Vista del Altar Mayor de San Francisco
Arden los templos
La noche del 16 al 17 de junio de 1955 turbas peronistas asaltaron e incendiaron los históricos templos de Buenos Aires en represalia por el bombardeo aéreo
La terrible violencia desatada aquel día, no se detuvo después de los combates. Recordará el lector que cerca de las cuatro y media de la tarde bandas de exaltados peronistas se precipitaron sobre la Curia Metropolitana para saquearla e incendiarla, hecho del que fue testigo el general Ernesto Fatigatti cuando pasaba por el lugar, en el fragor de la lucha.
La turba destruyó objetos de enorme valor artístico y cultural y junto a ellos, el Archivo Histórico, con sus añejos documentos de lo siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, “un tesoro único e irreemplazable”, según palabras de Isidoro Ruiz Moreno.
Una mujer llora ante la desolación en San Francisco (Gentileza Fundación Villa Manuelita)
Durante aquella caótica jornada, obras de arte, óleos, tallas, imágenes y cerámicas que formaban parte patrimonio histórico de la ciudad de Buenos Aires se perdieron para siempre.
Mientras el edificio de la Curia ardía, la chusma entraba y salía portando objetos sagrados, artísticas casullas, antiquísimos cálices, copones, custodias, patenas, hábitos y sotanas. Desde allí, centenares de personas, casi todos hombres, se encaminaron hacia los principales templos de la capital con la clara intención de destruirlos.
Una columna marchó hacia el convento de Santo Domingo y otra hacia Nuestra Señora de la Merced. En el primero, los religiosos vieron llegar camiones repletos de agitadores que al pasar frente al templo alzaban los puños y lanzaban imprecaciones contra la Iglesia.
Temiendo un ataque, frailes y seminaristas corrieron a trabar las puertas y cerrar las ventanas pero dado el cariz que tomaban los acontecimientos, abandonaron el lugar, siguiendo indicaciones de su prior, fray Luis Alberto Montes de Oca, que temía por la vida de ellos. Fray Luis, en su carácter de custodio del convento, decidió quedarse, pese a que era imposible llamar a la policía porque las líneas telefónicas habían sido cortadas.
Otro altar destrozado en San Francisco
Eran las 17.30 cuando la multitud se abalanzó sobre las verjas que cerraban el acceso al atrio, al tiempo que varios sujetos intentaban acceder por las ventanas de la calle Defensa, forzando sus barrotes. El abnegado religioso no tuvo más remedio que vestir ropas de seglar y escapar a toda prisa por una pequeña puerta del pasaje 5 de Julio, confundido entre la multitud.
El histórico templo, sepulcro del general Manuel Belgrano y de otros legendarios personajes de la historia patria[1], con los impactos de artillería de las Invasiones Inglesas en una de sus torres, resguardo de piezas de incalculable valor sacro y cultural, entre ellas los estandartes tomados a los realistas en las batallas de Salta y Tucumán y a los británicos durante las invasiones de 1806 y 1807, obras pictóricas, imágenes y objetos de culto, fue arrasado e incendiado sin piedad. De nada sirvió que fray Luis corriese hasta la Comisaría 2ª para pedir auxilio ya que los responsables de salvaguardar el orden público nada hicieron para contener la barbarie.
A dos cuadras de allí, en la esquina de Defensa y Alsina, comenzaban a arder San Francisco y la contigua capilla de San Roque, en la que los legisladores porteños habían designado gobernador de Buenos Aires al general Lavalle en 1828.
En el oratorio del convento su prior, fray Cecilio Heredia, rezaba junto a otros quince religiosos agradeciendo al Altísimo las palabras con las que Perón llamaba a la calma, cuando un griterío ensordecedor proveniente del exterior los hizo sobresaltar. Casi inmediatamente, el pavoroso estrépito de la chusma al ingresar en el recinto del templo y el de los frailes huyendo por una puerta lateral, vestidos de civil, estremeció los claustros y conmovió a los pocos testigos que se encontraban en las inmediaciones. Fray Cecilio también escapó pero se quedó cerca, contemplando con profundo pesar como el convento y su iglesia eran pasto de las llamas.
A menos de una cuadra ocurría lo mismo en la iglesia de San Ignacio, el edificio más antiguo de la ciudad, pegado al histórico Colegio Nacional (antiguo Colegio Real de San Carlos, cuna de próceres), donde la turba, armada con pesados objetos, golpeó las grandes puertas y profirió todo tipo de insulto contra los religiosos y la Iglesia en general.
Así quedaron los techos de la capilla de la Curia
El padre Alberto Lattuada, su cura párroco, se encontraba leyendo en su habitación cuando sintió el griterío. Al incorporarse y asomarse por las escaleras, vio como la muchedumbre hacía ceder los pórticos y se precipitaba en el interior, gritando y agitando garrotes. El jesuita los encaró con los brazos en alto pidiendo calma y reflexión y exhortándola a no cometer un atentado del que acabarían por arrepentirse.
El religioso intentaba contener a los vándalos cuando sintió que alguien lo tomaba de un brazo y comenzaba a arrastrarlo. Se trataba de un muchacho joven, de cabellos rubios, que comenzó a zamarrearlo violentamente y a arrojarlo a empujones hacia el exterior. Recibió golpes e insultos y la amenaza de que si permanecía en el lugar iba a ser linchado.
Una vez afuera, el padre Alberto vio a dos camiones del Ejército llenos de soldados estacionado junto a la iglesia y desesperado, corrió hacia ellos para pedir ayuda, pero se encontró con una respuesta que lo dejó paralizado. “No podemos hacer nada. Diríjase al oficial que anda por ahí”.
Tremendamente turbado, el párroco vio a la canalla sacar del templo las imágenes y los objetos sagrados y arrojarlos a la calle mientras en el interior comenzaba el incendio. Cerca de él, el teniente cura Guillermo Sáenz observaba la escena con el alma deshecha. El añejo convento, sepulcro de Juan José Castelli y sede de lo que fuera el gran “imperio jesuítico de las Misiones”, descripto por Leopoldo Lugones, comenzaba a ser arrasado.
Cuando se iniciaron los primeros desmanes, Perón y su entorno se hallaban reunidos en el Ministerio de Ejército, desde donde percibieron el humo y el resplandor de las primeras hogueras y la hecatombe que se estaba desencadenando en el centro de la ciudad. El líder justicialista, que se hallaba sentado en una mesa, se puso de pie y en tono indignado exclamó:
-¡Tomen medidas inmediatamente porque estas son bandas comunistas que están quemando las iglesias, y después me lo van a atribuir a mí!
El presidente no había terminado de hablar cuando Lucero llamó al general José Embrioni para indicarle que se debían adoptar medidas urgentes para proteger los templos históricos y los edificios amenazados. Embrioni se comunicó con el jefe de Policía pero aquel, recordando el llamado del ministro Borlenghi en cuanto a mantener acuartelada la fuerza en prevención de ataques de los comandos civiles revolucionarios, mantuvo su posición y no se movió. Estaba plenamente convencido que el Ejército se haría cargo de todo.
Se equivocaba Perón al atribuirle la responsabilidad a los comunistas porque quienes atacaban las iglesias eran sus propios partidarios, impulsados por la furia y el odio que él mismo había alimentando.
A las 18.30 las dotaciones de bomberos abandonaron sus cuarteles y se dirigieron a sofocar los incendios. Al llegar a Santo Domingo, el comisario de bomberos Rómulo Pérez Algaba observó que la santería y los altares ardían y que los manifestantes habían utilizado los bancos para alimentar el fuego.
Pérez Algaba notó que había un camión-tanque estacionado de culata y que la gente sacaba nafta de su interior para avivar las llamas. También observó como algunos matones estrellaban las imágenes y objetos sagrados contra el pavimento, robaban las alcancías y profanaban las urnas con las reliquias de los próceres.
Pérez Algaba intentó dialogar con sus cabecillas pero los vándalos se lo impidieron.
En esas estaba cuando cuatro individuos vestidos con impermeable se le acercaron y le advirtieron que dentro del templo se hallaban las banderas capturadas a los ingleses y los españoles y que cuatro hombres se hallaban atrapados en la biblioteca, por lo que debía apurarse para rescatarlos. Pérez Algaba fue terminante:
-Así como entraron que salgan. En cuanto a las banderas… eso es otra cosa.
El oficial, seguido por varios bomberos, se introdujo entre las ruinas iluminando el camino con una linterna. Llegaron a tiempo para rescatar los trofeos y ponerlos a resguardos ya que, afortunadamente, los vidrios que los cubrían los habían preservado manteniéndolos intactos. No tuvieron más que tomarlos y retirarse, un minuto antes de que se desplomase sobre ellos una columna que los hubiese destruido completamente.
Pérez Algaba y dos de sus hombres resultaron heridos. La posteridad le debe a esos valientes la salvaguarda de aquellas invalorables piezas de nuestra historia.
Pérez Algaba y sus asistentes fueron evacuados, no así los cuatro saqueadores que provistos de candelabros, rompieron los barrotes de las ventanas y se arrojaron al vacío desde le primer piso, en la esquina de Venezuela y Defensa.
A esa altura San Francisco ardía por los cuatro costados. Fue entonces que los bomberos debieron pelear cuerpo a cuerpo con los manifestantes para detener la destrucción. Era impresionante ver los trozos de madera desprendiéndose de la cúpula central y caer envueltos en llamas sobre la calle y las veredas.
En Nuestra Señora de la Merced, la horda atacó e incendió el costado izquierdo del templo. Las llamas llegaron a la sacristía y una densa columna de humo invadió la nave central. Nuestra Señora de la Piedad, en cambio, fue asaltada pero el kerosene derramado no alcanzó a arder, gracias a la intervención de vecinos y agentes del orden que lograron neutralizarlo. El saqueo, sin embargo, fue devastador y la cosa no pasó a mayores porque los bomberos llegaron a tiempo para sofocar el incendio que los manifestantes habían desatado en la biblioteca para ciegos del entrepiso.
Otra vista del Altar Mayor de la basílica de San Francisco
San Miguel sufrió pocos daños en la nave central pero la sacristía y la casa parroquial ardían cuando una dotación a las órdenes del comisario Severo Toranzo llegó al lugar y contuvo un segundo ataque.
San Nicolás de Bari, sobre avenida Santa Fe, también fue pasto de las llamas y botín de los saqueadores que desde los balcones del segundo piso arrojaban objetos de gran valor artístico y religioso. Los atacantes debieron huir por salidas laterales porque la nave era una gran pira y corrían el riesgo de quedar atrapados. Como se recordará, la iglesia fue fundada en 1733 por el español Domingo de Acassuso en su emplazamiento original de 9 de Julio y Av. Corrientes, el mismo lugar que hoy ocupa el obelisco[2].
Lo peor ocurrió en Nuestra Señora de las Victorias, sita en Paraguay y Libertad, donde la multitud inició un incendio de poca importancia al tiempo que robaba todo lo que tenía a su alcance.
Ardían el despacho parroquial y la sacristía cuando un miembro del movimiento parroquial de apellido Marcó Bonorino y una señora cuyo nombre no ha trascendido, intentaban apagar las llamas arrojando sobre ellas el agua de los floreros. Otro individuo llamado Cullen, advirtió a la policía que varios sujetos habían subido a las habitaciones sacerdotales y que habían volcado una estufa de kerosene para prender fuego y robar el dinero de las colectas que allí se guardaba.
Los destrozos en el Instituto Belgraniano
Cuando la violencia alcanzaba su clímax, apareció el cura párroco, RP Jacobo Wagner, intentando desesperadamente detener a los malhechores. La golpiza que recibió fue tan brutal que acabó tendido en el suelo, inconciente, hasta que pudo ser evacuado. Permanecería postrado cuarenta y cinco días al cabo de los cuales, fallecería como consecuencia de la brutal agresión.
Otros grupos peronistas atacaron San Juan Bautista, el templo ubicado en Piedras y Alsina, bajo cuyo altar mayor yace enterrado el quinto virrey del Río de la Plata, don Pedro Melo de Portugal y Villena; la misma suerte corrieron Nuestra Señora de la Piedad y Nuestra Señora del Socorro, escenario esta última del drama de Camila O’Gorman[3].
Militantes de la Unidad Básica ubicada en Av. Corrientes y Jorge Newbery intentaron incendiar la iglesia situada en Osorio y Warnes pero fueron detenidos a tiempo y conducidos a la Seccional 29, donde permanecieron encerrados en averiguación de antecedentes.
Ese día ardieron y fueron saqueadas la Curia Metropolitana, Nuestra Señora de la Merced, San Ignacio, San Francisco, San Roque, Santo Domingo, San Juan Bautista, San Nicolás de Bari, Nuestra Señora de las Victorias, San Miguel Arcángel, Nuestra Señora del Socorro y La Piedad, enrojeciendo con sus fuegos los bajos nubarrones que cubrían la noche de Buenos Aires, tal como afirma Ruiz Moreno. Pero aquellos no fueron los únicos templos atacados. Nuestra Señora de la Asunción de Vicente López, Jesús en el Huerto de los Olivos de Olivos, la Catedral de Bahía Blanca, el Sagrado Corazón y Nuestra Señora de Lourdes de la misma ciudad y varios templos de Mar del Plata, entre ellos su catedral, también fueron saqueados, sufriendo daños de distinta consideración. Por otra parte, en Córdoba y Rosario se temieron hechos similares que, felizmente, no se produjeron y eso aconteció también, en el resto del país.
Lejos de lo que muchos suponen, no solamente iglesias ardieron aquel día. También sufrieron destrozos e incendios el Instituto Belgraniano, la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, la Comisión de la Reconquista y Defensa y la Pía Unión del Beato Martín de Porres, contiguas a Santo Domingo.
Imágenes de los vándalos devastando los templos y desfilando en la noche con ropas sacerdotales y objetos robados, dieron la vuelta al mundo para escarnio del pueblo argentino y menoscabo de su tradición. En el término de unas pocas horas, el país perdió para siempre valiosos tesoros de su patrimonio artístico, histórico y religioso.
Miguel Ángel Cavallo nos ofrece una descripción de lo acaecido en Bahía Blanca la noche del 16 de junio.
A poco de anunciado el fracaso del alzamiento, grupos de trabajadores se nuclearon frente al edificio de la CGTregional para escuchar la arenga de sus jefes y encaminarse luego en columnas hacia la plaza principal, todos armados con palos, cadenas y piedras, dispuestos a atacar la Catedral.
Una vez en el templo mayor de la ciudad, forzaron sus grandes puertas para destrozar altares, imágenes y dependencias internas, tumbando la pila bautismal de mármol de Carrara e incendiando parte del interior. Al igual que en Buenos Aires, la turba se vistió con ropas clericales para cantar y danzar en las calles mientras entonaba estrofas obscenas e insultantes.
Un feligrés busca consuelo en la oración (Gentileza Fundación Villa Manuelita)
Desde allí, los manifestantes corrieron hasta la iglesia del Corazón de María y luego a la de Nuestra Señora de Lourdes, ocasionando daños similares y continuaron su raid en la redacción del diario “Democracia”, valeroso órgano opositor dirigido por Luis E. Vera, arrasando sus oficinas y destrozando su mobiliario, maquinarias e instalaciones, previo a generar un nuevo incendio.
Los vándalos finalizaron su recorrida en la sede de la Unión Cívica Radical, a la que también convirtieron en hoguera y luego se retiraron por las calles entonando estribillos favorables a su líder. Ni los bomberos ni la policía actuaron y nada se comentó al día siguiente, a nivel oficial, mucho menos que “Democracia” quedaba clausurado y su propietario, detenido e incomunicado junto a los sacerdotes de las iglesias y escuelas religiosas de la ciudad, quienes fueron trasladados en camiones hasta el cuartel del Regimiento 5 de Infantería[4].
Isidoro Ruiz Moreno ofrece una idea aproximada de las pérdidas de aquel día. Cuando el comisario Rafael Pugliese, jefe de la Seccional 2ª, se hizo presente en el convento de Santo Domingo, se encontró tirada detrás del mausoleo del General Belgrano, la urna con los restos del General Zapiola, que había sido arrancada del camarín de la Virgen del Rosario.
Congoja y desazón. Los porteños han vivido horas aciagas. Primero su ciudad bombardeada, inmediatamente después, su patrimonio histórico, cultural y religioso arrasado (Gentileza Fundación Villa Manuelita)
En el atrio, se quemaron muebles muy antiguos, algunos de los cuales habían sido prestados por el convento para la reunión del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. El altar mayor fue consumido por el fuego, lo mismo otros dos laterales en tanto varios más sufrieron serios destrozos.
Casi todas las imágenes fueron sacadas de su sitio, arrojadas al suelo o entregadas a las llamas; cristales y vitrales cayeron apedreados; fue consumido el coro con su mobiliario colonial y órgano histórico, destruida la mayólica veneciana de las bóvedas y demolido el camarín de la Virgen del Rosario donde se guardaban los estandartes arrebatados a los ingleses en 1806 y 1807 y los capturados por el general Belgrano a los españoles en las campañas del Norte. Numerosos trofeos que se exponían en las vitrinas empotradas en las paredes laterales, desaparecieron.
La sacristía también fue arrasada, sus armarios incendiados y las dos pilas bautismales de mármol de Carrara hechas pedazos. Se quemaron salones internos y una capilla menor en el sector este. Las habitaciones de los sacerdotes también fueron desvalijadas, destruido su moblaje e incendiada la habitación del prior.
En San Ignacio los altares fueron destrozados con maderas arrancadas de los mismos; se incendiaron otros y quedó hecho añicos el mobiliario. Los vándalos prendieron fuego a la biblioteca del templo como así también a la habitación y la sala de reuniones del párroco destrozando la loza, los aparadores y un gran espejo con consola.
En la capilla de San Roque los altares fueron pasto de las llamas, en tanto los revestimientos de las bóvedas y las paredes laterales, ricamente decoradas, cayeron hechos pedazos. También fueron destruidas sus principales imágenes mientras en la contigua San Francisco todo se perdió, en especial sus antiguos y artísticos altares, incluyendo el mayor. Su cúpula se derrumbó y solo su esqueleto de metal quedó en pie; sus vitrales cayeron hechos trizas y las llamas consumieron valiosísimos cuadros y mobiliario de los siglos XVIII y XIX. Se perdieron también el presbiterio, la sacristía, tallas, imágenes y objetos de culto que fueron arrojados con saña aquí y allá mientras el fuego consumía habitaciones y dependencias del convento eran robados cálices, candelabros, custodias, crucifijos y otros elementos de valor, muchos de ellos de plata y oro macizo con piedras preciosas incrustadas. Entre las ruinas destacaba especialmente el gran sagrario de 1,50 metros, que fue arrojado en medio de escombros y los restos de objetos calcinados[5].
Buenos Aires perdió en una noche, cuatro siglos de historia.
Cúpula y techos de la Catedral en ruinas
Saqueadores arremeten contra el Sagrario en la Catedral
Fieles absortos observan los destrozos en la Curia
Biblioteca y Archivo de la Curia arrasados por el fuego
La gran cúpula de San Francisco víctima de las llamas
El altar de San Francisco profanado
El pueblo de Buenos Aires observa incrédulo la profanación de sus templos, en esta caso San Francisco
Más destrozos en San Francisco
Estado en el que quedaron los cielorrasos de San Francisco
Bancos e imaginería destrozados en San Francisco
Altar lateral de San Francisco
San Francisco. Acceso al convento
Altar Mayor de San Francisco
Altar lateral de la basílica Nuestra Señora del Rosario (Convento de Santo Domingo)
Convento de Santo Domingo. Vista lateral del Altar Mayor
Ruinas y escombros en la iglesia de San Ignacio
San José decapitado en San Ignacio
La habitación de Monseñor D'Andrea en San Miguel Arcángel pasto de las llamas
San Miguel Arcángel. Otra imagen del estado en el que quedó la habitación de Monseñor D'Andrea
Ruinas en la Iglesia de San Juan Bautista, sepulcro del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena
Notas
- Antonio González Balcarce, Martín de Alzaga, Juan de Lezica y Torrezuri y el general José María Zapiola.
- Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano, Hora 0. La Marina se subleva, Cap. III “El 16 de junio en Bahía Blanca”.
- Isidoro Ruiz Moreno, op. Cit., Tomo I, Tercera Parte, Cap XI, “La cruz en la hoguera”.
- Entre 1935 y 1936 fue trasladada a su emplazamiento actual y en ella se guarda la pila de mármol en la que fueron bautizados Bernardino Rivadavia, Bartolomé Mitre y San Héctor Valdivielso Sáez, primer santo argentino, además de piezas de arte sacro de inestimable valor, algo que la canalla ignoraba por completo.
- En un nicho de esta última yacen los restos de Santa Constancia Mártir, víctima de las persecuciones de Nerón, enviados desde Roma cuando la misma fue elevada a basílica.
1955 Guerra Civil. La Revolucion Libertadora y la caída de Perón