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domingo, 31 de marzo de 2024

Conquista del desierto: El heroísmo del padre Francisco Bibolini

El heroísmo del padre Francisco Bibolini

La Voz de la Historia



Corre el año 1859. Las poblaciones de campaña de la provincia de Buenos Aires ya han experimentado en carne propia los rigores del malón. En la incipiente población de 25 de Mayo, antiguo Fortín Mulitas, se conoce la noticia del avance de Calfucurá, cacique de las pampas, que ya la había arrasado en 1856, dejando un tendal de muerte y destrucción, imposible de olvidar.
Todo es angustia e incertidumbre. Los pobladores se aprestan a la defensa, conduciendo a las mujeres y los niños a lugares seguros, uno de ellos, la pequeña iglesia local.

Una horda de bárbaros

Calfucurá es un bárbaro que no conoce al Señor; que ignora la Misericordia del verdadero Dios y Salvador, que cree ser el único rey de reyes y que, por consiguiente, desprecia al indefenso, al hombre de paz y al desvalido. Solo cree en su fuerza y en el poder de su lanza, la misma con la que ha profanado altares, templos y sagrarios.
Las hordas avanzan desde Salinas Grandes como los hunos sobre la indefensa Italia del siglo V. A su frente va un nuevo Atila, tan cruel y sanguinario como aquél. 25 de Mayo se desespera y, aterrorizada, eleva sus plegarias al Todopoderoso implorando la salvación. Sabe que de nada servirá resistir porque, como en 1856, los vándalos, superiores en número e incentivados por el olor de la sangre y el alcohol, arrasarán la población, como lo hicieron con Cruz de Guerra (Junín), Juárez, Salto, Chivilcoy, Mercedes, Rojas y Tapalqué.
Nadie cree en un milagro, nadie espera la intervención divina y, sin embargo, llega en la figura de un hombre humilde y piadoso que, confiado en el poder del Señor, decide interceder.
Por las polvorientas calles de tierra de 25 de Mayo cabalga en su corcel el padre Francisco Bibolini, cura párroco de la población, decidido a enfrentar solo a la salvaje mesnada. La gente lo mira y se persigna, asombrada e incrédula, convencida de que ese será el último día que verá con vida a su amado sacerdote.

Un suceso increíble

El padre Francisco, un valeroso italiano nacido en La Spezia en 1827, avanza impartiendo bendiciones y llega a las afueras del poblado, donde se detiene. Repentinamente es rodeado por el malón, bárbaros salvajes que no han dudado en degollar, ultrajar y robar. Y al frente de ellos está Calfucurá, que al ver al religioso, alza su mano y manda hacer alto. Tiene lugar entonces, un suceso increíble. El religioso le habla al cacique y este parece dudar. La fiereza de su rostro desaparece y sus instintos comienzan a aplacarse.
El padre Francisco, inspirado en las bondades y enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, explica al salvaje que su actitud no es la correcta y que está en contra de lo que el Creador ha predicado en Tierra Santa, dos mil años atrás. El indio recapacita y parece meditar. La escena es increíble y los cristianos, desde la población, dudan que sea cierta. Allí está su párroco, en medio de un mar de salvajes, con decenas de famélicos perros cimarrones rodeando amenazadoramente su cabalgadura, esperando la decisión del emperador de las pampas.

El Señor salva a 25 de Mayo

Y sucede el milagro. Calfucurá ordena a sus huestes acampar fuera del pueblo y se dispone a parlamentar. Y junto al padre Francisco, entra al pueblo pacíficamente, cabalgando por las polvorientas calles, hasta llegar a la iglesia, donde escucha con atención al clérigo, manifestándole, por fin, que se retira sin atacar.
A la mañana siguiente, a la cabeza de sus huestes, el azote del desierto se aleja hacia el horizonte, de regreso a Salinas Grandes, sin cumplir su cometido. Por intermedio de uno de sus más humildes servidores, el Señor salvó a 25 de Mayo de ser martirizada.
Calfucurá regresó en 1861 y una vez más, el padre Francisco salió a enfrentarlo, logrando que se retirara, previo pago de un fuerte tributo.
El heroico religioso falleció en 1907 y hoy yace enterrado en la iglesia principal de la ciudad por él salvada en 1859 y 1861.


Revista “Cruzada”, Año II, Nº 9, Junio de 2004

jueves, 27 de abril de 2023

Guerra Antisubversiva: La masacre de los curas Palotinos

La matanza de los cinco curas Palotinos y 46 cadáveres en la morgue, la atroz “vendetta” de la dictadura

Montoneros había puesto la bomba en la Superintendencia de la Policía provocando 23 muertos y 110 heridos. Poco después, llegó la venganza de la dictadura. El 4 de julio de 1976 fueron asesinados los sacerdotes Leaden, Dufau y Kelly, y los seminaristas Barbeito Doval y Barletti de la iglesia San Patricio. Quién era el blanco principal del ataque y qué actividades realizaba
Por Ceferino Reato | Infobae


Un 4 de julio de 1976 cinco religiosos fueron baleados en la parroquia que habitaban en el barrio Belgrano, sobre la calle Estomba. De izquierda a derecha, Alfredo Leaden, Alfredo Kelly, Pedro Dufau y Emilio Barletti (Telam)

La masacre en el comedor policial endureció la represión ilegal de la dictadura y la primera reacción fue desplazar al flamante jefe de la Policía Federal, Arturo Corbetta, un general y abogado que quería luchar contra las guerrillas, pero “con el Código Penal en la mano”, como afirmó en su discurso de asunción, una semana antes del sangriento atentado.

Corbetta fue el último general “legalista” que ocupó una función relevante en el gobierno militar; en su lugar asumió el general Edmundo Ojeda. El cambio fue bien recibido por Montoneros porque, según ellos, revelaba la naturaleza fascista de la dictadura, que le impedía reprimirlos dentro de la ley, sin secuestros ni torturas y con tribunales que les permitieran la defensa.

“Cualquier tesis contraria es rápidamente derrotada, caso del general Corbetta, luego de nuestro rotundo golpe al centro de gravedad de la represión policial”, sostuvo el jefe del llamado Ejército Montonero, el “comandante” Horacio Mendizábal, Hernán, en relación al atentado que dejó veintitrés muertos y ciento diez heridos.

Para los montoneros, era una lucha entre buenos y malos, y, mientras más salvaje e inhumana fuera la represión, más motivos tendría el pueblo para darse cuenta que debían apoyar a quienes representaban lealmente sus intereses y aspiraciones, que eran, obviamente ellos. Cuanto peor, mejor.

Ya en la madrugada del domingo 4 de julio de 1976 un grupo de personas con cascos de acero bajó de un automóvil frente al Obelisco arrastrando a un joven; lo apoyaron contra una de las paredes de piedra blanca del monumento, formaron un pelotón de fusilamiento y lo agujerearon a balazos. Y se fueron, dejando allí el cadáver.

El punto culminante de la vendetta tras el atentado del comedor ocurrió en la zona más elegante del barrio de Belgrano, en la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio, en la calle Estomba 1942 (Telam)

Según el Nunca Más, el informe de la Comisión sobre la Desaparición de Personas, entre el 3 y el 7 de julio ingresaron a la Morgue porteña 46 cadáveres, casi todos con el mismo diagnóstico: “Heridas de bala en cráneo, tórax, abdomen y pelvis; hemorragia interna”.

El punto culminante de la vendetta ocurrió en la zona más elegante del barrio de Belgrano, en la calle Estomba 1942, menos de dos días después de la voladura del comedor, cuando cinco religiosos fueron asesinados en la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio. La “Masacre de San Patricio” fue la peor matanza sufrida por la Iglesia Católica en sus más de cuatrocientos años en territorio argentino.

El domingo 4 de julio a la madrugada cinco personas irrumpieron en la casa parroquial de los palotinos, hicieron arrodillar a tres curas y dos seminaristas en el living del primer piso, les ataron las manos, les vendaron los ojos y los acribillaron con veintiocho disparos en la cabeza y el tórax que partieron de cuatro pistolas Browning y una pistola ametralladora.

Antes de irse, pintaron en la puerta del living: “Por los camaradas dinamitados de Seguridad Federal. Viva la Patria”, y en la alfombra colorada del pasillo: “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM”, en alusión al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Además, arrancaron de una de las habitaciones un poster de Mafalda que, señalando la cachiporra de un policía, comentaba: “¿Ven? Éste es el palito de abollar ideologías”, y lo arrojaron sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los seminaristas.

El principal blanco de “La Masacre de San Patricio” fue el otro seminarista: Emilio Barletti, de veintitrés años. Tanto fue así que los asesinos redujeron primero a los tres sacerdotes que encontraron en la casa parroquial: Alfredo Leaden, Alfredo Kelly y Pedro Dufau; los dos primeros ya estaban en pijamas, y el otro, Dufau, recién había vuelto de una fiesta de bodas. Y esperaron a Barletti, que llegó del cine junto a Barbeito a las dos y media de la madrugada. Ni siquiera pudo sacarse la bufanda con la que había salido a la calle aquella noche fría de invierno.

El general Arturo Corbetta saluda al general Albano Harguindeguy, ministro del interior de la dictadura. Fue el último general "legalista" que ocupó una función relevante en el gobierno militar; en su lugar asumió el general Edmundo Ojeda (Telam)

Los asesinos buscaron un castigo ejemplar; de allí, la matanza de cuanto cura o seminarista encontraron en la parroquia aquella madrugada de terror. Los dos seminaristas que también habían ido a ver El Veredicto, con Jean Gabin y Sofía Loren, pero decidieron a último momento ir a dormir con sus padres, se salvaron de una muerta segura.

Era uno de los últimos días de Barletti en esa parroquia, un poco por las quejas de los palotinos sobre su excesiva politización; otro poco porque se sentía más cómodo entre religiosos más comprometidos con la opción pastoral por los pobres, como los Hermanitos del Evangelio de Charles de Foucault, que vivían en comunidad en un conventillo de La Boca.

Eran “curas obreros”: alternaban el sacerdocio con el trabajo concreto en los barrios populares, algo que fascinaba a Barletti, un joven carismático, vástago de una familia pudiente de San Antonio de Areco que entró al seminario cuando le faltaban solo cinco materias para recibirse de abogado.

Barletti era inquieto: también formaba parte de Cristianos Para la Liberación (CPL), un grupo de curas y laicos de Montoneros encabezado por uno de sus dirigentes más lúcidos, el periodista Norberto Habegger, e integrado por, entre otros, Pablo Gazzarri, de la parroquia vecina Nuestra Señora del Carmen, de Villa Urquiza, y monseñor Joaquín Carregal.

En ese rol, Barletti facilitaba la parroquia para esconder folletos, documentos y revistas de Montoneros. También para realizar reuniones de los integrantes de CPL y de jóvenes con dirigentes de la guerrilla más o menos conocidos, como Juan Carlos Dante Gullo y Roberto Perdía.

Emilio Jauretche, ex oficial primero de Montoneros, sostuvo en la revista 3 puntos que, en mayo de 1976, atravesó “todo Buenos Aires trasladando en un rapiflet el mimeógrafo y un abultado paquete de originales de Evita Montonera hasta una parroquia palotina de la calle Estomba”, donde, según él, imprimían la revista partidaria.

Un grupo de tareas ingresó a la casa parroquial cuando los sacerdotes estaban por irse a dormir. Los seminaristas estaban recién llegados del cine (Telam)

“Tiempo después, el grupo de sacerdotes que me recibieron, conocidos hoy como víctimas de la intolerancia religiosa, sumaron sus nombres a la vasta nómina de mártires montoneros”, agregó. Jauretche ya había estado allí inmediatamente después del golpe de Estado para “trasladar algunos papeles” de la oficina de prensa del Partido Peronista Auténtico —una criatura de Montoneros— debido a que en esa iglesia “tenían el contacto con unos curas compañeros”, según su biógrafo, el periodista Guillermo Paileman.

Pero, el compromiso de Barletti con la guerrilla no finalizaba ahí ya que integraba la llamada Columna Sur de Montoneros, donde estaba a las órdenes de un ex sacerdote, el cordobés Elvio Alberione, el Gringo o el Mayor Esteban. Su campo de acción abarcaba las zonas de Esteban Echeverría, Lanús, Avellaneda y Quilmes.

—Sí, conocí a Emilio. Yo era el jefe de su columna —le confirmó Alberione al periodista y escritor Gabriel Seisdedos en su muy documentado libro El Honor de Dios, sobre la matanza de los palotinos.

En junio de 1976, el mes anterior a su muerte, Barletti —Alberto era su nombre de guerra— había sido promovido en esa columna de Unidad Básica Revolucionaria a Unidad Básica Combatiente, es decir que era considerado no solo un “cuadro” —un dirigente— político sino también militar.

El valioso testimonio de Seisdedos ilustra los enojos que puede causar un buen periodista: cuando este libro estaba siendo escrito, un sector de los palotinos seguía atribuyendo a esa revelación el principal obstáculo para que los cinco religiosos fueran beatificados por el papa Francisco.

No todos los palotinos pensaban así. “La verdad cuesta decirla, pero más cuesta ocultarla. Si ésa es la verdad, tenemos que conocerla”, le dijo el padre Thomas O´Donnell, superior de los palotinos en el país, cuando, en plena investigación, el periodista le confió que “Emilio estaba metido”.

En la Iglesia, el martirio —el asesinato a causa de la defensa o del ejercicio de la fe católica— es suficiente para que una persona ascienda a la categoría de beato, que es el paso previo a la santidad. En ese caso, ya no necesita de un milagro para la beatificación.

En 2005, cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Jorge Bergoglio, impulsó la beatificación de los cinco palotinos e incluso afirmó que había sido confesor de Alfie Kelly, el párroco de San Patricio.

Bergoglio impulsó la beatificación de los cinco palatinos en 2005 sin embargo, el expediente quedó trabado en el Vaticano por las revelaciones de un periodista (Telam)

De todos modos, el expediente de beatificación puede ser dividido y personalizado, con lo cual bien podrían ser beatificados las otras cuatro víctimas en el supuesto de que solo Emilio Barletti hubiera estado efectivamente involucrado en la guerrilla.

Pero, los palotinos quieren que sean los cinco juntos —me dijo Seisdedos. Por ese motivo, el expediente continuaba trabado en el Vaticano.

La matanza tensionó las relaciones de la cúpula eclesiástica con el gobierno militar; hubo quejas públicas y privadas de sus principales dirigentes, liderados por el cardenal Raúl Primatesta, y el nuncio, el italiano Pío Laghi. De todos modos, se esforzaron por no romper con el presidente Jorge Rafael Videla, a quien consideraban un “moderado”, como tantos otros, incluidos los dirigentes de la cúpula del Partido Comunista.

“Fue un acto de torpeza tremenda”, me dijo en prisión el ex dictador Videla en una de las entrevistas para mi libro Disposición Final. Y agregó: “Había dos seminaristas muy comprometidos con la subversión, que eran militantes montoneros, pero el problema podría haber sido evitado; derivó en una confrontación innecesaria con la Iglesia, que no nos lastimaba. Podríamos haberle pedido a la Iglesia que los sacaran del país, por ejemplo, a Venezuela, y lo hubiera hecho, si compresión les sobraba”.

“Nunca supimos quiénes fueron y por qué lo hicieron”, aseguró Videla. La dictadura culpó a “elementos subversivos”, según el comunicado del Comando de la Zona I, encabezado por el general Carlos Suárez Mason, que sostuvo que “el vandálico hecho demuestra que sus autores, además de no tener patria, tampoco tienen Dios”.

El comunicado del Ejército no convenció a nadie; en primer lugar, a la Iglesia, que siempre atribuyó la matanza a los sectores más duros de la represión ilegal; en especial, a Suárez Mason, quien se consideraba el dueño de la vida y de la muerte en su vasta zona de influencia, la ciudad de Buenos Aires en primer lugar.

Si bien la Iglesia sigue atribuyendo la matanza a Suárez Mason, con el tiempo y ante la ausencia de resultados en la Justicia, algunas sospechas también abarcaron a los marinos de la ESMA y a un grupo de policías federales vinculados al ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy.

jueves, 29 de septiembre de 2022

Las órdenes militares

Las Órdenes Militares

Weapons and Warfare


Los monjes guerreros

La cruzada fue originalmente una acción temporal emprendida para un objetivo específico. Con el establecimiento de las órdenes religiosas militares en el siglo XII, ese “acto temporal de devoción se convirtió en la guerra como una forma de vida devocional”.

El desarrollo de estas órdenes religiosas, cuáles miembros hicieron voto de vivir los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia con el voto adicional de servicio militar por Cristo y la Iglesia, se remonta a aquellos guerreros que llegaron a Tierra Santa después de la Primera Cruzada. La fundación de sus órdenes, como la fundación de la mayoría de las órdenes religiosas a lo largo de la historia de la Iglesia, no fue un evento planeado; más bien “fue la respuesta completamente espontánea de algunos cristianos a los problemas que enfrentaron en Tierra Santa. Había que proteger a los peregrinos y cuidar a los enfermos y necesitados entre ellos, y sobre todo, había que garantizar la seguridad de los santos lugares capturados”.


Con el tiempo, se desarrollaron cuatro grupos principales de monjes guerreros: los Hospitalarios, los Templarios, los Caballeros Teutónicos y los Caballeros del Santo Sepulcro. Creyendo que “luchar era una actividad caritativa”, los miembros de estas órdenes “dijeron la oficina y luego cabalgaron para matar a sus enemigos”. Algunos cuestionaron si estas órdenes estaban de acuerdo con los dictados del evangelio de Cristo, pero la realidad de la vida en el siglo XII era tal que “si los hermanos mendicantes predicaban el evangelio, los hermanos militares lo defendían”.

El surgimiento de dos órdenes religiosas que combinaban los ideales de la caballería y el monacato desempeñó un papel vital en el fortalecimiento del Levante franco. Alrededor de 1119, un pequeño grupo de caballeros, llamado encabezado por un noble francés Hugo de Payns, se dedicaron a la caritativa tarea de proteger a los peregrinos cristianos a Tierra Santa. En términos prácticos, al principio esto significaba patrullar el camino de Jaffa a Jerusalén, pero el grupo de Hugh obtuvo rápidamente un mayor reconocimiento y patrocinio.El patriarca latino pronto reconoció su condición de orden espiritual, mientras que el propio rey les dio alojamiento en la mezquita Aqsa de Jerusalén, conocido por los francos como el Templo de Salomón, y de este sitio obtuvo su nombre: la Orden del Templo de Salomón . , los Templarios. Como los monjes, hacían votos de pobreza, castidad y obediencia, pero, como líder (o maestro) de los templarios, Hugo de Payns viajó a Europa en 1127 en busca de validación y respaldo para su nuevo orden. El reconocimiento formal por parte de la Iglesia latina se produjo en enero de 1129, en un importante concilio eclesiástico celebrado en Troyes (Champagne, Francia). En los años siguientes, este sello oficial de aprobación fue adornado aún más con el apoyo papal y amplios privilegios e inmunidades. Los templarios también obtuvieron el respaldo de una de las grandes luminarias religiosas del mundo latino, Bernardo de Clairvaux. Como abad de un monasterio cisterciense, Bernardo era conocido por su sabiduría y confiado consejero como en todas las cortes de Occidente.La combinación de poder político y eclesiástico que ejercía no tenía precedentes, pero en términos físicos, Bernard era un desastre.

Alrededor de 1130, Bernard compuso un tratado, titulado Elogio de la nueva caballería, en el que exaltaba las virtudes de la forma de vida de los templarios. El abad declaró que la orden era "muy digna de total admiración", elogiando a sus hermanos como "verdaderos caballeros de Cristo que pelean las batallas de su Señor", con la seguridad de un martirio glorioso si murieran. Esta exhortación lírica desempeñó un papel central en la popularización del movimiento Templario en toda Europa Latina, obteniendo la aceptación de una rama revolucionaria de la ideología de la cruzada que, en muchos sentidos, fue la máxima destilación y expresión de la guerra santa cristiana.

El ejemplo de los Templarios animó a otro movimiento religioso caritativo fundado por latinos en el Cercano Oriente a abrazar la militarización. Desde finales del siglo XI, el barrio cristiano de Jerusalén había albergado un hospital, financiado por comerciantes italianos y dedicado al cuidado de peregrinos y enfermos. Con la conquista de la Ciudad Santa por los primeros cruzados y la afluencia asociada de tráfico de peregrinos, esta institución, dedicada a Juan Bautista y conocida como el Hospital de San Juan, creció en poder e importancia. Reconocidos como una orden por el Papa en 1113, los Hospitalarios, como llegaron a ser conocidos, comenzaron a atraer un amplio patrocinio internacional.Bajo la dirección de su maestro, Raymond de Le Puy (1120-1160), el movimiento agregó un elemento marcial a sus funciones médicas en curso,

A lo largo de los siglos XII y XIII, los Templarios y los Hospitalarios se situaron en el corazón de la historia de las cruzadas, desempeñando papeles destacados en la guerra por Tierra Santa. En la Edad Media central, los nobles laicos latinos frecuentemente buscan afirmar su devoción a Dios dando limosnas a los movimientos religiosos, a menudo en forma de títulos de propiedad de la tierra o derechos sobre sus ingresos. La popularidad mercurial de las Órdenes Militares, por lo tanto, les presentó ricas donaciones en Ultramar y en toda Europa. A pesar de sus orígenes relativamente humildes, inmortalizados en el caso de los templarios por su sello, que representa a dos caballeros empobrecidos montados en un solo caballo, ambos pronto se dotaron de una enorme riqueza.También atrajeron un flujo constante de reclutas, muchos de los cuales se operaron en monjes guerreros altamente capacitados y bien equipados (como caballeros o sargentos de menor rango). La mayoría de las partidas de guerra europeas medievales eran sorprendentemente amateurs, acostumbradas solo a luchar en campañas cortas estacionales y compuestas predominantemente por irregulares mal perturbaciones y con armas ligeras. Los Templarios y los Hospitalarios, por el contrario, podrían reclutar fuerzas permanentes expertas a tiempo completo: en efecto, los primeros ejércitos profesionales de la cristiandad latina.

Las Órdenes Militares se cerraron en movimientos supranacionales. Centrados principalmente en la protección de los estados cruzados, sin embargo, desarrollaron una serie de otros intereses militares, eclesiásticos y financieros europeos, incluido un papel destacado en las guerras fronterizas ibéricas contra el Islam. En el Levante, su poder militar y económico sin precedentes les aportó un grado concomitante de influencia política. Ambas órdenes disfrutaron del patrocinio papal, logrando la independencia de las jurisdicciones seculares y eclesiásticas locales, por lo que tienen el potencial de desestabilizar las entidades políticas soberanas del Oriente latino.Como poderes rebeldes, podrían incluso cuestionar o anular la autoridad de la corona, o ignorar los edictos patriarcales y la instrucción episcopal. Sin embargo, por ahora, este peligro estaba más que compensado por los beneficios transformadores de su participación en la defensa de Ultramar.

Juntos, los Templarios y los Hospitalarios trajeron una afluencia de mano de obra y experiencia marcial que se necesitaba desesperadamente a los estados cruzados hambrientos de recursos militares. De manera crucial, también poseían la riqueza para mantener y, con el tiempo, extender la red de fortalezas y castillos de Outremer. Desde la década de 1130 en adelante, los señores laicos del Oriente latino comenzaron a ceder el control de los sitios fortificados a las órdenes, lo que a menudo les permitía desarrollar enclaves semiindependientes en las zonas fronterizas. El mando del castillo de Baghras dio a los templarios una posición dominante en el norte del principado de Antiochene. Los derechos a Safad en Galilea ya Gaza en el sur de Palestina trajeron a la orden derechos y responsabilidades similares. Los Hospitalarios, mientras tanto, ganaron centros en Krak des Chevaliers, encaramado sobre el valle de Bouqia entre Antioquía y Trípoli, y en Bethgibelin,

Caballeros del Santo Sepulcro

Godfrey de Bouillon, el héroe de la Primera Cruzada, fundó los Caballeros del Santo Sepulcro en 1099 como guardia militar de la Iglesia del Santo Sepulcro. En 1138, el Papa Inocencio II (r. 1130-1143) destacó su carisma religioso como cánones de la Iglesia que abrazaron los consejos evangélicos. La orden también contenía caballeros que vivían una vida secular que prometieron defender la tumba de Cristo. Operar tan de cerca con los reyes de Jerusalén inicialmente hizo de la orden una institución poderosa, pero gradualmente se convirtió en una organización ceremonial y de servicio. En 1847, la orden fue reconstituida, reorganizada y modernizada por el Papa Bl. Pío IX, quien asumió el papel de gran maestre.Los Caballeros del Santo Sepulcro cumplen sirviendo a la Iglesia a través de su devoción espiritual a la Ciudad Santa y su asistencia a los cristianos en Tierra Santa.

Los Caballeros Teutónicos

Los Caballeros Teutónicos del Hospital de Santa María de Jerusalén se originaron a través de las acciones de los comerciantes alemanes en el sitio de Acre en 1190, durante la Tercera Cruzada. Comenzaron simplemente a proporcionar un hospital en el campamento de los cruzados para atender a los combatientes enfermos, heridos y moribundos, pero en una década su enfoque cambió a asuntos militares. Como las demás órdenes religiosas militares, se comprometieron al servicio de Cristo y de la Iglesia. Adoptaron una identificación personal con el Salvador, evidenciada por la adopción del lema: “Quien nos combate, combate a Jesucristo”.

Aunque nunca influyeron en Tierra Santa, los Caballeros Teutónicos se despertaron en una poderosa fuerza política y militar en Europa del Este. A pesar de esto, fueron derrotados decisivamente por las fuerzas polacas en la batalla de Tannenberg el 15 de julio de 1410. La devastación provocada por esta derrota limitó severamente su influencia y eficacia. Aunque su número llegará a lo largo de los siglos, continuarán existiendo como una pequeña orden de nobleza centrada en Austria. Ya con una actividad limitada, sufrieron una pérdida aún mayor cuando doce caballeros fueron ahorcados en 1944 por el gobierno nazi alemán por su papel en el complot de asesinato contra Adolf Hitler.

Órdenes Militares y la Iglesia

El católico moderno puede preguntarse por qué la Iglesia reconoció y apoyó la creación de órdenes religiosas cuyos miembros vivieron los consejos evangélicos pero también lucharon en combate. La misma pregunta también fue planteada por algunos católicos durante el siglo XII, pero la Iglesia enfatizó con razón la diferencia entre matar a una persona inocente y a un soldado enemigo. San Bernardo usó el término “malecidio”—la muerte del mal; era “el exterminio de la injusticia más que de los injustos, y por lo tanto deseable”.

Las órdenes religiosas militares fueron una innovación espiritual única en la vida de la Iglesia. Mientras que las Cruzadas dieron a los guerreros medievales de la cristiandad una salida temporal para los beneficios espirituales a través del uso de su habilidad marcial, las órdenes militares proporcionaron un lugar permanente para el caballero en la vida monástica: “El guerrero, un hombre fuerte, orgulloso de su fuerza , se le pidió que usara esta fuerza y ​​su espada al servicio de los débiles, que saliera de su propio mundo y se convirtiera en monje, pero que mantuviera su espada a su lado y su lanza en su mano”.



jueves, 12 de mayo de 2022

Patagonia: Ceferino, el santo araucano hijo de una cautiva

Ceferino Namuncurá, el Santo Araucano Argentino





Nacio el 26 de agosto de 1886 en Chimpay, Río Negro Argentina, hijo de Rosario Burgos (cautiva chilena) y del célebre cacique araucano Manuel Namuncurá. Su abuelo fue el reconocido cacique Juan Cafulcurá y su padre, Manuel Namuncurá, un célebre líder mapuche. Ambos lucharon contra las fuerzas del Ejército Argentino, comandado por Julio Argentino Roca. En ese momento, lo que hoy conocemos como la República Argentina era un territorio en disputa, donde las violentas "campañas militares" -entre 1879 y 1884- terminaron diezamando y expulsando de sus tierras a los pueblos indígenas.
Manuel Namuncurá perdió el dominio de sus tierras en 1885 y, un año después -cuando todavía su pueblo no había sido desplazado por completo-, nació Ceferino. En 1894, Manuel Namuncurá viajó a Buenos Aires a defender sus derechos ante el presidente de la Nación, Luis Sáenz Peña. Reclamó los títulos de propiedad de la tierra para su pueblo. El Congreso le prometió ocho leguas en Chimpay que nunca le otorgaron (?). La investigadora María Andrea Nicoletti describe en "Ceferino Namuncurá, un indígena 'virtuoso'" que "el destino posible de los sobrevivientes de las comunidades sometidas de la Patagonia se dirimía entre el ingreso al ejército, la incorporación al servicio doméstico o la deportación como mano de obra barata, con el consecuente desmembramiento de las familias".
Los Namununcurá no se salvaron de esa imposición. Manuel aceptó la sugerencia de su hijo y lo envío a Buenos Aires. Como Ceferino era hijo de un cacique, su primer destino fue la Escuela de la Armada, donde no logró adaptarse y, tras la intervención del presidente Sáenz Peña, Ceferino fue enviado a un colegio salesiano.

Ceferino y los salesianos

La historia de Ceferino y los religiosos salesianos comenzó cuando vivía en Chimpay. En esa época, la Iglesia Católica ya había comenzado con su misión evangelizadora. En una de sus excursiones misioneras, los padres salesiano de la orden de Don Bosco llegaron a Chimpay y bautizaron a Ceferino, de ocho años de edad.
Años más tarde, el destino impuesto a Ceferino lo encontró en el Colegio Salesiano de Buenos Aires donde, además de ser compañero de estudios de Carlos Gardel, inició su camino hacia el sacerdocio.
En 1901, tras cuatro años de estudio, su salud comenzó a deteriorarse. Ceferino sufrió de un fuerte malestar en los pulmones por lo que los salesianos lo trasladaron a otra sede del Colegio, ubicada en Viedma, donde las condiciones climáticas eran más favorables para su salud. Ceferino se instaló allí junto con su guía espiritual, el Monseñor Cagliero, aunque su padecimiento no mejoró. La tuberculosis lo había enfermado de manera irreversible.
Al año de haber comenzado sus estudios, Ceferino fue internado en el Hospital Fatebenefratelli. Conciente de que iba a morir, el 21 de abril de 1905 le escribió a su padre: "Le agradezco su gran resignación de sacrificar años sin vemos. En cuanto a mis estudios, resultan bien, pero la salud me impidió continuar ... Cuando esté mejor me prepararé para volver a Buenos Aires y de allí a Viedma. En otras cartas le daré noticias más claras ... Mil besos y abrazos. Querido papá, le pido su paternal bendición y créame su afectísimo hijo que desea abrazarlo".
Ceferino murió finalmente a los 20 días de haber escrito esa carta, durante la mañana del 11 de mayo, a los 18 años de edad.


Fuente: ( editada ) https://www.cultura.gob.ar/ceferino-namuncura-el-santo.../ En la Imagen se ve: Ceferino Namuncurá, junto a su padre lonco Manuel Namuncurá -en uniforme del ejército nacional- y a su hermano Julián (1903). Fuente: Archivo General de la Nación. Espero que les haya gustado. Sé que cada vez que se publica algo del tema inígena es un dolor de cabeza, les pido respeto y comentarios constructivos sin ir a mitos o frases conocidas que no resisten el menor análisis.

sábado, 2 de enero de 2021

Las Cruzadas africanas de España

Cruzadas africanas de España

W&W



Ataque a La Goletta, con Túnez al fondo.


Los peligros de la rebelión entre los hoscos habitantes de Granada, ayudados e instigados por sus parientes norteafricanos, dieron inevitablemente un nuevo impulso a un proyecto largamente acariciado para la continuación de la cruzada castellana a través del estrecho hacia África. Esta sería una secuela natural de la conquista de Granada, y para la que los tiempos parecían especialmente propicios. El sistema estatal del norte de África se encontraba en un avanzado estado de disolución a finales del siglo XV. Había divisiones entre Argel, Marruecos y Túnez, entre los habitantes de las montañas y los habitantes de las llanuras, y entre los habitantes tradicionales y los recientes emigrados de Andalucía. Es cierto que el norte de África era un país de difícil campaña, pero los habitantes desconocían las nuevas técnicas militares de los castellanos, y sus enemistades internas ofrecían a los españoles posibilidades tan tentadoras como las luchas de facciones en el reino nazarí de Granada.

Alejandro VI dio su bendición papal a una cruzada africana en 1494 y, lo que es más importante, autorizó la continuación del impuesto conocido como la cruzada para pagarla. Pero la cruzada a través del estrecho se pospuso durante una década fatídica. Las tropas españolas estuvieron fuertemente comprometidas en Italia durante gran parte de este tiempo, y Fernando no tenía intención de dirigir su atención a otra parte. Aparte de la toma del puerto de Melilla por el duque de Medina-Sidonia en 1497, se descuidó el nuevo frente con el Islam, y sólo con la primera revuelta de las Alpujarras en 1499 los castellanos realmente se dieron cuenta de los peligros del norte. África. La revuelta provocó un gran resurgimiento del entusiasmo religioso popular y nuevas demandas de una cruzada contra el Islam, apoyada ardientemente por Cisneros y la Reina. Cuando Isabel murió en 1504, sin embargo, todavía no se había hecho nada, y Cisneros debía defender su último pedido de que su marido se dedicara `` incansablemente a la conquista de África y a la guerra de la fe contra los moros ''.

El fervor militante de Cisneros fue una vez más llevarlo todo por delante. Se preparó una expedición en Málaga, que zarpó hacia el norte de África en el otoño de 1505. Consiguió tomar Mers-el-Kebir, base esencial para un ataque a Orán, pero la atención de Cisneros se desvió en ese momento hacia asuntos más cercanos. casa, y no fue hasta 1509 que se envió un ejército nuevo y más fuerte a África y que Orán fue capturado. Pero el comienzo de la ocupación de la costa norteafricana en 1509–10 sólo sirvió para agudizar las diferencias entre Ferdinand y Cisneros y para revelar la existencia de dos políticas africanas irreconciliables. Cisneros, imbuido del espíritu del cruzado, parece haber imaginado penetrar hasta los confines del Sahara y establecer en el norte de África un imperio hispano-mauretano. Fernando, por su parte, consideraba el norte de África un teatro de operaciones mucho menos importante que el tradicional coto aragonés de Italia, y favorecía una política de ocupación limitada de la costa africana, suficiente para garantizar a España contra un ataque morisco.

 
Tropas imperiales en la conquista de Túnez, 1535

Cisneros rompió con su soberano en 1509 y se retiró a la universidad de Alcalá. Durante el resto del reinado, prevaleció la política africana de Fernando: los españoles se contentaron con apoderarse y guarnecer una serie de puntos clave, mientras dejaban el interior a los moros. España iba a pagar un alto precio por esta política de ocupación limitada en años posteriores. La relativa inactividad de los españoles y su dominio incierto de nada más que una delgada franja costera permitió a los corsarios de Berbería establecer bases a lo largo de la costa. En 1529 los Barbarossas, dos hermanos piratas originarios del Levante, recuperaron el Peñón de Argel, la llave de Argel. A partir de este momento se sentaron las bases para un estado argelino bajo protección turca, que proporcionó la base ideal para los ataques de corsarios contra las vitales rutas mediterráneas de España.

La amenaza se volvió extremadamente grave en 1534 cuando Barbarroja arrebató Túnez a los vasallos moros de España, y así se aseguró el control de los estrechos mares entre Sicilia y África. Obviamente, ahora era una cuestión de extrema urgencia que España ahuyera el nido de avispas antes de que se produjera un daño irreparable. Al año siguiente, Carlos V emprendió una gran expedición contra Túnez y logró recuperarla, pero no pudo continuar su éxito con un asalto inmediato a Argel y se perdió la oportunidad de destruir a los piratas berberiscos. Cuando el emperador finalmente dirigió una expedición contra Argel en 1541, terminó en desastre. A partir de ahora, Carlos estaba totalmente ocupado en Europa, y los españoles no podían hacer más que defenderse en África. Su política de ocupación limitada significó que no lograron asegurar una influencia real sobre el Magreb, y sus dos protectorados de Túnez y Tlemcen sufrieron una presión morisca cada vez mayor. En el momento de la adhesión de Felipe II, el norte de África español se encontraba en un estado muy precario, del que los esfuerzos del nuevo rey no pudieron rescatarlo. El control de la costa tunecina habría sido un activo invaluable para España en su gran guerra naval de 1559 a 1577 contra los turcos, pero aunque Don Juan de Austria pudo recuperar Túnez en 1573, tanto Túnez como su fortaleza de La Goletta se perdieron. a los moros en el año siguiente. La caída de La Goletta fue fatal para las esperanzas africanas de España. El control español se redujo gradualmente a los puestos de guarnición de Melilla, Orán y Mers-el-Kebir, a los que más tarde se agregaron los restos africanos del Imperio portugués. Lamentablemente, pero no es sorprendente, la visión heroica de Cisneros de un norte de África español se había echado a perder en las arenas.

La razón más obvia del fracaso de España para establecerse eficazmente en el norte de África radica en el alcance de sus compromisos en otros lugares. Fernando, Carlos V y Felipe II estaban demasiado preocupados por otros problemas urgentes como para dedicar una atención más que intermitente al frente africano. El costo del fracaso fue muy alto en términos del crecimiento de la piratería en el Mediterráneo occidental, pero es discutible que la naturaleza del terreno y la insuficiencia de tropas españolas en cualquier caso hicieran imposible la ocupación efectiva. Es concebible, sin embargo, que las formidables dificultades naturales no hubieran sido insuperables si los castellanos hubieran adoptado un enfoque diferente de la guerra en el norte de África. En la práctica, tendieron a tratar la guerra como una simple continuación de la campaña contra Granada. Esto hizo que, al igual que en la Reconquista, pensaran principalmente en las expediciones de merodeo, en la captura del botín y en el establecimiento de presidios o guarniciones fronterizas. No había ningún plan de conquista total, ningún proyecto de colonización. La palabra conquista en castellano implicaba esencialmente el establecimiento de la "presencia" española: la obtención de puntos fuertes, la defensa de las reivindicaciones, la adquisición del dominio sobre una población derrotada. Este estilo de guerra, ensayado y probado en la España medieval, fue adoptado naturalmente en el norte de África, a pesar de las condiciones locales que amenazaban con limitar su eficacia desde el principio. Como el país era duro y el botín decepcionante, África, a diferencia de Andalucía, ofrecía pocos atractivos al guerrero individual, más preocupado por obtener recompensas materiales por sus penurias que la recompensa espiritual prometida por Cisneros. En consecuencia, el entusiasmo por el servicio en África decayó rápidamente, con consecuencias militares totalmente predecibles. El norte de África siguió siendo durante todo el siglo XVI la Cenicienta de las posesiones de ultramar de España, una tierra inadecuada para las características particulares del conquistador. Aquí quedaron expuestas las insuficiencias del estilo de guerra cruzado de la Castilla medieval; pero el fracaso en el norte de África fue eclipsado casi de inmediato por el sorprendente éxito del estilo tradicional de guerra en una empresa incomparablemente más espectacular: la conquista de un imperio en América. 

lunes, 17 de junio de 2019

Revolución Libertadora: La "noche de los templos incendiados"


Vista del Altar Mayor de San Francisco


Arden los templos


La noche del 16 al 17 de junio de 1955 turbas peronistas asaltaron e incendiaron los históricos templos de Buenos Aires en represalia por el bombardeo aéreo


La terrible violencia desatada aquel día, no se detuvo después de los combates. Recordará el lector que cerca de las cuatro y media de la tarde bandas de exaltados peronistas se precipitaron sobre la Curia Metropolitana para saquearla e incendiarla, hecho del que fue testigo el general Ernesto Fatigatti cuando pasaba por el lugar, en el fragor de la lucha.
La turba destruyó objetos de enorme valor artístico y cultural y junto a ellos, el Archivo Histórico, con sus añejos documentos de lo siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, “un tesoro único e irreemplazable”, según palabras de Isidoro Ruiz Moreno.



Una mujer llora ante la desolación en San Francisco (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


Durante aquella caótica jornada, obras de arte, óleos, tallas, imágenes y cerámicas que formaban parte patrimonio histórico de la ciudad de Buenos Aires se perdieron para siempre.
Mientras el edificio de la Curia ardía, la chusma entraba y salía portando objetos sagrados, artísticas casullas, antiquísimos cálices, copones, custodias, patenas, hábitos y sotanas. Desde allí, centenares de personas, casi todos hombres, se encaminaron hacia los principales templos de la capital con la clara intención de destruirlos.
Una columna marchó hacia el convento de Santo Domingo y otra hacia Nuestra Señora de la Merced. En el primero, los religiosos vieron llegar camiones repletos de agitadores que al pasar frente al templo alzaban los puños y lanzaban imprecaciones contra la Iglesia.
Temiendo un ataque, frailes y seminaristas corrieron a trabar las puertas y cerrar las ventanas pero dado el cariz que tomaban los acontecimientos, abandonaron el lugar, siguiendo indicaciones de su prior, fray Luis Alberto Montes de Oca, que temía por la vida de ellos. Fray Luis, en su carácter de custodio del convento, decidió quedarse, pese a que era imposible llamar a la policía porque las líneas telefónicas habían sido cortadas.



Otro altar destrozado en San Francisco

Eran las 17.30 cuando la multitud se abalanzó sobre las verjas que cerraban el acceso al atrio, al tiempo que varios sujetos intentaban acceder por las ventanas de la calle Defensa, forzando sus barrotes. El abnegado religioso no tuvo más remedio que vestir ropas de seglar y escapar a toda prisa por una pequeña puerta del pasaje 5 de Julio, confundido entre la multitud.
El histórico templo, sepulcro del general Manuel Belgrano y de otros legendarios personajes de la historia patria[1], con los impactos de artillería de las Invasiones Inglesas en una de sus torres, resguardo de piezas de incalculable valor sacro y cultural, entre ellas los estandartes tomados a los realistas en las batallas de Salta y Tucumán y a los británicos durante las invasiones de 1806 y 1807, obras pictóricas, imágenes y objetos de culto, fue arrasado e incendiado sin piedad. De nada sirvió que fray Luis corriese hasta la Comisaría 2ª para pedir auxilio ya que los responsables de salvaguardar el orden público nada hicieron para contener la barbarie.
A dos cuadras de allí, en la esquina de Defensa y Alsina, comenzaban a arder San Francisco y la contigua capilla de San Roque, en la que los legisladores porteños habían designado gobernador de Buenos Aires al general Lavalle en 1828.
En el oratorio del convento su prior, fray Cecilio Heredia, rezaba junto a otros quince religiosos agradeciendo al Altísimo las palabras con las que Perón llamaba a la calma, cuando un griterío ensordecedor proveniente del exterior los hizo sobresaltar. Casi inmediatamente, el pavoroso estrépito de la chusma al ingresar en el recinto del templo y el de los frailes huyendo por una puerta lateral, vestidos de civil, estremeció los claustros y conmovió a los pocos testigos que se encontraban en las inmediaciones. Fray Cecilio también escapó pero se quedó cerca, contemplando con profundo pesar como el convento y su iglesia eran pasto de las llamas.
A menos de una cuadra ocurría lo mismo en la iglesia de San Ignacio, el edificio más antiguo de la ciudad, pegado al histórico Colegio Nacional (antiguo Colegio Real de San Carlos, cuna de próceres), donde la turba, armada con pesados objetos, golpeó las grandes puertas y profirió todo tipo de insulto contra los religiosos y la Iglesia en general.



Así quedaron los techos de la capilla de la Curia


El padre Alberto Lattuada, su cura párroco, se encontraba leyendo en su habitación cuando sintió el griterío. Al incorporarse y asomarse por las escaleras, vio como la muchedumbre hacía ceder los pórticos y se precipitaba en el interior, gritando y agitando garrotes. El jesuita los encaró con los brazos en alto pidiendo calma y reflexión y exhortándola a no cometer un atentado del que acabarían por arrepentirse.
El religioso intentaba contener a los vándalos cuando sintió que alguien lo tomaba de un brazo y comenzaba a arrastrarlo. Se trataba de un muchacho joven, de cabellos rubios, que comenzó a zamarrearlo violentamente y a arrojarlo a empujones hacia el exterior. Recibió golpes e insultos y la amenaza de que si permanecía en el lugar iba a ser linchado.
Una vez afuera, el padre Alberto vio a dos camiones del Ejército llenos de soldados estacionado junto a la iglesia y desesperado, corrió hacia ellos para pedir ayuda, pero se encontró con una respuesta que lo dejó paralizado. “No podemos hacer nada. Diríjase al oficial que anda por ahí”.
Tremendamente turbado, el párroco vio a la canalla sacar del templo las imágenes y los objetos sagrados y arrojarlos a la calle mientras en el interior comenzaba el incendio. Cerca de él, el teniente cura Guillermo Sáenz observaba la escena con el alma deshecha. El añejo convento, sepulcro de Juan José Castelli y sede de lo que fuera el gran “imperio jesuítico de las Misiones”, descripto por Leopoldo Lugones, comenzaba a ser arrasado.

Cuando se iniciaron los primeros desmanes, Perón y su entorno se hallaban reunidos en el Ministerio de Ejército, desde donde percibieron el humo y el resplandor de las primeras hogueras y la hecatombe que se estaba desencadenando en el centro de la ciudad. El líder justicialista, que se hallaba sentado en una mesa, se puso de pie y en tono indignado exclamó:

-¡Tomen medidas inmediatamente porque estas son bandas comunistas que están quemando las iglesias, y después me lo van a atribuir a mí!
El presidente no había terminado de hablar cuando Lucero llamó al general José Embrioni para indicarle que se debían adoptar medidas urgentes para proteger los templos históricos y los edificios amenazados. Embrioni se comunicó con el jefe de Policía pero aquel, recordando el llamado del ministro Borlenghi en cuanto a mantener acuartelada la fuerza en prevención de ataques de los comandos civiles revolucionarios, mantuvo su posición y no se movió. Estaba plenamente convencido que el Ejército se haría cargo de todo.
Se equivocaba Perón al atribuirle la responsabilidad a los comunistas porque quienes atacaban las iglesias eran sus propios partidarios, impulsados por la furia y el odio que él mismo había alimentando.
A las 18.30 las dotaciones de bomberos abandonaron sus cuarteles y se dirigieron a sofocar los incendios. Al llegar a Santo Domingo, el comisario de bomberos Rómulo Pérez Algaba observó que la santería y los altares ardían y que los manifestantes habían utilizado los bancos para alimentar el fuego.
Pérez Algaba notó que había un camión-tanque estacionado de culata y que la gente sacaba nafta de su interior para avivar las llamas. También observó como algunos matones estrellaban las imágenes y objetos sagrados contra el pavimento, robaban las alcancías y profanaban las urnas con las reliquias de los próceres.
Pérez Algaba intentó dialogar con sus cabecillas pero los vándalos se lo impidieron.
En esas estaba cuando cuatro individuos vestidos con impermeable se le acercaron y le advirtieron que dentro del templo se hallaban las banderas capturadas a los ingleses y los españoles y que cuatro hombres se hallaban atrapados en la biblioteca, por lo que debía apurarse para rescatarlos. Pérez Algaba fue terminante:

-Así como entraron que salgan. En cuanto a las banderas… eso es otra cosa.

El oficial, seguido por varios bomberos, se introdujo entre las ruinas iluminando el camino con una linterna. Llegaron a tiempo para rescatar los trofeos y ponerlos a resguardos ya que, afortunadamente, los vidrios que los cubrían los habían preservado manteniéndolos intactos. No tuvieron más que tomarlos y retirarse, un minuto antes de que se desplomase sobre ellos una columna que los hubiese destruido completamente.
Pérez Algaba y dos de sus hombres resultaron heridos. La posteridad le debe a esos valientes la salvaguarda de aquellas invalorables piezas de nuestra historia.
Pérez Algaba y sus asistentes fueron evacuados, no así los cuatro saqueadores que provistos de candelabros, rompieron los barrotes de las ventanas y se arrojaron al vacío desde le primer piso, en la esquina de Venezuela y Defensa.
A esa altura San Francisco ardía por los cuatro costados. Fue entonces que los bomberos debieron pelear cuerpo a cuerpo con los manifestantes para detener la destrucción. Era impresionante ver los trozos de madera desprendiéndose de la cúpula central y caer envueltos en llamas sobre la calle y las veredas.
En Nuestra Señora de la Merced, la horda atacó e incendió el costado izquierdo del templo. Las llamas llegaron a la sacristía y una densa columna de humo invadió la nave central. Nuestra Señora de la Piedad, en cambio, fue asaltada pero el kerosene derramado no alcanzó a arder, gracias a la intervención de vecinos y agentes del orden que lograron neutralizarlo. El saqueo, sin embargo, fue devastador y la cosa no pasó a mayores porque los bomberos llegaron a tiempo para sofocar el incendio que los manifestantes habían desatado en la biblioteca para ciegos del entrepiso.



Otra vista del Altar Mayor de la basílica de San Francisco


San Miguel sufrió pocos daños en la nave central pero la sacristía y la casa parroquial ardían cuando una dotación a las órdenes del comisario Severo Toranzo llegó al lugar y contuvo un segundo ataque.
San Nicolás de Bari, sobre avenida Santa Fe, también fue pasto de las llamas y botín de los saqueadores que desde los balcones del segundo piso arrojaban objetos de gran valor artístico y religioso. Los atacantes debieron huir por salidas laterales porque la nave era una gran pira y corrían el riesgo de quedar atrapados. Como se recordará, la iglesia fue fundada en 1733 por el español Domingo de Acassuso en su emplazamiento original de 9 de Julio y Av. Corrientes, el mismo lugar que hoy ocupa el obelisco[2].
Lo peor ocurrió en Nuestra Señora de las Victorias, sita en Paraguay y Libertad, donde la multitud inició un incendio de poca importancia al tiempo que robaba todo lo que tenía a su alcance.
Ardían el despacho parroquial y la sacristía cuando un miembro del movimiento parroquial de apellido Marcó Bonorino y una señora cuyo nombre no ha trascendido, intentaban apagar las llamas arrojando sobre ellas el agua de los floreros. Otro individuo llamado Cullen, advirtió a la policía que varios sujetos habían subido a las habitaciones sacerdotales y que habían volcado una estufa de kerosene para prender fuego y robar el dinero de las colectas que allí se guardaba.



Los destrozos en el Instituto Belgraniano


Cuando la violencia alcanzaba su clímax, apareció el cura párroco, RP Jacobo Wagner, intentando desesperadamente detener a los malhechores. La golpiza que recibió fue tan brutal que acabó tendido en el suelo, inconciente, hasta que pudo ser evacuado. Permanecería postrado cuarenta y cinco días al cabo de los cuales, fallecería como consecuencia de la brutal agresión.
Otros grupos peronistas atacaron San Juan Bautista, el templo ubicado en Piedras y Alsina, bajo cuyo altar mayor yace enterrado el quinto virrey del Río de la Plata, don Pedro Melo de Portugal y Villena; la misma suerte corrieron Nuestra Señora de la Piedad y Nuestra Señora del Socorro, escenario esta última del drama de Camila O’Gorman[3].
Militantes de la Unidad Básica ubicada en Av. Corrientes y Jorge Newbery intentaron incendiar la iglesia situada en Osorio y Warnes pero fueron detenidos a tiempo y conducidos a la Seccional 29, donde permanecieron encerrados en averiguación de antecedentes.
Ese día ardieron y fueron saqueadas la Curia Metropolitana, Nuestra Señora de la Merced, San Ignacio, San Francisco, San Roque, Santo Domingo, San Juan Bautista, San Nicolás de Bari, Nuestra Señora de las Victorias, San Miguel Arcángel, Nuestra Señora del Socorro y La Piedad, enrojeciendo con sus fuegos los bajos nubarrones que cubrían la noche de Buenos Aires, tal como afirma Ruiz Moreno. Pero aquellos no fueron los únicos templos atacados. Nuestra Señora de la Asunción de Vicente López, Jesús en el Huerto de los Olivos de Olivos, la Catedral de Bahía Blanca, el Sagrado Corazón y Nuestra Señora de Lourdes de la misma ciudad y varios templos de Mar del Plata, entre ellos su catedral, también fueron saqueados, sufriendo daños de distinta consideración. Por otra parte, en Córdoba y Rosario se temieron hechos similares que, felizmente, no se produjeron y eso aconteció también, en el resto del país.
Lejos de lo que muchos suponen, no solamente iglesias ardieron aquel día. También sufrieron destrozos e incendios el Instituto Belgraniano, la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, la Comisión de la Reconquista y Defensa y la Pía Unión del Beato Martín de Porres, contiguas a Santo Domingo.
Imágenes de los vándalos devastando los templos y desfilando en la noche con ropas sacerdotales y objetos robados, dieron la vuelta al mundo para escarnio del pueblo argentino y menoscabo de su tradición. En el término de unas pocas horas, el país perdió para siempre valiosos tesoros de su patrimonio artístico, histórico y religioso.
Miguel Ángel Cavallo nos ofrece una descripción de lo acaecido en Bahía Blanca la noche del 16 de junio.
A poco de anunciado el fracaso del alzamiento, grupos de trabajadores se nuclearon frente al edificio de la CGTregional para escuchar la arenga de sus jefes y encaminarse luego en columnas hacia la plaza principal, todos armados con palos, cadenas y piedras, dispuestos a atacar la Catedral.
Una vez en el templo mayor de la ciudad, forzaron sus grandes puertas para destrozar altares, imágenes y dependencias internas, tumbando la pila bautismal de mármol de Carrara e incendiando parte del interior. Al igual que en Buenos Aires, la turba se vistió con ropas clericales para cantar y danzar en las calles mientras entonaba estrofas obscenas e insultantes.



Un feligrés busca consuelo en la oración (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


Desde allí, los manifestantes corrieron hasta la iglesia del Corazón de María y luego a la de Nuestra Señora de Lourdes, ocasionando daños similares y continuaron su raid en la redacción del diario “Democracia”, valeroso órgano opositor dirigido por Luis E. Vera, arrasando sus oficinas y destrozando su mobiliario, maquinarias e instalaciones, previo a generar un nuevo incendio.
Los vándalos finalizaron su recorrida en la sede de la Unión Cívica Radical, a la que también convirtieron en hoguera y luego se retiraron por las calles entonando estribillos favorables a su líder. Ni los bomberos ni la policía actuaron y nada se comentó al día siguiente, a nivel oficial, mucho menos que “Democracia” quedaba clausurado y su propietario, detenido e incomunicado junto a los sacerdotes de las iglesias y escuelas religiosas de la ciudad, quienes fueron trasladados en camiones hasta el cuartel del Regimiento 5 de Infantería[4].
Isidoro Ruiz Moreno ofrece una idea aproximada de las pérdidas de aquel día. Cuando el comisario Rafael Pugliese, jefe de la Seccional 2ª, se hizo presente en el convento de Santo Domingo, se encontró tirada detrás del mausoleo del General Belgrano, la urna con los restos del General Zapiola, que había sido arrancada del camarín de la Virgen del Rosario.



Congoja y desazón. Los porteños han vivido horas aciagas. Primero su ciudad bombardeada, inmediatamente después, su patrimonio histórico, cultural y religioso arrasado (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


En el atrio, se quemaron muebles muy antiguos, algunos de los cuales habían sido prestados por el convento para la reunión del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. El altar mayor fue consumido por el fuego, lo mismo otros dos laterales en tanto varios más sufrieron serios destrozos.
Casi todas las imágenes fueron sacadas de su sitio, arrojadas al suelo o entregadas a las llamas; cristales y vitrales cayeron apedreados; fue consumido el coro con su mobiliario colonial y órgano histórico, destruida la mayólica veneciana de las bóvedas y demolido el camarín de la Virgen del Rosario donde se guardaban los estandartes arrebatados a los ingleses en 1806 y 1807 y los capturados por el general Belgrano a los españoles en las campañas del Norte. Numerosos trofeos que se exponían en las vitrinas empotradas en las paredes laterales, desaparecieron.
La sacristía también fue arrasada, sus armarios incendiados y las dos pilas bautismales de mármol de Carrara hechas pedazos. Se quemaron salones internos y una capilla menor en el sector este. Las habitaciones de los sacerdotes también fueron desvalijadas, destruido su moblaje e incendiada la habitación del prior.
En San Ignacio los altares fueron destrozados con maderas arrancadas de los mismos; se incendiaron otros y quedó hecho añicos el mobiliario. Los vándalos prendieron fuego a la biblioteca del templo como así también a la habitación y la sala de reuniones del párroco destrozando la loza, los aparadores y un gran espejo con consola.
En la capilla de San Roque los altares fueron pasto de las llamas, en tanto los revestimientos de las bóvedas y las paredes laterales, ricamente decoradas, cayeron hechos pedazos. También fueron destruidas sus principales imágenes mientras en la contigua San Francisco todo se perdió, en especial sus antiguos y artísticos altares, incluyendo el mayor. Su cúpula se derrumbó y solo su esqueleto de metal quedó en pie; sus vitrales cayeron hechos trizas y las llamas consumieron valiosísimos cuadros y mobiliario de los siglos XVIII y XIX. Se perdieron también el presbiterio, la sacristía, tallas, imágenes y objetos de culto que fueron arrojados con saña aquí y allá mientras el fuego consumía habitaciones y dependencias del convento eran robados cálices, candelabros, custodias, crucifijos y otros elementos de valor, muchos de ellos de plata y oro macizo con piedras preciosas incrustadas. Entre las ruinas destacaba especialmente el gran sagrario de 1,50 metros, que fue arrojado en medio de escombros y los restos de objetos calcinados[5].
Buenos Aires perdió en una noche, cuatro siglos de historia.


Cúpula y techos de la Catedral en ruinas

Saqueadores arremeten contra el Sagrario en la Catedral

Fieles absortos observan los destrozos en la Curia

Biblioteca y Archivo de la Curia arrasados por el fuego


La gran cúpula de San Francisco víctima de las llamas

El altar de San Francisco profanado

El pueblo de Buenos Aires observa incrédulo la profanación de sus templos, en esta caso San Francisco

Más destrozos en San Francisco


Estado en el que quedaron los cielorrasos de San Francisco

Bancos e imaginería destrozados en San Francisco

Altar lateral de San Francisco

San Francisco. Acceso al convento

Altar Mayor de San Francisco


Altar lateral de la basílica Nuestra Señora del Rosario (Convento de Santo Domingo)

Convento de Santo Domingo. Vista lateral del Altar Mayor


Ruinas y escombros en la iglesia de San Ignacio

San José decapitado en San Ignacio

La habitación de Monseñor D'Andrea en San Miguel Arcángel pasto de las llamas

San Miguel Arcángel. Otra imagen del estado en el que quedó la habitación de Monseñor D'Andrea

Ruinas en la Iglesia de San Juan Bautista, sepulcro del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena


Notas

  1. Antonio González Balcarce, Martín de Alzaga, Juan de Lezica y Torrezuri y el general José María Zapiola.
  2. Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano, Hora 0. La Marina se subleva, Cap. III “El 16 de junio en Bahía Blanca”.
  3. Isidoro Ruiz Moreno, op. Cit., Tomo I, Tercera Parte, Cap XI, “La cruz en la hoguera”.
  4. Entre 1935 y 1936 fue trasladada a su emplazamiento actual y en ella se guarda la pila de mármol en la que fueron bautizados Bernardino Rivadavia, Bartolomé Mitre y San Héctor Valdivielso Sáez, primer santo argentino, además de piezas de arte sacro de inestimable valor, algo que la canalla ignoraba por completo.
  5. En un nicho de esta última yacen los restos de Santa Constancia Mártir, víctima de las persecuciones de Nerón, enviados desde Roma cuando la misma fue elevada a basílica.

1955 Guerra Civil. La Revolucion Libertadora y la caída de Perón