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domingo, 5 de junio de 2022

Guerra contra la Subversión: Merecido final para el autor del atentado del comedor de la Superintendencia

La horrible muerte del autor del peor atentado montonero: sin ojos y sin dientes, destrozado en una sala de torturas

Pepe Salgado, el hombre que se infiltró en la policía y colocó la bomba vietnamita en el comedor de Coordinación Federal, una dependencia de la Policía Federal. que mató a 23 personas e hirió a más de un centenar. Su paso por la ESMA. El traslado a las mazmorras de la policía. El espanto que sufrió. El calvario de su familia para recuperar el cuerpo y el vacío social que debió soportar su familia
José Pepe Salgado, autor del peor atentado montonero y torturado hasta morir _(Espacio Memoria y Derechos Humanos (Ex-Esma), Proyecto Memorias de Vida y Militancia

Luego de las torturas, la cita cantada y la muerte de Rodolfo Walsh, José Pepe Salgado —Daniel era su último nombre de guerra— siguió cautivo dos meses más en la ESMA, hasta fines de mayo de 1977, cuando fue llevado a las celdas de Seguridad Federal; pocos días después, el jueves 2 de junio por la noche, hace cuarenta y cinco años, apareció muerto en un tiroteo fraguado, destrozado por una serie de nuevos tormentos.

Un ex detenido, Ricardo Coquet, recordó la tarde de mayo en la que el capitán de corbeta Jorge Acosta, el Tigre, los llevó a Salgado y a él al sótano, y los sentó en uno de los cuartos de interrogatorio.

—Van a tener una visita —les dijo el jefe del grupo de tareas.

“La visita eran un gordito y un flaquito alto de Coordinación Federal”, precisó Coquet, citando el nombre antiguo de la superintendencia de la Policía Federal especializada en la lucha contra las guerrillas.

“A mí —completó— me retiraron de la sala y se quedaron hablando con Salgado, y luego a él sí lo llevaron a Coordinación Federal y a la semana de eso apareció en el diario. Acosta me mostró un diario donde decía: ‘Matan a montonero en enfrentamiento’, y era José María Salgado, que no había muerto en un enfrentamiento, sino que lo habían matado seguramente los de Coordinación en la tortura”.

Miguel Ángel Lauletta, otro ex detenido, señaló que, si bien Salgado fue apresado en marzo, “en mayo traen unas fotografías de las víctimas de la bomba en la Superintendencia de Seguridad Federal. Con todos los cuerpos destrozados, y las ponen en exhibición para que las veamos. A Salgado se lo llevaron después de la ESMA y, a partir de ahí, aparece como un muerto en un enfrentamiento, o sea esos enfrentamientos fraguados que organizaban a veces para blanquear a una persona”.

¿Cómo fue que Pepe Salgado logró permanecer aproximadamente esos dos meses en la ESMA, desde la cita que no fue con Walsh hasta que los marinos lo entregaran a la Policía Federal?

Los marinos sabían que Daniel falsificaba documentos y pasaportes para Montoneros en relación directa con Esteban Walsh, pero no se habían enterado que era el mismo agente enemigo que había dejado a la Policía Federal con la sangre en el ojo, literalmente.

En mi libro Masacre en el comedor cuento cómo fue que se enteraron de que casi un año atrás, el 2 de julio de 1974, Daniel había dejado el maletín con la bomba vietnamita que mató a veintitrés personas e hirió a otras ciento diez, en el atentado más sangriento de los 70.

“Lo trasladaron rápido porque se respetaba la camiseta de los presos: ése era de la Policía Federal”, me contó un ex integrante del grupo de tareas de la ESMA.

José "Pepe" Salgado se infiltró en la policía y dejó una bomba vietnamita en el comedor. El efecto fue devastador

(…)

Los padres y hermanos de José María Salgado se enteraron de su muerte el viernes 3 de junio por una vecina que les comentó que en la radio estaban diciendo que tres subversivos habían sido abatidos en un enfrentamiento, y que uno de ellos era Pepe, y lo acusaban de haber puesto la bomba en el comedor de la Policía Federal.

—Pero, entonces no estaba secuestrado. ¿En qué andaba? —los interrogó la vecina.

Según el comando militar de la Zona I, Salgado y los dos guerrilleros habían sido muertos el día anterior a las nueve de la noche en la calle Canalejas al 400, en el barrio de Caballito, luego de un tiroteo con las “Fuerzas Legales”.

El comunicado afirmó que “la detención intentada tenía relación con la culminación de una larga investigación efectuada por la Policía Federal en procura de determinar la autoría de la voladura del comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, efectuada el 2 de julio de 1976″.

Pepe Salgado vestía pantalón negro, camisa amarilla, pulóver celeste escote en V y zapatos marrón claro. En los bolsillos del pantalón llevaba la Cédula de Identidad expedida por la Policía Federal número 7.159.322 y el carnet del Círculo de Suboficiales de la Policía Federal número 40.551.

En aquel momento, Luisa, la hermana de Pepe Salgado, tenía dieciocho años y cursaba el segundo año de Magisterio. “Parecía que habíamos contraído lepra”, recordó en alusión al vacío social que sufrió su familia por parte de tantos conocidos que les dieron vuelta la cara.

“Abaten al autor de un trágico atentado”; “Abatieron a 3 delincuentes subversivos. Uno de ellos colocó la bomba en Seguridad Federal”; “Abatieron a otros tres extremistas”; “Fueron muertos otros tres extremistas, uno de los cuales puso la bomba en la Policía”, y “Fue abatido un ex policía autor de un cruento atentado terrorista”.

Los títulos de los diarios principales —desde La Razón, La Nación y La Prensa a Crónica, Clarín y La Opinión— dieron por cierta la información falsa difundida por el gobierno militar sobre cómo murió Pepe Salgado, un acto más de la censura implementada por la dictadura bajo la amenaza de penas de prisión para los editores y periodistas que contradijeran a los militares en sus comunicados sobre la lucha contra la guerrilla.

Los diarios se convirtieron —salvo honrosas excepciones, como el Buenos Aires Herald, escrito en inglés— en meras correas de transmisión de los mensajes sobre ese tema crucial que les bajaban los militares del llamado Proceso de Reorganización Nacional.

“Los medios fueron favorables al Proceso, sobre todo al inicio”, me dijo el ex dictador Jorge Rafael Videla en mi libro Disposición Final. Y agregó: “No había problemas con la prensa; no podemos decir que la acción de los diarios impidiera hacer la guerra contra la subversión. Yo diría que no solo los medios sino todos los factores de poder estaban alineados en la guerra contra la subversión”.

Los diarios de la época reflejaron el espantoso episodio producido por Montoneros

Conmocionados por la noticia, los padres de Salgado, Josefina y Jorge, recorrieron diversas dependencias oficiales no ya para averiguar qué había pasado con su hijo sino para solicitar la entrega del cuerpo. El papá, abogado, siguió concentrado en la vía judicial, mientras que la mamá continuó tocando todas las puertas que podía, siempre acompañada por su hija Luisa.

Obviamente, también en el ministerio del Interior, frente a la Plaza de Mayo, donde todos los días se formaban filas de familiares de desaparecidos, que no obtenían respuestas. Cansada de tanto destrato, Josefina se acercó nuevamente a la entrada del ministerio y dijo en voz muy alta: “¿En qué cola me tengo que poner? Porque ya no vengo a pedir por el paradero de mi hijo; ahora vengo a buscar su cadáver”.

Finalmente, el 26 de julio, casi dos meses después de la muerte de Pepe Salgado, Jorge Salgado recibió en su estudio jurídico un llamado telefónico del comando de la Zona I para informarle que debía concurrir a la Morgue Judicial a retirar el cuerpo de su hijo.

El papá y la mamá fueron al día siguiente a la Morgue junto con Luisa. Les trajeron el cuerpo tapado con diarios; Jorge Salgado no tuvo fuerzas para mirarlo, pero sí las dos mujeres, según recordó Josefina Gandolfi de Salgado en un libro coral de las Madres de Plaza publicado en 2006, en el aniversario número treinta del golpe de Estado.

La mamá seguía sin explicarse “cómo dos mujeres desesperadas pudimos seguir de pie mirando a ese pobre despojo, tapado con diarios, que había sido sádicamente destruido en vida. Nos costó reconocerlo. Creo que fue su cabello castaño, abundante y dócil, lo que nos dijo que era nuestro querido muchacho. Le faltaban ambos ojos, y tenía la boca abierta en un terrible gesto de dolor, mostrando una dentadura destrozada, ni recuerdo de sus dientes sanísimos, blancos, que mostraba hasta hacía poco tiempo la risa fácil y franca de mi hijo”. [nota del administrador: ¿Lloró usted por los 18 muertos que provocó ese hijo de puta?]

El atentado de Montoneros a la Policía Federal fue el peor hasta el atentado a la AMIA en 1994

Los dientes habían sido arrancados con una pinza o una tenaza y las órbitas de los ojos, vaciadas, posiblemente con una cuchara. Para que no se moviera durante esos tormentos, le sujetaron la cabeza y las manos con cables de acero.

Según la autopsia, Pepe Salgado —un metro con setenta y cinco centímetros de altura y sesenta y cinco kilos de peso— llegó con vida a la calle Canalejas, donde fue muerto como consecuencia de las heridas múltiples y las hemorragias provocadas por los diez balazos recibidos en el tórax y el abdomen.

Luisa contó que su mamá “se arma de coraje —no se le cayó ni una lágrima, pobre: no podía ni llorar— y empieza a hablar muy fuerte: ‘Yo quiero hablar con el director o con quien esté a cargo de la Morgue’”.

—¿Cómo es posible? Hace dos meses casi que estamos buscando su cuerpo. ¿Cómo es posible que, teniendo a sus familiares buscándolo, recién ahora nos enteremos dónde está? —le preguntó al funcionario que se les acercó.

La persona le mostró media docena de telegramas ya enviados a las cinco zonas militares en las que estaba dividido el país para que avisaran a los familiares del fallecido, pero que de las jefaturas les respondían, invariablemente: “No se reconoce domicilio”.

—Nosotros hace rato que estamos avisando, pero no hay contestación —les dijo.

Acompañado por personal de una funeraria, el escueto cortejo fue de la Morgue al Cementerio de la Chacarita para cremarlo y llevar sus cenizas a la casa familiar. El padre y la hija se subieron al auto en el que habían llegado, pero la mamá quiso viajar con su hijo tan amado en el vehículo de la cochería.

Pero no pudieron cremarlo porque necesitaban la autorización del comando militar de la Zona I ya que figuraba como muerto en un “enfrentamiento armado”; los empleados del cementerio les sugirieron que lo inhumaran allí.

Masacre en el comedor, el libro de Ceferino Reato sobre el atentado a Coordinación Federal de la policía

Volvieron a la funeraria para ponerlo en un féretro y depositarlo en uno de los nichos del cementerio. La mamá pidió que le dejaran colocar un rosario entre las manos. “Recién allí —señaló— me di cuenta del estado atroz en que estaban sus brazos y sus manos, cubiertas de manchas circulares pardas, que, luego supe, eran cicatrices de quemaduras de picana eléctrica. Las manos estaban casi seccionadas a la altura de la muñeca pues el surco que las rodeaba llegaba hasta el hueso”.

“Quise mirar todo el resto del cuerpo, pero no me dejaron”, agregó Josefina.

Seguían sin poder creer del todo que ese cadáver tan destruido fuera el Pepe tan vital que añoraban, y le pidieron a uno de los empleados que verificara si tenía una cicatriz en la cabeza, de un corte de la infancia por la cual durante unos años le habían dicho Alcancía y Mate Cosido en su familia; el empleado les dijo que sí y todos se largaron a llorar.

Su hija, Luisa, contó que el dueño de la funeraria también lagrimeaba; “tampoco podía creer lo que sus ojos veían” y les dijo que “en los años que llevaba en ese trabajo nunca había visto un cuerpo tan atormentado. Hasta se ofreció como testigo si alguna vez lo necesitaban”.

Solo seis personas acompañaron a Pepe Salgado a su última morada en la Chacarita. Los ecos de la masacre que había provocado terminaron por devorarlo también a él, y de la peor manera.

Dieciocho días después de la muerte de Pepe Salgado nació su hijo, Matías José. Su mamá, Mirta Noemí Castro, se fue a vivir a Londres unos meses después, en diciembre de 1977, por su propia seguridad, pero también para que su hijo pudiera crecer en un ambiente alejado de tanta violencia. [Violencia de la que su criminal padre había formado parte como responsable directo.]

Las diferentes posturas sobre el grado de compromiso de Pepe en Montoneros, la matanza en el comedor policial y su ejecución sumaria por parte de la Policía Federal profundizaron las grietas en la familia Salgado, que, como explico en el libro, incluyeron dramáticamente a la pareja del autor del atentado y a su propio hijo.

 

miércoles, 29 de enero de 2020

Perón, una deshonra al uniforme del Ejército Argentino

De la condena al reconocimiento: las tensiones en el Ejército por la figura de Juan Domingo Perón 

Tras derrocarlo en 1955 le prohibieron ostentar el título del grado y el uso del uniforme. El teniente general Jorge Raúl Carcagno suscribió el levantamiento de la sanción en 1973 y años más tarde debió ofrecer explicaciones
Por Juan Bautista "Tata" Yofre || Infobae

Una lacra en la historia argentina, el pedófilo Juan Domingo Perón (Universal History Archive/Shutterstock)

A las 13 horas del 26 de octubre de 1955, el tribunal superior que juzgó al general Juan Domingo Perón oficializó su sentencia a través de un decreto firmado por el presidente de facto Eduardo Lonardi y el ministro de Guerra León Justo Bengoa. Había sido un juicio rápido y severo, si se tiene en cuenta que el imputado –un presidente constitucional- había sido derrocado el mes anterior. Se tomaron menos de 30 días para repasar con el reglamento de los tribunales de honor (R.R.M. 70) en la mano, nueve años de gestión presidencial.

Integraron el tribunal los tenientes generales Carlos von der Becke, Juan Carlos Bassi, Víctor Jaime Majó, Juan Carlos Sanguinetti y Basilio Pertiné. La Revolución Libertadora en esos momentos no pasaba por su mejor momento. Como había sostenido la esposa del general Pedro Eugenio Aramburu, el derrocamiento de Perón fue el fruto de “una revolución sin jefe” y el 13 de noviembre Lonardi era derrocado y sustituido por el propio Aramburu sin ningún tipo de alteración castrense.

Tras una consideración de las imputaciones tenidas en cuenta por el tribunal, Lonardi condenó a Perón con tan solo un artículo. Previamente, la decisión estima que se aprueba “la resolución del tribunal superior de honor que declara al señor general de ejército don Juan Domingo Perón, en razón del alto cargo que ha desempeñado y de la gravitación que ha tenido en los destinos, trasciende el ámbito de la institución militar, lo que hace necesario, en un régimen republicano de gobierno, que sea conocida por toda la ciudadanía y, atento a lo propuesto por el ministro secretario de Estado de Ejército, el presidente provisional de la Nación decreta: Artículo 1º: Apruébase la resolución del tribunal superior de honor que declara al señor general de ejército don Juan Domingo Perón, encuadrado en el Nº58, apartado 4º, del reglamento de los tribunales de honor. Descalificación por falta gravísima, quedando por consiguiente prohibido al causante ostentar el título del grado y el uso del uniforme, por la indignidad con que su inconducta ha puesto de manifiesto. El Artículo 2º es de forma”.

Desde ese 26 de octubre, en los medios oficiales a Perón se lo trataba de “señor” aunque la gente lo seguía llamando “general”. Cuando alguien hablaba de “el general” los interlocutores sabían de quién se trataba.

Perón se enteró de la grave sanción mientras se encontraba viviendo refugiado en la casa de su amigo Ricardo Gayol en Asunción del Paraguay. Con el cambio de presidente de facto en la Argentina crecieron las presiones: si Perón no abandonaba Paraguay, el gobierno argentino no acreditaría un nuevo embajador ante Alfredo Stroessner. El 2 de noviembre de 1955, un avión piloteado por el oficial de confianza del mandatario guaraní lo trasladó a Panamá.

Tras el juicio del tribunal militar vino otro con un fallo de 260 páginas ante la Corte Suprema de la Nación, mientras en otras instancias se juzgaban a muchos de sus colaboradores más inmediatos. Las causas no se cerraron y Perón no comparecía ante los estrados argentinos. En 1963, el dirigente conservador Eduardo Augusto García solicitó su extradición y en un escrito ante la Corte Suprema habló del “injustificado estancamiento de los procesos”. En una oportunidad, el embajador argentino en España, general Julio A. Lagos, solicitó su extradición pero no obtuvo respuesta. Al mismo tiempo, la dirigente peronista Delia Parodi le envió una carta al generalísimo Francisco Franco para que “sepan ignorar el agravio al buen hombre argentino” y “es que ante las promesas reiteradas de levantamiento de proscripciones al partido Peronista, estos mismo elementos ensayan una vez más y en vano intento, el desprestigio de nuestro conductos y por implicancia al propio movimiento".


Decreto firmado por Héctor Cámpora levantando las sanciones a Perón



Hasta 1971 el peronismo estuvo proscripto y Perón intentó volver a la Argentina en diciembre de 1964, pero fue frenado en Río de Janeiro, Brasil, por expreso pedido del gobierno radical de Arturo Umberto Illia. Tras la caída de Illia llegaron los gobiernos del teniente general Juan Carlos Onganía (1966-1970); general Roberto Marcelo Levingston (1970-1971) y finalmente el teniente general Alejandro Agustín Lanusse.

Con Lanusse comenzaba a prepararse el final de lo que se denominó la Revolución Argentina y la posibilidad de un Gran Acuerdo Nacional, que imaginaba una salida electoral con una fórmula encabezada por el propio Lanusse y un aval peronista.

El 22 de abril de 1971 entró en la residencia de Perón, en el barrio de Puerta de Hierro, Madrid, el coronel Francisco Cornicelli, un enviado del presidente de facto con un listado de diez puntos para negociar. La lista, que llevaba el título de “Tratativas”, preveía la devolución de los restos mortales de Eva Duarte de Perón; la entrega de un pasaporte argentino (Perón usaba pasaporte paraguayo); “le será concedida la pensión correspondiente a ex Presidente”; “oportunamente le serán devueltos o reconocidos en su valor actual los bienes que tenía al asumir el 1º de Mayo de 1946 la Presidencia de la Nación”. Los puntos 5º y 6º comenzaban a abrir la seria posibilidad de su rehabilitación personal, o dicho de otra manera, le permitirían a Perón concretar uno de sus más grandes deseos: volver a vestir el uniforme del Ejército. Estos puntos decían que “los procesos penales incoados (tenía uno por estupro) quedarán cerrados con la resolución judicial que recaiga sobre los mismos” y que “la rehabilitación cívica del ex Presidente de la Nación importará el reconocimiento de su carácter de tal.” El punto 10º era para Lanusse la frutilla de la torta: "Conjuntamente con el Movimiento Nacional Justicialista seguirá alentando los propósitos de conciliación nacional y de afirmación de una política de recuperación que armonice con los fines del llamado Gran Acuerdo Nacional”.
  Listado que el coronel Cornicelli presentó a Perón

Como se conoce, varios de los puntos ofrecidos en las “Tratativas” fueron cumplidos y eran coincidentes y ampliados con los que la Junta de Comandantes en Jefe instruyó al embajador argentino, brigadier Jorge Rojas Silveyra a tratar con Perón, en agosto de 1971. Pero el morador de Navalmanzano 6, de Puerta de Hierro, no se prestó al juego del Gran Acuerdo. Tras las elecciones del 11 de marzo de 1973, y con el triunfo de la fórmula de Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima, Juan Perón volvió definitivamente a la Argentina.

Entre las primeras decisiones que tomó Cámpora al asumir la Presidencia de la Nación, el 25 de mayo de 1973, estuvo la rehabilitación cívica y militar del ex mandatario constitucional. Tras llegar Perón a Buenos Aires, el 20 de junio de 1973 y luego de dramáticos y agitados días, el comandante en Jefe del Ejército fue a visitarlo, el 10 de julio, a su residencia de la calle Gaspar Campos, en Vicente López. En esa ocasión, el teniente general Jorge Raúl Carcagno llevó en su portafolio los documentos del caso que, entre otros temas, fue tratado. Durante la conversación Perón lo sorprendió cuando le dijo que iba a volver al poder y quería que el Ejército fuera el primero en enterarse. En realidad ya conocían el “golpe de Palacio” que terminaría con Cámpora, entre muy pocos, su círculo íntimo, el ministro de Economía Gelbard, el diputado Raúl Lastiri y Ricardo Balbín.

Horas más tarde, el 11 de julio, se conocía el texto del Decreto 504 del Presidente de la Nación que declaraba “extinguida de pleno derecho la resolución del Tribunal Superior de Honor del 27 de octubre de 1955, aprobada por el Decreto Nro. 2034 del día 31 de igual mes y año, que encuadró al entonces General de Ejército D. Juan Domingo Perón, en lo dispuesto por el número 58 apartado 4º del ex Reglamento de los Tribunales de Honor (RRM 70)”. El texto fue firmado por Cámpora, Ángel Federico Robledo, como Ministro de Defensa, y el teniente general Carcagno.

Como se ha observado muchas veces en la Argentina, nada es definitivo. Jorge Carcagno pasó a retiro en diciembre de 1973 pero tras el golpe contra Isabel Martínez de Perón, las autoridades del Ejército revisaron el proceso que llevó a rehabilitar militarmente a Perón, fallecido desde hacía un lustro, y Jorge Raúl Carcagno se vio obligado a explicarlo por escrito para que saliera en los medios periodísticos (que manejaban las FF.AA.). Así, el 13 de julio de 1979, le dirigió una nota al general Roberto Eduardo Viola “a fin de aclarar las dudas que puedan haber creado recientes noticias periodísticas con respecto a la devolución del grado y uso del uniforme al Teniente General Juan Domingo Perón”.

Carcagno le informó a Viola que “se procedió a dejar sin efecto la Baja” de Perón “por cuanto la misma no estaba encuadrada” en la legislación vigente en 1973. “En tal sentido…no se preveía la baja del militar fundada exclusivamente en la sanción de un Tribunal de Honor, por extrema que ella fuere”. Luego explicó que el Decreto Nro. 504 de 1973 “se encontraba comprendida en los términos de la Ley de Amnistía” que “consideró extinguida la resolución del Tribunal de Honor de pleno derecho”.

Después de Viola asumió la comandancia del Ejército Leopoldo Fortunato Galtieri, con quien Carcagno supo tener una relación más cálida que con sus antecesores Jorge Videla y Viola. Así se observa en una carta que Galtieri le envió el 29 de diciembre de 1979 en la que le dice que se pone “a su disposición, manifestándole que las puertas de mi despacho se encuentran abiertas para recibirlo”.

  Tapa de La Razón informando la visita de Carcagno a Perón

El 22 de agosto de 1980, Carcagno se dirige a Galtieri solicitando “se ponga en conocimiento del personal de la Institución el Informe que se agrega en el Anexo adjunto”. Queda claro que el ex jefe militar todavía era blanco de críticas por su participación en la rehabilitación de la figura de Perón. En esta oportunidad, comienza relatando que ya el año anterior le informó a Viola sobre su participación en la cuestión, pero “ante nuevas y reiteradas declaraciones de conocidos políticos, las que señalan a la Institución como responsable de la decisión a la que hice referencia, solicito al Sr Comandante en Jefe dé a conocer a todo el personal de la misma el Informe que elevo".

En esta oportunidad, Carcagno trata de ser más didáctico pero aclara que en 1973 “por tratarse de un Gobierno Constitucional y atento a lo que prescribe nuestra doctrina de conducción, el Comandante en Jefe no compartía ni delegaba responsabilidades tanto en el campo institucional cuanto en lo político. En consecuencia, suya era la responsabilidad de las resoluciones que adoptaba, sin exclusiones de ninguna naturaleza”.

Luego, en una carilla, vuelve a repetir lo que ya había explicado el año anterior y termina confiando que con lo que acaba de manifestar “queden satisfechas las justas expectativas de los miembros de la Institución y aclarada convenientemente la responsabilidad del suscripto, dejando a salvo la de los restantes integrantes del Ejército”.
  Encabezado de la nota de Galtieri a Jorge Carcago

El 27 de octubre de 1980, Galtieri le respondió a su nota del 22 de agosto, informándole que su nota “fue motivo de tratamiento en la reunión de todos los generales en actividad de la Fuerza, ocurrida en la primera quincena del corriente mes. En dicha reunión, copia de la nota de referencia fue agregada a la documentación entregada a cada participante”.

Luego de siete años, Jorge Raúl Carcagno debió volver a explicar su participación en el levantamiento de la Baja y la autorización del uso del uniforme a Juan Domingo Perón. Todo manifestaba una gran pérdida de tiempo. Y mientras la discusión inútil se llevaba a cabo, el período de la dictadura militar de la Argentina marchaba por otros caminos y los que gobernaban parecían no darse cuenta.

El 9 de octubre de 1980, bajo el título “¿Tiene la Argentina el gobierno que se merece?”, el periodista Manfred Schonfeld, del matutino conservador La Prensa, opinó que “el presidente Videla no parece haberse planteado adecuadamente la ‘profunda gravedad’ del problema de los desaparecidos y que ‘cabría desear que al menos lo hiciera el flamante presidente designado’” (Roberto Viola). Y añadió: “El resultado es un creciente descreimiento, una falta de fe por parte de los estratos más amplios de la población. [...] Hay en estos momentos un escepticismo, un cinismo, particularmente entre la gente joven, como hace tiempo no lo había”. La desazón, especialmente de los jóvenes, aumentó el drenaje de lo que denominó “la fuga de cerebros”. El Washington Post del 29 de octubre informó que diariamente cientos de argentinos se acercan a las oficinas consulares en Buenos Aires interesados en emigrar, en la búsqueda de un país más libre y confortable. “Unos dos millones de argentinos emigraron en las últimas dos décadas. ‘No puedo encontrar trabajo acá’, declaró Juan Fernández, un ingeniero de 30 años, ‘hay muchos ingenieros y la economía es un desquicio. Tengo que vivir con mi madre y llevo más de un año sin trabajar’”.

“El nivel de desempleo”, escribió Kenneth Fredd, “se ubica en un 10 por ciento, en un país donde cualquiera que trabaje una hora semanal es considerado ocupado. Fuentes gremiales estiman que unos dos millones y medio de personas tienen trabajo ocasional u ocupan posiciones donde no trabajan. La inflación se ubica entre las más altas del mundo —150 por ciento— y ha sido de tres dígitos en los últimos seis años”.

martes, 3 de septiembre de 2019

Argentina: El indulto de Roca a Sosa en 1902

El día que Roca rescató a un hombre condenado a muerte media hora antes de la ejecución 

El general era presidente y le otorgó el indulto a un militar preso por haber atacado a un superior que lo había maltratado. Los detalles de la decisión
Por Luciana Sabina || Infobae

  Evaristo Sosa, el soldado “salvado” por Julio A. Roca

En enero de 1902 el país estuvo en vilo durante días al conocerse la condena a muerte del soldado Evaristo Sosa, un militar de origen humilde quien, luego de ser sometido a malos tratos, atentó contra la vida de un superior. La prensa reflejó el rechazo social que generó esta sentencia cuyo desenlace fue digno de una novela de suspenso.

El 3 de enero de 1902 Sosa, soldado voluntario, con seis años de servicio en el ejército nacional, fue arrestado ebrio en un almacén, hecho que agravó, según las crónicas de la época, "promoviendo desórdenes". El hombre fue trasladado inmediatamente a Campo de Mayo. Allí quedó a cargo del alférez Ramírez, cuyo nombre de pila, curiosamente, no mencionan los escritos de aquellos años. Como sanción se le impuso un "plantón" -la obligación militar de permanecer en guardia sin relevo- de seis horas, aunque sólo cumplió tres.
  El “Caso Sosa” tuvo una gran repercusión en su época

Una vez que cumplió su castigo y quedó libre, el condenado Sosa enfureció. Entonces tomó su arma reglamentaria y, durante la madrugada del 4 de enero, se dirigió a la habitación del alférez, quien dormitaba en una silla hamaca. Casi sin mediar palabras, descargó sobre él su carabina mauser con la que le destruyó parte del rostro. Sosa fue encarcelado sin oponer resistencia y declaró que hirió al oficial que lo cuidaba porque éste lo castigó en "forma deprimente". Ramírez, en tanto, fue trasladado al Hospital Militar donde logró recuperarse. Por aquel ataque el agresor terminó engrillado y puesto ante el tribunal militar que lo condenó a muerte.

La sentencia fue dictada el 17 de enero y debía cumplirse al día siguiente. Pronto, la sociedad se movilizó para evitarlo, conscientes de que la reacción de Sosa era producto de consabidos malos tratos que recibían los miembros inferiores del Ejército. Un grupo de damas porteñas llegó por aquellos días a solicitar el perdón al entonces presidente, Julio Argentino Roca. Pero no obtuvieron respuesta.

 

Mientras tanto, la prensa denunciaba esta situación a nivel nacional y señalaba lo aberrante que resultaba. A pesar de que la pena de muerte era legal en el país, causaba un rechazo inmenso a nivel social.

Las horas pasaban mientras la impotencia de muchos aumentaba. Aquella noche Evaristo Sosa no durmió. A las 5 de la mañana fueron a buscarlo para comenzar con el calvario rutinario al que eran expuestos los reos antes de ser fusilados. Su entereza no decayó, a pesar de la terrible noche que había pasado bajo el peso de la condena.

Se lo colocó "en capilla" bajo una carpa, un concepto que merece una explicación. El término refiere al espacio que cualquier condenado a muerte ocupaba mientras esperaba ser ejecutado. Como señala el historiador Carlos Riviera, proviene "de una tradición de la antigua Universidad de Salamanca [España], en la que los doctorandos, el día antes de defender su tesis ante el tribunal, debían encerrarse durante un día entero en la capilla de Santa Bárbara de la vieja catedral salmantina para pedir la iluminación al Espíritu Santo. Allí debían prepararse en completa soledad, pues incluso la comida les era pasada por un pequeño ventanuco".

  Sosa fue puesto “en capilla” durante la noche que esperaba para ser ejecutado

Volviendo a Sosa, media hora después de ser "colocado en capilla", recibió la visita de un religioso que celebró misa junto a la carpa. El soldado comulgó, ya hondamente conmovido, impresionando con su aspecto a las pocas personas que presenciaron el acto. Poco después recibió a algunos compañeros para despedirse y recibir consuelo ante el inminente fin. Uno de ellos rasgueó en su guitarra cierta canción triste y entonó además sus estrofas, algo que puso más nervioso al reo.

Mientras la emoción se apoderó de aquel pequeño grupo de soldados y arrancó lágrimas a todos, a su alrededor todo era ruido y movimiento. La revista Caras y Caretas cubrió con profundidad la noticia. Entre otras cosas señaló que entonces el comandante Rostagno, secretario militar del Presidente de la República, llegó "trayendo una nota para el jefe superior de las fuerzas".

"'¡El indulto!', murmuró entonces la mayoría, corriéndose la voz por todo el campamento, por más que continuaran los preparativos del acto incomunicándose a Sosa", reconstruyó la revista.

No se equivocaban, Julio Argentino Roca decidió, a último momento, otorgar el añorado perdón. Pero el soldado comprendió lo contrario y exclamó con desesperación: "¡Tengo media hora de vida!".

  Roca decidió indultar al reo

Pero el pánico duró minutos y se repuso al ver llegar a su carpa un séquito de jefes y oficiales. "Eran los portadores de la buena nueva -señala Caras y Caretas-, que al pronto se limitaron a dejar entrever alguna esperanza para evitar lo que era de temerse (…) dieron paso al teniente García para notificar al reo la conmutación—como un día antes le había enterado de la sentencia—el pobre soldado se desplomó sobre un banco presa de una terrible crisis de nervios que alarmó a los médicos haciéndoles temer un síncope cardíaco, 120 pulsaciones por minuto tuvo en el primer momento, bajando después tan rápidamente, que fue indispensable aplicarle inhalaciones de éter para que reaccionara".

"Enseguida se hizo desalojar la carpa y Sosa pidió que le dejaran solo un momento. Poco después dormía con sueño de plomo. Entre tanto, el campamento entero daba visibles muestras de satisfacción, contándose entre los jefes, oficiales y soldados el grato suceso. Más de quinientas personas de la capital y de los pueblos, vecinos se habían trasladado al Campo de Mayo y todas ellas llevaron la impresión feliz que se desprendía de aquel ambiente, poco antes, preparado para la fúnebre ejecución", detalló la publicación.

 

Evaristo, oriundo de la provincia de Mendoza, estaba casado con Teresa Espíndola y tenía un pequeño hijo de nueve años. Es fácil imaginar la felicidad de todos.

Sin duda alguna el mayor sorprendido con la noticia de la conmutación de la pena fue el mismo condenado, que presentó un episodio de enajenación mental pocas horas más tarde.

El país entero preveía la nota de Roca. Porque, si bien el accionar de Sosa fue criminal, todos consideraron como una reacción natural contra el maltrato que sufrían los soldados entonces. Además, el Consejo Supremo militar que dictó la sentencia desconoció la Intromisión del Ministerio de Guerra, señalando que no era de su jurisdicción. Esto que significó una verdadera cachetada al Poder Ejecutivo.





A pesar de recibir la noticia con alivio, la opinión pública fustigó a Roca ya que pudo haberse anticipado aún más y no esperar hasta último momento. "Hubiera sido humanitario proceder así -señaló entonces Caras y Caretas-, pues el reo, como decimos al principio, trabajado por tantas emociones y convencido de que su falta no iba a obtener misericordia, ha experimentado un notable decaimiento físico y moral. Inequívocas muestras de enajenación presentó desde días atrás, y en la mañana del viernes, luego de conocida la conmutación, fue indispensable trasladarlo al Hospital Militar".



Efectivamente, ante semejante sufrimiento Sosa enloqueció y pasó meses internado. Deliraba diciendo que tenía balas en el pecho, creyendo que había sido fusilado.



Una vez recuperado, se lo encarceló. En 1909 fue trasladado al presidio militar de Ushuaia, donde trabajó como arriero. Entonces su nombre se pierde entre las páginas del olvido.



 

Pero este no fue el único mendocino al que Roca indultó en 1902. Hacia el mes de julio tuvo lugar otro episodio singular. En Mendoza se encarceló a Juan Rodríguez, cuyo delito fue asesinar a una mujer embarazada y a su marido para robarles una suma ínfima de pesos. El hecho, sucedido en el departamento de Rivadavia, tuvo gran resonancia. Desde la presidencia llegó un telegrama aprobando la ejecución del acusado, con apoyo del gobernador y la justicia mendocina. Fue verdaderamente indescriptible la sorpresa en Mendoza y en el resto de la nación, cuando a través de otra comunicación el mismo general Roca declaró apócrifo aquel telegrama. Se supo posteriormente que el autor del mismo había sido su propio hijo y secretario personal, doctor Julio A. Roca. La censurable informalidad del procedimiento puso en la mira al primer magistrado y al gobernador mendocino. Rodríguez salvó así su vida.

Más allá de estos casos en particular, es importante destacar el fuerte rechazo que la pena de muerte causaba en la sociedad. A principios del siglo XX la prensa liberal refiere a ésta como "un acto de barbarie, lejano a la sociedad civilizada que aspiramos ser entonces". Años más tarde los socialistas, especialmente Alfredo Palacios, se sumaron a la lucha por su abolición.

Finalmente en 1922, con la modificación del Código Penal, la pena de muerte desapareció en el país.

lunes, 7 de mayo de 2018

PGM: El absurdo ataque a Stenay

Stenay, la última y más absurda batalla de la Primera Guerra Mundial.




El general William M. Wright, que ordenó el absurdo e innecesario ataque a Stenay


Desde el punto de vista militar puede resultar comprensible el sacrificio cuando se trata de tomar una ciudad, un puente o una cabeza de playa decisivos para la suerte de la guerra de que se trate.

Sin embargo, cuando el motivo por el que se decide atacar una ciudad es tan peregrino como que a resultas del ataque tus soldados pueden conseguir asearse en los baños públicos de dicha ciudad, el desperdicio de vidas resulta esperpéntico; probablemente, lo absurdo de un ataque de este tipo solo sea superado si en una guerra decides iniciar una batalla cuando solo quedan horas para que termine el conflicto.

Pues bien, estas dos increíbles circunstancias coincidieron cuando el 8 de noviembre de 1918 el general norteamericano William M. Wright ordenó a la 89ª División del Ejército de los Estados Unidos atacar la ciudad de Stenay (Francia). Era un secreto a voces que el armisticio estaba cercano, por lo que la mayoría de los mandos de todos los ejércitos en lucha ordenaron a sus unidades permanecer tranquilas. Además, Stenay no tenía valor estratégico alguno; el único motivo que Wright tuvo para ordenar el ataque es que la ciudad contaba con unos baños públicos que el general pensó que sus soldados podían usar para tomar un buen baño y asearse y afeitarse. Además, no existían garantías de que los baños estuviesen en buen estado para ser usados, o de que hubiese reservas de agua suficientes para los soldados.

Aunque Stenay no tenía gran valor como objetivo militar no se hallaba indefensa, sino que una unidad alemana fuertemente pertrechada se encontraba en la ciudad y opuso una fiera resistencia ante el ataque estadounidense; además, se hallaba en lo alto de una colina y protegida por un río, lo que hacía muy complicado el asalto. Tras una dura lucha los norteamericanos tomaron la ciudad, pero en el ataque murieron 61 soldados y otros 304 resultaron heridos. También los alemanes sufrieron numerosas bajas en la defensa de la ciudad.

El mismo día 11 de noviembre de 1918 se firmó el Armisticio de Compiègne que puso final a la Primera Guerra Mundial. Los norteamericanos podrían haber ido caminando hasta Stenay solo unas horas después del ataque sin haber sufrido ninguna baja.

Wright fue cesado en el mando de la División 89ª al día siguiente y al conocerse la historia del ataque a Stenay y la causa del mismo, el escándalo provocado en Estados Unidos fue mayúsculo (y comprensible, sobre todo entre los familiares de las víctimas). Aunque se ordenó una investigación pública de los hechos ocurridos en Stenay, el general Wright nunca fue sancionado y siguió ocupando diversos cargos de responsabilidad en el ejército estadounidense y gozó de un cómodo retiro en Washington D.C. después de su jubilación.


Curiosidades de la Historia

sábado, 29 de octubre de 2016

SGM: Los juicios de Nüremberg

Núremberg: de ciudad favorita de Adolf Hitler a emblema de justicia para la humanidad
El 1° de octubre de 1946, los jueces de los cuatro países vencedores de la Segunda Gran Guerra condenaron a algunos de los peores jerarcas del Tercer Reich. Quince días más tarde, diez de ellos murieron en la horca. Las cosas sucedieron así…
Por Alfredo Serra - Especial para Infobae



"Hoy, la ciudad de Núremberg, Franconia, estado de Baviera, es casi un paraíso de clima perfecto, rodeado de bosques, y enclavado a orillas del río Pegnitz. Medieval y amurallada, data del 1050. Población ideal: apenas 550 mil almas. Hoteles: 150, que agotan sus plazas durante el famoso Mercado de Navidad, que atrae a más de dos millones de turistas"
(De la Guía Práctica para conocer Núremberg)
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Pero otros aires, no de bosques, soplaban en la mañana del 16 de octubre de 1946 en el gimnasio de la prisión central: once cuerpos pendían de otras tantas sogas del improvisado patíbulo, y los verdugos, el sargento mayor del ejército norteamericano John Woods y el policía militar del mismo país Josep Malta, agotados, empezaban a comprender que habían entrado en la historia.

Porque los ahorcados eran Hans Frank, gobernador de la Polonia ocupada. Wilhelm Frick, el ministro que autorizó las Leyes Raciales de Núremburg: el exterminio (No por nada Adolf Hitler decía que esa ciudad era la más alemana y la más leal al Partido Nazi). Hermann Göring, presidente de la Luftwaffe (la Fuerza Aérea) y del Reichstag (el Parlamento), eludió la soga: se mató un día antes con una pastilla de cianuro…. Alfred Jodl, Jefe de Operaciones de la Wehrmatch (Fuerza de Defensa). Ernst Kaltenbrunner, jefe de la RSHA (Oficina Central de Seguridad) y de los einsatzgruppen (Grupos Operativos de Matanza). Wilhelm Keitel (comandante de la Wehrmatch). Joachin von Ribbentrop (ministro de Relaciones Exteriores). Alfred Rosenberg (ideólogo del racismo y ministro de los Territorios ocupados). Fritz Sauckel (director del Programa de Trabajo Esclavo).
Arthur Seyb-Inquart (líder del Anschluss (unión) usada para el anexo de Austria a Alemania. Julius Streichter (director del periódico antisemita "Der Stürmer").

 No fue casual elegir para los juicios la ciudad de Nuremberg: Hitler la consideraba la más alemana y la más leal al Partido Nazi
Los once cadáveres fueron cremados en el cementerio de Munich, y sus cenizas, esparcidas en el río Istar.

Las condenas fueron más. Cadena perpetua para el ministro de Economía Walter Funk, el ayudante de Hitler Rudolf Hess, y el comandante de la Kriegsmarine (Marina de Guerra), Erich Raeder. El arquitecto y ministro de Armamento Albert Speer (condenado a 20 años de prisión), venerado por Hitler, fue el hombre que proyectó colosales edificios y avenidas, fuera de escala humana, para aquella Alemania nazi que su criminal y demencial jefe hizo levantar para los siguientes mil años.

Diez de los reos recibieron penas menores y absoluciones. Y acaso el más terrible de los asesinos que lograron huir de los jueces, Martin Bormann, secretario del Partido Nazi, mano derecha de Hitler y condenado a la horca en ausencia, murió pocos días después del suicidio de Hitler, al parecer por la explosión de un puente, pero su fantasma fue agitado durante años por gente que creyó verlo vivo en varios puntos del planeta.

 Once de los condenados murieron en la horca por más que probados crímenes contra la paz y la humanidad. Sin embargo, hubo críticas legales desde ámbitos impensados
Cuando a Simon Wiesenthal, el célebre cazador de criminales nazis y sobreviviente de once campos de concentración, le mencionaban la palabra "Venganza", la rechazaba: "No quiero venganza. Quiero justicia".
Sin embargo, los juicios de Núremberg –sin duda el último acto de la Segunda Guerra Mundial y su monstruoso costo: casi 60 millones de vidas entre tropas y población civil– no fue un proceso fácil, rápido y fluido. Empezaron el 20 de noviembre de 1945 en la sala 600 del Palacio de Justicia nurenburgués, y terminaron con el último ahorcado el 16 de octubre de 1946.

El Tribunal Militar Internacional fue establecido por la Carta de Londres, y otros doce procesos posteriores –juicios a los doctores y a los jueces– fueron conducidos por el Tribunal Militar de los Estados Unidos. Pero no faltaron tropiezos ni chicanas… La legitimidad del tribunal fue cuestionada "por no existir precedentes similares en toda la historia del enjuiciamiento universal". En rigor, una verdad de Perogrullo, puesto que era el primero en su tipo. "Es como negarle legitimidad al primer vuelo de un nuevo avión… porque no hubo antes", argumentó uno de los juristas ingleses.

 Mientras duró el juicio, los acusados fueron tratados como prisioneros de guerra: visitas restringidas, derecho a ejercicios físicos, y traje y corbata para enfrentar al tribunal
Por supuesto, desde la Alemania derrotada llegaron otras oleadas de protesta. Como si la guerra no hubiera sucedido y los campos de concentración fueran una fantasía literaria o cinematográfica, se denunció "el maltrato contra los prisioneros".  En realidad, no hubo tal maltrato. Se les dio rango de prisioneros de guerra, se les permitieron visitas muy restringidas, podían hacer ejercicios diarios durante veinte minutos, y asistir al tribunal con traje y corbata. Recién al volver a la cárcel vestían el uniforme de reglamento.

Pero más allá de dimes y diretes, Núremberg sentó bases sólidas y perpetuas para el mundo. Por ejemplo, la figura "Crimen contra la humanidad", mencionada en La Haya en 1907, pero ambiguamente y con escasa fuerza. Finalmente, el tribunal reunió los cargos en tres grupos claramente definidos: Crímenes contra la paz, Crímenes de guerra, y Crímenes contra la humanidad: aquella simiente sembrada en La Haya.

Sin contar a los muchos criminales nazis que escaparon antes, durante y después de la derrota, entre los 611 acusados de todas las estructuras del nazismo hubo una súper figura: Karl Dönitz, Gran Almirante de la Flota Alemana y sucesor de Hitler luego de su suicidio en el bunker, último refugio de la mayor locura bélica (y acaso humana) del siglo XX.
Desde luego, no estaban ya todos los grandes monstruos: Joseph Goebbels se suicidó en el bunker con su mujer, no sin que ésta, antes, envenenara a sus seis pequeños hijos "para que no fueran criados fuera del nazismo". Heinrich Himmler, líder de la SS. Adolf Eichman, autor del plan de exterminio total del pueblo judío. Y el diabólico médico Josef Mengele, el coleccionista de ojos azules judíos y autor de atroces experimentos genéticos en Auschwitz. Murió ahogado en Brasil en 1979 mientras tomaba un plácido baño de mar…

 Además de las penas de muerte, hubo condenas a 20 años de prisión, a menos en algunos casos, y unas pocas absoluciones. No todos completaron sus años de cárcel
Mejores nombres quedaron en la historia: los hombres del supremo tribunal, compuesto por un juez titular de cada uno de los cuatro países vencedores (Reino Unido, Francia, Unión Soviética y Estados Unidos), y su respectivo suplente. A setenta años del bien llamado "Juicio del Siglo", es justicia recordarlos: Geoffrey Lawrence (Reino unido, titular), y Norman Birkett, suplente. Francis Biddle (Estados Unidos, principal), y John T. Parker, suplente. Henri Donnedieu de Vabres (Francia, titular), y Robert Falco, suplente. Ionna Nikítchenko, (Unión Soviética, titular), y Alexander Volchkov, suplente.

El fiscal jefe de la Corte fue el juez norteamericano Robert H. Jackson, ayudado por los fiscales Hartley Shawcross (Reino Unido), Román Rudenko (Unión Soviética), y Francois de Menthon y Auguste Champeier (Francia).

De los veinticuatro acusados, sólo el arquitecto Albert Speer, Hans Frank y Baldur von Schirach, líder de las salvajes Juventudes Hitlerianas, se arrepintieron públicamente de sus crímenes. En cuanto al poderoso industrial del acero Gustav Krupp, que se sirvió del trabajo esclavo para fabricar armas a destajo para el Tercer Reich, e incluso cañones experimentales capaces de alcanzar blancos ingleses desde Alemania, resultó indemne e impune: según los médicos, "su salud no podía soportar un juicio".

Y el canciller Joachim von Ribbentrop, en noviembre de 1945, al empezar el juicio que lo condenó a morir en la horca, se permitió un desafío que sonó tragicómico: "Ya lo verán. Dentro de unos años, los abogados de todo el mundo condenarán este juicio. No se puede hacer un juicio sin ley".

Pero no fue él único objetor. Quincy Wright, de la Escuela de Positivismo Legal, dijo un año y medio después de los juicios: "¿Cómo pudo el Tribunal de Núremberg lograr jurisdicción para culpar a Alemania de agresión, cuando Alemania no prestó su consentimiento para la existencia de tal tribunal, y someter a los imputados a juicio cuando sus actos fueron cometidos antes de la ley promulgada en 1945?". Ni tampoco el único viento de locura: Harlan Fiske Stone, Jefe de Justicia de la Corte Suprema norteamericana, dijo que "los juicios de Núremberg son un fraude. El fiscal Jackson lidera una fiesta de linchamiento".

Frente a estos argumentos presuntamente legales se impone otra realidad de sangre, fuego y muerte. La maquinaria nazi llegó a instalar 71 campos de concentración dentro y fuera de su territorio. Los cálculos –nada fáciles de precisar, pero coherentes con las desapariciones y el relato de sobrevivientes– sugieren que entre judíos, gitanos, lisiados, homosexuales, ancianos y niños (los dos últimos, desechados por incapacidad laboral), la suma supera los diez millones de muertos por fusilamientos masivos, cámaras de gas, torturas, enfermedades, etcétera.

 Hoy, Núremberg es una ciudad bella, rodeada de bosques, junto a un río, con escasa población (algo más de medio millón de habitantes), un gran mercado de Navidad, y apenas rastros de aquellos 26 días que fueron el verdadero fin de la guerra
¿Qué ley antes de 1945 podía imaginar tales atrocidades? ¿Qué recodos legales o tecnicismos podían defender y hasta liberar a ese diabólico ejército de asesinos, salvo que se estuviera de acuerdo, consciente o inconscientemente, con los flamígeros y delirantes discursos de Hitler, y con el sueño de un Tercer Reich para mil años?

En cambio y en aras de la civilización, los Juicios de Núremberg fueron vitales para redactar la Convención contra el Genocidio (1948), la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ese mismo año, y las Convenciones de Ginebra (1949) y sus protocolos (1977).
Con todos sus acierto, sus fallas y sus matices, instrumentos propios de la civilización, no de la barbarie.

Siete décadas han pasado desde 1° de octubre de 1946, día del veredicto final. Quince días más tarde, aquellos cuerpos pendían cada uno de su soga. Believe it or not esas ejecuciones también merecieron críticas. Hubo protestas contra el método (soga corta o soga larga), la extensión de las agonías (de catorce a vientiocho minutos, se dijo), y hasta contra el dolor extra que sufrieron los condenados por el escaso tamaño de las escotillas de caída, que el algún caso les lastimaron la cara.

Frente a eso, es válido recordar el testimonio del escritor y agente secreto británico John Forsyth en su libro "Odessa" al referirse al criminal de guerra Eduard Roschman, muerto en el Paraguay. "Lo que más me horrorizó de ese personaje es que hacía pintar en las ventanillas de los ómnibus que llevaban prisioneros a los campos de concentración y a una segura muerte, caras de hombres, mujeres y niños felices que parecían ir hacia un bello día de campo".

Ya pronto será 16 de octubre en Núremberg, y los hoteles empezarán a agotar sus reservas porque en diciembre, el mes del gran Mercado de Navidad, más de dos millones de almas agotarán hectolitros de cerceveza y gastarán hasta el último euro en regalos, souvenirs y cuanto se ofrezca. Es de sospechar que nadie visitará siquiera la sala 600 del Palacio de Justicia ni el gimnasio de la prisión central.

Ojalá, aunque estos días tampoco son miel sobre hojuelas en Europa ni en muchas partes del mundo. Ojalá. Porque lo que había que hacer, desesperadamente, en aquel primer día de los juicios, fue hecho.
Gloria y honor para aquellos hombres.

sábado, 15 de octubre de 2016

ARA: El asesinato del Comandante Mallo

El Asesinato del Comandante Mallo
Historia Digital - Artículos y fotos




El asesinato del Comandante Mallo, en la base naval de Punta Alta, fue un evento que caló hondo en la opinión pública del país en el año 1900. Raúl Oscar Infrán nos relata la historia de Mallo y su matador, Pablo Funes, protagonistas de un crimen del que nunca se llegó a saber toda la verdad.


El asesinato del Comandante Mallo: Entre la historia y la leyenda.
por Raúl Oscar Ifrán (Blog Personal)



I - Un hombre libre

El hombre se arregló el impecable traje oscuro, se acomodó el bigote de manubrio a la usanza de la época y saludó cortesmente al director del Hospital Militar. Había concluido los exámenes médicos que la ley imponía para su liberación.
- A partir de este momento, las puertas están abiertas para usted - le dijo el funcionario - es un hombre libre.
Eran las 9.00 a.m del martes 1 de agosto de mil novecientos once. Nadie hubiera reconocido en este joven de treinta y cuatro años, de aspecto distinguido y modales educados, al penado número 40 del Presidio Militar de Ushuaia, ó al sargento segundo distinguido del Cuartel de Artillería de Costas del Puerto Militar de Bahía Blanca, y menos aún, al alevoso matador del teniente coronel Carlos A. Mallo, primer comandante de este cuerpo, cuna de la actual Base de Infantería de Marina Baterías. Pablo L. Funes, culminaba una dolorosa etapa de su vida iniciada trágicamente once años antes en las desoladas dunas de la Punta sin Nombre.
En el exterior, un grupo de amigos que lo aguardaba impaciente, prorrumpió en exclamaciones de júbilo. El comandante Aníbal Villamayor fue el primero en abrazarlo. Habían sido compañeros de celda en 1905, cuando el ex jefe del Batallón II de Infantería de Bahía Blanca fuera condenado por su adhesión a la revolución radical, involucrado en la masacre de Estación Pirovano. Funes, con la cara hundida en el pecho de su amigo, no pudo contener el llanto. El teniente Orfila, a unos pasos, aguardaba su turno para manifestar su alegría y su afecto.
Un fotógrafo y un cronista de la revista Caras y Caretas documentaban el momento.
- Estoy resuelto a formar en las filas de los hombres honrados y de trabajo - expresó lacónicamente el ex sargento.
Luego cruzó la calle del brazo de sus compañeros y cerró un capítulo escrito con sangre en la historia del primer puerto militar de la República Argentina.




El ex sargento Pablo Funes, en el centro, rodeado por el comandante Villamayor y el teniente Orfila, en las puertas del Hospital Militar, el 1 de agosto de 1900, al momento de recuperar su libertad.

II - Tormenta en el Cuartel de Artillería de Costas

La noche del jueves diez de mayo de mil novecientos, una paloma mensajera levantó vuelo desde el Cuartel de Artillería de Costas del Puerto Militar hacia la unidad del ejército de la que dependía en Bahía Blanca. Abajo, entre los muros de piedra y hormigón de la flamante fortificación, un grupo de hombres alentaba su vuelo con desesperación. Una rigurosa tormenta, típica de la inhóspita región, confundió el rumbo del animal e hizo que llegara muy tarde a su destino.
Portaba un mensaje del doctor Sixto Laspiur dirigido a sus colegas Lucero y Vigo para que, provistos de algunos equipos de cirugía, se trasladasen con urgencia a Puerto Belgrano; el teniente coronel Carlos Mallo, sufría una violenta hemorragia. El doctor Lucero se comunicó enseguida por teléfono para obtener precisiones de lo que ocurría en el cuartel. La respuesta lo dejó atónito. Nada podía hacerse, ya. El comandante había fallecido el día once a la mañana, entre las 7 y 8.30 horas.
Poco a poco comenzó a destejerse la maraña del luctuoso acontecimiento. La muerte del jefe había sido ocasionada por 18 heridas punzantes causadas por un machete de máuser, esgrimido por su subalterno el sargento distinguido Pablo L. Funes.
Las cosas fueron así. En las últimas horas de la tarde del jueves, luego de las formalidades del cambio de guardia de prevención, el comandante Mallo requirió la presencia del sargento Funes en su despacho que se encontraba en el edificio de la séptima batería. A los pocos minutos se escucharon gritos desgarradores y desesperados.
- ¡Me asesinan! - vociferaba alguien - ¡Me asesinan!
Cuando los efectivos de la guardia y los oficiales de la comandancia acudieron al patio de la batería, encontraron al teniente coronel acribillado a puñaladas, yacente en un charco de su propia sangre. Parado frente a él, absorto, en actitud contemplativa, el sargento aún aferraba el arma. Uno de los cabos desarmó al victimario que no ofreció resistencia, mientras el resto de los hombres auxiliaba al jefe.
El doctor Laspiur, en un ligero examen, contó 18 heridas, todas en la caja del tórax, muchas de ellas afectando órganos vitales. Hizo unas primeras curas pero su rostro sombrío anticipaba el peor final. No existían esperanzas para el desdichado oficial. El agresor fue engrillado, incomunicado y encerrado en una de las mazmorras de la fortificación. El motivo del crimen era un misterio y, aún hoy, es motivo de controversias. Un redactor del diario “El porteño” de Bahía Blanca escribió con genuina amargura que esas 18 puñaladas se llevaban dos gratas esperanzas a la tumba.


Foto donde se observa al teniente coronel Mallo, a pocos metros del sitio donde fue herido (1) y donde cayó para no volver a levantarse (2).

III - El tren de la muerte pasó por Punta Alta

Eran varias chatas de hierro negro atravesando la nada.
El domingo 13 de mayo de mil novecientos, la formación que procedía del Cuartel de Artillería de Costas del Puerto Militar trasladando los restos mortales del comandante Mallo, pasó por Punta Alta y llegó a la Estación del Ferrocarril del Sud en Bahía Blanca a las 2:20 horas de la madrugada. En diez minutos se agregaría al tren ordinario con destino a la Capital Federal. Allá, el almirante Daniel de Solier, ya organizaba los honores fúnebres a tributar por orden del Ministro de Marina. Allá, destrozada por el dolor, aguardaba una madre, la señora Magdalena García de Mallo.
Escoltaba el convoy una compañía de artilleros, en guardia de honor, con uniforme de gala y fusiles al hombro. En la estación de Bahía Blanca, por orden del ministerio de marina, esperaba una comisión de oficiales que, en señal de duelo, lucían un crespón negro en la empuñadura de sus espadas. A la comitiva se sumaron los hermanos del extinto jefe, señores Martín e Ignacio Mallo, llegados de La Plata apenas conocida la infausta nueva. Una verdadera multitud se agolpaba en el andén para despedir al distinguido jefe. Quedaron registrados, entre otros, los nombres de Ramón Zabala, Ángel Brunel, Luis Costa, Felipe Machado, Lorenzo Garay, Manuel Tobia, Sixto Laspiur, Rafael Rica, Guillermo Barker, Víctor Foricher, Juan Manuel López Camelo, Juan Rufrancos, Santos Brian, Augusto Brunel, Juan Lamberti, Eugenio Villanueva, Eduardo Córdoba, Bernardo Feinberg, Juan Schap, Marcos Mora, Martín Delpech, Manuel Moneta, Antonio Viñas, Juan Canata, Agustín López Camelo, Mario Fernández, Tomás Gutiérrez, Acacio Paiva, Santiago Rubert. Todos querían estar presentes en el último adiós al amigo .
El teniente coronel Carlos A. Mallo era un militar muy competente e ilustrado. Alumno destacado del Colegio Militar de la Nación, gozaba de mucho prestigio entre sus pares. Los cinco galones de su divisa eran fruto de su contracción al trabajo y su permanente capacitación. Su preparación fuera de lo común hizo posible que integrara numerosas comisiones técnicas en las que siempre sobresalió. El ejército y la artillería habían sido su vida. El ejército, la artillería y la sociedad argentina sufrían una gran pérdida.
Cuando el pito del tren anunció la partida, en medio del cataclismo ferruginoso de las ruedas, obnubilado por el humo de las calderas, el comandante Mallo emprendió su último viaje, dejando atrás las desoladas extensiones, feudo de las tribus de los Ancalao y los Linares. Partía el primer jefe del Cuartel de Artillería de Costas del Puerto Militar, y por designios de la fatalidad, lo hacía para siempre.


Teniente Coronel Carlos Mallo, primer jefe del Cuartel de Artillería de Costas del Puerto Militar.



Formación ferroviaria conduciendo los restos del comandante Mallo a Buenos Aires.

IV - Un destino sellado en un día

Mientras en Puerto Belgrano se instalaba la capilla ardiente, con el cadáver del comandante todavía caliente, el capitán Badaró puso al tanto de la situación al comodoro Martín Rivadavia, ministro de marina. Éste le ordenó hacerse cargo de la jefatura de policía del Puerto Militar y envió un telegrama al ingeniero Luiggi para que facilitara toda la colaboración que el caso requería.
El capitán de fragata Eduardo Lan, designado Juez instructor del proceso, partió hacia Bahía Blanca con la misión del levantamiento del sumario y el esclarecimiento de los hechos.
El doctor Adolfo J. Orma, antiguo rector del Colegio Nacional de Buenos Aires, se ofreció para llevar adelante la defensa del sargento. En ese establecimiento, Funes había cursado estudios hasta el tercer año, antes de ingresar al ejército y había dejado una excelente im-presión y amables recuerdos.
Correspondía actuar al Consejo Permanente de Guerra para marinería presidido por el capitán de navío Manuel Guerrico, a quienes secundaban los tenientes de navío Alegre, Pozzo, Aparicio, Bello y César, el subteniente Bosch como secretario y el doctor Escalada como auditor. En esa época, la ley tenía previsto para este tipo de delito, la sustanciación del juicio en una misma jornada. En un procedimiento breve y sumario, se oiría la acusación del fiscal, la defensa del doctor Orma y se dictaría sentencia. El destino de Funes, tenía que quedar sellado en un día.
Las opiniones estaban muy divididas. Había trascendido que el teniente coronel Mallo trataba con excesiva dureza al sargento y que existía una profunda antipatía entre ambos. Funes, en reiteradas ocasiones había confesado a sus camaradas que estaba profundamente disgustado con este trato. Días antes de la tragedia, en rueda de amigos, dijo que había soportado demasiados insultos y hasta bofetones de su superior, pero que no iba a tolerar otra vez aquella ofensa que ningún buen hijo puede perdonar. Evidentemente, se refería a un insulto que involucraba el honor de su madre.
Otra versión que circuló en esos días, afirmaba que Mallo había degradado a Funes por cuestiones del servicio, arrancándole brutalmente las jinetas y despojándolo del destacamento que tenía a su cargo. Los comentarios que hizo el sargento entre la tropa y en algunas casas de la guarnición, fueron motivo para que el jefe lo llamara a su despacho la noche del 10 de mayo cuando se desencadenó el sangriento drama.
Algunos hablaban de un pleito de polleras.
Unos doscientos vecinos de Puerto Belgrano, hicieron llegar a la redacción del diario “El porteño” de Bahía Blanca una petición dirigida al ministro de marina. Pedían consideración para el sargento Funes, mostrándolo víctima de humillaciones. La gente del diario, se negó a publicar esta petición. El comodoro Martín Rivadavia también desestimó el pedido.
En la memoria de la floreciente sociedad crecida alrededor de las obras del puerto, aún cruzaban las imágenes de la conmemoración, el último marzo, del primer aniversario del cuartel. Hubo una nutrida concurrencia que quedó impactada por la galantería, gallardía y hospitalidad del comandante Mallo y sus subordinados. La fiesta, en medio del desierto, duró todo un día.
Un mes después, con motivo de las pruebas de tiro de la batería III, el teniente coronel Mallo impresionó a personalidades de la zona, como el coronel Arent, los doctores Arata y Laspiur, el coronel Day, los mayores Lagos y Dieserens, el ingeniero Luiggi y el capitán Badaró. Era innegable, que el alto jefe, gozaba de mucho prestigio.
El 30 de mayo el capitán Lan dio por terminado el sumario, caratulándolo “Homicidio alevoso sin ninguna causa atenuante”. El fiscal pidió la pena de muerte. El doctor Orma, en tanto, pedía que se declare a su defendido exento de pena por sufrir de epilepsia. La epilepsia de Funes, decía Orma, estaba comprobada fehacientemente por exámenes médicos y otros medios de prueba, y era causa suficiente de exención de pena. De la actuación sumarial los médicos forenses habían determinado que Funes era epiléptico y que, en el acto de cometer el crimen se encontraba bajo los efectos de un paroxismo epiléptico. Esto lo impulsaba irresistiblemente a hundir una y otra vez el machete en el cuerpo de la víctima sin responsabilidad de su acción. Sugerían que el propio jefe lo había puesto en situación de violencia.
Una década más tarde, el ilustre José Ingenieros, comentó este caso y demolió el alegato del doctor Orma en su obra “Simulación de la locura ante la criminología, la psiquiatría y la medicina legal”, aduciendo que el epiléptico impulsivo es el más peligroso de todos los criminales, y por ende, merece la más grave de las condenas. Según Ingenieros, la condena de Funes se fundó en la responsabilidad de su acto y no en su verdadera peligrosidad criminal. Según este experto en criminología, la circunstancia de su enfermedad en lugar de absolverlo lo condenaba.
Gran conmoción causó la noticia del fallo absolutorio que, en un brillante triunfo forense, logró el doctor Orma, diputado nacional por Buenos Aires, para el sargento Funes ante el Consejo permanente, con solo dos votos en contra del tribunal, el 11 de julio de 1900. Sobre todo, considerando que prima facie, los argumentos de la fiscalía parecían abrumadores. Sin embargo, el 1 de agosto de 1900, en la próxima instancia, el Supremo Consejo de Guerra hizo lugar a la apelación del procurador fiscal y anuló esta sentencia condenando al sargento Funes a presidio indeterminado, a cumplirse en la Cárcel Militar de la Isla de los Estados.

El caso estaba cerrado.



La oficialidad del Cuartel de Artillería de Costas, con el comandante Mallo detrás del oficial sentado, en ocasión de la fiesta por el aniversario del Cuartel, en marzo de 1900.



Otra imagen de esa fiesta, donde los invitados posan junto al cañón nro 4 de la Tercera Batería.



Comida en el Cuartel de Artillería de Costas, en Abril de 1900, donde el comandante Mallo homenajeó a distinguidas personalidades.



El consejo de Guerra encargado de enjuiciar a Funes.



Izquierda dr. Adolfo Orma, defensor de Funes. Derecha, capitán de fragata Eduardo Lan, fiscal.

V - Un viaje al fin del mundo

El círculo de amistades de Pablo L. Funes se mostró consternado ante la noticia del crimen. Tenía veintitrés años y había sido alumno aventajado del Colegio Nacional de Buenos Aires, donde había cursado hasta el tercer año de estudios. El doctor Orma era rector del Establecimiento cuando Funes fue alumno.
Pablo Funes era nativo del Bragado y, huérfano desde muy pequeño, había sido recogido por el señor Miró, diputado provincial. Parte de su familia biológica residía en Tucumán, en el departamento de Famaillá.
Fue uno de los fundadores del Centro Literario Nicolás Avellaneda, y en más de una oportunidad demostró sus condiciones de poeta, sentimental y romántico.
En 1893 se incorporó al Batallón de Infantería de Marina creado el 26 de agosto de ese año en Capital Federal, permaneciendo en él hasta el 27 de noviembre de 1898 en que se disolvió el cuerpo. Junto con el resto de los efectivos pasó a revistar en la Artillería de Costas. Era buen subordinado, muy aplicado, y sus fojas de servicio muy satisfactorias. Llegó a desempeñarse como subteniente en comisión, teniendo un destacamento bajo su mando en el Cuartel de Puerto Belgrano.
Tenía auténtica vocación militar, y gran pasión por el arma de artillería. No perdía ocasión de devorar cuanto libro cayera en sus manos, y siempre estaba buscando alguna materia nueva que aprender.
El miércoles 16 de mayo de 1900, engrillado y custodiado por un piquete formado por un sargento, un cabo y cuatro soldados al mando del teniente Spurr, Funes llegó en tren a la Estación Constitución, donde lo aguardaba una pequeña muchedumbre que le hizo muestras de simpatía y le deseó suerte. Luego, el reo fue entregado al jefe de la prisión militar instalada en el pontón “La Paz”, viejo casco de madera del vapor Rosetti estacionado en el dique 3 de la darsena Sud.
En los últimos días de agosto Funes fue embarcado en el transporte “Guardia Nacional” con rumbo a los mares del sur, hacia el presidio del fin del mundo en la Isla de los Estados. Unos cronistas se habían apostado en el puerto para arrancarle alguna declaración. Su caso había interesado a la opinión pública de todo el país.
- Estudiaré zoología, botánica y mineralogía - dijo -Trataré de prestar mi concurso a la ciencia de aquellas apartadas y casi desconocidas regiones.


Sargento distinguido Pablo L. Funes.


Cárcel Militar en el Pontón La Paz, en la Dársena Sur.



El sargento Funes en el bote que lo conduce al transporte Guardia Nacional.

VI - El despensero del presidio

La colorida y variada población que despidió al “Guardia Nacional” fue el último contacto de Funes con la civilización por varios años. Este barco viajaba periódicamente hacia las áridas y salvajes zonas de nuestro sur, de modo que cada vez que partía reunía en el muelle a misioneros salesianos, buscadores de oro, marinos extranjeros, parientes de los escasos tripulantes y comerciantes que cargaban sus provisiones.
No hay registros de su estadía en isla de Los Estados. No hay fotos vistiendo el traje de rayas horizontales amarillas y negras. A la prisión de San Juan de Salvamento, y luego la de Puerto Cook, los hombres iban a morir de frío y soledad. Los presos gozaban de cierta libertad porque el clima y el mar, profundo y gélido, desbarataban cualquier idea de fuga. La cárcel no eran las miserables casuchas de chapa y madera, era el aire húmedo y enfermizo, era la vegetación rala y descolorida, era la turba que devoraba sus pisadas, era el silencio cubriéndolo todo. Como había dicho el mercenario rumano Julius Popper, la verdadera cárcel era la isla. El único descanso que esperaba a esos desdichados, era una tumba en el cementerio del presidio, anónima y sin flores.
En 1902 el gobierno decide, por razones humanitarias, trasladar el presidio a Puerto Golondrina, en Ushuaia. Este movimiento propició el cruento escape de cincuenta y un presos con muertos y heridos. Aquí se destacó el nombre del penado Pablo L. Funes, ex sargento del cuerpo de Artillería de Costas del Puerto Militar, se negó a participar del motín. Se quedó en el presidio auxiliando a los guardias heridos. Este comportamiento le valdrá el reconocimiento y la consideración de las autoridades del presidio.
En 1909, en el presidio militar de Ushuaia, había 62 penados a quienes custodiaba un destacamento de conscriptos. El director del penal era el mayor Herrera, secundado por el teniente Gregory y el contador Zambra. Los presos se dedicaban a diferentes trabajos. Martín Alfonso era boyero, Evaristo Sosa era pastor de una majada de carneros, Felipe Arce era el panadero, Angelino Arancibia cortaba y repartía leña, Martín Alfonso era boyero, Angel Urueña ayudaba al contador con sus libros. Todos estos nombres tenían un triste pasado, protagonistas de oscuros crímenes.
Todas las mañanas, los vecinos del pequeño pueblo de Ushuaia, veían un carrito pintado color plomo tirado por un caballo, pasar frente a la iglesia y devorar los tres kilómetros que separaban el presidio del almacén del señor Piqué. Lo conducía un joven alto, a quien todos conocían y estimaban. Era el ex sargento Pablo L. Funes encargado de comprar los víveres que consumían en la cárcel. Como no era practicable una licitación pública en el Territorio de Tierra del Fuego para proveer a la Cárcel de Reincidentes de racionamiento y artículos en general por falta de licitantes, el Ministerio de Hacienda asignaba 15.000 pesos moneda nacional para que la Dirección del Penal afrontara ese abastecimiento administrativamente.
Funes no sólo hacía las compras, también era responsable del reparto de la mercadería y llevaba la contabilidad de los gastos. Era el despensero del presidio.
Era un buen muchacho y los jefes lo querían mucho. Le permitían comer en la cocina del jefe de la cárcel el mismo rancho de los oficiales. En sus ratos libres se dedicaba a la lectura y a la fotografía. De Punta Arenas le habían mandado de regalo una cámara y con ella tomaba vistas de los paisajes fueguinos.
A los penados de buena conducta se les permitía tener su quinta y su gallinero. Con la venta de las aves y los huevos juntaban algunos pesos para sus gastos. Otros, se dedicaban a las tallas de madera que comercializaban con los pasajeros de los barcos que llegaban al puerto.
En la publicación “Registro Nacional de la República Argentina-Año 1910-Segundo Trimestre”, página 202, se lee “Decreto acordando indultos en conmemoración del primer centenario de la emancipación nacional- Buenos Aires. Mayo 18 de 1910. En conmemoración del primer centenario de la emancipación nacional y en uso de los poderes de guerra que la Constitución le acuerda, el Presidente de la República decreta: Artículo 1.0. Conmútase las penas de presidio indeterminado por la de presidio por 11 años, a los siguientes penados que han demostrado conducta intachable y demostrado arrepentimiento: Ejército.- Vicente Castillo, Teodoro Sánchez, Arturo Ortiz, Justino Sánchez, Angelino Arancibia, Pedro Ilcyesy, Amadeo Rinaldi. Armada.- Esteban Britos Pereyra y PABLO L. FUNES.”





El ex sargento Funes, en el carrito color plomo del presidio, de compras en el pueblo de Ushuaia.



El sargento Funes con el señor Pique, dueño del comercio que abastecía al presidio. Año 1910.

VII - Conclusión

Una de las primeras leyendas que los habitantes de Punta Alta, Puerto Belgrano, Baterías y toda la región aprenden, es la del Capitán sin Cabeza. Pero claro, es una leyenda borrosa, difuminada por la transmisión boca a boca de abuelos a padres y de padres a hijos. A veces se parece mucho y se confunde con la Leyenda de Sleepy Hollow de Washington Irving. Hablan de un soldado que espera trepado en las ramas de un árbol el paso del capitán, montado en su caballo, y le corta la cabeza que luego entierra en un lugar nunca revelado. Hablan de un duelo a espada, en las playas de Baterías, por una mujer que no se decide por uno o por otro.
En algún momento se descubre que la historia fantástica nace a partir de una historia real.
Aquí se sabe que el capitán era un teniente coronel y el asesino un sargento, porque en un principio, el Cuartel de Artillería de Costas pertenecía al ejército. Se sabe que los protagonistas de este drama eran dos caballeros ejemplares y admirados y que tenían rostros y nombres propios, Carlos Mallo y Pablo Funes.
No se sabe, y ya no se sabrá nunca, porqué las cosas sucedieron como sucedieron.
Inútil es emitir juicios cuando ha pasado tanto tiempo. Hubo mucha gente que simpatizaba con uno ó con otro y que justificaba a éste y denostaba a aquél. Sólo ellos dos conocieron lo que sucedió el 10 de mayo de 1900 por la noche, y las causas que condujeron a la muerte de Mallo y la condena de Funes. Lo cierto es que la muerte nunca se justifica y que nuestra historia, como dijo el periodista de “El porteño”, perdió con aquellas puñaladas dos gratas esperanzas.

Raúl Oscar Ifrán.
Punta Alta.


Fuentes:

  • Revista Caras y Caretas primera época.
  • Diarios "El porteño" y "La Prensa"
  • Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados 1905
  • Revista Militar del Círculo Militar Vol. 49
  • Revista Jurídica Argentina La Ley Vol. 126
  • José Ingenieros. "Simulación de la locura"
  • Alfredo Becerra. "Los prófugos de la is. de Los Estados según diarios de la época"
  • Argentina hacia el sur. Construcción social y utopía en torno a la creación del primer puerto militar de la República. 1895-1902
  • Revista Argentina Austral vol. 15
  • Registro Nacional 1901
Las fotos son, en su totalidad, de revista Caras y Caretas primera época.