La “bestia negra” de Malvinas: la historia del militar argentino que todavía despierta terror en las islas
Douglas Patrick Dowling, alias “El Inglés”, era un mayor del Ejército argentino al que acusan de violar derechos humanos en los primeros días de la guerra; dramáticos testimonios
Hay un militar argentino cuyo apellido todavía causa escalofríos en las islas Malvinas. A 40 años de la guerra, su sola mención afecta a los hombres, mujeres y niños isleños que lidiaron con él. Algunos aún sufren de estrés post traumático por sus acciones, que remiten a las peores prácticas de la dictadura. Es la “bestia negra” de las islas.
Ese militar figura en los legajos de la Conadep y
en al menos dos causas de lesa humanidad. Pasó a retiro en los primeros
años de la democracia y murió en 2000. Pero en las islas es como si no
hubiera muerto. Allí todavía se habla de él en presente. Acaso porque
muchas víctimas aún le temen. Como la niña a la que amenazó con un rifle en la cara.
O los hombres a los que simuló ejecutar. O aquellos a los que golpeó
hasta derribarlos. O al que subió a un helicóptero y le abrió la puerta
lateral, como en los “vuelos de la muerte”. O las mujeres a las que pregonó las bondades de encarar una “solución final”. Todo eso y más, en violación a la Convención de Ginebra.
Si terminar con los isleños fue su intención real, jamás se sabrá. Porque ese militar duró apenas cuatro semanas en las islas. Un superior, mano derecha del general Mario Benjamín Menéndez, ordenó su regreso al continente, preocupado por sus acciones. Pero la sombra del militar es, todavía hoy, un obstáculo en el diálogo. Decía llamarse Patricio Dowling, ser descendiente de irlandeses y detestar todo lo británico, aunque ese era uno de sus “nombres de guerra” en los centros clandestinos de detención: “El inglés”.
Su verdadero nombre era Douglas Patrick Dowling y llegó a Stanley con
36 años y rango de mayor del Ejército, en las primeras horas del 2 de
abril, tres días antes de que la ciudad capital de las islas pasara a
denominarse Puerto Rivero y, luego, Puerto Argentino. Desembarcó como máximo responsable de la Policía Militar, aunque su misión real era otra: contraespionaje.
Es decir, detectar a los isleños que pudieran encarnar la resistencia o
pasarles información a las tropas británicas. Pronto quedó claro que
sabía quién era quién, según relatos coincidentes.
Esos testimonios, que LA NACION recabó en las islas, ahondan en una faceta de la guerra que muchos prefieren callar u ocultar. Como los relatos de los excombatientes que afrontaron torturas físicas y psicológicas de un centenar de militares –estaqueamientos y enterramientos incluidos- y reclaman que la Corte Suprema tome una decisión. ¿Son delitos de lesa humanidad -y por tanto, juzgables, como resolvió un Juzgado y una Cámara Federal- o son delitos comunes y están prescriptos -como sostuvo la Casación Penal-? Ahora los isleños aportan otra faceta de esas agresiones.
"Cruzaron la calle, lo puso a papá de rodillas junto a la orilla, le dijo que había una bala en el cargador y le gatilló varias veces en la cabeza, para ver si se quebraba"
Nicholas Pitaluga
El ejemplo más brutal del accionar del mayor Dowling entre los isleños acaso fue contra una niña que tenía 12 años en 1982, Lisa Watson,
editora hoy del semanario local, Penguin News. Su padre, Neil, había
llamado a los argentinos para informarle que seis soldados británicos
que habían escapado durante el desembarco del 2 de abril estaban en su
casa, dispuestos a rendirse. Poco después, dos aviones Pucará
sobrevolaron su casa y tres helicópteros aterrizaron a su alrededor. Con
los marines ya esposados, Dowling pateó la puerta y obligó a los Watson
a pararse contra la pared. Pero la niña siguió sentada, a pesar de los
ruegos de sus padres y los gritos del militar, que le apuntó con el
rifle y amenazó reiteradas veces con dispararle. Hasta que se dio por
vencido. La niña no se movió del sofá.
“Recuerdo que Dowling tenía el casco puesto, pero es poco más lo que puedo decirle. Todo pasó muy rápido, aunque me quedó la impresión de sus facciones, que era buen mozo, muy limpio. Pero yo era una niña”, contó Watson a LA NACION.
Los testimonios coincidieron sobre ese punto. Los isleños describieron a Dowling como alguien muy preocupado por su apariencia, siempre afeitado y peinado, que hablaba inglés fluido y que siempre se movía con su uniforme limpio y planchado, en línea con el testimonio de una de las víctimas que pasaron por el centro clandestino de detención El Vesubio, Hugo Luciani. Lo recordó como “un hombre de cultura, [...] de tener una voz bien conformada, inclusive por su ropa, su calzado, era una persona que demostraba tener algún estudio”.
Pronto,
se sumaron otros incidentes. Como el de Robin Pitaluga, quien murió un
par de años después. “Papá tenía un carácter fuerte y se resistía al
adoctrinamiento que querían imponer los argentinos. Una noche escuchó
por radio un mensaje que el almirante Sandy Woodward [máximo responsable
de la flota británica que iba hacia las islas] quería hacerle llegar a
Menéndez para que se rindiera. Así que mi papá se encargó de eso. Poco
después aparecieron los helicópteros”, relató Nicholas Pitaluga.
“Recuerdo que cuando se lo llevaban a papá, mamá les reclamó a los
gritos una constancia porque sabíamos lo que ocurría en la Argentina
cuando los militares se llevaban a alguien. Así que uno de los soldados
le extendió un recibo, como si papá fuera una mercancía”.
En Puerto Argentino ocurrió lo peor. “Lo trasladaron a la Estación de Policía en Stanley, donde Dowling lo tomó como un líder de los isleños. Así que cruzaron la calle, lo puso de rodillas junto a la orilla, le dijo que había una bala en el cargador y le gatilló varias veces en la cabeza, para ver si se quebraba. Luego lo pusieron bajo arresto domiciliario”, relató Nicholas, quien había estudiado el secundario en Córdoba, donde una de sus maestras había desaparecido. El 2 de abril lo sorprendió en Buenos Aires, cuando volvía de Nueva Zelanda, donde cursaba la universidad. Nunca más volvió al continente, aunque sigue en contacto con sus amigos.
“Algunos militares expresaban abiertamente su interés por ir más lejos -dijo Pitaluga, hijo, a LA NACION-. Hablaban de una ‘solución final’. Pero otros respetaban el ‘código de honor’ militar, así que prefiero pensar que las cosas pudieron ser mucho peor para los isleños. De hecho, Dowling era como [Alfredo] Astiz. Ojalá ambos estuvieran en prisión”.
Como los “vuelos de la muerte”
Dowling actuaba con visos de espectacularidad. También recurrió a los helicópteros cuando buscó a otro isleño, Bill Luxton.
Doce buzos tácticos con ametralladoras y granadas bajaron de un Puma,
rodearon la casa y Dowling se llevó al isleño, a su esposa y a su hijo
adolescente a Puerto Argentino. En pleno vuelo temieron por sus vidas.
Ocurrió cuando les abrieron la puerta del helicóptero sobre el mar, algo
que les recordó a los “vuelos de la muerte” que ya eran conocidos fuera
de la Argentina.
“Ya habíamos tenido un incidente previo, el 2 o 3 de abril, cuando me llevaron detenido a la Estación de Policía. ‘Si fuera por mí, les pegaría un tiro a todos ustedes. Y usted sería el primero’, me dijo Dowling”, recordó Luxton, quien por entonces era funcionario en las islas. “Después me advirtió que no me metiera en problemas. ‘Tenemos muy malos reportes sobre usted, ándese con cuidado’, y dijo que tenía informes detallados sobre más de 600 de nosotros. No sé si sería cierto, pero sí puedo decirle que sabía mucho sobre mí”.
"Me llevaron a la Estación de Policía. ‘Si fuera por mí, les pegaría un tiro a todos ustedes. Y usted sería el primero’, me dijo Dowling”"
Bill Luxton
Luxton no fue el único al que Dowling mencionó esos informes de inteligencia. “Sé todo de usted”, le previno a John Smith, un marino mercante británico que llegó a las islas en 1958, se enamoró de una isleña, Ileen, y se quedó. Hoy, octogenario, fue el primer director del Museo local y autor de varios libros. Es considerado el máximo historiador local. “Dowling tenía legajos de todos, con precisiones sobre sus ideas políticas, afinidades y parentescos. Según él, era el trabajo de diez años, con buena inteligencia”, relató Smith a LA NACION, en su casa de las afueras de la ciudad. Poco después, un conscripto comenzó a vigilar sus movimientos. Y con el paso de los días terminó dándole de comer. “A diferencia de los oficiales, los soldados pasaban hambre. En la zona oeste de la ciudad desaparecieron todos los gatos, carnearon un caballo y varias ovejas”.
Dowling repitió su abordaje con un agente de la Policía local hasta el desembarco, Anton Livermore.
“Me relató mi vida. Cuál era mi familia, a qué colegio había ido, mis
trabajos previos. Yo había simulado que no hablaba español, pero él
sabía que había pasado dos años en la Argentina”, rememoró. Para más
precisiones, estudió parte del secundario en Bariloche y conoció de
primera mano cómo actuaba la dictadura. “No dudo que si Dowling hubiera estado más tiempo en las islas, no hubieran quedado muchos isleños”.
El propio Dowling se encargó de fomentar ese temor entre los isleños. En ocasiones, de manera deliberada; en otras, sin saberlo. En el Upland Goose, por entonces uno de los dos hoteles de Puerto Argentino, le exigió al dueño, Desmond King, que le entregara la mitad de las habitaciones y le diera de comer a él y a otros oficiales, “por las buenas o por las malas”.
Fue durante una de esas comidas en el Upland Goose que Dowling discutió con otros oficiales argentinos la idea de implementar una “solución final” con los isleños, mientras que las hijas del dueño, Anna y Alison King, servían su mesa. Ambas habían estudiado el secundario en Montevideo y hablaban español, lo que ocultaban. “Dijo que el problema éramos los isleños y que sin nosotros, Londres no enviaría tropas. Así que lo mejor era ´exterminarnos’. Ese fue el verbo que usó”, sostuvo Alison. A su lado, Anna, asintió.
Golpes e interrogatorios
Los incidentes se sucedieron. Dowling recurrió a los helicópteros para ir a San Carlos, donde hizo alinearse a hombres, mujeres con bebes en brazos y niños frente a un galpón. Cuando el gerente de la granja, Allan Miller, protestó por el maltrato, el militar lo golpeó hasta que el isleño no pudo levantarse del piso. “Lo golpeó varias veces con la culata de su rifle o fusil, y cuando estaba en el piso, se puso detrás suyo, le apuntó a la espalda y empezó a interrogarlo”, detalló su hermano Tim, quien cuida del cementerio argentino en Darwin y del británico en San Carlos desde hace años.
"Decía que sin nosotros Londres no iba a reaccionar. Lo escuchamos decir que lo mejor era ‘exterminarnos’. Ese fue el verbo que usó"
Alison King
Dowling
encaró varios interrogatorios en la estación de Policía en Puerto
Argentino. Así lo hizo con un empleado de Obras Públicas, Philip Rozee, a
quien lo acusó de espionaje, mientras que sus subalternos lo cacheaban,
manoseaban e insultaban. Y también con el contralor del tráfico aéreo
en el aeropuerto local, Gerald Cheek. “Al final de la
‘conversación’, Dowling sacó una pistola y golpeó el escritorio,
exasperado por mis respuestas”, resumió. El primero fue deportado; el
segundo, trasladado a la isla Gran Malvina.
Al final, sin embargo, los métodos de Dowling resultaron contraproducentes para los planes argentinos. Los isleños redoblaron su colaboración clandestina con las tropas británicas, antes y después de su desembarco, mientras que él fue reenviado al continente el 26 de abril, semanas antes del desembarco británico en la bahía San Carlos. Así lo ordenó el entonces secretario general de Menéndez, el vicecomodoro Carlos Bloomer Reeve, quien conocía las islas y a los locales desde los años 70, cuando fue uno de responsables de implementar en el terreno los “Acuerdos de Comunicaciones”.
“Bloomer Reeve era una buena persona y nos cuidó. Sin él, todo hubiera sido peor”, evaluó el entonces director de la radio local, Patrick Watts. Él también sufrió los métodos de Dowling y sus acólitos. “Cuando estaban deteniendo a Cheek, que era mi vecino, para llevarlo a la estación, protesté y terminé con una pistola en el estómago. Por suerte pasó un capitán argentino que me conocía y me defendió”. Poco después, fue a verlo a Bloomer Reeve.
-¿A dónde están enviando a toda la gente?
-¿Qué gente?- recuerda Watts que le respondió el oficial de la Fuerza Aérea.
-¿La van a desaparecer? ¿La van a tirar a la bahía como hacen en el Río de la Plata?
-No seas estúpido. Dame un minuto.
“Adelante mío, Bloomer Reeve levantó el teléfono”, recordó Watts. “Luego cortó y dijo una sola palabra: Dowling. Poco después, a Dowling lo trasladaron al continente”.
Lesa humanidad
Dowling estuvo asignado a las islas Malvinas hasta el 26 de abril, de acuerdo a la copia de su legajo del Ejército Argentino que obra en el Tribunal Oral Federal de Santa Fe, donde también se lo investigó por su participación en crímenes de lesa humanidad como parte del Destacamento de Inteligencia 122 que actuó en esa provincia. Dowling falleció, pero otro acusado en ese expediente, el interventor de facto de la provincia José María González, terminó condenado a prisión perpetua por homicidio doblemente calificado en concurso real con privación ilegal de la libertad y allanamiento ilegal de domicilio.
En el legajo de Dowling consta que se retiró en 1986 con el grado de teniente coronel. A lo largo de su carrera militar, que comenzó en diciembre de 1964, acumuló múltiples apercibimientos y días de arresto. Pero sus superiores lo definieron como “serio, subordinado, respetuoso y con capacidad de mando”. Así no lo caracterizó Bloomer Reeve.
El número dos del general Menéndez falleció días atrás con el rango de brigadier. Pero antes confirmó que ordenó la remisión de Dowling al continente. Lo hizo ante el periodista y fotógrafo Graham Bound, fundador del Penguin News, quien conocía a oficial argentino de su anterior paso por las islas y lo entrevistó para el libro “Invasión 1982. La historia de los isleños”.
“Dowling consideraba a todo isleño como un enemigo. Muchos otros oficiales jóvenes pensaban lo mismo, pero no tenían poder. Este hombre, en cambio, era el jefe de Policía. Él tenía ‘el’ poder”, afirmó, antes de relatar que lo citó a su oficina, le ordenó ser “más cordial” con los locales, y le recordó que tenía que obedecer las órdenes dadas por un superior, aunque se las impartiera un oficial de la Fuerza Aérea. Pero Dowling respondió con “hosquedad”, así que se reunió de apuro con Menéndez y le pidió que apoyara su decisión de reenviarlo al continente. Tres días después, Dowling se marchaba de Puerto Argentino, donde todavía lo recuerdan -y temen- en tiempo presente.