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domingo, 24 de noviembre de 2024

Crisis del Beagle: Los planes secretos del ataque a Temuco

Un general cuenta cómo fueron los preparativos secretos para ir a la guerra por el Canal de Beagle e invadir Chile en 1978

Por aquel entonces, Hugo Domingo Bruera tenía 23 años y era teniente de Infantería. Según los planes, su regimiento iba a ser uno de los primeros en cruzar la frontera durante la invasión
 
 





 
Se esperaba que fuera una guerra sangrienta. El gobierno de Jorge Videla no reconocía el resultado del laudo sobre el Canal de Beagle. Muchos años antes, en 1971, durante los gobiernos de Salvador Allende en Chile y el presidente Alejandro Lanusse en Argentina, se había decidido que la Corte Internacional de La Haya mediara en el conflicto.

El fallo fue emitido a mediados de 1977, y a principios de 1978, la dictadura argentina anunció que desconocía esa decisión. A partir de ahí, las tres fuerzas armadas comenzaron los preparativos. El plan era iniciar con la ocupación de las islas Picton, Nueva y Lennox, que habían sido adjudicadas a Chile. Desde el aire, mar y tierra, la dictadura argentina planeaba una especie de blitzkrieg con la esperanza de que la comunidad internacional ignorara el fallo de La Haya.

Aunque los preparativos eran secretos, todos sabían que decenas de miles de soldados de ambos lados iban a enfrentarse. Esta vez, el cruce de la cordillera no sería un San Martín acudiendo en ayuda de O'Higgins, sino un Videla intentando demoler a un Pinochet.

Las tropas terrestres estaban bajo el mando de Luciano Benjamín Menéndez, alias "El Cachorro", jefe del III Cuerpo de Ejército con base en Córdoba. Allí,los rumores decían que Menéndez mostraba a sus oficiales cómo disparar a la cabeza de un prisionero. Los que mataban quedaban unidos, ya fuera por sumisión, convicción o cualquier otra razón; ese era el estilo de Menéndez. El mismo Pinochet había hablado que habría enorme cantidad de fusilados de ambos bandos.

Hugo Domingo Bruera tenía 23 años, era de Granadero Baigorria, hincha de Central y le gustaba cantar tangos de Gardel. Era alto, fuerte y capaz de andar en mula o cargar los morteros pesados de la sección a su cargo. Era teniente de Infantería; su padre, abogado laboralista y ferviente peronista, lo había llamado Domingo.


Hugo Bruera

Hugo estaba en el regimiento 21, en Las Lajas, bajo la VI Brigada de Montaña de Neuquén, comandada por Mario Benjamín Menéndez, quien años después se rendiría en Malvinas. "El Cachorro" Menéndez visitaba frecuentemente para supervisar los ejercicios de cruce de la cordillera previos a la Navidad. A principios de diciembre de 1978, Menéndez llegó, recorrió a caballo las estribaciones de la cordillera y luego subió a un helicóptero para cruzar a territorio chileno.

Se rumoraba entre los oficiales que Menéndez había orinado desde el aire sobre lo que él consideraba territorio enemigo. Más tarde, frente a un centenar de oficiales, en medio de una arenga, Menéndez pronunció una frase que, 40 años después, aún resuena en los oídos de Bruera:

—¿Y cómo reaccionaron los oficiales? —pregunta Infobae.
—Nadie dijo nada. En esa época todos nos quedábamos callados frente a un general de tan alto rango —responde Bruera, quien había llegado a Las Lajas a principios de 1978.

Las Lajas, un pueblito de unos 500 habitantes, está en un valle y el regimiento en una meseta, a 60 kilómetros de la cordillera y a otra distancia similar de Zapala.
 


En Las Lajas, ni siquiera los rebeldes estaban informados: no llegaba ninguna radio ni mucho menos televisión, hasta las comunicaciones telefónicas eran dificultosas.
-Era un regimiento montado, teníamos gran cantidad de mulas. Yo era el jefe de la sección Morteros Pesados. Tenía más mulas que soldados. Teníamos un puesto de avanzada en Pino Hachado –cuenta.
Se trata de uno de los cruces cordilleranos más importantes del sur, a casi 2.000 metros de altura y un punto donde, en caso de estallar el conflicto, sería escenario de combate.


 
-La segunda mitad de 1978 fue de muchos ejercicios militares. Teníamos una mística bastante fuerte porque ese lugar, tan solitario, hace que uno se sienta orgulloso de defender un paso de frontera. La mística te sostiene. Aunque los conscriptos que llegaban de Buenos Aires, Córdoba y Tucumán sufrían el frío –dice Bruera, que llegó a general de Brigada y pasó a retiro hace unos años.
El jefe del regimiento empezó a revistar las tropas con más frecuencia desde mitad de 1978 y llegado diciembre los rumores de malestar con Chile eran fuertes. Bruera estaba centrado en su misión: con los morteros pesados debían pasar por encima de las avanzadas de infantería para neutralizar la eventual defensa chilena. Dormían a la intemperie para familiarizarse con lo que les esperaba.
-En las marchas dormíamos al aire libre. Se ataban las mulas y los caballos. Hacíamos la cama con el capote abajo, el pellón de la montura y la bolsa de dormir arriba. De almohada el casco –dice.
Las bromas estaban a tono con la locura de las guerras. Una noche, mientras dormía en el cuartel, a Bruera le pusieron un grabador Geloso al lado de la oreja. Se sobresaltó con una música que hoy recuerda como la de las proclamas de los golpes de Estado. En ese momento, creyó que era el inicio de las operaciones.
-Salté de la cama, me puse el casco y agarré el equipo. Salí corriendo hacia la mulera para buscar a los soldados y a los animales –dice.
Apenas se encontró con las carcajadas de los bromistas.
 

Perder el caballo

Bruera había logrado tener un caballito de montaña para desplazarse.
-Le puse Pajarito, por lo rápido que andaba. Me lo había dado un indio que era soldado en mi sección. Era de la tribu de Namuncurá, hijo del cacique en ese momento. El animal estaba acostumbrado a pasar a Chile con la veranada, llevando ovejas o chivos, algo que habitualmente hacían los indios por su destreza en ese territorio. El caballito se me escapó y se fue para Chile. Tuve que pedirle a Crisóstomo, un baqueano de la sección, conocedor de la zona, que se vistiera de paisano y pasara al otro lado de la frontera. La pista que podía seguir era el surco que abría la soga que, al estar desatada, dejaba alguna huella en el camino. Crisóstomo sabía dónde pastaba el ganado y me trajo a Pajarito de vuelta –cuenta, y agrega que los baqueanos llevaban chupilca en la cantimplora: una mezcla de vino con harina tostada y azúcar, muy bueno para levantar la temperatura del cuerpo.
En la montaña no estábamos quietos. La preparación y los ejercicios seguían a diario. Hacíamos los cálculos para el lanzamiento de los morteros. También teníamos que tratar de suplir la falta de provisiones que no llegaban. Teníamos que llevar a pastorear las mulas, montarlas, entrenándolas para desplazarse en la montaña.
Habíamos cavado como para contar con unas cuevas donde se guardaban las municiones. Tengo una foto con una flor silvestre que pusimos en una de esas cuevas. Si había un rato libre, Bruera siempre tenía la guitarra presta para acompañar su repertorio gardeliano.
 

Casamiento postergado

-Yo tenía agendado mi casamiento para el 29 de diciembre y diez días antes me dijeron que suspendiera la ceremonia porque no sabían qué iba a pasar. Yo tenía que avisarle a mi futura esposa, que vivía en un pueblito de La Pampa que tenía la misma escasez de teléfonos que sufría Las Lajas. Desde una cabina, como no se escuchaba nada, fue la operadora quien le dijo a mi novia se suspendía el casamiento: "Suspende porque es militar y no le puede decir más, pero quédese tranquila", fueron sus palabras.
Muy cerca de Navidad les llegó la orden de operaciones. Se desplazaron los sesenta kilómetros que los separaban de la cordillera.

-El desplazamiento era difícil. Teníamos que ir a pie, de noche, llevando las mulas del cabestro. Llovía, había viento, se puso frío. Cuando llegamos a un monte pequeño paré la tropa para que durmiera y esperé a un soldado que se le había roto el soporte del mortero. Yo salí a buscarlo y muy rápidamente di con él -cuenta.


Los preparativos de invasión

Lo que hasta acá parece una descripción dura pero bucólica debe cotejarse con los propósitos de la Junta Militar, que había hecho contactos tanto con Perú como con Bolivia (donde también había dictaduras militares) para instarlos a tomar parte en el ataque a Chile. De los planes no quedó documentación escrita pero sí fueron reconstruidos los pasos a seguir.
A principios de diciembre había partido una nutrida flota naval. El día D era el 22 de diciembre a las ocho de la noche, donde la infantería de marina ocuparía las cinco islas adjudicadas a Chile en el laudo. Unas horas después, en la Patagonia comenzaba a actuar el Ejército y de inmediato los aviones de la Aeronáutica atacarían la aviación chilena. El Cachorro Menéndez, con las tropas aerotransportadas del III Cuerpo de Ejército, invadiría cercanías de Santiago de Chile. También entrarían en combate unidades del II y el V Cuerpo. Para el 23 de diciembre, la supremacía argentina sería aplastante. El costo en vidas humanas iba a ser inmenso.

Guerra postergada

Las olas de 12 metros, los vientos huracanados y el frío de la noche del 21 de diciembre frustraron el desembarco de los infantes de marina. Tampoco los helicópteros podían despegar de las cubiertas de los barcos. Ni los buzos podían ir en gomones hacia sus objetivos. La tormenta evitó el primer paso de la guerra. A su vez, los militares chilenos, que tenían órdenes de responder la ocupación, no recibieron instrucciones para atacar a los buques argentinos que estaban en su mar territorial.
Pero, como siempre, las guerras se ganan o se pierden en los escritorios. Ambas dictaduras habían aceptado que el Vaticano intercediera en el conflicto. Y fue el ya veterano cardenal Antonio Samoré quién hablaba por teléfono con Pinochet y Videla para frenar el conflicto. Su llegada a Montevideo se produjo justo el día de Navidad de 1978 y allí ambas dictaduras aceptaron firmar un acta que evitaba la guerra. Siempre quedará para los admiradores de los escenarios contrafácticos pensar qué hubiera pasado si el clima del 21 de diciembre en el Beagle hubiera sido agradable.

Dos días de respiro

Los soldados y oficiales que estaban en operaciones no sabían nada más que las instrucciones que recibían. Bruera apenas supo que Samoré había llegado a esta lejana región del planeta.

-Antes de fin de año nos dieron dos días para ir en camiones hasta el regimiento sin desarmar las posiciones de la cordillera. Ahí podíamos bañarnos y cambiar la ropa. Yo usé esos dos días para subirme a mi Fiat 600 y recorrer los 900 kilómetros que me separaban del pueblito donde vivía mi novia. Ahí pude decirle personalmente lo que no había podido contarle por teléfono. Volví enseguida, fui al puesto en la cordillera. Año nuevo los pasé con la tropa.

Guardamos la posición hasta fin de enero y luego nos desmovilizaron y volvimos al regimiento.
-¿Y el casamiento? –preguntan los cronistas.
-Fue en Rosario, el 2 de febrero de 1979. Pero sin luna de miel. Me volví a ir en el Fiat 600 y dos días después lo cargué para llevar todo a Las Lajas. Mi esposa se venía a vivir allá –cuenta.


Cara a cara con un militar chileno

Treinta años después Argentina y Chile conmemoraron la paz. El acto se hizo en Santa Cruz, en el paso Monte Aymond, donde fueron las dos presidentas de entonces, Cristina Kirchner y Michele Bachelet. Bruera fue con la comitiva oficial, ya no como teniente de morteros sino como secretario general del Ejército.

-Del Ejército chileno fueron varios jefes. Nosotros llevamos una sección de soldados de Río Gallegos para que luego de la ceremonia oficial pasáramos del lado chileno y hacer un desfile conjunto. Como sorpresa hubo una invitación a comer en un restorán de Puerto Natales. Ahí celebramos no haber entrado en combate. Yo canté algún tango y de repente estaba hablando con el general Hernán Mardones de Chile, a quien no conocía. Pero nos contamos en qué lugar estaba cada uno. Yo, en Pino Hachado y él cerca de Temuco, dos localidades que están a la misma latitud, enfrentadas. Entonces los dos dijimos "si se armaba la guerra nos matábamos".

 


Cuarenta años después

A mediados de 2018, tras casi cuatro décadas de aquel momento infame para los pueblos de Chile y Argentina, el regimiento de Las Lajas se juntó en Villa María, Córdoba, para compartir anécdotas, asado y vino. Por supuesto, Bruera sacó la guitarra y cantó Palermo, me tenés seco y enfermo…

-Bruera, ¿y de la dictadura de entonces? –preguntan los cronistas.
-Yo tenía el concepto claro de que la dictadura era un flagelo.

 


A principios de junio de 2010, Bruera fue desplazado de su cargo y enviado a Perú. Una nota de Mariano Obarrio, cronista en Casa Rosada por La Nación, señalaba: "Bruera es peronista y siempre jugó muy bien para inculcar los derechos humanos en el Ejército", como si a alguien le interesara ese tema.

 
Esta nota fue escrita por el ex-terrorista montonero Eduardo Anguita y Daniel Cecchini

martes, 5 de diciembre de 2023

PGM: Bromeando hacia la muerte

Humor triste


“Mi bisabuelo bromeando justo antes de ser enviado al frente. Murió en el primer día de combate, sólo cuatro días después de haber sido movilizado”

sábado, 2 de diciembre de 2023

SGM: El fin de un padre

El fin de un pobre soldado italiano





En la década de 1940, durante la campaña del norte de África de la Segunda Guerra Mundial, un soldado italiano perdió trágicamente la vida en acción. Antes de encontrarse con su destino, agarró una fotografía de su hijo, quizás mirándola por última vez antes de partir de este mundo.

En ese momento, Italia estaba pasando por una transformación en un estado fascista. La dictadura italiana priorizó el orgullo nacional y tuvo como objetivo restaurar la antigua gloria del país, que recuerda a los días del Imperio Romano. Esta asociación histórica evocó sentimientos de poder y patriotismo entre la población italiana, especialmente cuando buscaban superar los desafíos de una economía en dificultades, un gobierno ineficaz y una infraestructura subdesarrollada.

Actuando sobre estas aspiraciones, Italia comenzó a invadir naciones más débiles, cuya pobre infraestructura las convertía en blancos más fáciles de capturar. Un enfoque importante fue en el norte de África y, con el apoyo de Alemania, obtuvieron el control de áreas como Etiopía, Marruecos y Chad.

Entre 1940 y 1943, los Aliados dedicaron esfuerzos a liberar estos territorios capturados y lanzar contraataques contra las potencias del Eje desde el Sur. Esta reñida campaña en el desierto, conocida como la campaña del norte de África, finalmente condujo a una victoria aliada.

martes, 21 de noviembre de 2023

SGM: La vida del soldado

El infierno cotidiano de los soldados en la Segunda Guerra Mundial: qué comían, el sexo y sus temores

Cómo fueron los días de la infantería. Hambre, olores, suciedad, heridas y mucha muerte. Los sonidos del campo de batalla. De qué manera los enfermeros y los médicos elegían a quién priorizar. Pocas semanas atrás salió el libro Puro Sufrimiento de Mary Louis Roberts (Siglo XXI) que indaga estas cuestiones

Por Matías Bauso  ||  Infobae



Los soldados sufrían, además de los ataques enemigos, de hambre, frío, por el olor, por la falta de higiene, por el miedo (Photo by Taylor/US Army/Getty Images)

Cuando se habla y se escribe sobre la guerra se suele hacer foco en las grandes batallas, en las decisiones estratégicas claves, en los bombardeos a ciudades, en el movimiento de enormes batallones, en los desembarcos masivos que desequilibran la contienda; vemos los mapas en las salas con boiserie en las paredes en los que los generales mueven soldaditos de juguete, tanquecitos y trazan flechas. Los discursos memorables, los desfiles triunfales, los juicios aleccionadores a los criminales de masas. Pero hay otro plano, el humano, el de los soldados sin mayor preparación que deben poner el cuerpo en las peores condiciones, que se exponen a la muerte en cada segundo. ¿Cómo eran los días de esos jóvenes? ¿A qué se enfrentaban? ¿Cuáles eran las condiciones en las que luchaban? La Segunda Guerra Mundial ha sido contada por la literatura, por la historia y por el cine de muchas maneras posibles. A veces se ha soslayado una dimensión indispensable, la de la vida cotidiana de los soldados. Esa escala humana, por fuera de estrategias y grandes ataques tácticos, cambia la perspectiva de las cosas. Y modifica convicciones, debilita certezas, expone el horror.

Algo de eso consignó el General Patton en su diario después de visitar a los heridos en un hospital de campaña en Sicilia: “Había un herido muy grave. Era una masa de carne horrorosa y sangrienta que no me convenía mirar; de lo contrario, habría sentido algo personal al mandar soldados a la batalla. Algo fatal para un general”.

Lo humano de la guerra

La editorial Siglo Veintiuno acaba de editar Puro Sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial de la historiadora Mary Louise Roberts. El libro es un estudio magnífico y cautivante sobre un aspecto algo menospreciado en la narrativa de los conflictos bélicos: las historias humanas, la manera en que transcurrían los días los soldados que estaban en el frente de batalla. Cómo vestían, qué comían, cómo lidiaban con el aseo, qué sucedía con los heridos y los muertos. Roberts a través de cartas, memorias, diarios y hasta obras de ficción de ex combatientes recrea esos días en el frente; se centra en los soldados de infantería en los últimos años de la Guerra.

La vida de los soldados en el frente era miserable. Pasaban hambre, frío, casi no dormían. Tenían miedo.

Muchos soldados querían sufrir una herida lo suficientemente grave como para ser enviados de regreso a su casa pero que no dejara secuelas permanentes ni alguna discapacidad (Undated World War II photograph. U.S. Coast Guard photo)

No sólo el enemigo provocaba bajas. Para el final de la Segunda Guerra Mundial había más muertos y heridos por las condiciones climáticas que por las balas de los otros. La lluvia, el frío, la nieve mataban.

A veces no había posibilidad de combatir la helada. Un soldado contó que si se dejaba las antiparras puestas, se congelaban en la nariz. Y que si se las quitaban, los ojos lloraban y las lágrimas quedaban petrificadas en la mitad de las mejillas o que, cosa peor, quedaban colgadas como estalactitas de los párpados y los sellaban: un candado de gélido.

Los soldados en muchas ocasiones no podían controlar los esfínteres, se hacían encima. A veces bajo el fuego enemigo. El miedo hacía su parte. También porque en medio de un bombardeo es difícil, ir detrás de un arbusto a hacer sus necesidades, o salir de la trinchera. Nadie quería morir con los pantalones bajos. Muchas otras veces por la mala alimentación y las enfermedades. La diarrea se volvía incontenible (ellos preferían llamarla disentería, un nombre algo más elegante). El olor los delataba pero nadie decía nada. Era algo habitual que a cualquiera le podía pasar. Un soldado recordó: “Ese invierno era fácil ubicar a nuestra unidad. Sólo había que seguir los charcos marrones que íbamos dejando en la nieve por la disentería”.

Los sonidos que alertan

Bajo situaciones de peligro, se sabe, los sentidos se aguzan. Y esos combates eran, entre otras cosas, un concierto de ruidos y sonidos con significados muy claros. Y cada soldado debía aprender a decodificar silbidos, explosiones, pasos apagados sobre hojas, motores de jeeps o de aviones, aun sin verlos. En esa capacidad de escucha estaba, muchas veces, la posibilidad de sobrevivir. Los sonidos brindaban información.

En su libro, Roberts cita a G.W.Target, un soldado británico. Es una descripción de la batalla desde el oído: “Continuo rechinar de un metal contra otro o contra la piedra, explosiones, chasquidos, gritos, llantos, rugidos o trueno mecánicos, convulsiones, temblores de la tierra o de la carne agonizante, crujidos de maderas o de huesos, estampidos cercanos o lejano, estallidos inesperados, tronar de cañones y de bombas”. Y eso sucedía de día, de tarde, de noche. Era un continuo desesperante.

El sonido más temido era el del cañón alemán de 88 mm. Era aterrador. Su poder letal era devastador. Y, era tan veloz, que no les daba tiempo siquiera de tirarse cuerpo a tierra. Roberts cita a un soldado que cada vez que escuchaba disparos del cañón de 88 tenía una inoportuna erección: “El pánico y la sangre me inundaban las ingles, una reacción casi pavloviana”.

La editorial Siglo Veintiuno publicó el magnífico "Puro Sufrimiento. La vida cotidiana de los soldados durante la Segunda Guerra Mundial" de Mary Louis Roberts. La autora narra las distintas vicisitudes de los combatientes en sus jornadas

Mientras había ataques y contraataques, los ruidos eran ensordecedores y enloquecían. Los generales querían provocar esa sensación en el enemigo: alienarlos, llenarlos de temor. No se daban cuenta de que sus hombres pasaban por lo mismo. Pero había algo mucho peor que el fuego cruzado. Lo que venía después. Ya sin detonaciones ni balazos, lo que reinaba no era el silencio. Nacía, crecía, un coro de gemidos, lamentos, alaridos de dolor, rezos y llamados desesperados de los agonizantes a sus madres.

Los soldados no sólo estaban a ciegas en sus trincheras, envueltos por la oscuridad, bajo el diluvio de balas y bombas enemigas. No sabían nada, tampoco, de los grandes movimientos. En la mayoría de las oportunidades, después de varias jornadas de marchas, batallas y ataques, desconocían en qué lugar se encontraban, cuál era su misión y hacia dónde se dirigían. Tampoco cuál era el panorama general: ¿estaban ganando? ¿Acaso perdían? Ellos sólo veían los muertos a su alrededor. Los que alfombraban los caminos. Los suyos y los de los otros. Y rezaban para salir con vida de ahí. Se puede decir que los soldados en el frente, los de infantería, sólo sabían dos cosas: que debían matar enemigos y evitar ser matados.

También creían saber, fueran del bando que fueran, que ellos eran los buenos y los otros los malos. Esa convicción se deshacía cuando se cruzaban con heridos muy graves y con cadáveres. El monstruo que estaba enfrente, de pronto, recuperaba su humanidad aunque ya fuera tarde.

Uno de los incentivos que encontraban era la amistad con sus compañeros de batalla. Otro el de alcanzar pequeños objetivos (muy) inmediatos. La siguiente comida, la próxima ducha.

Pero muchas veces estas instancias no eran tan habituales ni gratificantes. Empecemos por el baño.

Prohibido bañarse

A pesar de que los soldados estaban hechos sopa, siempre empapados por las lluvias y hasta por las nevadas, no era fácil acceder al agua potable. Por eso debían llevarla con ellos y se racionaba. Sólo era para beber. A nadie se le ocurría, como bien escaso, desperdiciarla en aseo.

Bill Mauldin fue soldado e historietista. Ganó dos premios Pulitzer por su tarea. Fue el primero en retratar a los soldados como seres permanentemente embarrados y con necesidades. El Gral. Patton le recriminó su trabajo por minar la moral de las tropas. Esta viñeta se basó en una situación que le sucedió: un camión embarró a los soldados de infantería

Los uniformes no se reemplazaban con asiduidad. En algunos casos parecían armaduras en vez de uniforme modernos. El barro los endurecía de tal manera que cuando se quería doblar una manga, se quebraba la tela. Se podía hacer percusión sobre ellos. Un corresponsal de guerra describió a un batallón como “piezas de barro con forma de hombres”.

La guerra presentaba un contrasentido para los militares. Siempre preocupados por el orden, por la pulcritud, por el vestuario reluciente y completo, en combate todo era suciedad, barro, olores penetrantes, calzoncillos con una costra congelada de material fecal. Tanto es así que la suciedad extrema se convirtió en sinónimo de heroísmo, casi una condición indispensable para la victoria.

De toda la vestimenta el mayor problema era el calzado. Las botas de los norteamericanos no eran lo suficientemente buenas (Roberts afirma que las inglesas eran mucho mejores). Eso era un verdadero problema. La muerte, en muchos casos, empezaba por los pies. Los soldados vivían sumergidos en el barro. Mientras marchaban, mientras esperaban para entrar en acción, en sus trincheras. El agua penetraba ese calzado que no estaba hecho con los mejores materiales (la industria norteamericana destinaba la goma primordialmente para las ruedas de los vehículos y las orugas de los tanques). Las medias escaseaban, entonces no se cambiaban con tanta asiduidad. Los soldados tenían sus pies siempre húmedos. Pocas veces se quitaban las botas. Nadie se exponía a que el ataque de los oponentes los sorprendiera descalzos. En un mes, tal vez, sólo se quitaban los zapatos tres veces. Todo lo hacían calzados.

Los médicos de campaña debían actuar con celeridad. Muchas veces debían elegir a quién operar y a quién no, fijando prioridades porque no daban abasto (U.S. Army Photo)

La mala calidad de las botas, la humedad permanente, que nunca estuvieran descalzos eran factores que provocaban enormes problemas. El más evidente y masivo era el pie de trinchera. Los pies negros, con hedor, deformados por la hinchazón, al borde la gangrena, con la piel que se desprendía a jirones. Una vez que se quitaban las botas no se las podían volver a poner, ni siquiera podían volver a caminar y debían ser hospitalizados. El pie de trinchera produjo muchísimas bajas.

El olor de la guerra

La guerra también es hedor: mierda, transpiración, el olor dulzón de la carne chamuscada, pólvora, el combustible, suciedad, la pestilencia de los cuerpos descomponiéndose.

Los soldados, sin poder bañarse, olían mal. Los campos de batalla aquietados apestaban.

En las campañas largas, los soldados comían las raciones que les enviaban, Estaban pensadas para proveerlos de energía y para que pudieran ser ingeridas en cualquier circunstancia. El gobierno norteamericano le pidió a Hershey que las barras de chocolate fueran nada más que un poco más sabrosas que una papa hervida. No querían que los soldados las utilizaran como moneda de cambio, ni que las comieran como un gusto, sino que las utilizaran para incorporar energía.

Los hombres se quejaban de esas raciones. Las latas con carne, por lo general, tenían una capa congelada que era impenetrable. Muchas veces usaban sus bayonetas para poder cortarlas. Al principio muchas se negaban a comer, pero con el correr de los días el hambre hacía su trabajo.

Cuando se las daban a algún prisionero alemán, solían bromear que esas raciones debían estar prohibidas por la Convención de Ginebra.

La comida era siempre fría. Excepto en campamentos seguros, no se podía prender fuego para que el humo no alertara al enemigo. Había algunas sopas pensadas para comer en campaña. Traían un pequeño dispositivo calentador en el medio que se activaba poniendo un cigarrillo encendido en la base de la lata. 3 o 4 minutos después el contenido estaba caliente.

Muchos soldados deseaban tener una herida grave pero que no los dejara incapacitados ni con secuelas permanentes (blightys las llamaban). Una herida con la gravedad suficiente para sacarlos de la guerra, para que los regresaran a sus casas, pero enteros. Sin mutilaciones, sin ceguera, sin la pérdida de sus genitales, ni discapacidades.

Las heridas más temidas eran en los genitales y en la cola. Muchos dormían con sus cascos sobre las ingles, para protegerse. Preferían no despertar que ser capados por las balas enemigas.

A los heridos los trasladaban de noche. Para que no fueran vistos ni por las poblaciones cercanas ni por sus compañeros, para no minar el ánimo. En los hospitales de campaña y en los de la retaguardia la actividad era constante. Los médicos podían operar decenas de pacientes durante guardias de 36 horas consecutivas. Algunos doctores han llegado a dormir parados durante unos pocos minutos para después continuar.

Los soldados de infantería caminaban gran parte del día. Pasaban sus jornadas en medio del barro. Las botas no eran lo suficientemente buenas. El pie de trinchera se convirtió en un problema grave que provocó muchas bajas (Photo by European/FPG/Getty Images)

Había una tarea sensible y muy desagradable. La de determinar a quién asistir. No tenían ni tiempo ni recursos para ocuparse de tantos heridos, en especial tras alguna refriega sangrienta. La primera selección la hacían los enfermeros y camilleros que recorrían el campo de batalla tras los enfrentamientos. No habían estudiado medicina pero fueron desarrollando el instinto para descubrir quienes necesitaban ayuda inmediata, quienes estaban desahuciados y quienes pese a la sangre abundante padecían heridas leves o al menos no mortales. A los que recibían morfina le escribían la hora y la dosis en la frente.

Los doctores debían tomar decisiones. Definir quiénes podrían ser salvados, por quién valía la pena hacer el esfuerzo. Sabían, por ejemplo, que una cirugía de abdomen les llevaba más de una hora y que la posibilidad de sobrevida era del 50 %. Debían sopesar que en ese lapso podían hacer cuatro operaciones de extremidades y asegurar la vida a cuatro soldados.

Lo que nadie podía tratar en ese lugar y en ese momento eran las secuelas de otro tipo. Nadie podía asegurar que no sufrieran durante mucho tiempo (o permanentemente) de problemas psiquiátricos y traumas varios por la vida miserable que llevaron, por el miedo que tuvieron que padecer, por los hombres que debieron matar, por los horrores y las toneladas de muerte que presenciaron.


miércoles, 28 de junio de 2023

Nazismo: ¿Qué pasó con los soldados judíos de la PGM?

¿Qué pasó con los soldados judíos que sirvieron en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial?



Clare Fitzgerald, War History Online
 
 

Crédito de la foto: Autor desconocido / Centro de Historia Judía, Nueva York / Wikimedia Commons / Sin restricciones

Antes de la Segunda Guerra Mundial, los soldados judíos lucharon activamente en el ejército alemán. Esto incluyó la Primera Guerra Mundial y una serie de conflictos librados por los prusianos a lo largo del siglo XIX. El siguiente es un vistazo a lo que les sucedió a estos veteranos durante la Segunda Guerra Mundial y cómo su servicio militar anterior no siempre los protegió de las creencias y políticas antisemitas del Führer.

Servicio de soldados alemanes judíos antes de las guerras mundiales

Willi Ermann, un soldado judío alemán que sirvió en la Primera Guerra Mundial. Más tarde perdió la vida en Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial. (Crédito de la foto: Wikimedia Commons / Dominio público)

Antes de las Guerras Mundiales, los soldados judíos sirvieron en el ejército prusiano en varios conflictos, el primero de los cuales fue la Campaña Alemana de 1813 , más conocida como las Guerras de Liberación. Frente al líder francés Napoleón Bonaparte , la guerra de un año puso fin al poder general del Primer Imperio Francés.

Esta victoria fue seguida por el servicio en el ejército prusiano durante la Segunda Guerra de Schleswig (1864), la Guerra Austro-Prusiana (1866) y la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871). Este último condujo al establecimiento del Imperio alemán, bajo el cual los soldados judíos que habían servido no tenían los mismos derechos. Se les excluyó de los rangos oficiales y gubernamentales, con las únicas excepciones en países como el Reino de Baviera y Hamburgo.

Entre 1880 y 1910, se estima que 30.000 soldados alemanes judíos sirvieron en el ejército prusiano, el más alto de los cuales era Meno Burg, que había alcanzado el rango de Judenmajor (judío mayor).

Los soldados alemanes judíos se distinguen durante la Primera Guerra Mundial
Soldados judíos durante una celebración de Hanukkah en Polonia, 1916. (Crédito de la foto: Autor desconocido / Wikimedia Commons / Dominio público)

El estallido de la Primera Guerra Mundial señaló a los soldados alemanes judíos la oportunidad de ser tratados igual que los no judíos del país. También sintieron que la lucha en el Frente Oriental les permitiría liberar a los judíos de Europa del Este de la persecución que enfrentaban.

Al comienzo del conflicto, unos 12.000 soldados judíos se ofrecieron como voluntarios para servir en el Ejército Imperial Alemán, un número que se disparó a 100.000 al final de la guerra. De eso, 70.000 lucharon en el frente, y 3.000 fueron ascendidos a rangos de oficiales, que solo se les permitió mantener en las reservas. Se estima que 12.000 soldados judíos alemanes murieron en acción (KIA).

En octubre de 1916, se implementaron las medidas antisemitas Judenzählung , alegando que la población judía del país estaba tratando de evitar el servicio militar. Esto molestó a los que se habían alistado, de los cuales muchos se distinguían . Esto incluyó a Wilhelm Frankl, un ganador de Pour le Mérite acreditado con 20 victorias aéreas, y Fritz Beckhardt, un as aéreo que anotó 17 muertes. La Luftwaffe borró este último de los libros de historia, para apoyar su argumento de que los judíos son cobardes.

Recibió la Cruz de Hierro de Segunda y Primera Clase, así como la Orden de la Casa Real de Hohenzollern, Beckhardt fue felicitado dos veces por el emperador alemán Wilhelm II por su éxito en el aire. Acusado de tener relaciones con una mujer no judía durante el período de entreguerras, cumplió una condena de más de un año en Buchenwald. Tras su liberación, él y su esposa escaparon a Portugal, antes de establecerse en el Reino Unido.

Ascenso del NSDAP durante el período de entreguerras

 Soldados judíos durante un servicio de Yom Kippur en Bélgica, 1915. (Crédito de la foto: History & Art Images / Getty Images)

Tras la conclusión de la Primera Guerra Mundial, muchos soldados alemanes judíos creían que su servicio había demostrado su patriotismo. Muchos fueron tenidos en alta estima y aceptados como miembros de organizaciones de veteranos, incluida la Reichsbund jüdischer Frontsoldaten (Federación de soldados judíos de primera línea del Reich), dedicada a promover los sacrificios realizados por los judíos alemanes durante la guerra.

Tras el surgimiento del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP) en 1933, los veteranos judíos fueron protegidos contra ciertas medidas, ya que el presidente alemán Paul von Hindenburg había intervenido en su nombre. Sin embargo, esto cambió después de su muerte en 1935.

Después de los eventos de la Kristallnacht tres años después, varias organizaciones les dijeron a los veteranos judíos que emigraran de Alemania, lo que provocó que casi 40,000 lo hicieran. Los que quedaron tuvieron que lidiar con los intentos del NSDAP de borrar los esfuerzos de los soldados alemanes judíos durante la Primera Guerra Mundial, para que pudieran ser tratados como cualquier otro ciudadano judío.

Las políticas antisemitas implementadas por el NSDAP fueron apoyadas en gran medida debido a lo que se conoció como el "mito de la puñalada por la espalda", que afirmaba que Alemania no había perdido la Primera Guerra Mundial en el campo de batalla, sino porque de ciertos grupos de ciudadanos en el frente interno. Esto incluía judíos, socialistas y políticos republicanos.

Represión de los soldados alemanes judíos durante la Segunda Guerra Mundial

Soldados alemanes judíos durante un servicio al aire libre para Yom Kippur, Primera Guerra Mundial. (Crédito de la foto:
Centro de Historia Judía, Nueva York / Wikimedia Commons / Sin restricciones)

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial , los veteranos judíos creían que su servicio en el ejército los protegería contra el aumento de la represión en todo el país. Sin embargo, en 1940, se aprobó una ley que establecía que los judíos y aquellos con dos abuelos judíos debían ser expulsados ​​de las fuerzas armadas.

Eso no quiere decir que los soldados judíos no lucharon en el ejército alemán durante el conflicto. Algunos fueron reclutados, mientras que otros sirvieron voluntariamente en honor a sus padres que se alistaron durante la Primera Guerra Mundial. Muchos de estos hombres sintieron que las Leyes de Nuremberg no se aplicaban a ellos, y algunos llegaron incluso a falsificar sus documentos para poder servir. Incluso hubo un puñado de soldados que creían que su servicio salvaría la vida de sus familiares, lo que resultó no ser el caso.

En 1942, Theresienstadt se estableció para albergar a los veteranos judíos, lo que permitió que el ejército alemán los sacara de la sociedad. Como dijo Bryan Riggs a Los Angeles Times : “Cuando los transportes llegaron a recogerlos para su deportación, salieron uniformados con sus medallas”.

También hubo momentos en que el propio Führer hizo excepciones para permitir que los soldados judíos alemanes sirvieran. En un documento personal que data de 1944, 77 oficiales de alto rango “de raza judía mezclada o casados ​​con un judío” fueron declarados de sangre alemana. Si bien el líder del país despreciaba a la población judía de Alemania, se dio cuenta de que necesitaba militares experimentados para servir como soldados y comandantes.

Hugo Gutman

Hugo Gutmann, 1918. (Crédito de la foto: Ministerio de Guerra de Baviera / Archivo del Estado de Baviera / Wikimedia Commons / Dominio público)

Hugo Gutmann fue un oficial militar judío que sirvió en el ejército bávaro durante la Primera Guerra Mundial. Fue transferido a las reservas en 1904 y recordó cuando estalló el conflicto, ascendiendo finalmente al rango de teniente. Gutmann también fue nombrado comandante de compañía y ayudante interino del batallón de artillería del Regimiento "Lista". Era un soldado muy condecorado, habiendo recibido la Cruz de Hierro de Segunda y Primera Clase en 1914 y 2015, respectivamente.

Mientras ocupaba este cargo, Gutmann se desempeñó como superior directo del futuro Führer, llegando incluso a recomendarlo para la Primera Clase de la Cruz de Hierro, que recibió en agosto de 1918. Después de la Primera Guerra Mundial, fue desmovilizado del ejército y se desempeñó como teniente de reserva. . Sin embargo, en 1935, bajo las Leyes de Nuremberg recientemente aprobadas, el soldado perdió su ciudadanía alemana y sus roles de veterano en el Ejército, debido a su fe judía.

Unos años más tarde, Gutmann fue arrestado por la Gestapo, pero liberado después de que las SS se enteraran de sus antecedentes militares. Posteriormente, él y su familia abandonaron Alemania y emigraron a Bélgica, antes de mudarse a los Estados Unidos antes de la invasión alemana de los Países Bajos . Vivió en Estados Unidos hasta su muerte en junio de 1962, trabajando como vendedor de máquinas de escribir.

Berthold Guthmann


Berthold Guthmann con su hermana Anna y su hermano Eduard.
(Crédito de la foto: Autor desconocido / Wikimedia Commons / Dominio público)

Berthold Guthmann era un soldado judío que se ofreció como voluntario para servir como parte del Ejército Imperial Alemán al estallar la Primera Guerra Mundial, junto con sus dos hermanos. Posteriormente se unió al Schutzstaffel 3 del Luftstreitkräfte (Servicio Aéreo Imperial Alemán) como artillero y observador, y fue galardonado con la Cruz de Hierro de Segunda Clase por sus acciones en combate.

Después de la guerra, Guthmann se convirtió en abogado de una gran comunidad judía. En 1938, poco después de los eventos de la Kristallnacht , fue arrestado y enviado a Buchenwald por un breve período de tiempo. Cuando los judíos que vivían en Wiesbaden, Hesse fueron deportados a Theresienstadt, la suya fue una de las tres familias que inicialmente se salvaron. Sin embargo, fueron deportados a fines de 1942 y Guthmann fue ejecutado en Auschwitz casi inmediatamente después de su llegada.

Mientras que su hijo, Paul, fue asesinado en Mauthausen, la esposa y la hija de Guthmann sobrevivieron, y esta última emigró a los EE. UU. después del final de la Segunda Guerra Mundial. El veterano de la Primera Guerra Mundial no fue el único que perdió la vida en un campo de concentración, siendo otros Siegfried Klein y Martin Salomonski.

Leo Baeck
Leo Baeck, 1951. (Crédito de la foto: ullstein bild / Getty Images)

Sirviendo como capellán en el Ejército Imperial Alemán durante la Primera Guerra Mundial, Leo Baeck fue un defensor del pueblo judío y su fe. Cuando el NSDAP llegó al poder en 1933, se convirtió en presidente de la Reichsvertretung der Deutschen Juden (Representación del Reich de judíos alemanes), que se convirtió en la Reichsvereinigung (Asociación de judíos del Reich en Alemania) controlada por el gobierno después de la Kristallnacht .

En enero de 1943, Baeck fue deportado a Theresienstadt, a pesar de los intentos de varias instituciones estadounidenses de ayudarlo a escapar de Alemania. El rabino rechazó todas las ofertas, no queriendo abandonar su comunidad. En el campamento, se convirtió en el "jefe honorario" del Consejo de Ancianos, lo que le brindó protección contra los transportes, así como entregas de correo más frecuentes y mejor comida y alojamiento.

Baeck sobrevivió a su encarcelamiento y se mudó al Reino Unido, donde se desempeñó como presidente de la Unión Mundial para el Judaísmo Progresista y el primer presidente internacional del Instituto Leo Baeck. Falleció el 2 de noviembre de 1956.

miércoles, 14 de septiembre de 2022

SGM: La historia de un teniente

La historia del teniente

Weapons and Warfare


 

Mientras un proyectil alemán estalla peligrosamente cerca, los firmes veteranos de la 4.ª División india continúan avanzando a través de un paisaje desértico.



El Alamein, julio-noviembre de 1942


Más tarde esa noche, dos tenientes, escapando de la humedad del círculo de los VCO, merodearon las filas de tiendas de campaña del campamento Latifiya y encontraron una tubería en la que sentarse, o tal vez acostarse. Se acostaron. Las estrellas colgaban como candelabros, tan infinitamente variadas y brillantes que algunas parecían clavadas en lo alto de la tienda de la noche, y otras colgaban bajas, cargadas de resplandor. La cabeza de Bobby daba vueltas lentamente, y no podía cerrar los ojos, y las estrellas se derramaron sobre ellos.

En el desierto, dijo Wright, esta era la única vista de la que no se había cansado diez veces. En su primera noche en Ruweisat Ridge, pensó que Dios había quitado el techo viejo y puesto uno nuevo. El cielo tenía tres dimensiones aquí, lo cual era una misericordia, porque el desierto era condenadamente plano.

Eran ingenieros, entrenados para trabajar con inclinaciones, gradientes, peraltes, pero en el desierto occidental, casi el único lugar donde importaba el relieve vertical era allí arriba. Las estrellas lo sugirieron, y los hombres elaboraron sobre los contornos imaginarios. El lanzamiento y la caída de los proyectiles de artillería trazaron miles de colinas en el cielo; el largo vuelo de Spitfires y Stukas dibujó una estepa aérea. Los paracaidistas trotaron por suaves acantilados, balanceándose de lado de pendiente a pendiente opuesta. Los proyectiles antiaéreos que estallaban hacían palidecer la vegetación, e incluso los disparos de rifles, disparados por error o por desesperación, añadían los más finos trazos de lápiz al enloquecido paisaje conjurado. En la batalla nocturna era visible: bengalas Verey grababan los contornos luminosos, que brillaban en sus párpados cuando parpadeaba.

Principalmente no hubo batalla. Sólo el desierto, tan lamentablemente llano. Wright llegó a El Cairo con la noticia de que su formación, la 3.ª Brigada Motorizada India, había sido destruida en Gazala. En cambio, debía unirse a la 2.ª Compañía de Campo, apenas a media milla de la línea del frente. En Ruweisat Ridge, la lluvia había abierto las cortinas de neblina del desierto, y un largo rasguño azul de agua mediterránea había aparecido al norte, más allá de la llanura de guijarros. La infantería se asaba en sus trincheras, limpiando interminablemente la arena de sus armas y las moscas de sus orejas. Durante el día, un nómada distraído podría atravesar la zona delantera, llena de venas y costras por las trincheras y los sacos de arena, y apenas darse cuenta. Las cabezas marrones y los cascos solo surgían de la tierra como topos, viajaban bajo por el suelo y desaparecían de nuevo. Solo los ingenieros trabajaron todo el día,

Al anochecer, cuando la fiebre del cielo amainaba y los vientos frescos cruzaban el campamento, la vida surgió del suelo ampollado. Brillantes puntas de cigarrillos resplandecían contra el cielo índigo y la tierra gris, y los zapadores musulmanes se inclinaban en oración, con el trasero hacia el enemigo. Las latas de gasolina cortadas emitían ruidos de cencerro mientras se hervía el té. Las patrullas de infantería se deslizaron hasta la alambrada y los rifles ladraron cuando los francotiradores apuntaron a las siluetas, en los minutos previos a que fueran tragados por la oscuridad.

No fue hasta septiembre que se levantó la lúgubre paz y comenzó una batalla que deslumbraba la vista. Repitiendo Gazala, los Panzer golpearon el frente sur de El Alamein, luego se desviaron detrás de las líneas británicas, cortando un arco por debajo de Ruweisat Ridge. Desde arriba, Wright observaba los fuegos artificiales.

Si la hubiera marcado Wagner en lugar de las máquinas, habría parecido una guerra de ángeles. Hacia el sur, por encima de la principal ofensiva enemiga, los Fairey Albacores lanzaron bengalas de fósforo que iluminaron el desierto con un brillo eléctrico, iluminando los objetivos de los bombarderos Wellington. Por encima de su propio sector, la Luftwaffe hendió el cielo de luna llena con fuego trazador. Los aviones arrojaron cajas de bombas mariposa: artilugios delicados con carcasas con bisagras que se abrieron, liberando un par de alas que giraron en el flujo de aire y clavaron un eje en la bombeta para armarla. Al aterrizar, proyectaron patrones complejos en un terreno distante. Pulsantes bengalas escarlatas se arquearon sobre las líneas aliadas, y los reflectores se balancearon a través del espectáculo, largas patas de araña de luz que se agitaban y se aferraban a las figuras que descendían. Las estrellas ardían encima de todo.

"Una actuación emocionante", escribió el mayor en el diario de la unidad.

A la mañana siguiente tenían órdenes de moverse hacia el este de inmediato y colocar un campo minado para evitar que la fuerza Panzer avanzara más al norte. Los camiones de la compañía se adentraban en el desierto, cada uno cien metros detrás del otro, levantando un gran acantilado de polvo y arena.

Wright, encargado de recoger a los rezagados, conducía un jeep hasta la parte trasera. Sus limpiaparabrisas funcionaban sin parar para abrir una vista de la carretera. Girando para mirar por encima de su codo, Wright notó un auto del estado mayor estacionado justo al sur de su línea de marcha. No parecía pertenecer a la empresa, pero se desvió del camino hacia él. Se detuvo a una distancia reglamentaria y llamó a los hombres que estaban junto al vehículo y, al oír voces en inglés, se acercó.

El general Alexander inspecciona el 3/2 de Punjab .

El Humber tenía el capó levantado y un sargento de aspecto indefenso debajo, empujando un motor que eructaba vapor. Junto a las puertas había dos oficiales mayores, uno con un matamoscas y la boina del 11.º de Húsares, y el otro con una expresión pétrea y una gorra de visera con una banda roja.

¿Pasa algo, señor? llamó Wright.

—Claro que lo hay —espetó el primer oficial. '¿No crees que quiero parar aquí?'

Wright llevó su jeep hasta donde el coche del personal todavía chisporroteaba. La correa del ventilador no estaba.

Tendré que remolcarlo, señor. ¿Dónde tienes que ir?'

—El cuartel general del ejército, por supuesto —dijo el húsar impaciente. En Burg el Arab.

Wright asintió y fue a desenrollar el gancho de remolque de su jeep. Tal vez debería preguntar quiénes eran. Por supuesto que debería preguntar quiénes eran: era el protocolo para los encuentros en el desierto, donde cualquiera podía ser un infiltrado enemigo. Se volvió y espetó un saludo. —¿Le importa si le pido su documento de identidad, señor?

La mano del oficial mayor se deslizó hacia su bolsillo, pero el Hussar explotó. '¡No seas tonto, hombre! ¿No conoce al Comandante del Ejército?

Wright se aseguró de que su rostro permaneciera inexpresivo y solícito. El comandante del Octavo Ejército era el general Auchinleck, pero esto no se parecía a él. Alguien se había olvidado de decirle que "el Alca" había sido relevado de su mando. La noticia sería decepcionante para cualquier soldado indio, pero especialmente para la Brigada 161, que incluía el regimiento que el Auk había comandado personalmente una vez, el 1/1 de Punjab.

'¡Vaya!' dijo Wright, y saludó de nuevo.

Conectó el auto del Comandante del Ejército y se fueron. La mirada de Wright se desvió hacia el espejo retrovisor para ver el rostro demacrado del hombre que dictaría el destino del Octavo Ejército. Era el general Bernard Montgomery, el segundo designado para reemplazar al Auk, después de que un Stuka alemán pusiera una bala en el pecho del general Gott mientras volaba a El Cairo. Montgomery tenía cierta antipatía por el ejército indio: tal vez porque no se había desmayado de Sandhurst lo suficientemente alto como para unirse a él.

Wright estaba pensando que requeriría una navegación ágil para llevar al general al cuartel general del ejército y aun así ubicar su convoy antes del anochecer. Decidió cruzar en línea recta siguiendo el rumbo de la brújula, lo que significaba salirse de la ruta principal del Ejército. Rápidamente encontró una pista estratégica, menos visible y utilizada por el transporte L-de-C para evadir la observación aérea, y se dirigió hacia ella. Era accidentado y cubierto de arena fina, pero los vehículos acoplados avanzaban bien. El ojo de Wright fue a su espejo de nuevo. La cadena de remolque desapareció en una nube de polvo. Él suspiró. Finalmente, depositó a un comandante del ejército con máscara beige y pulido con chorro de arena en Burg el Arab, y esperó las gracias, "que no llegaron".

Horas más tarde, cuando encontró a la compañía, también encontró esperando a un furioso capitán, que se negaba a creer una palabra de ello.

Cuando los deberes de Bobby lo tenían en la tienda del cuartel general, leía las páginas de papel cebolla del diario de la unidad, lo más rápido que podía. La historia de la batalla de septiembre se completó aquí. Cuando comenzó el trabajo de los zapadores en el nuevo campo de minas, el último empuje de Rommel ya se había agotado. Sin gasolina nuevamente, sus Panzer se detuvieron en medio de la lucha. Se vieron obligados a retirarse, y la oportunidad ofensiva ahora recaía en el Octavo Ejército, que estaba repleto de nuevas tropas, nuevos tanques estadounidenses, moral elevada y mucho combustible.

Las divisiones indias 4.ª y 5.ª intercambiaron lugares por última vez. El cansado quinto se amontonó en camiones para unirse a la enorme reserva que yacía en Irak; sólo la Brigada 161, con sus batallones todavía frescos, se quedó en Ruweisat Ridge. En el diario de la unidad, Bobby encontró las cartas que habían llegado a la empresa en octubre, anunciando por fin el 'Día D'. "Juntos atacaremos al enemigo por un "seis", directamente desde el norte de África", escribió Montgomery. 'Que cada oficial y hombre entre en la batalla con la determinación de cumplir con su deber mientras tenga aliento en su cuerpo. Y QUE NINGÚN HOMBRE SE RINDA MIENTRAS NO ESTÉ HERIDO Y PUEDA PELEAR.' El comandante de la 4ª División había añadido su propio mensaje: debían luchar hasta "el último hombre, el último proyectil, la última bomba, la última bayoneta".

Nunca llegó a eso, Wright reanudó su historia, mientras revisaban un registro de mantenimiento de herramientas con las tiendas naik esa noche, una vez que comenzó el ataque, las filas de Rommel se rompieron rápidamente. Hubo un día terrible en el que un bombardero Stuka arrojó una serie de bombas sobre sus líneas, casi matando a los oficiales en el camión comedor, pero guardando su furia para el personal de cocina. Encontraron al aguador, Maqbool, gritando a un muñón de carne que había sido su mano izquierda. Mohammed Sharif el masalchi, de sólo diecisiete años, fue volado en pedazos, 'destrozado de la cabeza a los pies'; Budhu Masi, el cocinero, fue destripado. Tenía veinte años y estaba sano. Tardó tres horas en morir.

Todavía la batalla avanzaba hacia el oeste de ellos, y su manta de ruido se levantó, luego se la llevó el rugido abierto del viento. El pelotón de Wright se encontró en un sector tranquilo junto a la pista de Qattara, limpiando las minas-S. Esos eran dispositivos antipersonal que saltaron por los aires y explotaron a la altura del pecho. Mientras despejaban un campo minado, los zapadores parecían los granjeros que habían sido muchos de ellos. Una apretada fila de hombres clavaron sus bayonetas en el suelo y palparon el borde de metal contra metal. Si no sentían nada, golpeaban una y otra vez, despejando medias lunas ante ellos, y avanzaban de esta manera, segando lentamente bajo la arena. La extraña agricultura del desierto. Un lado plantó semillas de acero y el otro lado las cosechó. Solo algunos vivieron su diseño natural, para elevarse repentinamente como una palma emplumada de aire y arena conmocionados.

Wright se sentó en una roca, observando a sus hombres labrar la arena. Un suboficial, Naik Taj Mohammed, se movía rápido: ya había despejado unos treinta. Pero luego: el ruido agudo, la minibomba suspendida en el aire. Wright sintió la explosión, el instante de la rendición total, todo se inclinó, seguido de largos y boquiabiertos segundos de comprensión. Vio al naik sentarse erguido, con el vientre colgando sobre su regazo como una lengua. Era malo pero sobreviviría; los alemanes construyeron las minas de esa manera, ya que un herido era una carga más pesada que un cadáver. Cuando la ambulancia se fue, se reanudó el trabajo.

Después, un jeep llegó hasta donde estaba Wright y fue saludado por el coronel John Blundell, el jefe de división de ingenieros reales. El teniente explicó cómo iban las cosas. 'Bien, bueno, súbete,' dijo el coronel. Pueden cuidar de sí mismos. Condujeron hacia el oeste hasta una pequeña depresión de arena blanda, interrumpida por grandes peñascos de piedra caliza, escandalosamente esculpidos por el viento granulado. Wright estaba contento de ser tan amistoso con el coronel, el CRE, y hablaron ociosamente sobre las noticias de la lucha. El Zorro del Desierto estaba perdiendo, por falta de lo único que valoraba incluso por encima del agua: gasolina. Esta vez, el Octavo Ejército podría explotar su ventaja hasta el final. Ambos hombres se sintieron ofendidos porque la 4ª División India, una de las tres divisiones aliadas en Egipto desde que comenzó la guerra del desierto, estaba siendo retenida en servicio de salvamento.

Tardó un momento en darse cuenta de que les estaban disparando. Su instinto fue agacharse detrás del salpicadero, pero el coronel pisó a fondo el acelerador y el jeep dio una sacudida hacia una de las rocas. Efectivamente, un soldado italiano salió de detrás con las manos detrás de la cabeza. ¿Sabes italiano? gritó el coronel, por encima del zumbido del motor. Wright no lo hizo.

El jeep se detuvo de golpe frente al italiano, y el coronel saltó y saltó directamente hacia él. En un instante, recogió el rifle del hombre y lo arrojó lo más lejos que pudo. Luego agarró al rezagado por los hombros y, en lugar de arrestarlo como prisionero de guerra, el coronel lo giró hacia el este, retrocedió tres pasos y le dio una patada en el trasero. El italiano se tumbó en la arena. El coronel lo arrastró para que se pusiera en pie, lo giró de nuevo hacia el este y le dio un empujón. El italiano salió corriendo hacia la reserva del Octavo Ejército.

John Wright observó cómo el soldado caía por la arena. Su figura se hizo más pequeña y perdió detalle, pero en el suelo plano y despejado permaneció visible durante mucho tiempo, corriendo de este a este mientras su ejército corría hacia el oeste. Muy pronto, sospechaba Wright, él estaría haciendo lo mismo.