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viernes, 15 de diciembre de 2023

SGM: Los 8 días que Japón quiso continuar la guerra

Los ocho días en los que Japón quiso que la Segunda Guerra Mundial no terminara: el plan rebelde y la rendición grabada en una cinta

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, su población diezmada y sus edificios destruidos, Japón se negó a la rendición. Tardaría ocho días en aceptarla y 27 en firmarla. La historia de un proceso dramático, que incluyó la orden de un emperador no acatada, un intento de golpe de Estado y 700 bombarderos para sellar la paz

Por Alberto Amato || Infobae


Un soldado se rinde ante las tropas estadounidenses. Las rendiciones era un fenómeno muy excepcional, y por lo general los japoneses peleaban hasta la muerte (AP)

Pudo ser un desastre todavía mayor. Una hecatombe incalculable en vidas humanas que pudo terminar con la destrucción de Japón y de sus principales ciudades. Si no sucedió, fue por el temple de unos pocos líderes militares japoneses, por la firmeza del emperador Hirohito que mantuvo su decisión irremediable de rendirse a los aliados, decisión que definió con una frase inolvidable que rebosaba orgullo herido: “Ha llegado la hora de aceptar lo inaceptable”. Y si la devastación no fue mayor, también lo fue por cierta determinación de las fuerzas armadas de Estados Unidos, decididas a destruir al enemigo, convencidas de que la prolongación de la guerra costaría la vida de al menos un millón de sus hombres embarcados en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial.

El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, con su población diezmada y sus edificios destruidos, con la evidencia de una nueva arma, poderosa, inabarcable, desconocida y temida que causaba una devastación jamás imaginada, Japón se negó a la rendición. Lo haría por fin el 14 de agosto. Pero en esos ocho días dramáticos, los señores de la guerra japoneses pensaron en apartar al emperador, trasladarlo a un lugar remoto y seguro, derrocar al gobierno que impulsaba la paz, que era la rendición, y preparar una monumental batalla final entre lo que quedaba del ejército imperial y las tropas de Estados Unidos, forzadas a invadir la isla.

Por su parte, Estados Unidos estuvo dispuesto a enfrentar la intransigencia japonesa, su negativa a aceptar las condiciones de paz impuestas por Harry Truman, Winston Churchill y José Stalin en Potsdam, territorio de la Alemania vencida, con un fenomenal despliegue de mil bombarderos B-29 que serían enviados para destruir Tokio y lo que quedara en camino. No ocurrió por milagro. Incluso con la rendición ya aceptada y pactada, a firmarse el 2 de septiembre en el acorazado “Missouri” anclado en la bahía de Tokio, con las más altas autoridades americanas y británicas a bordo, entre ellas el general Douglas MacArhtur, jefe del ejército del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz comandante de las fuerzas navales, los japoneses planearon un ataque suicida destinado a hundir al “Missouri” y todos sus ocupantes.

La que sigue es la historia no muy conocida de aquellos ocho días dramáticos que pudieron cambiar al mundo para siempre. Y para peor.

La bomba nuclear lanzada por Estados Unidos sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 provocó 80 mil muertos en un solo segundo. Tres días después, otra bomba y otra ciudad japonesa destruida en un instante: Nagasaki (Getty Images)

Igual que Adolf Hitler, su compinche junto al italiano Benito Mussolini en aquella sociedad destinada a dominar al mundo, el emperador Hirohito también tenía un bunker en los sótanos del Palacio Imperial que era a la vez un refugio antiaéreo. Ese fue el escenario de reuniones de urgencia en un ambiente crispado: en la mañana de aquel 6 de agosto, Tokio había intentado comunicarse con la ciudad de Hiroshima sin éxito: nadie sabía por qué. La información llegaba de aquella ciudad fragmentada y confusa. Recién al día siguiente, el teniente general Torashiro Kawabe, subjefe del Estado Mayor Imperial, recibió un informe dramático, de una sola frase, que revelaba: “Toda la ciudad de Hiroshima ha quedado destruida en el acto por efecto de una sola bomba”.

A Kawabe le costó creer las posteriores versiones del suceso. En Hiroshima estaba acuartelado el Segundo Ejército Japonés que, en la mañana del 6 de agosto estaba desplegado en un vasto campo de adiestramiento y practicaba maniobras militares. En el segundo que siguió a la caída de la bomba, todo el Segundo Ejército se había evaporado en el aire. Los japoneses no ignoraban el poderío atómico. No estaban en condiciones de fabricar una bomba, pero contaban con un único físico nuclear de prestigio internacional, Yoshio Nishina a quien convocaron de urgencia al Estado Mayor y le revelaron lo poco que sabían a esas horas sobre qué había pasado en Hiroshima. Nishina, que después de Pearl Harbor había perdido todo contacto con sus colegas occidentales, no dudó un minuto: en Hiroshima había caído un artefacto nuclear. Trazó un retrato aproximado de los daños que podía haber provocado la bomba, que coincidían en todo con los escasos informes que tenía el Estado Mayor japonés y que no le habían sido revelados a Nishina.

Tres días después, el 9 de agosto, y antes de que saliera el sol en aquel imperio del Sol Naciente, llegó a Tokio otra noticia devastadora: Stalin había declarado la guerra a Japón. De inmediato se reunió el Consejo Supremo para la Conducción de la Guerra que ocupó buena parte de la mañana en intentar resolver qué hacer ante el nuevo y poderoso frente de guerra abierto por la URSS. Pero a las once y un minuto, otra noticia sacudió al comando militar japonés: una segunda bomba atómica había estallado en Nagasaki. El Consejo Supremo levantó la sesión y corrió al Palacio Imperial, donde el emperador Hirohito acababa de enviar un mensaje secreto al primer ministro Kantaro Suzuki, que sería una voz decisiva en favor de la paz en los días por venir, con una orden imperativa y urgente: que aceptara de inmediato la Declaración de Potsdam, lo que equivalía a la rendición incondicional de Japón.

En cualquier otro país del mundo, la orden del emperador hubiese bastado. En Japón, no. Había que evitar a Hirohito la humillación que implicaba la derrota; la estrategia, de difícil credibilidad, sugería que el emperador podía esfumarse del palacio para demostrar al mundo que, en realidad, la mayor parte de la guerra había transcurrido sin que él hubiera tenido mucho que ver. Era difícil que el mundo cayera en el engaño pero para los jefes militares eran vitales cuáles serían las condiciones de la rendición. Y, lo peor, no había un criterio único. En el tenso cónclave del Palacio Imperial, con sus manos en las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus espadas de samurái, los jefes militares se alzaron uno a uno para plantear sus exigencias: el ministro de guerra, general Korechika Anami, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor de la Armada, insistieron en imponerle a Washington que aceptara tres condiciones: que fuesen oficiales japoneses quienes desarmaran a las tropas vencidas, que los criminales de guerra fueran juzgados por tribunales japoneses y que se limitara de antemano cuáles territorios serían “ocupados” por el enemigo victorioso.

La conferencia de los tres grandes comienza en una sala del palacio de Potsdam, Alemania. El presidente Harry S. Truman está sentado de espaldas a la cámara, con asistentes a cada lado; el mariscal Joseph Stalin está sentado más a la derecha, mientras que el primer ministro Winston Churchill y su personal están a la izquierda (Getty Images)

Era un disparate. La guerra había sido crudelísima, sin cuartel, miles de tropas aliadas habían muerto en los campos de concentración del imperio y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacer concesiones, mucho menos a aceptar condiciones. Eso fue lo que explicó el canciller japonés, Shigenoni Togo, que además, por si hiciera falta, les recordó a los orgullosos jefes militares que Japón había perdido la guerra y que la paz era una necesidad apremiante. Pero los tres mantuvieron su postura, que era la de los hombres a su mando. No sabían, y si lo sabían habían decidido ignorarlo, que en la conferencia de Potsdam Estados Unidos había propuesto abolir el cargo de emperador en Japón y juzgar a Hirohito como a un criminal de guerra. Gran Bretaña se había opuesto a una decisión tan drástica y había sugerido en cambio mantener la figura del emperador, vital para la cultura japonesa, acotado en sus funciones, e imponer en el país una especie de virreinato a cargo de los aliados. Triunfó el planteo británico y fue el general Douglas MacArthur el “virrey” de Japón que, incluso, dictó una nueva constitución para ese país.

Pero en la noche del 9 de agosto todo el porvenir quedaba lejos. Suzuki y Togo informaron al emperador sobre el planteo militar, y lograron que Hirohito convocara a una Asamblea Imperial en su refugio de palacio. Allí, desde las once y media de la noche y hasta entrada la madrugada del 10, Anami, Umezu y Toyoda confiaron por fin en detalle cuáles eran sus planes. Para ellos, dijeron, la guerra había sido hasta ese momento una serie de “indecisas escaramuzas” libradas en las islas bajo dominio japonés. Ese era otro disparate. El Mar de Japón, el Pacífico Sur, el Mar de Coral, entre otros mares de iguales aguas, habían sido testigos de enormes batallas navales; islas como las Salomon, Iwo Jima, Peleliu, Guam, Guadalcanal y Okinawa habían sido escenario de feroces batallas, sólo en Guadalcanal habían muerto más de treinta mil hombres. Todo aquel horror era calificado ahora como “escaramuzas” por las fuerzas armadas imperiales, para justificar su estrategia final. Ahora, dijeron los jefes militares japoneses, era el momento de “atraer a los norteamericanos a las costas patrias y aniquilarlos”: era el gran momento de la nación japonesa que sería asistida, como siempre, por el “viento divino”. El “viento divino”, decía la leyenda, había ayudado a los japoneses en su tenaz resistencia frente a la invasión de la dinastía mongol china de Kublai Khan, en 1281. La palabra japonesa para nombrar al viento divino era “kamikaze”, nombre que habían tomado los pilotos suicidas y la unidad que los agrupaba, y en manos de quienes el mando militar parecía confiar una parte del curso final de la guerra.

Suzuki pidió al emperador que zanjara la discusión. Era algo fuera de lo común: por tradición, el emperador sólo presidía estas reuniones y las bendecía con su augusta presencia. Pero esa madrugada Hirohito se levantó de su trono y dijo que no quedaba otra alternativa que concluir la guerra sin demora. Y abandonó el salón. La posición militar parecía derrotada.

En una reunión de gabinete celebrada a las tres de la mañana del 10 de agosto, el gobierno japonés aprobó por unanimidad enviar notas oficiales a Washington, Londres y Moscú en las que aceptaba la Declaración de Potsdam tal como la había planteado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman que, a su pesar, dejaba en el trono a Hirohito. La noticia de la aceptación de la derrota no fue comunicada a los japoneses. Esa misma mañana, el general Anami, que era el oficial de mayor graduación del imperio, convocó a todos los oficiales de Tokio hasta el grado de teniente coronel, para informarles de la rendición. Confiaba en una rebelión y confiaba bien. En el gobierno, el primer ministro Suzuki esperaba un golpe de Estado. Y hacía bien en esperarlo.

El 13 de agosto, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio (Getty Images)

En Estados Unidos, Truman estudió entonces las posibles repercusiones políticas de las negociaciones de paz, en especial, la decisión de dejar a Hirohito en el trono, algo que la opinión pública americana no sabía. Lo analizó el sábado 11 de agosto junto al secretario de Guerra, Henry Stimson, el tipo que en Potsdam le había informado a Churchill que la bomba atómica había sido probada con éxito, junto al secretario de Estado, James Byrnes, al de defensa, James Forrestal y al jefe del Estado Mayor Conjunto de sus fuerzas armadas, almirante William Leahy: todos habían estado en Potsdam. Fue Byrnes quien escribió la respuesta aliada a Japón. La enviaron el 12 de agosto a través de Suiza. Sobre el emperador, el documento decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición. (...) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.

Truman ordenó que continuaran las operaciones militares, incluyendo el bombardeo a Japón por parte de los B-29, hasta que los Aliados recibieran un documento oficial de la rendición japonesa. En Tokio, sin embargo, el primer ministro Suzuki sostuvo que se debía rechazar ese documento e insistir en una garantía más explícita para el sistema imperial. El general Anami, el más duro de los jefes militares, pidió además un imposible: que en Japón no hubiera ocupación de ningún tipo por parte de los Aliados.

El canciller Togo fue el más lúcido: le dijo al primer ministro Suzuki que no había esperanza alguna de obtener mejores condiciones para la capitulación. “Pienso que los términos son inapropiados, pero las bombas atómicas y la entrada de los soviéticos en la guerra son, en un sentido, regalos del cielo. De esta manera no tenemos que decir que tenemos que dejar la guerra por circunstancias nacionales”. Ese mismo día, Hirohito informó a la familia imperial de su decisión de rendirse.

El 13 de agosto el gabinete japonés debatió cómo responder a los Aliados: no adelantaron nada, las posiciones estaban en punto muerto y enfrentaban al gobierno civil con el poder militar. Por su parte, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio. Truman ordenó entonces que se reanudaran los ataques contra Japón “para convencer a los dirigentes japoneses de que vamos en serio y estamos decididos a hacerles aceptar nuestras propuestas de paz sin ninguna dilación”. La Tercera Flota de los Estados Unidos bombardeó la costa japonesa. Más de cuatrocientos bombarderos B-29 atacaron a Japón el 13 de agosto, y otros trescientos lo hicieron durante la noche. Los Aliados bombardearon también con papel: lanzaron miles de panfletos en el que afirmaban “nuestra alianza de tres países le presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de dos mil bombarderos B-29”.

El emperador Hirohito se para frente a la ventana de su automóvil privado en la estación de tren de Momoyama antes de partir hacia el santuario ancestral en Unebi. Foto exclusiva del fotógrafo de Acme Tom Shafer. Esto es lo más cerca que se le ha permitido a un fotógrafo del Emperador

Hirohito se reunió entonces con los oficiales superiores del ejército y la armada y les pidió que se unieran a él para poner fin a la guerra. Pero Anami, Toyoda y Umezu insistieron en continuar la lucha. Hirohito dijo entonces: “He escuchado detenidamente todos los argumentos presentados en oposición a la opinión de que Japón debería aceptar la respuesta de los Aliados tal y como está y sin mayor clarificación o modificación, pero mis pensamientos no han sufrido ningún cambio (…) Para que el pueblo pueda conocer mi decisión, pido que preparen de inmediato un escrito imperial para que pueda retransmitirlo a la nación. Finalmente, apelo a cada uno de ustedes para que se esfuerce al máximo para que podamos enfrentarnos a los difíciles días que nos aguardan”. Alrededor de las once de la noche, el emperador grabó su mensaje, que fue entregado al chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que lo pusiera bajo llave hasta el momento de ser emitido.

Minutos después de aquella dramática conferencia del 13 al 14 de agosto en la Hirohito aceptó la rendición incondicional, un grupo de oficiales, con Anami a la cabeza, se reunió en un salón vecino. Todos eran conscientes de la inminencia de un golpe militar que desalojara a los civiles del poder, pusiera al emperador a salvo, o a resguardo, y que Japón continuara la lucha. Muchos de los complotados se habían unido en aquel salón del Palacio. Pero el general Kawabe, subjefe del estado Mayor, propuso que todos los oficiales reunidos allí firmaran un acuerdo para cumplir la orden del emperador: “El Ejército –decía el documento– actuará de acuerdo con la Decisión Imperial hasta el final”. Lo firmaron todos, incluido Anami. Una figura clave en lograr la firma de ese acuerdo fue el general Shizuichi Tanaka. Era un militar respetado, que había sido gobernador militar de Filipinas. En 1941 no había estado de acuerdo con el bombardeo a Pearl Harbor, pese que luego fue un fiel servidor del emperador. Ahora, en agosto de 1945, comandaba la Primera División de la Guardia Imperial. Era consciente de una rebelión que estaba a punto de estallar contra las órdenes del emperador; iba a ser comandada por el mayor Kenji Hatanaka a quien Tanaka había reprendido cuando se enteró de sus intenciones golpistas que estaban incluso por encima de las decisiones de la comandancia militar. Tanaka pensó que el anuncio de la firma de un acuerdo que respetaba la decisión del emperador firmado por parte de los más altos oficiales del Ejército, iba a disuadir a Hatanaka. No fue así. Tanaka se suicidó nueve días después.

Si algo tenía claro el mayor Hatanaka era que nada iba a disuadirlo. Por el contrario, pensó que si ocupaba el Palacio Imperial con sus tropas, el resto del ejército lo seguiría y se levantaría contra la rendición. Fue esa certeza la que lo mantuvo optimista y decidido para seguir con su plan, pese al poco apoyo de sus superiores, entre ellos el del propio general Anami, que también sabía del complot. A las dos de la mañana del 14 de agosto, Hatanaka tomó el Palacio casi en el mismo momento en el que Anami se hacía el harakiri en sus oficinas y dejaba un mensaje que decía: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No estaba claro a cuál crimen se refería Anami: si al de la derrota o al de la conspiración en marcha.

No fue la única sangre derramada esa noche. Hatanaka y sus hombres fueron al despacho del teniente general Takeshi Mori, uno de los comandantes de la Guardia Imperial, para pedirle que se uniera a la rebelión. Mori conversaba en ese momento con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraishi. Ambos se negaron a plegarse al golpe por lo que Hatanaka asesinó a Mori y otro de los complotados mató también a Shiraishi. Los rebeldes desarmaron a la policía del Palacio y bloquearon las entradas: buscaban la cinta grabada con el discurso de la rendición. No pudieron dar con ella. Hallaron al chambelán Tokugawa, un hombre de absoluta fidelidad al emperador, y Hatanaka lo amenazó con destriparlo con su katana si no les revelaba el sitio dónde estaba atesorada la grabación. Tokugawa se jugó la vida, puso su mejor cara de inocente y dijo que no tenía idea de que existiera grabación alguna.

15 de agosto de 1945: imagen de cuerpo entero de prisioneros de guerra japoneses de pie en filas con la cabeza inclinada detrás de una cerca de alambre de púas en un campo de internamiento aliado durante la Segunda Guerra Mundial. Acababan de escuchar al emperador japonés Hirohito anunciar la rendición incondicional de Japón (US Navy/Getty Images)

La chambonada duró poco. Cerca de las tres y media de la mañana le informaron a Hatanaka que el Ejército del Distrito Oriental marchaba hacia el palacio para apresarlo. El plan rebelde se desmoronaba a pedazos. Hatanaka pidió entonces al jefe del Estado Mayor del Distrito Oriental, Tatsuhiko Takashima, que marchaba a capturarlo, que le diera diez minutos en directo por la cadena de radio NHK para que pudiera explicar al pueblo japonés cuáles eran sus intenciones. La cadena NHK era la encargada de transmitir el discurso de rendición de Hirohito y no las palabras del rebelde. El pedido de Hatanaka fue rechazado, pero el rebelde insistió. Fue a los estudios de la NHK y, pistola en mano, intentó conseguir diez minutos de aire. No se los dieron. Mientras, en el Palacio, el resto de los oficiales rebeldes se rendía a las tropas leales al emperador. A las ocho de la mañana, la rebelión estaba sofocada. Los rebeldes habían logrado tomar el palacio, pero habían fracasado en hallar la vital cinta grabada por el emperador.

Faltaba todavía un paso de comedia que terminaría en tragedia. Poco después de las ocho de la mañana del 15 de agosto, Hatanaka, montado en una moto, y el teniente coronel Jiro Shizaki, a lomos de un caballo, recorrieron las calles de Tokio y lanzaron panfletos que explicaban cuáles habían sido sus intenciones. Una hora antes de la emisión del discurso de Hirohito, programada para las once de la mañana, Hatanaka tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y apretó el gatillo. Shizaki se hizo el harakiri. En el bolsillo del mayor Hatanaka hallaron un poema. Decía: “No me arrepiento de nada ahora que las nubes negras han desaparecido del reinado del Emperador”. Era un poco enigmático.

La firma de la rendición japonesa fue fijada para el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado “Missouri”, que llegó a la Bahía de Tokio el 28 de agosto junto con una flota en la que viajaba parte del ejército de ocupación. Para entonces, tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a las fuerzas de desembarco; los kamikazes que habían sobrevivido al fragor de la guerra y no habían alcanzado a despegar en sus vuelos finales, ubicaron sus aviones en la pista de despegue del Aeropuerto Atsugi y esperaron encerrados en sus cabinas: habían jurado por el honor de sus antepasados lanzarse en picada contra el “Missouri” hasta hundirlo y, con él, a la plana mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos y Gran Bretaña; los pilotos de otros aviones de combate, tan exaltados como los kamikazes, habían alistado sus aviones y sus bombas para lanzarlas en la Bahía antes de que se firmara la rendición.

Fueron horas frenéticas y cargadas de tensión. Nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. Hirohito decidió enviar a los miembros de su familia a las diferentes guarniciones militares para asegurar que su promesa no sería rota. El príncipe Takamatsu, hermano menor de Hirohito, llegó agitado al Aeropuerto Atsugi con el tiempo justo para inducir a los kamikazes a que no despegaran. Fue un forcejeo tenso y febril, que se decidió en los últimos minutos.

Así fue como terminó la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el New York Times lo celebró con un comentario noticioso. Afirmó que era la primera vez desde el 1 de septiembre de 1939 que no había comunicados bélicos en ninguna parte del mundo.


jueves, 17 de agosto de 2023

SGM: Los desgarradores efectos de la bomba nuclear sobre Nagasaki

El día que el aire se prendió fuego y la gente de desintegró: el estremecedor relato de los sobrevivientes de Nagasaki

El 9 de agosto de 1945, tres días después de la bomba atómica sobre Hiroshima, Fat Man cayó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki. Tres científicos estadounidenses le enviaron un mensaje a un físico japonés. Lo hicieron con una carta que cayó sobre los restos la ciudad que segundos antes había sido arrasada. Los testimonios de quienes vieron cómo nada quedaba en pie

Por Matías Bauso  ||  Infobae




El 9 de agosto de 1945, tres días después de la bomba atómica sobre Hiroshima, Fat Man cayó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki. El factor sorpresa de nuevo buscaba surtir efecto en la resistencia de Japón (U.S. National Archives and Records Administration/Handout via REUTERS)

La bomba se denominó Fat Man. El avión que la transportó se llamó Bockscar. Y el comandante que la activó fue Charles Sweeney. El mundo había entrado en la era nuclear el 6 de agosto de 1945: cuando el Enola Gay arrojó la bomba Little Boy desde un bombardero pilotado por el comandante Paul Tibbets sobre los cielos de Hiroshima. Sobre el hongo nuclear que germinó sobre el suelo japonés, todas las cosas vivas se murieron y el aire se prendió fuego.

El presidente estadounidense Harry S. Truman informó, horas después del ataque, que la ofensiva recién había empezado: “Hace poco tiempo un avión americano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima, inutilizándola para el enemigo. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor: han sido correspondidos sobradamente. Pero este no es el final, con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción”.

Tres días después, el 9 de agosto, despegó un nuevo vuelo. La operación, planeada con meticulosidad, debió sortear varios imprevistos. Ya todos, aunque nadie lo hubiera confirmado, sabían qué clase de bomba llevaba el avión. En el momento del despegue de uno de los aviones de apoyo, el que llevaba al personal de observación (científicos y encargados de tomar las imágenes), el piloto hizo bajar a uno de los tripulantes: en vez de paracaídas, en un error por los nervios, había tomado un segundo salvavidas.

En esa nave iban también los instrumentos de medición, que lanzados con pequeños paracaídas, buscaban establecer la magnitud de la explosión, el poderío de la bomba. El general Groves y Robert Oppenheimer habían enviado tres científicos directo desde Los Alamos a Tinian. Eran los representantes del Proyecto Manhattan en la base militar. Eran Luis Walter Álvarez, Lawrence Johnston y Harold Agnew. Uno de ellos tuvo una idea. Una improvisación en el detallado plan. Querían enviar un mensaje.

Se sabía del poder de devastación de la bomba atómica pero no mucho más. Los generales norteamericanos negaron las consecuencias. Afirmaban que ya todo había pasado y que no había secuela posible. Mentían (U.S. Air Force/Handout via REUTERS)

Cuando se enteraron que la segunda bomba sería lanzada casi de inmediato, los físicos norteamericanos sostuvieron que eso terminaría de desconcertar a los japoneses. Que si ellos estuvieran del otro lado, y los comandantes les preguntaran qué posibilidades habría de un segundo ataque, ellos dirían que sería casi imposible, que tendrían tiempo dado que esas bombas eran muy difíciles y muy costosas de construir. Por lo tanto el factor sorpresa, de nuevo, sería importante.

Los tres que estaban en la base del Pacífico no estaban preocupados por las vidas que se habían perdido en Hiroshima sino por las que podrían perderse en caso de continuar la contienda. Así decidieron mandar un mensaje a un par. A alguien que pudiera explicarle a los gobernantes japoneses qué era eso que les había caído del cielo.

Luis Walter Álvarez, luego Premio Nobel de Física, dictó una carta. Sus colegas Johnston y Agnew, la transcribieron y agregaron algunos párrafos. La misiva estaba dirigida a Ryokichi Sagane, un respetado físico japonés que ellos habían conocido en Estados Unidos unos años antes.

El piloto Charles Sweeney lanzó la bomba sobre Nagasaki (Wikipedia: Gobierno de EEUU)

En la carta sin firma se presentaban como “tres colegas de Bekerley” y entre otras cosas decían: “Como científicos deploramos el uso que se ha dado a tan bello descubrimiento, pero podemos asegurar que a menos que Japón se rinda una lluvia de bombas atómicos caerá sobre el país”. Le rogaban a Sagane que utilizara sus conocimientos e influencias para convencer a las autoridades japonesas.

Adosaron la carta a uno de los instrumentos de medición y la dejaron caer hacia suelo japonés. La misiva fue encontrada unos pocos días después y estudiada por funcionarios nipones. Recién llegó a su destinatario el Dr. Sagane varios meses más tarde.

La carta no tenía firma pero luego consiguió quien la suscribiera. Varios años después de la guerra, los físicos volvieron a cruzarse. Sagane sacó el papel arrugado de su bolsillo y se lo extendió a Álvarez que lo leyó en silencio. Luego sacó una lapicera del bolsillo interno de su saco y escribió. Tras eso, varios años después de que fuera escrita, la firmó.

Sweeney se encontró con un espeso manto de nubes cuando llegó a su destino. Intentó encontrar un hueco en el que la visibilidad hiciera posible el lanzamiento pero fue infructuoso. En ese instante decidió cambiar de objetivo. La ciudad de Kokura, sin saberlo, gracias a un súbito cambia de clima, evitó ser destruida (Department of Energy/Lawrence Berkeley National Laboratory/REUTERS)

Ni Álvarez ni los otros dos científicos mostraron remordimiento ni pesar por las bombas. Constituyeron casi una excepción (otro caso notable fue el de Edward Teller, creador de la Bomba H) entre los especialistas del Proyecto Manhattan que se convirtieron casi de inmediato en pacifistas y abogaron por el desarme atómico, por desactivar el infierno que crearon con sus conocimientos y trabajo.

La visión de Álvarez y de sus compañeros, posiblemente, se sustentaba en su experiencia en el campo de batalla. Ellos salieron del laboratorio, vivieron en bases militares, participaron de misiones, vieron a los hombres morir en combate. Esas vivencias pueden haberlos convencido que la extensión de la guerra hubiera acarreado mayor número de muertos que los que produjeron las dos bombas atómicas.

Álvarez había estado en el lanzamiento de prueba del nuevo arma en el desierto californiano y en Hiroshima. El 9 de agosto se quedó en la base y fue Johnston en el avión. Así, Johnston se convirtió en la única persona que fue testigo ocular de los tres lanzamientos atómicos de esa guerra. Un récord nada envidiable.

Una postal de la devastación causada por la bomba atómica lanzada sobre Nagasaki, Japón, el 9 de agosto de 1945 (Departamento de Energía/Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley/REUTERS)

La misión del Bockscar encontró inconvenientes. Primero no pudo juntarse con los aviones de apoyo. Pese al informe del avión meteorológico, Sweeney se encontró con un espeso manto de nubes cuando llegó a su destino. Intentó encontrar un hueco en el que la visibilidad hiciera posible el lanzamiento pero fue infructuoso. En ese instante decidió cambiar de objetivo. La ciudad de Kokura, sin saberlo, gracias a un súbito cambia de clima, evitó ser destruida.

El avión se dirigió a Nagasaki, la ciudad que indicaba el plan de contingencia. Pero un nuevo problema surgió. El avión mostró desperfectos. Perdía combustible. No se sabía si podría regresar. A Nagasaki también la cubrían las nubes, cuando no quedaba demasiado tiempo, Sweeney descubrió una brecha. De no haber aparecido ese espacio despejado, le quedaban dos opciones: lanzar la bomba por indicación del radar (método del que se desconocía la eficacia en ese momento) o dejarla caer en el mar. Pero finalmente nada de eso pasó.

La bomba atómica sobre Nagasaki mató 40 mil personas en el momento de la detonación. Y otras tantas murieron con el transcurrir del tiempo por efecto de la radiación. La fábrica Mitsubishi que proveía armamento fue destruida, al igual que el 40% de las viviendas de la ciudad.

Una niña con su madre en Nagasaki la mañana siguiente al lanzamiento de la bomba atómica, el 10 de agosto de 1945. Su casa fue destruida, están a 1,5 km al sureste núcleo de la explosión y les han dado una bola de arroz como alimento (Galerie Bilderwelt/Getty Images)

Pero hubo quienes no murieron. Son conocidos comos los hibakusha. Los sobrevivientes a las explosiones atómicas. Los afectados por la radiación. Aquellos a los que la destrucción signó de por vida. Las secuelas físicas, las pérdidas materiales, la muerte de los familiares. Entre ellos hay algunos que revisten un estado aún mayor de excepcionalidad. Son doblemente hibakushas: sobrevivieron a ambas explosiones atómicas.

Tsutomu Yamaguchi era un joven empleado de Mitsubishi. Había sido enviado a Hiroshima a realizar unas tareas. El tren que lo devolvería a Nagasaki partía a las nueve de la mañana del 6 de agosto. Camino a la estación se dio cuenta de que había dejado documentación en el hotel. Regresó a buscarla y se separó de sus dos compañeros de viaje. Al regresar una explosión de una potencia desconocida lo hizo volar por el aire. Luego de unos minutos de atontamiento se levantó. Vio el peor paisaje imaginable. Tenía algunas lastimaduras, le sangraba la cabeza pero nada más. Se escondió en un refugio antiaéreo.

A la mañana siguiente, con la ciudad todavía cubierta por la bruma atómica, inició el camino de regreso a su casa. Una odisea de más 250 kilómetros. Llegó a Nagasaki a la noche del 8 de agosto. Abrazó a su esposa y a su hijo pequeño. A la mañana siguiente se dirigió a la fábrica. A media mañana se reunió con su jefe. Intentaba convencerlo de lo sucedido. El jefe valoró darle licencia. Pensó que Yamaguchi se había vuelto loco. Era inconcebible suponer que una sola bomba podía arrasar una ciudad. Cuando el jefe estaba por echarlo de la oficina, la explosión.

Un joven yace en una colchoneta con quemaduras cubriendo su cuerpo, producto de la la explosión de la bomba atómica sobre Nagasaki, Japón (CORBIS/Corbis vía Getty Images)

Estados Unidos había lanzado la segunda bomba atómica. Una vez más, Tsutomu salió indemne. Entre los escombros se levantó con nuevos magullones y quemaduras para ir a buscar a su familia. Su esposa y el bebé tampoco habían sufrido daños. La familia pasó varios días en un refugio hasta que pudieron regresar a su casa. Yamaguchi sólo perdió parte de la audición de un oído y le quedó cierta debilidad en sus piernas; secuelas menores para haber soportado dos explosiones atómicas. Murió en el 2010. Tenía 94 años. Su hijo vivió bastante menos; murió de cáncer afectado por la radiación a fines del Siglo XX.

Kazuko Sadamaru tenía veinte años y la guerra la había transformado en enfermera. Ella también fue doble hibakusha. Desde Nagasaki acompañó en tren a unos heridos cuya lugar de residencia era Hiroshima. Cuando la formación ingresaba en la ciudad, el destello cegador. El tren cimbreó. Cuando bajaron se encontraron con el paisaje más funesto. Al día siguiente regresó a Nagasaki. El 9 de agosto, la siguiente bomba. Allí vivió los peores días de su vida. Trabajando varios días seguidos, sin dormir, sin materiales para asistir a los heridos, sin saber contra qué luchaban. Ella, con el paso de los meses, tuvo problemas en la sangre y perdió casi todo el pelo. Pero se recuperó. Tuvo una hija y cuatro nietos.

En septiembre de 1945, un hombre con uniforme de coronel del ejército de Estados Unidos entró a Nagasaki. Japón ya se había rendido. La guerra había terminado. En la ciudad sus escasos habitantes parecían espectros. Era como si nada de lo anterior hubiera quedado en pie. Destrucción total. El horizonte más desolador posible.

Por ese tiempo Estados Unidos disfrutaba del éxito. Las bombas habían derribado las últimas defensas japonesas. Nada se sabía (al menos públicamente) de las consecuencias de las bombas. Todavía ni siquiera era sencillo determinar los daños instantáneos que había ocasionado, mensurarlos con precisión. Se sabía de su poder de devastación pero no mucho más. Los generales norteamericanos negaban consecuencias. Afirmaban que ya todo había pasado. No había secuela posible. Mentían.

Un bebé japonés se retuerce la cara por el intenso dolor de las quemaduras sufridas cuando se lanzó la bomba atómica sobre Nagasaki, mientras otro sobreviviente vendado intenta consolarlo. Decenas de otros, horriblemente quemados en el cegador destello de llamas que envolvió la ciudad cuando explotó la bomba, yacían esparcidos entre los escombros del edificio destrozado (Getty Images)

Entre la vocación por silenciar las decenas de miles de muertes, las secuelas de la radiación y que había sido la segunda bomba, Nagasaki no tenía demasiada atención de los medios.

El hombre con ropa de coronel era periodista. Se llamaba George Weller. En su libreta de apuntes tomó nota de todo lo que vio. Un espectáculo atroz. Le costaba imaginar qué había provocado eso. Encontró un campo de prisioneros de guerra. Sus reclusos eran soldados americanos capturados por los japoneses. Todavía no sabían que la guerra había terminado. Weller les dio la noticia. Ellos le relataron el resplandor, el ruido atronador y la ola expansiva. El periodista escribió un informe estremecedor. Siguió recorriendo la ciudad, lo que quedaba de ella, y reportando. Envió sus notas. Hablaba también de enfermedades extrañas que parecían tener origen en la bomba. La noticia era que la radiación afectaba a las personas.

Semanas después se enteró de que ninguna había llegado al diario. Los oficiales de Estados Unidos las habían retenido y destruido. No eran tiempos de dar malas noticias; eso era hacerle el juego al enemigo (ya derrotado). Las excusas que se suelen esgrimir para ejercer la censura.

Weller regresó a su país y vivió convencido que sus crónicas se habían perdido para siempre. Tras su muerte, una de sus hijas, encontró un copia en carbónico y los publicó. Sesenta años después el mundo seguía conociendo qué había ocurrido en Nagasaki.


viernes, 11 de agosto de 2023

SGM: ¿Cómo hubiese terminado el conflicto sin bomba atómica?

Sin Bomba Atómica Versión II

Alternative Forces of WWII





En los primeros tres meses de 1945, los líderes militares de Japón forjaron una estrategia que llamaron Ketsu Go (Operación Decisiva) para obtener las fichas de negociación política para terminar la guerra de una manera que pudieran tolerar. Confiaban en que ninguna cantidad de bloqueos y bombardeos, incluso si costaba la vida de millones de sus compatriotas, podría obligarlos a ceder. Además, creían que una población estadounidense impaciente impulsaría a su antagonista a evitar un asedio prolongado e intentaría poner fin a la guerra rápidamente. Eso dictó una invasión de la patria japonesa.

A continuación, los estrategas japoneses examinaron el mapa a la luz de los hábitos operativos estadounidenses. Se podría esperar que Estados Unidos usara su enorme preponderancia de fuerza aérea para apoyar una invasión. Los aviones con base en tierra constituían la mayoría de los recursos aéreos estadounidenses y, por lo tanto, dictaban que la invasión debía caer en un área dentro del alcance de los aviones de combate con base en tierra. De las posiciones que los japoneses esperaban que ocupara su oponente para el verano de 1945, las bases más cercanas serían Okinawa e Iwo Jima. Okinawa, pero no Iwo Jima, podía soportar miles de aviones tácticos, más pequeños que los B-29 que ya estaban bombardeando las islas de origen. Desde Okinawa, los aviones estadounidenses podrían llegar a Kyushu y partes de Shikoku. De estos dos, Kyushu ofrecía el mejor conjunto de posibles bases aéreas y marítimas desde las cuales montar un ataque contra el objetivo supremo obvio: Tokio, el centro político e industrial de Japón. Un simple escaneo del mapa topográfico de Kyushu reveló fácilmente a los comandantes japoneses tres de los cuatro sitios elegidos para la invasión estadounidense. Por lo tanto, los japoneses anticiparon no solo una invasión, sino también las dos áreas de invasión más probables, la secuencia de las dos invasiones probables y los lugares exactos de aterrizaje en Kyushu.

Con una comprensión firme de los elementos estratégicos esenciales, Japón se embarcó en un programa de movilización masiva. A mediados del verano habría sesenta divisiones y treinta y cuatro brigadas reuniendo a 2,9 millones de hombres en la patria. Un estricto programa de conservación, además de la conversión del establecimiento de entrenamiento de aviación en unidades kamikaze, proporcionó a los japoneses más de 10.000 aviones, la mitad aviones suicidas, para enfrentar la invasión. Estas fuerzas se organizaron con énfasis principal en la defensa del sur de Kyushu y Tokio.

En comparación con la torturada estructura política japonesa dominada por los militares, su contraparte estadounidense bien diseñada colocó la máxima autoridad en manos civiles. Pero esas manos cambiaron el 12 de abril de 1945, con la muerte de Franklin D. Roosevelt, que empujó a Harry S Truman a la presidencia. Roosevelt fracasó notablemente en preparar a Truman para sus responsabilidades, por lo que el nuevo presidente recurrió a sus principales asesores en busca de orientación sobre estrategia política y militar. Los asesores militares de Truman, sin embargo, no estaban de acuerdo con la estrategia para poner fin a la guerra.

La Marina de los Estados Unidos, dirigida por el Almirante de la Flota Ernest King, había llegado a una serie de conclusiones fundamentales sobre la conducción de una guerra con Japón basándose en décadas de intenso estudio. Ninguno de estos preceptos estaba más arraigado que el principio de que sería una absoluta locura invadir Japón. Los oficiales navales calcularon que Estados Unidos nunca podría montar fuerzas expedicionarias a través del Pacífico que igualaran la mano de obra que Japón movilizaría para defender la patria y el terreno negaría por completo las ventajas estadounidenses en equipos y vehículos pesados. Por lo tanto, la arraigada doctrina de la Marina sostenía que la forma más sólida de poner fin a una guerra con Japón era mediante una campaña de bloqueo y bombardeo, incluido un intenso bombardeo aéreo.


Cuando el ejército de los Estados Unidos, dirigido por el general George C. Marshall, se centró tardíamente en cómo poner fin a una guerra con Japón, rápidamente adoptó la opinión de que solo una invasión podría llevar el conflicto a una conclusión aceptable. Después de un extenso debate sobre estos puntos de vista contradictorios, el Estado Mayor Conjunto llegó a un compromiso inestable en abril de 1945. El ejército obtuvo la aprobación ostensible para una campaña de invasión en dos fases, cuyo nombre en código era Operación Caída. La primera fase, la Operación Olympic, programada para el 1 de noviembre de 1945, involucró un aterrizaje diseñado para asegurar aproximadamente el tercio sur de Kyushu. Esto proporcionaría bases aéreas y navales para apoyar un segundo asalto anfibio, la Operación Corona, programada para el 1 de marzo de 1946, con el objetivo de asegurar la región de Tokio.

El Estado Mayor Conjunto justificó esta estrategia sobre la base de que el objetivo general de la guerra estadounidense era una rendición incondicional que garantizaría que Japón nunca más representara una amenaza para la paz. Pero la historia planteó formidables dudas sobre la viabilidad de ese objetivo. Ningún gobierno japonés había capitulado en 2600 años; ningún destacamento japonés se había rendido en todo el curso de la Guerra del Pacífico. En consecuencia, no había garantía de que un gobierno japonés capitularía alguna vez, o de que las fuerzas armadas de Japón se inclinarían ante tal comando. Por lo tanto, la pesadilla estadounidense no fue la invasión inicial de la patria, sino la perspectiva de que no habría una capitulación organizada de las fuerzas armadas de Japón, más de cuatro millones de efectivos. En efecto,

La armada obtuvo el acuerdo de que la campaña de bloqueo y bombardeo continuaría a un ritmo acelerado durante los seis meses previos a los Juegos Olímpicos. El almirante King, sin embargo, advirtió explícitamente a sus colegas en el Estado Mayor Conjunto en abril que solo estaba de acuerdo en que las órdenes de invasión debían emitirse con prontitud para que se pudieran montar todos los preparativos para una empresa tan gigantesca. Advirtió que el Estado Mayor Conjunto revisaría la necesidad de una invasión en agosto o septiembre.

La inteligencia de radio demostró que King era profético. Durante julio y agosto, ULTRA desenmascaró para los líderes estadounidenses la emboscada que aguardaba a los Juegos Olímpicos. Se esperaba que los 680.000 estadounidenses, incluidas catorce divisiones, programados para la invasión de Kyushu se enfrentaran a no más de 350.000 japoneses, incluidas entre ocho y diez divisiones. Pero las comunicaciones descifradas identificaron catorce divisiones del Ejército Imperial, así como varias brigadas de tanques e infantería, también de al menos 680.000 efectivos, la mayoría posicionados en el sur de Kyushu. Además, en lugar de solo 2.500 a 3.000 aviones para apoyar a sus tropas terrestres contra 10.000 aviones estadounidenses, las fuentes ULTRA y la evidencia fotográfica revelaron que los japoneses tenían al menos 5.900 a más de 10.000 aviones, la mitad de ellos kamikazes, esperando para aplastar a los convoyes de invasión.

La intervención soviética habría reformado el floreciente debate estadounidense sobre la estrategia para poner fin a la guerra en agosto de 1945. El resultado más probable habría sido descartar a Olympic para un plan preliminar para invadir el norte de Honshu en un intento de evitar que los soviéticos invadieran más Japón. Sin embargo, una vez que se completó esta operación, los líderes estadounidenses se habrían resistido a la perspectiva de conquistar el resto de las islas de origen, hoyo por hoyo, roca por roca. Los devastadores resultados de la estrategia de bloqueo y bombardeo, según lo revelado por la inteligencia de radio y otras fuentes, habrían defendido la estrategia de la marina de someter a Japón por hambre. Solo la posibilidad de liberar a algunos prisioneros de guerra e internados habría despertado el interés en nuevas campañas terrestres en Japón, siempre que permanecieran limitadas con pérdidas aceptables. La creciente frustración y furia estadounidense probablemente habría provocado la decisión de desencadenar una guerra química contra los cultivos de arroz de 1946, así como contra los siguientes, un proyecto que se estaba considerando en 1945. El uso de gas venenoso contra Japón en apoyo de la invasión también había sido objeto de estudio. consideración en 1945. La perspectiva de una continuación interminable de la guerra para aniquilar a los destacamentos japoneses en las islas de origen también puede haber levantado ese tabú. El poder aéreo y la logística estadounidenses, pero no las fuerzas terrestres, habrían ayudado a los aliados a derrotar a las unidades japonesas en el continente asiático. El uso de gas venenoso contra Japón en apoyo de la invasión también se había considerado en 1945. La perspectiva de una continuación interminable de la guerra para aniquilar a los destacamentos japoneses en las islas de origen también puede haber levantado ese tabú. El poder aéreo y la logística estadounidenses, pero no las fuerzas terrestres, habrían ayudado a los aliados a derrotar a las unidades japonesas en el continente asiático. El uso de gas venenoso contra Japón en apoyo de la invasión también se había considerado en 1945. La perspectiva de una continuación interminable de la guerra para aniquilar a los destacamentos japoneses en las islas de origen también puede haber levantado ese tabú. El poder aéreo y la logística estadounidenses, pero no las fuerzas terrestres, habrían ayudado a los aliados a derrotar a las unidades japonesas en el continente asiático.

La Guerra del Pacífico se habría prolongado probablemente de dos a cinco años más, tal vez más. El costo total habría excedido fácilmente los cinco millones de muertes solo en Japón según estimaciones conservadoras, e igualado o duplicado ese número entre todas las naciones y pueblos atrapados en esta agonía prolongada. Si bien no habría habido división de Corea y, por lo tanto, no habría guerra de Corea, habría habido una rivalidad soviético-estadounidense marcadamente divisiva en las islas de origen para igualar la existente a lo largo de las incómodas fronteras de Europa. Los japoneses supervivientes habrían languidecido en la pobreza y la amargura durante décadas. Así, la bomba atómica, con todo su horror, fue la “opción menos abominable”.

viernes, 12 de marzo de 2021

Los inventores de armas que se arrepintieron

El mal genio: grandes inventores de armas que se arrepintieron

Los creadores de la dinamita, la ametralladora, la bomba atómica o el AK-47 confesaron sus remordimientos por el daño causado


Dresde destruida por el bombardeo aliado de febrero de 1945 Terceros

Abril Phillips | La Vanguardia


En mayo de 2012, Mikhail Kalashnikov escribió a sus 92 años una carta dirigida al patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Había sido bautizado hacía apenas un año y acudía a su referente religioso en busca de respuestas. “El dolor en mi alma es insoportable”, decía en la carta publicada después por el diario local Isvestya, “Sigo teniendo la misma pregunta sin resolver: si mi rifle se cobró la vida de personas, entonces puede ser que yo... un cristiano y un creyente ortodoxo, sea el culpable de sus muertes?”.

El arma a la que se refería era el icónico rifle AK-47, nombrado así en su honor (“A” de automático y “K” por Kalashnikov) y por el año de su creación, 1947. Más de 70 años después, se estima que se han producido unos 100 millones de ejemplares alrededor del mundo, según afirma la enciclopedia Britannica, donde figura como “posiblemente el arma de hombro más utilizada en el mundo”. Lee también

Eficaz, fácil de utilizar y de producir en masa, el fusil se difundió rápidamente y llegó tanto a manos de ejércitos como de milicias y grupos paramilitares en todo el mundo. “Me resulta doloroso ver cuando elementos criminales de todo tipo disparan con mi arma”, dijo Kalashnikov en una conferencia sobre armas de Rusia en 2009. “La creé principalmente para defender las fronteras de nuestra patria”, decía sobre el invento que resultó tener una deriva indeseada para su creador.

En 2007, se unió a Amnistía Internacional y Oxfam en una campaña a favor de controles más estrictos para lo que definieron como “la máquina de matar preferida en el mundo”.


Mikhail Kalashnikov en Alemania en el 2002 con un AK 47 Getty

Cinco años antes, en una visita a Alemania, Kalashnikov había dicho: “Me entristece que lo utilicen terroristas. Habría preferido inventar una máquina que la gente pudiera utilizar y sirviera para ayudar a los granjeros en su trabajo”. Kalashnikov, que murió después de haber sido condecorado como héroe de su país y que incluso tiene monumentos con su nombre, hubiera preferido ser recordado por inventar un cortador de césped que una herramienta para matar.

No es el único. Muchos de los inventores de armas a los largo de la historia tenían pensados para sus creaciones usos muy distintos a los que se les terminaron dando. Un claro ejemplo es el del médico estadounidense Richard Jordan Gatling, creador de la ametralladora manual Gatling, un arma de repetición con primero seis y después diez cañones que, al girarse con una manivela, se cargaban, disparaban y expulsaban los cartuchos usados.
Kalashnikov aseguró haber creado su rifle para defender a Rusia y que no soportaba la idea de que lo usaran grupos terroristas
Cuando Gatling creó el arma en el año 1862, en plena guerra civil que dividía a su país, tenía previsto para su invento un fin más humanitario que el que tuvo finalmente. “Se me ocurrió que si pudiera inventar una máquina -un fusil- que pudiera, por su rapidez de fuego, permitir a un hombre la misma tantas tareas de batalla como cien, superaría en gran medida la necesidad de grandes ejércitos", señaló.

"En consecuencia, la exposición a la batalla y a la enfermedad se vería muy disminuida”, añadió Gatling sobre su creación, tal como recopila Kevin Baker en su libro America The Ingenious (América la ingeniosa). Sin embargo, tal como apunta el autor: “El cañón de Gatling, por desgracia, no resultó ser más disuasorio para la guerra que la dinamita de Alfred Nobel”.


Soldados estadounidenses posan con una ametralladora Gattling en 1901 Getty Images

En efecto, aunque el nombre del fundador de los Premios Nobel hoy puede asociarse con la diplomacia y los esfuerzos por lograr la paz mundial, durante su vida sucedía lo contrario. “El nombre Nobel estaba relacionado con explosivos y con inventos útiles para el arte de hacer la guerra, pero ciertamente no con cuestiones relacionadas con la paz”, explica en un artículo el historiador Sven Tägil.

De hecho, durante su juventud Nobel vio a su padre construir por cuenta del zar de Rusia las primeras minas marinas utilizables que fueron estrenadas a mediados de siglo en la Guerra de Crimea. Por su parte, el fundador de los Premios Nobel inventó la dinamita en la década de 1860, aunque no con la idea de que fuera utilizada durante la guerra.
Alfred Nobel creía que la dinamita acabaría con las guerras por su gran poder destructivo; se equivocó

Sin embargo, ese fue exactamente el curso que siguió su invento, que fue puesto en uso durante la década siguiente en la Guerra Franco-Prusiana por ambos bandos. En adelante, Nobel se dedicó al desarrollo de distintos inventos de uso militar, como cohetes, cañones y pólvora.

Sin embargo, tal como pudo expresar en su correspondencia con la condesa austríaca activista pacifista, Bertha von Suttner, Nobel esperaba que sus inventos ayudaran a acotar los conflictos bélicos. En la primera reunión entre ambos en París en 1876, Nobel había expresado su deseo de producir algo que tuviera un efecto tan devastador que la guerra a partir de entonces fuera imposible.


Alfred Nobel Terceros

“Tal vez mis fábricas pongan fin a la guerra antes que sus congresos: el día en que dos cuerpos de ejército puedan aniquilarse mutuamente en un segundo, todas las naciones civilizadas seguramente retrocederán con horror y disolverán sus tropas”, aseguraba Nobel en una carta de 1891 dirigida a la condesa. Sin embargo, tal como apunta Tägil en su artículo, “Nobel no vivió lo suficiente como para experimentar la Primera Guerra Mundial y ver cuán equivocada era su concepción”.

Robert Oppenheimer no tuvo la misma suerte. El líder del famoso Proyecto Manhattan que desarrolló la bomba nuclear fue testigo del efecto devastador de su propio invento. Su reacción a la primera prueba Trinity en Nuevo México en julio de 1945, se volvió icónica. En una entrevista para la revista Time en 1948, que quedó registrada en video, dijo: “Sabíamos que el mundo no sería el mismo. Algunas personas rieron, otras lloraron. La mayoría permaneció en silencio”, y compartió unas líneas de una escritura hindú que se le vinieron a la mente en ese momento: “Me he convertido en muerte, destructor de los mundos”.
Contrariamente a lo que se dice, los remordimientos no fueron generalizados entre los científicos que crearon la primera bomba atómica

En su libro Oppenheimer: The Tragic Intellect (Oppenheimer: el intelecto trágico), el profesor de sociología Charles Thorpe explica que dos años antes, había dicho frente a un público universitario, en referencia a la prueba: “Pensamos en la leyenda de Prometeo, en ese profundo sentido de culpa en los nuevos poderes del hombre que refleja su reconocimiento del mal”. En un contrapunto, Thorpe cita al hermano del científico, Frank Oppenheimer, que presenció la prueba a su lado y dijo, “Me gustaría recordar lo que mi hermano dijo, pero no puedo, pero creo que acabamos de decir, ‘Funcionó’. Creo que eso es lo que dijimos, los dos, ‘Funcionó’”.

Para Thorpe, esto último sintetiza la tensión entre la función de Oppenheimer como tecnócrata al servicio del gobierno y como científico humanista a favor del control de armas. En este sentido, el autor asegura que “En comparación con Oppenheimer, otros científicos, en particular Albert Einstein y Leo Szilard, fueron más consistentes en su oposición a las armas atómicas y la carrera armamentista, y esta consistencia les dio mayor autoridad moral como portavoces del humanismo científico. Pero a diferencia de Oppenheimer, ellos eran forasteros, sin acceso directo”.


Robert Oppenheimer (de civil) tras una de las pruebas de bomba nuclear dentro del proyecto Manhattan Terceros

Einstein y Szilard habían alertado mediante una carta en 1939 al entonces presidente Roosevelt sobre la posibilidad de que Alemania pudiera desarrollar una bomba atómica, gracias a la energía producida por las reacciones en cadena de fisión mediante el uso de uranio.

Esta carta atormentaría a Einstein hasta el final de sus días. Después de que se arrojaran las bombas en Hiroshima y Nagasaki, la prensa le dio una gran importancia a la misiva como supuesto punto de partida para el Proyecto Manhattan, e incluso se lo llegó a llamar el “padre de la bomba atómica”. En 1945, el físico ocupó la portada de la revista Time, junto a su fórmula “e=mc2” y el hongo de la explosión nuclear. Lee también

“Me arrepiento mucho... Creo que fue una gran desgracia”, dijo Einstein en 1951 en la Universidad de Princeton y apuntó que Roosevelt, a diferencia de Truman, “no la habría usado si hubiera vivido... estoy convencido”. Aunque la participación de Einstein fue marginal y siempre tuvo una postura claramente pacifista, el episodio fue algo que lo acompañó hasta el final de su vida. “He cometido un gran error en mi vida: firmar esa carta”, le confesó a un amigo unos meses antes de su muerte.

En cuanto a los efectos que tuvieron las bombas en el equipo del Proyecto Manhattan, Thorpe señala que Robert Wilson fue uno de los científicos más poderosamente afectados por Hiroshima: “La noticia del tremendo sufrimiento, daño y pérdida de vidas... fue una epifanía que ha cambiado mi vida desde entonces”, aseguró en su momento.
Carl Norden creyó que su mira serviría para que los bombardeos fueran mucho más precisos; nunca supo que se usaron en ataques contra la población civil
Sin embargo, el autor asegura que “la idea de que los científicos del Proyecto Manhattan estaban colectivamente destrozados por la culpa de Hiroshima y Nagasaki es un concepto erróneo” y apunta que si bien algunos sí que lo estaban, la supuesta angustiosa confesión de Oppenheimer de que tenía “sangre en sus manos”, expresada a un antipático Truman, “fue tomada con demasiada frecuencia”. Para el autor, la distancia con las víctimas y las cicatrices de la guerra hacía que el optimismo y el sentimiento de logro terminaran pesando más que la tragedia.

El ingeniero norteamericano Carl Norden tampoco supo de todos los usos que se le dieron a su invento, la mira Norden, que fue diseñada con el objetivo de lograr una absoluta precisión en los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial. En una presentación TED de 2011, el periodista Malcolm Gladwell explica que el inventor “Pensó que había diseñado algo que reduciría el número de víctimas y el sufrimiento en la guerra”.

La mira demostró no tener la precisión prometida, debido a que requería para ello condiciones imposibles de cumplir en zonas bélicas: velocidad reducida y baja altura de vuelo. Además, se necesitaban cielos despejados, algo difícil de encontrar en los nublados cielos del norte de Europa. Quizás la más grande ironía de la mira fue haber sido utilizada el 6 de agosto de 1945 para arrojar sobre la ciudad de Hiroshima una bomba de destrucción masiva que no requería de precisión alguna.

“La bomba falló su objetivo por 800 pies, pero por supuesto no importó, y esa es la mayor ironía de todas”, explica Gladwell, y agrega: “La mira de la fuerza aérea de 1.500 millones de dólares se utilizó para lanzar su bomba de 3.000 millones de dólares, que no necesitaba ninguna mira. Nadie le dijo a Carl Norden que su visor había sido usado sobre Hiroshima. Era un cristiano comprometido. Le habría roto el corazón”.

sábado, 13 de febrero de 2021

SGM: La bomba atómica italiana (2/2)

La bomba atómica italiana

Parte I || Parte II
W&W



Los preparativos para el despliegue de armas nucleares pueden haber comenzado en Italia casi un año antes de la explosión de Luebeck presenciada por Hans Zinsser, cuando un espécimen del único bombardero pesado de cuatro motores de la Regia Aeronautica parece haber sido modificado específicamente para acomodar tal arma. El Piaggio P.133 era una versión avanzada del P.108B, único no solo porque se produjo un solo ejemplo, sino por su inusual racionalización. La tripulación estándar de diez hombres se redujo a solo dos (piloto y navegante / bombardero), mientras que tanto su blindaje como las ametralladoras defensivas se despojaron para permitir una carga útil más pesada.

El cuarteto de motores radiales de dieciocho cilindros Piaggio P.XIIRC.35 de 1.500 hp se actualizó para mejorar la potencia y se amplió la bahía de bombas. Aunque el solitario P.133 nunca fue designado oficialmente como 'bombardero atómico', la extraordinaria seguridad que rodeaba su fabricación, junto con las características sugerentes de sus alteraciones de diseño, dejaron a algunos historiadores de la posguerra preguntándose si el gran Piaggio tenía la intención de lanzar una bomba nuclear. bomba en medio de las flotas aliadas que se concentran para la invasión del continente italiano después de la caída de Sicilia. El P.133 podría haber estado listo para participar en una misión de este tipo, pero, claramente, aún no se disponía de un dispositivo de ese tipo.

 El Piaggio tuvo que ser modificado para su tarea única por los técnicos de la fuerza aérea de Mussolini, porque el único bombardero nuclear construido especialmente en Italia cayó en manos aliadas después del armisticio de Badoglio de septiembre de 1943. Aunque oficialmente conocido como un 'transporte', el Savoia-Marchetti SM 95 fue ordenado por la Regia Aeronautica en un período de la guerra en el que tal modelo no era necesario, incluso sin sentido, lo que por sí solo arroja serias dudas sobre la verdadera intención de sus diseñadores. Impulsado por cuatro motores Alfa Romeo, tenía veintitrés metros de largo, con una envergadura de treinta y cinco metros, lo que le otorgaba una tremenda capacidad de elevación. Pero la característica sobresaliente del monstruo fue su prodigioso alcance de 12.005 kilómetros. La capacidad del S.M.95 para transportar una carga útil pesada a grandes distancias sugiere a algunos historiadores de la aviación que el "transporte" en realidad tenía la intención de entregar una bomba pesada a las ciudades a lo largo de la costa este de Estados Unidos.

La idea de un asalto aéreo en Nueva York se originó con el piloto de pruebas jefe de Piaggio, Nicolo Lana, en abril de 1942. Se ofreció como voluntario para volar un P.23R reducido, un trimotor que había establecido varios récords de larga distancia antes de la guerra. , dejando caer un solo 1000 kg. bomba en el centro de la ciudad, luego zanjar cerca del faro de Nantucket, donde él y su ingeniero de vuelo serían recogidos por un submarino que esperaba. Su sencillo plan ofrecía todas las perspectivas de éxito. Las defensas costeras de Estados Unidos durante la primera mitad de 1942, cuando los submarinos alemanes que merodeaban por las costas orientales de Estados Unidos obtuvieron algunos de sus mayores éxitos, fueron espantosamente débiles. Desafortunadamente para el plan de Lana, el único P.23R que existía fue destruido en un accidente de aterrizaje cerca de Albenga, y ningún otro avión italiano tenía el alcance sobresaliente del Piaggio.

Si la misión se hubiera llevado a cabo, el daño a Nueva York habría sido intrascendente, pero el efecto sobre la moral aliada en un momento en que la guerra no iba bien para las potencias occidentales habría tenido un impacto poderoso, resultando en un triunfo para la propaganda del Eje. . Estratégicamente, las consecuencias no podrían haber sido menos significativas, ya que los estadounidenses sin duda habrían desviado recursos y mano de obra muy necesarios para proteger a América del Norte de nuevos ataques.

A pesar del percance del P.23R, los comandantes del Estado Mayor estaban intrigados por la propuesta de Lana, pero se dieron cuenta de que la Regia Aeronáutica no poseía otro avión que pudiera volar la distancia a Nueva York sin detenerse en ruta para reabastecerse de combustible en un submarino-cisterna, un vehículo demasiado complejo operación hecha aún más peligrosa por contramedidas aliadas cada vez más efectivas. Se necesitaba diseñar y construir un nuevo avión concebido específicamente para tal misión. Por lo tanto, el Savoia-Marchetti S.M.95. A cubierto como un "transporte", su primer prototipo voló el 8 de mayo de 1943. El rendimiento fue muy bueno, se hicieron modificaciones militares y las pruebas de vuelo comenzaron el 2 de septiembre. Seis días después, el gobierno de Badoglio cambió de bando y la inminente misión fue borrada. Cuando el único SM.95 fue incautado por las autoridades gubernamentales de Badoglio, los planificadores de RSI se vieron obligados a modificar el Piaggio convencional con el mismo propósito que supuestamente cumplió el Savoia-Marchetti de cuatro motores.

Subrayando la probabilidad de que la Regia Marina se preparara para un avión especialmente rediseñado capaz de llevar una bomba atómica estaba la modificación simultánea de la Luftwaffe alemana de su propio bombardero pesado, el Heinkel He. 177 Greif, o "Buitre". Según el historiador del aire militar, David Mondey, el trabajo en un Greif en la planta de Letov, en Praga, tenía la intención de "proporcionar una bahía de bombas ampliada para acomodar la bomba atómica alemana planeada". La conversión comenzó a finales de 1943, justo cuando el Piaggio se estaba reparando en Italia. No es coincidencia que en ese momento algunas de las investigaciones nucleares alemanas se llevaran a cabo en Checoslovaquia, donde el bombardero Heinkel también se convirtió para llevar un dispositivo atómico. Entonces, parecería que los oficiales de la Fuerza Aérea tanto alemana como italiana anticiparon la disponibilidad de bombas atómicas en algún momento a fines de 1943.

Solo se puede suponer que la agitación política contemporánea y la guerra civil de facto que afligió a Italia con el arresto de Mussolini y la posterior agitación a raíz del armisticio de septiembre de Badoglio impidieron que el transporte de los materiales delicados, ultrasecretos, fisionables y valiosos equipos llegaran a la casa de Piaggio. pista de aterrizaje. La bomba destinada a su salida contra la flota de invasión aliada puede haber sido, además, una contingencia empaquetada apresuradamente que un producto final real, y los físicos italo-alemanes dieron la bienvenida a la situación militar temporalmente estabilizada de Italia como un respiro necesario para finalizar adecuadamente sus muchos años de trabajo en la creación y el despliegue de un arma verdadera menos estorbada por las incertidumbres potencialmente desastrosas inherentes a una investigación incompleta.

Si bien el uso táctico de un arma nuclear contra la invasión angloamericana de Italia puede haber sido la opción más práctica prevista por el Commando Supremo, Mussolini o hombres como Julio Valerio Borghese no habrían pasado por alto el valor propagandístico de tal dispositivo. . Borghese era el comandante de la X Light Flotilla, cuyos humanos-torpedos habían logrado éxitos espectaculares contra los barcos británicos en Alejandría y Gibraltar. Con la entrada de Estados Unidos en la guerra el 9 de diciembre de 1941, creía que estos sumergibles no convencionales representaban la mejor esperanza de Italia para atacar el continente estadounidense. Borghese recordó más tarde que “el efecto psicológico sobre los estadounidenses, que aún no habían sufrido ninguna ofensiva de guerra en su propio suelo, sería, en nuestra opinión, mucho mayor que el daño material que podría infligirse. Y el nuestro fue el único plan práctico, que yo sepa, jamás realizado para llevar la guerra a Estados Unidos ".

Más allá de su obvio valor propagandístico, tal ataque hundiría varios cargueros valiosos, y el importante puerto de Nueva York podría resultar lo suficientemente dañado, al igual que el puerto de Alejandría, para cerrarlo para realizar reparaciones prolongadas. Mucho más significativamente, después del ataque, se podía contar con que los estadounidenses desviarían esfuerzos sustanciales, materiales y armas de su esfuerzo de guerra para la defensa reforzada no solo de Nueva York, sino de toda la costa este, al igual que los japoneses retiraron muchos de sus soldados. fuerzas para proteger Tokio después de haber recibido daños insignificantes de la incursión Doolittle de 1942. Los ataques con misiles alemanes V-1 contra Londres dos años después provocaron una reacción similar de los británicos. A medida que la redada de Doolittle levantó la moral estadounidense después de meses de malas noticias ininterrumpidas, la operación de Borghese en Nueva York tendría un impacto idéntico en los espíritus italianos. Las posibles repercusiones, estratégica, económica y psicológica, sin duda pagarían altos dividendos militares sobre una escasa inversión en hombres y material.

El Duce y el Commando Supremo aprobaron con entusiasmo el plan a finales de enero de 1942, y Borghese se puso manos a la obra de inmediato. La operación estaba programada para mediados de diciembre, cuando la luz del día habría sido mínima y la oscuridad prolongada permitió a sus tripulaciones el máximo tiempo para llevar a cabo la operación. Después del anochecer, su barco debía ser entregado a las aguas de Fort Hamilton. Desde allí, cruzaría el río Hudson hasta los muelles de transporte mercante a lo largo de West Street, donde "hombres rana" con equipo de buceo colocarían cargas explosivas en cinco o seis cargueros. Después de hundir su sumergible, las tripulaciones podían elegir entre rendirse o esconderse. De hecho, se proporcionaron varios miles de dólares estadounidenses a cada hombre, en caso de que eligiera evitar la captura.

Debido al alcance limitado de los torpedos humanos Maiale que atacaron a la Flota británica en Alejandría, Borghese imaginó usar uno de los submarinos de bolsillo de la Regia Marina que entonces operaba con buen éxito en el Mar Negro contra la Armada Soviética. Pero estos "enanos" todavía eran demasiado grandes para acomodarse a bordo de un submarino oceánico estándar en una misión transatlántica de Europa a América del Norte. En cambio, resucitó un sumergible anterior para dos hombres conocido como Proyecto Goeta-Caproni (en honor al inventor, Vincenzo Goeta, y su empresa matriz), inaugurado en 1936.

Después de un extenso rediseño, especialmente para el funcionamiento silencioso, dos ejemplos de la nave, que habían estado almacenados y casi olvidados durante los seis años anteriores, se probaron en condiciones de extremo secreto en el aislado lago Iseo, más tarde el sitio de otra empresa de alto secreto, Churchill's supuesta alianza del Eje Aliado contra la Unión Soviética. Uno de los sumergibles se hundió irremediablemente hasta el fondo del lago, pero el otro alcanzó un alcance operativo de 113 kilómetros mientras navegaba bajo la superficie a seis nudos, con un rendimiento admirable a cuarenta y cinco metros de profundidad.

Renombrado CA 2, estaba listo para la acción a mediados del verano de 1942, cuando Borghese se puso en contacto con el almirante Karl Dönitz. El comandante del brazo de submarinos alemán estaba intrigado por la audacia innovadora del proyecto, pero expresó su pesar de que simplemente no podía prescindir de un solo Milchkuh, o tanque de repostaje submarino 'Milk Cow' como portaaviones para el CA-2 hasta finales del otoño. . Borghese sabía que eso no le dejaría tiempo suficiente para hacer las modificaciones necesarias, instalar el sumergible o probar y entrenar con él, por lo que visitó la sede del submarino atlántico italiano en Burdeos. El contraalmirante Romolo Polacchini, el comandante de la base, se mostró entusiasmado con la propuesta, para la cual, en su opinión, solo el mejor submarino de la Regia Marina era lo suficientemente bueno.

El Leonardo Da Vinci del teniente Gianfranco Priaroggia acababa de regresar el 1 de julio después de hundir 20.000 toneladas de buques mercantes aliados en el curso de una sola patrulla, y tanto el comandante como el submarino parecían ideales para la operación de Nueva York. El espacioso buque de la clase Marconi podía acomodar fácilmente al CA 2, después de que su cañón de cubierta delantero y su montaje fueran reemplazados por una cuna entre el resistente casco y la superestructura. Dos grandes grúas a cada lado de la cuna levantaron el submarino de bolsillo dentro o fuera de su cuna en la que descansaba, con la parte superior expuesta sobre la cubierta. Ambas grúas se plegaron automáticamente en sus propios compartimentos estancos. "La operación contra Nueva York", afirmó Borghese, "había pasado de la etapa de planificación a la de operación práctica".

La complicada remodelación se llevó a cabo con una prisa minuciosa pero inusual, lo que permitió que se iniciaran extensas pruebas de mar el 9 de septiembre. El equipo y los procedimientos requirieron algunos ajustes, pero el CA 2 con sus dos miembros de la tripulación fue constantemente liberado y recuperado sin dificultad, incluso en mares algo agitados. Antes de fin de mes, el teniente Priaroggia anunció que tanto su Leonardo Da Vinci como el enano sumergible estaban listos para emprender su misión. Borghese notificó con orgullo a sus superiores en Roma, informándoles que zarparía hacia Nueva York el 19 de diciembre. El ataque estaba programado para comenzar durante el solsticio de invierno. Pero también su conmoción y consternación, la Supermarina respondió que la misión debe posponerse un año más.

Los “nuevos desarrollos tecnológicos” que aún estaban en proceso harían que la operación fuera mucho más efectiva que si se intentara en 1942. Dado que tal ataque sorpresa era una empresa singular que no podía repetirse, su máximo potencial destructivo debía asegurarse. No se dieron más explicaciones, aunque Borghese estuvo de acuerdo en que si el CA 2 pudiera eventualmente recibir cargas explosivas más poderosas, como se implica en la comunicación de Supermarina, la larga espera valdría la pena. Mientras tanto, movió los hilos militares para que se construyeran y probaran submarinos de bolsillo adicionales.



Para el ataque de Nueva York, la Clase CA fue fuertemente modificada con los torpedos removidos y en su lugar se agregaron cuatro grandes minas a una superestructura remodelada. Se construyó un compartimento de bloqueo para buzos en el casco con escotillas en la parte superior e inferior. Esto permitió a los hombres rana acceder al submarino enano directamente desde el interior seco del submarino anfitrión.

Ataque planeado de las Fuerzas Especiales en Nueva York, 1943

El Leonardo Da Vinci hizo restaurar su cañón de cubierta después de que se quitó el CA 2, pero todas las demás modificaciones para el sumergible no se modificaron en preparación para la misión reprogramada de 1943, ya que Priaroggia fue ascendido a teniente comandante "por un servicio sobresaliente en la guerra" el 6 Mayo. Pero diecisiete días después, su submarino fue cargado en profundidad por la fragata británica, Ness, y un destructor, HMS Active, justo al lado de Cape Finestrelle. No hubo supervivientes. Para entonces, la guerra en el Atlántico había cambiado drásticamente contra todos los barcos del Eje, tanto bajo el mar como en el mar, pero Borghese no se inmutó en su determinación de hacer que el Supermarina cumpliera su palabra: Nueva York debía ser atacada durante el próximo solsticio de invierno.

Pasó de los submarinos a los aviones como sistema de entrega alternativo para su CA 2. El espécimen que eligió fue uno de los aviones más destacados de la guerra, un modelo de reconocimiento marítimo con características de vuelo excepcionales. El CANT 511 fue diseñado originalmente en septiembre de 1937, como el hidroavión de doble pontón más grande del mundo, destinado a vuelos civiles que transportan correo, carga y dieciséis pasajeros entre Roma y América Latina. El avión de 34 toneladas fue impulsado a una velocidad de crucero de 405 km / h por cuatro motores radiales Piaggio PXII C. 35 de 1.350 hp. En el momento de su vuelo inaugural, en octubre de 1940, cinco meses después de la entrada de Italia en la guerra, el 511 se convirtió en una función militar. Las pruebas finales se llevaron a cabo entre finales de febrero y principios de marzo de 1942, cuando el piloto de pruebas Mario Stoppani logró despegar y aterrizar con el CANT completamente cargado en mares agitados con olas de tres metros y vientos de entre cincuenta y sesenta y cinco km / h.

Esta estabilidad extraordinariamente accidentada y el alcance excepcional del hidroavión de 5.000 kilómetros parecían ideales para misiones especiales y no convencionales, incluidos planes para liberar a cincuenta pilotos y soldados italianos encarcelados en la lejana Jeddah con una incursión de comandos. Se consideró seriamente el uso del CANT para bombardear Bathumi y Poti, los puertos soviéticos del Mar Negro o Bakú, en el Mar Caspio, y las instalaciones petroleras del Golfo Pérsico en Bahrein. Pero Borghese reclamó el único par de 511 antes de que estos esquemas pudieran ser sancionados, e hizo que las máquinas fueran transportadas al lago Treviso para su modificación.

Se arrancaron los asientos y las áreas de carga para dejar espacio a un par de torpedos humanos. Ezo Grossi, que desde entonces había reemplazado al contralmirante Romolo Polacchini como comandante de la base italiana en Burdeos, proporcionó un gran submarino-petrolero que navegaba por el océano para encontrarse en coordenadas preestablecidas con los hidroaviones gigantes en dos ocasiones distintas, una de ida y vuelta a través del Océano Atlántico, para repostar los hidroaviones en ruta hacia el objetivo.

Si bien esas escalas de reabastecimiento de combustible aire-mar habían sido realizadas por tripulaciones italianas a principios de la guerra, ninguna, por supuesto, se llevó a cabo a distancias tan inmensas que se hicieron especialmente peligrosas por la supremacía aliada en y sobre el mar. Aun así, la renovación del 511 comenzó en junio de 1943 y procedió con determinación hasta que la estructura de aire sufrió algún daño durante una carrera de bajo nivel por los cazas de la USAAF. Las reparaciones comenzaron de inmediato, pero antes de que pudieran completarse, el 8 de septiembre se anunció el armisticio italiano y el proyecto se abandonó. Sin embargo, con sesenta toneladas, el CA 2 era demasiado pesado para ser transportado por ningún avión, por lo que Borghese regresó al Maiale para su ataque a Nueva York.

Tan intrigante como la operación en sí fue su repentino aplazamiento a fines de 1942, cuando los hombres y el equipo estaban listos para llevar a cabo su misión. La suspensión se produjo justo cuando el supuesto "bombardero atómico" de Piaggio estaba esperando que se instalara un dispositivo nuclear en su bahía de bombas especialmente modificada. ¿El Supermarina retrasó el ataque de Nueva York en doce meses porque Mussolini esperaba tener una bomba atómica a su disposición a fines del otoño o principios del invierno de 1943? Su derrocamiento a mediados del verano de ese año dejó en silencio ese proyecto, al menos hasta que pudiera afirmar su nueva base política en Salo. Ciertamente, en abril de 1945, habló como si tal arma estuviera a punto de caer en sus manos.

Cualquier documentación que pudiera haber especificado un dispositivo nuclear italiano debe, necesariamente, haber sido muy restringida. Si tal documentación existiera, aún puede estar enterrada en los archivos no revelados de la inteligencia británica. Naturalmente, dicha información se habría clasificado como la más secreta de todas y se habría restringido a muy pocos funcionarios supremos sobre una base estrictamente necesaria. El rastro de papel dejado por un arma con el potencial de revertir el curso de la historia debe haber sido necesariamente escaso y completamente encubierto por las autoridades. Sin embargo, abundantes pruebas, aunque circunstanciales, sugieren que los italianos estaban en camino de construir una bomba atómica a fines de la década de 1930. A partir de 1942, combinaron sus esfuerzos con los físicos alemanes en un intento conjunto de entregar un dispositivo operativo a tiempo para ganar la guerra por el Eje. De ahí el llamamiento urgente del Duce a sus fuerzas para que "resistan un mes más".

Ya en el otoño de 1942, sus científicos pueden haberle informado de que la bomba estaría lista a fines del año siguiente, cuando el singular Piaggio P.133 estaba listo para recibir su carga útil única, y los torpedos humanos de Borghese estarían listos para atacar. Nueva York con algo más que unas pocas cargas explosivas fijadas magnéticamente a los cascos de los cargueros amarrados en el muelle de West Street. Sin embargo, los trastornos políticos intervinieron para impedir el despliegue de armas tan avanzadas.

Algún día, los futuros investigadores que investiguen los archivos desclasificados de la inteligencia británica pueden encontrar documentos de tiempos de guerra que describan el alcance de la investigación nuclear llevada a cabo por la Italia fascista y la Alemania nazi. Quizás cuando salgan a la luz artículos tan importantes, puedan revelar que la ciudad de Nueva York no se convirtió en la primera víctima de un holocausto nuclear en la historia por márgenes demasiado estrechos para contemplar.