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lunes, 13 de septiembre de 2021

Chile: El enorme desastre de Antuco

Ejército trasandino: La tragedia de Antuco

Extraído de La Guerra que no fue: La crisis del Beagle de 1978 de Alberto N. Manfredi (h)
Visite el blog para más información en este excelente blog.


Entre el 17 y 18 de mayo de 2005, cuarenta y cuatro conscriptos y un sargento del Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles, perecieron durante una marcha de entrenamiento en las laderas del volcán Antuco, en la que se cometieron todo tipo de torpezas, dejando al descubierto el escaso grado de preparación y falta de profesionalidad del ejército chileno.
Los reclutas, hijos de humildes y honestos trabajadores rurales de la región del Bio Bio, fueron obligados a marchar desde un refugio de montaña próximo a la frontera argentina, hasta otro abandonado al pie de la elevación, un recorrido de más de 24 kilómetros a través de un terreno inhóspito, próximo al lago Laja, borrado por cuatro metros de nieve.
Los responsables de la tragedia fueron el coronel Roberto Mercado, jefe del mencionado regimiento, su segundo, el teniente coronel Luis Pineda, el mayor Patricio Cereceda Truán que fue el encargado de llevar al batallón de 473 efectivos hasta el refugio Mariscal Alcácer, en el paraje denominado Los Barros y el resto de la oficialidad, que demostró en todo momento una impericia y falta de conocimientos rayanos en la inconsciencia.

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Volcán Antuco, el lugar de la tragedia

Desoyendo los alertas meteorológicos tempranos lanzados por la ONEMI (Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior), Cereceda dispuso el envío del batallón completo hacia el abandonado refugio La Cortina, propiedad de la Empresa Nacional de Electricidad Sociedad Anónima (ENDESA), ubicado al pie del volcán. Lo dividió en dos escalones, el primero integrado por las compañías Cazadores y Plana Mayor, en el que servían 22 mujeres y el segundo por las Morteros y Andina, con un número aproximado de 200 soldados en cada una.
La primera sección partió el 17 de mayo por la tarde, cerca de las 15.30, una hora en la que las marchas deben finalizar, nunca comenzar y alcanzaron el objetivo doce horas después, en muy mal estado, tras una jornada plagada de incidencias, en la que los conscriptos sufrieron todo tipo de accidentes y principios de congelamiento.
Durante la noche las condiciones climáticas empeoraron y eso movió a algunos oficiales a plantear a Cereceda la necesidad de mantener a la tropa en el refugio (la mayoría de los soldados se hallaban en carpas tendidas a la intemperie, junto al edificio principal en tanto la oficialidad se mantenía a resguardo en el interior del refugio).
Cereceda no estuvo de acuerdo y cerca de las 05.00 de aquella gélida mañana de otoño, con viento, frío y nieve en abundancia, dispuso la marcha, en primer lugar la compañía de Morteros y una hora después la Andina, la primera al mando del capitán Carlos Olivares, que no tenía experiencia en montaña y la segunda al de su igual en el rango, Claudio Gutiérrez, un oficial calificado como especialista en ese tipo de terreno, con varios cursos en el exterior. La tropa, que se había levantado a las 03.30, apenas desayunó medio tarro de café y un pan duro con mermelada y con esa insuficiente ración inició el desplazamiento, vistiendo ropas no adecuadas para esa época del año.
Un viento feroz, con ráfagas heladas de varios kilómetros y una temperatura inferior a los -10º bajo cero, se abatió sobre la región y con el paso de las horas se presentó una tormenta de nieve que desorientó a los soldados y les hizo perder el rumbo.
La nieve y el viento blanco se tornaron en extremo violentos y los inexpertos reclutas entraron en pánico. Los primeros en caer exhaustos quedaron cubiertos por la nevada y murieron congelados y los que no, intentaron cavar refugios de circunstancia para ponerse a cubierto. A la mayoría no le respondían ni sus manos ni sus piernas. Varios de ellos intentaron socorrer a sus compañeros pero el agotamiento se los impidió. Aun así, hicieron lo imposible y reemprendieron la marcha en busca de salvación. Para peor, a poco de su partida, la Compañía Andina se empapó al intentar cruzar el riacho que corre próximo al refugio Mariscal Alcácer, ocasión en la que su jefe, el capitán Gutiérrez, debió haber ordenado el regreso al edificio en lugar de mandar hacer un absurdo puente de ramas que de nada sirvió. Los soldados cayeron al agua y se mojaron hasta arriba de la cintura y aun así, el improvisado oficial les ordenó seguir adelante.
Aterrados, los pobres conscriptos comenzaron a caer extenuados y a morir sobre la nieve mientras el huracán barría con fuerza la ladera del volcán.
Al ver a uno de sus compañeros muerto sobre la nieve, el soldado Pablo Urrea comenzó a llorar y a perder la calma que había intentado mantener hasta el momento. La imagen de ese cuerpo, congelado, con su guerrera abierta, semicubierto por el hielo, terminó por abatirlo.
Más adelante, el conscripto Ricardo Peña, debió llevar casi a la rastra al exhausto Morales, a quien debía esperar cada vez que este le pedía que se detuviese porque no daba más. “Peña espérame, vas muy rápido” y así sucedió en cuatro o cinco oportunidades.
En el programa especial de Televisión Nacional de Chile, La Marcha Mortal, conducido por el periodista Santiago Pavlovic (un sujeto del que hemos dicho, cubre su ojo izquierdo con un parche), se explica que los primeros en caer fueron los boyeros, “conscriptos vigorosos” que debían apisonar la nieve con las raquetas, para facilitar el paso de quienes venían detrás.



Responsables del desastre: Patricio Cereceda y Roberto Mercado

El soldado Rodrigo Morales, que en un primer momento, aún bajo bandera, habló a favor del ejército, deslindándolo de toda responsabilidad para endilgarle la culpa solo al mayor Cereceda, cambió de actitud cinco años después, desengañado por las mentiras y el abandono al que fueron sometidos los sobrevivientes de la tragedia y los familiares de las víctimas. Decidido a revelar la verdad, despojado de toda obligación con el arma, explicó durante la transmisión del programa especial Réquiem de Chile. Los Soldados de Antuco, ciclo “Sábado de Reportaje”, emitido el 15 de mayo de 2010 por la Corporación de Televisión de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Canal 13), que los reclutas debieron ayudar a los boyeros y que para ello, tuvieron necesidad de deshacerse del equipo, o al menos, de buena parte de él.
Morales fue el primero en llegar a La Cortina, después de hacer lo imposible por salvar a su amigo Nacho Henríquez, quien murió congelado prácticamente en sus brazos. Todavía masticaba la indignación e impotencia que había sentido al ver huir a los cabos y sargentos, abandonando a los jóvenes soldados a su suerte. Y esos sentimientos se trastocaron en furia cuando, pasado un tiempo, los vio aparecer solos, sin ningún recluta, desesperados por ponerse a salvo “… más de doce horas caminando con nieve hasta la cintura en algunas partes y con un frío insoportable. Llegó el momento más crítico de la marcha, donde ya Hernández había caído, donde un sinfín de soldados ya no podían caminar más; no daban más y los cabos en un minuto empezaron a arrancarse [huir], se arrancaron [huyeron]. Yo fui el primero en llegar a La Cortina y después de mí, a los diez minutos, llegaron nueve cabos, sin ningún soldado y cada cabo está a cargo de siete soldados10. Quienes la iban de bravos en los cuarteles, dando órdenes a los gritos, aporreando a los reclutas y llamándolos gusanos o maricas, esos que torturaron y vejaron a los conscriptos durante la crisis del Beagle; aquellos que con sus uniformes impecables se jactaban de ser el “ejército vencedor jamás vencido”, mostraron lo que realmente eran cuando una situación se torna compleja y la muerte acecha.
Siempre siguiendo el relato de Morales, las personas que los tenían que estar esperando en La Cortina se hallaban a resguardo en la hostería de la señora Elba, algo más arriba, ajenos al desastre que vivían sus subordinados. “Ahí estaban los tres suboficiales, calentándose y comiendo, mientras mis compañeros morían por el frío y el hambre”11.
Algunos reclutas de la Compañía Andina salvaron sus vidas alojándose en el refugio abandonado de la Universidad de Concepción, un edificio vetusto, a medio camino entre Los Barros y La Cortina, sin ventanas y con parte de sus techos arrancados. Inexplicablemente, quienes los precedían, integrantes de la Compañía Morteros, siguieron caminando hacia su meta y en ese trayecto perecieron otros siete soldados.
El recluta Bustamante llegó agonizando pero murió durante la noche, pese a los intentos que se hicieron por reanimarlo. Los oficiales negarían eso pero el lugareño Patricio Meza, que estuvo con los conscriptos en el refugio para brindarles ayuda, lo confirmaría. “…era un soldadito. La hipotermia se lo llevó”12.
Ni bien llegaron las primeras noticias, los angustiados familiares corrieron hasta el cuartel de Los Ángeles para informarse sobre lo que había ocurrido y conocer la suerte de sus seres queridos. Se encontraron con la novedad de que nadie sabía nada y que todo era desorganización.
Se vivieron escenas desgarradoras en el gimnasio del regimiento cuando, después de una angustiante hora de espera, llegaron las primeras informaciones por boca del general de la III División Rodolfo González, quien se limitó a responder que “tenían un problema de comunicaciones”. Cuando los familiares lo increparon, echándole en cara las desprolijidades que el ejército estaba mostrando y el hecho de que nadie tuviera la más mínima idea de lo que sucedía, el alto oficial, falto de respuestas, se retiró.



Cuarenta y cuatro conscriptos perecieron en la nieve. Salvo el suboficial cocinero los nueve cabos restantes se encontraban a salvo en una hostería de La Cortina, comiendo y calentándose. ¿Con esta gente dice Matthei que iban a pelear hasta con cuchillos? ¿Este es el ejército del que tanto hablan los chilenos?

El día 19, el comandante en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, se comunicó con el mayor Cereceda para preguntarle cual era la verdadera situación y cuanta gente había en el refugio pero este no supo contestar. Entonces le exigió una respuesta y cuando aquel le pasó el número, le ordenó que confeccionase una lista con los respectivos nombres.
Era tal el nivel de desesperación de los responsables del ejército que nadie sabía informar quien estaba muerto y quien estaba vivo.
El paso de las horas no hizo más que incrementar el estado de desesperación de los familiares. Por entonces, el gobierno, en la persona del presidente Ricardo Lagos, seguía de cerca el desarrollo de los acontecimientos y solicitaba información minuto a minuto. Cuando se conocieron los nombres de los primeros fallecidos, la consternación llegó a límites insospechados, con escenas de dolor, gritos, llantos e histeria. Hubo desmayos, descompensaciones y gente abrazada llorando desconsolada la muerte de sus hijos y hermanos. Incluso algunos de ellos recurrieron a la violencia intentando golpear al personal militar.
“¡¡Milicos culiaos, mataron a los chicos, los mataron!!”, gritaban los familiares, “¡¡Hijos de p…, que den la cara!!”. “¡¡Asesinos, asesinos!!”. ¡¡¿Quién es ese capitán responsable?!! ¡¡¿Dónde está?!! ¡¡¿Ese asesino donde está; el que mató a mi hijo?!!

Conmueve hasta las lágrimas ver a esa gente sencilla y laboriosa, casi todos pobladores rurales, hombres de campo y de montaña, dignos, honorables, decentes, dispuestos a dar todo por su tierra, pidiendo por sus hijos a aquellos que debían protegerlos en lugar de dejarlos abandonados en medio de la borrasca. Caro le costó a la sociedad chilena que sus fuerzas armadas jugaran a la guerra.
Varios días tardaron los rescatistas en hallar el total de los cuerpos, algunos abrazados entre sí, otros de espaldas, a cuatro metros de profundidad en la nieve, algunos intentando ponerse a cubierto. Habían tardado entre tres y cuatro horas en morir por congelamiento después de recorrer apenas 7 kilómetros en cinco horas. El último en ser hallado fue el del recluta Silverio Amador Avendaño, cuyos restos aparecieron la tarde el 6 de junio de 2005.
Para la justicia militar, el principal responsable del desastre, fue el mayor Patricio Cereceda, quien envió a los jóvenes reclutas a una marcha mortal mientras se quedaba a resguardo en el refugio de Los Barros. Tanto él como sus oficiales habían pasado por alto la instrucción básica de los manuales, en el sentido de que ningún conscripto debía superar los 5 kilómetros de caminata (85 minutos continuados) transportando más de 7 kilos de pertrechos sobre sus espaldas, ello en condiciones atmosféricas normales.
Tal como afirma el soldado Rodrigo Morales, los reclutas ni siquiera conocían la nieve, no tenían instrucción elemental de montaña y no sabían utilizar las raquetas pues apenas conocían un esquí. “Imagínese, llevar unos niños que no estaban preparados para esto”, diría años después13.
Pero además de Cereceda, hubo otras personas procesadas, acusadas de impericia, negligencia, imprudencia e incluso cobardía14, tal el caso del coronel Roberto Mercado, el teniente coronel Luis Pineda, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares, los suboficiales Avelino Tolosa y Carlos Grandón, los dos primeros por incumplimiento de los deberes militares y los restantes por cuasi delito de homicidio, salvo Tolosa a quien se le imputó haber dejado abandonados a cuatro soldados con principio de hipotermia en un refugio de circunstancia.
“La tragedia fue una suma de errores –manifestó la periodista Carolina Urrejola durante el programa especial que transmitió Canal 13 de Santiago en 2010, al producirse un nuevo aniversario de la tragedia- Los conscriptos tenían una preparación insuficiente y una vestimenta inadecuada. Quizás lo que resulte más dramático y que fue informado por el servicio médico legal, es que la mayoría de los fallecidos estaban mal alimentados, por lo que no tuvieron la energía necesaria para esa dura travesía”15.
El mismo ministro de Defensa, Jaime Ravinet, reconoció la falta de pericia y preparación de los oficiales del Ejército, algo que la fuerza intentaría minimizar a toda costa en los días subsiguientes.
La primera pregunta que se hicieron los familiares de las víctimas fue dónde estaban los cabos, los sargentos de las compañías, los suboficiales y los capitanes que debían resguardar a los conscriptos.
El general Cheyre se queda mudo cuando la mencionada periodista le pregunta sobre la actitud de los cabos desertores.
  • Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres.
  • Por supuesto que llama la atención – responde el alto oficial y luego se queda mudo, sin poder decir más16.
Él en persona había presentado a Gutiérrez poco menos que como a un héroe, pero en los días posteriores, el oficial terminaría acusado como responsable de las muertes de al menos catorce reclutas.
Cuando la madre del conscripto Ignacio Henríquez preguntó por qué habían muerto todos soldados y solo un suboficial, un responsable del regimiento le respondió que la causa era que no estaban preparados. “Los llevamos para allá para hacerse hombres” y cuando la madre volvió a insistir: “¿Por qué ustedes andan todos bien equipados y los soldados no?, aquel descarado se quedó callado y no volvió a hablar.
“¿Qué pasó con todos esos instructores? -se pregunta Rita Monares, la hermana del único suboficial muerto – Me hace pensar que ellos optaron por salvarse solos” y refiriéndose al capitán Gutiérrez agrega: “¿Quién es el que tuvo tan poco criterio de que se le moja la gente y no la devuelve?”17.



El general Cheyre se queda de piedra cuando la periodista lo pone en aprietos "Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres". Nada pudo responder

Durante el juicio que se entabló a los responsables de la tragedia, el comandante del batallón hizo referencia a un inesperado problema meteorológico que el servicio nacional desmintió categóricamente, demostrando con documentación fidedigna que se habían dado los alertas con varias horas de anticipación.
Cereceda fue condenado a cinco años y un día de prisión, acusado de cuasidelito de homicidio e incumplimiento de deberes militares; el ex coronel Mercado a tres años de prisión por incumplimiento de deberes militares, lo mismo el teniente coronel Pineda, a quien le impusieron 541 día de arresto. Por su parte, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares fueron condenados a 800 días, en calidad de autores de cuasidelito de homicidio, penas que no conformaron en absoluto a los familiares de las víctimas. Angélica Monares, su vocera, manifestó sentirse “muy desilusionada, envenenada y burlada. El fallo es lo más sucio, indigno y cobarde que podía pasar”.
La Corte Suprema rechazó el delito simple para beneficiar a los acusados. Para los padres no bastó que la responsabilidad recayese en una sola persona, según ellos, el responsable de la tragedia fue todo el ejército.
“Se nos ocultó todo -dice Rita, la hermana del sargento Monares- partimos cero información. Nadie se acercó a nosotros. Nadie se acercó a la familia de un funcionario que llevaba 23 años en esa institución, para decirle lo que estaba pasando. Cuando me hablan de la familia militar ¿de que familia me hablan…?”.
Los sobrevivientes de la tragedia acusan al gobierno y a las fuerzas armadas de su país por abandono y les endilgan la dificultad que padecen para encontrar trabajo; hablan de la negligencia del programa de asistencia con el que se comprometió el primero para garantizar su salud, educación y viviendas y ni ellos ni sus familiares dicen haber recibido la ayuda psiquiatrita prometida. ¡Incluso las banderas con las que se cubrieron los féretros durante las exequias les fueron descontadas!, antecedente que el general Cheyre dijo desconocer.
Cereceda cumplió su sentencia en el Penal de Punta Peuco, donde permaneció recluido negándose a conceder entrevistas. Según el presidente Lagos hubo un antes y un después del desastre de Antuco. A esos muchachos los mandaron a la muerte por una orden absurda
Al conscripto Morales lo que más duele es el abandono del ejército, de ahí que en la demanda presentada en el mes de noviembre de 2012, los sobrevivientes argumentasen que como secuela del trauma vivido sufrían angustia, pánico y malestares físicos que alteraban sus condiciones normales de salud, aclarando que los responsables de estos padecimientos eran el Ejército y el Estado de Chile, debido al incumplimiento del deber de cuidado que tenían sobre ellos y sus compañeros de armas18.
A lo expuesto debemos sumarle las palabras de Tomás Mosciatti, reconocido abogado y filoso periodista de la señal de TV y Radio Bío Bío, célebre por la crudeza de sus testimonios y por trae constantemente a sus compatriotas a la realidad:


Yo quiero recordar lo que sucedió en el año 2005, el 4 de abril de 2005, cuando fallecieron 40 conscriptos y un suboficial en Antuco. Esa barbarie que cometió el Ejército, mandándolos a la nieve, la verdad a la muerte, sin ninguna indumentaria posible para resistir el frío y la nieve. Pero, incluso peor que todo eso, fue la actitud de los oficiales, porque los oficiales se salvaron. El único, único militar de alguna graduación fue un suboficial, un cocinero que se quedó con los muchachos tratando de salvarlos y murió con ellos.

La tragedia abrió los ojos a la sociedad y les mostró las graves falencias de sus fuerzas armadas. Cincuenta soldados abandonaron definitivamente las filas castrenses en el Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles y de ellos, treinta y dos adhirieron a la demanda. El abogado patrocinante de la Corporación de Víctimas, Dr. Guillermo Claverie, argumentó que este hecho “...no sólo provocó la muerte de muchos jóvenes, sino que es causa de la tragedia permanente en los sobrevivientes a quienes cada día los atormenta estos episodios, quedando muchos de ellos con claras y evidentes secuelas físicas, psicológicas y traumas que les ha impedido a estos jóvenes tener el desarrollo normal que corresponde a su corta edad”19. Pero no solo en Antuco quedaron a la vista las miserias y negligencias del ejército chileno.
Apenas una semana antes, el 4 de mayo de 2005, el soldado César Soto Gallardo, de 17 años, tomaba parte en los ejercicios de camuflaje nocturno que realizaba el Batallón Nº 1 de Santiago, cerca del túnel Lo Prado, cuando recibió un disparo en la cabeza que lo mató instantáneamente.


Otros responsables. Desde la izq. Luis Pineda, Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares.
Habría que agregarles a los nueve cabos que huyeron abandonando a la tropa pero
no hallamos imágenes de ellos

lunes, 6 de julio de 2020

Guerra del Pacífico: El ejército chileno

Ejército de Chile

Andean Tragedy





El ejército de Chile difería de sus enemigos en una variedad de formas. En el nivel más superficial, las tropas de Santiago se vistieron de manera bastante drástica, al menos en comparación con los anfitriones coloridos vestidos de Bolivia. Algunas de las unidades de la milicia chilena diseñaron algunas insignias que rivalizaban en tono con las de La Paz, pero el Ministerio de Guerra, sin duda ansioso por garantizar la uniformidad, siempre una virtud militar cardinal, rápidamente sofocó tal originalidad. En cambio, las tropas de Santiago, imitando las modas del ejército francés y sus tácticas, marcharon a la batalla vistiendo kepis y chaquetas azules o rojas, pantalones rojos y, a veces, calzas o polainas marrones.

Otra, y ciertamente una distinción más significativa, fue que el ejército de antes de la guerra de Chile estaba compuesto por voluntarios: aquellos que servían como soldados privados o suboficiales se habían alistado, generalmente a cambio de una bonificación. Los hombres alistados no constituían la élite de la nación chilena. De hecho, un escritor extranjero los describió como "la escoria más baja de la sociedad". Por lo tanto, no debería sorprendernos si estos soldados del sol a menudo desertan, llevándose su bonificación y sus nuevos uniformes.

A diferencia de los aliados, los chilenos habían estandarizado las armas del ejército regular. La infantería llevaba rifles Comblain II, y los artilleros usaban carabinas Winchester, mientras que el Regimiento de Cazadores de la caballería un Caballo colgaba las carabinas Spencer de sus monturas. Sin embargo, aumentar el tamaño del ejército obligó a algunas unidades a usar armas pequeñas menos modernas. Los recién creados batallones de Atacama y Concepción usaban rifles Beaumont, algunos de los cuales explotaban cada vez que las tropas los usaban para la práctica de tiro; El Regimiento de Granaderos a Caballo empleó ambos tipos de carabinas más algunos rifles de percusión. Santiago comenzó la guerra con cuatro cañones Gatling, así como cuarenta y cuatro piezas de campo y cañones de montaña, incluidos dieciséis cañones de seis y ocho centímetros comprados en la Casa de Krupp. Desafortunadamente, los artilleros chilenos tenían poca experiencia desplegando estas armas: en dos años habían disparado sus piezas de campo solo una vez. No parece que la infantería tuviera mucha más experiencia usando sus armas pequeñas.

Si bien el ejército activo tenía armamento adecuado, no se podía decir lo mismo de la guardia nacional. La milicia de siete mil hombres, que cayó de dieciocho mil en 1877, tuvo que conformarse con 3.868 pistolas de minie antiguas y "viejos fusiles de chispa franceses, convertidos en armas de percusión, que a través del uso y el largo tiempo en servicio, son ahora se encuentra en mal estado ". Como era de esperar, la artillería del guardia, o unidades de guardia de caballería, también tuvieron que conformarse con equipos obsoletos.

Algunos factores distinguieron al ejército de Pinto del de los Aliados. Gracias a Diego Portales, que había purgado el cuerpo de oficiales del ejército, la nación había logrado evitar algunas de las secuelas más graves del militarismo desenfrenado. Sin embargo, Chile no era inmune a los disturbios internos: en 1851 y 1859 el ejército tuvo que someter las rebeliones. La Moneda a veces recurría a los militares, pero más aún a la guardia nacional, para garantizar el resultado "correcto", no necesariamente honesto, de una elección. Los oficiales que demostraron una falta de entusiasmo por esta tarea o que defendieron vocalmente una ideología política diferente a la de los favoritos del gobierno a veces tuvieron que renunciar a sus comisiones.

En resumen, aunque defectuoso, el sistema chileno, no obstante, difería del de Bolivia, donde la cadena de mando fue suplantada por el amiguismo, donde "los amigos íntimos del comandante se turnan para compartir el mando con él". Estos hechos no significan que algunos oficiales chilenos no recurrieron a sus santos en la corte para influir en las promociones, para organizar una codiciada asignación u obtener protección contra la retribución oficial. De hecho, precisamente porque algunos oficiales sirvieron como burócratas del gobierno o se sentaron en la legislatura como representantes elegidos, su conocimiento de los políticos les dio cierta influencia. Pero los oficiales del ejército chileno también se dieron cuenta de que el congreso no solo autorizó el presupuesto militar sino que también estableció límites en su tamaño, que si el ministro de guerra era un oficial profesional, servía a placer de un presidente civil y una legislatura, y que una ley de promoción requería que los oficiales pasaran un cierto número de años en grado para ascender en la jerarquía del ejército. Compare este requisito con Daza, quien en trece años pasó del rango de coronel privado a teniente coronel.

Además, el cuerpo de oficiales de Chile, a diferencia del de los Aliados, fue educado profesionalmente. Es cierto que algunos de los oficiales más importantes del ejército, como Gens. Justo Arteaga y Manuel Baquedano, recibieron sus comisiones directamente, pero estaban en minoría. La mayoría de los oficiales de Chile ingresaron al ejército solo después de completar un curso de estudio en la Escuela Militar. Fundada por el primer líder nacional de Chile, Bernardo O’Higgins, la escuela a veces parecía más un refugio para delincuentes juveniles que un instituto para aspirantes a oficiales. Un motín cadete, por ejemplo, obligó a las autoridades a cerrar la escuela en 1876, pero reabrió a fines de 1878 con la expectativa de que graduaría su primera clase en cinco años.

Incluso asistir a la Escuela Militar o seminarios de posgrado a nivel de unidad no preparó a los oficiales de Chile para la guerra moderna. Las lecciones de los últimos años de la Guerra Civil Estadounidense y el conflicto franco-prusiano —que los fusiles de fuego rápido y la artillería cargada con nalgas devastaron las formaciones de tropas en masa— no parecieron influir en la infantería de Chile, que continuó utilizando las tácticas descritas en una Edición traducida de un texto militar francés de 1862. Desafortunadamente, como señaló Jay Luvaas, "las regulaciones de infantería de 1862, que se habían descrito como una" reproducción fiel de las regulaciones de 1831 "[variadas] poco espirituales de la Ordenanza de 1791". Así, Chile iría a la guerra en 1879 usando las tácticas de la era napoleónica. Como observó Emilio Sotomayor, “sus soldados deben vigilar y supervisar constantemente a un soldado, especialmente el chileno, por su naturaleza. De lo contrario, como la experiencia práctica nos ha demostrado en muchas ocasiones, el soldado obedece la tendencia a dispersarse y luchar solo ”. Este hábito podría haberse desarrollado como consecuencia de una situación única en Chile: durante décadas, los indios araucanos fueron el principal enemigo de Santiago. Cualesquiera que sean sus deficiencias, el ejército de Chile adquirió más habilidades militares para luchar contra los indios que el ejército boliviano al "promover o sofocar revoluciones o motines". Irónicamente, los soldados de a pie no parecían más atrasados ​​que la caballería de Chile, que todavía seguía algunas regulaciones españolas de principios del siglo XIX. La infantería empleó tácticas inspiradas en las de los españoles para las armas de carga, no técnicas adaptadas al uso de armas modernas. La fuerza de artillería exigía un mayor nivel de educación: en 1874, el general Luis Arteaga escribió un manual para enseñar a los artilleros del ejército cómo dominar su artillería Krupp y sus armas Gatling recién adquiridas.

Solo dos comandantes, Ricardo Santa Cruz de los Zapadores y Domingo Toro Herrera de Chacabuco, absorbieron las lecciones, que luego demostraron durante las maniobras. Sus esfuerzos, aunque no convirtieron a otros comandantes, convencieron a algunos para que adoptaran la maniobra de hacer que sus compañías avanzaran en líneas de escaramuza; Lamentablemente, el resto del ejército, observó un oficial naval estadounidense, no abrazó las nuevas tácticas, dedicando sus esfuerzos a la "precisión mecánica y muy poco a la escaramuza". La lucha de orden abierto no parecía formar parte del sistema de tácticas ".

Además de las brechas en su educación, los oficiales de Chile a menudo carecían de experiencia práctica. Los comandantes más veteranos del ejército no sabían cómo maniobrar unidades grandes. El coronel Marco Arriagada se quejó de que la mayoría de los oficiales no poseían el conocimiento para entrenar a la infantería y la caballería sobre cómo usar sus nuevos rifles. Incluso cuando adquirieron nuevas piezas de campo Krupp, los artilleros de Chile no entendieron su valor porque los habían despedido, pero una vez en los últimos dos años.

En resumen, el ejército de Chile parecía listo para pelear la guerra contra Perú y Bolivia en 1879 usando las mismas tácticas que había empleado cuando había luchado contra los ejércitos de la Confederación Peruano-Boliviana en 1836. Felizmente para la Moneda, el ejército de sus enemigos demostró igualmente arraigado en el pasado: así como los bolivianos todavía recurrieron a las plazas napoleónicas para repeler las cargas de caballería, los peruanos continuaron siguiendo las regulaciones militares de 1821, un poco más modernas, que España, que muchos oficiales reconocieron tristemente, parecían apropiadas solo para una "época distante". "

sábado, 16 de febrero de 2019

Crisis del Beagle: La vida de un soldado chileno

La historia de un soldado chileno en la trinchera


Autor: Pamela Silva | La Tercera






Humberto Lazo fue uno de los muchos soldados chilenos que estuvieron atrincherados por más de un año en la frontera con Argentina esperando una guerra que al final no se concretó.

Humberto Lazo tenía 18 años y llevaba seis meses cumpliendo el servicio militar en La Serena cuando lo trasladaron a, lo que él y sus compañeros pensaban, era un regimiento en Coquimbo. Cuando llegaron a Santiago y los estaban subiendo a un avión, se enteraron que los llevaban a Punta Arenas.

Pero no se quedaron en Punta Arenas, una vez ahí se hicieron parte del Regimiento Caupolicán y los cruzaron a Tierra del Fuego, donde estuvieron atrincherados un año y dos meses esperando por una guerra que nunca ocurrió.

Era 1978 y el Conflicto del Beagle estaba en su momento más intenso. “Nos dijeron que habíamos llegado a un lugar donde Chile tenía problemas con Argentina. Entonces ellos nos fueron preparando por si llegaba a suceder algo”, recuerda Humberto.

Para los hombres de la cuarta región soportar el frío intenso y los fuertes vientos del sur de Chile no fue sencillo, tampoco estar separados de sus familias sin contacto alguno durante todo el tiempo que estuvieron atrincherados. Porque en la base había un teléfono, pero ellos como simples soldados no tenían acceso a él.

Humberto y los otros soldados estaban a sólo 300 metros del enemigo, separados únicamente por un cerco con campos minados hacia ambos lados, sin poder salir de día, viendo siempre lo mismo y a las mismas personas, perdiendo la noción del tiempo. Llegó un momento en que no sabían si era lunes, miércoles o domingo.

Y aunque estaban con orden de disparo ante cualquier movimiento argentino, con la medalla de guerra puesta en el pecho y preparados para empezar la guerra en cualquier momento, Humberto asegura no haber sentido miedo. Nunca.

“Estábamos dispuestos a entregar la vida por el país. Uno chileno tenía que matar tres argentinos, ese era nuestro lema. Ya estábamos preparados porque teníamos cursos de guerrilla, estábamos listos como soldados para enfrentar una guerra”, comenta Humberto, quien a 40 años del conflicto entre ambos países sigue recordando el momento sin temor alguno.

Ricardo Pardo, compañero de regimiento de Humberto, no concuerda totalmente con su amigo. Él sí admite haber sentido miedo, sobre todos los primeros días cuando llegaron a Tierra del Fuego, cuando no sabían qué sucedería con ellos, asustado de lo que podría suceder.

Pero al igual que Humberto, Ricardo concuerda que con el paso de los días ese miedo se fue esfumando, que lo único que quedaba en ellos eran los técnicas de batalla que les enseñaban junto con un intenso orgullo de servir a la patria y un sentir, casi una necesidad, de morir defendiendo Chile.

“Te enseñan que uno tiene el honor de servir igual como sirvieron nuestros grandes héroes, y te dan la oportunidad de hacerlo. Te sientes orgulloso porque esa es la única vez que podrás hacerlo, porque no va a volver a pasar nunca más -Dios lo quiera-”, explica Ricardo.

Después de un año en las trincheras, de informes que los argentinos estaban avanzando y listos para la lucha que se desestimaban en cosa de horas para reportar que no, que estaban retrocediendo, “lo único que esperas es que disparen. Porque esa era la orden, una vez que ellos disparaban nosotros disparamos” explica Ricardo.

A tan solo 300 metros del enemigo lo único que esperaban que ese constante estado de alerta acabara y que la guerra por fin comenzase. Ellos no tenían por qué sentir miedo: Estaban mucho más preparados que los argentinos, tanto psicológicamente como en combate. O al menos, de eso los tenían convencidos.

Convencidos de que tenían que defender a Chile de una guerra que aunque nunca llegó a comenzar realmente, ellos siempre sintieron como real. Porque durante un año estuvieron alertas, pendientes de cada movimiento argentino y preparados para apretar el gatillo.

Y como para el resto de Chile el conflicto con Argentina fue una guerra que nunca empezó de verdad, sino que algo que ‘pudo haber sucedido’, a ellos los soldados de La Serena los dejaron en el olvido.

“Nosotros quedamos como soldados olvidados, como que hicieron que nunca pasó nada, nos soltaron y ahí quedamos nosotros. Nunca nos reconocieron, nunca nos dijeron ‘ustedes fueron los soldados que defendieron en su momento a su patria’, nada”, se lamenta Ricardo.

Para Humberto el sentimiento es el mismo, “dejamos a la familia para ir a responder por el país, pero a nosotros de la cuarta región nunca nos han tomado en cuenta, siempre consideran a los de Chacabuco, Concepción, Temuco, gente de Osorno, nosotros éramos una compañía entera que nunca se nos tomó en cuenta”.

Humberto, Ricardo y el resto de los soldados serenenses que estuvieron atrincherados en Tierra del Fuego formaron una agrupación, se reúnen regularmente y hace poco fueron invitados a celebrar el aniversario del Regimiento Caupolicán al sur, lo que consideran es el único reconocimiento que tendrán como veteranos de la guerra que no fue.

martes, 27 de noviembre de 2018

Guerra del Pacífico: El rol de Chile

Chile: la Prusia de Sudamérica

Weapons and Warfare



Ignacio Carrera Pinto y otros soldados chilenos en Concepción.





Acosado por problemas económicos cada vez más graves, Chile también se vio envuelto en una serie de confrontaciones diplomáticas, una de las cuales, al menos, tuvo repercusiones económicas cruciales. Los primeros portentos de la inminente crisis internacional vinieron del norte, de Bolivia. Dos problemas principales causaron fricción aquí: primero, la delineación de la frontera y, segundo, el estado de los chilenos, principalmente mineros, que vivían en el litoral boliviano. Desde que atravesó el Desierto de Atacama, una de las tierras baldías más secas del mundo, ninguno de los países había parecido excesivamente preocupado por la ubicación exacta de la frontera. El descubrimiento de plata, guano y finalmente nitratos hizo que el Atacama fuera extremadamente valioso. Ambas naciones ahora comenzaron a competir vigorosamente para controlar el desierto que habían descuidado previamente. En 1874, después de una gran cantidad de disputas que casi degeneraron en guerra, la Frontera se fijó en 24 ° S. Para asegurar este acuerdo, Chile abandonó sus reclamos a una parte del desierto de Atacama. A cambio, Bolivia prometió no aumentar los impuestos a la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, la compañía chilena de nitrato que ahora opera en Atacama.

Bolivia no era el único enemigo potencial de Chile. Durante la década de 1870, el gobierno argentino, después de domar sus caudillos provinciales ingobernables, lanzó campañas para "pacificar" a su población indígena. Este empuje hacia el interior llevó a los argentinos a un contacto incómodo con Chile, ya que los chilenos se habían filtrado hacia las zonas silvestres en gran parte despobladas de la Patagonia y, por supuesto, habían estado en el Estrecho de Magallanes desde 1843. Argentina exigió que Chile reconociera su soberanía sobre Ambas áreas. La opinión chilena, en su mayor parte, parecía dispuesta a ceder la Patagonia, pero perder el control del Estrecho expondría al país al riesgo de un ataque naval argentino y le negaría el acceso al Atlántico. La prensa instó al gobierno a rechazar los reclamos argentinos.

El presidente Anibal Pinto seleccionó al historiador Diego Barros Arana para negociar un acuerdo. La elección resultó desafortunada. Barros Arana violó sus instrucciones, aceptando ceder la Patagonia y otorgar a Argentina el control parcial del Estrecho. La generosidad de Barros Arana provocó disturbios en Santiago. La guerra pareció inminente de repente, pero Pinto aceptó una fórmula propuesta por el cónsul general argentino (otorgado poderes plenipotenciarios por Buenos Aires), y en diciembre de 1878 los dos países firmaron el tratado "Fierro Sarratea": esto pospuso la cuestión de la soberanía para futuras discusiones. , pero permitió el control conjunto argentino-chileno del estrecho. Aunque Pinto logró así evitar una guerra, su manejo de la crisis argentina dañó su ya inestable reputación. La oposición se apoderó de la cuestión de los límites, describiendo al presidente como un debilucho craven que se había rendido a Buenos Aires.

Los problemas de Pinto pronto se vieron agravados por un resurgimiento de la fricción con Bolivia. En diciembre de 1878, el dictador boliviano Hilarión Daza, un sargento apenas alfabetizado que se había lanzado a la presidencia, aumentó los impuestos sobre la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta. Esto violaba claramente el acuerdo de 1874, pero Daza esperaba que Chile "golpeara su bandera como lo hizo con Argentina". Si Moneda se resistiera, podría invocar un tratado secreto firmado en febrero de 1873, en el que Perú había prometido ayudar a Bolivia. En caso de guerra con chile. Daza concluyó que la combinación de la flota no insustancial de Perú, junto con los ejércitos aliados, traería una victoria fácil.

Pinto tenía poco espacio para negociar. Los tenedores de acciones de Campania de Salitres habían sobornado a varios periódicos, que exigían con agudeza que el gobierno hiciera cumplir sus obligaciones de tratado. Los políticos de la oposición, que utilizaron la disputa fronteriza con Bolivia como un problema durante la campaña electoral del Congreso de 1879, advirtieron a Pinto y sus seguidores liberales que no se rindieran al dictador boliviano. Tanto los políticos inescrupulosos como la prensa jingoísta organizaron manifestaciones en Santiago y Valparaíso para vigorizar el ambiente nacional. Estas tácticas tuvieron su efecto. Inflamado por la "sangre patriótica", el público, que ya había demostrado una clara voluntad de luchar durante la crisis argentina, amplificó las demandas de los "halcones". Observando a una mafia patriótica marchando frente a su casa, Antonio Varas, luego ministrando brevemente del Interior, le dijo al presidente que a menos que se moviera en contra de Bolivia "[la gente] nos matará a usted y a mí".

En febrero de 1879, motivado por la ira o el miedo, Pinto ordenó al Ejército apoderarse de Antofagasta y del territorio cedido a Bolivia en virtud del tratado de 1874. Pinto se habría contentado con detenerse en Antofagasta, pero no pudo. La prensa y la oposición exigieron igualmente que ordenara al Ejército al norte de la antigua frontera para proteger las posiciones chilenas. Pinto se negó, tal vez creyendo que Daza aceptaría un retorno al status quo ante. Pero Daza no lo hizo: dos semanas después de la ocupación chilena de Antofagasta, Bolivia declaró la guerra.

Pinto, como la mayoría de los otros políticos chilenos, había sabido durante años acerca de la "secreta" alianza peruano-boliviana. Esperaba, sin embargo, que Lima pudiera ser persuadida a permanecer al margen del conflicto. Por un tiempo, tal resultado incluso parecía probable: el presidente de Perú, Manuel Prado, se ofreció a mediar. Al mismo tiempo, sin embargo, los peruanos mostraron signos evidentes de preparar su armada y su ejército, acciones que no se perdieron en la prensa chilena, lo que exigió que Pinto se moviera contra Lima antes de que fuera demasiado tarde. El presidente trabajó arduamente para evitar un conflicto, incluso ofreciéndole concesiones económicas al Perú a cambio de su neutralidad. Estaba abrumado por la fuerza de la opinión pública y finalmente exigió que Perú declarara abiertamente si planeaba cumplir con el tratado de 1873. Cuando llegó la respuesta, afirmativamente, en abril de 1879, Chile declaró la guerra tanto a Bolivia como a Perú.

Pinto tenía buenas razones para dudar antes de involucrar a Chile en una guerra con sus vecinos del norte. Años de recorte de presupuesto habían privado al Ejército de una quinta parte de sus hombres; la armada había dado de baja buques de guerra; la reserva territorial, la Guardia Nacional, había reducido su tamaño en más de dos tercios. Los chilenos ahora se enfrentan a dos enemigos cuyas fuerzas armadas combinadas los superan en número de dos a uno. Equipado con armas anticuadas (que representaban un peligro más grave para el usuario que el posible objetivo), que carecía de cuerpo médico y de suministros, ahora se pedía al Ejército que luchara una guerra lejos del corazón del país y sin líneas decentes de comunicación. Para que Chile triunfara, el control del mar era esencial: solo esto permitiría al Ejército atacar al enemigo en su tierra natal. Sin ello, Chile estuvo expuesto a la invasión, el bloqueo o (como lo había demostrado España en 1866) el bombardeo. La armada peruana (Bolivia no tenía una) poseía dos guardias de hierro, así como buques de apoyo; la flota chilena también incluía dos guardias de hierro, pero estos, como la mayoría de los otros barcos de la Armada, estaban en malas condiciones. La perspectiva inmediata no parecía prometedora. Con la esperanza de ganar la supremacía marítima que tanto necesitaba, Pinto solicitó al comandante de la Armada, el almirante Juan Williams Rebolledo, que atacara a la flota enemiga en Callao, su base fortificada. Williams se negó. En cambio, bloqueó Iquique, el puerto a través del cual Perú exportaba nitratos (su principal fuente de ingresos), en la creencia de que el presidente peruano tendría que ordenar su flota al sur o enfrentar una ruina financiera. Así, el escuadrón chileno se detuvo frente al puerto de Iquique, esperando el ataque peruano. La opinión pública, que pronto se cansó del juego de espera pasivo de Williams, exigió que atacara al enemigo. Ansioso por aumentar su popularidad (Williams planeaba capitalizar su comando para postularse a la presidencia en 1881), el almirante finalmente decidió atacar a los acorazados peruanos, al Huascar y a la Independencia, ya que estaban anclados en el Callao. Sin informar a la Moneda, navegó hacia el norte, dejando dos barcos de madera, la Esmeralda y la Covadonga, para mantener el bloqueo de Iquique.
La expedición de Williams fue un fracaso: los barcos peruanos ya se habían ido cuando llegó el escuadrón chileno. (La evidencia indica que Williams eligió atacar el Callao sabiendo muy bien que los acorazados ya habían zarpado). Cuando el almirante finalmente regresó a Iquique, supo que la flota peruana había aprovechado su ausencia para romper el bloqueo. No solo el almirante peruano, Miguel Grau, reforzó con éxito a Iquique, sino que también hundió a la Esmeralda en la primera batalla naval memorable de la guerra (21 de mayo de 1879). La batalla de Iquique proporcionó a Chile el héroe supremo de la guerra, el capitán Arturo Prat, cuya muerte en un intento desesperado de abordar el Huascar le dio al país un símbolo impecable de sacrificio y deber patrióticos. El único punto brillante en este desastre fue que durante una persecución en alta mar de Covadonga, el capitán de la Independencia encalló su barco, por lo que casi reduce a la mitad la fuerza naval efectiva de Perú.

En lugar de aprovechar esta ventaja no ganada, Williams se enfurruñó en su cabina, cuidando de un ego magullado y una enfermedad imaginaria. A estas alturas, el gobierno deseaba destituirlo desesperadamente, pero los aliados del almirante en el partido conservador aislaron con éxito a su potencial candidato futuro de represalias. Durante el invierno de 1879, mientras tanto, Chile continuó sufriendo reveses navales: en julio, los peruanos capturaron un transporte de tropas totalmente cargado, el Rimac, un evento que provocó disturbios masivos en Santiago; El almirante Grau aterrorizó con éxito los puertos del norte, mientras que otro buque de guerra peruano, la Unión, amenazó las líneas de suministro chilenas a través del Estrecho de Magallanes. Finalmente, en agosto de 1879, y nuevamente sin informar al gobierno, Williams rompió el bloqueo de Iquique. Esta vez ni siquiera los defensores más ardientes de Williams podrían protegerlo. Fue reemplazado por el almirante Galvarino Riveros, quien de inmediato se puso a reacondicionar sus barcos. En octubre, la flota chilena atrapó a Grau en Punta Angamos. Después de un brutal intercambio de fuego (en el que Grau pereció), los chilenos capturaron al Huascar. Más tarde fue trasladado a la base naval en Talcahuano, donde todavía está en exhibición.

Chile era ahora el maestro de las vías marítimas. El camino hacia el norte estaba abierto. Pero si la Marina estaba lista, el Ejército no lo estaba. Su comandante de 74 años, el general Justo Arteaga, no poseía los recursos físicos ni mentales para montar una expedición al Perú. Al igual que Williams, Arteaga también disfrutaba de la protección de los aliados políticos y, por lo tanto, parecía estar más allá de las represalias. En un raro momento de lucidez, afortunadamente, renunció antes de que pudiera hacer demasiado daño. Su sucesor, Erasmo Escala, demostró ser ligeramente más efectivo. Católico ferviente (a menudo ordenaba a sus tropas asistir a ceremonias religiosas) con estrechos vínculos con el Partido Conservador, el nuevo comandante parecía incapaz de trabajar con cualquiera que desafiara su autoridad o cuestionara su juicio. Pero por razones políticas, Pinto no podía permitirse reemplazarlo. En cambio, ordenó a Rafael Sotomayor y José Francisco Vergara, ambos políticos civiles (el primero nacional, el segundo radical), que asistieran (y, por implicación, supervisaran) a Escala, especialmente brindando apoyo logístico.

En noviembre de 1879, las tropas de Escala desembarcaron en Pisagua, en la provincia peruana de Tarapacá. El asalto, aunque fue exitoso, no estuvo exento de fallas: un error de navegación puso a la flota fuera de curso, y el oficial a cargo de la invasión arruinó el aterrizaje. Pero los chilenos emergieron como parangones de virtud militar en comparación con sus oponentes. Los aliados habían planeado un contraataque en el que se pedía a Daza que atacara desde el norte, mientras que el general peruano Juan Buendfa atacaría desde el sur, aplastando así la expedición chilena entre los ejércitos aliados. El plan falló mal. Daza, cuya incompetencia (ya ampliamente mostrada) diezmó sus unidades mientras marchaban desde La Paz a la costa, simplemente desertó. En lugar de avanzar por el desierto hacia el sur (sin duda difícil), el dictador boliviano ordenó a sus hombres que retrocedieran sobre su base en Arica. Buendia, inconsciente de la deserción de Daza, continuó conduciendo hacia el norte esperando encontrarse con los bolivianos. Los chilenos, por supuesto, no sabían nada de estos acontecimientos. Escala permaneció cerca de la costa, vigilando atentamente el norte, asumiendo que se produciría un ataque desde ese lugar. Ansioso por asegurar un suministro confiable de agua para la expedición, Rafael Sotomayor le ordenó a su colega Vergara (que ahora se desempeña como oficial activo) capturar el oasis de Dolores. Vergara había cumplido esta misión cuando una de sus patrullas, reconociendo el área, se encontró con la guardia avanzada del ejército de Buendia.

Aunque desagradablemente sorprendido, el comandante chileno, Coronel Emilio Sotomayor, logró colocar a sus hombres en una colina conveniente, el Cerro San Francisco, antes de que el enemigo atacara. Un uso hábil de la artillería, así como la pura fortaleza, dio a los chilenos la batalla (19 de noviembre de 1879). Los soldados bolivianos, abatidos y sedientos, se fueron al altiplano. Los peruanos se retiraron de manera más ordenada al pueblo de Tarapacá. En lugar de perseguir a sus agotados oponentes, Escala ordenó a sus hombres que asistieran a una misa de acción de gracias. Habiendo cumplido con sus obligaciones religiosas, los chilenos finalmente atacaron, y una fuerza bajo Vergara avanzó sobre Tarapaca. Esta vez, fueron los peruanos quienes derrotaron a los chilenos, causando graves víctimas (incluyendo más de 500 muertos) en una batalla singularmente sangrienta (27 de noviembre). A pesar de esta victoria, Perú ahora abandonó la provincia de Tarapacá, permitiendo a los chilenos ocupar Iquique y su interior rico en nitratos.

El éxito en la campaña de Tarapacá no impidió las disputas en el campo de los vencedores. Escala, por su parte, había caído bajo el hechizo de un grupo de asesores conservadores, quienes le aseguraron que podía convertir sus triunfos militares en una candidatura presidencial. Con frecuencia se peleaba con Sotomayor (que ejercía cada vez más el mando militar) y con cualquiera que dudara de su genio militar. En marzo de 1880, al parecer para impresionar su importancia en el gobierno, Escala amenazó con renunciar. Para gran sorpresa del general, Pinto llamó a su farol y aceptó la renuncia.

Bajo un nuevo comandante, el general Manuel Baquedano, Chile, lanzó su tercera campaña en el norte en febrero de 188o, aterrizando una expedición en Ilo con el objetivo de capturar la provincia de Tacna. Sin ningún contraataque peruano a la vista, y recordando la ineptitud de Escala, Pinto ordenó a regañadientes que Baquedano se mudara al interior. Baquedano tuvo que superar problemas de suministro desesperados, pero capturó rápidamente a Moquegua y derrotó a los peruanos en la batalla de Los Ángeles (22 de marzo). A pesar de su éxito, la apertura de la campaña careció de un poco de brillo: durante un ataque sorpresa, una unidad se perdió y tuvo que pedir direcciones a la gente del lugar.



Ansioso por capturar a Arica, el puerto de Tacna y un punto estratégico vital, Baquedano marchó a sus hombres por tierra, un viaje que cobró muchas vidas. Después de aproximadamente un mes, los chilenos llegaron a Campo de la Alianza, una posición fortificada peruana en las afueras de Tacna. Aunque Vergara (Sotomayor había muerto recientemente de repente) instó a Baquedano a rebasar el punto fuerte, el general insistió en un ataque frontal. Los soldados de Baquedano triunfaron (26 de mayo), pero a un costo muy alto: tres de cada diez soldados chilenos murieron (casi 500) o resultaron heridos (alrededor de 1,600). A pesar de estas grandes bajas, el ejército se trasladó a Arica y capturó su Morro, fuertemente fortificado, la roca de Gibraltar que se alzaba (mientras aún se cierne) sobre el puerto, en uno de los asaltos más rápidos y heroicos de la guerra (julio de 2009). 6). De principio a fin, se necesitaron cincuenta y cinco minutos, alrededor de 120 chilenos murieron en el ataque.

La victoria en la campaña de Tacna no causó deleite en Chile. El público, al enterarse del costo en sangre de las tácticas de martillo de Baquedano, se indignó. De hecho, un periodista estaba tan horrorizado que sugirió que Santiago celebrara "una danza de la muerte" en lugar de un balón de victoria para celebrar el triunfo en Tacna. 6 La ira pública se vio exacerbada por las noticias de que los peruanos habían hundido dos barcos más, el Loa y Covadonga (julio-septiembre de 18o). Las demandas de un asalto a Lima ahora se volvieron irresistibles. Cumplir con estas exigencias resultó difícil. La mayoría de los suministros del Ejército estaban agotados: los civiles como Vergara tenían que esforzarse mucho para encontrar hombres y equipos, y los medios para transportar una expedición a la nueva zona de batalla. Gracias a los prodigiosos esfuerzos, las tropas de Baquedano estaban preparadas para enero de 1881 para atacar la capital peruana. Al igual que durante la campaña de Tacna, Vergara sugirió que Baquedano intentara sobrepasar las defensas peruanas para minimizar las bajas, mientras que permite que Baquedano capture la ciudad. El general, aparentemente un discípulo de la escuela vital de tácticas militares, rechazó este consejo. Como señaló un admirador posteriormente, solo un ataque frontal permitiría a los chilenos demostrar su virilidad.

El 13 de enero de 1881, las tropas de Baquedano demostraron debidamente su virilidad al romper las posiciones peruanas en Chorrillos. Mientras algunos de los vencedores barrían los focos de resistencia, otros se divertían saqueando la localidad y aterrorizando a sus habitantes. Dos días después, los chilenos atacaron y abrumaron las defensas peruanas en Miraflores en una segunda batalla sangrienta. (Las bajas chilenas por estas dos batallas incluyeron al menos 1,300 muertos y más de 4,000 heridos; las pérdidas peruanas fueron mayores). Por la noche, el gobierno peruano había huido y las primeras unidades chilenas (una compuesta por policías de Santiago) ingresaron a Lima. Por tercera vez en sesenta años, la antigua capital virreinal se encontraba a los pies de un ejército chileno.

La caída de Lima no acabó con la guerra. Chile exigió la cesión de Tarapaca, Arica y Tacna como reparaciones de guerra y como amortiguador para Chile en caso de que Perú decidiera organizar una revancha. Nicolás Pierola, quien había reemplazado al presidente Prado en 1879 y que ahora trasladó su gobierno a las montañas, se negó a ceder una pulgada. Al igual que Juárez en México, prometió librar una guerra de desgaste para expulsar al ejército de ocupación. Los chilenos podrían despedir a Pierola como un tonto grandilocuente, pero sin embargo se encontraban en una posición incómoda. Apenas podían retirarse de Perú sin un tratado de paz. Pero tampoco podrían asegurar un tratado de paz sin convencer o coaccionar a un gobierno peruano para que acepte sus demandas. Francisco García Calderón, el infortunado abogado que se convirtió en presidente del Perú controlado por los chilenos en febrero de 1881, se mostró tan firme como Pierola (aún al frente de su gobierno) en su negativa a contemplar concesiones territoriales.
Mientras el gobierno chileno intentaba forzar un acuerdo, la resistencia peruana se endureció. Ahora aparecían bandas de irregulares, montoneros; Bajo el liderazgo de oficiales experimentados como Andrés Cáceres, hostigaron y atacaron al ejército de ocupación. Una expedición punitiva fue enviada al interior peruano con la esperanza de aplastar a estos guerrilleros. Cada vez más, muchos chilenos empezaron a temer que su gran victoria militar estaba destinada a resultar pírrica.

Un factor de complicación en este punto fue el papel de los Estados Unidos, que anteriormente (octubre de 1880) intentó mediar entre los beligerantes. "El Secretario de Estado de los EE. UU., James G. Blaine, deseaba utilizar la Guerra del Pacífico para endurecer la guerra. lo que vio como el imperialismo británico mientras extendía lo que algunos podrían llamar la variedad estadounidense. Blaine decidió que podía lograr mejor estos objetivos alentando la negativa de García Calder a ceder territorio. El gobierno chileno finalmente se cansó de este juego y encarceló a García Calderón, una acción que enfureció a Blaine. Por un corto tiempo, incluso parecía posible que Estados Unidos y Chile pudieran ir a la guerra. La crisis se terminó con el asesinato del presidente James A. Garfield (septiembre de 1881). El nuevo presidente, Chester A. Arthur, reemplazó a Blaine con Frederick Frelinghuysen, quien rápidamente abandonó la truculenta política exterior de su antecesor. De aquí en adelante, Estados Unidos no se opondría a las demandas chilenas de territorio.

Pero si la situación diplomática mejoró, la situación militar de Chile no. A principios de 1882, el gobierno envió otra expedición al altiplano peruano. A la deriva en un ambiente hostil, separado de sus suministros y constantemente atacado por bandas guerrilleras, el ejército chileno no logró pacificar el interior. Después de meses de infructuosas andanzas en las montañas, se ordenó a las tropas que se retiraran a la costa. Cuando se retiraron, Cáceres dio su golpe más devastador. En la batalla de La Concepción (9 de julio de 1882) los peruanos aniquilaron a un destacamento chileno de setenta y siete, no solo matando a los soldados sino también mutilando sus restos.

El desastre en La Concepción llevó al público chileno el hecho de que sus soldados todavía estaban en una guerra sangrienta. A medida que aumentaban las víctimas, cuando los hombres sucumbían a la bala del francotirador o a la enfermedad, la prensa cuestionaba por qué los jóvenes chilenos tenían que morir "en lugares ... que podrían haberse quedado solos sin comprometer la causa de Chile". ¿Estaba la nación desperdiciando su sangre y su tesoro en una guerra que amenazaba con convertirse en el "cáncer de nuestra prosperidad"? Como concluyó un periódico provincial: "La cosa es hacer la paz, esté bien hecha o no".

Varios prominentes peruanos también se habían cansado de la guerra. Uno de ellos, Miguel Iglesias, quien estableció su propio nuevo gobierno (con apoyo chileno) en Cajamarca, varios peruanos prominentes también se habían cansado de la guerra. Uno de ellos, Miguel Iglesias, quien estableció su propio nuevo gobierno (con apoyo chileno) en Cajamarca, parecía dispuesto a negociar. Mientras estaba dispuesto a renunciar a Tarapacá, se mostró reacio a ceder a Tacna. El gobierno de Santiago, ansioso por sacar a la nación de la maraña diplomática, ahora estaba dispuesto a hacer concesiones. Se mantuvo fiel a su demanda de Tarapacá, pero propuso ocupar Tacna y Arica durante diez años, tras lo cual un plebiscito determinaría la propiedad final del territorio. Aunque Iglesias aceptó estos términos, Cáceres no lo hizo, y aún estaba en libertad. Otra expedición chilena marchó hacia el interior, decidida a cazarle. Después de meses de maniobras peligrosas, los chilenos finalmente lo derrotaron en la batalla de Huamachucho (20 de julio de 1883). Con Cáceres así sometido, Iglesias firmó debidamente un tratado de paz en Ancón el 20 de octubre. Nueve días más tarde, las tropas chilenas ocuparon el último bolsillo de la resistencia montonera, la hermosa ciudad de Arequipa.
Bolivia seguía siendo formalmente beligerante, aunque no había tomado parte en la guerra desde la campaña de Tarapacá. El Tratado de Ancón, sin embargo, persuadió incluso a los bolivianos más truculentos a buscar la paz. Aunque vencido, el país logró obtener términos generosos: la "tregua indefinida" firmada en abril de 1884 le otorgó a Chile solo el derecho a la ocupación temporal del litoral boliviano. El armisticio con Bolivia marcó el final de la Guerra del Pacífico, casi exactamente cinco años después de haber comenzado.

La captura chilena de Lima en enero de 1881, debemos señalar aquí, proporcionó un dividendo diplomático incidental. Con Perú fuera de la guerra, Argentina no podía permitirse presionar sus reclamos sobre el Estrecho de Magallanes. En julio de 1881, Chile y Argentina firmaron un tratado que confirmó tanto la soberanía argentina sobre la Patagonia como el control chileno del Estrecho. Además, ambas naciones acordaron desmilitarizar la vía fluvial, mientras que Argentina se comprometió a no bloquear la entrada del Atlántico en el Estrecho.

Los apologistas de los aliados derrotados han descrito tradicionalmente a Chile como la Prusia del Pacífico, una tierra depredadora que busca cualquier excusa para ir a la guerra con sus desventurados vecinos. El sentido común solo indica lo contrario. Las fuerzas armadas de Chile en 1879 eran pequeñas y estaban mal equipadas. Además, demasiados oficiales debían sus altos rangos a las conexiones políticas más que a la competencia técnica. La incompetencia de hombres como Williams y Escala forzó al gobierno a involucrarse en la conducción de la guerra y a proporcionar el apoyo logístico. Algunos soldados profesionales se resintieron por esta intrusión y pidieron a sus aliados políticos que los protegieran de los intentos del gobierno de dirigir la guerra. Esta intervención política, al aislar a oficiales ineficientes, casi seguramente prolongó la guerra.

Las relaciones entre los militares y la sociedad civil a menudo resultaron ásperas. Los oficiales se resintieron con instituciones como la libertad de prensa, particularmente cuando se usaba para describir la conducta de los militares en un lenguaje poco halagüeño. En San Felipe, por ejemplo, los subalternos picados destruyeron la oficina de un periódico en represalia por un editorial crítico. Baquedano tenía periodistas encarcelados por mermar sus habilidades. Un incidente más grave ocurrió en 1882, cuando el almirante Patricio Lynch, entonces gobernador militar de Lima, afirmó (en efecto) que estaba por encima de la ley cuando arbitrariamente restringió los derechos civiles de un coronel chileno. No impresionado por los argumentos de Lynch, la Corte Suprema de Chile lo rechazó.

La Guerra del Pacífico obligó al Ejército a entrar en la vida de los civiles en una medida nunca antes vista. Cuando la primera oleada de alistamientos patrióticos disminuyó, las fuerzas armadas recurrieron a la impresión. Aunque esto era claramente ilegal, los funcionarios públicos toleraron (y en algunos casos incluso alentaron) tales actividades, siempre y cuando los reclutadores se limitaran a bombardear el pueblo borracho, el pequeño criminal o el vagabundo. Eventualmente, sin embargo, los militares comenzaron a apoderarse de campesinos, artesanos y mineros respetables. "Es un curioso ejemplo de la igualdad democrática y la libertad republicana", señaló un periodista, "para obligar a Juan, que no posee un centavo, a luchar en defensa de la propiedad de Pedro, mientras que este último se niega a levantar un brazo, porque él es no tan pobre como sus conciudadanos ”.“ Una gran parte de la población masculina del país vivía con miedo: los agricultores se negaban a llevar productos al mercado; Quemadores de carbón se quedaron en casa; Los jóvenes, los enfermos y hasta los ancianos, todos se convirtieron en objetivos. En un caso, la aparición de reclutadores hizo que un grupo de inquilinos saltara a un río para evitar la captura. Tampoco se trataba únicamente de un fenómeno rural. Un diputado informó haber visto soldados armados perseguir a un hombre por una calle de Santiago, golpearlo en el suelo y luego marchar a su captura. Tampoco se trataba únicamente de un fenómeno rural. Un diputado informó haber visto soldados armados perseguir a un hombre por una calle de Santiago, golpearlo contra el suelo y luego llevarlo bajo el azote al cuartel local.
Si algunos chilenos protestaron contra estas actividades, otros no lo hicieron, especialmente aquellos que no tenían que servir. De hecho, un diputado particularmente patriótico se ofreció a enviar a todos sus inquilinos a la guerra. Ocasionalmente hacendados objetaban. No se opusieron a la conscripción; simplemente no querían que se les interrumpiera el suministro de mano de obra. En un caso, los terratenientes locales decidieron entre ellos quién debía permanecer y quién debía servir. El periódico local los felicitó por su juicio, observando que tales acciones protegían las libertades civiles de todos.

Una vez reclutado, un soldado tenía que aceptar una disciplina severa y soportar condiciones miserables. Oficiales y suboficiales repartieron pestañas más generosamente que comida. Las raciones en sí mismas eran monótonamente sombrías: pegajosidad, carne de res brusca, cebollas. El sistema de suministro del ejército a menudo se rompió, obligando a los soldados a complementar sus raciones de su propio bolsillo. No solo los salarios de los soldados eran bajos, sino que a menudo los hombres no recibían su pago porque el departamento de pagos funcionaba de manera espasmódica en el mejor de los casos, y a menudo tenían que escribir a casa para pedir dinero. La vida en la guarnición ofreció solo un poco más de comodidad que en el campo: aisladas en ciudades provinciales, las tropas fueron presa fácil de los codiciosos comerciantes que regaron su licor y los estafaron a cada paso.

El soldado chileno sufrió casi tanto a manos de su gobierno como el enemigo. Dado que el Ejército había economizado aboliendo sus cuerpos médicos, los militares no tenían ni el personal ni las instalaciones para atender a los heridos o enfermos. Si bien los civiles podían suplir la necesidad del Ejército de cirujanos y equipo, no podían compensar la incompetencia médica y la falta de previsión del ejército. El general Escala descuidó tomar ambulancias cuando atacó Pisagua. En lugar de ser atendidos en hospitales de campaña, los heridos a menudo eran enviados de regreso a Chile, a veces sobre cubierta en cargueros. Como resultado, muchos soldados llegaron a casa muertos o con heridas gangrenadas. Los soldados heridos a veces tenían que ir a los hospitales mientras los prisioneros enemigos hacían el mismo viaje en autocar. Hasta que las protestas detuvieron la práctica, los funcionarios del gobierno insistieron en que los heridos de guerra pagaran por su propia atención médica; los militares también dejaron de pagar el salario de un soldado o los derechos familiares mientras estaba hospitalizado. Si los heridos de guerra merecían un tratamiento tan arrogante, los muertos en la guerra recibían aproximadamente la misma veneración que la concedida a un leproso medieval. Si bien es cierto que los restos de los héroes más conspicuos fueron depositados en tumbas ornamentadas, los menos célebres fueron arrojados desnudos en tumbas con prisas indecentes. Este estado de cosas se volvió tan deshonroso que una sociedad de trabajadores de Valparaíso comenzó a enviar delegados para acompañar a cada cadáver a su lugar de descanso final.

Los mutilados, y las familias de los muertos en la guerra, tuvieron un mejor desempeño que los muertos. Los herederos de los oficiales recibieron alguna protección, pero inicialmente el gobierno no hizo provisiones para pagar las pensiones a las familias de los hombres alistados. No fue hasta que las bajas comenzaron a acumularse, a fines de 1879, que el Congreso abordó el problema con retraso. Sus decisiones fueron claramente una porquería. La madre de un soldado muerto en batalla, por ejemplo, recibió 3 pesos por mes. Peor aún, la legislación de pensiones excluía a los sobrevivientes de hombres que murieron por causas naturales o por accidentes. Dado que más soldados sucumbieron al bacilo en lugar de a la bala, el Congreso difícilmente podría ser criticado por ser grosero con el dinero de los contribuyentes. No es de extrañar que el patriotismo fuera un lujo en el que pocos chilenos pudieran darse el lujo de disfrutar y que aquellos que lo hicieron despiadadamente rechazaron sus recompensas, en la frase tradicional, como el pago de Chile, "la recompensa de Chile".

jueves, 9 de agosto de 2018

Libro: Sobre los chinos que sirvieron al ECh en la Guerra del Pacífico



Entrevista con Heidi Tinsman, autora de "Rebel Coolies, Citizen Warriors, and Sworn Brothers: The Chinese Loyalty Oath and Alliance with Chile in the War of the Pacific"


por Sean Mannion | Hispanic American Review of History

Heidi Tinsman es profesora de historia y estudios de género y sexualidad en la Universidad de California, Irvine. Es autora de Comprar en el Régimen: Uvas y Consumo en la Guerra Fría Chile y Estados Unidos y Socios en conflicto: la política de género, sexualidad y trabajo en la reforma agraria chilena, 1950-1973. Puede leer su nuevo artículo "Rebel Coolies, Citizen Warriors, y Sworn Brothers: The Chinese Loyalty Oath y Alliance with Chile in the War of the Pacific" en HAHR 98.3.

1. ¿Qué le interesó a Chile como área de investigación?

En la década de 1980 llegué a la mayoría de edad y, como mucha gente de mi generación, mi interés en Chile comenzó con indignación por el apoyo de Estados Unidos a la dictadura de Pinochet y su papel fundamental en el derrocamiento de Allende. Mi primera clase universitaria en la historia de América Latina fue impartida por el incontenible Michael Jímenez, que hizo que sus estudiantes de Princeton vieran los tres tambores de La batalla de Chile de Patricio Gúzman.


Una protesta en Santiago de Chile contra la dictadura de Pinochet. Foto de Kena Lorenzini, donada al Museo de la Memoria y los Derechos Humano. Licencia bajo CC BY-SA 3.0. (Encuentra el original aquí).

2. Mientras que su nuevo artículo HAHR comparte con sus libros anteriores un enfoque en Chile, cambia al siglo XIX para discutir la experiencia de los hombres chinos durante la Guerra del Pacífico. ¿Qué llevó a este nuevo enfoque?

La constante en todos mis proyectos, incluido este, ha sido un enfoque en las luchas laborales de género y agrario. Mi interés en los trabajadores chinos comenzó con la enseñanza de Historia Mundial en la Universidad de California, Irvine, lo que me llevó a involucrar más seriamente las historias de China. Al mismo tiempo, en mis clases en América Latina, tuve muchos estudiantes asiático-americanos que compartían historias sobre abuelos que venían a las Américas no a través de San Francisco o Nueva York, sino a través de Lima, La Habana y Hermosillo. Como historiadora del trabajo, hace tiempo que conozco a los "trabajadores chinos" en América Latina y al hecho de que en su mayoría están en las notas a pie de página. Comencé a pensar cómo los paradigmas de los estudios de área nos encerraban en narrativas que siempre los convertían en personajes menores. Rastrear la historia de los trabajadores chinos en Chile necesariamente lo lleva a Perú y la Guerra del Pacífico porque ahí es donde y cuando Chile anexa vastos territorios, incluidos los trabajadores chinos.

3. ¿Qué desafíos planteó su base de origen para este artículo y cómo los resolvió? ¿Qué desafíos particulares plantearon los sujetos históricos de investigación cuyas vidas abarcaron múltiples continentes e idiomas?

No tengo habilidades en chino; pero en realidad hay bastantes fuentes chinas en español, portugués e inglés. En el siglo diecinueve, los chinos en las Américas usaban regularmente embajadas británicas, americanas y diversas latinoamericanas para representar sus intereses; y los peruanos chinos escribieron en español. Los chilenos y los peruanos también tenían mucho que decir sobre los comerciantes y trabajadores chinos. De hecho, se trataba de una historia chilena sobre un "juramento de lealtad chino" que me hizo preguntar, ¿por qué diablos los chilenos prestaron tanta atención a los hombres chinos?



Una ilustración de periódico del juramento de lealtad chino al ejército chileno durante la Guerra del Pacífico (Quintín Quintana, una figura clave en el artículo de Tinsman, está a la derecha). Desde El Nuevo Ferrocarril (Santiago), 1880

4. De acuerdo con la biografía de su artículo, este artículo es parte de un proyecto más amplio sobre trabajo y masculinidad chinos en la América Latina del siglo XIX. ¿Qué espera esta investigación para contribuir a la investigación reciente sobre la diáspora asiática en América Latina?

Esa es una gran pregunta! Ahora hay un montón de trabajo emocionante sobre la migración china a América Latina y los latinoamericanos descendientes de chinos, por lo que no tengo que hacerlo solo. Mi interés particular no es tanto la historia de la diáspora asiática, que otros han mejorado, sino también la importancia de los trabajadores chinos y los debates sobre los trabajadores chinos para construir economías latinoamericanas y articular las ideas latinoamericanas sobre la nación, que fueron también siempre vinculado a reclamos sobre raza y género. Quiero resaltar cuán latinoamericana era y es la presencia china.

5. ¿Has leído algo bueno recientemente?

La triología Ibis del novelista Amitav Ghosh sobre el comercio de opio entre India y China es brillante y fue una inspiración para este proyecto.

domingo, 10 de enero de 2016

Guerra del Pacífico: La batalla de Arica



La batalla de Arica 

Junio de 1880 


1. Antecedentes 
La victoria peruana en Tarapacá no cambió los resultados estratégicos de la invasión chilena y el I Ejército del Sur, por una serie de circunstancias, se vió en la imperiosa necesidad de emprender la retirada hacia la ciudad de Arica. La difícil marcha sobre áridos desiertos duraría veinte días, pero finalmente, el 18 de diciembre, el general Buendía arribó a su destino con un total de 3,416 hombres, incorporándose luego 634 dispersos. 

Consolidada la ocupación de la provincia de Tarapacá, el ejército chileno emprendió la segunda fase de la guerra terrestre, que denominaría Campaña de Tacna, la cual se desarrollaría en un vasto escenario que abarcaba los límites de los ríos Ilo y Moquegua por el norte y los ríos Azapa y Azufre por el sur. 

Los peruanos aun controlaban esa región a través del I y el II Ejército del Sur, dividido entre Arica y Arequipa, mientras que los bolivianos guarnecían el departamento de Tacna. Sin embargo, los aliados, faltos de armamento y provisiones, no estaban aptos para sostener una campaña tan difícil como la que se avecindaba. Los chilenos, por el contrario, se fueron revitalizado con refuerzos y con el buen servicio de abastecimientos proporcionado por su escuadra. 

A inicios de 1880 el comando militar chileno aprobó un nuevo plan de operaciones para sus fuerzas expedicionarias. El plan contemplaba invadir los territorios al norte de Pisagua, es decir las localidades de Ilo, Pacocha e Islay, con objeto de aislar Tacna del resto del Perú y posteriormente atacar y ocupar dicho departamento. En consecuencia, el alto mando chileno concentró veinte transportes en Pisagua y el 24 de febrero de 1880, frente a la bahía de Pacocha, en Moquegua, al norte de Arica, desembarcó un ejército de doce mil hombres. Asumió el mando de aquel ejército el general de brigada Manuel Baquedano, asistido por el coronel José Velázquez como su jefe de Estado Mayor y otros oficiales de primer nivel. La autoridad política se veía encarnada con la presencia activa del ministro de guerra en campaña, Rafael Sotomayor. Sin embargo, el plan, que había sido estudiado hasta el detalle, ignoraba la presencia de Arica como una posición intermedia pero crucial. 

En abril de 1879, iniciado el conflicto, el Presidente peruano Mariano Prado, había decidido, por razones estratégicas, convertir a Arica, próspera ciudad sureña de 3,000 habitantes y muy cercana de territorio chileno y de las salitreras, en el segundo puerto artillado de importancia del Perú y en su cuartel general. El puerto, ubicado a 65 kilómetros al sur de Tacna, había sido fundado en tiempos de la colonia española y siempre estuvo fortificado, ya que desde fines del siglo XVI por allí se embarcaba la plata proveniente de las ricas minas de Potosí. Cuando Prado abandonó el teatro de operaciones del sur, el mando de la posición recayó en el contralmirante Montero, quien a su vez, en cumplimiento de órdenes superiores, relevó al general Buendía por errores cometidos durante la campaña, asumiendo el comando del I Ejército del Sur. 

Los trabajos defensivos de la plaza fueron encomendados a dos militares y a un civil, el ingeniero Teodoro Elmore. El grupo trabajaría con dedicación pero no alcanzaría los resultados esperados por falta de recursos (1). 

El Estado Mayor General y el I Ejército del Sur permanecieron cerca de cuatro meses en Arica hasta que en los primeros días de abril de 1880 el contralmirante Montero, enterado de los planes chilenos, se dirigió hacia el norte para unirse con las fuerzas bolivianas en Tacna, lugar que se presentaba como el nuevo frente de guerra. El adversario ahora ocupaba la ciudad de Moquegua así como el estratégico paso de Los Angeles, posición situada entre Moquegua y Torata. 

Montero dejó en Arica una pequeña guarnición de guardias nacionales que estaba al mando de un oficial naval, don Camilo Carrillo, pero como aquel debió dejar su puesto por razones de enfermedad, el comando recayó en un viejo oficial retirado, adicto a la ordenanza y muy patriota, cuyo nombre, en aquellos momentos, no decía mucho: Francisco Bolognesi, un coronel de 64 años de edad, solemne, de baja estatura y muy acabado para su edad. Las tensiones propias del conflicto habían menguado su físico. Ojeras pronunciadas, cabello cano y blanca barba, eran el marco de un hombre cansado pero de espíritu combativo, quien había participado valientemente en las batallas de San Francisco y Tarapacá. Sobre su actuación en esta última acción, el Parte Oficial del coronel Belisario Suárez, jefe de Estado Mayor del I Ejército del Sur señaló: 


“El señor comandante general don Francisco Bolognesi, estuvo a la altura de esos soldados que caracterizaron a aquellos, cuya presencia en las filas enemigas hacía rendir banderas” 

Por su parte, el historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna escribió: 


“Su designación, bajo el punto de vista militar, había sido, por tanto, perfectamente acertada”. 

Tan pronto recibió el comando de Arica, Bolognesi dispuso intensificar los trabajos defensivos, pues pese a que el lugar era de particular importancia estratégica, aún persistía el problema de que no se le había equipado convenientemente para encarar el muy viable escenario de un ataque por tierra. Por lo expuesto, jamás llegó a ser la fortaleza inexpugnable que han presentado los historiadores chilenos –que llegaron a llamarla el Gibraltar de América- pero tampoco estaba desguarnecida como pretenden algunos historiadores peruanos. Arica no era una posición militar sólida, pero gracias a las obras realizadas ostentaba algunos dispositivos disuasivos importantes. Por mar, bloqueada como se encontraba por la escuadra chilena, si era impenetrable y si bien al inicio de la guerra las defensas habían sido orientadas especialmente para resistir un ataque de artillería naval, en los meses subsiguientes se fueron adoptando las previsiones para contener un eventual asalto de infantería, siempre teniendo en cuenta las difíciles condiciones del terreno y la gran extensión de las aéreas a defender. 

2. Las defensas de la plaza 

En la cumbre del morro, que era una plaza natural, de unos 10,000 metros cuadrados de extensión y 260 metros de altura, los peruanos habían construido frágiles cuarteles y colocado nueve cañones para defender el avance de la escuadra. Estos eran conocidos como las Baterías del Morro, divididas a su vez en Batería Alta y Batería Baja. El arma fundamental eran los cañones Vavausser de avancarga, de 9 pulgadas de calibre, peso de munición 250 libras y alcance nominal de 4,300 metros, construidos en Gran Bretaña en 1867. Los otros modelos empleados eran Parrots y Voruz de diferente calibre. La Batería Alta contaba con un Vavausser, dos Parrot de 100 mm y dos Voruz de 70 mm. La Batería Baja disponía de cuatro Voruz de 70 mm. Asimismo, para defender la rada, se habían colocado fuertes artillados en el flanco norte, considerado como él más bajo de la plaza. Estos fuertes eran el Santa Rosa y el Dos de Mayo, armados cada cual con un Vavausser, y el San José, provisto de un Vavausser y un Parrot de 100 mm. Bajo cada uno de los cañones, protegidos por muros de barro, reforzados y solidificados con césped, yacían cinco quintales de dinamita para hacerlos volar en caso de que el enemigo tomase las posiciones. Como característica particular, el Vavausser del fuerte Dos de Mayo poseía una base circular que le permitía disparar indistintamente hacia el mar o al valle de Chacalluta. 

El sector este de Arica, es decir el segundo flanco de defensa, ubicado en la parte alta y escarpada de la zona, contaba con un total de siete cañones y era defendido por dos fortines, llamados Este y Ciudadela. El último era un reducto cuadrado, fosado por los lados y sus muros estaban construidos por sacos de arena solidificados por la humedad y el césped. Su defensa estaba constituida por tres cañones -dos Parrot de 100 mm y un Voruz de 70 mm- y un conjunto de casamatas con mechas de tiempo e hilos eléctricos. 

El fortín Este se ubicaba a 800 metros al sudeste del Ciudadela. Era también cuadrado y fosado e igualmente protegido por sacos de arena. Sus dos cañones Voruz de 100 mm eran estáticos, y según la orientación podían disparar bien hacia el mar o hacia el valle del Azapa. Detrás del fuerte Este se levantaban un total de 18 reductos y trincheras unidas entre sí. Más atrás se ubicaba Cerro Gordo, y tras él, la ciudad de Arica. 

En total la plaza estaba protegida por diecinueve cañones de tierra. Contaba adicionalmente con dos potentes cañones Dahlgren de 15 pulgadas, pertenecientes al monitor clase Canonicus Manco Capac, inmovilizado hacía más de un año en la rada del puerto. Si bien los gruesos calibres daban la superioridad artillera a los peruanos, su lentitud de recarga y la perdida de la posición de disparo después del tiro los harían ineficaces ante los cañones de retrocarga chilenos, que podían disparar hasta ocho tiros por minuto contra un tiro cada cinco minutos de los peruanos. 

Además de las baterías, la considerable cantidad de dinamita y el sistema eléctrico de minas, constituían el principal obstáculo para contener un asalto (3). 

Sobre el papel, la fuerza defensiva de Arica, incluyendo al personal naval del Manco Capac, ayudantía y comisariato, bordeaba los 1,700 hombres. Sin embargo, excluida la marina y la ayudantía, alrededor de 1,450 soldados, en su mayoría noveles guardias nacionales, estaban en capacidad de hacer frente a un ataque terrestre. La tropa estaba agrupada en dos divisiones, que en términos reales no lo eran por ser muy reducidas en número. La Octava División estaba compuesta apenas por dos batallones: El Iquique, con 310 hombres y el Tarapacá, con 219, un total de 529. Sus integrantes si eran soldados fogueados en combate al haber participado en la campaña del sur y su misión era defender los fuertes ubicados al norte de Arica, lugar que era considerado como el más probable para un ataque enemigo. La Séptima División por su parte, más numerosa aunque conformada casi en su mayoría por voluntarios, tenía tres batallones: Granaderos de Tacna y el Cazadores de Piérola, que sumaban unos 580 hombres, responsables de la defensa del fuerte Ciudadela y el Artesanos de Tacna, con 380 soldados, que defendía el fuerte Este. En total, 960 efectivos. La dotación del monitor Manco Capac ascendía a 100 hombres. La tropa estaba uniformada con traje de bayeta blanca, y armada indistintamente con fusiles Peabody, Remingtons y Chassepots. También poseía carabinas Evans, Winchesters, Chassepots antiguos, el Chassepot reformado conocido como “rifle peruano” y Comblains. No contaba con un tipo unificado de fusil, lo que dificultaba la distribución de munición y que los oficiales instruyeran a la tropa sobre un manejo uniforme. 

Varios de los oficiales de la plana mayor pertenecían al ejército regular del Perú y algunos como el coronel Bolognesi estaban ya retirados, pero un buen número eran civiles asimilados voluntariamente a quienes se había otorgado rango militar. El coronel José Joaquín Inclán, comandante de la Séptima División, era un veterano militar profesional, mientras que los coroneles Alfonso Ugarte, comandante de la Octava División, Ramón Zavala, jefe del batallón Tarapacá y el ciudadano argentino Roque Sáenz Peña, jefe del batallón Iquique, eran civiles jóvenes, algunos de fortuna, que se habían incorporado voluntariamente al ejército y recibieron grados militares. Alfonso Ugarte y Ramón Zavala por ejemplo, eran ricos salitreros que armaron y equiparon sus batallones con recursos propios. 



Tropas asaltantes chilenas

Inicio de las hostilidades 
El 27 de febrero de 1880, varias naves de combate chilenas atacaron Arica por mar. Las baterías peruanas respondieron los fuegos y alcanzaron cinco veces al blindado Huáscar, removiendo los remaches y planchas de su coraza. Luego, mientras el Huáscar se acercaba para neutralizar un tren de tropas de refuerzo, otra granada peruana impactó en uno de sus cañones de babor matando a seis tripulantes e hiriendo a otros catorce. Poco después el monitor Manco Capac salió de la rada y uno de sus proyectiles volvió a dar en el porfiado Huáscar, matando a su nuevo comandante, Manuel Thomson. 

Las acciones navales continuaron en marzo, cuando el día 15 el Huáscar y el Cochrane volvieron a bombardear Arica. La defensa peruana con sus naves y baterías de tierra fue impecable. El Cochrane recibió seis cañonazos, cuatro de los cuales le causaron daños de consideración, mientras que el Huáscar asimiló cuatro impactos, debiendo retirarse del combate para reparar sus maquinas. 

El 17 de marzo, la corbeta peruana Unión logró romper el bloqueo impuesto sobre Arica, trayendo consigo provisiones y municiones, una lancha torpedera –la Alianza- para la defensa de la rada, así como a la dotación que perteneciera al blindado Independencia. Entre aquellos hombres se encontraba Juan Guillermo Moore, quien fuera el capitán de aquella nave perdida en Punta Gruesa el 21 de Mayo de 1879. Los chilenos sólo comprendieron lo que había ocurrido a primera luz del día, cuando observaron a la Unión descargando suministros. 

En poco tiempo El Huáscar, el Matías Cousiño, el Loa el Cochrane y el Amazonas atacaron con intención de destruir a la corbeta, la cual, no obstante sufrir algunas bajas y graves daños como la destrucción del puente de mando, los botes salvavidas y los suministros de carbón, en horas de la tarde logró levar anclas, se desplazó hacia la isla del Alacrán y emprendió rumbo al sur, eludiendo por segunda vez consecutiva el bloqueo chileno mediante las maniobras más increíbles. 

Bolognesi dispuso que los hombres de la Independencia, unos 200, sirvieran en las Baterías del Morro. Con ellos el número de defensores se incrementó a 1,650. El comandante Moore fue puesto al mando de las mismas. Su caso era muy particular; hijo de padre británico y madre peruana, fue al inicio de la guerra skipper del entonces considerado más poderoso blindado de la escuadra, que en tonelaje superaba al célebre Huáscar. Sin embargo, había encallado su nave al pretender cazar a la goleta chilena Covadonga en Punta Gruesa. La pérdida de la nave apenas a un mes de iniciada la guerra, fue catastrófica para el Perú. Moore cayó en desgracia y presa de una crisis depresiva estuvo a punto de suicidarse. Alejado de todo puesto de comando en la marina y en el anhelo de expiar su fatal error, el atormentado oficial buscó ser destacado a un puesto de riesgo como Arica, donde mostró gran entusiasmo y coraje, que reafirmaría al momento de decidirse la resistencia de la plaza. 

Dos meses después, el 27 de mayo, luego de la batalla del Alto de la Alianza, que sería hasta entonces la acción de armas más trascendental y de mayor envergadura de la guerra, los victoriosos chilenos procedieron a ocupar la ciudad de Tacna. De este modo el ejército del Mapocho cumplió con el objetivo trazado, logró una continuidad territorial entre su país y el departamento de Moquegua, y virtualmente consolidó la ocupación de todo el sur del Perú, desde el río Moquegua por el norte y Tarata por el este. 

Sin embargo, aún persistía el escollo de Arica, que una vez concluida la batalla se mostró en su verdadera magnitud. En aquel lugar, el destacamento al mando de Bolognesi sostenía el que había pasado a convertirse en el último reducto peruano en la región y en el enclave que interrumpía la continuidad geográfica entre el territorio ocupado y el chileno e impedía la comunicación entre el ejército y la escuadra que bloqueaba la plaza peruana. 

Ese mismo día, el nuevo ministro de guerra en campaña de Chile, José Francisco Vergara, envió desde Iquique una comunicación al ministro de guerra en Santiago, dando cuenta de la situación tras la batalla del Alto de la Alianza. En el referido telegrama, Vergara expresó: 


“... Si Campero y Montero se rehacen en el pie de la cordillera donde tienen posiciones casi inexpugnables y sí, como me informó el coronel Urrutia había en Moquegua 1,500 hombres, mientras no tomemos Arica nuestra situación se hace crítica porque con la posesión de Tacna no adelantamos mucho y nuestros aprovisionamientos por Ilo e Ite principiarán a correr riesgo. La resistencia de Arica depende de la entereza del jefe de la plaza, que si es de buen temple nos puede resistir muchos días. Por los informes recogidos se sabe que tienen algunos hombres y desde el mar se ve alguna caballería...” 

Consolidada la ocupación de Tacna, el Estado Mayor chileno consideró fundamental obtener una salida necesaria hacia la costa, separados como estaban por decenas de kilómetros de desierto, faltos de alimentos y con las tropas esparcidas por caseríos y pueblos. La idea era ocupar de inmediato esa plaza con el fin de dominar por completo el teatro de operaciones y desalojar a los peruanos de su último baluarte en la región. La salida al mar por Arica se hacía imprescindible para recobrar la línea de comunicaciones y adelantar al norte la base de operaciones de Pisagua, rompiendo de paso, el enlace entre las fuerzas aliadas. Por otra parte, el escenario en el bando aliado era el más desolador. Tras el catastrófico revés militar del Alto de la Alianza, el ejército regular peruano había cesado de existir como una fuerza operativa, las desmoralizadas tropas bolivianas se retiraron para siempre hacia el altiplano y la guarnición de Arica quedó aislada y rodeada por mar y tierra. 

Al conocer de la derrota en Tacna, Bolognesi y sus oficiales anticiparon, acertadamente, que el siguiente movimiento del ejército chileno sería atacarlos, aunque ignoraban que se habían quedado solos y sin posibilidad de refuerzos, pues las tropas del contralmirante Montero se dirigían hacia Arequipa a reorganizarse, en vez de retornar a Arica como al parecer había sido previamente acordado (4). 


3. Las comunicaciones de la plaza 
Todo indica que al principio los oficiales de Arica no comprendieron la real magnitud de la derrota de Tacna. Tampoco tuvieron conocimiento del desbande del ejército peruano ni de la deserción del boliviano, lo que se explica por el hecho que las comunicaciones enviadas solicitando información jamás fueron contestadas y que los únicos datos disponibles provenían de soldados dispersos incapaces de dar un panorama real de la situación. Aún así, aunque presas de incertidumbre, los oficiales eran conscientes que debían mantener aquella posición a la cual asignaban, y no sin razón, un gran valor estratégico (5). 

El contenido del primero de los telegramas de Arica, suscrito por su jefe de Estado Mayor, coronel Manuel C. La Torre sustenta lo afirmado: 


“Arica, 26 de mayo. Señor general Montero, Pachía.- Dice el coronel Bolognesi que aquí sucumbiremos todos antes de entregar Arica. Háganos propios. Comuníquenos órdenes y noticias del ejército y de los auxilios de Moquegua”. 

Frente a las circunstancias poco claras Bolognesi vislumbró dos posibles escenarios a encarar en los próximos días. El primero, habría sugerido un plan de operaciones mediante el cual el ejército chileno avanzaría desde Tacna hacia Arica, en cuyo proceso Montero o el II Ejército del Sur lo hostilizarían por los flancos. Esto obligaría a los chilenos a batirse en retirada, encontrándose con la guarnición de Arica, donde serían derrotados. El segundo, pudo basarse en la siguiente hipótesis: El ejército chileno sitiaría la plaza o la atacaría; la guarnición resistiría con todos los recursos a su disposición, causando bajas y agotando al adversario y tropas peruanas en avance sobre Arica sorprenderían al diezmado ejército chileno. La idea, en consecuencia, habría sido intentar mantener la posición hasta que llegasen las fuerzas que con tanta insistencia Bolognesi solicitaría en sus mensajes. 

Sin embargo la posible estrategia de formar un triángulo de fuerzas peruanas fracasaría. Como el contralmirante Montero jamás pensó en retornar hacia Arica, y dio el puerto por perdido, era imposible que flanqueara al enemigo como lo suponía la primera hipótesis. La destrucción del telégrafo de Tacna le impidió informar a Bolognesi de su decisión. En todo caso, ambos escenarios sustentan el hecho de porqué Bolognesi desplegó sus esfuerzos en reforzar las defensas en el área norte, colocando ahí a la más fogueada y disciplinada Octava División, al considerar que los chilenos aparecerían por ese lugar ante el supuesto empuje de las tropas peruanas. En la mañana del 27 de mayo, Bolognesi despachó al coronel Segundo Leiva, jefe del II Ejército del Sur, por intermedio del prefecto Orbegoso de Arequipa, el primer mensaje de una serie que no tendrían respuesta. 


“Esfuerzo Inútil, Tacna ocupada por el enemigo. Nada oficial recibido. Arica se sostendrá muchos días y se salvará perdiendo enemigo si Leiva jaquea, aproximándose a Sama y se une con nosotros”. 

Dentro de esta difícil situación, ante falta de instrucciones precisas, pero teniendo en cuenta ordenes impartidas por Montero dos días antes de la batalla del Alto de la Alianza, la noche del 28 de mayo los peruanos celebraron un consejo de guerra, en el cual todos los oficiales -con una sola excepción- acordaron resistir y aprobaron el plan de defensa. Cada uno de ellos quedó pues resuelto al sacrificio. El coronel Agustín Belaúnde, un decidido pierolista arequipeño a quien se otorgó rango militar y el cargo de primer jefe del batallón Cazadores de Piérola no sólo fue la voz discordante en el referido consejo, sino que poco después desertó y con él arrastró a algunos oficiales de su entorno, evadiendo la batalla (6). 

Para esa fecha la guarnición ya había quedado totalmente aislada de los remanentes del ejército peruano, pero aun mantenía comunicaciones por telégrafo con la prefectura de Arequipa y todavía le era posible un repliegue a otras áreas. A efecto de frenar el previsible avance chileno, Bolognesi ordenó al ingeniero Teodoro Elmore que destruyera el puente Molle, cerca a Tacna, y que hiciera lo propio con el puente de Chacalluta, los terraplenes cercanos a la estación de Hospicio y la línea férrea que comunicaba con Tacna. Un documento que puede dar idea del desconcierto con respecto a Arica lo constituye la carta dirigida desde Tarata por el prefecto de Tacna, Pedro A. del Solar al Director Supremo Nicolás de Piérola, con fecha 31 de mayo, es decir siete días antes de la batalla, donde escribió: 


“Nada sabemos hasta ahora de Arica, pero su perdida es inevitable” 

En aquellos momentos Arica venía sufriendo además el bloqueo naval por parte de las naves Cochrane, Covadonga, Magallanes y Loa, aunque desde el combate del 15 de marzo no se había vuelto a repetir un cruce de fuego entre la escuadra chilena y las defensas. Aquellos hechos no hicieron sino confirmar que Arica era impenetrable por mar y que los barcos de guerra sólo podían limitarse a aislar las comunicaciones marítimas y dar apoyo de artillería ante un ataque de sus ejércitos. Pero el bloqueo no afectaba en mucho la vida en Arica, habido cuenta del aprovisionamiento natural proveniente de los valles del Azapa y Chacalluta. 

El 28 de mayo el general Manuel Baquedano, ordenó una avanzada de reconocimiento de caballería sobre Arica, compuesta por cincuenta Carabineros de Yungay al mando del capitán Juan de Dios Dinator, la cual llegó hasta la estación de Hospicio y la ocupó. Asimismo, dispuso que los oficiales del batallón de ingenieros militares tomaran posesión de la estación del ferrocarril y avanzaran hacia los puentes del Molle y de Chacalluta. Ambos puentes y los terraplenes del ferrocarril destruidos previamente por Elmore, fueron reparados el primero de junio por los pontoneros chilenos. El dos de junio, en coordinación con el ministro de guerra en campaña, Baquedano ordenó movilizar las tropas de reserva que no combatieron en el Alto de la Alianza más algunos cuerpos de elite y marchar hacia Arica para capturarla. Aquella fuerza quedó compuesta de la siguiente forma: 

INFANTERIA Regimiento Buin 1º de Línea (885 hombres); Regimiento 3º de Línea (1053); Regimiento 4º de Línea (941); Regimiento Lautaro (1000). 

CABALLERIA Batallón Bulnes (400); Carabineros de Yungay (300); Cazadores a Caballo(300). 

ARTILLERIA 1 brigada (500 hombres) 

Total de combatientes: 5,379 efectivos 

La artillería de campaña constaba de 28 cañones y 2 ametralladoras. Si al total de efectivos militares se agregaban los zapadores, pontoneros y auxiliares, podría concluirse que la fuerza que marchó sobre Arica bordeaba los 6,000 efectivos (7). 

Los regimientos de infantería estaban integrados por fornidos ex obreros salitreros, de notoria fortaleza física y conocedores del terreno, quienes se encontraban ansiosos de entrar en combate. 

La inteligente estrategia de Baquedano, contemplaba avanzar rodeando la cordillera, de manera tal que sus fuerzas aparecieran sobre el valle de Chacalluta y no por el norte, como esperaban los oficiales peruanos. Paulatinamente, éstas fuerzas iniciaron el avance de 65 kilómetros desde sus posiciones en Tacna hasta apostarse al norte del río Lluta, dónde sitiaron el objetivo. 

El inicio del drama 

El dos de junio, un destacamento de caballería chilena al mando del mayor Vargas Pinochet capturó al ingeniero Elmore y a su ayudante, el teniente Pedro Ureta, cuando emprendían una arriesgada acción de sabotaje con minas eléctricas. Ureta, víctima de sus heridas, murió posteriormente y Elmore, que por su condición de civil estuvo a punto de ser fusilado en el lugar, fue llevado a interrogatorio. 

Desde sus posiciones de avanzada los peruanos observaron la llegada del enemigo, aún aguardando los refuerzos y con la esperanza que se concretaría alguno de los escenarios señalado en páginas precedentes. Sin embargo ni las fuerzas de Montero ni las de Leiva avanzarían hacia Arica. Corolarios de la tragedia, las decisiones adoptadas por sus respectivos comandantes constituyeron la sentencia de muerte de la plaza. Bolognesi por cierto ignoraba lo que ocurría e insistía en solicitar órdenes e información, elementos fundamentales para la suerte de la plaza. En tales condiciones dirigió a Montero un telegrama que no hacía sino reflejar la total incomunicación de la guarnición: 


“He hecho a US, cuatro propios, sin que ninguno haya regresado con su contestación. No he recibido dato ni orden oficial de usted, de manera que me encuentro a oscuras. Necesito usted me comunique el estado de su ejército, su posición, sus determinaciones y planes, y sobre todo, sus órdenes. Arica resistirá hasta el último y creo seguirá su salvación si usted, con el resto del ejército o unido a las fuerzas de Leiva, jaquea en Tacna o en Sama o Pachía o hace esfuerzo para unirse con nosotros. Tenemos víveres. Necesito urgentemente clave telegráfica. Sólo han llegado cinco dispersos. Camino férreo inutilizado. Todo listo para combatir. Dios guarde a usted”. 

El contralmirante Montero al frente de los restos del I Ejército del Sur, había organizado en las breñas de Tarata un consejo de guerra para decidir las acciones a adoptar. Este consejo, resolvió por unanimidad proseguir la marcha hacia Arequipa vía Puno. La única excepción fue la del coronel Andrés Avelino Cáceres quien insistió ante Montero bajar hacia Arica y socorrer a Bolognesi. En clara minoría, los intentos del futuro “Brujo de los Andes” fueron vanos (8). 

Por su parte, Leiva había dispuesto que el II Ejército del Sur se alejara de Sama y marchase hacia la cordillera supuestamente para ponerse en contacto con los dispersos de Tacna y recoger armas y municiones. Lo que en realidad hizo fue emprender una serie de patéticas marchas y contramarchas que culminarían con el regreso de sus tropas a Arequipa. El dos de junio Leiva acampó en Mirave, más lejos aún del teatro de operaciones. De ahí envió un telegrama a Montero solicitando noticias. Al no recibirlas, regresó a Tarata. La fuerza del II Ejército del Sur que dirigía Leiva en aquellos momentos estaba conformada por los batallones Legión Peruana de la 3ra División (500 hombres), el Huancané (535 efectivos), 2 de Mayo y Apurimac; las columnas Grau y Mollendo; una batería de 107 efectivos compuesta por dos cañones de 4 pulgadas y dos de 9 pulgadas; dos ametralladoras; y, un escuadrón de caballería. Para tener una mejor idea de la composición de este ejército, entre sus comandantes se encontraba el tristemente célebre Marcelino Gutiérrez, único sobreviviente del clan de los coroneles Gutiérrez, cuyos tres hermanos, fueron linchados por el pueblo a raíz de una asonada golpista que en 1872 costó la vida al presidente constitucional José Balta. 

Luego de que los vigías de Arica comunicaron los desplazamientos de las fuerzas chilenas en Chacalluta el coronel Bolognesi envió un nuevo mensaje al prefecto de Arequipa: 


“Toda caballería enemiga en Chacalluta. Compone ferrocarril. No posible comunicar Campero. Sitio o ataque resistiremos”. 

Era evidente que el comando de Arica también ignoraba que las fuerzas bolivianas habían retornado al altiplano. La lejana pero viable posibilidad de que los remanentes del ejército boliviano comandado por el general Narciso Campero de algún modo hubieran asistido a la guarnición, también se esfumaron. Respondiendo a una comunicación del coronel Leiva fechada 31 de mayo, en la que éste solicitaba instrucciones, Campero expresó que después del desastre del 26 se había visto obligado a retirarse a Bolivia con el resto de su ejército, que había cesado en sus funciones como comandante de los ejércitos al sur del Perú y que por tanto Leiva debía obrar de acuerdo a instrucciones provenientes de Lima. Luego señaló con equivocado criterio: 


“En mi concepto, el enemigo aprovechando el triunfo obtenido el 26, se propondrá como inmediato objetivo la toma de Lima o Arequipa; en ésta segunda hipótesis, debe Ud. tomar todas las medidas que crea convenientes para defender esa ciudad” 

El general boliviano no tomó en cuenta la dramática situación de Arica, sea por desconocimiento o porque su preocupación natural ahora se centraba en cerrar al ejército chileno la posible entrada a su país. El valiente desempeño de los batallones Colorados y Amarillos del Sucre, este último integrado por soldados quechuas, así como el galante comportamiento en combate de distinguidos oficiales como el propio Campero, Eliodoro Camacho y José Joaquín Pérez, atenuó los errores, deserciones y la poca motivación de un ejército liderado por un Presidente como Hilarión Daza, cuya actitud contribuyó a los reveses militares sufridos en la campaña del sur. Ahora, tras el Alto de la Alianza, apenas a un año de iniciada la guerra, las fuerzas bolivianas retornaban a su país, dejando que peruanos y chilenos decidieran a solas la suerte del conflicto. Volviendo a Arica, la tarde del dos de junio, la guarnición transmitió un nuevo mensaje a Arequipa: 


“Enemigos todas armas a dos leguas acampado. Espero mañana ataque” 

De acuerdo a este mensaje, la hipótesis del sitio prolongado había sido descartada. Los movimientos de las tropas chilenas eran la señal de que pronto se iba dar inicio al asalto. A partir de ese momento el comando se concentró en aguardar. La decisión había sido tomada y para muchos oficiales era obvio que no podrían resistir indefinidamente y que, finalmente abandonados a su suerte, sucumbirían. El tenor de las cartas escritas durante esos días por Bolognesi, Ugarte, Zavala, O’Donovan y otros oficiales reflejaban claramente tal presentimiento (9). 

El 4 de junio, el jefe de Estado Mayor chileno, coronel José Velásquez elevó al contralmirante Patricio Lynch un informe sobre la batalla de Tacna, cuyo último párrafo decía lo siguiente: 


“Los restos peruanos tomaron distintos rumbos pero nadie se replegó a Arica. Los regimientos Buin, 3ro y 4to de línea, el Bulnes, veintidós piezas de artillería y cuatrocientos hombres de caballería están hoy a dos leguas de Arica. Mañana atacaremos por la retaguardia conjuntamente con la escuadra. Sabemos que hay muchas minas. Hemos tomado a un ingeniero peruano (Elmore) encargado de hacer las minas. Las fuerzas que hay en la plaza alcanzan a mil setecientos hombres con los sirvientes de los cañones. Bolognesi y Moore se obstinan en no rendirse. Tenemos bastante carne y víveres. Tenga usted la bondad de trasmitir los datos que le adjunto para satisfacer la justa ansiedad del gobierno y de las familias y de apreciar las consideraciones de aprecio de su obsecuente servidor” 

Desde el morro se podía observar el despliegue de la artillería chilena, y de los regimientos de infantería y caballería. De primera impresión se calcularon más o menos en cuatro mil hombres. Inclusive tropas chilenas habían incursionado por el Azapa, revisado el terreno y luego retornado a sus posiciones. La flota por su parte se desplazó para tomar posición de combate. Un nuevo mensaje fue cursado a Arequipa. 


“Avanzadas enemigas se retiran. Continúan siete buques. Apure Leiva para unírsenos. Resistiremos”. 

 


Mientras esto ocurría, el tres de junio, desde Tarata y con un animo contradictorio al de los jefes de la plaza, el Prefecto de la ocupada Tacna, Pedro Alejandrino del Solar escribió al Director Supremo Piérola: 


“Hoy he mandado a un jefe intrépido, el coronel Pacheco a Arica, dándole cuenta a Bolognesi de lo que ocurre y dándole mi opinión sobre la situación en que se encuentra. Le digo que destruya los cañones y cuanto elemento bélico hay en Arica y que salve los hombres que allí tiene para pasar ese ejercito a Moquegua y unirlo al Coronel Leiva. No sé si lo hará ni si le parecerá a Ud. bien”. 

Pacheco Céspedes, un oficial cubano, jamás llegó a Arica por la sencilla razón que el lugar estaba virtualmente cercado por el adversario. El cuatro de junio, tras el reconocimiento el día anterior del terreno, el Estado Mayor chileno, basado en las noticias que había recibido sobre los elementos de defensa de la posición peruana, abandonó su idea de atacarla por el norte y más bien optó por ejecutar el asalto desde el sector este. Acto seguido dispuso que el Buin y el Cuarto de Línea se ubicaran en el oriente de Arica. Estas tropas avanzaron ocultas detrás de las cadenas de los cerros del este, acompañados por un destacamento del regimiento Cazadores del Desierto. Por su parte, la artillería, conjuntamente con los regimientos Bulnes, Buin y Cuarto de Línea y el Cazadores a Caballo, se desplazó por el norte del río Lluta, para colocarse detrás del cordón de los cerros, sobre las lomas del Condorillo. Se dispuso entonces que las baterías de montaña, apuntaran hacia el sector sur de Arica y las baterías de campaña hacia el centro, a una distancia aproximada de cuatro kilómetros de las posiciones peruanas. 

A continuación se ordenó al Tercero de Línea y a dos escuadrones del Carabineros de Yungay desplegarse por el sector norte. Al haberse virtualmente completado el cerco sobre las fuerzas peruanas, la única ruta remanente para una eventual evacuación hubiera sido hacia el sur, bordeando la costa, rumbo a Camarones. Sin embargo, más allá, en la línea Pisagua-Dolores, permanecía una fuerza chilena al mando del general Villagrán que hubiera cortado una hipotética retirada. En todo caso, ni Bolognesi ni sus oficiales habían pensado en evacuar la plaza. Por el contrario, estaban más decididos que nunca a defenderla. Ese mismo cuatro de junio, Bolognesi transmitió un extenso y dramático mensaje, que reflejaba los difíciles momentos que atravesaba Arica, la impotencia de no recibir respuesta a sus pedidos y la firme determinación de sus defensores: 


“Señor General Montero o Coronel Leiva:
“Este es el octavo propio que conduce, tal vez, las últimas palabras de los que sostienen en Arica el honor nacional. No he recibido hasta hoy comunicación alguna que me indique el lugar en que se encuentra, ni la determinación que haya tomado. El objeto de ésta es decir a U.S. que tengo al frente 4,000 enemigos poco más o menos, a los cuales cerraré el paso a costa de la vida de todos los defensores de Arica, aunque el número de los invasores se duplique. Si U.S. con cualquier fuerza ataca o siquiera jaquea la fuerza enemiga, el triunfo es seguro. Grave, tremenda responsabilidad vendrá sobre U.S. si, por desgracia no se aprovecha tan segura, tan propicia oportunidad.
“En síntesis, actividad y pronto ataque o aproximación a Tacna, es lo necesario de U.S. Por la nuestra, cumpliremos nuestro deber hasta el sacrificio. Es probable que la situación dure algunos días más, y aunque hayamos sucumbido, no será sin debilitar al enemigo, hasta el punto en que no podrá resistir el empuje de una fuerza animosa, por pequeño que sea su número.
“El Perú entero nos contempla. Animo, actividad, confianza y venceremos sin que quepa duda. Medite usted en la situación del enemigo, cerrado como está el paso a sus naves. Ferrocarril y telégrafos fueron inutilizados, pero hoy ya funcionan los trenes para el enemigo. Todas las medidas de defensa están tomadas. Espero ataque pasado mañana. Resistiré”. 

El cinco de junio, la infantería chilena terminó de ocupar el valle del Azapa. Así, el objetivo quedó prácticamente encerrado. A las ocho de la mañana de ese día, con las baterías ya ubicadas en las lomas del Condorillo y de la Encañada, se procedió a bombardear las posiciones peruanas. Los cañones de campaña abrieron fuego contra las baterías del norte y los de montaña centraron sus disparos contra el fuerte Ciudadela. Este ablandamiento a cargo de los potentes Krupp y Armstrong no causó sin embargo ningún efecto. Las baterías en el morro y los fuertes San José y Santa Rosa, apenas contestaron el fuego. Al parecer, el cañoneo, además de intentar intimar al adversario, tuvo como objeto apreciar la distancia y situación de sus baterías, pero por el contrario, contribuyó a encender el ánimo de la guarnición y mostró su férrea determinación. 

A poco de iniciado el cañoneo, Bolognesi transmitió un nuevo mensaje a través del prefecto de Arequipa: 


“Apure Leiva. Todavía es posible hacer mayor estrago en el enemigo victorioso. Arica no se rinde y resistirá hasta el sacrificio”. 

El Estado Mayor chileno, que tenía intención de apoderarse del armamento, la artillería, las municiones, los explosivos, los torpedos, el monitor Manco Capac y hasta los víveres, tenía pleno conocimiento de la red de minas eléctricas y dinamita que rodeaba las defensas peruanas y concluyó que asaltar sus posiciones en tales circunstancias causaría innumerables bajas en ambos bandos. Sabía también que tarde o temprano tomaría Arica, pero no a un costo tan alto. Razones prácticas y de carácter humanitario motivaron a que los jefes de la fuerza sitiadora decidieran solicitar la rendición de la plaza. Los jefes chilenos concluyeron que la disuasión con su formidable fuerza militar, el aislamiento del destacamento, la destrucción de los ejércitos aliados en Tacna, y el hecho de que jamás llegarían refuerzos, eran argumentos más que suficientes como para inducir a los peruanos a capitular. Suspendido el cañoneo, se dispuso entonces que un oficial -el sargento mayor de artillería Juan de la Cruz Salvo- hombre de finos modales y fácil palabra, solicitara, a título de parlamentario, la rendición de la plaza. En cumplimiento de sus órdenes, el joven oficial de 33 años, acompañado de dos subalternos, el capitán Salcedo y el alférez Faz y cuatro hombres de tropa, alcanzó las posiciones peruanas antes del mediodía. Fue recibido por el coronel Ramón Zavala, jefe del batallón Tarapacá, quién tras disponer que su escolta permaneciera en el lugar, lo acompañó al cuartel general peruano, ubicado en el Jirón Ayacucho. A este respecto, el coronel chileno Pedro Lagos señaló: 


“Abrigábamos entonces la esperanza de que con esta tentativa los peruanos desistirían del propósito de seguir resistiendo inútilmente, sin probabilidades de triunfo. Al mismo tiempo obligándoles a batirse (con el cañoneo), les dábamos oportunidad para salvar el honor de su país y entrar en honrosa y cuerda capitulación. La sangre preciosa derramada en Tacna y los horrores que trae consigo un combate, nos había hecho desistir antes del asalto, esperando arreglarlo todo por la vía tranquila y sensata de la palabra”. 

De inmediato De la Cruz Salvo ingresó a un salón austero, adornado apenas por un reloj de pared, cuatro sillas de madera, una pequeña mesa y un sofá. Una ventana alta permitía el ingreso de luz a la lúgubre habitación. El comandante de la guarnición recibió al parlamentario con toda cortesía y luego de un breve preámbulo protocolar, escuchó atentamente la propuesta que por su intermedio le formulaba el alto mando chileno. De la Cruz Salvo expresó que la plaza estaba totalmente rodeada, que el ejército de Chile era tan poderoso que podía sitiarla indefinidamente o tomarla por la fuerza, que el resto del ejército peruano había sido prácticamente aniquilado en Tacna, que no había posibilidad de recibir refuerzos y que en consecuencia toda resistencia era inútil. Encomió la enérgica actitud de la plaza y expuso razones humanitarias para evitar un inútil derramamiento de sangre. Asimismo transmitió el compromiso de que el destacamento peruano, en su totalidad, podría retirarse portando armamento ligero sin ser molestado por las tropas chilenas. Bolognesi se mostró sereno y sin perder la compostura replicó que tenía órdenes precisas y que no podía entregar la ciudad. Entonces el oficial chileno decidió retirarse argumentando que su misión estaba cumplida. El coronel peruano respondió sin embargo que aquella era una decisión personal, no obstante las circunstancias, debía consultarla con los demás jefes y se comprometió a enviar una respuesta a las dos de la tarde. Salvo expresó que no era posible pues la suerte de la plaza podía decidirse en pocas horas. Entonces Bolognesi le preguntó si tenía inconveniente en formular la consulta, ahí mismo, en su presencia. Salvo respondió afirmativamente, indicando que podía contar con media hora más. En pocos minutos los principales oficiales peruanos, un total de quince, se reunieron en el cuartel general para debatir el planteamiento del comando chileno. Para los peruanos resistir o capitular se había convertido en un asunto de honra, ya que muchos consideraban que su posición continuaba siendo un elemento esencial en el desarrollo inmediato de las operaciones de la guerra. Reafirmando el criterio asumido en días previos, todos los oficiales coincidieron con la posición de su comandante. Entonces un emocionado Bolognesi se dirigió al emisario chileno para expresarle que los presentes estaban decididos a salvar el honor del país. Luego agregó en términos solemnes: 


“Puede usted decir a su comandante que Arica no se rinde. Tengo deberes sagrados que cumplir y los cumpliré hasta quemar el último cartucho”. 

Sin más que añadir De la Cruz Salvo se retiró para comunicar la firme respuesta peruana a su Estado Mayor (10) 

  

Arriba, coronel de artillería don Francisco Bolognesi, comandante en jefe de la guarnición peruana de Arica. Pese a su desventajosa situación, decidió defender la posición que el país le confió hasta las últimas consecuencias, aun a costa de su propia vida. Abajo, general de brigada don Manuel Baquedano, comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias chilenas. Su misión era capturar Arica y ejecutó su estrategia con inteligencia y determinación. 

  


Tarapacá y Tacna había caído en manos chilenas, Arica estaba cercada por el sur y por el norte. Al oeste, poderosas naves en la bahía hacían imposible cualquier intento de escapatoria. Se podía abandonar el territorio marchando rumbo al este, internándose en la sierra, para, rodeando las fuerzas chilenas, alcanzar Arequipa o eventualmente Lima. Había también otra opción: quedarse en Arica, donde sin duda morirían.


 
Pocos minutos después de la batalla, los chilenos izan la bandera en el Morro y le rinden honores. En primer plano un cañón de artillería ligera y los cadáveres de los defensores peruanos. El 7 de junio es para las FFAA peruanas el día del juramento de la bandera.



Roque Sáenz Peña en la batalla de Arica
Al declararse la guerra del Pacífico entre Chile y Perú, en 1879 se ausenta silenciosamente de su país viajando hacia Lima. Ofrece sus servicios al Perú, que le otorga el grado de Teniente Coronel (Comandante). En la batalla de Tarapacá; sirve al mando del coronel Andrés Avelino Cáceres, donde su bando obtiene un triunfo transitorio sobre Chile. En la batalla de Arica estuvo al mando del batallón Iquique, después de ser herido en el brazo derecho y contemplar impotente la muerte de muchos de sus camaradas peruanos, cae prisionero en manos del Capitán del 4º de Linea del ejército chileno Ricardo Silva Arriagada, quien le salva de la tropa chilena que le perseguía mientras huía junto a los otros oficiales peruanos sobrevivientes (De La Torre y Chocano) y no lo ejecuta por haber mostrado Saenz Peña el valor de no suplicar por su vida. (Relato de la época de Ricardo Silva Arriagada, de Asalto y Toma del Morro de Arica de Nicanor Molinare)


"Don Roque Sáenz Peña sigue tranquilo, impasible; alguien me dice que es argentino; me fijo entonces más en él; es alto, lleva bigote y barba puntudita; su porte no es muy marcial, porque es algo gibado; representa unos 32 años; viste levita azul negra, como de marino; el cinturón, los tiros del sable, que no tiene, encima del levita; pantalón borlón, de color un poco gris; botas granaderas y gorra, que mantiene militarmente. A primera vista se nota al hombre culto, de mundo. Más tarde entrego mis prisioneros a la Superioridad Militar, que los deposita, primero en la Aduana, y después los embarcan en el Itata." Ricardo Silva Arriagada

Roque Sáenz Peña es sometido a un Consejo de Guerra y se lo confina cerca de la capital chilena. Puesto en libertad luego de seis meses, a instancias de su familia y del gobierno argentino, regresa a Buenos Aires en septiembre de 1880. El Congreso de la Nación Argentina, en voto unánime, le devuelve la ciudadanía argentina, que había perdido de jure al incorporarse al ejército peruano. Más tarde, en 1910 sería presidente de la República Argentina.

 

Roque Saenz Peña (primero de derecha a izquierda) junto a los oficiales del Coronel Francisco Bolognesi del ejército peruano (Foto de 1913),Representación teatral peruana, que los muestra previo a la batalla del Morro de Arica, ver Batalla de Arica.


Desde 1981, Roque Sáenz Peña tiene su estatua en Lima



Fuente
Wikipedia