Llegó como muchos con un espíritu aventurero a estas tierras del fin del continente americano desde Europa y su vida de lucha y aventuras lo dejó en la historia de Santa Cruz. Al contrario de otros venidos desde lejos no se dedicó al exterminio de los habitantes originarios. Al contrario, Santiago Radboone formó familia con Juana, una originaria tehuelche, sobrina del cacique Mulato quien sería el último gran jefe de los nativos afincados entre Santa Cruz y Magallanes en Chile. Y pobló los campos del paradisíaco Lago San Martín en la cordillera santacruceña. Sus ocho hijos paridos por la noble Juana entregaron descendencia de llega a nuestros días. Pero vamos a conocer en detalle la vida y andanzas del “Jimmy”, como quedara inmortalizado. El primero que hizo conocer la vida de Santiago fue un periodista y literato norteamericano Herbert Childs. Para él, camino a ser un consagrado profesional de las letras y a punto de contraer matrimonio con Majorie, en plena depresión económica de los años 30, una luna de miel en la Patagonia no era parte de sus planes. Pero recibió una intrigante carta de un amigo propio y de su futura esposa, en la que le proponía indagar en la vida de un exótico personaje de la frontera argentino chilena en el Territorio de Santa Cruz, en el muy sur de la Argentina. Las imágenes de peligro, los entreveros con la policía y bandidos, las aventuras amorosas, las adversidades climáticas, el romanticismo que rodea la vida de los pioneros en el imaginario del norteamericano medio y la posibilidad de escribir sobre un tema original, fueron estímulos suficientes para ambos y, sin pensarlo demasiado, reemplazaron la prevista corta estadía en un área rural cercana a sus domicilios, por un viaje en un carguero noruego por las costas americanas del Pacífico y, dando la vuelta por el Cabo de Hornos, hasta la ciudad de Buenos Aires. Una vez en Buenos Aires volvieron a embarcarse, esta vez doblando sobre sus pasos con rumbo sur, hasta Puerto de San Julián. Allí se trasladaron en automóvil, avanzando por las escalonadas planicies desérticas hasta llegar al lago San Martín. Y desde ese lugar se internaron en la cordillera a caballo, pues se habían terminado los caminos. De esta manera llegaron a la Estancia La Nana, donde vivía Santiago (James) Radboone. En el jardín de su casa acamparon durante los tres meses del verano de 1933. Esta larga estadía les permitió mantener ricas conversaciones con quien sería el protagonista de su libro y con su familia, haciendo amistad con la esposa, cabalgando con los hijos y participando en general de las tareas y penurias de la vida de campo, en la aislada y lejana cordillera austral. El resultado del trabajo periodístico vio la luz gracias a J.B. Lippincott Co., editora que lo publicó en formato de libro, en 1936. El título: “El Jimmy, Outlaw of Patagonia”, alude a su protagonista. Santiago Radboone, apodado “El Jimmy” por los tehuelches con quien convivió largos años, había nacido en Inglaterra, en el año 1873. Hijo de una familia de escasos recursos y muchos miembros, decidió emigrar acosado por su situación económica, por la policía, y por la madre de una jovencita que declaraba estar embarazada. Puesto en contacto con Waldron y Woods, propietarios de tierras en Tierra del Fuego, Santa Cruz y la zona de 25 de Mayo en La Pampa, se embarcó rumbo a la ciudad chilena de Punta Arenas, en el año 1.888. Desde allí pasó a la isla de Tierra del Fuego y aprendió con rapidez, el duro oficio de ovejero y domador.
El Jimmy pionero
Pero no había llegado al fin del mundo para seguir obedeciendo las órdenes de un patrón. Con espíritu aventurero y ganas de respirar libertad, mandó adelante una pequeña tropilla de parejeros que había logrado ganar, en búsqueda de un pedazo de tierra que pudiera declarar suya, en la región que media entre el Puerto de Río Gallegos y el de Punta Arenas. Con esta búsqueda se enredaron demasiadas cosas: mujeres, caballos de carrera, bebida, juego y cierto coraje irresponsable que lo llevaba a no eludir peleas, sean estas con civiles o con la policía. En una ocasión ganó una apuesta y le pagaron con un cheque a cobrar en Punta Arenas, Chile, que era robado. Fue así como terminó en la cárcel. Pero esta historia no termina aquí. Resulta que al tiempo logró escaparse y en su calidad de prófugo tanto para la ley chilena como argentina, recuperó sus caballos. Refugiado de la justicia chilena y de la argentina, en la toldería de Mulato, cacique tehuelche de la zona de Ultima Esperanza, se enamora de una sobrina de éste. Con ritmo de novela, pierde a quien quiere hacer su esposa en una carrera de caballos, para sólo recuperarla años más tarde. Con ella y evitando futuros conflictos con la ley, se interna en la cordillera argentina, en la zona del Lago San Martín, y coloniza una tierra, a orillas del agua y lejos de la civilización. Su lucha por la tierra incluye un viaje en barco a Bs. As. para agilizar los trámites de obtención de sus soñados campos. Al respecto, en un principio, se entregaban entre 4 y 8 leguas cuadradas lo que significaba de 10.000 a 20.000 has. Un 50% de esa superficie podía comprarse luego de 5 años de ocupación continua con mejoras incluidas. Política de tierras que cambió a sólo un contrato de arrendamiento sin posibilidad de venta para acceder a la propiedad. Pasaron muchos años de su afincamiento en Estancia “La Nana” cuando recién en 1930 los Radboone pasaron a tener estas tierras a su nombre y libres de deuda. Sus dominios incluían la península Mackenna hasta la misma frontera con Chile. Las construcciones de La Nana se componían de corral de postes para el encierre del ganado, galpón para esquila y depósito, baño de ovejas y una muy austera casa de barro, paja y madera donde siempre el fuego permanecía encendido para recibir al forastero. Contaba con piezas dormitorio y depósito. Los muebles eran de madera, cubiertos con cuero de potrillo algunos y todos de construcción casera. Para dormir empleaba cueros de oveja como mullido colchón. El casco se completaba con una generosa huerta y una producción propia de grosellas, frambuesas y frutillas para las tortas y budines que tenían a Jimmy como autor. Todavía hoy se observan los viejos arbustos de fruta fina alrededor de la vivienda fundacional. Consumían preferentemente carne lanar alternando con vacunos, yeguarizos y el producido de la caza de cauquenes y choiques que abundaban. Unidos inicialmente por el ritual Tehuelche, que reconocía la entrega de caballos a cambio, llega el año 1913 que encuentra a Jimmy y Juana casados ante el Juez de Paz de Puerto Santa Cruz. Tuvieron ocho hijos Nana, Juana, Santiago, Arturo, Miguel, Enrique, María y Catalina. Cinco de los cuales fueron atendidos en el parto por el mismo Jimmy. Incluso, alguno de sus nietos vivieron en La Nana. Sus hijos alternaron la educación en la estancia con la recibida en colegios de Puerto Santa Cruz. A esta localidad concurrían ante la enfermedad cuando necesitaban curarse con el médico que llegaba periódicamente de la lejana Buenos Aires. En tales circunstancias su hija Juana casi pierde la vida por una fuerte neumonía. En cuanto al ganado llegó a tener 6.500 lanares que le reportaron hasta 13.000 Kg. de lana. Producía leche, manteca y quesos que maduraban colgando en la cocina. Para ello encerraban las lecheras “guampudas” y semisalvajes con el auxilio de perros que las traían mordisqueando sus garrones. Diestro en esquilar a tijera y pelar los ojos, el record personal de Jimmy fue de 236 animales esquilados en el día. Gran corredor de carreras, criaba su caballada amansando los potros con tres años cumplidos. Sus caballos de uso diario pastaban en un pequeño potrero anexo al casco. Vendía su lana en Puerto Santa Cruz y los corderos gordos en el Frigorífico Armour. Esta localidad de la costa Atlántica, estaba separada de la estancia por una huella que se transcurría luego de 30 días de carreta. Sus ocho hijos ayudaban en las tareas cotidianas. Siendo Radboone un gran cocinero, entrenó a las niñas en el arte de la cocina. Nana se destacaba en el encierre de las lecheras a las que ataba por los cuernos a postes, sujetaba por las patas y ordeñaba. Fue la Comisión de Límites en 1903, quien exploró estas tierras colocando el hito de piedra limítrofe hasta donde llegaron los dominios de Jimmy. Tierras pisadas por los huelguistas del año 1922 en su huida a Chile; por el inquieto padre de Agostini en su exploración de los Andes Australes y por distintas expediciones al hielo continental patagónico. Relatos de historias que se pueden acceder consultando la biblioteca en el actual casco o vivirlos en cercanías de la vieja casa de Jimmy. Allí respetando el estilo arquitectónico de Patagonia Sur se ha construido uno nuevo que lleva el nombre de la vieja estancia, Puesto “La Nana”, en reconocimiento al noble espíritu de sus fundadores. Retazos de la rica historia de la joven provincia de Santa Cruz. Si que se quiere también, otra forma de entender la integración entre los que llegaron de otros lugares al continente americano, sin provocar un destino de muerte y expoliación de las poblaciones originarias. Historias de Patagonia : Por: Mario Novack Domingo, 3 de noviembre de 2019 Fuentes: Diario Río Negro - Pedro Dobreé El Chaltén Hoy – Alejandro Serret.
Fotos de la zona del campo "La Nana" donde vivió Jimmy Radboone....y el paisaje del lugar...
otografía que retrata al empresario croata-argentino Nicolás Mihanovich (1846-1929), quien fuera el empresario naviero más importante de la Argentina, dominando el mercado en el Río de la Plata entre las décadas de 1880 y 1920. En octubre de 1900, la revista Caras y Caretas decía sobre el retratado: "El señor Mihanovich, que vino a estas playas sin otro capital que su actividad y su inteligencia, es un caso elocuente que puede presentarse a nuestras generaciones nuevas para animarlas a la acción".
Mihanovich nació el 21 de enero de 1846 en el pueblo de Doli, entonces parte del Reino de Dalmacia dentro del Imperio Austríaco, en el seno de una familia de marineros. A temprana edad comenzó a navegar por los mares Mediterráneo y Negro. Luego extendió sus viajes al Océano Atlántico, y en 1864, a los veinte años de edad, llegó al Río de la Plata, desembarcando en Montevideo como tripulante de la embarcación británica “City of Sydney”. En un primer momento se instaló en el Alto Paraná (Paraguay) y se dedicó al transporte fluvial, trasladando a las tropas del Ejército Aliado que participaban en la guerra de la Triple Alianza.
Para 1868 había reunido el suficiente capital y había emprendido el viaje para regresar a su pueblo natal, pero al parar en una hostería de Buenos Aires, administrada también por un croata, fue convencido de quedarse en la ciudad. En Buenos Aires conoció y comenzó a trabajar para la empresa de un genovés llamado Juan Bautista Lavarello, quien también se dedicaba al transporte fluvial. En esos tiempos el Río de la Plata tenía una ribera de muy poca profundidad, y debido a ello las embarcaciones tenían que anclarse a más de 300 metros de la costa, y las tripulaciones y cargas tenían que ser acercadas a la ciudad en botes o en carros tirados por animales. De tal forma, Mihanovich y Lavarello consiguieron un acuerdo con el gobierno nacional y comenzaron a encargarse del traslado de los pasajeros en ese corto recorrido, en el momento de las oleadas de inmigrantes europeos que llegaban al país.
Lavarello había vendido su barco y comprado un remolcador y seis embarcaciones menores, para comenzar a trabajar en el trasbordo de pasajeros y cargas de los buques de ultramar que fondeban en Buenos Aires pero al poco tiempo de comenzar con el negocio de traslado de pasajeros, fallece el 23 de mayo de 1869 debido a un accidente en el río cerca de las costas del Uruguay. Debido a esto, la viuda de Lavarello, la también genovesa Catalina Balestra, queda viuda con cuatro niños y con la compañía de su marido a cargo.
Balestra acude a Mihanovich para que se hiciera cargo del negocio y acuerdan una sociedad. En julio de 1872, al poco tiempo de esto, Mihanovich y Balestra contraen matrimonio, y con los años tendrían juntos seis hijos propios, sumados a los cuatro que ella ya tenía con Lavarello. Hacia 1875, Mihanovich había comprado la empresa Matti y Piera (quedandose con sus tres remolcadores: el Kate, el Jenny y el Buenos Aires), había comprado otro remolcador, el Feliz Esperanza y un nuevo vapor, el Rivadavia. Además para ese entonces se había quedado con el negocio de trasbordo de pasajeros a Buenos Aires, ya que le ofrecía a las autoridades estatales un precio más bajo por cada pasajeros transportado, a lo que sus competidores no pudieron reaccionar. También en esos años, Mihanovich trajo a la Argentina a dos de sus hermanos: Bartolomé de catorce años y Miguel de doce años.
Con estos nuevas embarcaciones, Mihanovich reunió una pequeña flota. Para progresar, no obstante, necesitaba capital, por lo que asoció a otros dos croatas, Gerónimo Zuanich y Octavio Cosulich, para crear la Nicolás Mihanovich y Cía., empresa de la que poseía el 50% de las acciones. Instalaron las oficinas en un estudio alquilado en Cangallo y 25 de Mayo, y Elías Lavarello, su hijastro, fue designado contador de la naviera. Con esos aportes, la empresa se planteó nuevos desafíos y, coincidiendo con la campaña de Roca al Desierto, adquirió el primer vapor de importancia, el Toro, de 600 toneladas, para iniciar un tráfico costero. Con el Toro la empresa transportaba pertrechos, víveres y elementos varios, en principio hasta Bahía Blanca, alcanzando luego Carmen de Patagones, Viedma y Rawson. Para esos años, Mihanovich se había convertido en una de las personas más ricas de la Argentina y también era el hombre fuerte de la colectividad austrohúngara en el país, fundando en 1878 la Sociedad Yugoslava de Socorros Mutuos.
El primer servicio de pasajeros brindado por La Mihanovich con un pequeño vapor, entre Buenos Aires y el Uruguay (a Colonia y Carmelo), comenzó a funcionar con regularidad en 1887. En esos años gobernaba el país Miguel Juárez Celman y para el año 1889, una gran crisis sacudiría la economía argentina y sus empresas. En la debacle, numerosas empresas medianas debieron desprenderse de sus activos para evitar la quiebra o cubrir sus obligaciones. Mihanovich, cuya posición seguía siendo sólida, al ejercer, entre otras actividades, el monopolio del control sanitario de inmigrantes, adquirió una importante cantidad de embarcaciones por mucho menos que su valor real.
A la par de sus principales competidores, las mensajerías del francés Saturnino Ribes y Domingo Giuliani, Mihanovich encargó nuevas embarcaciones al astillero escocés A. J. Inglis, que botó con nombres significativos: Austria y Dalmacia. Y en pocos años, gracias a su astucia, logró desembarazarse de sus rivales. La pulseada con Ribes se jugó, básicamente, en aguas del Paraná, donde navegaban lujosos vapores fluviales. El negocio del transporte de pasajeros -así como el de cargas de productos del Norte y el Noreste (azúcar, yerba, algodón, tanino) consistía en coordinar el transporte fluvial hasta Buenos Aires con el ferroviario, hasta el ingenio, el quebrachal o la plantación. Una de las empresas pioneras fue la británica Platense Flotilla Co., de los armadores “Paddy” Henderson y William Denny, que sucumbió en poco tiempo y permitió a Mihanovich comprar a precio de remate una verdadera armada conformada por 118 barcos en arrendamiento, de los cuales 37 eran vapores a rueda y 22, vapores a hélice.
La Platense había terminado en la bancarrota luego de competir con la empresa de Ribes de las formas más desleales. En 1910, La Nación comentaría aquella extraña situación, que se producía:
Después de algunas ventas y transacciones de las empresas fluviales, siempre tendientes a cerrarles el paso a los rivales, en 1896 Mihanovich entró en escena y adquirió a muy bajo costo La Platense Flotilla y el astillero Denny. Con una inversión de solo 92.000 libras dio un primer paso para ingresar en el trasporte fluvial, tarea que completó dos años después, cuando adquirió por 40.000 libras la flota de Giuliani. De ese modo, puso bajo bandera argentina toda la flota y ofreció a los tripulantes extranjeros continuar su labor en la nueva empresa, a la que convirtió en una sociedad colectiva. Los hermanos Elías, Luis y Juan Lavarello, y el resto de hijos e hijastros varones, se incorporaron en diversas funciones ejecutivas y de conducción. Para poner fin a una guerra inconveniente, Nicolás Mihanovich llegó a un entendimiento con Saturnino Ribes dividiendo los negocios: en adelante, él se reservaba el río Paraná,
y las Mensajerías Fluviales del Plata tendrían la exclusividad sobre el Uruguay.
Un golpe de suerte sellaría entonces, y definitivamente, el futuro del croata. Poco después del “pacto”, Ribes falleció y sus herederos, en 1900, decidieron salir del negocio y vender la empresa. Mihanovich incorporó lo que constituía “una flota impresionante, de estupendos barcos de pasajeros”, de última generación. Aprovechando las disputas entre herederos, apuró la compra en 450.000 libras, la mitad de lo que la había valuado en vida su dueño. Completó la operación adquiriendo una serie de pequeñas empresas y unidades sueltas, y en poco tiempo se convirtió en el armador más poderoso de la Argentina, con el plus de ejercer, prácticamente, el monopolio del transporte fluvial.
Poco antes, había convertido su empresa en la Sociedad Anónima de Navegación Nicolás Mihanovich, a la que transfirió todo los bienes, equipos e inmuebles. Nicolás era presidente del nuevo consorcio; Elías Lavarello, su vicepresidente y el directorio se completaba con cuatro vocales: Juan y Luis Lavarello y Pedro y Nicolás Mihanovich (h). Carlos Lavarello asumió como jefe de los talleres de reparación, que eran tres: Riachuelo, Salto y
Carmelo.
La primera década del nuevo siglo, en efecto, fue testigo de un impresionante desarrollo de la empresa, con la construcción de nuevos barcos en astilleros británicos, compras locales e internacionales. En un plano institucional y legal, el proceso fue acompañado por una nueva legislación que reservaba el cabotaje a los barcos de bandera nacional y, en 1905, a la fundación del Centro de Cabotaje Nacional que, con las sucesivas presidencias de don Nicolás y su hermano Miguel se convertiría en el Centro de Cabotaje y Marítimo Argentino. En 1910, con la decidida actuación del diputado Adolfo Saldías, se
sancionó la ley de cabotaje 7049, que constituyó un hito de tenor proteccionista.
Al sancionarse la ley de cabotaje, el tráfico en el mar Argentino se incrementó y la empresa, dando especial importancia a ese sector, adquirió el carguero Centenario. En esas aguas existía una animada competencia: estaban los barcos de su hermano Miguel (que había constituido la empresa naviera "Sud América S.A."), los de la armadora alemana Hamburg Sud que representaba Antonio Delfino, la propia Armada Nacional (que recorría la costa con el Guardia Nacional, el Chaco y el Pampa) y La Anónima de José Menéndez Menéndez.
En 1908, la empresa ordenó la construcción de dos nuevos vapores de pasajeros, el Guarany y el Lambaré, con el objeto de mantener un servicio a Asunción incluso en épocas de bajante, y se consolidó el tramo “de la Costa Sud” con diversos barcos y cargueros (Sarmiento, Avellaneda, Pellegrini, Rawson), reforzando, además, el servicio de apoyo para la construcción de ferrocarriles en la Patagonia. En 1907 estableció un servicio de embarcaciones que remontaban el Río Paraná, llevando a visitantes a conocer las Cataratas del Iguazú. Dando comienzo con el turismo hacia esa zona del país. En 1909, la flota reunía 256 barcos y sumaba cerca de 70.000 toneladas.
Nicolás Mihanovich tenía iniciativas de otra índole. En 1905 mandó construir, por ejemplo, el Palace Hotel, levantado en Cangallo (actual Presidente Perón) y Leandro Alem. Era una lujosa y refinada residencia, con confitería en la terraza y salones plagados de mármoles y bronces, que alojaría nada menos que a la infanta Isabel de Borbón durante los festejos del Centenario. Los ingresos provenían de múltiples inversiones: intervino en la explotación del quebracho, en la producción y la exportación de cueros; participó en la fundación del frigorífico La Blanca; impulsó negocios con los ingenios azucareros salteños. También apoyó las nuevas colonias de inmigrantes, como la de los suizos, que fundaron Colonia Dalmacia en Formosa, en tierras de su hijo Pedro. En el campo social, continuó su gestión en la Mutual Austrohúngara y colaboró activamente con el recientemente fundado Patronato de la Infancia. Además fue director del Banco de Italia y del Río de la Plata, desde 1902 a 1915.
En 1909, la empresa se amplió bajo el nombre de “Sociedad Argentina de Navegación Mihanovich” para poder conseguir financiamiento de capitales extranjeros. Esta fue una compañía anglo-argentina con directorio en Londres y Buenos Aires, ambos presididos por Nicolás.
Por su trayectoria, el emperador austrohúngaro Francisco José I lo nombró cónsul honorario en 1899, al cual se sumó en 1913 el título de barón con derecho sucesorio. La Gran Guerra dejó a Mihanovich en una posición incómoda, debido a que su empresa jurídicamente era parte inglesa y a que él servía como diplomático de un país en guerra con el Reino Unido. Para empeorar la situación, habían muerto dos de sus hijos menores (Adolfo y Aquiles) por enfermedad y accidente, y también su esposa, Catalina; y dos hombres del equipo íntimo, Elías Lavarello y su hijo Bartolo, dejaron la empresa para instalarse en Génova, involucrados también en el negocio naviero.
En los dos primeros años de la contienda, por primera vez la empresa arrojó resultados negativos que motivaron serias disminuciones en los sueldos de los tripulantes, clausura de talleres y, a la vez, brindaron una oportunidad, ya que los países en conflicto pagaban por las embarcaciones precios muy superiores al valor real. Ambas cuestiones combinadas permitieron la recuperación financiera y, en 1916, el definitivo traspaso de la empresa a los capitales ingleses. The Argentine Navigation Company (Nicolás Mihanovich) Limited tenía, a fines de 1915, cerca de 5.000 empleados, muchos de ellos de origen dálmata, y una flota de 324 unidades, con 45 vapores de pasajeros y 27 vapores de carga, 70 remolcadores, lanchas, pontones y chatas, además de dos grúas flotantes y los talleres de reparación.
A la vez, Mihanovich extendía su imperio a los más diversos rubros, con participación accionaria en Campos y Quebrachales de Puerto Sastre, Grandes Molinos Porteños, Introductora de Productos Austrohúngaros, Banco de Italia y Río de la Plata, la Positiva, Frigorífico La Blanca y la Compañía de Seguros Riesgo y Vida, entre las más destacadas. En 1916, Mihanovich se retiró de la presidencia de ambos directorios de su empresa naviera, y a mediados de 1917 los Mihanovich y los Lavarello se desprendieron definitivamente de sus acciones, por un valor de 1.450.000 libras, siendo vendidas al argentino Alberto Dodero y al magnate británico Owen Phillips. La empresa fue, en adelante, enteramente inglesa, aunque durante años siguió llamándose The Argentine Navigation Company (Nicolás Mihanovich) Limited.
Una vez retirado, se distinguió también como filántropo. En su patria, modernizó su ciudad natal de Doli dotándola de servicios sanitarios, y de otras mejores edilicias, creando con su hermano Miguel allí una fundación. Mihanovich participó en todo tipo de obras sociales, formando parte del directorio del Patronato de la Infancia, de la Liga Argentina de la Tuberculosis, así como del centro naval, de la Sociedad de Educación Industrial y en el Edificio Otto Wulf, en el cual invirtió dinero. En 1925, participó de la colecta de la Unión Católica Popular Argentina, que llevó adelante una colecta para construir viviendas obreras. Resultado de ello es el Barrio Mihanovich, que se encuentra en Parque Avellaneda.
En 1925 financió la construcción del Edificio Mihanovich ubicado en el barrio de Retiro. Fue encargado a la compañía de dos compatriotas suyos, los Hermanos Bencich, la construcción de la torre que diseñaron los arquitectos Héctor Calvo, Arnoldo Jacobs y Rafael Giménez. Uno de sus últimos emprendimientos fue la financiación para la construcción del Edificio Bencich en el barrio de Retiro, cuyo arquitecto fue el reconocido Eduardo Le Monnier, que fuera terminado en 1929 pero que Nicolás no pudo llegar a verlo finalizado. Nicolás Mihanovich falleció en Buenos Aires, el 24 de junio de 1929, a los 83 años de edad.
“Son
pocos los hombres que prestan suficiente atención a sus propios
pensamientos y son capaces de analizar cada motivo o acción. Entre
ellos, Timothy Dexter no era uno de ellos.”
Fue
un famoso empresario del siglo XVIII, que realizó una serie de
transacciones aparentemente descabelladas y, de algún modo, salió airoso
de cada una de ellas. Era un artesano del cuero pobre y sin educación
que, especulando fortuita (y estúpidamente) con el dólar continental, se
convirtió en uno de los hombres más ricos de Boston y que luego
presionó sin éxito para entrar en los círculos sociales de élite durante
décadas. Era, en sus propias palabras, un " liberal progresista clásico " y, a pesar de su pésima ortografía, también era un autor publicado y un filósofo autoproclamado.
Lord
Timothy Dexter era muchas cosas, pero no era un Lord: éste era un
título que se otorgó a sí mismo, con gran satisfacción personal.
Lo
más importante es que Lord Dexter fue uno de los primeros excéntricos
famosos de Estados Unidos, pero en los anales de la historia ha quedado
en gran medida olvidado. Esto es una tragedia. Aunque siempre anheló ser
aceptado, Lord Dexter se negó a transigir con sus extrañas costumbres;
al hacerlo, allanó el camino para todos los aspirantes a bichos raros
estadounidenses.
El nacimiento de una leyenda
A
finales de los meses de invierno de 1748, a varios kilómetros de
Boston, nació Timothy Dexter. Desde su nacimiento, se consideró una
leyenda —“Iba a ser un gran hombre”, escribió más tarde—, aunque al
principio el destino no estaba de su lado.
Dexter
provenía de una familia de trabajadores agrícolas que, en tiempos del
colonialismo británico, no contaban con una estabilidad económica muy
buena. Sin embargo, a los 16 años, Dexter consiguió un puesto de
aprendiz con un curtidor de Boston y empezó a trabajar para hacerse un
hueco como artesano. Aunque la profesión se consideraba generalmente de
“clase baja”, el sueldo era bueno: en la década de 1760, los profesores
de Dexter en Boston habían monopolizado el arte de fabricar “cuero
marroquí”, un material muy demandado por los amantes de la moda
colonial.
A
los 21 años, Dexter completó su aprendizaje y decidió emprender su
propio negocio, produciendo guantes de cuero y pantalones de piel de
alce. Aunque la situación en Boston se deterioró rápidamente (los
británicos impusieron en rápida sucesión “impuestos sin representación”,
los residentes se rebelaron con el Boston Tea Party
y el gobierno cerró los puertos de la ciudad), Dexter decidió quedarse
en la ciudad. Armado con nada más que un “bindle” (palo de vagabundo)
colgado al hombro, Dexter emigró a Charlestown, el epicentro del cuero
de Boston.
Fue
allí, gracias a su primer golpe de suerte, donde Dexter conoció (y
encantó) a Elizabeth Frothingham, la adinerada y recién viuda de uno de
sus antiguos socios del sector del cuero. Era una mujer trabajadora y
frugal que había obtenido "ganancias nada despreciables" como vendedora
ambulante de productos de puerta en puerta. Dexter, enamorado menos de
su naturaleza que de su valor en efectivo, aceptó su mano en matrimonio.
Ascenso a la riqueza
En
el acomodado barrio de Charlestown, en Boston, Dexter se sintió
inmediatamente inadaptado. Sus nuevos vecinos —entre los que se
encontraban John Hancock (entonces gobernador de la Commonwealth) y
Thomas Russel (en aquel entonces uno de los hombres más ricos del país)—
eran la nobleza de Estados Unidos, muy versados en etiqueta y en
asuntos de negocios. Como era un hombre “humilde” y sin educación que se
había casado con una mujer adinerada, no era visto como un igual. Esto,
por supuesto, lo enfureció, y se propuso demostrar su decencia.
Después
de observar a sus pares, Dexter decidió que lo primero que haría sería
conseguir un puesto en un cargo público. Lo mejor que podía hacer un
hombre que había abandonado la escuela a los 8 años, Dexter presentó
docenas de peticiones al consejo de gobierno de la vecina Malden, MA,
hasta que (probablemente por completo agotamiento) crearon un puesto
para él: "Informante de ciervos". Bajo el título, Dexter tenía la
obligación de llevar un registro de las poblaciones de cervatillos de la
ciudad, aunque, como señalan los anales de los registros gubernamentales de Malden , "el último ciervo había desaparecido de los bosques de Malden diecinueve años antes".
Satisfecho
con su nuevo deber, Dexter se propuso multiplicar su riqueza y, como es
típico de Dexter, encontró una extraña forma de hacerlo.
Al
comienzo de la Guerra de la Independencia en 1775, el Congreso
Continental (creado por las 13 colonias para contrarrestar el dominio
británico) emitió la primera forma de papel moneda de Estados Unidos, el
dólar continental , cuyo valor oscilaba entre ⅙
de dólar y 80 dólares. Durante la revolución, la moneda se vio
gravemente socavada: aunque el Congreso emitió billetes por un valor de
unos 250 millones de dólares, los vendedores, que no confiaban en el
valor de la moneda, se negaron a aceptarla, a pesar de los numerosos
esfuerzos del Congreso por castigar a los comerciantes que no
participaban. Finalmente, el Congreso se vio obligado a imprimir más;
pronto, los billetes inundaron el mercado y su valor se depreció rápidamente :
“En
noviembre de 1776, se habían emitido 19 millones de dólares en moneda
continental y todavía se podían comprar bienes por valor de 1 dólar con 1
dólar en papel. En noviembre de 1778, se habían emitido 31 millones de
dólares y se necesitaban 6 dólares en papel para comprar la misma
cantidad. En noviembre de 1779, había 226 millones de dólares en
circulación y se necesitaban 40 dólares en papel para comprar 1 dólar en
bienes”.
“ No vale ni un dólar continental
” se convirtió en una frase común que se utilizaba para denotar la
absoluta falta de valor de un bien. Después de la guerra, los soldados,
que habían recibido su salario en billetes continentales, se quedaron en
la miseria y los vecinos ricos de Dexter, Hancock y Russel, se
encargaron de recomprar algunos de estos billetes “para aumentar la
confianza del público y hacer una buena acción”.
Un dólar continental de 55 dólares, emitido en 1779
Dexter,
siempre atento y deseoso de respeto, emuló a estos hombres al extremo.
Al darse cuenta de que los estadounidenses estaban dispuestos a
desprenderse de los billetes continentales, que ya no se fabricaban, a
cambio de cualquier cosa, Dexter juntó todos sus ahorros (y los de su
esposa) y compró grandes cantidades de billetes por fracciones de centavos
por cada dólar. Fue una decisión audaz e idiota: básicamente estaba
negociando todo su sustento con la posibilidad de que se restableciera
esta moneda, con pocas posibilidades de obtener beneficios.
Por
un milagroso golpe de suerte, su apuesta resultó fructífera. Cuando se
ratificó la Constitución de los Estados Unidos en la década de 1790, se
estipuló que los continentales podían canjearse por bonos del Tesoro al 1% de su valor nominal
, en gran medida a instancias de Alexander Hamilton. Como había
comprado cantidades masivas de esta moneda a una fracción de ese costo,
Dexter se hizo instantánea y astronómicamente rico.
Es
más, siguiendo el dudoso consejo de un vecino que le tenía antipatía,
Dexter también había comprado grandes cantidades de monedas europeas
(libras esterlinas, francos franceses), que ahora podía revender
obteniendo una buena ganancia.
Dexter
pensó que, con esta nueva riqueza, ganaría credibilidad entre sus
pares. Pero no fue así. Los repetidos esfuerzos de Dexter por entrar en
los círculos de élite de la alta sociedad se vieron frustrados, cada vez
más, por su retórica “grosera”, su carácter desagradable y su
incapacidad para mantener la boca cerrada en momentos inoportunos.
Finalmente,
Dexter concluyó que su rechazo se debía a la naturaleza aburrida de los
bostonianos y no a su propia excentricidad. Con una despedida frívola,
reunió a su esposa y a sus hijos y se trasladó al norte, a la ciudad
costera y mercantil de Newburyport, en Massachusetts.
Allí prosperó.
Una finca principesca
A finales del siglo XVIII, Newburyport era
una ciudad supuestamente idílica, un lugar donde “ricos y pobres se
mezclaban” y donde “la población no era tan numerosa como para ocultar a
ningún individuo, por extraño o humilde que fuera”. Aunque poseía solo
una de estas características, Timothy Dexter no perdió tiempo en
aprovechar su llegada.
Con
su nueva fortuna, Dexter compró una flota de barcos, un establo de
caballos de color crema brillante y un lujoso carruaje adornado con sus
iniciales. Luego, con gran estilo, erigió un “castillo principesco” con
vista al mar, un castillo que, cabe señalar, incluía los muebles más
lujosos del mercado, incluidos sus “dependientes dependencias espaciosas
y de buen gusto”.
Como relata un historiador
del siglo XIX , Dexter contrató entonces a los artistas “más
inteligentes y de buen gusto” de la arquitectura europea para tallar y
montar una serie de más de 40 estatuas gigantes de madera en su
propiedad, cada una de las cuales representaba a un gran personaje de la
tradición estadounidense:
“…
El propietario, sin gusto, en su afán de notoriedad, creó hileras de
columnas, de quince pies de altura por lo menos, sobre las cuales
colocar estatuas colosales talladas en madera. Directamente frente a la
puerta de la casa, sobre un arco romano de gran belleza y gusto, estaba
el general Washington con su atuendo militar. A su izquierda estaba
Jefferson; a su derecha, Adams. Sobre las columnas del jardín había
figuras de jefes indios, generales militares, filósofos, políticos,
estadistas… y las diosas de la Fama y la Libertad”.
Para
no quedar eclipsado, Dexter erigió una última estatua, una de él mismo.
Debajo de ella, pintó con orgullo una inscripción: “Soy el primero en Oriente, el primero en Occidente y el filósofo más grande del mundo occidental” , esto de un hombre que no había aportado nada al campo de la filosofía ni había leído jamás un solo libro sobre el tema.
Una representación de la propiedad de Dexter, completa con estatuas.
A
2.000 dólares cada una, las 40 estatuas le costaron a Dexter el doble
de lo que había pagado por toda su herencia, pero con ellas el paria
logró su objetivo final: atraer la atención del público. “Hizo que los
patanes se quedaran mirando”, escribe Samuel L. Knapp, “y le dio al dueño el mayor placer”.
Con
el tiempo, Dexter empezó a atraer la atención equivocada. Su propiedad
se convirtió en una vergüenza estética tan grande que su esposa pronto
abandonó el barco para irse a vivir a otro lugar del barrio; en su
ausencia, el hijo de Dexter, un muchacho malhumorado que, como su padre,
no disfrutaba de aprender, se mudó allí. En poco tiempo, la casa se
convirtió en una especie de “bagnio” (burdel): se sucedían largas noches
de bufonadas de borrachos, en las que las mujeres iban y venían, y los
elegantes interiores (incluidas las cortinas que alguna vez
pertenecieron a la reina de Francia) pronto se cubrieron de “manchas indecorosas, ofensivas a la vista y al olfato”.
El excéntrico emprendedor
Cuando
Dexter compró varios barcos grandes y anunció sus intenciones de
iniciar un negocio de comercio internacional, sus vecinos hartos
aprovecharon la oportunidad para ofrecerle horribles inversiones, con la
esperanza de que se arruinara y se viera obligado a mudarse.
Uno de estos vecinos recomendó a Dexter que vendiera ollas para calentar ( unas ollas de latón anchas y planas con mangos largos que se usaban para calentar camas en el siglo XVIII
) en las Indias Occidentales (un territorio colonial europeo conocido
por su clima cálido durante todo el año). El confiado Dexter compró nada
menos que 42.000
ollas, las distribuyó en nueve barcos de carga y se dispuso a
venderlas; sus acciones, al mismo tiempo, provocaron carcajadas
atronadoras de los comerciantes experimentados. Pero fue Dexter quien se
llevó la última risa: cuando llegó y no vio que necesitaba aparatos
para calentar, los rebautizó como cucharones y los vendió a los
propietarios de plantaciones de azúcar y melaza. La demanda fue tan
grande que cada propietario clamó por comprar al menos tres o cuatro;
Dexter aumentó el precio de las ollas en un 79% y regresó con una
fortuna aún mayor.
En
otro caso, un comerciante convenció maliciosamente a Dexter de que
había una gran demanda de carbón antracita en Newcastle. Sin que Dexter
lo supiera, ya existía allí una gran mina de carbón, lo que hacía inútil
cualquier envío del extranjero. Cuando Dexter llegó, la mina estaba,
milagrosamente, en huelga, y el carbón se compró con un margen
considerable. Una vez más, Dexter regresó victorioso, con "un [barril] y
medio de plata" (porque ¿qué clase de caballero distinguido no guardaba su plata en barriles?).
En
esa época, gracias a sus hazañas, Dexter empezó a adquirir un
conocimiento considerable de las técnicas comerciales. Al menos un biógrafo
del siglo XIX sostiene que, a partir de ese momento, sus acciones no
fueron actos de estupidez o ignorancia, sino más bien estrategias de
venta “bastante sensatas” de Dexter para engañar a sus escépticos. A
medida que su fortuna crecía, empezó a darse cuenta de que podía
simplemente preguntar qué bien escaseaba en el mercado, comprar todo lo
que pudiera, duplicar su precio y venderlo.
Con precisión, utilizó esta estrategia, aunque sus productos de elección eran a menudo increíblemente extraños.
En
cierta ocasión, Dexter viajó a Boston y compró una cantidad astronómica
de huesos de ballena, una cantidad tan grande que logró monopolizar por
completo el mercado de este artículo y pudo cobrar su propio precio. En
total, acumuló unas 340 toneladas de huesos de ballena, que luego vendió con un margen de beneficio del 75 % para utilizarlos en productos
como corsés de mujer, tirantes para cuellos, látigos para carruajes,
juguetes e incluso máquinas de escribir. Los huesos y barbas de ballena
tenían una demanda tan alta que hoy recordamos este material como el
"plástico del siglo XIX".
Corsés de ballena: furor en la moda femenina del siglo XVIII
“Descubrí que tenía mucha suerte con la especulación”, escribió
más tarde Dexter, casi analfabeto (sin duda, quería decir
“especulación”). “Los especuladores me invadían como perros del
demonio”.
Pero
Dexter tampoco tenía reparos en utilizar trucos sucios para vender sus
productos. Una vez se jactó de comprar biblias al por mayor a “un 12%
menos de la mitad del precio” o 41 centavos cada una, y luego vendió
21.000 unidades en las Indias Occidentales mediante manipulación. “ Envié un mensaje de texto diciendo que todos ellos debían tener una Biblia en cada familia o si no irían al infierno
”, escribió, sin prestar mucha atención a la ortografía. Luego les dijo
a sus posibles compradores que si querían arrepentirse para ir al
cielo, sus capitanes estaban listos y esperando con un suministro
completo.
En cuestión de semanas, Dexter había recaudado libros sagrados por un valor de 47.000 dólares.
Llámame 'Señor'
A
finales del siglo XVIII, Dexter se había consolidado como el excéntrico
por excelencia no solo de Newburyport, Massachusetts, sino de todos los
estados del Este. Las historias sobre su riqueza y sus travesuras
circulaban mucho más allá de su ciudad costera; aunque Dexter no creía
en la atención “mala”, la atraía en masa.
Anhelaba,
más que nunca, ser aceptado como un caballero noble y rico, pero sus
acciones levantaron un muro de piedra entre él y aquellos a quienes
imitaba. Para los aristócratas, Dexter apestaba a mal gusto y falta de
educación, y sus sospechas se vieron confirmadas por las payasadas del
hombre.
Dexter
solía repintar las inscripciones de sus estatuas (de vez en cuando,
disfrutaba mucho reescribiendo la historia). Una vez, un pintor
desafortunado escribió “Declaración de Independencia” debajo de la
estatua de Thomas Jefferson; Dexter le exigió que lo corrigiera a
“Constitución” (una atribución incorrecta). Cuando el pintor insistió en
que su propia inscripción era la correcta, Dexter sacó su rifle largo y
le disparó, fallando por poco. “Constitución”, repitió de nuevo, con un
tono solemne. Esta vez, su pintor le hizo caso.
Emulando
a sus vecinos ricos, compró una lujosa biblioteca de libros, pero nunca
se entregó a la lectura durante más de diez minutos seguidos; después
de enterarse de la pasión de la nobleza inglesa por las pinturas, ordenó
a un sirviente que reuniera una brillante colección y "no se dio
descanso hasta que comenzó una galería".
Mientras
buscaba el respeto de la clase alta, Dexter se rodeó de los personajes
más excéntricos y excéntricos que pudo encontrar, probablemente las
únicas personas dispuestas a hacerse amigas de él.
Entre
ellos se encontraba un tal John P., un hombre de familia respetable
que, tras ser rechazado como maestro de escuela, se convirtió en un
paria y abrió su propia escuela. Era un hombre de “contradicciones
perpetuas” que impartía estoicamente sabiduría “científica” a sus
alumnos sin ningún conocimiento o formación sobre el tema. Rápidamente
se convirtió en el mejor amigo y motivador de Dexter.
Entabló
una amistad similar con Madam Hooper, una rica viuda local convertida
en adivina que, entre otras cosas, le daba a Dexter consejos
astrológicos a cambio de té.
El
caso más famoso es el de Dexter, que, imitando al rey de Inglaterra,
contrató a su propio poeta laureado: un desventurado joven de 20 años
que había encontrado en el mercado vendiendo fletán en una carretilla.
Tras enterarse de que los grandes poetas italianos eran coronados con
muérdago, Dexter le preparó a su nuevo letrista una corona de perejil
(lo único que tenía en su jardín en ese momento) y lo obligó a escribir y
recitar poemas aduladores que elevaban su propia autoestima:
Sin
embargo, los poemas no satisfacían la necesidad de adulación de Dexter.
A menudo, recorría las calles de los pueblos vecinos y detenía a los
desconocidos para preguntarles si conocían al “hombre más grande del
Este”. Independientemente de la respuesta de su víctima, Dexter relataba
de forma dramática su propia historia fantasiosa y autocomplaciente.
Pronto
se declaró a sí mismo "Lord" e insistió en que sus guardias, sirvientes
y miembros de la tripulación se refirieran a él como tal. A esa altura,
acostumbrados a sus payasadas, no le hicieron preguntas: se convirtió
en Lord Timothy Dexter.
Pero
Dexter no era tonto: a pesar de toda la adulación forzada, todavía
podía sentir que sus compañeros no lo respetaban, y eso lo molestaba
mucho. Entonces, en un momento de “complejo de Dios”, Dexter decidió
fingir su propia muerte. Al hacerlo, esperaba ver qué pensaba realmente
el público sobre él.
Sus
preparativos comenzaron con una tumba, una habitación grandiosa y bien
ventilada que ocupaba todo el sótano de una elegante casa de verano.
Luego, el bromista contrató al mejor ebanista de Massachusetts para que
fabricara un ataúd con la mejor madera de caoba disponible, tan fina
que, una vez terminado, Dexter durmió en él durante varias semanas con
gran comodidad y satisfacción.
Una
vez que la logística de la prueba estaba lista, Dexter reclutó a
algunos de sus hombres de confianza para organizar un funeral simulado y
difundir pequeñas tarjetas con la noticia de su muerte entre la
comunidad. Su esposa y sus dos hijos fueron informados de la farsa y él
les exigió que “actuaran como corresponde”, es decir, que lloraran y
parecieran completamente angustiados por su partida.
El
día de la ceremonia acudieron unas 3.000 personas. Fue un gran
acontecimiento, en el que sólo se sirvieron los vinos más selectos y los
licores más exóticos. Desde debajo de una tabla de madera, Dexter
observó la escena con regocijo. Todo parecía ir sobre ruedas: su hijo
estaba “suficientemente borracho como para llorar sin mucho esfuerzo” y
su hija tenía la cabeza enterrada entre las manos. Entonces, en un
momento de pánico, Dexter vio a su esposa, sonriente y sin lágrimas.
Se
acercó a ella en secreto en la cocina y luego la “azotó” cruelmente por
su falta de esfuerzo, lo que provocó una gran conmoción. Cuando los
demás invitados entraron en la habitación, fueron recibidos por el
supuestamente muerto Dexter, que ahora lucía una sonrisa de oreja a
oreja. El idiota in fraganti procedió entonces a salir de juerga con sus
dolientes, como si todo el truco nunca hubiera sucedido.
“Un aprieto para los que saben”
Lord
Timothy Dexter sabía que para alcanzar su objetivo final —la
inmortalidad— tendría que seguir los pasos de todos los grandes hombres
que lo precedieron y publicar unas memorias.
A
pesar de su total falta de conocimientos (o de interés) por la
escritura y la caligrafía, se propuso componer una obra que superara en
ingenio a Shakespeare y rivalizara con la erudición de Milton. Su título
provisional (que, por supuesto, no tenía ningún sentido): “Un encurtido
para los que saben, o verdades sencillas con un vestido sencillo”. El
libro tenía terribles errores ortográficos y carecía por completo de
puntuación (no había puntos, comas, guiones ni punto y coma); era
simplemente un revoltijo de textos casi incomprensibles.
Aunque
es probable que sus errores gramaticales fueran resultado de la falta
de educación de Dexter, es probable que exagerara sus errores para
burlarse de quienes lo excluían. “Desconfiaba de cualquiera que tuviera
educación universitaria y le gustaba restregárselo en la cara”, afirma el historiador literario Paul Collins. “Decía: ‘Yo también tengo dinero para publicar libros y puedo hacer lo que quiera’”.
He
aquí, por ejemplo, la primera página de “A Pickle…”, en la que Dexter
se proclama “el primer Lord en los Estados Unidos de América” (nótese la
falta de ortografía de “George Washington” a pesar de su idolatría por
el hombre):
Dexter
se dio cuenta de que la mayoría de los nobles de Inglaterra no vendían
sus libros, sino que los regalaban para aumentar el número de lectores;
él hizo lo mismo y se puso de pie al costado del camino para repartir
ejemplares a los transeúntes. Con el tiempo, su obra maestra fue
apreciada, si no por su mérito, al menos por su naturaleza de absoluta
rareza.
La
demanda fue tan alta que se imprimió una segunda edición. Esta vez, a
instancias de su editor, Dexter incluyó una página entera de signos de
puntuación al final, con una instrucción sencilla para el lector:
“Ponles sal y pimienta a tu gusto”.
Casi
un siglo después, Dexter siguió recibiendo elogios entusiastas, aunque
no casi satíricos, por su trabajo. En una copia de 1890 de The Atlantic Monthly , el autor Oliver Wendell Holmes relata sus pensamientos sobre la capacidad literaria de Dexter:
“Me
temo que el señor Whitman y el señor Emerson deben ceder el derecho de
declarar la independencia literaria estadounidense a Lord Timothy
Dexter, quien no sólo enseñó a sus compatriotas que no necesitan ir al
Herald’s College para obtener sus títulos nobiliarios, sino también que
tenían perfecta libertad para disipar sus ideas a su antojo y escribir
sin preocuparse por ningún tipo de puntuación.”
Dexter
se había propuesto “mostrar a la humanidad un ejemplo de genio
universal difícilmente igualable en la historia del intelecto humano” y,
de una forma u otra, lo había logrado.
Todos los grandes hombres mueren
El
26 de octubre de 1806, apenas unos años después de publicar su libro,
Lord Timothy Dexter falleció silenciosamente, esta vez, de verdad.
"Es
un trabajo duro ser un Lord", escribió una vez, y su vida no fue una
excepción: había bebido grandes cantidades de vino y licor, había
contraído varias enfermedades debido a sus extensos viajes y, en más de
una ocasión, había jugado su vida en aventuras temerarias.
En
los últimos días de su vida, Dexter trató de expiar sus errores e
intentó enmendar sus pecados mediante la generosidad de su testamento:
su patrimonio se dividió en partes iguales entre sus hijos, su esposa y
sus amigos, y nadie quedó insatisfecho. Después de que un fuerte
vendaval derribara la mayoría de sus estatuas de madera en 1815, se
vendieron en subasta. Una vez que Dexter las compró por 2.000 dólares
cada una, alcanzaron sumas desorbitadas: entre 50 centavos y 5 dólares.
En
un último acto de la sociedad para excluir a Dexter de sus asuntos, la
Junta de Salud de Newburyport rechazó su solicitud de ser enterrado en
la tumba que había preparado años antes, con el argumento de que no era
higiénica. En cambio, el Señor fue enterrado en un pintoresco cementerio
en las colinas, donde el pasto de trigo rápidamente envolvió su lápida.
***
Hoy
en día, los pocos que conocen a Lord Dexter tienen opiniones divididas
sobre él: algunos lo llaman “grotesco e idiota”, mientras que otros lo
elevan a la categoría de “genio”. En el Dictionary of American Biography
, una colección de “grandes hombres”, el autor Francis Drake aclara que
Dexter era un hombre que “carecía de ese tipo de prudencia que tan
frecuentemente oculta las malas cualidades y resalta las buenas”.
Aun
así, parece haber algo honorable en el absoluto desprecio de Dexter por
la normalidad: aunque buscó incesantemente el reconocimiento de la
clase alta, nunca dejó de hacer las cosas a su extraña manera.
“Dexter tenía un estilo propio que no deseaba copiar ni permitir que se copiara”, escribió
el biógrafo Samuel Knapp, unas décadas después de su muerte. “En
resumen, era una excepción viviente a todas las reglas generales y una
contradicción viviente a todas las máximas de la sabiduría humana”.