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martes, 18 de enero de 2022

España Imperial: Lepanto y el rol de los Tercios vs Jenízaros

Tercios españoles vs jenízaros otomanos: lucha a muerte entre los soldados más letales de Lepanto

Miguel del Rey y Carlos Canales, autores de ‘Gloria imperial’, analizan en ABC el sistema de combate de turcos y cristianos en 1571, en pleno Imperio español

Dos eran las potencias que dominaban el mar Mediterráneo, centro neurálgico de la política de la época hasta la mágica jornada de la batalla de Lepanto, en el siglo XV: españoles y otomanos (o viceversa, según prefieran ustedes). La realidad es que, a pesar de las sustanciales diferencias que existían entre estas sociedades, ambas se hallaban en el cenit de su poder y estaban, por tanto, condenadas a enfrentarse por la supremacía militar, política y religiosa en la puerta trasera de la vieja Europa. Ya lo señaló el destacado obispo Mota en 1520: «[Carlos V] quiere emprender la empresa contra los infieles enemigos de nuestra santa fe Católica […] y que la Cristiandad esté en paz».

Puede que discursos  como los de Mota y las misivas airadas entre jerarcas fueran el día a día del entramado político; de eso no hay duda. Pero, llegado el momento, los ‘dimes y diretes’ se saldaban en el campo de batalla. Y para solventar la lid tocaba disponer de un ejército entrenado como mínimo, y experimentado en lo deseable. A un lado, los otomanos tenían «una fuerza militar impresionante». Y al otro, el Imperio español contaba con una combinación de unidades revolucionarias para la época y armamento puntero. Así lo afirman, al menos, Miguel del Rey y Carlos Canales en su nuevo ensayo histórico ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’ (editado por Edaf este 2021).

Con todo, la obra no abarca solo los pormenores de ambos contingentes, sino que se zambulle de lleno en la jornada de Lepanto. En un año en el que celebramos el 450 aniversario de la lid, librada en 1571, Del Rey y Canales desgranan desde las causas que motivaron «la batalla decisiva para la cristiandad», hasta las consecuencias que tuvo para los dos imperios. «Queremos dar cuenta de las importantes razones económicas del enfrentamiento, la voluble posición veneciana y la estudiada política de Francia, fruto de una estrategia muy determinada para extender su poder por Europa», señalan. La clave, insisten, es desvelar cómo la flota más poderosa del mundo (la otomana) cayó ante el poder cristiano. Y vaya si lo logran.

Apisonadora turca

De los dos contendientes, el Imperio otomano es todavía el más desconocido. El tiempo y los tópicos han difuminado su valía, pero la realidad es que, como bien explica Canales a ABC, era una máquina engrasada a la perfección capaz de enfrentarse y vencer a cualquier potencia de la época. «El ejército turco era el más poderoso del mundo en el siglo XVI, disponía de una administración muy bien organizada, de dinero sobrado, de reclutas de calidad en un alto número y de tropas excelentemente entrenadas y equipadas», desvela a este diario. Lo mismo sucedía con su flota, formada por reconocidos marinos. 


Migeul del Rey (izquierda) y Carlos Canales (derecha)

Según recogen ambos en la obra, el ejército del Imperio otomano (llamado ‘kapi-kulu’ o ‘esclavos de la Puerta’) era una fuerza militar multicultural en la que se reunían soldados de una decena de etnias, aunque el núcleo de sus tropas lo formaban los turcos.

El grueso de los combatientes del Imperio otomano eran los ‘jenízaros’ (de ‘yeniseri’, ‘nuevas tropas’). La unidad fue creada en el siglo XIV y, en sus momentos de máximo esplendor, contaban con un total de 200.000 integrantes. «Se seleccionaban de niños entre los ocho y los catorce años reclutados en los territorios cristianos de los Balcanes a través del llamado ‘devshirmeh’, un impuesto humano por el que se obtenían las mejores tropas del imperio otomano», afirma Canales a ABC. El pequeño era convertido al islam, educado en la obediencia ciega al sultán y entrenado en el noble arte del combate.

Al principio, «se cogía a los niños sin ningún tipo de examen previo», pero, con el paso de los años, «se empezó a hacer un verdadero examen de los pequeños y se los destinaba a funciones diferentes según sus capacidades».

La preparación, en palabras de los autores, era durísima y su disciplina estricta, orientada a la formación del cuerpo y el espíritu. Los más fuertes eran educados hasta los 24 o 25 años en escuelas específicas, donde aprendían a leer, escribir y artes clásicas. Huelga decir que eran letales en combate y estaban a la altura de cualquier soldado cristiano gracias a su arco o arcabuz, su hacha y su sable ligero. «Fueron la unidad turca más efectiva en Lepanto desde el punto de vista militar. Muy bien entrenados y armados, eran unos combatientes formidables», desvela el propio Canales a este diario. Aunque en la batalla de 1571 contaban con una lacra: las pérdidas sufridas en los conflictos previos.

Tampoco era extraño que los oficiales turcos capturasen a niños en los pueblos que atravesaban. Estos reclutas, conocidos como los ‘gulams’, debían mantenerse junto a sus nuevos amos y deberles gratitud de por vida. Con el tiempo, de hecho, llegaron a copar el aparato militar del ejército.


Jeníozaros turcos, armados con mosquete - ABC

En la época de la batalla de Lepanto, el arma a distancia predilecta del Imperio otomano seguía siendo el arco. «Las galeras turcas contaban con decenas de arqueros –los ‘sipahis’, ‘akincis’, y ‘azaps’– que empleaban el arco compuesto, un arma típica de las estepas de Asia Central», añaden los autores en su obra. En la práctica podían disparar una lluvia de flechas muy ligeras sobre sus enemigos. Algo terrorífico. Sin embargo, las armaduras cristianas limitaron mucho la efectividad turca. Para colmo, el escaso equipo que portaban en batalla estos musulmanes les convertía en un blanco perfecto una vez que se llegaba al baile de los aceros.

Dentro de las tropas, afirman Canales y Del Rey, los ‘sipahis’ eran una suerte de caballeros medievales que se encargaban, además, de mantener el orden interior de un ejército que, ya entonces, recibía salario. Los ‘akincis’, por su parte, eran jinetes de caballería irregular. Por último, los ‘azaps’ se correspondían con un «cuerpo asalariado que se reclutaba entre el campesinado de Anatolia para servir de infantería de marina y que, en la época de Lepanto, eran el núcleo principal de tropas que defendías las fortalezas de las fronteras».

¿Cómo puedo esta implacable maquinaria ser aplastada por los cristianos en Lepanto? Según explica Del Rey, por varias causas, aunque la principal fue que contaban con mejores navegantes que militares. «El problema es que, en Lepanto, los otomanos dependieron en exceso del apoyo de la infantería embarcada en las galeras de sus territorios de las costas de Levante, como Siria, Líbano o Egipto, y de los reinos y estados vasallos berberiscos del norte de África, excelentes marinos, pero con unas tropas de calidad menor por su armamento y organización», desvela en autor en declaraciones a este diario.

Por su parte, y aunque está de acuerdo, Canales apunta que la armada turca gozó también de grandes militares que demostraron su valía en Lepanto. «Si lo vemos desde el punto de vista táctico y naval el mejor comandante de la flota turca fue Uluch Ali, que con sus naves berberiscas logró engañar a Andrea Doria, si bien Álvaro Bazán logró taponar la brecha que se había creado», sentencia. Lo que no tenían, en cambio, era a los hoy populares Tercios españoles y a Don Juan de Austria.

Imperio español y Santa Liga

A pesar de que la Santa Liga estaba formada por varias naciones –España, Venecia y los Estados Pontificios–, la naturaleza cristiana de sus integrantes hizo que tuvieran muchas similitudes a nivel militar. Los soldados más destacables fueron, sin duda, los soldados de los Tercios españoles; unidades que ya habían demostrado su valía durante cuarenta años de luchas y que, en palabras de Canales y Del Rey, jamás habían sido vencidos en una batalla en campo abierto. Felipe II ordenó, para ser más concretos, el embarque de unas 40 compañías procedentes de cuatro Tercios diferentes, los mandados por Lope de Figueroa, Pedro de Padilla, Diego Enríquez y Miguel de Moncada.

Lo cierto es que poco hay que señalar del sistema de combate de los Tercios que no se haya dicho ya. Armados en tierra con picas, arcabuces y mosquetes, sus formaciones se convertían en un verdadero bosque de acero imposible de atravesar para el enemigo. Y sobre los bajeles de la Santa Liga, no eran menos letales. «La batalla de Lepanto la decidió la infantería española embarcada, que, gracias a la decisión de Juan de Austria, había sido repartida entre todas las naves de la flota cristiana, lo que permitió que contasen con más hombres de guerra experimentados en cada galera que los musulmanes», desvelan.

Por su parte, Del Rey especifica que, si bien se suele asociar esta unidad a las picas, en Lepanto es necesario ser algo más específico. «Lo correcto no es hablar solo de piqueros, dado que la infantería española combinaba de forma práctica y eficaz el uso de armas de fuego (mosquetes y arcabuces) con armas blancas, como picas y alabardas. Esta combinación funcionaba tanto en tierra como en el mar, si bien, es posible que las picas utilizadas en las galeras fueran algo más cortas que las que se empleaban y utilizaban en las batallas a campo abierto», desvela. En todo caso, suscribe que entregaron la victoria en bandeja a Felipe II.

Cervantes en Lepanto - Augusto Ferrer-Dalmau

El sistema era sencillo. Los piqueros solo dejaban dos opciones al enemigo (caer al agua y ahogarse o ser empalado), los arcabuces y mosquetes barrían las cubiertas y las alabardas daban la puntilla. Con todo, cada nación tenía sus filias y sus fobias con respecto al armamento que portaban sus soldados. Un ejemplo claro de ello fueron los venecianos, que recelaban todavía del arcabuz y preferían utilizar la ballesta como principal arma ofensiva a distancia. Cosas de la tradición. «Para el combate cerrado a corta distancia preferían la alabarda», desvelan los autores en ‘Gloria imperial. La jornada de Lepanto’.

En las galeras de la Santa Liga también era habitual ver a soldados equipados con rodela, un pequeño escudo cada vez más menos utilizado en campo abierto. «Era muy apreciada por los espadachines en los abordajes, especialmente por los infantes españoles», explican en su obra. Tampoco era raro distinguir por decenas a los llamados ‘aventureros’, muchos de ellos hidalgos que, «movidos por su ambición y deseo de notoriedad», se lanzaban a la lid. «Se equipaban con yelmos, plumas distintivas de su rango y calzas largas; sin coderas ni protectores de brazo para aligerar su peso en caso de caída al agua», finalizan. Hubo unos 2.000.

Por último, y además de otras tantas unidades (algunas de ellas, tan destacadas como los mercenarios alemanes), requieren una mención especial los monjes guerreros de San Juan. «Entrenados desde niños por y para la guerra, eran lo más parecido que había en Europa a los samuráis», desvelan Del Rey y Canales. Colaboraron con tres galeras en la batalla de Lepanto y los historiadores coinciden en que combatieron hasta el último hombre. A la postre, y sabedor de su buen hacer en el campo de batalla, el sultán Solimán los definió con desdén como «esa singular banda de monjes, piratas, sanadores y guerreros». Su objetivo era exterminarlos, pues, para él, suponían un escollo difícil de superar por su fervor religioso.


viernes, 19 de noviembre de 2021

Imperio Otomano: El motín que fue el fin de los jenízaros


Sipahis otomanos defendiendo su bandera ante los polacos durante el asedio de Viena (Józef Brandt)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Incidente Afortunado, el motín de los jenízaros que supuso su disolución

Por Jorge Álvarez  ||  La Brújula Verde




Los jenízaros constituyeron la fuerza de élite del ejército otomano desde la Edad Media, integrando por ello no sólo las mejores unidades de choque sino también la guardia personal de los sultanes. Esto último fue confiriéndoles riquezas y un creciente poder que, a la manera de los pretorianos romanos, les llevaría a condicionar la política hasta pasar a convertirse en un peligro para la Sublime Puerta. Por eso en 1826 fueron disueltos en lo que se conoce como Vaka-i Hayriye o Incidente Afortunado.

El origen de los jenízaros está en el año 1330, casi simultáneo al nacimiento del Imperio Otomano. El fundador de éste fue Osmán I, bey (príncipe) de la ciudad de Söğüt, en la antigua Frigia (Anatolia), que a finales del siglo XIII se independizó de los selyúcidas de Rüm y dio comienzo a una expansión aprovechando las luchas internas del Imperio Bizantino y los problemas de los musulmanes ante los ataques mongoles. Tras incorporar varios territorios, derrotó al emperador Andrónico II Paleólogo y le arrebató varias urbes, entre ellas Eskişehir, Nicomedia (actual Izmit), Prusa (Bursa) y Nicea (Iznik). Cuando murió en 1326, el pueblo aclamó a su sucesor, su hijo Orhan I, al grito de «¡Que sea tan grande como Osmán!».


Osmán I/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

De esa forma, se asentaba la dinastía túrquida osmainí. Orhan, que había sido jefe del ejército en vida de su padre, puso ese cargo y el de visir en manos de su hermano Alaadin -contentándolo a la par que cortaba sus aspiraciones al trono- y ambos rompieron definitivamente el vasallaje con el sultanato de Rüm porque, al fin y al cabo, éste había sido abolido en 1308. El Imperio Otomano estaba listo para volar solo: empezó a acuñar su propia moneda, se reformó la administración y se continuó la expansionista política exterior, alcanzando el noroeste de Anatolia e interviniendo en las disputas sucesorias bizantinas, fruto de lo cual los soldados otomanos pisaron por primera vez suelo europeo.


Entre esas tropas figuraba un cuerpo de nueva creación, el de los jenízaros, resultante de una profunda reforma militar llevada a cabo por Alaadin. Él fue quien estableció un ejército permanente -un siglo antes de que Carlos VII de Francia fundase sus quince compañías de hombres de armas-, con salario y derecho a botín, introduciendo una fuerza complementaria a la habitual de guerreros turcómanos. Estos últimos eran jinetes nómadas y, por tanto, se encuadraban en unidades de caballería que se dividían en otras menores según el número de efectivos. Pero, aparte de su dudosa lealtad, siempre veleidosa, consideraban impropio combatir desmontados, así que hacía falta infantería.

La expansión otomana con Orhan I/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Ahí es donde entraron los jenízaros. Orhan (o Alaadin, más bien), los incorporaron imitando las fuerzas mamelucas adoptadas por los califas abásidas, que estaban formadas por esclavos combatientes de diversas etnias. Por tanto, al principio, los yeniçeri eran básicamente prisioneros de guerra y esclavos no musulmanes, sobre todo cristianos. Sin embargo, tenían el problema de que resulta difícil convencer a adultos y asegurarse su fidelidad, al menos a escala suficiente, de ahí que a partir de 1380, ya con Murad I (el hijo de Orhan) en el trono, se instituyera una nueva y eficaz forma de reclutamiento de la que ya hablamos en otro artículo: la Devşirme o tributo de sangre.

Si devşirme se puede traducir como recolectar, tributo de sangre hace referencia a que lo que se recolectaba eran niños, pues los territorios cristianos sometidos (Anatolia, Balcanes, Europa oriental) tenían la obligación de proporcionar un número de ellos, de entre ocho y catorce años, para que fueran educados en el Islam y entrenados militarmente. Después pasaban a integrar las filas del ejército o, los más sobresalientes, de la administración. Era algo que se hacía cada lustro, aproximadamente, si bien desde 1568 pasó a ser esporádico al complementarse con los niños comprados a los piratas berberiscos.

Pese a todo, la diferencia con los mamelucos es que no se los consideraba esclavos, pues de lo contrario la devşirme estaría prohibida por la ley islámica al deber proteger a los dhimmi o Gentes del Libro (cristianos y judíos, aunque éstos estaban exentos del reclutamiento) a cambio del pago de una yizia (un impuesto por cada adulto) y un jarach (impuesto sobre la renta de la tierra). De hecho, no faltaban familias campesinas pobres que entregaban a sus hijos sabiendo que probablemente les esperaba un futuro mejor, aunque debían superar un proceso de selección o eran devueltos.

Esquema de las enderûn otomanas/Imagen: Corlumeh en Wikimedia Commons

Tras la preceptiva circuncisión, eran sometidos a un intenso adiestramiento en Anatolia para luego pasar a las siete enderûn (escuelas) de Estambul y completar un período de alfabetización y formación intelectual. Al acabar, se los destinaba según la capacidad demostrada, bien como funcionarios, bien como soldados. En el primer caso, el objetivo era desbancar a los nobles, que copaban los puestos de la administración. En el segundo, constituían la base de la infantería, repartiéndose en tres cuerpos: los Yeni Çeri (el grueso de la tropa), los Yerlica (jenízaros destinados a guarniciones urbanas); y los Kapikulu, la élite de la élite; a ellos se sumaba un cuarto, el de los Başıbozuk (irregulares, mercenarios).

Una serie de factores hizo que los jenízaros fueran adoptando una identidad propia, un espíritu de corps. En parte se debió a su normativa, que les prohibía dejar barba, les otorgaba su condición sólo a los veinticuatro o veinticinco años, les permitía heredear las propiedades de los compañeros muertos y les vinculaba estrechamente con el sultán, cuya seguridad quedaba en sus manos. Pero otra parte fue adquirida poco a poco, como ser devotos de Hacı Bektaş-ı Veli (el derviche santo que bendijo a los primeros jenízaros) y formar una élite enriquecida, privilegiada.


La reducción progresiva del Imperio Otomano/Imagen: Alc16 en Wikimedia Commons

Eso fue a partir del siglo XVII, cuando el dominio que ejercía el Imperio Otomano en el Mediterráneo empezó a decaer por tener que atender demasiados frentes -incluyendo el interno- y los jenízaros vieron reducido su protagonismo bélico. Para entonces eran una casta hereditaria que ya no gozaba de simpatías populares porque se la dispensaba de pagar impuestos, pese a que seguían cobrando su salario y lo incrementaban con negocios comerciales. Y es que llegaron a ser lo que hoy llamaríamos lobby, capaz de presionar a los sultanes y amenazar con su destitución si no atendían sus exigencias.
Mahmud II vistiendo al estilo occidental/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fuerza no les faltaba, porque si el primer cuerpo de jenízaros, aquel fundado bajo el mandato de Orhan I, apenas contaba un centenar de hombres, en el último cuarto del siglo XVI sumaba nada menos que doscientos mil. Una cantidad disuasoria que les permitía conseguir cualquier capricho so pena de conspirar con algún visir y derrocar al sultán de turno. A partir de esa fecha, el número fue reduciéndose en paralelo a la decadencia del imperio y al finalizar el primer cuarto del siglo XIX eran poco más de la mitad. Aún así, suficientes para seguir determinando la política, pese a que la mayoría ya ejercían más labores funcionariales que militares.

En 1826 el titular de la Sublime Puerta era Mahmud II, que había subido al trono en 1808 precisamente tras un golpe de estado que derrocó a su hermano Mustafá IV (al que mandó eliminar poco después); éste, a su vez, había alcanzado el poder merced a una acción de los jenízaros contra su predecesor, su primo Selim III, lo que deja a las claras el decisivo papel que jugaba ese cuerpo. Mahmud entendió que no podía arriesgarse a sufrir lo mismo y como además su ejército había salido malparado en las últimas guerras, decidió que también debía modernizar sus fuerzas armadas al estilo occidental.

Selim III (Joseph Warnia-Zarzecki)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Efectivamente, primero se perdieron los territorios que el Imperio Otomano tenía al oeste del Danubio y luego, en la Guerra de la Independencia de Grecia, las derrotas empezaron a acumularse humillantemente. Inmerso en la última fase de esa contienda, poco antes del desastre de Navarino, se produjo el episodio que permitió a Mahmud dar el golpe definitivo a los jenízaros, el que al comienzo decíamos que se llama Vaka-i Hayriye o Incidente Afortunado. Fue debido a la reforma radical del ejército que acometió el sultán retomando la iniciada por Selim III (Nizam-ı Cedid) y que hizo pública en un edicto el 11 de junio de 1826.

Selim III había tenido que vivir una revuelta jenízara en ese sentido en 1806, el conocido como Incidente de Edirne por la ciudad donde ocurrió: la llegada de tropas modernas del llamado Nuevo Orden fue considerada un desafío por los jenízaros y autoridades locales, que las expulsaron. Al año siguiente ya había rebelión abierta; los jenízaros marcharon sobre Estambul y depusieron al sultán en favor del mencionado Mustafá IV, que era más conservador y no siguió adelante con el proyecto renovador. Pero éste se retomó en 1808, cuando el comandante albanés Alemdar Mustafá Pachá dio un golpe de estado en favor de Mahmud.


Alemdar pasó a ser su gran visir y juntos acometieron un programa reformista que buscaba dar estabilidad al país estrechando lazos entre el centro y la periferia, así como modernizar el ejército. Los jenízaros no aceptaron las novedades y se deshicieron de Alemdar junto con todos los implicados en el proceso reformador, advirtiendo al sultán que abandonase la idea o se atuviera a las consecuencias. Mahmud tuvo que ceder pero años más tarde, ante la inoperancia de sus tropas en Grecia, tomó la resolutiva decisión final.

La proclama de 1826 anunciaba un Sekban-ı Cedit (Nuevo Ejército) basado en el reclutamiento de soldados de etnia turca, algo que enardeció a los jenízaros porque veían amenazada su cómoda posición, lo que, tal como habían tomado por costumbre, les llevó a amotinarse. De hecho, el incidente quizá no fue tan «afortunado» como indica su nombre; en opinión de no pocos historiadores, el verdadero objetivo de Mahmud al dar tanta publicidad a sus medidas era precisamente incitar a la rebelión para poder actuar con dureza y acabar de una vez con aquel problema, en lo que algunos han dado en llamar un golpe de estado del propio sultán. Sea cierto o no, el caso es que el gobernante había previsto su reacción y estaba preparado.

Los jenízaros marcharon sobre el palacio de Estambul pero Mahmud les tenía reservada una sorpresa, pues allí les aguardaba la Kapıkulu Süvari (Caballería de los Sirvientes de la Sublime Puerta), una tropa de élite montada que integraban los sipahi, los caballeros nobles; irónicamente, los jenízaros habían sido creados para compensar su dudosa fidelidad y ahora resultaba todo al revés. Los sipahi cerraron filas en torno al sultán, que para unirlos recurrió a una de las Reliquias Sagradas islámicas que se conservaban en el Palacio de Topkapi: el Santo Estandarte que presuntamente enarboló Mahoma y solía sacarse cuando había guerra, de manera análoga a la Oriflama francesa.

La caballería cargó contra los jenízaros por las calles, según se dice ayudada por un pueblo que dio rienda suelta al odio acumulado contra ellos. Entre unos y otros los barrieron hacia sus cuarteles y una vez allí fueron sometidos a un duro bombardeo con cañones modernos, comprados en el citado proceso y manejados por artilleros adiestrados por occidentales. Entre las cargas, los bombardeos y los incendios, que duraron tres días, murieron miles de jenízaros; dramáticas escenas que se repitieron en otras ciudades como Tesalónica, donde los integrantes de la fuerza local acabaron derrotados en la Torre Blanca o ahogados en la Cisterna de Binbirdirek.

Entre fallecidos, heridos, prisioneros y exiliados, el cuerpo dejó de existir de facto y fue disuelto por orden gubernamental, teniendo que dedicarse los miembros supervivientes a otros trabajos (salvo los oficiales, que acabaron en el cadalso). Asimismo, el estado incautó sus propiedades y la represión se extendió a la Bektaşi Tarîkatı, una orden sufí muy vinculada a los jenízaros que fue prohibida y sus escuelas clausuradas con el apoyo de una fatwa del clero suní. Así quedó expedito el camino para el Asakir-i Mansure-i Muhammediye (Soldados Victoriosos de Mahoma), el nuevo ejército, formado por ocho cuerpos o tertips subdivididos en dieciséis unidades cada uno; a su vez, cada regimiento se componía de tres batallones.
La Batalla de Navarino (Ambroise Louis Garneray)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Paradójicamente, el Asakir-i Mansure-i Muhammediye no fue capaz de sofocar la revuelta griega y el sultán tuvo que conceder la independencia. Un ejército no se improvisaba en tan poco tiempo y así lo vieron los rusos, dispuestos a pescar en aguas revueltas; su participación en la batalla de Navarino indignó a Mahmud, que cerró el paso por los Dardanelos a los barcos de ese país. La Convención de Akkerman, convocada para solucionar el contencioso, resolvió que el Imperio Otomano cediera Valaquia a los rusos junto con varios puertos del Danubio -muchos pueblos de los Balcanes aprovecharon para rebelarse- y admitiera una autonomía en el Principado de Serbia.

En realidad, Mahmud se negó a cumplirlo, lo que desembocaría en la Guerra Ruso-Turca de 1828, algo que no impidió que el sultán pudiera cumplir su objetivo reformador en múltiples aspectos: militar, administrativo, político, legislativo y hasta cultural (se introdujo la moda occidental). De esta manera, a su muerte, acaecida en 1839, dejaba sentadas las bases de la Tanzimat, el período de renovación que se extendería hasta 1876 y encauzaría al Imperio Otomano en la línea del mundo occidental.

Fuentes

History of the Ottoman Empire and modern Turkey (Stanford J. Shaw y Ezel Kural Shaw)/Breve historia del Imperio Otomano (Eladio Romero García e Iván Romero Catalán)/Constantinopla 1453: mitos y realidades (Pedro Bádenas de la Peña e Inmaculada Pérez Martín)/Conflict and conquest in the Islamic world. A historical encyclopedia (Alexander Mikaberidze)/Encyclopedia of the Ottoman Empire (Ga ́bor A ́goston y Bruce Alan Masters)/The decline and fall of the Ottoman Empire (Alan Palmer)/Wikipedia