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jueves, 6 de junio de 2024

Guerra Antisubversiva: Ataque a la Brigada Aérea Policial

Ataque a la Brigada Aérea Policial


El 11 de enero de 1976 un grupo de 15 a 20 terroristas trató de copar el cobertizo de la Brigada Aérea Policial, en la escuela Juan Vucetich, en La Plata. Al ser sorprendidos por los guardias se inició un tiroteo que terminó sin víctimas, y con la huida de los criminales.
Probablemente el propósito de los terroristas era destruir los aparatos que estaban en el cobertizo con explosivos. Otro caso de ataque terrorista que pudo haber terminado con víctimas, pero gracias a la rápida acción de las fuerzas, no hubo que lamentarlas.
Desde CELTYV exigimos Justicia por todos los ataque terroristas llevados a cabo en los años ’70, con o sin víctimas, ya que en cada ataque repelido, las fuerzas cumplían con su deber de proteger a la sociedad.


sábado, 2 de julio de 2022

Guerra antisubversiva: Víctimas del atentado de Verbitsky y Walsh

 “Me destruyó la vida”: tenía cinco años cuando la bomba de los Montoneros mató a su madre en el comedor de la Policía Federal

Carolina Cepeda era la hija más pequeña de Josefina Melucci de Cepeda, la única víctima civil del ataque perpetrado por Montoneros al comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal del 2 de julio de 1976. Su voz, la de su hermana mayor y las cinco mujeres que murieron en el peor atentado de la historia argentina hasta la voladura de la AMIA

Ciento diez heridos y veintitrés muertos, el saldo total del peor atentado guerrillero durante la sangrienta década de los 70, el más devastador ataque contra una sede policial en todo el mundo

Carolina Cepeda vio por última vez a su mamá aquel viernes a media mañana. Se tomó el subte de la Línea B, paró en la estación Uruguay, le dio un beso a su mamá y bajó con su papá, que la llevaba al médico. El beso fue el último y la acompañaría, como un tesoro, durante toda su vida. Tenía solo cinco años. Su mamá siguió viaje una parada más, hasta la estación Carlos Pellegrini; trabajó un par de horas en la sede de Yacimiento Petrolíferos Fiscales y salió a almorzar con una amiga; en el camino, entró a una tienda y compró un tapado, obligada por el frío intenso de aquel mediodía de invierno.

Era el 2 de julio de 1976. Una bomba vietnamita explotó en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, ubicada en la calle Moreno 1431 de la Ciudad de Buenos Aires. Obra de Montoneros, significó el peor atentado de la historia argentina hasta la voladura de la AMIA en 1994 y el más sangriento contra un edificio policial en la historia del mundo. 23 personas murieron. Hubo más de cien heridos. Entre las víctimas fatales, cinco mujeres. Entre las cinco mujeres, una única civil. Josefina Melucci de Cepeda tenía 42 años y almorzaba con su amiga, la sargenta María Olga Pérez de Bravo, que también falleció.

Estaban ahí porque Josefina le había pedido que le hiciera una gestión por el documento del hijo de una vecina. “Fina, ya está el documento, pasá a buscarlo”, le había avisado María Olga, temprano por la mañana. Era el pasaporte de un vecino de Josefina; ella vivía en una casa de estilo inglés en Villa Urquiza junto a su marido, Antonio Cepeda, y sus tres hijos: Alejandra y Carolina, de once y cinco años, y Gabriel, de diez.

María Olga, la anfitriona de aquella comida fatal, tenía 43 años, y fue internada en el Churruca “en estado de coma, debiendo efectuársele una intervención quirúrgica en el cráneo para extraerle una gran esquirla metálica incrustada en pleno tejido cerebral, que ocasionó esfacelación (gangrenación) del mismo”, según el médico Ricardo Lotito. Además, “presentaba múltiples orificios de tres a cuatro milímetros de diámetro” en la pierna derecha, la nariz y la frente. Resistió ocho días hasta que falleció y su cuerpo también fue retirado por su esposo, Alfredo Bravo. Josefina, en cambio, murió en el acto por una herida profunda en la base del cuello y su cuerpo fue retirado al día siguiente por su esposo.

Josefina Melucci de Cepeda con su familia en las últimas vacaciones en Córdoba

La bomba me destruyó la vida. Me obligó a usar una máscara para ocultar el dolor de perder a mi mamá de una manera tan absurda. ¿Sabes lo que es que llegue el Día de la Madre y que, mientras tus compañeritas hacen dibujitos para sus mamás, vos sepas que lo único que vas a poder hacer ese día es llevarle una flor al cementerio? ¿Y que tengas que poner tu mejor cara porque la gente tampoco tiene por qué aguantar tu dolor todos los días?”, dijo Carolina, su hija más chica.

Mi mamá era un sol; había llegado de España a los nueve años; era una mujer alegre, siempre muy servicial hacia sus vecinos y sus compañeros de trabajo, en YPF, donde cumplía tareas administrativas”, recordó Alejandra, su hija más grande. Ninguna de las dos tuvo hijos. Carolina piensa que lo hicieron para que sus hijos no sufrieran lo que ellas sufrieron tras el atentado. “Lo mismo le ocurrió a nuestro hermano, Gabriel, que tenía diez años y quedó, también, muy afectado”, agregó Alejandra. Antonio, el esposo de Fina, debió archivar el sueño familiar de ampliar la gomería que poseían en el límite entre los barrios de Villa Urquiza y Belgrano R para lo cual ya habían comprado un inmueble mayor porque, lógicamente, debió hacerse cargo de los tres hijos, que eran muy chicos. “Papá murió hace tres años; fue un padre ejemplar y lo extrañamos mucho. Él siempre quiso justicia”, señaló Alejandra.

La mañana del 9 de junio de 2022 -45 años, once meses y siete días del siniestro- la Cámara Federal ordenó reabrir una investigación para que se analicen las responsabilidades de la agrupación Montoneros en el ataque a una repartición de la Policía Federal. Alejandra no esperaba que la resolución iba a ser tan pronta, todo lo contrario: suponía que la historia del fallecimiento de su madre se hundiría en los archivos. Por eso, ante el llamado de Infobae, se emociona, llora. Dice que no se puede concentrar en su trabajo. “Estoy muy conmovida, muy movilizada, temblando de alegría, llorando de emoción. Al fin se está haciendo historia. Personalmente siento que empezó a sanar tanto dolor. Empiezo a ser visible. Siempre estuve oculta, con miedo”.

Hubo, además de Josefina Melucci de Cepeda y de María Olga Pérez de Bravo, otras tres mujeres entre las víctimas de la bomba que destruyó el casino de la Superintendencia de Seguridad Federal, en el centro de la ciudad de Buenos Aires. La tercera víctima mortal de género femenino fue la cabo Elba Ida Gazpio, que estaba a doce días de cumplir cuarenta y siete años. Su hija, Liliana Tejedo, de veintitrés años, era agente y estaba comiendo con ella, pero se levantó diez minutos antes de la explosión para cederle su silla a una amiga de su mamá, la sargenta María Esther Pérez Cantos.

Liliana Tejedo era agente de la Policía Federal y estaba almorzando con su madre, la cabo Elsa Gazpio. Se salvó porque la cedió su lugar a una amiga de su mamá. Ambas murieron

Un hecho fortuito que le salvó la vida. “Vi que María Esther estaba parada porque no encontraba lugar; había un lleno increíble en el comedor porque era principios de mes y habíamos cobrado el sueldo”, contó Liliana.

—María Esther, ya terminé de comer, sentate acá —le dijo levantándose de la mesa, con su cartera en la mano.

—No, si ustedes están charlando.

—Es que ya estoy llegando tarde a la oficina.

La agente Liliana Tejedo caminó menos de cien metros, subió al ascensor y, cuando llegó a su escritorio, en el primer piso del Departamento Central de la Policía Federal, donde cumplía tareas administrativas, un subcomisario entró muy agitado.

—¿Escucharon la explosión? —preguntó a Liliana y a sus compañeros.

—No, ¿acá, en el edificio? —contestó ella, recordando que había habido amenazas de bomba en el Departamento Central.

—No, parece que fue en el Casino de Seguridad Federal.

“Ahí fue cuando empezó mi drama”, recordó Liliana Tejedo.

Es que madre e hija eran muy unidas, seguramente porque el padre de Liliana las había abandonado cuando ella, que era hija única, tenía siete años. “Con un sueldo con el que apenas sobrevivíamos, mi mamá nos sacó a las dos adelante. Ella trabajaba en el primer piso de Seguridad Federal, en el Departamento de Registros e Informes; en tareas administrativas, ni siquiera portaba armas”, señaló.

“Después me enteré —agregó— que la bomba había sido colocada justo detrás mío, en otra mesa. María Esther se sentó en mi lugar, mi mamá estaba justo enfrente. Por eso, sus cuerpos quedaron destrozados; en el caso de mi mamá, el trámite de identificación demoró casi diez horas y recién a las doce de la noche nos confirmaron que también ella había fallecido”.

El documento de identidad de la cabo Elsa Gazpio, destruido por las esquirlas de la bomba vietnamita. Ella murió en el acto, decapitada

“Éramos muy unidas —recordó—. Nunca más volví al comedor y estuve años sin poder pasar por la puerta. No fui al velatorio, que se hizo el día siguiente, el sábado 3 de julio, en el patio techado de la Guardia de Infantería, en el Departamento Central de Policía. No pude ir ni siquiera al homenaje que le organizaron sus compañeros de oficina. Me dieron licencia y habré vuelto a los quince o veinte días. Trabajé allí hasta 1980, cuando nació mi hijo y pedí la baja”.

“Es un tema que me sigue poniendo muy nerviosa; me pone mal; desde que fijamos el día de la entrevista, estoy triste. En más de cuarenta y cinco años, es la primera vez que lo charlo con alguien que no conozco”, contó Liliana Tejedo al borde de las lágrimas.

Agregó que “mucha gente que me conoce no sabe cómo murió ella porque yo siempre digo que murió en un accidente. Creo que no soportaría que alguien me contestara, por ejemplo: ‘Los militares hicieron cosas horribles’. ¡Mi mamá no tenía nada que ver; era una pobre trabajadora, que cumplía tareas administrativas y ni siquiera portaba armas! Apenas sobrevivía con su sueldo, pero con ese sueldo nos sacó adelante cuando mi papá nos abandonó. Ella murió justo cuando estaba terminando los trámites de separación”.

Fue su tío, el subcomisario Horacio González, quien se ocupó de todos los trámites relacionados con la identificación y el retiro del cuerpo de Elba Gazpio, que se demoró casi diez horas porque quedó totalmente mutilado, mientras Liliana era consolada por su marido y su abuela.

“Hubo —dijo Tejedo— una falla en el control del ingreso a Seguridad Federal. Tenía un portón inmenso, pero siempre una hoja del portón estaba abierta. En la vereda un policía te preguntaba dónde ibas y, justo después de la entrada, estaba la mesa de vigilancia, pero, si ya te conocían, rara vez te hacían abrir la cartera. De hecho, mi mamá murió con su cartera. Con el tiempo, mi tío me dio su cédula de identidad y una agenda que llevaba en la cartera: estaban agujeradas por las bolas de acero de la bomba vietnamita”.

El cuerpo de Elba Gazpio quedó totalmente mutilado: ella estaba decapitada, con fracturas múltiples en casi todos los huesos del cráneo y de la cara, y pérdida de masa encefálica. El doctor Luis Ginesin explicó que, además, presentaba múltiples heridas y fracturas en las piernas, la “amputación traumática” del brazo derecho, y heridas y facturas en el brazo izquierdo, de cuya mano lograron extraer dos anillos.

Juan Carlos Blanco con la foto de su papá, el cabo Blanco, uno de los muertos

Su amiga, la sargenta María Esther Pérez Cantos, de 49 años, fue la cuarta mujer del listado de muertos; su cuerpo fue retirado por su hija, María Susana Burgos Pérez. También tenía la cabeza separada del cuerpo; “múltiples fracturas de cráneo, expuestas y cerradas, con pérdida de masa encefálica; quemaduras de tipo AB (intermedias) en la región malar y mandibular derecha; heridas en la pierna derecha, y escoriaciones y hematomas en distintas partes del cuerpo”, según el parte del doctor Jorge Luis Russo.

La última víctima mujer fue la agente Alicia Lunati. Su cuerpo estaba carbonizado del ombligo para abajo, al igual que las manos, y tenía quemaduras de grado intermedio en el rostro y el cuero cabelludo, y escoriaciones y hematomas por todos lados. Su papá, Pedro Lunati, retiró el cadáver; recibió también dos anillos de metal blanco, uno con una piedra brillosa incolora, y cien pesos que llevaba su hija en el bolsillo.

Los cuerpos quedaron tan deteriorados por las características de la bomba vietnamita utilizada por Montoneros, uno de los dos grupos guerrilleros más poderosos de los 70, de origen peronista. No contenía solo trotyl sino también postas o bolas de acero, que, una vez detonado el artefacto, se convertían en una ráfaga que agujereaba todo lo que encontraba, desde mesas, sillas y paredes hasta los propios comensales.

Hubo también ciento diez heridos, varios con secuelas muy graves por las mutilaciones provocadas por la onda expansiva, mientras comían los platos buenos, abundantes y baratos del comedor.

Detrás de cada uno de los veintitrés muertos por la bomba en el comedor de la Policía Federal hay familiares, amigos y colegas que todavía hoy siguen llorándolos, como Gloria Paulik, que se enteró de la muerte de su papá, el sargento Juan Paulik, cuando tenía diez años y era la tercera de sus cinco hijos, nacidos y criados en una familia de Villa Ballester, en el Gran Buenos Aires, donde nunca alcanzaba el dinero. “Hoy sentí que los veintitrés claman justicia desde el cielo. Y nosotros luchamos desde acá por lo mismo”, celebró, también emocionada, en diálogo con Infobae. Dijo que la noticia de la la Cámara Federal de ordenar reabrir una investigación sobre el atentado le renovó la esperanza: “Creemos que ya casi 46 años después, es demasiado tiempo esperando justicia. Cuando a los terroristas los han beneficiado de todas las maneras posibles”. Había brindado su testimonio con otros familiares de víctimas en la Legislatura, en la Feria del libro y en el Colegio de Abogados: “Desnudamos nuestro alma delante de personas que no conocemos. Pero aún con el dolor de revivir lo que pasamos, sentimos que nuestras víctimas debían ser reconocidas”.

La historia de Gloria Paulik es, también, como la de Juan Carlos Blanco, hijo del cajero del comedor, que le había puesto su nombre completo, signo de lo mucho que había esperado el varoncito luego de cuatro hijas mujeres. Once años tenía Juan Carlos hijo cuando se enteró en su casa en Ciudadela de una noticia en la que sigue sin creer del todo: “Yo espero todos los días que él vuelva a casa”, dice.

Eran otros tiempos: la esposa se ocupaba de la casa y el marido proveía el dinero, al menos en las familias Paulik y Blanco. Las muertes provocaron dolor y también súbitas, inesperadas, dificultades económicas al punto que, por ejemplo, la viuda de Paulik y sus cinco hijos tuvieron que dejar la vivienda que alquilaban.

Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y la empleada de YPF.

Fue el atentado más sangriento de los 70, pero también de la historia del país hasta el 18 de julio de 1994, cuando un coche bomba destruyó la AMIA y dejó ochenta y cinco víctimas fatales. Mató más que el ataque terrorista contra la embajada de Israel, de 1992, hace treinta años. Y habría matado más aún si Montoneros hubiera logrado su propósito original de derribar todo el edificio.

Fuera de nuestras fronteras, continúa siendo el mayor atentado contra una dependencia policial en todo el mundo. Ninguna otra policía recibió un ataque así. Hasta hoy, la Justicia nunca había investigado el hecho, ni durante la dictadura ni en democracia, y hasta Masacre en el comedor, ningún periodista o historiador había escrito nada sobre este tema.

viernes, 3 de abril de 2020

Guerra Antisubversiva: Cuando casi exterminan a la cúpula criminal del ERP

Metralla y sangre en un “asado sospechoso”: el día que una patrulla policial casi extermina a los líderes del PTR-ERP 
Habían pasado 5 días del golpe de Estado de 1976. La máxima dirigencia guerrillera, incluido Mario Santucho y jefes de organizaciones latinoamericanas, fueron sorprendidos en una quinta de Moreno. Era una reunión cumbre que simulaba ser un asado de amigos. Pero sus inquilinos cometieron un grave error. Alertados, los uniformados fueron sin imaginar un combate. De los 49 participantes, 37 lograron escapar mientras que 12 fueron muertos o detenidos desaparecidos


Por el asesino terrorista Eduardo Anguita

Por Daniel Cecchini 



Mario Roberto Santucho, antes de ese encuentro en la quinta La Pastoril había escrito una temeraria proclama titulada “Argentinos, a las armas”. Su tesis fundamental era que el golpe de Estado de Videla-Massera y Agosti debía ser frenado con la violencia popular

Carlos Gabetta y María Elena Amadio militaban en el área de Inteligencia del PRT-ERP. A mediados de marzo de 1976, cuando se oía el ruido de tambores y disparos de FAL en toda la Argentina, tuvieron como misión instalarse en la quinta La Pastoril, ubicada en la avenida Monsegur, a pocas cuadras de la estación La Reja del Ferrocarril Sarmiento, en el oeste boanerense. Debían hacerlo junto a otra pareja que simularan ser gente de buen pasar.

El predio tenía una casa muy grande de dos plantas, pileta, quincho y, a unos 200 metros de la residencia principal, vivían el casero con esposa y su hijo. El dueño de La Pastoril había alquilado la quinta a una persona que, por supuesto, ocultó los verdaderos motivos. No era, como decía, para descansar junto a otros amigos, sino para una actividad del PRT-ERP que requería un altísimo grado de secreto.

Una vez que Gabetta y su compañera llegaron a la quinta, el jefe del Logística del ERP, Carlos “el Elefante” Marcet, les narró el plan.

-Se va a llevar a cabo una reunión de la Junta Coordinadora Revolucionaria (integrada por el PRT-ERP, el MIR chileno, el ELN boliviano y el MLN Tupamaros de Uruguay), convocada por el Comité Central del partido y habrá también invitados de Montoneros.


En 1976 el imbécil de Carlos Gabetta tenía 32 años y desde los 20 hacía periodismo. En ese momento, como parte de su tarea de Inteligencia, era jefe de Redacción de un quincenario de orientación conservadora que, precisamente, le permitía estar al tanto de los planes del golpe de Estado

Gabetta, que trabajaba de periodista desde muy joven en su Rosario natal, sabía que el país estaba bajo absoluto control. Como además su labor era de Inteligencia, al igual que María Elena, no le era ajeno que si se filtraba cualquier dato sobre semejante juntada de dirigentes, les caería encima toda la represión.

-Para la seguridad del encuentro habrá una escuadra de contención - agregó el Elefante.

Se refería a una docena de guerrilleros cuya misión sería quedarse a combatir y permitir la evacuación de los asistentes en caso de que la reunión fuese descubierta.

-¿El casero es del Partido? –preguntó Gabetta al Elefante.

La respuesta, insólita, fue breve:

-No.

Entre la noche del viernes 26 y el sábado 27 de marzo llegarían, en vehículos acondicionados, los participantes de la reunión del Comité Central para que durante los dos días subsiguientes se dieran los informes de cada área y tomar las decisiones para los próximos meses.

Un momento difícil

El escenario, para la organización marxista político-militar con 6 años de acciones guerrilleras urbanas y alguna experiencia en la zona montañosa de Tucumán, no podía ser más delicado.

Tres meses atrás habían sufrido la derrota más grande de su historia en el intento de copamiento del Batallón de Arsenales 601 ubicado en Monte Chingolo, el sur bonaerense. Allí, la acción de un infiltrado –Jesús “el Oso” Ranier”- concluyó con la muerte en combate y ejecución sumaria de casi un centenar de miembros del PRT-ERP. Algunos cayeron dentro del cuartel, otros en las inmediaciones como parte de los grupos de contención.

El 23 de diciembre de 1975, el ERP había sufrido la derrota más grande de su historia en el intento de copamiento del Batallón de Arsenales 601 ubicado en Monte Chingolo, el sur bonaerense


Pese a ese golpe tremendo, el propio Mario Santucho, antes de ese encuentro en La Pastoril había escrito una temeraria proclama titulada “Argentinos, a las armas”. Su tesis fundamental era que el golpe de Estado de Videla-Massera y Agosti debía ser frenado con la violencia popular. Santucho estimaba que el pueblo iba a sumarse a la acción armada del ERP y Montoneros. Iba a leer el texto en ese encuentro y saldría en el periódico El Combatiente el martes 30 de marzo, al igual que miles de panfletos que se repartirían masivamente.

El Comité Central

Daniel De Santis se había ganado un lugar en el Comité Central por su persistencia en las luchas obreras. Si bien provenía de un hogar de clase media, se había “proletarizado” en Propulsora Siderúrgica y en los conflictos sindicales de mediados de 1975 contra el Rodrigazo había tenido un lugar protagónico.

A De Santis, como a otros tantos, lo había pasado a buscar una combi por la avenida Gaona. Cuando estaba dentro de La Pastoril se sumó a un picadito de fútbol. El partido era una manera de ocultar el verdadero propósito de los asistentes. Eran nueve contra nueve: pero casi ninguno tenía pantalón corto ni zapatillas.

Tras el fulbito, se sentaron a comer unos fideos. Ya habían llegado la mayoría de los dirigentes y una docena de combatientes del ERP que formaban la escuadra de contención. Esos debían estar con un uniforme verde oliva, algo extraño en las reglas de mimetizarse con la población por parte de los guerrilleros. La ropa militar era para darle más aspecto marcial a esa reunión.

 

Mario Santucho y los otros 6 del Buró Político fueron los últimos en llegar. Uno de ellos, Domingo Mena, se acercó a De Santis y le contó con preocupación algunos datos sobre cómo los había golpeado la represión en la cúpula de la organización:

-De los 28 titulares y los 11 suplentes del Comité Central elegidos en agosto de 1975, ha caído el 30 por ciento de los compañeros, entre muertos y presos.

-¿Y eso cómo se va a solucionar? –preguntó De Santis.

-Bueno, los suplentes que quedan pasan a ser titulares y para cubrir las suplencias, el Buró decidió agregar otros compañeros –respondió Mena, quien le presentó a Edgardo Enríquez, que había quedado al frente del MIR chileno tras la caída de su fundador y líder, su hermano Miguel.

Tanto el MIR chileno, como Tupamaros de Uruguay y el ELN boliviano estaban muy golpeados, con dictaduras militares en sus países. Mena sostenía que en la Argentina a los militares les costaría mucho:

-Acá ya estábamos en la resistencia desde antes del golpe.

Mena le dijo que las filas de la organización, aunque golpeadas, contaban con bastantes integrantes.

-Tenemos alrededor de 5.000 compañeros.

Eso debía incluir militantes, aspirantes, combatientes y simpatizantes organizados. Mena le dijo que cuando fundaron el ERP, en julio de 1970, el PRT tenía unos 300 miembros.

También le dijo que Montoneros les habían prestado plata por la escasez de fondos. Pero lo más delicado era la falta de armamento después del fracaso de Monte Chingolo, donde esperaban llevarse mucho material bélico.

La proclama revolucionaria

La noche del domingo 28, en La Pastoril durmieron un poco incómodos, amontonados. Al otro día, las actividades empezaron temprano tras un mate cocido con pan caliente y mermelada. El living era grande y se sentaron como podían. Primero, José Manuel Carrizo, el jefe de estado mayor, izó una bandera del ERP y una argentina; después informó cómo era el plan de fuga y cuáles eran las prioridades en caso de una retirada forzada:

-Si llega el enemigo, primero sale el grupo A, que son los compañeros invitados del MIR, el ELN, los Tupamaros y los Montoneros. Luego el grupo B, el Buró Político más algunos del Comité Ejecutivo; después se retira el C, que son el resto de los compañeros del Comité Central; por último, saldría el grupo D, los compañeros de logística. Los compañeros de contención, ataviados de verde oliva, salen en último lugar.

Los únicos con armas eran los miembros del buró y los 12 uniformados destinados a cubrir la eventual retirada.

Entonces fue el turno de Santucho, quien insistió con que la resistencia popular sería aguerrida.

La cúpula del PRT-ERP en junio de 1973 durante un contacto clandestino con la prensa: en primer plano Santucho, Urteaga y Gorriarán Merlo

Eduardo Castello, responsable de la regional Córdoba, se distanció de Santucho:

-Pero quizás el impacto del golpe provoque un reflujo en las masas.

-Sí, es posible que marque un retraimiento momentáneo, pero el auge va a seguir y hay que prever una ofensiva revolucionaria, tanto en la lucha de masas como en la actividad guerrillera –contestó el jefe.

A continuación, ante un silencio estruendoso, todos escucharon de la boca de Benito Urteaga, el segundo del PRT-ERP, el texto donde Santucho llamaba al pueblo a sumarse a la lucha armada.

Ese lunes 29 de marzo debía ser el último de esa reunión destinada a cohesionar a los dirigentes para que estos luego pudieran contagiar ánimo al resto. Al mediodía hicieron una pausa, comieron canelones y, tras un rato de descanso debían pasar a la última parte del encuentro.

Fallas de seguridad

Ya era el lunes 29 de marzo. Carlos Gabetta y María Elena Amadio estaban alarmados no solo por el contexto y los golpes recibidos. Carlos y María Elena no entendían cómo el Elefante no se daba cuenta que el casero podía ver los movimientos de medio centenar de personas como algo sospechoso.

Cuando le insistió sobre el riesgo, al ver que por las ventanas podía verse que en el interior había numerosas personas, notó que, al rato, las ventanas eran tapadas con papel de diario desde el interior de la casa. Gabetta se dio cuenta que eso era rudimentario, improvisado.

Carlos y María Elena no participaban de las deliberaciones del Comité Central. Sí estuvieron presentes para contribuir al informe de situación que coordinaba el jefe de Inteligencia, Juan “Pepe” Mangini.

  La Pastoril, la quinta en Moreno donde ocurrió el enfrentamiento en 1976

Gabetta ya tenía 32 años y desde los 20 hacía periodismo. En ese momento, como parte de su tarea de Inteligencia, era jefe de Redacción de un quincenario de orientación conservadora que, precisamente, le permitía estar al tanto de los planes del golpe de Estado. Incluso, había advertido que el derrocamiento de María Estela Martínez de Perón estaba cifrado para el 11 de marzo. Sus previsiones solo fallaron por 13 días.

Más allá de su entrega diaria, sentía el peso de lo que para él no eran solo pequeños detalles sino lo que percibía como una pérdida de rumbo.

En un momento, mientras adentro seguían las actividades, Carlos y María Elena estaban en el parque de la quinta y coincidieron en que no podían dejar de sentir el desgaste y que, así, les resultaba difícil sostener el alto grado de compromiso que, desde hacía años, tenían dentro del PRT-ERP. Acordaron en dejar la organización en cuanto concluyese esa reunión.

La sorpresa

Pero mientras ellos planeaban cómo hacer frente a la dictadura, al mediodía, el casero de La Pastoril, con su mujer y a su hijo, se fue hasta la estación de La Reja y desde un teléfono público le dijo a su patrón que los inquilinos eran muchos y hacían cosas extrañas. El dueño de la quinta, sin más, llamó a la Policía Federal que, a su vez, derivó la sospecha a la Bonaerense y ésta dio parte a la comisaría de Moreno, que envió un patrullero y una camioneta con una decena de efectivos al tiempo que desde otras unidades enviaban refuerzos.

-¡¡Alarmaaaa!! ¡¡Compañeros, preparen la retirada!! –escuchó De Santis y vio cómo una puerta volaba de lo que debía ser un escopetazo.

Eran las dos y media de la tarde. En instantes el panorama era dramático: tiros por todas partes, vidrios rotos, gritos. La guardia se enfrentaba a la policía. La confusión era grande y el plan de escape quedó mezclado entre metralla y sangre.

De Santis se la jugó y corrió como pudo hasta llegar a una ligustrina que tenía alambre tejido. Era un tipo atlético. Después se encontró con otra valla y también se las arregló, aunque en el salto había perdido un mocasín. De inmediato, se topó con otro compañero y siguieron viaje juntos.

Los disparos se escuchaban en todos lados. Al pasar por un barrio humilde, estos tres evadidos lograron que una señora les diera unas zapatillas chicas para Daniel y ropa común para la mujer. Como pudieron, llegaron hasta el cementerio de Moreno y decidieron separarse. Se escuchaban sirenas por todas partes.

Gabetta y la muerte de María Elena

Cuando les llegó el turno -formaban parte del grupo D, el penúltimo, que debía salir antes de la guardia-, Carlos tomó de la mano a María Elena y encararon la carrera para salir del infernal tiroteo. A poco andar, María Elena cayó al pasto. Carlos se tiró a su lado, sin darse cuenta de que ella tenía un balazo en la espalda. Se quedó allí, sin tomar dimensión de lo que pasaba. María Elena le pedía que se fuera, pero él sin percatarse de que el disparo era mortal, trataba de ayudarla a levantarse y huir.

En ese momento se le acercó Juan Domingo Del Gesso, jefe de la guardia del ERP, que estaba de uniforme y con una escopeta Itaka en las manos.

-Allá hay una compañera con un bebé. Andá a ayudarla que no puede cruzar el alambrado -le dijo-. Andá que yo me quedo con la compañera.

Gabetta, ex jugador de rugby, preguntó a Del Giesso: “¿Vos la sacás?”. “Sí, yo me ocupo”, fue la respuesta. Carlos dejó la mano de María Elena y corrió a ayudar a la mujer a pasar una cerca, le alcanzó el bebé y pasó del otro lado.

-De no haber sido que tenía que ayudar a alguien creo que me hubiera quedado ahí, al lado de María Elena. Luego ayudé a la compañera a saltar el alambrado y tiré al bebé de un año y medio para el otro lado, donde lo atajó la mamá. Años después supe que era Diana Cruces, prestigiosa psicoanalista, hoy fallecida –cuenta Gabetta.

Carlos Gabetta tomó de la mano a María Elena y encararon la carrera para salir del infernal tiroteo. A poco andar, ella cayó al pasto. Carlos se tiró a su lado, sin darse cuenta de que ella tenía un balazo en la espalda


Al cabo de un correr un rato, Gabetta fue alcanzado por una compañera de la guardia que también había logrado retirarse. Ella estaba con uniforme verde oliva. De inmediato, llegaron a un barrio muy humilde. Se encontraron con una pareja que salió a recibirlos y les pidieron ayuda.

-La mujer, resuelta, agarró a la compañera, la llevó a su casa y le dio ropa. El hombre me lavó la cabeza en una bomba de agua, porque tenía sangre, quizá de un raspón de una rama de un árbol. Luego me dio una camisa limpia aunque me quedaba muy chica. La mía tenía muchas manchas de sangre. Cuando nos íbamos le dije que se deshiciera de mi ropa y del uniforme de la mujer que estaba conmigo. Él me dijo: “No se haga problemas, compañero”, relata Gabetta.

Años después

La mayoría de los asistentes a aquella reunión en La Pastoril logró escapar. Sin embargo, hubo 12 víctimas fatales, la mayoría fueron capturados vivos y continúan siendo detenidos desaparecidos.

Gabetta logró salir del país y en Francia, a la par que trabajaba en France Presse participó activamente en la campaña por el esclarecimiento de lo que sucedía en la Argentina. A su vuelta al país dirigió el semanario El Periodista de Buenos Aires y la edición de Le Monde Diplomatique para el sur de América latina. Sigue trabajando de periodista.

Del Gesso, el hombre que le dijo a Gabetta que ayudara a otra mujer a saltar el cerco, murió en combate ese 29 de marzo de 1976. De Santis se exilió en Italia. Volvió a la Argentina y trabajó como profesor de Física y Química. Publicó varios libros con documentos y análisis de los setentas, entre los que se destacan A vencer o morir – Historia del PRT ERP (en dos volúmenes).

-Años después volví al lugar donde nos habían dado ropa para agradecer a esa pareja-dice Gabetta.

Lo hizo junto a Manuel Gaggero cuya hermana, Susana Gaggero, también murió en La Pastoril. La señora que les brindó auxilio en aquel momento, había tenido un ataque cerebral, pero estaba lúcida. Su marido, en cambio, había fallecido. Gabetta le contó que él era el muchacho al que habían ayudado.

“¿Usted qué hacía ahí tiroteándose con la policía?”, preguntó la señora, ante lo cual Gabetta le dijo que era largo de contar, que eran militantes políticos. Aprovechó para sacarse la duda:

-¿Y usted por qué nos ayudó?

-Por eso, porque los perseguía la policía –contestó ella con una gran sonrisa.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Dictadura de Perón: La Sección Especial de Investigaciones de la PFA

“El arte de la tortura es no matar”: las historias secretas del comisario Lombilla, el torturador más temible del primer peronismo 

Dirigía la Sección Especial de Investigaciones. En un anexo de la comisaría 8°, en Urquiza 556, había montado un centro de torturas para opositores al gobierno. Pese a las centenares de denuncias, jamás fue condenado. El emblemático caso del estudiante Bravo y su relación con Perón





Por Marcelo Larraquy | Infobae



El comisario Cipriano Lombilla es uno de los personajes menos investigados de los dos primeros gobiernos de Perón. Su memoria sólo perduró en los testimonios de los torturados de la Sección Especial Investigaciones de la Policía Federal que él comandaba.

En su época, su sólo nombre ya resultaba temible para estudiantes y la oposición política y obrera. Lombilla era un torturador que exhibía su impunidad: en su despacho tenía un portarretrato con una foto dedicada por Perón en la que posaba junto a él.

La Sección Especial era, en la práctica, un organismo autónomo de la Policía Federal. Respondía directamente a la Dirección de Informaciones Políticas, que dirigía el comandante de Gendarmería General Guillermo Solveyra Casares. La Dirección estaba en la Casa Rosada, en un despacho contiguo al del presidente Perón.

Lombilla identificaba su oficio con una frase que transmitía a sus asistentes: "El arte de la tortura es no matar. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa".

La policía de Perón

Perón confiaba en la policía por encima de cualquier otra fuerza de seguridad. La Policía Federal había facilitado la concreción del hecho político fundacional de su liderazgo, el 17 de octubre de 1945. Ese día, la propia policía gritaba "¡Viva Perón!" al paso de los manifestantes.

Perón concibió a la fuerza policial como un cuerpo político. En sus dos primeras presidencias, la policía vigiló, encarceló y torturó a dirigentes políticos, gremiales y estudiantiles de la oposición; también fue un obstáculo para las conspiraciones internas de los militares contra el gobierno.

Perón simpatizaba con la fuerza que había sido creada en forma casi simultánea con su irrupción en la política y les otorgó a sus integrantes mejores sueldos, condiciones laborales y beneficios previsionales. Además, hizo realidad un reclamo corporativo: que la policía tuviese su propio Código de Justicia y sus conductas fuesen juzgadas por sus pares. Como sucedía con los militares.

La "vieja guardia" de la Sección Especial de Investigaciones del gobierno de Perón había hecho su experiencia en la Sección Orden Político comandada por Leopoldo Lugones (h) a inicios de los años treinta, durante la dictadura del general José Félix Uriburu.

En el sótano de la cárcel de la Penitenciaría, donde prestaban sus servicios, habían torturado a radicales, anarquistas, comunistas, estudiantes y militares, entre otras víctimas.

Esas prácticas se reprodujeron en la Sección Especial que dirigía el comisario Cipriano Lombilla.

La repartición estaba ubicada en un edificio anexo a la Comisaría 8ª, Urquiza 556, en Buenos Aires.

Mientras Perón ponía en marcha las reformas sociales, que representaban una demanda histórica de los trabajadores, el movimiento obrero se fue convirtiendo en la base de la movilización popular. Pero aquellos sindicatos que quisieron mantener su autonomía frente a la CGT y el Estado padecieron la persecución y la tortura.



Como sucedió en 1949 con los afiliados telefónicos que luchaban por mantener sus derechos gremiales, despojados luego de la intervención de la CGT, alineada con el sindicalismo "vertical" peronista. Los telefónicos se declararon en huelga. En respuesta, el gobierno aplicó la política de "trato duro" con los gremios disidentes.

En la madrugada del 1º de abril, un grupo de policías de la Sección Especial, sin orden judicial, allanó 40 domicilios de empleados telefónicos; veinte de ellos fueron trasladados a a Urquiza 556.

El episodio obtuvo notoriedad, sobre todo porque las torturadas eran operadoras telefónicas. Una de ellas, Nieves Boschi de Blanco, estaba embarazada. La sacaron de su casa, la llevaron a la comisaría de Ramos Mejía y luego Lombilla, junto al oficial principal José Faustino Amoresano y otros cuatro policías, se ocuparon de interrogarla.

La acostaron en una camilla y le aplicaron la picana eléctrica con una intensidad que variaba entre los cincuenta y los cien voltios, al principio sobre la ropa, y luego sobre su cuerpo. Para ahogar sus gritos, colocaron un disco de jazz en el fonógrafo.

"Te vamos a hacer largar el hijo antes de tiempo", le advirtieron. La operadora fue trasladada a un calabozo del Departamento Central de Policía. Le tomaron fotografías, legalizaron su detención y luego fue liberada. En la Sala de Primeros Auxilios de Ramos Mejía le comunicaron que había perdido el hijo.

Algunos gremios y partidos opositores reclamaron la supresión de la Sección Especial y la reincorporación de empleados telefónicos, dejados cesantes tras las torturas. Pero desde la Presidencia de la Nación se destacó el desempeño de Lombilla y otros funcionarios en "la pesquisa destinada a identificar a los integrantes de un grupo de comunistas que bregaba constantemente para producir una atmósfera de intranquilidad y descontento ante el personal de Teléfonos del Estado".

El "boicot" de Reyes

Otro grupo que fue trasladado a la Sección Especial fue el del diputado Cipriano Reyes, que había resultado clave para la movilización popular del 17 de octubre de 1945, pero luego se había negado a desarmar el Partido Laborista, pese a que Perón había ordenado disolver todas las agrupaciones partidarias que lo habían llevado al poder.

Reyes ya había sobrevivido a varios atentados contra su vida, cuando fue en septiembre de 1948 fue acusado de participar en un supuesto complot junto a un espía norteamericano con el objetivo de matar a Perón. El mismo Perón, frente a la multitud en Plaza de Mayo, aludió a Reyes como "un payaso que hace creer que lucha" por el pueblo trabajador y que el plan para matarlo, pagado por "el oro extranjero", había sido abortado.

Ese día Evita también habló desde el balcón. Dijo que había que fiarse de la Justicia, como había dicho Perón. Pero había que tener en cuenta algo más: "Sepan que si ellos no obedecen la consigna de luchar por una Argentina libre, justa y soberana, el pueblo puede tomarse algún día la justicia por sus manos". Ese día, si llegara, dijo Eva, ella estaría a la cabeza del pueblo si fuera necesario.

Reyes y su grupo fue trasladado a la Sección Especial. Les fueron colocando cadenas, vendas y capuchas negras. De a uno, fueron pasando a una oficina, los subieron a una mesa, los ataron de brazos y piernas con correas de cuero y los tuvieron en silencio, desnudos, por un rato largo. Pero no los tocaron hasta que llegó el jefe. Reyes escuchó su voz persuasiva.

—¿Dónde tenés escondidas las armas? —le dijo—. ¿Cuántos son los militares comprometidos?

A cada pregunta la acompañaba con la aplicación de la picana eléctrica. En la oreja y la planta de los pies. Los gritos de Reyes se apagaban con música. Pero Reyes se ahogaba, se hundía, se iba. Le oprimieron el pecho, trataron de extraerle la lengua para salvarlo. Le desataron las correas, lo incorporaron, le tomaron el pulso. Cuando ya estaba mejor, volvieron a golpearlo.

El jefe de la Sección Especial, comisario Lombilla, en el oído, le susurraba que confesara todo lo que Reyes no sabía. Lo dejaron tirado en el calabozo. Lombilla recomendó que no le dieran agua.

Reyes parecía muerto.

Parte de la dirigencia laborista detenida en la Sección Especial atravesó experiencias parecidas a la suya. El algodón en los ojos, el vendaje, la mesa de tortura, las preguntas sin respuesta, el alambre electrificado —dos alambres en algunos casos—, el amplificador con música, los gritos ahogados, el desmayo, el calabozo, la sed.

El radiólogo Luis Eugenio García Velloso, que formaba parte del grupo, no se salvó del vendaje, pese a ser ciego. Le movieron la mano para que firmara una declaración en la que se autoincriminaba.

Cuatro días después de la detención, llegó a la repartición policial el juez Oscar Palma Beltrán para indagarlos. Pidió el nombre de todos. Eran catorce. La mitad de ellos habían sido torturados. Algunos supusieron que el juez actuaría en su defensa y denunciaron los tormentos. El magistrado les explicó que los había hecho reunir en la Sección Especial para facilitar la actuación de la Justicia.

Excepto Cipriano Reyes y el sacerdote Jordán Farías, que hicieron una pasada por la enfermería de la Penitenciaría para ser restablecidos, el resto fue a la cárcel de Devoto. La esposa de Reyes estuvo ocho meses detenida sin proceso judicial. El juez no encontró elementos para condenarlos. Pero la Cámara revirtió la sentencia. Reyes no saldría en libertad hasta la caída de Perón, en 1955.

El caso Bravo

Otro caso de resonancia por torturas de la Sección Especial de mayor resonancia fue el del estudiante Ernesto Mario Bravo. Apenas fue detenido, su madre escribió a Perón:

"Angustiada por la desaparición de mi hijo Ernesto Mario Bravo, desde su detención 17 de mayo por policía Sección Especial y agobiada por los más sombríos presentimientos, ruego nuevamente Excmo. Señor Presidente dignarse impartir instrucciones para urgente esclarecimiento del hecho y concederme audiencia."

Perón estaba enfrentado con la comunidad universitaria. El gobierno militar del GOU, que él integraba, había disuelto las organizaciones estudiantiles, clausuró universidades y detuvo rectores y decanos.

En 1945, la agremiación estudiantil se alineó con la Unión Democrática para las elecciones de febrero de 1946 y enfrentó en la calle a grupos peronistas y de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), un grupo de choque liderado por Juan Queraltó. En esa batalla hubo varios muertos. Dos estudiantes de Ingeniería de La Plata, Jorge Bakmas y Julio Rivello, fueron asesinados por negarse a vivar a Perón.



El 4 de octubre de 1945, Aarón Salmún Feijoo fue muerto cuando un grupo de diez personas de la Secretaría de Trabajo y Previsión lo interceptó en Perú y Avenida de Mayo, en el marco de la huelga estudiantil en la Facultad de Ciencias Exactas. Le dispararon un tiro en la boca. Fue considerado "el primer mártir universitario".

Tras la victoria de Perón en las elecciones de febrero de 1946, la universidad se convirtió en un espacio de culto al peronismo, con el restablecimiento de la enseñanza confesional y el uso de bibliografía oficialista.

Expulsaron a más de mil profesores —casi un tercio del cuerpo docente— y designaron a decanos y rectores con precarios antecedentes académicos.

Los estudiantes se mantuvieron en la resistencia. Una fórmula para controlarlos fue el certificado de "buena conducta", requisito imprescindible para la inscripción universitaria, que entregaba la Policía Federal. Los centros de estudiantes fueron vigilados y una red de informantes y delatores policiales se expandió por los pasillos y las aulas.

En este contexto de tensión entre el oficialismo y los universitarios, se produjo la desaparición de Ernesto Mario Bravo, militante comunista, que estudiaba Química en la Facultad de Ciencias Exactas. Fue secuestrado en el barrio de La Paternal el 17 de mayo de 1951. Una comisión policial comandada por el comisario Lombilla fue a buscarlo a su casa. Bravo intentó escapar pero fue aprehendido en la calle Fragata Sarmiento al 1800.

Hubo varios testigos que observaron el procedimiento. Pero la policía negó su participación y el gobierno no dio respuesta a sus familiares. Se intuía que Bravo correría el mismo destino que el Carlos Aguirre en Tucumán en 1949: secuestro, torturas, desaparición y muerte.

El caso Ernesto Bravo fue tomado por radicales, católicos, el diario La Nación, toda la oposición, como el símbolo de la represión de la Sección Especial. La Federación Universitaria Argentina (FUA), presidida por David Viñas, declaró dos días de paro. Su desaparición también fue denunciada en la Cámara de Diputados.

El peronismo no se quedó de brazos cruzados. Salió a responder. Denunció que era un caso "autosecuestro": a Bravo lo habían retenido los mismos estudiantes porque necesitaban un mártir, una bandera, para movilizarse contra el gobierno.

Después de 26 días sin noticias sobre su paradero, Bravo apareció. La versión policial indicaba que el estudiante supuestamente secuestrado había sido detenido tras un "tiroteo con la policía".

La prensa y los diputados oficialistas avalaron la versión. Bravo fue acusado de "abuso de armas y resistencia a la autoridad". El juez lo interrogó durante dos días. Su relato contradecía la narración oficial.

Bravo relató que luego de su detención fue conducido a la Sección Especial. Lo golpearon 10 hombres, a patadas y con cachiporras hasta que se desvaneció; lo desnudaron en una celda y le tiraron baldes de agua fría. Lo dejaron solo durante todo un día pero le impidieron dormir. Bebía agua del piso y su propia a orina.

Cada tanto, un kinesiólogo le hacía masajes para reanimarlo, y también le enyesaron el dedo anular y el meñique, que se habían quebrado por los golpes. Cuando observaron que su vida corría peligro, la policía recurrió a un médico. Bravo nunca lo pudo ver. Cada vez que lo atendía le vendaban los ojos. Lo llamaban "el doctor Maciel".

Después, una inyección le fue haciendo perder el conocimiento, aunque percibió que era trasladado en una camioneta a una casaquinta donde permaneció esposado en una cama. Allí también lo visitaba el "doctor Maciel".

Poco a poco, se fue sintiendo mejor. El 13 de junio le trajeron un peluquero, lo afeitaron, le dieron las mismas ropas con las que había sido detenido —lavadas y planchadas— y lo retiraron del lugar. Después de tres horas de viaje en auto entró en una comisaría. A la mañana siguiente fue obligado a declarar ante la Justicia bajo la acusación de "abuso de armas y resistencia a la autoridad".

El testimonio de Bravo a la justicia era verosímil. El cuerpo médico de Tribunales constató fracturas en los dedos, hematomas, huellas de las inyecciones. Pero, hasta ese momento, en el expediente había dos versiones contrapuestas: el informe de la policía y los dichos de Bravo.

El doctor Caride: el testigo incómodo

Cinco días después, surgió la tercera versión: la del "doctor Maciel", que eran en realidad el médico Alberto Caride, jefe de Traumatología del Hospital Ramos Mejía, ubicado en la calle Urquiza, frente de la Sección Especial.

Caride explicó a la Justicia que había sido contactado por teléfono por el oficial principal Amoresano en la madrugada del 18 de mayo de 1951. Lo pasaron a buscar por su casa. Ya había atendido en forma privada a pacientes detenidos en la Sección Especial. A uno de ellos le había amputado la pierna izquierda, otro había quedado estéril por los castigos, y también había tratado por una enfermedad de columna al gobernador bonaerense, coronel Domingo Mercante, entonces "lugarteniente" de Perón. Caride suponía que esa era la vinculación con el llamado. Pronto supo que no.

El comisario Lombilla lo recibió en su escritorio. Tenía a primera vista la foto en la que posaba con Perón, con una dedicatoria personal del Presidente. Le comentó que sus médicos estaban de vacaciones y necesitaba sus servicios. Sabía que él también preparaba las suyas. Lombilla le dio el pasaporte que había gestionado en la policía para viajar al exterior. Pero le explicó que iba a tener que suspenderlas. A uno de sus muchachos "se le había ido la mano" con un detenido y ahora quería dejarlo bajo su responsabilidad para que hiciera lo que pudiera. Pero si no fuera así, "mala suerte…", le dijo.

Caride fue guiado por Lombilla por el interior de la Sección, empujaron una puerta de metal, entraron en una "cueva". Había una figura postrada en la oscuridad que respiraba con dificultad. Estaba inconsciente. Tenía la cara deformada, el cráneo hundido. Le brotaba sangre de la boca.

—Este es el hombre —lo presentó Lombilla.

Caride se agachó para separarle los párpados, los hematomas se lo impedían. Cuando se paró para hablar con Lombilla se encontró cercado por hombres con pistolas al cinto. Advirtió que él también era un prisionero.

—Hay que darle agua —dijo el médico.

Lombilla se negó.

—Hablemos abajo –dijo.

La puerta metálica volvió a cerrarse con candado.

Fueron a la oficina del Archivo. Lombilla no quería muchos testigos. Estaba Amoresano y algún asistente más. Había muebles con centenares de prontuarios. El comisario le pidió una evaluación de lo que había visto.

—Tiene conmoción cerebral —dijo el médico.

—Puede ser. Le dimos tres horas de picana…

 

Lombilla le transmitió a Caride sus experiencias como torturador. Si la picana se aplica por mucho tiempo, los músculos se contraen y el detenido queda duro. La mandíbula es lo primero que se endurece. A menudo se ablanda con una buena trompada. Pero en el caso de este detenido, le explicó Lombilla, los golpes no resultaron.

Caride propuso internarlo en un sanatorio lo más rápido posible. Lombilla le explicó que podía atenderlo en la repartición.

—¿Cuánto tiempo se necesita para que se recomponga? —preguntó.

El médico no podía precisar si se recuperaría en forma completa.

—Las conmociones cerebrales dejan huellas que son imposibles de predecir.

Si el diagnóstico era complicado, Lombilla comentó que podía hacer atropellar al detenido por un auto y que el problema se resolviera con un "accidente". Podía ser un auto de la Sección Especial.

—Las denuncias van a la Dirección de Tráfico de la Policía y no tardan mucho en archivarse…

La hipótesis del "accidente" quedó flotando en el aire.

Lombilla también le explicó por qué no le daban agua al detenido. Después de las torturas, había que dejar pasar al menos cuarenta y ocho horas para que el sistema digestivo le permitiese tragar algo. Ni siquiera podía hacerlo por enema. Pero le admitió a Caride que tenía razón.

—…lo de la conmoción cerebral quizás haya sido porque lo agarramos de los pelos y le golpeamos la cabeza contra la mesa —dijo.

El arte de la tortura es no matar, explicó Lombilla. Es jugar siempre al límite para lograr la confesión, pero evitar que el detenido muera sobre la mesa.

La muerte era considerada un imprevisto en la Sección Especial.

Le había ocurrido una vez a Amoresano. Empezó a torcerle las muñecas a un detenido que continuaba sin hablar, o mejor dicho, sólo se quejaba. Ese día estaba con mucho trabajo y Amoresano perdió la paciencia. Le dio un golpe en el pecho y el corazón y se le plantó en el acto.

Lombilla se sonrió por la mala suerte de su ayudante.

Del Archivo fueron hacia un pequeño depósito de medicamentos. Lombilla dijo que tomara lo que le hiciera falta. No había mucho. Caride decidió ir a su consultorio de Riobamba 261 para retirar jeringas, suero, una sonda. Lo acompañó Amoresano.

Cuando regresó a la Sección Especial, el médico hizo las primeras curaciones al prisionero. Recomendó que le pusieran una bolsa de hielo para bajarle la fiebre y, en lo posible, que lo colocaran en una cama con un colchón, frazadas, almohada.

Lombilla lo invitó a tomar un café en su despacho. Se preocupaba por ser cortés con el médico. Le habló de Perón. Tenía buena relación con él. El General estaba apadrinando los estudios de su hijo como cadete del Colegio Militar.

Pasadas las seis de la mañana, lo dejaron ir. Quedó una guardia de policías vigilando su casa. A la tarde Caride fue a hacer visitas médicas acompañado por un oficial. A la medianoche volvió a la Sección Especial para ver al detenido ilegal. Estaba tirado sobre un felpudo; no había hielo ni se había aplicado nada de lo que indicó. Un par de zapatos en la cabeza le servían de almohada. Todo el resto estaba igual.

Caride protestó ante Lombilla y el comisario le pidió que no se alterara. No tenía mucho margen para quejarse.

-Cualquier acusación que haga en nuestra contra sólo servirá para comprometerlo. Continúe con nosotros y en silencio. No tiene otra salida.

Conexión Balcarce 50

La Sección Especial era un "agujero negro" de la Policía Federal. Lombilla le explicó el funcionamiento. En teoría, su repartición dependía de la División de Investigaciones de la Policía Federal. Pero en la práctica era una repartición autónoma que reportaba a la División de Informaciones Políticas de la presidencia de la Nación, que dirigía el comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.

En 1938, Solveyra Casares había creado y comandado el primer servicio de la inteligencia de la fuerza e internó a sus gendarmes, vestidos de paisanos, en los bosques del Territorio del Chaco para buscar información que ayudara a capturar a Segundo David Peralta, alias "Mate Cosido", y otros bandoleros sociales que atormentaban, con asaltos y secuestros, a gerentes de compañías extranjeras y estancieros.

Solveyra Casares tenía su despacho contiguo al del presidente en la Casa Rosada y participaba en las reuniones de gabinete.

El hombre de "enlace administrativo" entre Balcarce 50 y Urquiza 556 era el subcomisario José González, que revestía como subjefe de Informaciones Políticas y también como subjefe de la Sección Especial, un escalón por debajo de Lombilla.

—Rendimos cuentas a Perón, no a la policía —explicó Lombilla, y prosiguió—. Desde el punto de vista legal, yo sé que podría ser condenado por mil casos… Ve aquella pila de papeles…

Caride se dio vuelta. Era una pila de carpetas de quince centímetros de altura.

—…son denuncias de los presos de la Sección Especial que se presentaron en la Justicia. Los jueces las envían de vuelta para acá y yo las archivo.

Había un procedimiento interno, de confianza mutua, entre Lombilla y los jueces. Funcionaba como una señal de alerta: si el magistrado decidía un allanamiento a su repartición, lo llamaban por teléfono, y sus subordinados realizaban el traslado interno de los detenidos a la Comisaría 8ª, y la Sección Especial se mantenía "limpia".

Los días que siguieron, Caride continuó visitando a Bravo. Ya se alimentaba. El médico tenía la certeza de que no se moriría. Mientras tanto, en todo momento del día, lo acompañaba Amoresano.

Si visitaba a algún paciente en su casa, el oficial se acomodaba en la sala de espera. El policía había tomado confianza con el médico. En una oportunidad le mostró una polea de la sala de torturas que había traído del Paraguay para colgar de los tobillos a los opositores políticos, y un pequeño motor eléctrico, algunos rollos de alambre y una aguja de tortura que, atada al alambre, aplicaba sobre sus cuerpos.


Dos resentidos eternos

Después Bravo fue trasladado y Caride comenzó a visitarlo a la quinta de Paso del Rey, en el Oeste. Bravo siguió sufriendo mareos pero se fue recomponiendo; tenía una fisonomía más presentable.

El 10 de junio le informaron que Bravo quedaría en libertad y ya no necesitarían sus servicios. Bravo tenía puesto un traje. Como le habían robado los zapatos que usaba el día de la detención, una comisión policial allanó su domicilio y trajo otro par para calzarlo.

Al día siguiente, Bravo ya estaba formalmente detenido en la Comisaría 45ª y listo para declarar ante la Justicia.

Pocos días después Caride relató el caso a los diputados radicales Silvano Santander y Miguel Ángel Zavala Ortiz, quienes acompañaron su presentación ante el juez. Su testimonio fue omitido por la prensa oficialista, que dejó de mencionar el caso.

Caride tuvo que exiliarse al Uruguay.

Lombilla y Amoresano fueron imputados por el delito de "privación ilegal de la libertad y lesiones", pero dos años después, en 1953, fueron sobreseídos.

*Texto editado del capítulo "La Tortura" del libro "Argentina. Un siglo de violencia política", de Marcelo Larraquy. Ed Sudamericana 2017. @mlarraquy

sábado, 25 de julio de 2015

Argentina: Policías blindados en 1937

Sidecar blindado de la Policía Federal Argentina

Nueva motocicleta de la policía, sidecar blindada, con escudo protector de acero y equipada con subametralladora Thomson, demostración y ejercicios de ataque y defensa, 1937.
Documento Fotográfico. Inventario 308367