martes, 19 de diciembre de 2023
viernes, 15 de diciembre de 2023
SGM: Los 8 días que Japón quiso continuar la guerra
Los ocho días en los que Japón quiso que la Segunda Guerra Mundial no terminara: el plan rebelde y la rendición grabada en una cinta
El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, su población diezmada y sus edificios destruidos, Japón se negó a la rendición. Tardaría ocho días en aceptarla y 27 en firmarla. La historia de un proceso dramático, que incluyó la orden de un emperador no acatada, un intento de golpe de Estado y 700 bombarderos para sellar la pazPor Alberto Amato || Infobae
Pudo ser un desastre todavía mayor. Una hecatombe incalculable en vidas humanas que pudo terminar con la destrucción de Japón y de sus principales ciudades. Si no sucedió, fue por el temple de unos pocos líderes militares japoneses, por la firmeza del emperador Hirohito que mantuvo su decisión irremediable de rendirse a los aliados, decisión que definió con una frase inolvidable que rebosaba orgullo herido: “Ha llegado la hora de aceptar lo inaceptable”. Y si la devastación no fue mayor, también lo fue por cierta determinación de las fuerzas armadas de Estados Unidos, decididas a destruir al enemigo, convencidas de que la prolongación de la guerra costaría la vida de al menos un millón de sus hombres embarcados en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial.
El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, con su población diezmada y sus edificios destruidos, con la evidencia de una nueva arma, poderosa, inabarcable, desconocida y temida que causaba una devastación jamás imaginada, Japón se negó a la rendición. Lo haría por fin el 14 de agosto. Pero en esos ocho días dramáticos, los señores de la guerra japoneses pensaron en apartar al emperador, trasladarlo a un lugar remoto y seguro, derrocar al gobierno que impulsaba la paz, que era la rendición, y preparar una monumental batalla final entre lo que quedaba del ejército imperial y las tropas de Estados Unidos, forzadas a invadir la isla.
Por su parte, Estados Unidos estuvo dispuesto a enfrentar la intransigencia japonesa, su negativa a aceptar las condiciones de paz impuestas por Harry Truman, Winston Churchill y José Stalin en Potsdam, territorio de la Alemania vencida, con un fenomenal despliegue de mil bombarderos B-29 que serían enviados para destruir Tokio y lo que quedara en camino. No ocurrió por milagro. Incluso con la rendición ya aceptada y pactada, a firmarse el 2 de septiembre en el acorazado “Missouri” anclado en la bahía de Tokio, con las más altas autoridades americanas y británicas a bordo, entre ellas el general Douglas MacArhtur, jefe del ejército del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz comandante de las fuerzas navales, los japoneses planearon un ataque suicida destinado a hundir al “Missouri” y todos sus ocupantes.
La que sigue es la historia no muy conocida de aquellos ocho días dramáticos que pudieron cambiar al mundo para siempre. Y para peor.
Igual que Adolf Hitler, su compinche junto al italiano Benito Mussolini en aquella sociedad destinada a dominar al mundo, el emperador Hirohito también tenía un bunker en los sótanos del Palacio Imperial que era a la vez un refugio antiaéreo. Ese fue el escenario de reuniones de urgencia en un ambiente crispado: en la mañana de aquel 6 de agosto, Tokio había intentado comunicarse con la ciudad de Hiroshima sin éxito: nadie sabía por qué. La información llegaba de aquella ciudad fragmentada y confusa. Recién al día siguiente, el teniente general Torashiro Kawabe, subjefe del Estado Mayor Imperial, recibió un informe dramático, de una sola frase, que revelaba: “Toda la ciudad de Hiroshima ha quedado destruida en el acto por efecto de una sola bomba”.
A Kawabe le costó creer las posteriores versiones del suceso. En Hiroshima estaba acuartelado el Segundo Ejército Japonés que, en la mañana del 6 de agosto estaba desplegado en un vasto campo de adiestramiento y practicaba maniobras militares. En el segundo que siguió a la caída de la bomba, todo el Segundo Ejército se había evaporado en el aire. Los japoneses no ignoraban el poderío atómico. No estaban en condiciones de fabricar una bomba, pero contaban con un único físico nuclear de prestigio internacional, Yoshio Nishina a quien convocaron de urgencia al Estado Mayor y le revelaron lo poco que sabían a esas horas sobre qué había pasado en Hiroshima. Nishina, que después de Pearl Harbor había perdido todo contacto con sus colegas occidentales, no dudó un minuto: en Hiroshima había caído un artefacto nuclear. Trazó un retrato aproximado de los daños que podía haber provocado la bomba, que coincidían en todo con los escasos informes que tenía el Estado Mayor japonés y que no le habían sido revelados a Nishina.
Tres días después, el 9 de agosto, y antes de que saliera el sol en aquel imperio del Sol Naciente, llegó a Tokio otra noticia devastadora: Stalin había declarado la guerra a Japón. De inmediato se reunió el Consejo Supremo para la Conducción de la Guerra que ocupó buena parte de la mañana en intentar resolver qué hacer ante el nuevo y poderoso frente de guerra abierto por la URSS. Pero a las once y un minuto, otra noticia sacudió al comando militar japonés: una segunda bomba atómica había estallado en Nagasaki. El Consejo Supremo levantó la sesión y corrió al Palacio Imperial, donde el emperador Hirohito acababa de enviar un mensaje secreto al primer ministro Kantaro Suzuki, que sería una voz decisiva en favor de la paz en los días por venir, con una orden imperativa y urgente: que aceptara de inmediato la Declaración de Potsdam, lo que equivalía a la rendición incondicional de Japón.
En cualquier otro país del mundo, la orden del emperador hubiese bastado. En Japón, no. Había que evitar a Hirohito la humillación que implicaba la derrota; la estrategia, de difícil credibilidad, sugería que el emperador podía esfumarse del palacio para demostrar al mundo que, en realidad, la mayor parte de la guerra había transcurrido sin que él hubiera tenido mucho que ver. Era difícil que el mundo cayera en el engaño pero para los jefes militares eran vitales cuáles serían las condiciones de la rendición. Y, lo peor, no había un criterio único. En el tenso cónclave del Palacio Imperial, con sus manos en las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus espadas de samurái, los jefes militares se alzaron uno a uno para plantear sus exigencias: el ministro de guerra, general Korechika Anami, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor de la Armada, insistieron en imponerle a Washington que aceptara tres condiciones: que fuesen oficiales japoneses quienes desarmaran a las tropas vencidas, que los criminales de guerra fueran juzgados por tribunales japoneses y que se limitara de antemano cuáles territorios serían “ocupados” por el enemigo victorioso.
Era un disparate. La guerra había sido crudelísima, sin cuartel, miles de tropas aliadas habían muerto en los campos de concentración del imperio y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacer concesiones, mucho menos a aceptar condiciones. Eso fue lo que explicó el canciller japonés, Shigenoni Togo, que además, por si hiciera falta, les recordó a los orgullosos jefes militares que Japón había perdido la guerra y que la paz era una necesidad apremiante. Pero los tres mantuvieron su postura, que era la de los hombres a su mando. No sabían, y si lo sabían habían decidido ignorarlo, que en la conferencia de Potsdam Estados Unidos había propuesto abolir el cargo de emperador en Japón y juzgar a Hirohito como a un criminal de guerra. Gran Bretaña se había opuesto a una decisión tan drástica y había sugerido en cambio mantener la figura del emperador, vital para la cultura japonesa, acotado en sus funciones, e imponer en el país una especie de virreinato a cargo de los aliados. Triunfó el planteo británico y fue el general Douglas MacArthur el “virrey” de Japón que, incluso, dictó una nueva constitución para ese país.
Pero en la noche del 9 de agosto todo el porvenir quedaba lejos. Suzuki y Togo informaron al emperador sobre el planteo militar, y lograron que Hirohito convocara a una Asamblea Imperial en su refugio de palacio. Allí, desde las once y media de la noche y hasta entrada la madrugada del 10, Anami, Umezu y Toyoda confiaron por fin en detalle cuáles eran sus planes. Para ellos, dijeron, la guerra había sido hasta ese momento una serie de “indecisas escaramuzas” libradas en las islas bajo dominio japonés. Ese era otro disparate. El Mar de Japón, el Pacífico Sur, el Mar de Coral, entre otros mares de iguales aguas, habían sido testigos de enormes batallas navales; islas como las Salomon, Iwo Jima, Peleliu, Guam, Guadalcanal y Okinawa habían sido escenario de feroces batallas, sólo en Guadalcanal habían muerto más de treinta mil hombres. Todo aquel horror era calificado ahora como “escaramuzas” por las fuerzas armadas imperiales, para justificar su estrategia final. Ahora, dijeron los jefes militares japoneses, era el momento de “atraer a los norteamericanos a las costas patrias y aniquilarlos”: era el gran momento de la nación japonesa que sería asistida, como siempre, por el “viento divino”. El “viento divino”, decía la leyenda, había ayudado a los japoneses en su tenaz resistencia frente a la invasión de la dinastía mongol china de Kublai Khan, en 1281. La palabra japonesa para nombrar al viento divino era “kamikaze”, nombre que habían tomado los pilotos suicidas y la unidad que los agrupaba, y en manos de quienes el mando militar parecía confiar una parte del curso final de la guerra.
Suzuki pidió al emperador que zanjara la discusión. Era algo fuera de lo común: por tradición, el emperador sólo presidía estas reuniones y las bendecía con su augusta presencia. Pero esa madrugada Hirohito se levantó de su trono y dijo que no quedaba otra alternativa que concluir la guerra sin demora. Y abandonó el salón. La posición militar parecía derrotada.
En una reunión de gabinete celebrada a las tres de la mañana del 10 de agosto, el gobierno japonés aprobó por unanimidad enviar notas oficiales a Washington, Londres y Moscú en las que aceptaba la Declaración de Potsdam tal como la había planteado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman que, a su pesar, dejaba en el trono a Hirohito. La noticia de la aceptación de la derrota no fue comunicada a los japoneses. Esa misma mañana, el general Anami, que era el oficial de mayor graduación del imperio, convocó a todos los oficiales de Tokio hasta el grado de teniente coronel, para informarles de la rendición. Confiaba en una rebelión y confiaba bien. En el gobierno, el primer ministro Suzuki esperaba un golpe de Estado. Y hacía bien en esperarlo.
En Estados Unidos, Truman estudió entonces las posibles repercusiones políticas de las negociaciones de paz, en especial, la decisión de dejar a Hirohito en el trono, algo que la opinión pública americana no sabía. Lo analizó el sábado 11 de agosto junto al secretario de Guerra, Henry Stimson, el tipo que en Potsdam le había informado a Churchill que la bomba atómica había sido probada con éxito, junto al secretario de Estado, James Byrnes, al de defensa, James Forrestal y al jefe del Estado Mayor Conjunto de sus fuerzas armadas, almirante William Leahy: todos habían estado en Potsdam. Fue Byrnes quien escribió la respuesta aliada a Japón. La enviaron el 12 de agosto a través de Suiza. Sobre el emperador, el documento decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición. (...) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.
Truman ordenó que continuaran las operaciones militares, incluyendo el bombardeo a Japón por parte de los B-29, hasta que los Aliados recibieran un documento oficial de la rendición japonesa. En Tokio, sin embargo, el primer ministro Suzuki sostuvo que se debía rechazar ese documento e insistir en una garantía más explícita para el sistema imperial. El general Anami, el más duro de los jefes militares, pidió además un imposible: que en Japón no hubiera ocupación de ningún tipo por parte de los Aliados.
El canciller Togo fue el más lúcido: le dijo al primer ministro Suzuki que no había esperanza alguna de obtener mejores condiciones para la capitulación. “Pienso que los términos son inapropiados, pero las bombas atómicas y la entrada de los soviéticos en la guerra son, en un sentido, regalos del cielo. De esta manera no tenemos que decir que tenemos que dejar la guerra por circunstancias nacionales”. Ese mismo día, Hirohito informó a la familia imperial de su decisión de rendirse.
El 13 de agosto el gabinete japonés debatió cómo responder a los Aliados: no adelantaron nada, las posiciones estaban en punto muerto y enfrentaban al gobierno civil con el poder militar. Por su parte, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio. Truman ordenó entonces que se reanudaran los ataques contra Japón “para convencer a los dirigentes japoneses de que vamos en serio y estamos decididos a hacerles aceptar nuestras propuestas de paz sin ninguna dilación”. La Tercera Flota de los Estados Unidos bombardeó la costa japonesa. Más de cuatrocientos bombarderos B-29 atacaron a Japón el 13 de agosto, y otros trescientos lo hicieron durante la noche. Los Aliados bombardearon también con papel: lanzaron miles de panfletos en el que afirmaban “nuestra alianza de tres países le presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de dos mil bombarderos B-29”.
Hirohito se reunió entonces con los oficiales superiores del ejército y la armada y les pidió que se unieran a él para poner fin a la guerra. Pero Anami, Toyoda y Umezu insistieron en continuar la lucha. Hirohito dijo entonces: “He escuchado detenidamente todos los argumentos presentados en oposición a la opinión de que Japón debería aceptar la respuesta de los Aliados tal y como está y sin mayor clarificación o modificación, pero mis pensamientos no han sufrido ningún cambio (…) Para que el pueblo pueda conocer mi decisión, pido que preparen de inmediato un escrito imperial para que pueda retransmitirlo a la nación. Finalmente, apelo a cada uno de ustedes para que se esfuerce al máximo para que podamos enfrentarnos a los difíciles días que nos aguardan”. Alrededor de las once de la noche, el emperador grabó su mensaje, que fue entregado al chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que lo pusiera bajo llave hasta el momento de ser emitido.
Minutos después de aquella dramática conferencia del 13 al 14 de agosto en la Hirohito aceptó la rendición incondicional, un grupo de oficiales, con Anami a la cabeza, se reunió en un salón vecino. Todos eran conscientes de la inminencia de un golpe militar que desalojara a los civiles del poder, pusiera al emperador a salvo, o a resguardo, y que Japón continuara la lucha. Muchos de los complotados se habían unido en aquel salón del Palacio. Pero el general Kawabe, subjefe del estado Mayor, propuso que todos los oficiales reunidos allí firmaran un acuerdo para cumplir la orden del emperador: “El Ejército –decía el documento– actuará de acuerdo con la Decisión Imperial hasta el final”. Lo firmaron todos, incluido Anami. Una figura clave en lograr la firma de ese acuerdo fue el general Shizuichi Tanaka. Era un militar respetado, que había sido gobernador militar de Filipinas. En 1941 no había estado de acuerdo con el bombardeo a Pearl Harbor, pese que luego fue un fiel servidor del emperador. Ahora, en agosto de 1945, comandaba la Primera División de la Guardia Imperial. Era consciente de una rebelión que estaba a punto de estallar contra las órdenes del emperador; iba a ser comandada por el mayor Kenji Hatanaka a quien Tanaka había reprendido cuando se enteró de sus intenciones golpistas que estaban incluso por encima de las decisiones de la comandancia militar. Tanaka pensó que el anuncio de la firma de un acuerdo que respetaba la decisión del emperador firmado por parte de los más altos oficiales del Ejército, iba a disuadir a Hatanaka. No fue así. Tanaka se suicidó nueve días después.
Si algo tenía claro el mayor Hatanaka era que nada iba a disuadirlo. Por el contrario, pensó que si ocupaba el Palacio Imperial con sus tropas, el resto del ejército lo seguiría y se levantaría contra la rendición. Fue esa certeza la que lo mantuvo optimista y decidido para seguir con su plan, pese al poco apoyo de sus superiores, entre ellos el del propio general Anami, que también sabía del complot. A las dos de la mañana del 14 de agosto, Hatanaka tomó el Palacio casi en el mismo momento en el que Anami se hacía el harakiri en sus oficinas y dejaba un mensaje que decía: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No estaba claro a cuál crimen se refería Anami: si al de la derrota o al de la conspiración en marcha.
No fue la única sangre derramada esa noche. Hatanaka y sus hombres fueron al despacho del teniente general Takeshi Mori, uno de los comandantes de la Guardia Imperial, para pedirle que se uniera a la rebelión. Mori conversaba en ese momento con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraishi. Ambos se negaron a plegarse al golpe por lo que Hatanaka asesinó a Mori y otro de los complotados mató también a Shiraishi. Los rebeldes desarmaron a la policía del Palacio y bloquearon las entradas: buscaban la cinta grabada con el discurso de la rendición. No pudieron dar con ella. Hallaron al chambelán Tokugawa, un hombre de absoluta fidelidad al emperador, y Hatanaka lo amenazó con destriparlo con su katana si no les revelaba el sitio dónde estaba atesorada la grabación. Tokugawa se jugó la vida, puso su mejor cara de inocente y dijo que no tenía idea de que existiera grabación alguna.
La chambonada duró poco. Cerca de las tres y media de la mañana le informaron a Hatanaka que el Ejército del Distrito Oriental marchaba hacia el palacio para apresarlo. El plan rebelde se desmoronaba a pedazos. Hatanaka pidió entonces al jefe del Estado Mayor del Distrito Oriental, Tatsuhiko Takashima, que marchaba a capturarlo, que le diera diez minutos en directo por la cadena de radio NHK para que pudiera explicar al pueblo japonés cuáles eran sus intenciones. La cadena NHK era la encargada de transmitir el discurso de rendición de Hirohito y no las palabras del rebelde. El pedido de Hatanaka fue rechazado, pero el rebelde insistió. Fue a los estudios de la NHK y, pistola en mano, intentó conseguir diez minutos de aire. No se los dieron. Mientras, en el Palacio, el resto de los oficiales rebeldes se rendía a las tropas leales al emperador. A las ocho de la mañana, la rebelión estaba sofocada. Los rebeldes habían logrado tomar el palacio, pero habían fracasado en hallar la vital cinta grabada por el emperador.
Faltaba todavía un paso de comedia que terminaría en tragedia. Poco después de las ocho de la mañana del 15 de agosto, Hatanaka, montado en una moto, y el teniente coronel Jiro Shizaki, a lomos de un caballo, recorrieron las calles de Tokio y lanzaron panfletos que explicaban cuáles habían sido sus intenciones. Una hora antes de la emisión del discurso de Hirohito, programada para las once de la mañana, Hatanaka tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y apretó el gatillo. Shizaki se hizo el harakiri. En el bolsillo del mayor Hatanaka hallaron un poema. Decía: “No me arrepiento de nada ahora que las nubes negras han desaparecido del reinado del Emperador”. Era un poco enigmático.
La firma de la rendición japonesa fue fijada para el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado “Missouri”, que llegó a la Bahía de Tokio el 28 de agosto junto con una flota en la que viajaba parte del ejército de ocupación. Para entonces, tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a las fuerzas de desembarco; los kamikazes que habían sobrevivido al fragor de la guerra y no habían alcanzado a despegar en sus vuelos finales, ubicaron sus aviones en la pista de despegue del Aeropuerto Atsugi y esperaron encerrados en sus cabinas: habían jurado por el honor de sus antepasados lanzarse en picada contra el “Missouri” hasta hundirlo y, con él, a la plana mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos y Gran Bretaña; los pilotos de otros aviones de combate, tan exaltados como los kamikazes, habían alistado sus aviones y sus bombas para lanzarlas en la Bahía antes de que se firmara la rendición.
Fueron horas frenéticas y cargadas de tensión. Nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. Hirohito decidió enviar a los miembros de su familia a las diferentes guarniciones militares para asegurar que su promesa no sería rota. El príncipe Takamatsu, hermano menor de Hirohito, llegó agitado al Aeropuerto Atsugi con el tiempo justo para inducir a los kamikazes a que no despegaran. Fue un forcejeo tenso y febril, que se decidió en los últimos minutos.
Así fue como terminó la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el New York Times lo celebró con un comentario noticioso. Afirmó que era la primera vez desde el 1 de septiembre de 1939 que no había comunicados bélicos en ninguna parte del mundo.
lunes, 24 de enero de 2022
Imperio Centroafricano: Canibalismo y el más bárbaro colonialismo francés
Bokassa, el emperador caníbal que se comía a los ministros que no funcionaban y decía ser un apóstol de Cristo
Dirigió con ferocidad a la República Centroafricana. Tuvo 17 esposas (a una la comió) y 58 hijos. Su mandato fue espeluznante. Llegó a canibalizar a opositores, aliados y cientos de niños. Fue derrocado después de 13 años, en los que sostuvo el poder a base de pagar por protección a Francia con uranio y diamantes
Se comía a sus ministros. Literal. Primero los hacía asar, luego los servía en un banquete a sus invitados especiales y, a los postres, revelaba la materia prima del menú. Así lo contó el entonces ministro de Cooperación francés, Robert Galley: al final de un banquete de estado en su honor, el emperador le dijo, y también a sus invitados: “No se han dado cuenta, pero acaban de comer carne humana”. Parece que era carne de un miembro de su gabinete que no funcionaba como debía. O como el emperador quería. Igual, como solución a una minicrisis de gabinete, suena un poco drástico.
El tipo era caníbal. Y un caníbal del poder también. Jean Bedel Bokassa, según su nombre francés, se había adueñado de la presidencia de la República Centroafricana el primer día de 1966 y había permanecido como tal hasta el 4 de diciembre de 1976. Ese día, se proclamó emperador y lo fue hasta el 20 de septiembre de 1979, en la que fue derrocado por sus mandantes: Francia.
Fue entonces que se hicieron públicos sus horrores. En privado, se sabía todo, incluso que el emperador comía la carne de muchos chicos asfixiados o torturados en las mazmorras de palacio: sus cuerpos colmaban las cámaras frigoríficas del palacio imperial. También se comió a una de sus ex esposas: tuvo diecisiete, muchas al mismo tiempo, y cincuenta y ocho hijos. Ya con el emperador derrotado, su cocinero personal confesó que le obligaron a elaborar comida con carne humana bajo amenaza de muerte. Y que, en los viajes presidenciales privados al exterior, el dictador se alimentaba con jamón, chorizos y otros embutidos “elaborados con la misma materia prima”. Textual. Fue ese particular chef quien reveló que Bokassa ordenó ejecutar a uno de sus ministros para servirlo, adobado es de suponer, al resto de su gabinete. El mensaje fue claro y entendido de inmediato. Cuando ya no pudo comerse a sus adversarios políticos, por desabastecimiento acaso, empezó a matar a gente de otras profesiones. El diario soviético “Izvestia” reveló que Bokassa “se comió al único matemático del país”. Y si no se los comía, los servía como alimento de los cocodrilos que nadaban orondos en los pozos del palacio.
Entre el 17 y el 19 de abril de 1979, ya con su estrella en declive a los ojos de Francia, hizo asesinar en una violenta represión a un centenar de chicos estudiantes que manifestaron en la capital, Bangui, contra la decisión del gobierno imperial de imponerles el uso de un uniforme escolar carísimo, que sus padres no podían pagar, según denunció Amnesty International. La tortura a los opositores era un elemento cultural del imperio y Bokassa participaba en muchas de ellas, en forma activa, se entiende. Apaleaba o ejecutaba, o apaleaba y ejecutaba a los ladrones en ceremonias públicas todas televisadas, o dictaba normas extravagantes de riguroso cumplimiento, como una que prohibió que sonaran los tambores en horarios hábiles, por lo que los tambores sonaban cuando todos dormían, que la música cura todos los males.
¿Cómo puede un demente tan peligroso ocupar durante trece años el más alto cargo de un país? La pregunta tiene dos respuestas: uranio y diamantes. Bokassa no fue el primer tipo que llega a la cima y no sabe qué hacer, o no tiene lo que hay que tener para hacerlo. No todos se almuerzan a un caballero, pero en general derivan por manual hacia lo rocambolesco: se proclaman emperador, faraón, rey del mundo o lo que fuere. El tratamiento que se le debía dar a Bokassa era el de “Su Majestad Bokassa I, emperador de Centroáfrica, Mariscal de Centroáfrica, Apóstol de la paz y Servidor de Cristo Dios”. Su secreto era ceder a Francia el uranio que pedía y aportar diamantes a los bolsillos de los más altos funcionarios, por empezar los del presidente Valery Giscard D’Estaing, por ejemplo, que perdió su reelección a manos de Francois Mitterrand a raíz del escándalo desatado por los diamantes de Bokassa.
Había nacido el 22 de febrero de 1921 en Bangui, capital de la entonces África Ecuatorial. Huérfano a los seis años, lo educó su abuelo con la ayuda de misioneros franceses. A los dieciocho años se convirtió en militar y se enroló en las Fuerzas Francesas Libres. Como miembro del ejército francés, en 1944 peleó, y fue condecorado, durante el desembarco aliado en la Provenza. Francia lo honró con la Legión de Honor y la Cruz de Guerra. Dejó el ejército de Francia para integrar el de República Centroafricana cuando la nación se independizó de Francia, al menos en lo formal, durante la gran ola independentista africana de inicios de los años 60.
Ascendió veloz al grado de coronel y al cargo de jefe del Estado Mayor de las fuerzas armadas porque el entonces presidente, David Dacko, era su primo, a quien derrocó en 1966 con un golpe de Estado, mientras el país se hundía en una enorme crisis económica. Ocupó entonces los dos cargos, presidente de la república y del gobierno, liquidó la constitución, gobernó por decreto y con el tiempo se hizo nombrar cabeza del Movimiento para la Evolución Social de África del Norte (MESAN), el único partido político del país.
La República Centroafricana es un país paupérrimo, rodeado de países tanto o más obres: Chad, Camerún, Congo, República Democrático del Congo, Sudán y Sudán del Sur. En 1969, Bokassa viajó a Francia y fue recibido por Charles de Gaulle, a quien llamó, embelesado y astuto, “Papá”. De Gaulle lo calificó de imbécil, pero tuvo hacia él cierta consideración por consejo de Jacques Foccart, secretario para Asuntos Africanos. Asistió al funeral de Estado en honor a De Gaulle en 1970, donde se hizo conocido por llorar desconsolado en Notre Dame. Fue con Giscard con quien tejió sus mejores vínculos: lo hizo un cazador de fieras en las sabanas de la República Centroafricana, y le llenó las manos con diamantes, uno de ellos, según reveló el propio Bokassa, valuado en un millón de francos de 1973. A cambio de esas naderías y del uranio con el que Francia elaboraba sus armas nucleares, Bokassa pedía poco: que sostuvieran su régimen de terror.
Francia lo hizo hasta que le fue imposible. En casa, las cosas para el todavía presidente de la República Centroafricana empezaban a complicarse. Un golpe de Estado fallido en abril de 1969 hizo que Bokassa afianzara su poder y eliminara a su principal rival militar, el coronel Alexandre Banza. Lo hizo a su manera. La revista americana “Time” reveló que Banza fue arrastrado ante Bokassa, en plena reunión de gabinete, para que el presidente lo cortara en pedazos seleccionados con una navaja. Que luego los guardias lo golpearon hasta partirle la espalda. Lo arrastraron luego por las calles de Bangui hasta que finalmente le dispararon. “Le Monde” fue más piadoso con la descripción: “Banza fue asesinado en circunstancias tan repugnantes que todavía dan escalofríos”.
En marzo de 1972 Bokassa se hizo proclamar presidente vitalicio, para qué andar con más rodeos, por un congreso extraordinario del MESAN. Y dos años después, se ascendió a mariscal. Superó otro golpe fallido en diciembre de 1974, con su secuela de centenares de opositores torturados y ejecutados, y sobrevivió por los pelos a un intento de asesinato en febrero de 1976. De modo que huyó hacia adelante, convencido de que debía instaurar una monarquía. Pidió ayuda, y la obtuvo, al entonces líder libio Muhammad Khadafi que fue su fuente de inspiración. Bokassa disolvió el gobierno en septiembre de 1976, renunció a sus cargos ministeriales y creó el Consejo de la Revolución Centroafricana: un nuevo órgano de gestión del Estado, bajo su presidencia, desde luego.
Cuando Khadafi visitó Bangui, Bokassa decidió convertirse al Islam porque buscaba la ayuda económica de Libia. Adoptó el nombre de Salah Eddine Ahmed Bokassa. El 4 de diciembre hizo que la ya desahuciada República Centroafricana pasara a ser una monarquía y creó el Imperio Centroafricano. Todo imperio precisa un emperador, así que Bokassa volvió al catolicismo y se coronó a sí mismo en una ceremonia insensata. Antes de la entronización, el flamante emperador pidió a su “hermano”, el Papa Pablo VI que oficiara la ceremonia, en remedo de la coronación de Napoleón con quien Bokassa se sentía también hermanado. El Vaticano, por la razón que fuere, decidió tomar debida distancia del disparate, y lo mismo hicieron, entre otros, el presidente de Yugoslavia, mariscal Josip Broz Tito, el emperador Hirohito, de Japón, y el sha de Irán, Mohammed Reza Pahlevi, que pegaron el faltazo a la fiesta.
Los trajes del emperador y la emperatriz, su decimoquinta esposa, llevaban engarzadas ochocientas mil perlas en el de él y otras tantas de oro en el de ella. Ocho caballos blancos llegados desde Normandía, se supone que en avión, tiraron de la carroza que llevó a la pareja al falso palacio real: era un estadio de fútbol adaptado para la ocasión, con un trono en forma de águila imperial bañado en oro. Francia aportó los cascos metálicos para la flamante guardia imperial, toneladas de comida, vino y fuegos artificiales para amenizar la jornada, y sesenta vehículos Mercedes Benz para transportar a la familia imperial y a sus invitados. No hay registros de que en las mesas se haya servido otra cosa que los alimentos que enviaron los franceses, que sabían lo que hacían.
Bokassa se hizo rico en trece años de poder. Usó las minas del país y la fuerza de trabajo de sus habitantes para amasar millones, en especial con el negocio de los diamantes, mientras caía la economía y los tres millones y medio de centroafricanos se hundían aún más en la miseria. Para Francia, mientras hubiera uranio había esperanza. Hasta que los delirios de Bokassa y sus violaciones a los derechos humanos, la persecución de los disidentes y los asesinatos de los opositores se hicieron imposibles de admitir. Y de ocultar. Francia lo objetó y Estados Unidos le retiró su apoyo, en especial después de la gigantesca matanza de aquellos colegiales del uniforme inalcanzable, en abril de 1979.
En diciembre de ese año, mientras el emperador estaba de visita oficial en Libia, fue derrocado por un golpe de Estado amparado por tropas francesas, que restauraron en el poder a David Dacko, el primo a quien Bokassa había derrocado en 1966. De inmediato, el emperador pidió ayuda a su amigo Khadafi y Khadafi, de inmediato también, le hizo saber que ya le importaba nada: era un derrocado en el exilio. Bokassa viajó a París y a los brazos de su amigo, el presidente Giscard. Pero el presidente Giscard ya no era su amigo y rehusó cualquier tipo de contacto con el desterrado, aunque se ocupó de encontrarle un país que lo cobijara. Fue Costa de Marfil. El presidente Houphouet-Boignhy aceptó no de muy buen grado darle asilo. Cuando en 1983 Bokassa intentó volver a su país a poner las cosas en orden, su operativo de regreso fue abortado por las autoridades locales, que lo expulsaron del país. Fue a parar de nuevo a Francia, gobernada ahora por Francois Mitterrand que no tuvo más remedio, o lo tuvo y no lo usó, que aceptarlo. Bokassa fue a vivir a un palacete de su propiedad, cercano a París. Ahorros no le faltaban, se ve.
En 1986, convencido de que en París podía matarlo una bala perdida, o un automovilista imprudente en una calle aislada y sin luz, el emperador regresó a la República Centroafricana a enfrentar lo que hubiera que enfrentar. Llegó el 24 de octubre de 1986, hace hoy treinta y cinco años. Fue arrestado y juzgado por traición, asesinato, canibalismo y apropiación de bienes y fondos estatales. La acusación de canibalismo fue anulada porque los hechos no pudieron ser demostrados. Se ve que, a digestión pasada, eximición de cargos. El 12 de junio de 1987, el tribunal republicano lo condenó a muerte. Ocho meses después, la sentencia fue conmutada por la de cadena perpetua. Y meses más tarde, rebajada a veinte años de cárcel.
En 1993, cuando la democracia retornó a la República Centroafricana, el presidente saliente, André Kolingba, dictó como último acto de su generoso gobierno, una amnistía general para todos los presos que incluyó a Bokassa y a varios de los más fieles miembros de su otrora corte de esplendor. El cocinero no figuraba entre los presos. Todos fueron liberados el 1 de agosto.
El 3 de noviembre de 1996 un infarto agudo fulminó al dictador, enfermo cardíaco casi crónico, con cierta insuficiencia renal y un par de ataques cerebrales. Tenía 75 años. Antes de su muerte, había dicho que era el decimotercer apóstol de Cristo.
Faltaría más.
viernes, 2 de julio de 2021
Revolución Rusa: El día previo al asesinato de la familiar del Zar Nicolás II
¿Qué fue lo último que hicieron los zares de Rusia antes de ser asesinados?
La familia real rusa zar Nicolás II
Sílvia Colomé || La Vanguardia
Cuando se prometió, su futuro marido y el que sería su suegro, el zar Alejandro III, le regalaron valiosísimas joyas, como un collar de perlas naturales que le llegaba hasta la cintura. La nieta preferida de la reina Victoria de Inglaterra no solo quedó maravillada por los presentes que le anunciaban la opulencia en la que vivía la familia Romanov. Sobre todo, se sentía inmensamente feliz por el noviazgo oficial con Nicolás, al que llegaba tras rechazar candidatos propuestos incluso por la poderosa monarca británica. Por su parte, el zarevich tampoco lo tuvo fácil. Sus padres preferían otras candidatas pero cedieron ante la insistencia del joven y la enfermedad del zar que ya presagiaba un final inminente.
Ambos se conocieron en una boda. Ella tenía 12 años y él 16. Lo suyo fue un amor a primera vista. Cupido lanzó la flecha que ya nadie pudo desviar. Alejandra y Nicolás se casaron cuando todavía duraba el luto por el difunto Alejandro III. Se debía correr para que el gran imperio ruso tuviera una nueva pareja real a su mando. El regalo de bodas de los jóvenes esposos no pudo ser más envenenado.
Nicolás II y Alejandra, últimos zares de Rusia .
Ellos fueron los primeros en reconocer que no estaban preparados para tamaña empresa, según relatan sus propios escritos en cartas y diarios personales que permiten conocer algunas de sus intimidades. En realidad solo deseaban lo que tantos jóvenes de su edad: amarse sin preocupaciones. Y de amarse, se amaron siempre.
“Es triste que mi trabajo me absorba tantas horas, que yo preferiría dedicar exclusivamente a ella”, llegó a lamentarse el zar. Pero las preocupaciones no pararon de crecer hasta el apoteósico final. Aunque la que más les inquietó, incluso más que la revolución y la abdicación, fue la grave hemofilia que sufría el heredero al trono, el zarevich Alexis, y que provocó que entrase en sus vidas el fatídico Rasputín.
La zarina Alexandra con su hijo Alexei Romanov .
Rasputín se introdujo en la corte del zar Nicolás II de Rusia, por sus dotes curativas .
Los meses de arresto
Gracias a estos escritos y de personajes cercanos, algunos recogidos en Románov, crónica de un final: 1917-1918 (Páginas de Espuma), se sabe que durante la reclusión de la familia a la residencia-prisión de Tsárskoye Seló, Nicolás II se sentía por fin liberado junto a los suyos. “Entendí que nadie ni nada interesaba al exzar excepto sus hijos. Parecía disfrutar de verdad con su nuevo modo de vida […] como si se hubiera liberado de la pesada carga que recaía sobre sus hombros”, explicó el líder revolucionario Alexander Kérenski en sus memorias. “Todos los que le conocían en su posición de prisionero admitían que Nicolás II siempre estaba de buen humor y disfrutaba de su nuevo modo de vida. Cortaba leña y la apilaba en el parque. Trabajaba en el jardín, paseaba en lancha y jugaba con sus hijos”, proseguía.
Los cinco hijos del zar, con la cabeza afeitada tras un ataque de sarampión, en Tsarkoje Selo, julio 1917
El 17 de julio de 1918, toda la familia fue despertada por sorpresa pasada la media noche y conducida al sótano de su última prisión, la casa Ipátiev de Ekaterimburgo. Se les leyó la sentencia de muerte. El zar no daba crédito. Se la tuvieron que repetir. No hubo tiempo para más. Ni la zarina pudo terminar de santiguarse. Ella dejó escrito en su diario personal lo último que ambos hicieron juntos antes de acostarse. Como cualquier matrimonio de su época, mataron el tiempo jugando a cartas. Esa noche ambos perdieron la última partida.
viernes, 23 de octubre de 2020
sábado, 25 de enero de 2020
Báltico: Las invasiones suecas y Pedro el Grande
Las invasiones suecas y el ejército de Pedro el Grande
Parte IW&W
Ya en el otoño de 1708, el convincente resumen de la situación de Whitworth anticipó muchas críticas posteriores. Elogió las cualidades de los ejércitos suecos, pero sugirió que Charles parece infravalorar todos los medios subordinados de proceder con éxito y confiar totalmente en la bondad de su ejército y la justicia de su causa, por lo que hasta ahora ha llevado a cabo una guerra próspera. , contrario a todas las reglas ordinarias de actuación '. Llegó a la conclusión de que si Charles hubiera invadido Rusia después de Narva, Pedro probablemente se habría visto obligado a hacer las paces en cualquier condición; Sin embargo, una vez que se perdió esa oportunidad, a Pedro se le dio la oportunidad de entrenar y disciplinar a sus nuevas fuerzas y, "actuando con ejércitos enteros contra pequeños destacamentos, los soldados se acostumbraron a disparar, y fácilmente comenzaron a probar los dulces de la conquista". En sus relatos de la campaña, varios oficiales suecos, en particular Gyllenkrook y Lewenhaupt, enfatizaron que habían estado en desacuerdo con Charles sobre muchas de sus decisiones estratégicas: Gyllenkrook, quien había preparado el plan para una huelga a través de Livonia en Pskov, afirmó que " nunca aconsejó un ataque contra Moscú, pero siempre trató de obstaculizarlo. Lewenhaupt criticó a Charles por no haber esperado el tren de suministros cuando estaba a solo un día de viaje en mensajería; sobre el asedio de Poltava; y por la decisión de no desplegar artillería durante la batalla. James Jeffreyes, un agente inglés unido al ejército de Charles, escribió inmediatamente después de Poltava:
Por lo tanto ... ves un ejército victorioso y numeroso destruido en menos de dos años, mucho por el poco respeto que tenían por su enemigo; pero principalmente porque el Rey no escuchó ningún consejo que le dieron sus Consejeros, a quienes puedo asegurar que fue por continuar esta guerra después de otro método.
Cuando Pedro le pidió a los generales suecos capturados después de Poltava que explicaran ciertas decisiones de Charles que le resultaban difíciles de comprender, Lewenhaupt comentó que la única respuesta que podían dar era que no sabían.
Si bien sería una tontería negar que el testarudo e intenso Charles cometió errores, o tuvo una gran responsabilidad por lo que sucedió en Poltava, la retrospectiva ha sobrevalorado los juicios sobre sus habilidades estratégicas. La concentración en la desafortunada campaña rusa desequilibra muchas cuentas, 35 mientras que las evaluaciones contemporáneas no pueden considerarse objetivas: el deseo de Gyllenkrook y Lewenhaupt de liberarse de la responsabilidad de Poltava y la vergonzosa rendición en Perevolochna arroja más que una sombra de duda sobre su cuentas No es necesario adoptar la fervosa hipérbole del Estado Mayor sueco para reconocer que el Charles que perdió a Poltava fue también el Charles cuya comprensión estratégica a la edad de dieciocho años fue lo suficientemente segura como para que desempeñara un papel importante en la planificación de la espectacular victoria sobre tres poderosos enemigos en 1700. Las brillantes campañas de 1702–6 y la organización de fuerzas exiguas en defensa de Suecia contra la coalición más poderosa que enfrentó entre 1714 y 1718 sugieren que aquellos que descartan sus habilidades estratégicas como insignificantes son aquellos cuyo juicio está nublado .
La invasión de Rusia fue sin duda una apuesta, sin embargo, el hecho de que terminó en desastre no debería cegar al historiador sobre las razones para adoptarlo, ni las desgracias que jugaron un papel en su fracaso. Los historiadores rusos condenan con frecuencia a Charles por su agresión, comparándolo con Napoleón y Hitler, cuya presunción también provocó su caída. Sin embargo, fueron los rusos, no los suecos, los agresores de la Gran Guerra del Norte, que Pedro lanzó con el pretexto más endeble. Además, Charles tenía buenas razones para rechazar las propuestas de paz de Pedro. En 1706–8, las reformas de Pedro no fueron seguras, el núcleo regular de su ejército todavía era pequeño, y los suecos estaban al tanto del gran aumento en la oposición a Pedro que había comenzado con el ascenso de Astrakhan en 1705, y el general cosaco descontento, que era ver el aumento de Bulavin en 1707–8 y la deserción de Mazepa y un número significativo de zaporozhianos a fines de 1708. Como comentó Whitworth:
Si este ejército llegara a un aborto espontáneo considerable, probablemente arrastraría a la ruina de todo el imperio, ya que no sé dónde podría obtener el Zar otro; para los nuevos regimientos levantados en Ingria y mucho más aquellos, que ahora se están reuniendo aquí y en varias guarniciones en las fronteras, no pueden merecer el nombre de fuerzas regulares, sin mencionar el desánimo habitual de los rusos después de cualquier desgracia, y sus descontento general e inclinaciones a una revuelta.
Así, Charles es criticado por no invadir Rusia en 1700–1, y por invadir en 1708–9. Sin embargo, las condiciones eran mucho más favorables en 1708. Después del agradable interludio en Sajonia, el ejército de campo sueco era más grande, más experimentado y mejor equipado que en cualquier otro momento desde 1700. La situación política en Polonia-Lituania era más favorable, y Sajonia era fuera de la guerra. Incluso si el ejército ruso hubiera mejorado sustancialmente desde Narva, los suecos tenían buenas razones para creer que eran capaces de derrotarlo si podían forzarlo a la batalla. ¿Por qué Charles debería hacer las paces y permitir la existencia continua de una cabeza de puente rusa en el Golfo de Finlandia, dando así tiempo a Pedro para reprimir la disidencia en su país y construir su armada y ejército? Charles habría sido ingenuo al creer que Pedro se contentaría con la cesión de San Petersburgo solo; Eran los rusos los que más se beneficiarían de una suspensión de las hostilidades. La única forma de garantizar una paz duradera y una seguridad a largo plazo para las provincias bálticas era destruir al ejército ruso y obligar a Pedro a establecerse en términos suecos. Una invasión de Rusia era la única forma de lograr ese fin.
El reinado de Charles demostró una vez más las duras realidades de la posición estratégica de Suecia, a pesar de que era mejor en 1700 que en 1655 o 1675. Suecia tenía un ejército grande y bien entrenado que podía movilizarse rápida y efectivamente; tuvo que complementarse con un mayor reclutamiento, pero los costos involucrados no fueron paralizantes. Aunque los ingresos del gobierno eran en gran medida estáticos en los años previos a la guerra, había sido posible construir un pequeño fondo de reserva, que ascendía a aproximadamente 1 millón de dalers de plata en 1696, mientras que las reservas de efectivo del régimen eran casi tan grandes, a 900,000 dalers de plata. Sin embargo, aunque Suecia estaba mejor preparada para la guerra que nunca y pudo recaudar nuevos fondos de impuestos extraordinarios, como el décimo centavo recaudado entre noviembre de 1699 y febrero de 1700, y varios recursos, las duras realidades de su escasez crónica de especies pronto se hizo evidente: los costos de la movilización se calcularon en enero de 1700 en 6,374,141 dalers de plata, mientras que se estimó que las fuentes extraordinarias podían producir solo 1,514,001. Las esperanzas de obtener préstamos en Holanda e Inglaterra con un interés máximo del 5 por ciento se desvanecieron, ya que Suecia podría ofrecer poca seguridad, aparte de los peajes aduaneros en Riga, Narva, Reval y Nyen. Con los ejércitos sajones y rusos dirigiéndose a Livonia, los holandeses e ingleses eran comprensiblemente reacios a arriesgar su dinero, aunque se garantizó un préstamo holandés de 300,000 corredores de riesgo al 5 por ciento en 1702. Las reservas de Suecia apuntalaron la movilización de 1700 e hicieron posible Travendal y Narva, pero se agotaron rápidamente y fueron completamente incapaces de sostener una larga guerra: el crédito del gobierno era pobre y los préstamos de particulares eran difíciles de obtener, mientras que el estallido de la guerra trajo una grave crisis de liquidez para el nuevo Banco de Suecia.
Así, Suecia, a pesar de que las reformas de Carlos XI habían transformado su capacidad militar, enfrentaba un conjunto familiar de problemas. No pudo luchar por mucho tiempo una guerra defensiva. Como había sido el caso en 1655, una vez que movilizó a su ejército, se vio obligado a llevar la guerra al territorio enemigo, y la guerra solo podía sostenerse luchando en el extranjero. El indelningsverk se desempeñó bien al llenar los vacíos en las filas, pero a pesar de todas las preparaciones meticulosas del excelente comisariado, una vez que las tropas se separaron de las granjas que los apoyaban en tiempos de paz, los problemas se multiplicaron. Ya eran evidentes cuando el ejército se reunió en Scania, la provincia más rica de Suecia; una vez que llegó a Livonia, solo empeoraron. En el invierno de 1700–1 rápidamente se hizo evidente que si el ejército se mantenía unido, tendría que abandonar las provincias bálticas. Uno de los argumentos más importantes contra un ataque a Pskov fue que, incluso sin tener en cuenta los problemas políticos posteriores a la reducción, Livonia, devastada por la hambruna en la década de 1690, estaba exhausta: para atacar a Pskov, el ejército tendría que volver sobre sus pasos hacia el norte. a través de territorios que ya habían pagado contribuciones sustanciales. El movimiento hacia el sur hacia Courland en julio de 1701 fue motivado en parte por consideraciones de suministro. Courland era pequeño, sin embargo; a principios de 1702 estaba exhausto y el ejército sufría: después de entrar en Polonia, un observador notó el contraste entre los soldados suecos semidesnudos y el regimiento del pie de Sapieha que los acompañaba, elegantemente vestidos con uniformes verdes. Simplemente para sostenerse, el ejército tuvo que moverse. Era difícil imaginar que una invasión de Rusia pudiera sostenerse desde una base de suministro agotada y políticamente poco confiable, mientras que no se sabía que el área alrededor de Pskov fluyera con leche y miel.
La decisión de mudarse al sur fue eminentemente sensata. Durante los siguientes seis años, los suecos se abastecieron sin mayores dificultades. Charles no enfrentó la resistencia concertada que había frustrado a su abuelo, disfrutó de un apoyo político sustancial y su ejército era manifiestamente superior a todos sus oponentes. Los pequeños destacamentos suecos todavía eran vulnerables a los ataques, pero el hecho de que tuvieran un apoyo significativo de los enemigos de Augusto significaba que podían desplegar su propia caballería ligera polaca para contrarrestar la amenaza y proporcionar reconocimiento; Charles puso gran importancia en el reclutamiento de estas unidades Vallacker, y hubo un regimiento completo en el ejército que abandonó Sajonia en 1707. El dominio militar sueco aseguró que Magnus Stenbock, director del Comisariado de Guerra General, pudiera recaudar contribuciones de una amplia área en un camino que no había sido posible en la década de 1650: cuando los palatinados de Rutenia y Volhynia fueron objeto de una expedición especial en el invierno de 1702–3, regresó con seis barriles de oro y una considerable cantidad de suministros en especie en un costo de 68 muertos o desaparecidos y 36 caballos. Después de la caída de Thorn en octubre de 1703, por el momento no había tropas sajonas en la Commonwealth. Con el ejército estacionado en Warmia y Prusia polaca en la primera mitad de 1704, la situación del suministro fue notablemente buena. Permaneció así cuando los suecos trasladaron su sede a Rawicz después de la campaña de 1704, o cuando Volhynia fue sometido a una contribución en 1705.
Sin embargo, había que pagar un precio por la eficacia de la operación sueca. Aunque las autoridades militares castigaron severamente el merodeo y el saqueo, quienes hicieron esfuerzos conspicuos para investigar las quejas polacas contra los soldados suecos, hay razones para dudar de la evaluación indulgente de su comportamiento por parte de Hatton.44 Incluso en áreas pro suecas, la misma eficiencia con la que ellos Las contribuciones recolectadas provocaron reacciones hostiles de los sujetos a las constantes solicitudes. Dado que esta fue una guerra civil, y que el control sueco nunca fue absoluto, las comunidades podrían enfrentarse a las sucesivas demandas de las fuerzas suecas, sajonas y polacas: en diciembre de 1705, los aldeanos de Ilewo escribieron al Consejo de Thorn, sus propietarios, que, habiendo sido obligados a pagar contribuciones en efectivo y amables para apoyar a la guarnición sajona en 1703, los suecos los colocaron bajo contribuciones y desde entonces se habían enfrentado a las exacciones de Sapieha. En tales circunstancias, las demandas de incluso las tropas con mejor comportamiento se resentían, y los funcionarios locales se vieron inundados con solicitudes de exención de pagos de alquiler para tener en cuenta las demandas de los militares, que a menudo eran pesadas: de 217 carneros inventariados en el pueblo de Gremboczyn en 1703, los suecos tomaron 100; a finales de año, después de muertes, otras exacciones y desperdicio, solo quedaban 44.
Tales demandas hicieron poco por las esperanzas de Leszczyński de ganar apoyo; Además, si tenían la ventaja sobre Gustav Adolf y Charles X de que no estaban embotellados en un rincón de la Commonwealth, sino que podían ocupar nuevas áreas cuando su base de suministros se agotaba, esto significaba que extendían su impopularidad en una expansión constante. zona. Sus exacciones provocaron inevitablemente resistencia; donde lo encontraron, se comportaron con sorprendente crueldad. La imagen de Hatton del soldado sueco 'de ganado campesino y un pequeño propietario en tiempos de paz' cortando leña alegremente y ayudando a rodear las granjas en las que fue alojado no es una fantasía completa, pero apenas caracteriza la relación normal entre los suecos y la población local. . Charles creía que era una buena práctica tratar "con dureza y brusquedad" con los polacos. Cuando Wojnicz no pudo pagar sus contribuciones asignadas en octubre de 1702, ordenó su división en cuartos, cada uno de los cuales fue saqueado por un destacamento de 100 hombres, antes de que la ciudad fuera incendiada. Las propiedades de los partidarios de Augusto fueron tratadas con una crueldad sorprendente: Charles ordenó a Stenbock que arruinara las propiedades del general Brandt, uno de los comandantes de Augusto, "lo mejor que pueda". Por orden directa de Charles, se quemaron aldeas, se arrasaron los campos, se expulsó ganado para alimentar al ejército y todos los que se opusieron fueron atacados. El duro comportamiento de los suecos hacia la población local durante la campaña rusa de 1707–9 tuvo claros antecedentes en Polonia. Por lo menos, se aseguró de que los partidarios potenciales lo pensarían dos veces antes de abandonar la Confederación Sandomierz.
La estrategia sueca no estuvo completamente impulsada por consideraciones de oferta. Había buenas razones militares para el deseo de Charles de una guerra de movimiento. Confiado en la superioridad de su ejército, buscó la batalla, al igual que Chodkiewicz o Żółkiewski antes que él. Las fuerzas de Charles eran demasiado pequeñas para dispersarse en las guarniciones, y él siguió la política de Batory de demoler fortificaciones en lugar de tripularlas. Después de la caída de Thorn en 1703, Charles ordenó la demolición de sus muros, detrás de los cuales una guarnición sajona de 6,000 personas se había amoldado. Charles no podía permitirse el lujo de ser tan despilfarrador con su ejército o perder demasiado tiempo en operaciones de asedio irrelevantes: cuando los suecos capturaron a Lwów en 1704, pasaron cinco días a las órdenes de Charles haciendo explotar lo mejor de las 160 'armas grandes y finas' que tenían caído en sus manos. Charles no los usó; El dominio militar sueco no dependía del control de las fortalezas.
Entre 1700 y 1708, el éxito generó éxito. Las derrotas infligidas a Schlippenbach en las provincias del Báltico podrían ser desestimadas como de menor importancia siempre que el ejército principal fuera victorioso; una vez que pudiera volverse contra los rusos, las pérdidas de Suecia podrían recuperarse. Sin embargo, la confianza que brotó de la larga serie de victorias podría ser una fuente de peligro. Porque la amenaza del ejército ruso estaba creciendo. Animados por sus victorias en el Báltico, Pedro y sus comandantes estaban cada vez más seguros, mientras que el ejercicio intensivo mejoraba la calidad de los soldados comunes. A pesar de la continua escasez de oficiales talentosos, incluso los observadores extranjeros estaban comenzando a reconocer los buenos efectos del trabajo de Pedro. En julio de 1705, el embajador austríaco Otto Pleyer comentó después de la concentración del ejército en Moscú que "los oficiales recién llegados declararon que no habían visto un ejército alemán que estuviera mejor vestido, ejercitado o armado". Al informar la derrota de Sheremetev en Gemauerthof (julio 1705), Whitworth notó con aprobación cuán firmemente los rusos se habían mantenido firmes. A pesar de todos sus informes sobre los problemas rusos sobre la deserción y la calidad de los oficiales, describió en 1708 cómo el ejército estaba "compuesto de hombres ligeros y bien formados" y reconoció que "el ejercicio [es] bueno, su aire ha cambiado bastante desde sus campañas en Polonia, y muchos de sus regimientos sin duda lucharán bien. "Los rusos mismos confiaban cada vez más en la calidad de sus tropas: Pedro, el más duro de los críticos, escribió en marzo de 1707 que el ejército estaba" en buena forma "; en abril de 1708, Sheremetev escribió sobre el "buen estado" de su infantería. Lo más revelador es que si a menudo se acusa a Charles de subestimar las cualidades de lucha de los rusos, hay mucha evidencia que sugiere que su ejército no lo hizo. Después de Holowczyn, Jeffreyes comentó que:
Los Suecos ahora deben ser dueños de los moscovitas que han aprendido su lección mucho mejor que en las batallas de Narva o Fraustadt, y que igualan, si no superan, a los sajones, tanto en disciplina como en valor, es cierto que su caballería no puede hacer frente con los dueños, pero su infantería se mantiene firme obstinadamente, y es un asunto difícil separarlos o confundirlos si no son atacados espada en mano.
Posse afirmó que "todos los que vieron y escucharon esa acción, deben confesar que nunca habían visto o escuchado un fuego tan grande de salvas, que tuvimos que soportar". Lyth reconoció el dominio de la mosquetería rusa y comentó sobre la habilidad con la que los rusos habían elegido sus posiciones. En el pasado, los suecos habían sentido que, aunque los rusos siempre habían luchado lo suficientemente fuerte, tendían a huir si la batalla comenzaba a volverse contra ellos, pero el elogio a regañadientes de Lewenhaupt por sus cualidades de combate en Lesnaia incluía el reconocimiento de que ahora eran capaces de unirse. después de ser forzado a retroceder.
Más significativamente, el ejército ruso estaba desarrollando su propio estilo de lucha, ya que Pedro y sus comandantes adquirieron experiencia en los métodos suecos de hacer la guerra y se dieron cuenta de que, a pesar de toda la ayuda técnica brindada por los occidentales, los métodos occidentales no siempre fueron efectivos. Ya había señales de esto en Narva, cuando fue Boris Sheremetev quien sugirió que el ejército debería salir de la protección de la contravaluación para enfrentarse a los suecos en campo abierto, donde sus números superiores podían ser contados.56 Como el sajón el ejército cayó a la derrota tras derrota, el hechizo de competencia occidental se rompió y la dependencia de Pedro de los oficiales occidentales en el nivel superior del servicio disminuyó constantemente. Los frecuentes consejos militares (veintidós se celebraron solo en 1708) en los que oficiales de alto rango, extranjeros y rusos, discutieron estrategias y tácticas con los ministros del gobierno fueron importantes para desarrollar la fusión de los principios occidentales y orientales que caracterizaron cada vez más la guerra petrina. Los participantes presentaron ponencias, se alentó el debate y las decisiones solo se tomaron después de considerar la situación por completo.
viernes, 19 de julio de 2019
PGM: El malcriado Guillermo II que llevó a Alemania a la guerra
¿Qué sucede cuando un tonto malhumorado y distraído ejecuta un imperio?
Por Miranda Carter || The New YorkerDurante el reinado de Kaiser Wilhelm II, los escalones superiores del gobierno alemán comenzaron a desmoronarse y se convirtieron en una lucha libre para todos, con oficiales disputándose unos contra otros.
Fotografía de la colección Hulton-Deutsch / Corbis a través de Getty.
Una de las pocas cosas por las que el Kaiser Wilhelm II, que gobernó Alemania desde 1888 hasta 1918, tenía talento era que causaba indignación. Una especialidad particular fue insultar a otros monarcas. Llamó al diminuto rey Víctor Manuel III de Italia "el enano" frente al propio séquito del rey. Llamó al príncipe (más tarde zar) Fernando, de Bulgaria, "Fernando naso", debido a su nariz afilada, y difundió rumores de que era un hermafrodita. Como Wilhelm era notablemente indiscreto, la gente siempre sabía lo que estaba diciendo a sus espaldas. Fernando tuvo su venganza. Después de una visita a Alemania, en 1909, durante la cual el Kaiser lo abofeteó en público y luego se negó a disculparse, Ferdinand otorgó un valioso contrato de armas que se había prometido a los alemanes a una compañía francesa.
No es que esto disuadiera al Kaiser. Una de las muchas cosas en las que Wilhelm estaba convencido de que era brillante, a pesar de todas las pruebas de lo contrario, fue la "diplomacia personal", la fijación de la política exterior a través de reuniones individuales con otros monarcas y estadistas europeos. De hecho, Wilhelm no pudo hacer lo personal ni la diplomacia, y estas reuniones rara vez fueron bien. El Kaiser veía a otras personas en términos instrumentales, era un mentiroso compulsivo y parecía tener una comprensión limitada de causa y efecto. En 1890, dejó de lado un acuerdo defensivo de larga data con Rusia, el vasto y a veces amenazador vecino del Imperio Alemán. Consideró, erróneamente, que Rusia estaba tan desesperada por la buena voluntad alemana que podía mantenerla en suspenso. En cambio, Rusia inmediatamente se alió con el vecino y enemigo occidental de Alemania, Francia. Wilhelm decidió que encantaría y manipularía al Zar Nicholas II (un "ninny" y un "whimperer", según Wilhelm, apto solo para "hacer crecer nabos") para que abandone la alianza. En 1897, Nicolás le dijo a Wilhelm que se perdiera; La alianza germano-rusa se marchitó.
Hace aproximadamente una década, publiqué "George, Nicholas y Wilhelm: Tres Primos Reales y el Camino a la Primera Guerra Mundial", un libro que fue, en parte, sobre Kaiser Wilhelm, quien es probablemente mejor conocido por ser el primer nieto de la Reina Victoria. para llevar a Alemania a la Primera Guerra Mundial. Desde que Donald Trump comenzó a hacer campaña para presidente, el Kaiser una vez más estuvo en mi mente: sus fallas personales y las consecuencias globales a las que condujeron.
Los tweets de Trump fueron lo que me recordó al Kaiser. Wilhelm era un orador compulsivo que se apartaba constantemente del guión. Incluso su personal no pudo detenerlo, aunque lo intentó, distribuyendo copias de los discursos a la prensa alemana antes de que realmente los diera. Desafortunadamente, la prensa austriaca imprimió los discursos a medida que se pronunciaban, y los desórdenes y los insultos pronto circularon por Europa. "Solo hay una persona que domina este imperio y no voy a tolerar a ninguna otra", le gustaba decir a Wilhelm, aunque Alemania tenía una asamblea democrática y partidos políticos. ("Soy el único que importa", dijo Trump.) El Kaiser reservó un abuso particular para los partidos políticos que votaron en contra de sus políticas. "Considero a todos los socialdemócratas como un enemigo de la Patria", dijo, y denunció al partido socialista alemán como una "banda de traidores". August Bebel, el líder del partido socialista, dijo que cada vez que el Kaiser abría la boca, El partido ganó otros cien mil votos.
Cuando Wilhelm se convirtió en emperador, en 1888, con veintinueve años de edad, estaba decidido a ser visto como fuerte y poderoso. Feticheaba al Ejército, se rodeaba de generales (aunque, como Trump, no le gustaba escucharlos), poseía ciento veinte uniformes militares y llevaba poco más. Cultivó una expresión facial severa especial para ocasiones públicas y fotografías; hay muchas, ya que Wilhelm enviaría fotos firmadas y retratos de retratos a cualquiera que tuviera una, y también un bigote muy encerado y girado hacia arriba que era tan famoso. tenía su propio nombre, "Er ist Erreicht!" (¡Se ha logrado!)
De hecho, Wilhelm no logró mucho. El personal general del ejército alemán estuvo de acuerdo en que el Kaiser no podía "conducir a tres soldados sobre una canaleta". No tenía ni la capacidad de atención ni la capacidad de atención. "Las distracciones, ya sean juegos pequeños con su ejército o armada, viajar o cazar, son todo para él", escribió un ex mentor desilusionado. "Lee muy poco aparte de los recortes de periódicos, casi no escribe nada aparte de marginalia en los informes y considera que esas conversaciones se terminan rápidamente". El séquito del Kaiser compiló recortes de prensa para él, principalmente sobre él mismo, que leyó como Obsesionamente como Trump ve la televisión. Una historia crítica lo pondría en paroxismos de furia.
Durante el reinado de Wilhelm, los escalones superiores del gobierno alemán comenzaron a desmoronarse y se convirtieron en libres para todos, con los oficiales disputándose unos contra otros. "Las opiniones más contradictorias ahora son urgentes en el nivel más alto y más alto", se lamentó un diplomático alemán. Para aumentar la confusión, Wilhelm cambió su posición cada cinco minutos. Era muy sugestivo y se refería a la última persona con la que había hablado o se había cortado, que había leído, al menos hasta que había hablado con la siguiente persona. "Es insoportable", escribió un ministro de Relaciones Exteriores, en 1894. "Hoy una cosa y mañana al siguiente y luego de unos días algo completamente diferente". El personal y los ministros de Wilhelm recurrieron a la manipulación, la distracción y la adulación para controlarlo. "Para lograr que acepte una idea, debe actuar como si fuera la suya", Philipp zu Eulenburg, el amigo más cercano del Kaiser, aconsejó a sus colegas, y agregó: "No se olvide del azúcar". Furia ", Michael Wolff escribe que, para que Trump actúe, su personal de la Casa Blanca tiene que convencerlo de que" él mismo lo había pensado ".
De manera más siniestra, el patrocinio de Wilhelm de la derecha agresiva y nacionalista lo dejó rodeado de ministros que tenían una convicción colectiva de que una guerra europea era inevitable e incluso deseable. Alfred von Tirpitz, jefe naval de Alemania, quien se dio cuenta en su primer encuentro con el Kaiser que "no vivía en el mundo real", explotó conscientemente la envidia y la ira de Wilhelm para extraer las sumas astronómicas necesarias para construir una armada alemana para rivalizar Gran Bretaña, un proyecto que creó una carrera de armamentos y se convirtió en un bloque intratable para las negociaciones de paz.
El Kaiser era susceptible pero nunca realmente controlable. Afirmó su autoridad de manera impredecible, como para demostrar que aún estaba a cargo, organizando intervenciones malintencionadas en las políticas de sus propios asesores y despidiendo a los ministros sin previo aviso. "No se puede tener la más mínima idea de lo que he prevenido", se quejó a un amigo su ayudante más obsequioso, Bernhard von Bülow, "y cuánto de mi tiempo debo dedicar a restaurar el orden en el que nuestro Gran Maestro Todo Ha creado el caos".
El secreto más oscuro del Kaiser era que cada pocos años, después de que su intromisión y sus errores hubieran expuesto su incompetencia o hubiera provocado una crisis, sufriría un colapso total. Su séquito lo rasparía del piso y se retiraría a uno de sus palacios, donde, postrado, lloraría y se quejaría de haber sido víctima. Después de los gemidos llegó el ritmo, en un silencio inusitado. De vez en cuando iba a dar paso a las lágrimas. Gradualmente, recalibraría su sentido de la realidad (o irrealidad) y, después de unas pocas semanas, volvería a rebotar, tan bullicioso y estrepitoso como siempre.
Pasé seis años escribiendo mi libro sobre Wilhelm y sus primos, el Rey George V, de Inglaterra, y el Zar Nicholas II, y el egoísmo y la excentricidad del Kaiser lo convirtieron en el más entretenido de los tres para escribir. Sin embargo, después de un tiempo, vivir con Wilhelm, como lo hace cuando escribe sobre otra persona durante un largo período, se volvió oneroso. Fue desalentador, incluso opresivo, pasar tanto tiempo con alguien que nunca aprendió y nunca cambió.
El Kaiser no fue el único responsable de la Primera Guerra Mundial, pero sus acciones y elecciones ayudaron a llevarlo a cabo. Si el conflicto internacional está a la vuelta de la esquina, parece que realmente no quieres que un narcisista controle una potencia global. La delicadeza de Wilhelm, su imprevisibilidad, su necesidad de ser reconocido: estas cosas tocaron un acorde con elementos en Alemania, que se produjo en una especie de espasmo adolescente, que se percibe con desprecio leve, emocionado por la idea de flexionar sus músculos, lleno de una sensación de derecho. Al mismo tiempo, la postura de Wilhelm aumentó las tensiones en Europa. Su torpe diplomacia personal creó sospechas. Su alianza con el derecho vitriólico y su admiración servil por el Ejército hicieron que el país se acercara cada vez más a la guerra. Una vez que la guerra estaba realmente sobre él, el gobierno y los militares efectivamente barrieron al Kaiser a un lado. Y el daño más grave se produjo solo después de que Wilhelm renunció, en noviembre de 1918. (Pasó el resto de su vida, sobrevivió hasta 1941, en Holanda central). La derrotada Alemania se hundió en años de depresión, resentimientos agudizados, la tóxica mentira que Alemania había sido "robada" de su victoria legítima en la guerra se afianzó. El resto, como ellos dicen, es historia.
No estoy sugiriendo que Trump esté a punto de comenzar la Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, los recientes desarrollos en el extranjero (los cambios bruscos con Corea del Norte, el abandono del acuerdo nuclear con Irán, la amenaza de una guerra comercial con China) sugieren trastornos que podrían desaparecer rápidamente del control estadounidense. Algunos de los críticos de Trump suponen que esta escalada de crisis podría causar que afloje, o incluso pierda, su control sobre la Presidencia. La verdadera lección de Kaiser Wilhelm II, sin embargo, puede ser que el hecho de que Trump se vaya de la oficina no sea el final de los problemas que puede causar o exacerbar, puede ser solo el comienzo.
miércoles, 15 de agosto de 2018
Roma: Las sequías y la probabilidad de ser asesinado como Emperador
¿Por qué los emperadores romanos morían asesinados?
La posible razón por la que el 20% de los máximos mandatarios de este antiguo imperio fueron liquidados
La Vanguardia
Batalla de la antigua Roma (Nastasic / Getty Images)
La antigua Roma era un lugar peligroso para un emperador. Y es que durante los más de 500 años que duró, cerca de un 20% de sus 82 máximos mandatarios fueron asesinados mientras estaban en el poder. Un estudio de la Universidad de Brock en Ontario, Canadá, considera que la falta de lluvias podría estar detrás de muchas de estas muertes.
Según el investigador principal de la investigación, el profesor de Economía Cornelius Christian, en las épocas en las que escaseaban las precipitaciones las tropas del ejército estaban hambrientas, ya que los cultivos de los agricultores locales dependían de la lluvia. “Esto potencialmente les habría llevado al límite de amotinarse”, ha comentado el docente a la revista Live Science, que se ha hecho eco del estudio.
El estudio analizó la cantidad de lluvias primaverales de los últimos 2.500 años
El motín de los militares, a su vez, habría repercutido en el apoyo al emperador, lo que lo habría hecho más propenso a ser aniquilado. Para llegar a esta conclusión, Christian se fijó en los datos climáticos de un estudio publicado por la revista Science en 2011. Una investigación que analizaba los anillos de árboles fosilizados de un área comprendida entre Francia y Alemania, donde un día las tropas romanas permanecieron estacionadas.
Esto les permitió calcular cuánto había llovido (en milímetros) cada primavera durante los últimos 2.500 años en ese lugar. Luego, cruzó los datos obtenidos con los motines militares y asesinatos de emperadores de la antigua Roma. “Era realmente solo una cuestión de unir estas diferentes piezas de información”, ha explicado el investigador.
De este modo conectó los números a través de una fórmula y llegó a la siguiente conclusión: “Una menor cantidad de lluvia significa que hay más probabilidades de que se produzcan asesinatos, porque la menor cantidad de lluvia significa que hay menos comida”.
“Una menor cantidad de lluvia significa que hay más probabilidades de que se produzcan asesinatos” Cornelius Christian Investigador principal del estudio
Por ejemplo, el emperador Vitelio fue asesinado en el 69 d.C., un año durante el cual llovió poco en la frontera romana. Aunque fue un emperador “aclamado por sus tropas”, expone Christian, “desafortunadamente, aquel año hubieron bajas precipitaciones, y quedó completamente estupefacto. Sus tropas se sublevaron y finalmente fue asesinado en Roma”.
No obstante, otros muchos factores pudieron conducir al asesinato de los emperadores, como el de Cómodo, que fue liquidado en 192 d.C. porque, en parte, los militares se cansaron de que actuara por encima de la ley, incluidos los gladiadores que le hicieron perder intencionadamente en el Coliseo.
“No estamos tratando de afirmar que la lluvia es la única explicación para todas estas cosas. Es solo una de las muchas variables de forzamiento potencial que pueden causar que esto suceda”, razona el profesor de la universidad canadiense responsable de este estudio, que forma parte del conjunto de investigaciones que analizan cómo el clima afectó a las sociedades antiguas.
El estudio admite que otros factores pudieron llevar también al asesinato de los emperadores