El libro es un estudio magnífico y cautivante sobre un aspecto algo menospreciado en la narrativa de los conflictos bélicos: las historias humanas, la manera en que transcurrían los días los soldados que estaban en el frente de batalla. Cómo vestían, qué comían, cómo lidiaban con el aseo, qué sucedía con los heridos y los muertos. Roberts a través de cartas, memorias, diarios y hasta obras de ficción de ex combatientes recrea esos días en el frente; se centra en los soldados de infantería en los últimos años de la Guerra.
La vida de los soldados en el frente era miserable. Pasaban hambre, frío, casi no dormían. Tenían miedo.
No sólo el enemigo provocaba bajas. Para el final de la Segunda Guerra Mundial había más muertos y heridos por las condiciones climáticas que por las balas de los otros. La lluvia, el frío, la nieve mataban.
A veces no había posibilidad de combatir la helada. Un soldado contó que si se dejaba las antiparras puestas, se congelaban en la nariz. Y que si se las quitaban, los ojos lloraban y las lágrimas quedaban petrificadas en la mitad de las mejillas o que, cosa peor, quedaban colgadas como estalactitas de los párpados y los sellaban: un candado de gélido.
Los soldados en muchas ocasiones no podían controlar los esfínteres, se hacían encima. A veces bajo el fuego enemigo. El miedo hacía su parte. También porque en medio de un bombardeo es difícil, ir detrás de un arbusto a hacer sus necesidades, o salir de la trinchera. Nadie quería morir con los pantalones bajos. Muchas otras veces por la mala alimentación y las enfermedades. La diarrea se volvía incontenible (ellos preferían llamarla disentería, un nombre algo más elegante). El olor los delataba pero nadie decía nada. Era algo habitual que a cualquiera le podía pasar. Un soldado recordó: “Ese invierno era fácil ubicar a nuestra unidad. Sólo había que seguir los charcos marrones que íbamos dejando en la nieve por la disentería”.
Los sonidos que alertan
Bajo situaciones de peligro, se sabe, los sentidos se aguzan. Y esos combates eran, entre otras cosas, un concierto de ruidos y sonidos con significados muy claros. Y cada soldado debía aprender a decodificar silbidos, explosiones, pasos apagados sobre hojas, motores de jeeps o de aviones, aun sin verlos. En esa capacidad de escucha estaba, muchas veces, la posibilidad de sobrevivir. Los sonidos brindaban información.
En su libro, Roberts cita a G.W.Target, un soldado británico. Es una descripción de la batalla desde el oído: “Continuo rechinar de un metal contra otro o contra la piedra, explosiones, chasquidos, gritos, llantos, rugidos o trueno mecánicos, convulsiones, temblores de la tierra o de la carne agonizante, crujidos de maderas o de huesos, estampidos cercanos o lejano, estallidos inesperados, tronar de cañones y de bombas”. Y eso sucedía de día, de tarde, de noche. Era un continuo desesperante.
El sonido más temido era el del cañón alemán de 88 mm. Era aterrador. Su poder letal era devastador. Y, era tan veloz, que no les daba tiempo siquiera de tirarse cuerpo a tierra. Roberts cita a un soldado que cada vez que escuchaba disparos del cañón de 88 tenía una inoportuna erección: “El pánico y la sangre me inundaban las ingles, una reacción casi pavloviana”.
Mientras había ataques y contraataques, los ruidos eran ensordecedores y enloquecían. Los generales querían provocar esa sensación en el enemigo: alienarlos, llenarlos de temor. No se daban cuenta de que sus hombres pasaban por lo mismo. Pero había algo mucho peor que el fuego cruzado. Lo que venía después. Ya sin detonaciones ni balazos, lo que reinaba no era el silencio. Nacía, crecía, un coro de gemidos, lamentos, alaridos de dolor, rezos y llamados desesperados de los agonizantes a sus madres.
Los soldados no sólo estaban a ciegas en sus trincheras, envueltos por la oscuridad, bajo el diluvio de balas y bombas enemigas. No sabían nada, tampoco, de los grandes movimientos. En la mayoría de las oportunidades, después de varias jornadas de marchas, batallas y ataques, desconocían en qué lugar se encontraban, cuál era su misión y hacia dónde se dirigían. Tampoco cuál era el panorama general: ¿estaban ganando? ¿Acaso perdían? Ellos sólo veían los muertos a su alrededor. Los que alfombraban los caminos. Los suyos y los de los otros. Y rezaban para salir con vida de ahí. Se puede decir que los soldados en el frente, los de infantería, sólo sabían dos cosas: que debían matar enemigos y evitar ser matados.
También creían saber, fueran del bando que fueran, que ellos eran los buenos y los otros los malos. Esa convicción se deshacía cuando se cruzaban con heridos muy graves y con cadáveres. El monstruo que estaba enfrente, de pronto, recuperaba su humanidad aunque ya fuera tarde.
Uno de los incentivos que encontraban era la amistad con sus compañeros de batalla. Otro el de alcanzar pequeños objetivos (muy) inmediatos. La siguiente comida, la próxima ducha.
Pero muchas veces estas instancias no eran tan habituales ni gratificantes. Empecemos por el baño.
Prohibido bañarse
A pesar de que los soldados estaban hechos sopa, siempre empapados por las lluvias y hasta por las nevadas, no era fácil acceder al agua potable. Por eso debían llevarla con ellos y se racionaba. Sólo era para beber. A nadie se le ocurría, como bien escaso, desperdiciarla en aseo.
Los uniformes no se reemplazaban con asiduidad. En algunos casos parecían armaduras en vez de uniforme modernos. El barro los endurecía de tal manera que cuando se quería doblar una manga, se quebraba la tela. Se podía hacer percusión sobre ellos. Un corresponsal de guerra describió a un batallón como “piezas de barro con forma de hombres”.
La guerra presentaba un contrasentido para los militares. Siempre preocupados por el orden, por la pulcritud, por el vestuario reluciente y completo, en combate todo era suciedad, barro, olores penetrantes, calzoncillos con una costra congelada de material fecal. Tanto es así que la suciedad extrema se convirtió en sinónimo de heroísmo, casi una condición indispensable para la victoria.
De toda la vestimenta el mayor problema era el calzado. Las botas de los norteamericanos no eran lo suficientemente buenas (Roberts afirma que las inglesas eran mucho mejores). Eso era un verdadero problema. La muerte, en muchos casos, empezaba por los pies. Los soldados vivían sumergidos en el barro. Mientras marchaban, mientras esperaban para entrar en acción, en sus trincheras. El agua penetraba ese calzado que no estaba hecho con los mejores materiales (la industria norteamericana destinaba la goma primordialmente para las ruedas de los vehículos y las orugas de los tanques). Las medias escaseaban, entonces no se cambiaban con tanta asiduidad. Los soldados tenían sus pies siempre húmedos. Pocas veces se quitaban las botas. Nadie se exponía a que el ataque de los oponentes los sorprendiera descalzos. En un mes, tal vez, sólo se quitaban los zapatos tres veces. Todo lo hacían calzados.
La mala calidad de las botas, la humedad permanente, que nunca estuvieran descalzos eran factores que provocaban enormes problemas. El más evidente y masivo era el pie de trinchera. Los pies negros, con hedor, deformados por la hinchazón, al borde la gangrena, con la piel que se desprendía a jirones. Una vez que se quitaban las botas no se las podían volver a poner, ni siquiera podían volver a caminar y debían ser hospitalizados. El pie de trinchera produjo muchísimas bajas.
El olor de la guerra
La guerra también es hedor: mierda, transpiración, el olor dulzón de la carne chamuscada, pólvora, el combustible, suciedad, la pestilencia de los cuerpos descomponiéndose.
Los soldados, sin poder bañarse, olían mal. Los campos de batalla aquietados apestaban.
En las campañas largas, los soldados comían las raciones que les enviaban, Estaban pensadas para proveerlos de energía y para que pudieran ser ingeridas en cualquier circunstancia. El gobierno norteamericano le pidió a Hershey que las barras de chocolate fueran nada más que un poco más sabrosas que una papa hervida. No querían que los soldados las utilizaran como moneda de cambio, ni que las comieran como un gusto, sino que las utilizaran para incorporar energía.
Los hombres se quejaban de esas raciones. Las latas con carne, por lo general, tenían una capa congelada que era impenetrable. Muchas veces usaban sus bayonetas para poder cortarlas. Al principio muchas se negaban a comer, pero con el correr de los días el hambre hacía su trabajo.
Cuando se las daban a algún prisionero alemán, solían bromear que esas raciones debían estar prohibidas por la Convención de Ginebra.
La comida era siempre fría. Excepto en campamentos seguros, no se podía prender fuego para que el humo no alertara al enemigo. Había algunas sopas pensadas para comer en campaña. Traían un pequeño dispositivo calentador en el medio que se activaba poniendo un cigarrillo encendido en la base de la lata. 3 o 4 minutos después el contenido estaba caliente.
Muchos soldados deseaban tener una herida grave pero que no los dejara incapacitados ni con secuelas permanentes (blightys las llamaban). Una herida con la gravedad suficiente para sacarlos de la guerra, para que los regresaran a sus casas, pero enteros. Sin mutilaciones, sin ceguera, sin la pérdida de sus genitales, ni discapacidades.
Las heridas más temidas eran en los genitales y en la cola. Muchos dormían con sus cascos sobre las ingles, para protegerse. Preferían no despertar que ser capados por las balas enemigas.
A los heridos los trasladaban de noche. Para que no fueran vistos ni por las poblaciones cercanas ni por sus compañeros, para no minar el ánimo. En los hospitales de campaña y en los de la retaguardia la actividad era constante. Los médicos podían operar decenas de pacientes durante guardias de 36 horas consecutivas. Algunos doctores han llegado a dormir parados durante unos pocos minutos para después continuar.
Había una tarea sensible y muy desagradable. La de determinar a quién asistir. No tenían ni tiempo ni recursos para ocuparse de tantos heridos, en especial tras alguna refriega sangrienta. La primera selección la hacían los enfermeros y camilleros que recorrían el campo de batalla tras los enfrentamientos. No habían estudiado medicina pero fueron desarrollando el instinto para descubrir quienes necesitaban ayuda inmediata, quienes estaban desahuciados y quienes pese a la sangre abundante padecían heridas leves o al menos no mortales. A los que recibían morfina le escribían la hora y la dosis en la frente.
Los doctores debían tomar decisiones. Definir quiénes podrían ser salvados, por quién valía la pena hacer el esfuerzo. Sabían, por ejemplo, que una cirugía de abdomen les llevaba más de una hora y que la posibilidad de sobrevida era del 50 %. Debían sopesar que en ese lapso podían hacer cuatro operaciones de extremidades y asegurar la vida a cuatro soldados.
Lo que nadie podía tratar en ese lugar y en ese momento eran las secuelas de otro tipo. Nadie podía asegurar que no sufrieran durante mucho tiempo (o permanentemente) de problemas psiquiátricos y traumas varios por la vida miserable que llevaron, por el miedo que tuvieron que padecer, por los hombres que debieron matar, por los horrores y las toneladas de muerte que presenciaron.
domingo, 19 de noviembre de 2023
Argentina: Veterano de la RAF de 106 años votó en la elección presidencial
Ronnie Scott, ciudadano ilustre
TIENE 106 AÑOS. NACIÓ EN DEVOTO, PELEÓ CONTRA LOS NAZIS Y HOY FUE A VOTAR: “NO PIERDO LA ESPERANZA”
Ronnie Scott nació en 1917, es argentino pero también tiene la nacionalidad inglesa; combatió a las fuerzas de Hitler como piloto aeronaval de la Armada británica, a bordo de un Supermarine Spitfire
Por Mariano Chaluleu – La Nación
Hoy, a las 10.30 de la mañana, a sus 106 años, votó Ronald Scott. Nacido en Argentina, pero hijo de un médico escocés y una enfermera inglesa, Scott fue uno de los voluntarios argentinos que combatieron en la Segunda Guerra Mundial para las fuerzas aliadas. Este domingo, su compromiso tiene la misma fuerza, aunque, esta vez, con la tierra que lo vio nacer.
Desayunó tostadas con mermelada, ensalada de frutas y café. Luego tomó una aspirineta. “Es mi ritual”, dice. Salió de su departamento en San Isidro, donde vive solo, y llegó a la Escuela Provincial N°1 acompañado de su hijo Roger y su cuidadora, Daniela. Caminó, con una breve pausa para descansar, hasta la mesa de votación. “Excepto los años en los que era piloto comercial, donde me perdí de votar en algunas ocasiones, siempre participé de las elecciones”, agrega.
Sin embargo, se muestra escéptico respecto al futuro del país: “Hace años, muchos años, perdí el interés en la política. Los argentinos tuvimos que soportar a una gran cantidad de políticos que no valen nada, que son fruta podrida. Sin embargo, en cada elección vuelvo a votar. No me desentiendo. De alguna manera, no pierdo la esperanza”, insiste Ronnie.
Scott se mantiene en excelente forma. Anduvo en bicicleta hasta sus 103 años. Repite que el secreto está en el desayuno y en la “aspirineta diaria”. Otra cosa que lo hace feliz es conocer gente. “Es un animal social”, lo describe su hijo Roger.
A la guerra, como voluntario
Scott nació un 20 de octubre de 1917, en Buenos Aires. Fue criado en una familia sin problemas económicos, aunque padeció la ausencia de su padre, a quien perdió cuando tenía 8 años. Fue educado por su madre y por sus familiares. “Es muy importante la figura paterna. Yo, muchas cosas, las aprendí a las patadas”, comentó por el año 2020, en una entrevista con LA NACION.
En 1942, con 24 años y sin saber volar, embarcó hacia Inglaterra. Cuando llegó, un mes después, se presentó en las oficinas de la Armada británica y manifestó su voluntad de unirse como aviador naval. “Yo quería participar en la guerra. Lo que había hecho Hitler en Polonia era lo peor que se podía concebir. Mató gente por matar”, dijo.
Aquella motivación llegó gracias a una inesperada interacción con el Príncipe Eduardo. “A los diez años era socio juvenil del Club Hurlingham. Una tarde, mientras estaba viendo polo, un jinete vino al galope para pedirme un agua tónica. Era él. Yo me tomé el atrevimiento de agregarle limón a la bebida y se la alcancé. Su secretario me tomó la dirección y al día siguiente me llamaron de la embajada para invitarme a conocer el primer portaviones que hubo en la Argentina. Fue en el año 1926″, recordó.
Todavía hoy, esa escena vive en su memoria. Fue el hecho que lo motivó a perseguir la carrera de piloto, por más que, para eso, debiera bautizarse de la manera más realística posible: la guerra.
“Cuando visité el portaaviones, yo tenía los ojos más grandes que un plato. Ahí comenzó todo. Recién en el año 1942, cuando mi madre tuvo que quedar internada por su vejez en el Hospital Británico, quedé más disponible y me fui a la embajada para ofrecerme como voluntario. Yo quería ser piloto naval. Tomaron nota de mi pedido y me convocaron. Me hicieron estudios médicos y los resultados fueron perfectos. Solo era cuestión de esperar un barco para partir a Europa... Me avisaron de la embajada y me fui. El viaje duró más de un mes. Lo gracioso fue que, en Inglaterra, me querían enviar a un Regimiento como Infante. ¡Me negué! La empleada en el puerto me dijo: ‘Si usted no vuelve en 48 horas, tengo que enviar a la policía para que lo regrese como desertor’. Ante esto, yo le pregunté a la chica si sabía dónde quedaba la Argentina. ¡Cómo me iba a volver al día siguiente, luego de un viaje de más de un mes! Por supuesto, la empleada no sabía dónde quedaba nuestro país. Así que me fui a la oficina de enrolamiento de la aviación naval, que estaba cerca de la plaza de Trafalgar. Me mandaron al sur, a la base naval de Portland. Y ahí hice mi vida, primero como marinero”, dijo.
A sus 24 años, fue enviado a Canadá para formarse como piloto aeronáutico. La preparación duró 6 meses y luego volvió a Inglaterra, como Teniente Piloto Aviador, para combatir a los nazis. Se quedó en Europa hasta la rendición de Japón, y regresó a la Argentina en 1946.
“Yo quería participar en la guerra. Lo que hizo Hitler en Polonia era lo peor que se podía concebir. Mató gente por matar. Me convencí de que Hitler era la porquería máxima cuando llegué de noche a Liverpool. Había una luna increíble y en el camino me doy cuenta que las iglesias habían sido bombardeadas y los alemanes lo habían hecho despiadadamente para matar a todos”, contó.
El regreso a la Argentina
En la Navidad de 1946, Ronnie volvió a la Argentina como gerente de una empresa textil británica y con la misión de abrir una planta de producción en el país. Lo hizo, su vida parecía encaminada, se había convertido en un ejecutivo exitoso, pero su pasión por los aviones pudo más: en enero de 1948 renunció a su trabajo para empezar otro, esta vez, como copiloto de aviones DC3 en la aerolínea Aeroposta Argentina, la línea creada en 1927 que prestó los primeros servicios aéreos nacionales en las rutas a Paraguay, Chile y la región patagónica. En los comienzos de la misma compañía, también volaron Antoine de Saint-Exupéry y Jean Mermoz. Durante la primera presidencia de Juan Domingo Perón, Aeroposta, Fama, Alfa y Zonda fueron unificadas y dieron origen a Aerolíneas Argentinas. Ronnie es el último piloto vivo de Aeroposta Argentina SA.
Colaboración del Lic. Roberto Martínez, Vicepresidente 2° del Instituto Nacional Newberiano.
Guerra Antisubversiva: El hallazgo del cadáver de Aramburu
El hallazgo del cadáver de Aramburu: 5 heridas de bala, la confesión de Montoneros y el misterio del noveno asesino
Tras la ocupación de La Calera el 17 de julio de 1970 se pudo encontrar el cadáver del general Aramburu e identificar a los miembros de la naciente organización armada “Montoneros” que lo mataron. Las cartas de Paladino a Perón, que negaba la participación del peronismo en el secuestro. Las acusaciones contra Onganía hasta lograr su renuncia y las diferencias entre Livingstone y Lanusse
Por Juan Bautista Tata Yofre || Infobae
El general Alejandro Agustín Lanusse en el velatorio del teniente general Pedro Eugenio Aramburu
El viernes 29 de mayo de 1970 se celebró el Día del Ejército en el Colegio Militar de la Nación y, además, se cumplía un año del “cordobazo”. Tras las ceremonias militares, como era una costumbre en esos años, tras las palabras del comandante en Jefe se pasó a un salón para un brindis. El general el presidente de facto Juan Carlos Onganía, en presencia de los otros dos comandantes en Jefe, le preguntó a al general Alejandro Lanusse qué repercusión habían tenido sus palabras ante el generalato, en la reunión de Olivos, dos días antes. La respuesta fue cauta pero sincera: “Las conclusiones que sacaron los generales fueron, por supuesto, variadas, pero puedo ubicar, dentro de la amplia gama de puntos de vista, a dos sectores: el sector de los generales que no entendieron lo que usted quiso decir y el sector de los generales que están en total desacuerdo con lo que usted dijo.” En esos momentos del diálogo, un oficial se apersonó e informó que había sido secuestrado el teniente general Pedro Eugenio Aramburu.
Entre el 29 de mayo y el 8 de junio de 1970 se sucedieron innumerables reuniones del presidente Onganía con los Comandantes en Jefe; de funcionarios de la Administración Pública con altos jefes militares; cónclaves de altos mandos en las tres Fuerzas Armadas; conciliábulos de dirigentes políticos. El 30 de mayo, Perón dejó trascender que el hecho era contrario al espíritu del peronismo, dando a entender que los autores no eran justicialistas.
El sistema político se conmovió tras el secuestro y Onganía reclamaba una autoridad que ya no tenía y una seriedad que había perdido el 27 de mayo en la cumbre con el generalato. El poder no estaba en la calle, se encontraba en los cuarteles y había llegado la hora del reemplazo.
El lunes 1º de junio se realizó una primera reunión del Consejo Nacional de Seguridad. Al día siguiente se llevó a cabo la segunda en la que el ministro del Interior, Francisco Imaz, puso de relieve la condena peronista al secuestro del ex presidente de facto. Lanusse completó el concepto diciendo que Jorge Paladino, el delegado de Perón, también culpaba al gobierno y propuso convocar a la dirigencia política. El jueves 6 se conoció la creación del Comité de Seguridad y por el decreto 1732 se designaba como secretario de Seguridad al general de brigada Alberto Samuel Cáceres Anasagasti. Según Gustavo Caraballo (más tarde Secretario Legal y Técnico de Perón), la designación fue realizada “para comprometer al Ejército en una acción legal evitando caminos tortuosos que sólo conducirían a la guerra civil”. Para ese entonces las organizaciones armadas existentes hacía rato que hablaban de “guerra”.
El miércoles 3 de junio, Jorge Daniel Paladino le escribió a Perón que desde el 30 de mayo había querido comunicarse con él por teléfono pero que no lo llamó para “no ponerlo en el compromiso de que sus primeras opiniones, mi General, dichas así con la información deficiente que yo podría darle telefónicamente, fueran grabadas como graban todo aquí y pasaran a estudio de los múltiples servicios de informaciones. Entendí que en estos momentos Perón es la última palabra y no debíamos jugarla de entrada.” Este largo informe de 4 páginas constituye el mejor testimonio sobre la posición del peronismo, el desconcierto del momento y refleja el clima de época de un vasto sector de la dirigencia argentina.
“En los ‘comunicados’ de los secuestradores, relata el delegado de Perón, se advierten dos cosas: una, que no atacan ni al gobierno ni a la situación del país. Dos, que sugieren que son peronistas. Es decir, tratan de echarnos la culpa a nosotros. Pero todo ha sido tan burdo que en este aspecto han fracasado. Ni las masas se han dejado engañar, generalizándose la creencia general que la mano del gobierno está en esto, ni los ‘gorilas’ se han confundido”.
“Prueba de esto, asegura Paladino, es que los ex ‘comandos civiles’ han dado un documento que ha sorprendido a muchos invitándonos a ‘dialogar’. Descartan cualquier participación peronista en el hecho y dicen que ya no son enemigos nuestros […] Esta actitud de los ‘gorilas’ auténticos, más la visita de Frigerio y Monseñor Plaza, más otra visita del Dr. Enrique Vanoli, segundo de Balbín, y otros contactos de sectores políticos no peronistas, constituyen uno de los elementos del nuevo panorama […] Hasta el momento no se sabe si Aramburu está vivo o está muerto. Lo que sí parece claro es que el secuestro ha sido obra de elementos organizados adictos al gobierno. Ya los sectores ‘gorilas’, civiles y militares, comienzan a acusar a Onganía. Por lo que yo sé esta actitud se irá incrementando. Además estos sectores se han dedicado a hacer la investigación del hecho que la policía y el gobierno no saben o no quieren hacer. El gobierno está dando espectáculo con miles de hombres en la ‘gran cacería’, helicópteros y aviones, como en las películas. Pero todo el mundo sospecha que se trata de un gran ‘camelo’.
El lunes 8 de junio, el Comandante en Jefe del Ejército emitió un comunicado, a las 11.20 por Radio Rivadavia, informando que “la responsabilidad asumida por el Ejército, en la Revolución Argentina, es incompatible con la firma de un nuevo cheque en blanco al Excelentísimo señor Presidente de la Nación, para resolver por sí aspectos trascendentales para la marcha del proceso revolucionario y los destinos del país.” Unos minutos más tarde se emitió otro comunicado, firmado por el presidente de la Junta de Comandantes, almirante Pedro Gnavi, suspendiendo una reunión cumbre del almirantazgo con Onganía. Desde ese momento la Armada entró en estado de acuartelamiento y a las 15.20 el Ejército está listo para cercar la Casa de Gobierno y tomar las radios. A las 14.55, los tres Comandantes en Jefe dieron a conocer una declaración, informando que reasumía “de inmediato el poder político de la República”, e invitaba “al señor teniente general Onganía a presentar su renuncia al cargo que hasta la fecha ha desempeñado por mandato de esta Junta.” El presidente depuesto, tras largas horas de espera, fue al Estado Mayor Conjunto y entregó su renuncia.
De acuerdo a lo que me relató el general Panulo (luego Secretario General de la Presidencia con Lanusse), “en las reuniones para analizar la caída de Onganía y el nombre de su sucesor, el almirante Pedro Gnavi –que había trabajado con el general Roberto Marcelo Levingston en la SIDE—propuso su nombre, y el brigadier Rey aceptó de inmediato para bloquear a Lanusse. El sábado 13 de junio, Levingston –en ese momento Agregado Militar en Washington-- fue llamado por teléfono por Lanusse y le ofrece la Presidencia de la Nación. Pocos días más tarde es hallado el cadáver del ex presidente Aramburu. El jueves 18 de junio de 1970, Roberto Marcelo Levingston asumió de facto la Presidencia de la Nación. Su período fue corto, plagado de intrigas palaciegas, desinteligencias y la cotidiana violencia subversiva que aparecía siempre por detrás de la crispación ciudadana. Como un signo de esos momentos, Perón le envió una conceptuosa carta a Ricardo Balbín, el jefe radical, y el miércoles 11 de noviembre de 1970 se creó en la casa de Manuel “Johnson” Rawson Paz el agrupamiento “La Hora del Pueblo”.
Finalizado el procedimiento, el cadáver es trasladado al Regimiento de Granaderos a Caballo a fin de realizar “las diligencias de reconocimiento médico-legal y autopsia.” El doctor Dardo Echazú, médico legista de la Policía Federal, realizó el informe del cuerpo. Tras retirar los elementos que se utilizaron para atarlo, como la mordaza y la corbata (etiqueta “Revoul-Paris”) fue analizando cada parte del cuerpo. El examen traumatológico presenta las siguientes lesiones: “1º) en la región temporal derecha a 1,64 metros del talón, se aprecia un orificio como de herida de bala… 2º) otro orificio en la región parieto-occipital izquierda, a 1,67 mts. del talón… 3) a unos 4 centímetros por encima y delante del anterior se aprecia otro orificio de características similares a los anteriores… 4º) en la cara anterior del pecho, a nivel del quinto espacio intercostal izquierdo y casi sobre el borde del esternón, se ve una herida en sacabocado de unos 3 a 4 mm. de diámetro, rodeada de una zona ennegrecida cuya naturaleza no se puede precisar. Puede ser orificio de entrada de una bala… 5) del mismo modo, por debajo del ángulo escapular izquierdo, a 1,22 mts del talón, se ve también otra solución de continuidad de la piel que puede ser un orificio de salida.”
Entre otras consideraciones, el médico legal, estimó que “el amordazamiento, la ligadura de los brazos y los pies, indican también que eran varios los agresores a menos que la víctima haya estado inconsciente…”.
El informe policial concluye: “El hallazgo del cadáver en la estancia “La Celma”, dio lugar a que se realizara una amplia y detallada inspección del casco, dependencias y terreno correspondiente a la misma, en busca de elementos o pruebas tendientes a determinar si la muerte de la persona cuyo cadáver se hallara, se había producido allí o si por el contrario, solo se le había llevado después de muerto para su ocultación mediante entierro. Esas diligencias, como el interrogatorio de los escasos testigos, vecinos de la estancia, no aportaron resultados positivos.”
Los problemas entre el Presidente de facto y Lanusse comenzaron a las pocas semanas del 18 de junio de 1970. En otro informe Paladino le cuenta a Perón que “la situación política general evoluciona rápidamente (…) Ya está el desacuerdo entre Levingston y Lanusse. No se ha llegado todavía al enfrentamiento pero la lucha por el poder ya está planteada. “El ‘Caso Aramburu’ juega dentro de este mismo contexto. Cuando la presión para crear una Comisión Investigadora arreciaba, el Gobierno hizo aparecer el cadáver, montó un entierro solemne de tipo oficial-militar, no dejó hablar a los amigos políticos de Aramburu, y con todo esto entiende que también han enterrado el problema. Los amigos de Aramburu se vieron desbordados por la distención promovida por el gobierno y entonces se desbocaron un poco, acusando directamente del crimen, por instigación o negligencia culposa a los generales Fonseca, Ímaz y el mismo Onganía (…) La cuestión ahora es qué fuerza le queda a los amigos de Aramburu para seguir adelante con la investigación que reclaman. Los que quieren tapar el crimen son muchos más que los que quieren descubrirlo.”
Hoy pocos dudan de la autoría de Montoneros en la muerte de Aramburu. Algunos sostendrán que la Operación Pindapoy se hizo para impedir la caída de Onganía. Y lo cierto es que el presidente de facto ya estaba condenado luego de la reunión de Altos Mandos del Ejército del 27 de mayo. Es más, quizá hubiera caído antes si no fuera porque todo quedó en un segundo plano tras el secuestro de Aramburu. Otros dirán que los integrantes del grupo montonero habían sido armados y financiados por gente cercana al gobierno. Sobran razones que aventuran alguna conexión con uno u otro integrante del comando, pero nadie pudo probar ni la instigación, ni mucho menos la complicidad en el asesinato.
Tras la operación del pueblo cordobés de La Calera, el 1° de julio de 1970, se comenzó a desentrañar el “misterio” de la organización Montoneros. Norma Arrostito, en un escrito con fecha diciembre de 1976 dirá: “Con la toma de La Calera se pretende lograr una continuidad táctica operativa, que estratégicamente no se estaba en condiciones de mantener. La falta de experiencia, de infraestructura logística, de inserción política son los elementos, que sumados conducen a la derrota. La represión que acarrea esta operación deja a la organización casi desmantelada. Los cordobeses y porteños juntos no suman una quincena, que se guarece en Capital Federal. En Córdoba los periféricos de la Organización quedan desconectados, el contacto con Santa Fe está roto o era muy débil en esa época y Buenos Aires no tiene mucho que aportar, logísticamente hablando”.
La mayoría de sus asesinos venían de vertientes ligadas con el nacionalismo y la Juventud Católica Argentina; otros del catolicismo postconciliar. Pocos como Fernando Abal Medina y Emilio Ángel Maza integraron la Guardia Restauradora Nacionalista, una escisión gorila de Tacuara, según me reitero mi amigo Emilio Julián Berra Alemán, el último “comandante” y defensor de Perón en Ezeiza: “Tacuara por ejemplo, ayudó a Andrés Framini en la campaña a gobernador de 1962″. Esther Norma Arrostito había militado en la FEDE comunista, lo mismo que su marido Rubén Ricardo Roitvan. Gaby Arrostito fue más tarde pareja de Abal Medina. Maza, Abal Medina y Arrostito, a su vez, se entrenaron en Cuba, en 1967, en el marco de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), una suerte de multinacional de bandas terroristas digitadas desde La Habana e insertadas en la Guerra Fría. Ignacio Vélez (lo mismo que Maza) fue formado en el Liceo Militar General Paz.
En definitiva fueron ocho los que intervinieron en la Operación Pindapoy contra Aramburu: Fernando Abal Medina, Carlos Gustavo Ramus, Ignacio Vélez Carreras, Emilio Ángel Maza, Carlos Capuano Martínez, Mario Eduardo Firmenich, Norma Arrostito y su cuñado Carlos Maguid. Así lo relataron el 3 de septiembre de 1974 en el semanario La Causa Peronista Nº 9, el semanario que dirigía Rodolfo Galimberti. El relato fue tomado como una provocación por el gobierno. No estaba equivocado, setenta y dos horas más tarde la organización Montoneros pasaba a la clandestinidad mientras gobernaba la Argentina la presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón.
El segundo motivo que dio la organización para aplicar la condena de muerte al ex presidente fue que “preparaba un golpe militar… y del que nosotros teníamos pruebas”. Tenían razón porque era vox populi que Aramburu era una figura de recambio para poner fin al onganiato. Para los estudiosos quedó un dato sin aclarar. Hemos dicho que se probó la participación de 8 miembros en el asesinato, pero en realidad fueron 9. El noveno fue testigo presencial del asesinato del ex presidente, según me reconoció Mario Firmenich y otros miembros de la banda. El N° 9, a quien algunos misteriosamente llaman “Manuel” todavía goza de buena salud.
sábado, 18 de noviembre de 2023
viernes, 17 de noviembre de 2023
Bahía Blanca: El fundador uruguayo sin rostro
El coronel Ramón Estomba, el hombre sin rostro
No se conoce la verdadera cara del fundador de Bahía. La historia de un fraude.
El coronel Ramón Estomba fue el fundador de Bahía Blanca, el 11 de abril de 1828.
Fue con la creación de un fuerte militar llamado Fortaleza Protectora Argentina, en el marco de una política nacional de avanzada sobre estos territorios.
Pero hay algunos detalles poco conocidos de este militar, que vivió entre 13 de junio de 1790 y el 1 de junio de 1829.
Su segundo nombre era Bernabé y murió a los 39 años.
Nació en territorio extranjero, más precisamente en Montevideo, en la Banda Oriental, por lo que Estomba era uruguayo.
Fue parte de la campaña del Alto Perú, y entre 1811 y 1813 estuvo a las órdenes del General Manuel Belgrano.
En la batalla de Ayohuma fue gravemente herido y apresado. Estuvo 7 años en cautiverio, sin ver la luz del sol en las prisiones del Callao.
No tuvo esposa ni hijos, y después de fundar Bahía, en 1929 volvió a Buenos Aires para ponerse a órdenes de Lavalle, quien le pidió hacer intervenciones en el interior de la provincia, que llevó a cabo de manera violenta y sangrieta contra los pueblos originarios.
En esos meses, se le detectó una demencia producto de haber contraído sífilis, y hecha pública esa locura, hasta el diario El Pampero tituló con su regreso: “Alarma general en la población.
Así terminó enfermo e internado en el Hospital General de Hombres. Y durante una salida, fue encontrado muerto por la policía, y finalmente enterrado en el Cementerio de la Recoleta, en Capital Federal.
En el año 1978 se extrajeron sus restos pero no fueron encontrados. Se consideró que los mismos se habían “resumido” en la tierra.
De esta manera, y teniendo en cuenta que no existían las fotografías en esa época, sólo se lo conoce por ilustraciones.
Para eso, el retratista platense José Fonrouge viajó a Montevideo para entrevistarse con sus familiares y conocer algunos retratos y así poder elaborar el propio.
Años después, se detectó un fraude y la misma cara y cuerpo que éste produjo, era idéntica a la de Édouard Adolphe Casimir Joseph Mortier, Mariscal de Francia, soldado de Napoleón, realizado por el pintor Charles Philippe Larivière.
Y por otro lado, sobre otras ilustraciones que se hicieron, su familia aseguró que no se parecían en nada.
Por eso, a Estomba, se lo conoce como el hombre sin rostro.
Fuente: La Nueva, Federico Andahazi.
jueves, 16 de noviembre de 2023
miércoles, 15 de noviembre de 2023
Lejano Oeste: La muerte de Billy The Kid
Billy the Kid: la leyenda del pistolero que desenfundaba rápido y el sheriff que lo persiguió hasta matarlo
El 14 de julio de 1881 moría este joven forajido cuyas andanzas lo transformaron en el delincuente más buscado en el estado de Nuevo México. La obsesión del comisario Pat Garrett por hallarlo. La duda que persiste: ¿realmente fue a Billy a quién le disparó? Pasaron 142 años, pero su legendaria figura le siguen dedicando libros, films y canciones
Por Adrián Pignatelli || Infobae
Edwin Vose Sumner sí que era un tipo aguerrido. Había sido el oficial superior de más edad en ambos bandos en la guerra civil norteamericana. Se había ganado el apodo de “toro”, no se sabe si por su vozarrón o porque en una oportunidad un proyectil de fusil increíblemente le rebotó en su cabeza.
En el estado de Nuevo México, a unos 460 kilómetros al norte de Ciudad Juárez, levantaron en 1862 un fuerte que lleva su nombre. Uno de los escenarios de la guerra de Secesión y luego en la lucha contra navajos y apaches, hoy es un próspero poblado donde una de las principales atracciones lo constituye un museo dedicado a Billy The Kid, un bandido que allí encontró la muerte, y que Hollywood, la literatura y el periodismo contribuyeron a forjar su imagen en modo de leyenda.
Nació el 23 de noviembre de 1859 en Nueva York como Henry McCarthy, aunque también sostienen que se llamaba William Booney. A los tres años, la familia se radicó en Kansas City, un punto que recién era colonizado y donde predominaba la ley del más fuerte. Tal fue así que su padre fue muerto en un duelo y su madre Catherine decidió hacer las valijas y mudarse a Silver City.
Estuvo junto a su hermano Joe en el casamiento de su progenitora, de 43 años, con William Henry Antrim, de 30 años, celebrado en la Primera Iglesia Presbiteriana. Veinte meses después, ella moriría víctima de la tuberculosis. Billy llevaría un tiempo el apellido del padrastro.
Los dos chicos quedaron a cargo del padrastro, quien se ausentaba por largas temporadas. Billy era un niño callado, bajo y flaco para su edad. Con su hermano se criaron en la calle.
Su primer delito fue robarle a un ranchero varios kilos de manteca que distribuyó entre los comerciantes. Fácilmente descubierto, fue dejado libre con la promesa de no meterse más en problemas.
Tenía apenas 12 años cuando se convirtió, casi sin querer, en un delincuente. Pasaba mucho tiempo con George Schaefer, un borracho buscavidas que, al robar una lavandería, le dejó a Billy el botín y escapó. El muchacho fue acusado como autor del delito y el día que debía ser juzgado -solo para asustarlo porque no dejaba de ser un menor- huyó por una chimenea.
Los siguientes dos años no se supo de él. Se había afincado en Camp Grant, un puesto de caballería cercano al monte Graham, al sudeste de Arizona. En el rancho de los Hooker, donde aprendió el oficio de vaquero, no duró demasiado ya que el capataz terminó echándolo.
Junto a un amigo se dedicaba a robar monturas y caballos de los soldados que iban a la cantina del pueblo, hasta que en una oportunidad un sargento siguió su rastro, lo descubrió y lo encerró. Como intentó escapar arrojándole sal a los ojos al carcelero, le pusieron cadenas. Esa misma noche le informaron al sargento que, no se supo cómo, había desaparecido.
En el verano de 1877 regresó a Fort Grant. Vestía con buenas ropas y estaba armado con un revólver de seis tiros. Frank Cahill, el herrero del pueblo, tenía la costumbre de ridiculizar a los que veía más débiles, y se la tomó con él. Hubo una pelea, y Billy le disparó en el vientre. Al día siguiente, Cahill falleció.
Había matado por primera vez.
El muchacho desapareció de Arizona, ya que lo habían encontrado culpable. Se estaba transformando en un joven delgado, ágil, sesenta kilos y un metro 68 centímetros. Se había dejado crecer el bigote y la barba, que apenas asomaban en su rostro.
Se dirigió al este de Nuevo México, al condado de Lincoln, donde pasaría los siguientes cuatro años, los últimos de su vida. Vivió un tiempo en Fort Stanton, una guarnición de vigilancia de los indios apaches. No demoró en incorporarse a la banda más famosa de ladrones de Nuevo México al mando de Jesse Evans. De esa época adoptó la identidad de William H. Bonney, nadie supo por qué eligió ese nombre. Pasó a ser conocido como Billy Bonney o The Kid, “El Niño”.
Era hábil en el manejo de las armas y cabalgando, donde había adquirido la habilidad de en pleno galope descolgarse para recoger un pañuelo en el suelo o disparar con sorprendente puntería casi cayéndose de la montura.
Cuando en una guerra entre ganaderos asesinaron a John Tunstall, un ranchero inglés para el que trabajaba Billy, se desencadenó en 1878 la guerra entre dos facciones de ganaderos de Lincoln. Se unió a una banda con el objetivo de vengar la muerte de su patrón. Así William Brady, un representante de la ley que se suponía había sido sobornado por los asesinos de Tunstall, fue muerto en una emboscada ideada por el propio Billy. El sheriff fue atravesado, por lo menos, por una docena de proyectiles de Winchester, en un tiroteo en el que él fue herido en una pierna.
Junto a algunos de sus compañeros, luego de un tiempo en Fort Sumner, regresaron a Lincoln con la idea de hacer las paces con la ley.
Ya era el bandido más buscado de la región, a tal punto que el gobernador de Nuevo México, ofreció un perdón para todos, menos para él. Quería que fuera juzgado por los asesinatos del sheriff Brady y de otro individuo llamado Perdigón Roberts. Igualmente costaba conseguir testigos de estos crímenes, temerosos de represalias de los mismos delincuentes.
Al propio Billy se le ocurrió una loca idea: él mismo, a cambio de un perdón, se presentaría como testigo del asesinato del abogado Houston Chapman. Una noche, en un encuentro secreto entre él con el gobernador Wallace y el juez Wilson le ofrecieron atestiguar a cambio de un perdón. Se haría un falso arresto, y así sería protegido. En el interin, los asesinos que debía señalar escaparon de la cárcel y Billy, si bien dudó sobre qué hacer, dio pistas a las autoridades sobre dónde atraparlos y declaró en el juicio.
Sin embargo, el fiscal lo tenía entre ojos y otro juez planeaba procesarlo por el asesinato de Brady, al considerarlo un crimen federal. Una noche de junio de 1879 decidió desaparecer de Lincoln.
Fort Sumner era el lugar ideal por estar alejado lo suficiente del poblado y de la ley, cuyos oficiales estaban demasiados ocupados en sus propios problemas. Estaba lleno de personajes que vivían al margen de la ley. Allí mató a otro hombre, Joe Grant.
En el otoño de 1880 llegó como sheriff de Lincoln Patrick F. Garrett, un cazador de búfalos de 30 años. Era alto, flaco, y los hispanos lo apodaron “Juan Largo”. Fue el elegido para imponer el orden y capturar al joven bandido y cuatrero más conocido, que era buscado, además por el asesinato de un herrero llamado Carlyle.
Los periódicos y folletines habían sobredimensionado su figura, sus acciones y de pronto lo presentaron liderando una verdadera banda de ladrones y asesinos. Hasta en la lejana Nueva York se leían con avidez sus andanzas.
La realidad era que vivía escondiéndose, viviendo con pastores hispanos que simpatizaban con él o con ganaderos extranjeros. Un pelotón al frente de Pat Garrett se había propuesto capturarlo.
Cuando fue rodeado en la cabaña en la que se escondía con algunos amigos, se entregó. Fue encerrado en la cárcel de Las Vegas y entregado a las autoridades federales. Le escribió varias veces al gobernador Wallace, para recordarle su promesa, pero no obtuvo respuesta.
El 13 de abril de 1881 fue condenado a morir en la horca, sentencia que se debía cumplir en el condado de Lincoln. Fue encerrado en una habitación al lado de la sala de justicia, ya que la cárcel no ofrecía ninguna garantía de seguridad. Aprovechando un día en que Garrett no estaba en la ciudad, pidió ir al baño, logró golpear al guardia, y mató a los dos ayudantes del sheriff, con un pico cortó la cadena que tenía en los pies y escapó.
El 7 de mayo llegó a Fort Sumner, donde contaba con muchos amigos, y se sentiría protegido. Vivió escondido, aunque por las noches aparecía por algún baile en el pueblo y se lo veía con mujeres.
El 10 de julio Pat Garrett, con un grupo de ayudantes, llegó al lugar. Supo que Billy descansaba en el rancho de su amigo Pete Maxwell. La noche del 14 de julio de 1881 rodearon la casa y Garrett entró.
El sheriff sorprendió a Maxwell. Le preguntó por el pistolero, y le respondió que estaba en las cercanías, pero no en su casa. En eso, se asomó una figura que preguntó insistentemente “¿Quién es?” Cuando esa persona creyó reconocer a Garrett, dio unos pasos hacia atrás y el sheriff disparó tres veces. Se escuchó un gemido dentro de la habitación.
Sus ayudantes le recriminaron que le había disparado a otro, que Billy no se escondería en un lugar así. Sigilosamente entraron en la habitación. En el centro había un hombre echado boca arriba. Al lado de su mano derecha había un revólver, y cerca de su mano izquierda una cuchilla de carnicero. Tenía una herida de bala en el lado izquierdo del pecho, arriba del corazón. Era el famoso delincuente.
Un grupo de mujeres reclamó el cadáver, que fue llevado al taller del carpintero. Lo depositaron sobre un banco y lo rodearon con velas. Luego lo vistieron, lo colocaron en un ataúd y el 15 por la tarde lo sepultaron en el viejo cementerio militar, que también usaba el pueblo.
Aún no había cumplido los 22 años.
Uno de los pistoleros que había cabalgado junto a él aseguró por 1948 que de esa época quedaban tres vivos: él, Jim McDaniels y el propio Billy, que vivía con el nombre de Ollie Roberts. Las versiones sobre lo ocurrido sembraron dudas y alimentaron con diversos matices una vida que fue contada con ribetes fantásticos en libros y folletines.
En el museo que lleva su nombre en Fort Sumner se exhibe su rifle y otras pertenencias. Y su tumba, que comparte con dos de sus amigos, Tom O’Folliard y Charlie Bowdre, muertos por Garrett en diciembre de 1880, es una atracción turística porque, por más que digan, fue el pistolero más famoso del lejano oeste.
Fuente: Billy el Niño. Una vida breve y violenta, de Robert M. Utley.