sábado, 22 de junio de 2019

Biografías: Adolfo Alsina

Adolfo Alsina: la sorprendente vida de un político muy querido para su época que combatió a los malones y tuvo una muerte trágica

Durante su infancia vivió el exilio por la persecución de Rosas a su familia. De regreso en la Argentina, fue diputado, vicepresidente y ministro de Guerra hasta su trágico final


Por Luciana Sabina | Infobae

  Adolfo Alsina fue una figura clave en la historia argentina

Alto, musculoso, de facciones viriles, recias espaldas y conductas sueltas, desde mediados del siglo XIX Adolfo Alsina lució su oscura y desprolija melena por cada esquina porteña. Llevaba el paso impetuoso y seguro ante el que se rinden los pueblos. Rescatar la historia de una figura de su talla -fue gobernador de la provincia de Buenos Aires, fundador del Partido Autonomista en 1862 y vicepresidente durante el mandato de Domingo Faustino Sarmiento– resulta un buen camino para comprender con mayor profundidad las bases de la vida política del país.

En 1835, siendo un niño de 6 años, escapó de Juan Manuel de Rosas junto a su familia. Lo hizo en barco, escondido bajo la capa de su madre. Como a tantos argentinos Montevideo le abrió sus puertas. Quizá allí el exilio dolía menos. Contaba con apenas 10 años cuando supieron que el Restaurador había mandado a asesinar a su abuelo materno, Vicente Maza, y a fusilar a un tío. El drama familiar parecía no tener fin: poco después la abuela de Alsina decidió suicidarse. La trágica noticia llegó de manos del mismísimo general Juan Lavalle, también exiliado en Uruguay.

Recién tras la caída de Rosas, hacia 1852, la familia logró regresar a Buenos Aires. Una ciudad a la que el pequeño Adolfo recordaba tenuemente, pero que pronto hizo suya.

La pluma del escritor Octavio Amadeo permite imaginarlo por entonces: "(Adolfo) Tenía una de esas almas desbordantes, que salen de la madre, como ciertos ríos para fecundar otras almas que hubieran sido estériles. Por donde él pasaba, nadie quedaba indiferente; el efecto o el encono levantaban sus pechos, como se agitan las aguas cuando pasa un Leviatán (…) El alma de Alsina siempre estaba, como su casona, con todas las puertas abiertas, llena de sol y de amigos. Se acostaba a la madrugada. Sin ser un jugador, tenía esa afición a las cartas que ha hecho perder tanto tiempo y salud a muchos de nuestros hombres públicos".

  “Por donde él pasaba, nadie quedaba indiferente”, señaló el escritor Octavio Amadeo sobre Alsina

Sobre su aspecto, Amadeo señala: "Conservaba de su viaje a Francia aquella célebre galera anticuada. Era un 'tic', como el de otros es la levita, una barba o una idea vieja. Alsina era casi tan alto como Pellegrini, ágil (…) moreno, de pelo abundante echado hacia atrás y rociado con agua florida, era algo desprolijo en su vestir externo, pero lujoso y pulcro en su ropa blanca. Alsina llegaba derecho al corazón del pueblo (…) Tenía ese magnetismo misterioso que orienta todas las agujas hacia el mismo norte".

Tras la batalla de Pavón —donde combatió contra las fuerzas de Justo José de Urquiza— fue electo diputado. Tenía entonces 33 años. Era sólo el comienzo. En mayo de 1866 se convirtió en gobernador de Buenos Aires, como lo habían sido su abuelo materno y su padre, Valentín. A pesar de ser opositor, apoyó al entonces presidente, Bartolomé Mitre, y facilitó parte del financiamiento para la Guerra del Paraguay desde la gobernación bonaerense.

El siguiente gran paso fue llegar a la vicepresidencia del país. Las elecciones de 1868 se llevaron a cabo de forma ordenada. Por entonces los votos eran muy pocos —porque se elegía el cargo presidencial a través de electores— y el recuento quedaba en manos del Congreso.



Aunque Alsina fue diputado, vicepresidente, gobernador de la provincia de Buenos Aires, varios lo recuerdan por la célebre “zanja” que ideó

Finalizando la sesión, el viejo Valentín Alsina se echó a llorar emocionado. Le tocaba comunicar los resultados y no pudo terminar de pronunciar el nombre de su hijo. Fue el senador Ángel Elías quien terminó comunicando la fórmula ganadora: Sarmiento era el nuevo presidente y Adolfo Alsina su flamante vice.

Conducir el país junto al prócer sanjuanino no fue tarea fácil. Al respecto escribió el historiador Ricardo Rojas: "El nuevo presidente no tardó en reñir con su vice (…) hombre también aficionado a mandar. Enfriadas las relaciones por una cuestión de ascensos militares, Sarmiento habría dicho algo como esto: 'Se quedará a tocar la campanilla del Senado durante seis años, y lo invitaré de tiempo en tiempo a comer para que vea mi buena salud'. Mala manera de empezar…".

Finalizando la sesión, el viejo Valentín Alsina se echó a llorar emocionado. Le tocaba comunicar los resultados y no pudo terminar de pronunciar el nombre de su hijo. Fue el senador Ángel Elías quien terminó comunicando la fórmula ganadora: Sarmiento era el nuevo presidente y Adolfo Alsina su flamante vice


Sarmiento logró marginarlo y prácticamente anularlo durante los años de gobierno. De todos modos la impronta de Alsina no se vio afectada. El hombre representaba a las clases bajas de Buenos Aires. La sola mención de su nombre despertaba mucho entusiasmo entre los desposeídos.


  Adolfo Alsina fue vicepresidente durante el mandato de Sarmiento

La juventud estudiantil y los intelectuales también simpatizaban con él. Era tan popular que, según los investigadores Guillermo Gasio y María San Román, para librarse de aquél verdadero acoso solía salir y entrar de su casa —en la actual calle Alsina— escondido en el carruaje.

Terminando el periodo presidencial de Sarmiento, Alsina aspiró a convertirse en próximo primer mandatario. Pronto entendió que no tenía los votos suficientes para imponerse y concretó una alianza con Nicolás Avellaneda. Al asumir éste último, se convirtió en su ministro de Guerra.

Sarmiento logró marginarlo y prácticamente anularlo durante los años de gobierno. De todos modos la impronta de Alsina no se vio afectada. El hombre representaba a las clases bajas de Buenos Aires. La sola mención de su nombre despertaba mucho entusiasmo entre los desposeídos

La relación entre ambos fue excelente. Un episodio en particular lo refleja. El 4 de julio de 1876, con motivo de los festejos de la independencia estadounidense, el presidente estuvo al borde de ser atacado en plena calle. Alsina, que era un hombre corpulento, enfrentó a la multitud protegiéndolo.

Desde su ministerio buscó combatir los malones. Ideó correr progresivamente la línea de frontera construyendo un foso que cubriría kilómetros. Para esto contrató al ingeniero francés Alfredo Ebelot, quien planificó y dirigió la creación de la famosa "Zanja de Alsina".

Para la construcción de la “Zanja de Alsina” fue convocado el ingeniero francés Alfredo Ebelot

La zanja se construyó con dos metros de profundidad y tres de ancho. Todavía hoy puede observarse en algunas zonas. Contaba con una defensa lateral hecha con la tierra extraída. La ventaja principal del foso consistió en que los aborígenes no podían llevarse el ganado. Paralelamente fueron fundados algunos pueblos, se construyeron ciento nueve fortines y se plantaron doscientos mil árboles.

Además se fue incorporado un novedoso tendido telegráfico para comunicarse en cada punto. Hasta entonces los soldados avisaban a otros de alguna invasión con un cañonazo.

La respuesta de Julio Argentino Roca —por entonces subalterno inmediato de Alsina— fue rebatirlo y presentar un plan opuesto. Pero terminó siendo rechazado. En una carta personal Roca escribió: "¡Qué disparate la zanja de Alsina! Y Avellaneda lo deja hacer. Es lo que se le ocurre a un pueblo débil y en la infancia, atacar con murallas a sus enemigos. Así pensaron los chinos y no se liberaron de ser conquistados por un puñado de tártaros, insignificantes, comparado con la población china".

El ministro de Guerra no se inmutó ante las críticas que se multiplicaban en la prensa, donde lo llamaban "cobarde", y siguió con sus planes. Lamentablemente en una de las visitas a la frontera se intoxicó y comenzó su lenta agonía. El golpe fue grande: con 48 era el hombre político del momento.

Julio Argentino Roca fue subalterno de Alsina y se opuso a la zanja

Padeció durante días postrado en una cama. El 28 de diciembre Avellaneda escribió en sus anotaciones personales: "Adolfo Alsina está agonizando. Delira y da voces de mando a las fuerzas de la frontera. Esta mañana tuvo un momento lúcido y pronunció dos veces mi nombre, llamándome con palabras de cariño. No ha recordado a ninguna otra persona".

Un amigo personal del político, Eduardo O'Gorman —sacerdote y hermano de la desdichada Camila— le dio la extremaunción. El pueblo comenzó a agolparse en las cercanías, incrédulo y triste. Alsina murió poco después, en diciembre de 1877.

Ebelot dejó una serie de textos entre los que relata aquel momento. "Apenas había dado el último suspiro -escribió- y ya no se podían contener las oleadas de la multitud que colmaba los lugares adyacentes. Miles y miles de admiradores desconocidos querían contemplar por última vez sus rasgos. Desfilaban sollozando por la cámara mortuoria. Un viejo negro, arrojando sobre él al pasar su pañuelo empapado en lágrimas exclamó: '¡Doy todo lo que tengo, mis lágrimas!' Sus funerales fueron un duelo público. La pompa oficial, con sus salvas y sus uniformes, se perdía en la imponente manifestación de los lamentos del pueblo. Esta emoción tan profunda es el más bello elogio hecho al doctor Alsina y la explicación de su poder. Lo obedecían porque lo amaban".

Algunos lograron acceder al cadáver y cortaron mechones de su melena para guardarla como recuerdo, otros lo perfumaron o vistieron. El fanatismo que despertaba era tal que al conocer la noticia uno de sus custodios se suicidó.

Los restos del prócer —ya embalsamados— fueron llevados bajo una intensa lluvia a la Catedral metropolitana, donde fue velado el último día de 1877.

La actual Plaza de Mayo, atril indiscutible de nuestra historia, amparó a aquella multitud lúgubre. Desde allí partieron hacia el cementerio de Recoleta. A la cabeza marchó caminando el presidente.

Algunos lograron acceder al cadáver y cortaron mechones de su melena para guardarla como recuerdo, otros lo perfumaron o vistieron. El fanatismo que despertaba era tal que al conocer la noticia uno de sus custodios se suicidó

Según el historiador Enrique de Gandía, unas cincuenta mil personas fueron parte del cortejo fúnebre. Así despidió Buenos Aires a uno de sus hijos más amados que curiosamente —a pesar de tanta popularidad— pasó a la historia por una "zanja". Ninguno de sus contemporáneos lo hubiese creído posible.

Roca ocupó inmediatamente el puesto vacante e impuso un nuevo plan conocido como "Conquista del Desierto". El éxito de esta acción terminó abriéndole las puertas hacia una presidencia que meses antes todos creían destinada a Alsina.

viernes, 21 de junio de 2019

Ruanda: Cuatro claves para entender el genocidio

Veinticinco años del genocidio de Ruanda: cuatro claves para entenderlo





El asesinato del presidente desencadenó la peor masacre cometida jamás en África


La Vanguardia

El 6 de abril de 1994, el presidente de Ruanda, Juvénal Habyarimana, murió al ser derribado por un misil el avión en el que viajaba antes de aterrizar en Kigali. Su asesinato desencadenó un genocidio, el peor cometido jamás en África. Perpetrado en apenas 100 días, causó la muerte de entre 800.000 y un millón de personas, la mayoría de etnia tutsi a manos de “elementos” hutus, de manera “planificada, sistemática y metódica”, según denunció la ONU.

Hoy, veinticinco años después, el país recuerda a las vidas perdidas en el genocidio con unos actos conmemorativos que persiguen evitar que caiga en el olvido. Para ello es necesario echar un vistazo al pasado y comprender cuáles fueron las claves que desencadenaron el grave conflicto entre hutus y tutsis.

Los orígenes del conflicto entre hutus y tutsis

La población de Ruanda, excolonia belga en África Oriental, está compuesta en un 85 % por habitantes de etnia hutu y en un 15 % por tutsis, quienes integran esta nación de unos 12 millones de habitantes. Las rivalidades étnicas datan de la época colonial, de cuando Ruanda se encontraba bajo el mando de Alemania (1894) para pasar después a ser controlada por Bélgica a partir de 1916.

Fue en ese período cuando se produjeron las primeras divisiones políticas entre hutus (agricultores) y tutsis (pastores) al recibir estos últimos -aunque minoritarios- más privilegios por parte de su metrópoli. Los tutsis detentaron el poder durante décadas, pero ante sus demandas de independencia, Bélgica comenzó a favorecer a los hutus, que derrocaron a la monarquía tutsi en las revueltas de 1959.

Años después, los hutus vieron reforzada su posición con la llegada al poder del hutu Juvénal Habyarimana, quien se convertiría así en el nuevo presidente, mediante un golpe de Estado en 1973, algo que nunca aceptaron los tutsis.

El detonante del genocidio

La noche del 6 de abril de 1994, el avión en que viajaban los presidentes de Ruanda, Juvenal Habyarimana (hutu), y de Burundi, Cyprian Ntayamira, fue alcanzado por dos misiles en el momento en que se disponía a aterrizar en el aeropuerto ruandés de Kigali, causando la muerte de ambos líderes.

Pocas horas más tarde, se desencadenó la tragedia. Entre 800.000 y un millón de personas, en su mayoría tutsis, fueron masacradas -principalmente a machetazos- por milicias hutus extremistas, soldados y la propia población civil. Entre las víctimas mortales destacan también hutus moderados y, según cifras de las Naciones Unidas, al menos 250.000 mujeres ruandesas, sobre todo de la etnia tutsi, fueron a su vez violadas.

El intervalo de esta masacre se prolongó desde el 7 de abril hasta mediados de julio de 1994, cuando se formó un Gobierno de Unidad Nacional con Pasteur Bizimungu (hutu) como presidente y Paul Kagame (tutsi) como vicepresidente.


El Tribunal Penal Internacional para Ruanda

El 8 de noviembre de 1994, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó el estatuto del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) encargado de investigar el genocidio con 13 votos a favor, la abstención de China y el voto en contra de Ruanda, que se oponía a que el tribunal pudiera dictar pena de muerte. Pese a todo, el TPIR se estableció en la ciudad tanzana de Arusha y comenzó sus trabajos en 1995.

El 2 de septiembre de 1998 se produjo la primera sentencia de este tipo en la historia de la humanidad, cuando el TPIR declaró a Jean Paul Akayesu culpable de instigar el asesinato de 2.000 tutsis en Taba, ciudad de la que era entonces alcalde.

Desde su creación y después de 21 años en funcionamiento, a fecha de diciembre de 2015, el TPIR ha dictado 93 sentencias condenatorias individuales, que incluyen -entre otros perfiles- a militares, políticos, religiosos, milicias y miembros de la radio-televisión Mil Colinas, entre otros medios.

Además, el doble magnicidio que dio pie al genocidio nunca fue esclarecido, y aunque una investigación francesa apuntó al actual presidente Paul Kagame como inductor, éste siempre lo ha negado.

Los otros tribunales: el Supremo y los “gacaca”

En paralelo al TPIR, confluyeron dos tribunales más en Ruanda: uno promovido por el Gobierno y otro popular conocido como los juzgados “gacaca”. El Tribunal Supremo procesó a más de 55.000 detenidos y cuando se constituyó esa corte, el 17 de octubre de 1995, el entonces presidente ruandés, Pasteur Bizimungu, pidió que se distinguiera entre quienes planificaron el genocidio, propagaron el odio y ejecutaron las órdenes, pues entre los detenidos había niños acusados de asesinato.

A su vez, los tribunales populares juzgaron hasta su cierre oficial en 2012 a casi dos millones de personas en medio de las críticas por su parcialidad de la comunidad internacional.

Cerca de 5.000 condenados por estos tribunales apelaron a juzgados ordinarios del país entre 2013 y 2017, alegando que sufrieron un “juicio injusto”.

jueves, 20 de junio de 2019

Guerra de la Independencia: Gervasio Dorna, el novio de Remedios que murió en Vilcapugio

Por una pena de amor se fue a la guerra: la historia del hombre que Remedios dejó por San Martín 

Gervasio Dorna, uno de los solteros más codiciados de la época, estaba a punto de casarse con la joven Remedios, hasta que la llegada del futuro Libertador de Amérca cambió su vida


Por Adrián Pignatelli | Infobae


 


Cuando José de San Martín regresó a Buenos Aires, en marzo de 1812, para dar comienzo a su plan de liberar a América del yugo español, seguramente no estuvo en sus cálculos que el impacto que causara en la jovencísima Remedios sería la desgracia de uno de los hijos de una respetable familia porteña, Gervasio Dorna. Infobae reconstruyó su corta existencia a partir de varios testimonios, entre ellos de Gervasio Videla Dorna, descendiente directo de aquel muchacho que, según la tradición familiar, se hizo matar por amor. Esto fue lo que ocurrió.

Gervasio Antonio Josef María Dorna nació en Buenos Aires el 18 de junio de 1790. Sus padres eran Antonio Dorna, un andaluz que había hecho fortuna en estas tierras y Pascuala Sosa. Al año siguiente nacería María Sandalia Antonia Rosa. Como era un matrimonio católico practicante, el nombre Sandalia refería a una siete prendas de la Virgen.

Hay un libro que brinda interesantes datos escrito por Maud de Ridder de Zemborain, Antonio Dorna y su tiempo, del que reproducimos datos biográficos claves del personaje en cuestión.

Cuando los ingleses invadieron Buenos Aires en 1806 Gervasio, con 16 años, se presentó como voluntario y así descubriría su vocación militar. Enrolado en la quinta compañía del segundo batallón de Patricios, en septiembre del año siguiente recibió los despachos de subteniente. Y en noviembre de ese mismo año, le solicitó al virrey Santiago de Liniers que "para desempeñarme con más lucimiento y utilidad y en premio a mis servicios, concederme el grado de teniente, en iguales términos, esto es sin sueldo como hasta ahora ni ningún gravamen de la Real Hacienda". Y Liniers aceptó.

Amor de juventud

Por ese tiempo, Gervasio se enamoró perdidamente de Remedios de Escalada, una adolescente que fue descrita como "una niña no muy alta, delgada y de poca salud". Había nacido en la ciudad de Buenos Aires el 20 de noviembre de 1797 y vivía en la esquina de las actuales calles Hipólito Yrigoyen y Defensa, en una casa conocida como los Altos de Escalada. Su padre, Antonio José Escalada, organizaba allí reuniones y tertulias. Imposible hacer política en aquel tiempo si uno no lograba ser invitado a lo de los Escalada. Seguramente los padres de la chica vieron con buenos ojos esta unión, que enlazaría a dos familias por demás respetables de la ciudad.

 

Mientras tanto, Antonio Dorna continuaba con sus negocios y con la adquisición de grandes extensiones de tierra en San Miguel del Monte. Pero al joven Gervasio no le interesaban las tareas del campo y alternaba su vida militar con el ejercicio del comercio. Instaló una tienda en la calle de Santo Domingo, gracias a un préstamo que le facilitó una de sus tías. Inauguró el negocio el 12 de abril de 1812, donde era posible adquirir telas, vestimenta y armas.

Un mes antes había llegado a Buenos Aires el teniente coronel de caballería José de San Martín. Fue presentado por Carlos María de Alvear en lo de los Escalada, y ahí fue cuando Remedios, una chica de 14 años, solo tuvo ojos para él, que ya contaba 34 años. Y su papá, que había acostumbrado a su hija a cumplirle todos sus deseos, accedió a que se rompiera el compromiso y asumiera uno nuevo, con ese teniente coronel, morocho, de fuerte acento español, que sería resistido por su futura suegra, Tomasa de la Quintana.

El 19 de septiembre, la pareja recibió las bendiciones en la Catedral y el casamiento se celebró el 12 de noviembre de ese mismo año, con luna de miel en una quinta en San Isidro. Y en enero del año siguiente, San Martín partió hacia San Lorenzo.

El que prefirió la muerte a los grillos de la esclavitud

"Desanimado y humillado", lo describió al joven Gervasio la biógrafa de los Dorna. Mantuvo su tienda, aunque tomó una decisión más drástica. Llevando como única compañía al mulato Florentino, partió el 8 de abril de 1813 hacia Potosí, en busca del general Manuel Belgrano para incorporarse a su ejército. Lo encontró en Jujuy y lo sumó a sus fuerzas. Cuando se preparó el ejército para enfrentarse a los realistas, Belgrano lo nombró su ayudante de campo. Gervasio no era un extraño para el creador de la bandera, ya que este era amigo de Antonio Dorna, su papá.

En el combate de Vilcapugio, el 1 de octubre de 1813, Gervasio Dorna fue uno de los 300 muertos patriotas. En la partida de defunción que firmó el propio Belgrano y que publicó Maud de Ridder y Zemborain, señala: "Desempeñando sus obligaciones con todo honor y patriotismo, y en la acción del primero de octubre falleció, cumpliendo con sus deberes, y manifestando el denuedo propio de los hijos de la Patria que prefieren la muerte a verlas en los grillos de la esclavitud".

El 12 de abril de 1814 se casó su hermana, María Sandalia, con José Zenón Videla, dando origen al tradicional apellido Videla Dorna. Curiosamente, el nombre Gervasio se fue repitiendo en la familia a lo largo de las generaciones hasta el presente. Si bien no existen muchos más datos del joven Gervasio, a los apasionados de las historias familiares les gusta repetir que ese nombre perteneció a un joven que se habría hecho matar por amor.

miércoles, 19 de junio de 2019

Guerra franco-prusiana: La batalla de Wissembourg (2/2)

La batalla de Wissembourg, 4 de agosto de 1870

Parte II
Weapons and Warfare




No habría retirada, peleando o de otra manera, para las compañías de tirailleurs argelinos y los 300 hombres del 74º Regimiento francés todavía atrapados dentro de Wissembourg. Allí los combates brotaban de casa en casa, aunque la mayoría de la infantería prusiana y bávara simplemente paseaban por las puertas de Landau o Haguenau y miraban a su alrededor con curiosidad. Un sediento soldado bávaro recordó haber acosado a los habitantes de la ciudad y exigido cerveza y cigarros. Mientras se ocupaba de esta misión, se topó con un escuadrón de prusianos con pantalones rojos del ejército francés que se agitaban desde sus bayonetas. Recordó preguntándose cómo habían llegado allí. Los prusianos gritaron "tres aplausos para los bávaros" - "¡Vivat hoch ihr Bayern!" - mientras pasaban riendo. El ayudante del general Blumenthal, un severo Mecklenburger, no compartió esos sentimientos de camaradería; entró por la puerta de Haguenau, “furioso, silencioso, frío”, buscando la unidad bávara que había robado su caballo favorito esa mañana. Un oficial bávaro se sentó y observó al joven alcalde de Wissembourg, el funcionario que había causado tantos problemas a la guarnición francesa. Claramente, no era un alsaciano, era un "hombre de treinta y seis años con cabello negro y rostro mediterráneo". Mientras las balas rebotaban en la Marktplatz, el alcalde, aparentemente todavía decidido a salvar a la ciudad "daños materiales", se mantuvo firme La bandera francesa y exigiendo hablar con el comandante prusiano-inchief. Nadie le prestó atención.



La mayoría de las tropas alemanas estaban fascinadas por su primera visión de los africanos; observaron con curiosidad a los Turcos muertos o capturados "como si fueran animales del zoológico", y se tocaron con indecisión su "pelo de caniche". Leopold von Winning, un teniente prusiano, describió el "asombro" de sus silesios, que "miraban con incredulidad al argelino tiradores, algunos de ellos negros con pelo lanudo, otros árabes con piel de bronce y rasgos esculpidos ”. Los prusianos y los bávaros se agolparon alrededor de los turcos, haciendo muecas, ladrando gibberish y pantomimando locamente, incluso ofreciendo cigarros o sus frascos con la esperanza de una palabra . El pobre Wissembourgeois, ofrecido protección por los franceses la noche anterior, ahora sentía el peso muerto de la guerra. Columna tras columna de las tropas alemanas entraron al pueblo exigiendo pan, carne, vino, madera, paja, forraje y habitaciones para la noche. El personal divisional de Bothmer se instaló en el único hotel de Wissembourg y se alegró de encontrar la mesa del comedor ya preparada para los oficiales de Douay.

En el Geisberg, las tropas prusianas peinaron las carpas francesas abandonadas y el lujoso campamento del general Douay se convirtió en objeto de curiosas peregrinaciones desde ambas orillas del Lauter. Gebhard von Bismarck, un oficial del XI Cuerpo de Prusia, más tarde describió la escena:

“Junto al carro del personal de [Douay] había un vagón de cocina elaborado a medida, con jaulas especiales para aves de corral vivas y aves de caza. . . pero las tropas estaban más interesadas en dos elegantes carruajes en el borde del campamento, cuyos contenidos estaban dispersos por todas partes: maletas, pijamas y ropa interior para hombres, y también artículos de mujeres, ropa interior, corsés, crinolinas y peignoirs. Nuestro Rheingauer rió y rió ".
El cuartel general de Douay proporcionó más que titulación. El capitán Bismarck y los otros oficiales prusianos estaban "asombrados por los mapas franceses". Eran de mala calidad en una escala casi inútil. Los oficiales subalternos no tenían ninguno en absoluto, un contraste sorprendente con el ejército prusiano, aunque no con el bávaro, donde incluso los tenientes tenían los mejores mapas a gran escala. "Pasamos por la mochila de un oficial francés y encontramos solo una copia de Monde Illustre" con su "panorámica del teatro de la guerra", escala 104: 32 centímetros. Todavía lo tengo, seguramente uno de los medios de orientación más toscos jamás utilizados por un ejército en la guerra ”. Mientras los profesionales interrogaban a los prisioneros franceses y examinaban sus mapas, sus reclutas bebían las vistas y los olores de la guerra. La mayoría estaban enojados. Franz Hiller, un bávaro privado, nunca olvidó la escena en el Geisberg después de la batalla. Hombres muertos y heridos yacen por todas partes. Muchos de los cadáveres fueron decapitados, o faltaban brazos o piernas. Hiller observó que los hombres inexpertos como él se detenían invariablemente para mirar dentro de los carros llenos de cadáveres mutilados, y luego retrocedieron tambaleándose en shock. Este fue el verdadero "bautismo de fuego", hecho aún más conmovedor para Hiller por un triste descubrimiento: "Vi el cadáver de un joven francés y pensé: ¿qué pensarán y dirán sus padres y su familia cuando se enteren de su muerte?" Su mochila estaba abierta a su lado; Había una fotografía de él. Lo tomé, y lo tengo hasta hoy ".



Tanto los prusianos como los bávaros estudiaron las tácticas francesas en Wissembourg, observando cuidadosamente sus puntos fuertes y débiles. El capitán bávaro Max Lutz concluyó que las tácticas francesas, supuestamente creadas para el excelente Chassepot, en realidad no eran adecuadas para el rifle francés. En lugar de explotar el alcance, la precisión y la velocidad de disparo de Chassepot alargando su frente, los franceses habían concentrado sus tropas en posiciones estrechas que eran fácilmente aplastadas por el fuego de artillería, desmoralizadas y superadas. Los franceses se pusieron así en una doble desventaja: no podían tomar ataques prusianos entre incendios cruzados y no podían lanzar ataques envolventes. Eran, como dijo Lutz, siempre "zu massig aufgestellt": "demasiado compacta".

Después de Wissembourg, el Berlin Post se volvió grandioso en cuanto al significado de la batalla. "La hermandad alemana en armas ha recibido su bautismo de sangre, el cemento más firme". Wissembourg había abierto "el camino del nacionalismo" para Prusia y los estados alemanes. La Volkszeitung prusiana tomó la misma línea, y generosamente dio crédito a los bávaros: "Los bávaros han derrotado decisivamente a los enemigos de Alemania. . . el campo de batalla es testigo de su inquebrantable fidelidad ". La verdad, por supuesto, era completamente diferente. Al igual que el pobre teniente Bronsart von Schellendorf, que buscaba furiosamente a su Grauschimmel robado entre los bávaros indisciplinados, los prusianos se habían vuelto intensamente críticos con su nuevo aliado del sur de Alemania antes de que el humo de la batalla se hubiera levantado. Lo que encontraron fue un ejército bávaro indisciplinado que había actuado abismalmente en 1866 (como un aliado austriaco) y todavía parecía no estar preparado para las pruebas de la guerra moderna.

La disciplina bávara de la marcha fue escandalosa, al menos tan mala como la francesa. Los alemanes del sur dejaron muchos más rezagados a su paso que los prusianos. Mientras que las unidades prusianas podían marchar directamente desde sus vagones hacia la batalla, los bávaros necesitaban días para arreglarse. Cada ruta de marcha recorrida por los bávaros en las primeras semanas se dejó llena de equipos desechados, muchos de los cuales se perdieron en la batalla, otro problema para los alemanes del sur. "Nuestras tropas no tienen disciplina de fuego", confesó un oficial bávaro después de la batalla. "Los hombres comienzan a disparar y pasan inmediatamente a Schnellfeuer, ignorando todos los pedidos y señales hasta que el último cartucho sale por el cañón". La emoción o el pánico explicaron esto en parte, al igual que una mentalidad sindical que no prevalecía en el ejército prusiano: " [Los bávaros] sienten que han cumplido con su deber simplemente disparando todas sus municiones, momento en el que miran por encima de sus hombros esperando ser relevados. Muchos oficiales [bávaros] también se suscribieron a este engaño. ”Los bávaros rara vez atacaron con la bayoneta y se mostraron demasiado dispuestos a llevar a los compañeros heridos a la retaguardia en la batalla, dejando huecos en la línea de fuego. Después de la guerra, los analistas prusianos descubrieron que la infantería bávara había tenido que reabastecerse con municiones al menos una vez en cada enfrentamiento con los franceses, un proceso peligroso y lento que implicaba transportar cajas de cartuchos de reserva a la línea del frente y distribuirlos. Los prusianos, que casi siempre se conformaban con las municiones en sus bolsas, se maravillaron de que los bávaros promediaran cuarenta rondas por hombre por combate, sin importar cuán triviales. En el ejército prusiano, tal exuberancia estaba mal vista; Terraingewinn, el terreno conquistado, fue el único criterio de éxito. Para esto, la disciplina del fuego era esencial. En las semanas siguientes, el criterio prusiano sería castigado en los bávaros.



Después de haber limpiado a Wissembourg, los alemanes se marcharon en busca de la Segunda División de MacMahon. Incluso los oficiales bávaros se asustaron por los excesos de sus hombres mientras se arrastraban a través de una lluvia fría. Las tropas francesas que pasaban habían batido los caminos de tierra hacia el oeste en arenas movedizas. Muchos de los prusianos y bávaros perdieron sus zapatos en el limo y marcharon con sus calcetines, fríos, mojados y miserables. Los bávaros saquearon todas las casas o tiendas que pasaban, a menudo ignorando a sus oficiales, que tenían que meterse con revólveres para obligarlos a volver a la carretera. El XI Cuerpo prusiano, compuesto principalmente por Nassauer, Hessians y Saxons anexados después de 1866, tuvo su propia crisis cuando decenas de Schlappen y Maroden (“softies” y “merodeadores”) se derrumbaron y se negaron a continuar. En última instancia, como en el cuerpo bávaro, todos fueron barridos y empujados por los caminos a Froeschwiller, quizás por el ejemplo del Cuerpo V prusiano, en su mayoría polaco, que se abrió camino a través de la lluvia, ganándose la admiración a regañadientes de un testigo bávaro: Gute Marschierer ".

El 4 de agosto, en Metz, Louis-Napoleón se despertó y envió un telegrama inminente al general Frossard en Saarbrücken: "" Avez-vous quelques nouvelles de l’ennemi? "-" ¿Tiene alguna noticia del enemigo? "De hecho, la tenía. Los Ejércitos Prusianos Primero y Segundo estaban en movimiento, tan veloz y con tal fuerza que Frossard ya había abandonado su puesto en el Saar y se había retirado a Spicheren, una aldea elevada que comandaba la carretera y el ferrocarril de Saarbrucken- Forbach. Al final del día, Napoleón III se había congelado de miedo. Ladmirault, todavía arrastrándose hacia adelante a la izquierda de Frossard, fue retirado con urgencia; Bazaine recibió la orden de permanecer en St. Avold, la Guardia Imperial en Metz. El V Cuerpo de Failly, el único enlace de Napoleón III con MacMahon, fue olvidado en el bullicio de Metz. Permaneció en Saargemuines sin órdenes, un descuido que condenaría a MacMahon dos días después. A estas alturas, el comando del mariscal Leboeuf estaba girando en círculos. El emperador lo acosó con mensajes y la emperatriz, en París, no pensó en despertar al general mayor en medio de la noche con telegramas urgentes que generalmente empezaban: "No quería despertar al emperador, por lo que le he enviado un cable directamente". . . "Es posible que Leboeuf se haya preguntado quién dormía más, pero se levantó y respondió de todos modos.

martes, 18 de junio de 2019

Nazismo: Las últimas palabras de un psicópata

Las últimas palabras de Adolf Hitler

Infobae



Adolf Hitler y Hans Baur

Las últimas palabras del genocida alemán Adolf Hitler antes de morir fueron presuntamente descubiertas en el diario íntimo de un piloto nazi.

El diario del teniente general Hans Baur, quien formó parte del círculo de confianza de Hitler, contiene una descripción de sus momentos finales, el 30 de abril de 1945, en un búnker subterráneo de Berlín.

Baur estuvo en la boda de Hitler y Eva Braun

El aviador escribió que el líder nazi le dijo "hoy le pongo fin" antes de suicidarse junto a su esposa Eva Braun. La historia fue revelada en la reedición de un libro de memorias titulado "Yo era el piloto de Hitler".

"Hitler se me acercó y me tomó las dos manos", recordó Baur, quien murió en 1993 a la edad de 96 años. "Baur, quiero despedirme de ti. Ha llegado el momento. Mis generales me han traicionado; mis soldados no quieren seguir y yo no puedo seguir".


Hitler y Baur, su piloto de confianza

"Traté de convencerlo de que todavía había aviones disponibles, y de que podía llevarlo lejos, a Japón, a la Argentina o con uno de los jeques, que eran todos muy amistosos con él debido a su actitud hacia los judíos", contó el piloto. "La guerra terminará con la caída de Berlín. Y yo estoy de pie o caigo con Berlín", le contestó Hitler.

Aparentemente, Hitler dijo: "Un hombre debe reunir el coraje suficiente para enfrentar las consecuencias, y por lo tanto, lo estoy terminando ahora. Sé que mañana millones de personas me maldecirán, eso es el destino. Pero los rusos saben perfectamente que estoy aquí en este búnker, y me temo que usarán bombas de gas. Aquí hay extractores de gas, lo sé, pero ¿puedes confiar en ellos? En cualquier caso, yo no confío y lo voy a terminar hoy".


El piloto dejó escritas las últimas palabras de Hitler en un diario

Se dijo entonces que el líder nazi le ofreció a Baur una valiosa pintura como regalo por sus 12 años de servicio. Y, cuando Hitler murió, Baur intentó escapar y recibió un disparo que le generó la amputación de una pierna. Luego pasó diez años en una prisión soviética donde fue torturado para que diera información sobre Hitler.

Baur, quien sobrevivió a la Primera Guerra Mundial como aviador y se convirtió en uno de los primeros pilotos de la aerolínea alemana Lufthansa, transportó a algunos de los ministros de mayor rango del Tercer Reich y al dictador italiano Benito Mussolini.

Tras la muerte de Hitler, Baur cayó preso de los soviéticos

lunes, 17 de junio de 2019

Revolución Libertadora: La "noche de los templos incendiados"


Vista del Altar Mayor de San Francisco


Arden los templos


La noche del 16 al 17 de junio de 1955 turbas peronistas asaltaron e incendiaron los históricos templos de Buenos Aires en represalia por el bombardeo aéreo


La terrible violencia desatada aquel día, no se detuvo después de los combates. Recordará el lector que cerca de las cuatro y media de la tarde bandas de exaltados peronistas se precipitaron sobre la Curia Metropolitana para saquearla e incendiarla, hecho del que fue testigo el general Ernesto Fatigatti cuando pasaba por el lugar, en el fragor de la lucha.
La turba destruyó objetos de enorme valor artístico y cultural y junto a ellos, el Archivo Histórico, con sus añejos documentos de lo siglos XVI, XVII, XVIII y XIX, “un tesoro único e irreemplazable”, según palabras de Isidoro Ruiz Moreno.



Una mujer llora ante la desolación en San Francisco (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


Durante aquella caótica jornada, obras de arte, óleos, tallas, imágenes y cerámicas que formaban parte patrimonio histórico de la ciudad de Buenos Aires se perdieron para siempre.
Mientras el edificio de la Curia ardía, la chusma entraba y salía portando objetos sagrados, artísticas casullas, antiquísimos cálices, copones, custodias, patenas, hábitos y sotanas. Desde allí, centenares de personas, casi todos hombres, se encaminaron hacia los principales templos de la capital con la clara intención de destruirlos.
Una columna marchó hacia el convento de Santo Domingo y otra hacia Nuestra Señora de la Merced. En el primero, los religiosos vieron llegar camiones repletos de agitadores que al pasar frente al templo alzaban los puños y lanzaban imprecaciones contra la Iglesia.
Temiendo un ataque, frailes y seminaristas corrieron a trabar las puertas y cerrar las ventanas pero dado el cariz que tomaban los acontecimientos, abandonaron el lugar, siguiendo indicaciones de su prior, fray Luis Alberto Montes de Oca, que temía por la vida de ellos. Fray Luis, en su carácter de custodio del convento, decidió quedarse, pese a que era imposible llamar a la policía porque las líneas telefónicas habían sido cortadas.



Otro altar destrozado en San Francisco

Eran las 17.30 cuando la multitud se abalanzó sobre las verjas que cerraban el acceso al atrio, al tiempo que varios sujetos intentaban acceder por las ventanas de la calle Defensa, forzando sus barrotes. El abnegado religioso no tuvo más remedio que vestir ropas de seglar y escapar a toda prisa por una pequeña puerta del pasaje 5 de Julio, confundido entre la multitud.
El histórico templo, sepulcro del general Manuel Belgrano y de otros legendarios personajes de la historia patria[1], con los impactos de artillería de las Invasiones Inglesas en una de sus torres, resguardo de piezas de incalculable valor sacro y cultural, entre ellas los estandartes tomados a los realistas en las batallas de Salta y Tucumán y a los británicos durante las invasiones de 1806 y 1807, obras pictóricas, imágenes y objetos de culto, fue arrasado e incendiado sin piedad. De nada sirvió que fray Luis corriese hasta la Comisaría 2ª para pedir auxilio ya que los responsables de salvaguardar el orden público nada hicieron para contener la barbarie.
A dos cuadras de allí, en la esquina de Defensa y Alsina, comenzaban a arder San Francisco y la contigua capilla de San Roque, en la que los legisladores porteños habían designado gobernador de Buenos Aires al general Lavalle en 1828.
En el oratorio del convento su prior, fray Cecilio Heredia, rezaba junto a otros quince religiosos agradeciendo al Altísimo las palabras con las que Perón llamaba a la calma, cuando un griterío ensordecedor proveniente del exterior los hizo sobresaltar. Casi inmediatamente, el pavoroso estrépito de la chusma al ingresar en el recinto del templo y el de los frailes huyendo por una puerta lateral, vestidos de civil, estremeció los claustros y conmovió a los pocos testigos que se encontraban en las inmediaciones. Fray Cecilio también escapó pero se quedó cerca, contemplando con profundo pesar como el convento y su iglesia eran pasto de las llamas.
A menos de una cuadra ocurría lo mismo en la iglesia de San Ignacio, el edificio más antiguo de la ciudad, pegado al histórico Colegio Nacional (antiguo Colegio Real de San Carlos, cuna de próceres), donde la turba, armada con pesados objetos, golpeó las grandes puertas y profirió todo tipo de insulto contra los religiosos y la Iglesia en general.



Así quedaron los techos de la capilla de la Curia


El padre Alberto Lattuada, su cura párroco, se encontraba leyendo en su habitación cuando sintió el griterío. Al incorporarse y asomarse por las escaleras, vio como la muchedumbre hacía ceder los pórticos y se precipitaba en el interior, gritando y agitando garrotes. El jesuita los encaró con los brazos en alto pidiendo calma y reflexión y exhortándola a no cometer un atentado del que acabarían por arrepentirse.
El religioso intentaba contener a los vándalos cuando sintió que alguien lo tomaba de un brazo y comenzaba a arrastrarlo. Se trataba de un muchacho joven, de cabellos rubios, que comenzó a zamarrearlo violentamente y a arrojarlo a empujones hacia el exterior. Recibió golpes e insultos y la amenaza de que si permanecía en el lugar iba a ser linchado.
Una vez afuera, el padre Alberto vio a dos camiones del Ejército llenos de soldados estacionado junto a la iglesia y desesperado, corrió hacia ellos para pedir ayuda, pero se encontró con una respuesta que lo dejó paralizado. “No podemos hacer nada. Diríjase al oficial que anda por ahí”.
Tremendamente turbado, el párroco vio a la canalla sacar del templo las imágenes y los objetos sagrados y arrojarlos a la calle mientras en el interior comenzaba el incendio. Cerca de él, el teniente cura Guillermo Sáenz observaba la escena con el alma deshecha. El añejo convento, sepulcro de Juan José Castelli y sede de lo que fuera el gran “imperio jesuítico de las Misiones”, descripto por Leopoldo Lugones, comenzaba a ser arrasado.

Cuando se iniciaron los primeros desmanes, Perón y su entorno se hallaban reunidos en el Ministerio de Ejército, desde donde percibieron el humo y el resplandor de las primeras hogueras y la hecatombe que se estaba desencadenando en el centro de la ciudad. El líder justicialista, que se hallaba sentado en una mesa, se puso de pie y en tono indignado exclamó:

-¡Tomen medidas inmediatamente porque estas son bandas comunistas que están quemando las iglesias, y después me lo van a atribuir a mí!
El presidente no había terminado de hablar cuando Lucero llamó al general José Embrioni para indicarle que se debían adoptar medidas urgentes para proteger los templos históricos y los edificios amenazados. Embrioni se comunicó con el jefe de Policía pero aquel, recordando el llamado del ministro Borlenghi en cuanto a mantener acuartelada la fuerza en prevención de ataques de los comandos civiles revolucionarios, mantuvo su posición y no se movió. Estaba plenamente convencido que el Ejército se haría cargo de todo.
Se equivocaba Perón al atribuirle la responsabilidad a los comunistas porque quienes atacaban las iglesias eran sus propios partidarios, impulsados por la furia y el odio que él mismo había alimentando.
A las 18.30 las dotaciones de bomberos abandonaron sus cuarteles y se dirigieron a sofocar los incendios. Al llegar a Santo Domingo, el comisario de bomberos Rómulo Pérez Algaba observó que la santería y los altares ardían y que los manifestantes habían utilizado los bancos para alimentar el fuego.
Pérez Algaba notó que había un camión-tanque estacionado de culata y que la gente sacaba nafta de su interior para avivar las llamas. También observó como algunos matones estrellaban las imágenes y objetos sagrados contra el pavimento, robaban las alcancías y profanaban las urnas con las reliquias de los próceres.
Pérez Algaba intentó dialogar con sus cabecillas pero los vándalos se lo impidieron.
En esas estaba cuando cuatro individuos vestidos con impermeable se le acercaron y le advirtieron que dentro del templo se hallaban las banderas capturadas a los ingleses y los españoles y que cuatro hombres se hallaban atrapados en la biblioteca, por lo que debía apurarse para rescatarlos. Pérez Algaba fue terminante:

-Así como entraron que salgan. En cuanto a las banderas… eso es otra cosa.

El oficial, seguido por varios bomberos, se introdujo entre las ruinas iluminando el camino con una linterna. Llegaron a tiempo para rescatar los trofeos y ponerlos a resguardos ya que, afortunadamente, los vidrios que los cubrían los habían preservado manteniéndolos intactos. No tuvieron más que tomarlos y retirarse, un minuto antes de que se desplomase sobre ellos una columna que los hubiese destruido completamente.
Pérez Algaba y dos de sus hombres resultaron heridos. La posteridad le debe a esos valientes la salvaguarda de aquellas invalorables piezas de nuestra historia.
Pérez Algaba y sus asistentes fueron evacuados, no así los cuatro saqueadores que provistos de candelabros, rompieron los barrotes de las ventanas y se arrojaron al vacío desde le primer piso, en la esquina de Venezuela y Defensa.
A esa altura San Francisco ardía por los cuatro costados. Fue entonces que los bomberos debieron pelear cuerpo a cuerpo con los manifestantes para detener la destrucción. Era impresionante ver los trozos de madera desprendiéndose de la cúpula central y caer envueltos en llamas sobre la calle y las veredas.
En Nuestra Señora de la Merced, la horda atacó e incendió el costado izquierdo del templo. Las llamas llegaron a la sacristía y una densa columna de humo invadió la nave central. Nuestra Señora de la Piedad, en cambio, fue asaltada pero el kerosene derramado no alcanzó a arder, gracias a la intervención de vecinos y agentes del orden que lograron neutralizarlo. El saqueo, sin embargo, fue devastador y la cosa no pasó a mayores porque los bomberos llegaron a tiempo para sofocar el incendio que los manifestantes habían desatado en la biblioteca para ciegos del entrepiso.



Otra vista del Altar Mayor de la basílica de San Francisco


San Miguel sufrió pocos daños en la nave central pero la sacristía y la casa parroquial ardían cuando una dotación a las órdenes del comisario Severo Toranzo llegó al lugar y contuvo un segundo ataque.
San Nicolás de Bari, sobre avenida Santa Fe, también fue pasto de las llamas y botín de los saqueadores que desde los balcones del segundo piso arrojaban objetos de gran valor artístico y religioso. Los atacantes debieron huir por salidas laterales porque la nave era una gran pira y corrían el riesgo de quedar atrapados. Como se recordará, la iglesia fue fundada en 1733 por el español Domingo de Acassuso en su emplazamiento original de 9 de Julio y Av. Corrientes, el mismo lugar que hoy ocupa el obelisco[2].
Lo peor ocurrió en Nuestra Señora de las Victorias, sita en Paraguay y Libertad, donde la multitud inició un incendio de poca importancia al tiempo que robaba todo lo que tenía a su alcance.
Ardían el despacho parroquial y la sacristía cuando un miembro del movimiento parroquial de apellido Marcó Bonorino y una señora cuyo nombre no ha trascendido, intentaban apagar las llamas arrojando sobre ellas el agua de los floreros. Otro individuo llamado Cullen, advirtió a la policía que varios sujetos habían subido a las habitaciones sacerdotales y que habían volcado una estufa de kerosene para prender fuego y robar el dinero de las colectas que allí se guardaba.



Los destrozos en el Instituto Belgraniano


Cuando la violencia alcanzaba su clímax, apareció el cura párroco, RP Jacobo Wagner, intentando desesperadamente detener a los malhechores. La golpiza que recibió fue tan brutal que acabó tendido en el suelo, inconciente, hasta que pudo ser evacuado. Permanecería postrado cuarenta y cinco días al cabo de los cuales, fallecería como consecuencia de la brutal agresión.
Otros grupos peronistas atacaron San Juan Bautista, el templo ubicado en Piedras y Alsina, bajo cuyo altar mayor yace enterrado el quinto virrey del Río de la Plata, don Pedro Melo de Portugal y Villena; la misma suerte corrieron Nuestra Señora de la Piedad y Nuestra Señora del Socorro, escenario esta última del drama de Camila O’Gorman[3].
Militantes de la Unidad Básica ubicada en Av. Corrientes y Jorge Newbery intentaron incendiar la iglesia situada en Osorio y Warnes pero fueron detenidos a tiempo y conducidos a la Seccional 29, donde permanecieron encerrados en averiguación de antecedentes.
Ese día ardieron y fueron saqueadas la Curia Metropolitana, Nuestra Señora de la Merced, San Ignacio, San Francisco, San Roque, Santo Domingo, San Juan Bautista, San Nicolás de Bari, Nuestra Señora de las Victorias, San Miguel Arcángel, Nuestra Señora del Socorro y La Piedad, enrojeciendo con sus fuegos los bajos nubarrones que cubrían la noche de Buenos Aires, tal como afirma Ruiz Moreno. Pero aquellos no fueron los únicos templos atacados. Nuestra Señora de la Asunción de Vicente López, Jesús en el Huerto de los Olivos de Olivos, la Catedral de Bahía Blanca, el Sagrado Corazón y Nuestra Señora de Lourdes de la misma ciudad y varios templos de Mar del Plata, entre ellos su catedral, también fueron saqueados, sufriendo daños de distinta consideración. Por otra parte, en Córdoba y Rosario se temieron hechos similares que, felizmente, no se produjeron y eso aconteció también, en el resto del país.
Lejos de lo que muchos suponen, no solamente iglesias ardieron aquel día. También sufrieron destrozos e incendios el Instituto Belgraniano, la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, la Comisión de la Reconquista y Defensa y la Pía Unión del Beato Martín de Porres, contiguas a Santo Domingo.
Imágenes de los vándalos devastando los templos y desfilando en la noche con ropas sacerdotales y objetos robados, dieron la vuelta al mundo para escarnio del pueblo argentino y menoscabo de su tradición. En el término de unas pocas horas, el país perdió para siempre valiosos tesoros de su patrimonio artístico, histórico y religioso.
Miguel Ángel Cavallo nos ofrece una descripción de lo acaecido en Bahía Blanca la noche del 16 de junio.
A poco de anunciado el fracaso del alzamiento, grupos de trabajadores se nuclearon frente al edificio de la CGTregional para escuchar la arenga de sus jefes y encaminarse luego en columnas hacia la plaza principal, todos armados con palos, cadenas y piedras, dispuestos a atacar la Catedral.
Una vez en el templo mayor de la ciudad, forzaron sus grandes puertas para destrozar altares, imágenes y dependencias internas, tumbando la pila bautismal de mármol de Carrara e incendiando parte del interior. Al igual que en Buenos Aires, la turba se vistió con ropas clericales para cantar y danzar en las calles mientras entonaba estrofas obscenas e insultantes.



Un feligrés busca consuelo en la oración (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


Desde allí, los manifestantes corrieron hasta la iglesia del Corazón de María y luego a la de Nuestra Señora de Lourdes, ocasionando daños similares y continuaron su raid en la redacción del diario “Democracia”, valeroso órgano opositor dirigido por Luis E. Vera, arrasando sus oficinas y destrozando su mobiliario, maquinarias e instalaciones, previo a generar un nuevo incendio.
Los vándalos finalizaron su recorrida en la sede de la Unión Cívica Radical, a la que también convirtieron en hoguera y luego se retiraron por las calles entonando estribillos favorables a su líder. Ni los bomberos ni la policía actuaron y nada se comentó al día siguiente, a nivel oficial, mucho menos que “Democracia” quedaba clausurado y su propietario, detenido e incomunicado junto a los sacerdotes de las iglesias y escuelas religiosas de la ciudad, quienes fueron trasladados en camiones hasta el cuartel del Regimiento 5 de Infantería[4].
Isidoro Ruiz Moreno ofrece una idea aproximada de las pérdidas de aquel día. Cuando el comisario Rafael Pugliese, jefe de la Seccional 2ª, se hizo presente en el convento de Santo Domingo, se encontró tirada detrás del mausoleo del General Belgrano, la urna con los restos del General Zapiola, que había sido arrancada del camarín de la Virgen del Rosario.



Congoja y desazón. Los porteños han vivido horas aciagas. Primero su ciudad bombardeada, inmediatamente después, su patrimonio histórico, cultural y religioso arrasado (Gentileza Fundación Villa Manuelita)


En el atrio, se quemaron muebles muy antiguos, algunos de los cuales habían sido prestados por el convento para la reunión del Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810. El altar mayor fue consumido por el fuego, lo mismo otros dos laterales en tanto varios más sufrieron serios destrozos.
Casi todas las imágenes fueron sacadas de su sitio, arrojadas al suelo o entregadas a las llamas; cristales y vitrales cayeron apedreados; fue consumido el coro con su mobiliario colonial y órgano histórico, destruida la mayólica veneciana de las bóvedas y demolido el camarín de la Virgen del Rosario donde se guardaban los estandartes arrebatados a los ingleses en 1806 y 1807 y los capturados por el general Belgrano a los españoles en las campañas del Norte. Numerosos trofeos que se exponían en las vitrinas empotradas en las paredes laterales, desaparecieron.
La sacristía también fue arrasada, sus armarios incendiados y las dos pilas bautismales de mármol de Carrara hechas pedazos. Se quemaron salones internos y una capilla menor en el sector este. Las habitaciones de los sacerdotes también fueron desvalijadas, destruido su moblaje e incendiada la habitación del prior.
En San Ignacio los altares fueron destrozados con maderas arrancadas de los mismos; se incendiaron otros y quedó hecho añicos el mobiliario. Los vándalos prendieron fuego a la biblioteca del templo como así también a la habitación y la sala de reuniones del párroco destrozando la loza, los aparadores y un gran espejo con consola.
En la capilla de San Roque los altares fueron pasto de las llamas, en tanto los revestimientos de las bóvedas y las paredes laterales, ricamente decoradas, cayeron hechos pedazos. También fueron destruidas sus principales imágenes mientras en la contigua San Francisco todo se perdió, en especial sus antiguos y artísticos altares, incluyendo el mayor. Su cúpula se derrumbó y solo su esqueleto de metal quedó en pie; sus vitrales cayeron hechos trizas y las llamas consumieron valiosísimos cuadros y mobiliario de los siglos XVIII y XIX. Se perdieron también el presbiterio, la sacristía, tallas, imágenes y objetos de culto que fueron arrojados con saña aquí y allá mientras el fuego consumía habitaciones y dependencias del convento eran robados cálices, candelabros, custodias, crucifijos y otros elementos de valor, muchos de ellos de plata y oro macizo con piedras preciosas incrustadas. Entre las ruinas destacaba especialmente el gran sagrario de 1,50 metros, que fue arrojado en medio de escombros y los restos de objetos calcinados[5].
Buenos Aires perdió en una noche, cuatro siglos de historia.


Cúpula y techos de la Catedral en ruinas

Saqueadores arremeten contra el Sagrario en la Catedral

Fieles absortos observan los destrozos en la Curia

Biblioteca y Archivo de la Curia arrasados por el fuego


La gran cúpula de San Francisco víctima de las llamas

El altar de San Francisco profanado

El pueblo de Buenos Aires observa incrédulo la profanación de sus templos, en esta caso San Francisco

Más destrozos en San Francisco


Estado en el que quedaron los cielorrasos de San Francisco

Bancos e imaginería destrozados en San Francisco

Altar lateral de San Francisco

San Francisco. Acceso al convento

Altar Mayor de San Francisco


Altar lateral de la basílica Nuestra Señora del Rosario (Convento de Santo Domingo)

Convento de Santo Domingo. Vista lateral del Altar Mayor


Ruinas y escombros en la iglesia de San Ignacio

San José decapitado en San Ignacio

La habitación de Monseñor D'Andrea en San Miguel Arcángel pasto de las llamas

San Miguel Arcángel. Otra imagen del estado en el que quedó la habitación de Monseñor D'Andrea

Ruinas en la Iglesia de San Juan Bautista, sepulcro del virrey Pedro Melo de Portugal y Villena


Notas

  1. Antonio González Balcarce, Martín de Alzaga, Juan de Lezica y Torrezuri y el general José María Zapiola.
  2. Miguel Ángel Cavallo, Puerto Belgrano, Hora 0. La Marina se subleva, Cap. III “El 16 de junio en Bahía Blanca”.
  3. Isidoro Ruiz Moreno, op. Cit., Tomo I, Tercera Parte, Cap XI, “La cruz en la hoguera”.
  4. Entre 1935 y 1936 fue trasladada a su emplazamiento actual y en ella se guarda la pila de mármol en la que fueron bautizados Bernardino Rivadavia, Bartolomé Mitre y San Héctor Valdivielso Sáez, primer santo argentino, además de piezas de arte sacro de inestimable valor, algo que la canalla ignoraba por completo.
  5. En un nicho de esta última yacen los restos de Santa Constancia Mártir, víctima de las persecuciones de Nerón, enviados desde Roma cuando la misma fue elevada a basílica.

1955 Guerra Civil. La Revolucion Libertadora y la caída de Perón

domingo, 16 de junio de 2019

Revolución Libertadora: El bombardeo de Buenos Aires


Fotomontaje del ataque a la Casa de Gobierno


Buenos Aires bombardeada
Fuente: Guerra Civil 1955. La Revolución Libertadora y la Caída de Perón





El 16 de junio de 1955 amaneció en las peores condiciones climáticas. Hacía frío y una densa capa de nubes cubría el cielo de Buenos Aires. El servicio meteorológico anunciaba lluvias ligeras con vientos muy leves y el plafond, de apenas 200 metros, era extremadamente bajo para los aviones de la Fuerza Aérea que cerca del mediodía iban a efectuar un vuelo sobre la capital en desagravio a la bandera nacional.

Aquella madrugada, los porteños se preparaban para una nueva jornada de trabajo sin imaginar la espantosa tragedia que estaba a punto de abatirse sobre ellos.

Desde hora muy temprana se registraba un inusitado movimiento en el Ministerio de Marina, donde el almirante Benjamín Gargiulo había pasado la noche. El alto oficial se hallaba extremadamente nervioso cuando se presentó en su despacho el contralmirante Samuel Toranzo Calderón, jefe de Estado Mayor.

-Las ordenes han sido impartidas -dijo el recién llegado ni bien traspuso la puerta- la Casa de Gobierno va a ser bombardeada.

Mientras tenía lugar ese diálogo, en el cercano Arsenal Naval las tropas conjuradas apresuraban su equipamiento.

Los altos oficiales navales se hallaban en sus puestos cuando las primeras luces de aquel día gris comenzaron a asomar lentamente por el horizonte. Habían establecido su punto de reunión en el 4º piso del edificio, sede del Comando de Infantería de Marina, encargando su custodia a la Compañía Nº 1 de Infantería de Marina a cargo del teniente Barbará, quien la había dividido en dos secciones a las órdenes de los suboficiales Pacífico Flamini y Esperidión Funes. Sus efectivos, vistiendo uniformes de combate, se hallaban provistos de fusiles FN de repetición y fusiles ametralladoras y tenían instrucciones de tirar a matar.

Además de los oficiales rebeldes, se presentaron en el Ministerio numerosos civiles, casi todos candidatos a integrarla Junta de Revolución Democrática que debía constituirse inmediatamente después de la caída de Perón. Destacaban entre ellos los doctores Luis María de Pablo Pardo, Adolfo Vicchi y Miguel Ángel Zavala Ortiz , los señores Raúl Lamuraglia, su hijo Jorge, Alberto Benegas Lynch y Carlos Olmedo Zumarán y el teniente de navío (R) Claudio Mejía. Casi todos notaron las luces encendidas en el despacho presidencial y otras dependencias al frente a la Casa Rosada, y varios automóviles estacionados en la explanada, prueba fehaciente de que Perón y sus allegados se encontraban en el lugar.

A todo esto, en el cercano Arsenal Naval, el Batallón de Infantería de Marina 4 que debía llevar a cabo el ataque terrestre contra la sede del gobierno, terminaba sus aprestos bajo la atenta mirada de su jefe, el capitán de fragata Juan Carlos Argerich. De acuerdo a los planes establecidos, debían concentrarse cerca del Ministerio para marchar desde allí hacia el objetivo después que la Aviación Naval llevase a cabo el bombardeo. Al mismo tiempo, elementos civiles pertenecientes a los comandos revolucionarios antiperonistas, ocuparían posiciones en azoteas y otros lugares previamente señalados y se disponían a entrar en acción una vez iniciadas las hostilidades.

A las 08.00 en punto, tal como era su costumbre, Perón ingresó en su despacho, saludando a los miembros de su Estado Mayor, los generales José Humberto Sosa Molina, ministro de Defensa; Franklin Lucero, ministro de Ejército; Carlos Jáuregui, jefe del servicio de Informaciones del Estado; el almirante Gastón Lestrade, el brigadier Juan Ignacio San Martín y el mayor Alfredo Máximo Renner, su secretario privado.

Acto seguido, después de tomar asiento en torno a la mesa de reuniones, los militares pasaron a tratar los principales puntos del Orden del Día, entre ellos la delicada situación con la Iglesia y el acto de desagravio a la Bandera Nacionalque la Fuerza Aérea Argentina había programado para esa mañana. Ignoraban que se había puesto en marcha una revolución y que en la cercana Base Aeronaval de Punta Indio, al sudeste de Magdalena, se llevaban a cabo los últimos preparativos para lanzar un ataque sobre la sede de gobierno.

Todo era tensión en el ministerio rebelde cuando llegó la noticia de que el capitán de fragata Jorge Alfredo Bassi se había hecho cargo del Aeropuerto Internacional de Ezeiza, donde se había apostado la Compañía Nº 5 de Infantería de Marina con todo su armamento.

En el Arsenal Naval, el capitán Argerich, con el casco puesto su granadas y binoculares colgando sobre su pecho, la pistola al cinto y el fusil-ametralladora Halcón en las manos, terminó de pasar revista a la tropa y después de intercambiar unas palabras con los oficiales y suboficiales a su mando, se dirigió a ella con firme voz: “Espero que sepan cumplir con la Patria y su comandante. ¡Carguen!”1.

Como acto reflejo, los efectivos prepararon el armamento e inmediatamente después abordaron dos camiones estacionados frente al edificio para dirigirse velozmente hacia el Ministerio de Marina, precedidos por un jeep.

En Punta Indio, mientras tanto, los capitanes de fragata Osvaldo Guaita y Néstor Noriega, efectuaban los últimos aprestos para lanzar el ataque y eso fue lo que informaron al Ministerio de Marina a las 09.46 de aquella terrible mañana.

La agitación en la base era total, con los oficiales y los suboficiales yendo y viniendo mientras impartían y recibían órdenes y los mecánicos efectuaban la carga de combustible y hacían los últimos controles de los aviones. A bordo, en las cabinas, pilotos y tripulantes aguardaban expectantes la orden de partida, atentos a lo que marcaban sus tableros y las señales del personal de tierra.

Cuatro minutos después la torre de control emitió la tan esperada directiva y casi enseguida, uno a uno los cinco bombarderos bimotores Beechcraft, dotados de bombas de 110 kilogramos, comenzaron a rodar por la carpeta asfáltica en dirección a la pista principal para tomar ubicación en su cabecera sur. Detrás de ellos hicieron lo propio los quince monomotores North American AT-6 de bombardeo en picada que comandaba el capitán de corbeta Santiago Sánchez Sabarots, portando dos bombas de 50 kilogramos cada uno y ametralladoras calibre 7,65. Las órdenes eran claras y terminantes: debían matar a Perón.

Ya en el extremo de la pista, el primer avión se puso en contacto con la torre de control para solicitar permiso para decolar.

-Permiso concedido. Puede partir – fue la respuesta que llegó a través de los auriculares.
Dando máxima potencia a sus motores, el Beechcraft matrícula 3B-3 del capitán de corbeta Jorge Imaz, comenzó a carretear hasta levantar vuelo y perderse de vista en el manto de nubes que cubría la región. Llevaba como apuntador al teniente de corbeta Alex Richmond, al propio capitán Guaita como copiloto, al cabo principal Roberto Nava como navegante y al guardiamarina Miguel Ángel Grondona como supernumerario.

Eran las 10.00 de la mañana de aquel frío día de invierno, la visibilidad era escasa y no se percibían movimientos en aquella parte de la provincia de Buenos Aires a excepción de la leve llovizna que caía sobre los campos.



16 de junio de 1955, 10.35 horas. La Casa Rosada aguarda el ataque. Perón ya se retiró al Ministerio de Ejército


Detrás del capitán Imaz partió el bombardero matrícula 3B-4 al comando del teniente de navío Carlos J. Farguío, con el jefe de la base, capitán Néstor Noriega como apuntador, el teniente de corbeta Roberto Moya como navegante y el suboficial José Radrizzi como supernumerario, seguido, uno detrás del otro, por el 3B-11 al comando del teniente de navío Jorge Irigoin quien llevaba al el teniente de fragata Augusto Artigas como copiloto, al teniente de corbeta Santiago Martínez Autín como apuntador y al suboficial mecánico Francisco Calvi como asistente; el 3B-6 piloteado por el teniente de fragata Alfredo Eustaqui, secundado por el teniente de corbeta Hugo Adamoli como apuntador y los suboficiales Girardi y Maciel como asistentes, y el 3B-10 del teniente de fragata Alberto del Fresno, cuyo apuntador era el teniente de corbeta Carlos Corti y sus asistentes los suboficiales Mario Héctor Mercante y Ricardo Díaz.

Inmediatamente después de los bombarderos despegaron los monoplazas AT-6, piloteados por el teniente de navío Héctor “Tito” Florido Alsina, Eduardo Velarde y Héctor Orsi; los tenientes de fragata Raúl Robatto, Heriberto Frind y Carlos García, los tenientes de corbeta José M. Huergo, Julio Cano, José Demartini, Eduardo Invierno, Luis Suárez y Máximo Rivero Kelly y los guardiamarinas Arnaldo Román, César Dennehy, Juan Romanella, Héctor Cordero, Sergio Rodríguez, Horacio Estrada y Eduardo Bisso.

Los veinticuatro aviones conformaban la Escuadrilla Aeronaval Nº 3 al mando del capitán Guaita que se elevaron sin problemas y una vez superada la capa de nubes, enfilaron hacia la Capital Federal en pos de su objetivo, decidida a acabar con Perón y su régimen.

Para entonces, fuentes gubernamentales habían detectado que algo anormal acontecía y comenzaban a alertar a todas unidades, poniendo en vigencia el plan CONINTES, (Conmoción Interna del Estado) para reprimir cualquier intento sedicioso.

En la Base Aérea de Morón, asiento del Grupo 3 de Caza de la VII Brigada Aérea, su comandante, el comodoro Carlos Alberto Soto, ignoraba que muchos de sus pilotos, algunos de ellos designados para llevar a cabo el desfile de desagravio a la Bandera sobre la ciudad, esperaban el momento oportuno para desertar y plegarse al movimiento. El grupo rebelde estaba encabezado por el mayor Agustín Héctor de la Vega que aguardaba impaciente la llegada del capitán Julio César Cáceres, enlace con los efectivos revolucionarios de la Marina de Guerra.

Soto, completamente ajeno a lo que acontecía, partió en un vuelo de inspección para comprobar personalmente el grado de visibilidad con el que deberían efectuar la pasada los aviones que iban a efectuar el vuelo de desagravio y cuando se hallaba a la altura de la avenida General Paz recibió un llamado urgente, instándolo a regresar inmediatamente.

Una vez en tierra, se le notificó que había entrado en vigencia el plan CONINTES y que corrían rumores de un alzamiento. Al descender del avión se dirigió presurosamente a su despacho y una vez ahí, recibió una comunicación del brigadier Juan Fabri, comandante en jefe de la Fuerza Aérea, notificándole que se prohibía todo vuelo sobre Buenos Aires porque se esperaba un ataque.

Soto quedó perplejo. Acababan de decirle que la Capital Federal iba a ser bombardeada y que debía estar alerta para entrar en acción.


Contralmirante Samuel Toranzo Calderón

Dudando todavía, preguntó si debía proceder a derribar aviones enemigos y mucho se sorprendió cuando el brigadier Fabri le respondió que sí. Turbado aunque sin perder la calma, mandó sonar las alarmas y ordenó alistar cuatro cazas a reacción Gloster Meteor de la brigada para interceptar aeronaves enemigas.



El vicecomodoro Carlos A. Sister parte desde Morón para atacar Ezeiza


El personal de la base se hallaba inmerso en esa actividad cuando se hizo presente el brigadier Mario Emilio Daneri acompañado por otros oficiales. Traía instrucciones de hacerse cargo del Comando Aéreo de Defensa y adoptar todas las medidas para contrarrestar el inminente ataque aéreo a la ciudad. “Ha llegado el momento de demostrar lo que somos capaces de hacer. Confío en la lealtad de todos ustedes hacia las autoridades constituidas y deseo que ahora la pongamos a prueba”, dijo a modo de arenga.




10.30 hs. del 16 de junio de 1955. La Aviación Naval vuela hacia el objetivo


Daneri no había terminado de hablar cuando una nueva llamada del brigadier Fabri confirmó la orden de partir y derribar todo avión que volase sobre Buenos Aires, y sin decir más, cortó. Para entonces, el Aeroparque Metropolitano y el Aeropuerto Internacional de Ezeiza habían sido cerrados y un avión comercial proveniente de Colonia, obligado a regresar.

Mientras se desarrollaban esos acontecimientos, la escuadrilla de ataque, al mando del capitán de fragata Guaita, llegó al centro de la ciudad y comenzó a orbitar sobre el Río de la Plata en espera de que las condiciones climáticas mejorasen.

En su condición de presidente de la Nación y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas el primer mandatario debió haberse hecho cargo personalmente de la represión pero prefirió delegar el mando en el general Lucero y poner su persona a resguardo.

Lucero convocó a los principales jefes militares a una reunión urgente en el Ministerio de Ejército2, de resultas de la cual, dispuso la movilización del histórico Regimiento de Granaderos a Caballo “General San Martín”, que desde 1903 tenía a su cargo la custodia y resguardo del presidente de la Nación y el alistamiento del poderoso Regimiento Motorizado “Buenos Aires” cuya misión sería defender el Edificio Libertador, sede de la dependencia. Al mismo tiempo se puso en estado de alerta a todas las unidades militares, incluyendo bomberos y policía y ordenó el alistamiento de todos los regimientos cercanos a la capital, en defensa del gobierno.

Un pesado clima de tensión se iba adueñando de las dependencias oficiales a medida que pasaban los minutos porque se sabía que aviones hostiles avanzaba hacia la ciudad y que se efectuaban febriles preparativos para plegar al alzamiento a la Escuela de Mecánica de la Armada, lo que tornaba imperioso adoptar todas las medidas para proteger la sede gubernamental.

En el sector de la Casa Rosada que da sobre la calle Rivadavia, se montó una sección de tiro apoyada por dos ametralladoras pesadas a las órdenes del capitán Virgilio di Paolo; una sección similar ocupó posiciones frente a Plaza de Mayo y otra en el sector posterior, cubriendo cualquier intento de avance desde Plaza Colón. Mientras tanto, en las azoteas del palacio gubernamental se instalaron tres piezas de artillería antiaérea al tiempo que el teniente coronel Oscar Goulú establecía su puesto de mando en el histórico Salón de los Acuerdos. Por su parte, el coronel Eduardo D’Onofrio, jefe de la Casa Militar convertido en improvisado jefe de la Agrupación Casa de Gobierno, hacía lo propio en su despacho, todo en medio de gran agitación. El Ejército, mientras tanto, montaba dos piezas de artillería antiaérea en las esquinas de Plaza de Mayo, una frente a la Catedral y otra al Cabildo, al tiempo que se ponían en estado de alerta a los bomberos, la enfermería y la comisaría de la sede gubernamental y se movilizaba al 3º Escuadrón de Granaderos con asiento en Palermo.

Efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo tomaron posiciones en el palacio de gobierno, construido sobre los cimientos del antiguo fuerte que fuera asiento de los virreyes del Río de la Plata y las primeras autoridades patrias portando armas y vistiendo uniformes de combate, mientras sus jefes impartían órdenes a viva voz.

El general Lucero dio muestras de un alto nivel profesional al disponer acertadas medidas defensivas tendientes a contrarrestar el alzamiento.



Av. Paseo Colón. Sector en el que se produjeron los principales combates terrestres. Al fondo el Edificio Libertador, sede del Ministerio de Ejército


A eso de las 12.20 tenía a todas las unidades de Ejército listas para ser movilizadas y al total de las fuerzas leales dispuestas a entrar en operaciones.

Los granaderos apostados en la Casa de Gobierno se hallaban al mando del teniente José María Gutiérrez, su jefe de guardia, quien se ubicó en el primer piso, junto al Salón Blanco, donde se había emplazado otra ametralladora pesada a cargo de un sargento ayudante de apellido Álvarez. Una decena de soldados provistos de rifles Mauser fue apostada sobre Rivadavia, apoyada a su vez por otra pieza similar, calibre 12,7, y en los accesos que daban a la calle Balcarce se desplegó un dispositivo similar, lo mismo en la parte posterior, frente a Paseo Colón, al tiempo que se colocaban más ametralladoras 12,7 en cada ángulo de la terraza, servidas cada una por cuatro soldados al mando de un suboficial.

Algo que ha llamado la atención de estudiosos y analistas es que en ningún momento se le advirtió a la población lo que estaba por suceder. Entre las 8.35 y las 09.00 Perón mantuvo una breve reunión en su despacho con el embajador norteamericano Albert Nuffert y quince minutos después se retiró al cercano Edificio Libertador, la imponente sede del Ministerio de Ejército, sin ordenar las alertas correspondientes, ni adoptar las medidas necesarias para evitar que la gente circulase por las inmediaciones de Plaza de Mayo. No hubo indicaciones de cerrar el tránsito, no se ordenó el desalojo de la Casa de Gobierno y tampoco se hicieron sonar las alarmas para prevenir a la población.

En Buenos Aires la vida siguió su transcurso con total normalidad.

Mientras tanto, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, las fuerzas rebeldes, recibían los primeros DC-3 y DC-4 de la Armada que transportaban infantes de Marina desde la Base Aeronaval de Punta Indio junto al personal necesario para las tareas de tierra (mantenimiento, equipamiento y recarga de combustible).

Los infantes desembarcaron y tomaron posiciones de combate en los edificios mientras los aviones volvían a decolar en busca de más efectivos.

A todo esto, la escuadrilla atacante seguía volando en círculos sobre la ciudad y el río, en espera de que las condiciones climáticas mejorasen. A esa altura, los monoplazas North American, comenzaban a quedarse sin combustible y varios de ellos debieron aterrizar en Ezeiza para reabastecer sus tanques.

El hecho, no pasó inadvertido a los empleados civiles de la estación aérea cuando con estupor, notaron las bombas bajo las alas de los AT-6 y eso movió a varios de ellos intentaron comunicarse con la capital para averiguar que era lo que ocurría pero descubrieron con sorpresa, que las líneas de comunicaciones habían sido cortadas. Sin embargo, según cuenta Ruiz Moreno en su libro, uno de ellos, Eduardo Maidana, logró establecer contacto con el Servicio de Informaciones del Estado y denunció lo que sucedía. Y fue a raíz de esa llamada que se impartió la orden de ametrallar a los aviones rebeldes apostados en el lugar.

Las comunicaciones entre la escuadrilla de ataque y el mando rebelde estaban cortadas, por lo que el capitán Noriega ordenó al teniente de fragata Carlos García, piloto de uno de los AT-6, que aterrizase en Ezeiza para solicitar informes.

El piloto se dirigió directamente hacia el Aeropuerto Internacional y una vez en tierra corrió hasta el puesto del capitán Bassi, quien tenía a cargo la aeroestación, para cumplir la orden. La angustia y la tensión crecían en las filas rebeldes a medida que pasaba el tiempo.

Bassi estableció contacto con el Ministerio de Marina en momentos en que los ánimos comenzaban a caldearse por la falta de comunicación y solicitó instrucciones. La demora se había prolongado excesivamente y el clima no parecía mejorar. La orden que se le dio a García fue la de atacar y aquel partió raudamente para retransmitirla a la escuadrilla. En ese preciso momento, un helicóptero del Ejército se posaba junto a la mole del Edificio Libertador, a solo cuatro cuadras de la base revolucionaria.

El general Perón hacía más de tres horas que había cruzado a la sede del Ejército rodeado por su escolta de granaderos y se hallaba en el 3º piso del gran edificio cuando el mando rebelde ordenó el ataque. A su lado se encontraban los generales Lucero y Sosa Molina, el brigadier San Martín, el vicepresidente de la Nación AlbertoTeissaire y otros funcionarios, civiles y militares, a quienes alrededor de las 12.30 se les unieron los almirantes Ramón Brunnet y Gastón Lestrade.

Los recién llegados expusieron al presidente los pormenores de la situación, confirmando que la Marina se hallaba en estado de rebeldía, que el Plan CONINTES había sido boicoteado y que se intentaba neutralizar la Escuela de Mecánica de la Armada. Mientras el primer mandatario escuchaba el informe, en el Ministerio de Ejérciro se terminaba de montar un importante dispositivo de defensa, en medio de un movimiento febril.

Inesperadamente, pasado el medio día, las condiciones climáticas parecieron mejorar, el plafond ascendió de 200 a400 metros y se abrieron algunos claros entre las nubes. Fue en ese preciso instante que la escuadrilla aeronaval se lanzó al ataque.

-Cumplir el objetivo – se le ordenó al comandante- Se reitera: cumplir el objetivo.

A través de los espacios abiertos que comenzaban a ofrecer las nubes, los aviadores de la Armada pudieron distinguir los principales edificios de la capital, puntos de referencia a tener en cuenta al momento de iniciar las acciones, entre ellos, la Casa de Gobierno, el Ministerio de Ejército, el Ministerio de Marina, el Ministerio de Comunicaciones, la Compañía Argentina de Electricidad con sus chimeneas desprendiendo densas columnas de humo, la Catedral, el Cabildo, la zona del puerto, Plaza de Mayo y avenida Paseo Colón.

Recibida la orden de ataque, el capitán Noriega la retransmitió a las unidades de su escuadrilla e inmediatamente después entró en corrida de lanzamiento:

-Dar cumplimiento al plan “Ministerio de Marina” –comunicó a través de la radio- Abrir compuertas. Listos para arrojar cargas3.
La escuadrilla naval se dividió en dos secciones. La primera, que constituía el grueso de la formación, se dirigió directamente hacia la Casa de Gobierno en tanto la segunda lo hizo hacia objetivos secundarios.


Aviones atacantes

En su corrida de ataque, después de efectuar un pronunciado giro sobre el Río de la Plata y sobrevolar Puerto Nuevo, los bombarderos abrieron las compuertas y se abalanzaron sobre los blancos.

Las bombas del capitán Guaita, fueron las primeras en caer. Una de ellas erró a la Casa Rosada y dio de lleno en un trolebús repleto de pasajeros que estalló envuelto en llamas. La segunda impactó en la sede de gobierno provocando los primeros destrozos en su estructura.

El trolebús se elevó por el aire y volvió a caer, pereciendo sus ocupantes a causa de las esquirlas y la terrible onda expansiva.

Le siguieron, uno tras otro, los cuatro Beechkraft restantes mientras arrojaban sus respectivas cargas explosivas.

Los impactos y los estallidos fueron de tal violencia que los desprevenidos transeúntes que transitaban por Plaza de Mayo y las calles adyacentes, comenzaron a correr desesperadamente en busca de protección. El espectáculo era asombroso. Buenos Aires se convertía en la primera capital del continente en sufrir un bombardeo aéreo de magnitud.

Mientras la gente huía aterrorizada, las baterías antiaéreas abrieron fuego respondiendo el ataque. Para los pilotos resultó espeluznante observar las trazantes pasando a escasos centímetros de sus aparatos y peor aún, cuando las mismas comenzaron a hacer impacto en sus estructuras. El avión de Guaita fue alcanzado en una de sus alas, muy cerca del tanque de aceite y el del teniente Irigoin recibió un impacto que le atravesó la puerta y cortó un tubo de cables que lo dejó incomunicado del resto de la escuadrilla. El disparo estuvo muy cerca de matar al cabo mecánico Francisco Calvi que, como se ha dicho, hacía las veces de asistente.

El capitán Noriega arrojó sus bombas detrás de Guaita. “Deseo suerte para el país”, pensó al accionar la palanca. Una de ellas pasó de largo y dio en el Ministerio de Hacienda, provocando la voladura de puertas y ventanas además de algunos incendios y serios daños en su mampostería; el segundo proyectil pegó en la Casa de Gobierno generando nuevos destrozos. Lo que resultó realmente dramático fue que muchos de los transeúntes se habían refugiado en el mencionado ministerio en momentos que su estructura recibía gran parte del ataque.

Las baterías antiaéreas alcanzaron a varios de los aviones sin producirles daños graves, lo que les permitió, una vez liberados del peso de las bombas, tomar altura y alejarse velozmente hacia Ezeiza a efectos de reponer armamento y combustible.

Detrás de los Beechkraft llegaron los North American AT-6, lanzando sus bombas en picada y remontando vuelo para recomponer su formación por encima de las nubes. Los daños que causaron fueron tremendos. Uno de los proyectiles estalló en el despacho presidencial; otro produjo un enorme agujero en el ángulo noreste del Ministerio de Hacienda, dos más impactaron en la calle, un quinto lo hizo en las escalinatas de acceso que daba a Hipólito Yrigoyen y otro más en las veredas de Paseo Colón, entre Yrigoyen y Alsina. Las bombas habían sido arrojadas desde una altura de 400 metros, cuando estaban preparadas para hacerlo desde 1000, razón por la cual, algunas de ellas no alcanzaron a explotar. De todas maneras, los daños fueron enormes y el costo en vidas, tremendo.

Mientras una gruesa columna de humo se elevaba hacia los cielos desde la Casa de Gobierno, numerosos cadáveres yacían tirados en las calles, todos ellos civiles que en el momento del ataque transitaban por el lugar. Se observaban cuerpos acribillados por las esquirlas y a gran número de heridos lamentándose sobre el pavimento, en muchos casos, horriblemente mutilados. El drama recién comenzaba.

-¡Avance capitán! – le ordenó el contralmirante Toranzo Calderón al capitán Argerich en la planta baja del Ministerio de Marina.
Acompañado por su jefe de operaciones, teniente de navío Carlos Recio, Argerich ganó rápidamente el exterior y subió al jeep que debía encabezar la columna integrada por tres camiones, en los que sus hombres aguardaban expectantes.

La formación tomó por Cangallo y al llegar a Leandro N. Alem, dobló a la izquierda para dirigirse directamente al palacio de gobierno.

A escasos 30 metros de la estatua de Juan de Garay, los vehículos efectuaron un giro de 180º y se detuvieron, con su parte posterior mirando hacia la Casa Rosada.

Ciento cincuenta infantes de Marina saltaron al pavimento y se dividieron en dos secciones, una al mando del teniente Carlos Sommariva y la otra a la de su igual en el rango, Menotti Alejandro Spinelli, apostándose ambas en las posiciones previamente asignadas.

La sección del teniente Sommariva se ubicó en un punto al noreste, muy cerca de donde se habían detenidos los camiones en tanto la de Spinelli, después de cruzar la avenida, hizo lo propio sobre Plaza Colón, frente a la fachada posterior del gran edificio, detrás de la hoy inexistente estación de servicio del Automóvil Club Argentino.

El espectáculo era dantesco. Varias columnas de humo se elevaban hacia el cielo desde diferentes puntos, la gente corría aterrorizada, el trolebús impactado ardía a lo lejos con sus ocupantes carbonizados en su interior y numerosos cadáveres yacían tirados por todas partes, entremezclados con los heridos, gente que agonizaba y vehículos envueltos en llamas.



Una de las bombas impacta cerca de la estatua del Gral. Belgrano. Al fondo el edificio del Banco Nación


Densas columnas se elevan hacia el cielo encapotado desde Av. Paseo Colón. A la derecha, la Casa Rosada

Un transeúnte corre entre cadáveres y escombros


Una esquirla le ha amputado la pierna derecha a esta mujer. Perón no advirtió a la población sobre la inminencia del ataque pese a las tres horas que transcurrieron desde el primer alerta




Víctimas del brutal ataque yacen por doquier

Esta espeluznante fotografía muestra un cuerpo carbonizado entre las ruinas de un edificio

Decenas de cadáveres tapizan las calles

Terrible imagen del trolebús alcanzado por una bomba


Argerich impartió las últimas directivas recalcando que los civiles con brazalete blanco eran amigos y por lo tanto, no había que dispararles.

Lo primero que alcanzó a ver fue la ametralladora emplazada en la ventana lateral de la calle Rivadavia junto a la que se encontraban apostados el teniente de Granaderos José María Gutiérrez y el sargento ayudante Álvarez y con la intención de neutralizarla, levantó su arma y barrió la posición con intermitentes descargas.

Gutiérrez y Álvarez se apartaron a tiempo de la ventana, mientras la cristalería de la habitación estallaba en pedazos. Presa de viva furia regresaron ambos a sus puestos, y después de tomar el arma, el primero descorrió el seguro y el segundo disparó.

Una descarga de balas pasó entre Argerich y el teniente Recio, forzando a los infantes a buscar protección en la Recova de Paseo Colón. Mientras tanto, la Compañía Nº 1, con la sección de ametralladoras del teniente Montiquín, se replegaba en dirección al Ministerio de Marina batida por el nutrido fuego de la Casa Rosada.

Se había perdido el factor sorpresa y por esa razón, el asalto a la sede gubernamental era tarea imposible. De acuerdo a lo planeado, el teniente Sommariva ordenó a su sección emprender la retirada por Paseo Colón, en forma escalonada y con apoyo de las partes, buscando el amparo de los edificios y mientras lo hacían, sus efectivos recibían el aliento de numerosos civiles opositores a Perón que se habían cobijado detrás de automóviles, paredes y columnas.


Capitán de Fragata Juan Carlos Argerich

Quien mantuvo sus posiciones firmemente por no haber recibido la orden de repliegue fue el teniente Spinelli, trabado en intensa lucha con los granaderos que defendían la Casa de Gobierno. Los disparos de metralla y fusilería, los gritos de los combatientes y el ulular de las ambulancias, que desafiaban valerosamente el fuego para evacuar a los heridos, le había impedido escucharla.

Mientras se desarrollaban estas acciones, volaba hacia el centro de la ciudad la escuadrilla de alarma de la VII Brigada Aérea de Morón, integrada por cuatro veloces Gloster Meteor FMk IV impulsados por sus poderosas turbinas Roll Royce, armado cada uno con cuatro cañones Hispano Suizos de 20 mm. Encabezaba la formación su líder, el teniente Juan García, al comando del aparato matrícula I-039, seguido por el primer teniente Mario Olezza en el matrícula I-077, el teniente Osvaldo Rosito en el I-090 y el teniente Ernesto Adradas en el I-063, que partió minutos más tarde porque su motor derecho presentaba problemas de puesta en marcha. Su misión: derribar cualquier aparato rebelde con el que se topasen.



Milicianos y obreros peronistas disparan contra el Ministerio de Marina (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)



Trabajadores peronistas avanzan detrás de un tanque hacia el Ministerio de Marina (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)


Los Gloster Meteor alcanzaron la zona de operaciones y una vez allí, informaron a su base que sobre la Casa de Gobierno no se observaba nada anormal. Pese a ello, confirmaron que permanecerían en el lugar, volando en círculo, en espera del enemigo y que informarían cualquier novedad.

No habían pasado más que unos cuantos minutos cuando el teniente García detectó a lo lejos una formación de dos aviones navales que se alejaba en dirección norte, cosa que se apresuró a comunicar a la torre de Morón.

-Proceda a su derribo – fue la orden que recibió.
García transmitió la directiva a sus hombres y su escuadrilla se escalonó hacia la izquierda lanzándose detrás de los aparatos fugitivos que piloteaban el teniente Máximo Rivero Kelly y el guardiamarina Arnaldo Román.

Los aviadores navales se habían separado del grupo principal por causa de la niebla y venían de sobrevolar los cuarteles del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” sin haberlo atacado porque para entonces, sus unidades había partido hacia la zona de operaciones. Román había escoltado a uno de los Beechkraft y al igual que su compañero, se hallaba escaso de combustible y llevaba todavía sus bombas. Por consiguiente, al momento de ser detectado se aprestaban ambos a aterrizar en el Aeroparque con el indicador de combustible marcando cero.

Los aviadores rebeldes sobrevolaban el espigón del Club de Pescadores, cuando los Gloster Meteor los interceptaron y abrieron fuego. Las descargas pasaron a escasos centímetros de Rivero Kelly, que para evitar ser alcanzado, se elevó hasta los 700 metros y cuando volaba sobre San Isidro se ocultó entre las nubes.

Román, que piloteaba el AT-6 matrícula 3A-23, estaba a punto de aterrizar cuando las trazadoras pasaron debajo de su aparato. Como impulsado por una fuerza interior ajena a su voluntad, intentó una maniobra evasiva virando en ascenso hacia la derecha pero se topó sorpresivamente con el caza I-063 del teniente Ernesto Adradas que abrió fuego sobre él y lo alcanzó de lleno.

La cabina de Román estalló en pedazos hiriendo al piloto en la cabeza, su tanque fue perforado y el ala derecha comenzó a incendiarse.

Al ver que los mandos no le respondían, abandonó todo intento de preservar su aparato y procedió a eyectarse. A 500 metros de altura abrió la cabina, desabrochó el cinturón que lo sujetaba al asiento, se puso de pie e impulsado por el viento, saltó al vacío.


Gloster Meteor de la VII Brigada Aérea

El avión naval se precipitaba hacia el río cuando Román daba una vuelta en el aire y tiraba de la anilla para desplegar su paracaídas. Cayó lentamente sobre las obscuras aguas del Plata con su chaleco salvavidas inflado, a la vista de varios curiosos que se encontraban en la Av. Costanera.

Moviéndose al ritmo de la marejada, se desprendió de todo el equipo que lo estorbaba (casco, paracaídas y correajes), y aligerado de peso, intentó mantenerse a flote, notando que las botas se le estaban llenando de agua. De no haber contado con el salvavidas, seguramente se habría ahogado.

Román alcanzó a distinguir a su avión flotando a lo lejos y luego lo vio desaparecer bajo las aguas, tragado por la corriente. Acababa de protagonizar el primer derribo de una aeronave argentina en combate y había tomado parte en el verdadero bautismo de fuego de la Fuerza Aérea y la Aviación Naval. Sin embargo, el valeroso piloto no tenía tiempo para pensar en esas cosas ya que si bien acababa de salvar milagrosamente su vida, el peligro no había pasado.

Mientras trataba de mantenerse a flote, Román vio a lo lejos una boya que se bamboleaba lentamente y hacia ella comenzó a nadar, sin embargo, a los cinco minutos se percató de que una lancha de la Prefectura Naval avanzaba directamente hacia él.

La embarcación se detuvo a su lado, con varios hombres apuntándole con sus armas, dispuestos a acribillarlo en caso de que hiciese algún movimiento en falso. Lo sacaron del agua y en calidad de prisionero lo condujeron a la Subprefectura del Río de la Plata, sobre la Dársena Norte, donde quedó detenido e incomunicado.




La lucha ha cesado. Esta antigua fotografía muestra algunos de los daños en las azoteas de la Casa Rosada. Al fondo el palacio del Ministerio de Comunicaciones. A la derecha el Ministerio de Marina. Detrás, el sector portuario

Otra vista de las azoteas de la Casa de Gobierno


Ciudadanos junto a varios cadáveres a poco de finalizadas las acciones

Vehículos destrozados sobre Av. Paseo Colón


Edificios en ruinas sobre Paseo Colón

Otra vista de los daños sobre Av. Paseo Colón

Frente acribillado del Ministerio de Economía y Hacienda

Daños en la Casa Rosada

Estado en que quedó el interior de la Casa Rosada

Más daños en el exterior


Mientras tanto, la escuadrilla leal, al mando del primer teniente García, efectuó una nueva pasada sobre la zona de operaciones y al no divisar aviones enemigos, dio por concluida su misión regresando a Morón en formación de rombo.

Los Gloster Meteor tocaron pista a las 13.30, casi en el mismo momento en que el teniente de corbeta Máximo Rivero Kelly sobrevolaba la zona en dirección al Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

A poco de que los pilotos leales echaran pie a tierra e informaran a sus superiores los detalles de su misión, la VII Brigada Aérea recibió órdenes de atacar Ezeiza. Impartida la directiva, el vicecomodoro Carlos Alberto Síster, leal piloto peronista, comandante del Primer Escuadrón, se ofreció para encabezar la operación.

Síster procedió a colocarse el traje de combate y cuando estuvo listo, abordó el aparato matrícula I-352, desde cuya cabina solicitó instrucciones a la torre. Las mismas llegaron casi al instante, claras y concisas: “Diríjase a Ezeiza y ametralle aviones en tierra. Pasar a máxima velocidad dado que existen piezas de artillería en el sector”.

El vicecomodoro partió solo porque en el momento de decolar, su numeral sufrió un desperfecto en una de sus turbinas que lo obligó a permanecer en tierra. En momentos en que daba máxima potencia a sus turbinas y se aprestaba a iniciar el carreteo, pasó sobre la brigada la aeronave del teniente Rivero Kelly en dirección al Aeropuerto Internacional.

Aquello generó cierta confusión ya que los efectivos rebeldes de la Aeronáutica encabezados por el comandante Agustín de la Vega, habían convenido con las autoridades de la Armada que el paso de un avión naval iba a ser la señal de que el alzamiento estaba en marcha y que debían proceder a apoderarse de la unidad. Sin proponérselo, Rivero Kelly había hecho creer a los conjurados que el plan se estaba desarrollando de acuerdo a lo planificado y en su defecto, procedieron a copar la unidad.

De La Vega contaba solamente con el apoyo de su ayudante, Eduardo Wilkinson, pero cuando anunció que la base estaba tomada, siete de sus oficiales, de conocidas tendencias antiperonistas, se le plegaron inmediatamente, lo mismo el odontólogo de la guarnición, armado con una pistola.

Empuñando fusiles ametralladora, De La Vega y su gente redujeron a dieciocho suboficiales del escuadrón, encerrándolos en un hangar próximo al edificio del destacamento. Acto seguido, reunieron a un total de 180 soldados conscriptos y al frente de los mismos se encaminaron al edificio principal, al que llegaron en momentos en que Síster remontaba vuelo. El resto de los pilotos se encontraban en sus aviones, listos para entrar en acción cuando los insurrectos se hiciesen presentes.

El brigadier Mario Emilio Daneri, el comodoro Soto, comandante de la brigada y el jefe del Grupo 3 de Caza, vicecomodoro Orlando Pérez Laborda, fueron reducidos. Soto intentó enfrentar a los rebeldes pero De La Vega, apuntándole con su pistola, le ordenó que se quedase quieto. Inmediatamente después, les mandó arrojar las armas, levantar las manos y caminar hacia la sala de pilotos donde, finalmente, fueron encerrados.

Los capitanes Carlos Enrique Carús y Orlando Arrechea procedieron a detener a los pilotos que aguardaban órdenes en sus aviones, conduciéndolos a punta de pistola hasta la misma sala en la que habían sido recluidos sus superiores. De ese modo, quedaron dueños de la situación, con la VII Brigada en su poder.

Mientras esto acontecía en Morón, el vicecomodoro Síster volaba hacia Ezeiza, la denominada “Base Roja” de los rebeldes, decidido a cumplir su misión. Con los edificios de la estación aérea recortándose en el horizonte, el decidido piloto peronista comenzó a descender al tiempo que efectuaba el control de su tablero y ajustaba el dispositivo de ataque, apuntando a las unidades que se hallaban sobre la pista principal.

Bassi y los recién aterrizados Noriega y Sánchez Sabarots, lo vieron descolgarse de las nubes y dirigirse directamente hacia ellos mientras abría fuego con sus cañones.

El personal de la base se dispersó velozmente en busca de refugio mientras las balas repicaban sobre el asfalto y rebotaban en distintas direcciones. Los tres jefes corrieron hacia una zanja cercana para arrojarse en su interior en momentos en que Síster alcanzaba al AT-6 de Rivero Kelly.

Síster se elevó y al mirar hacia abajo identificó a muchos de los aviones que habían participado en el ataque a la Casade Gobierno, es decir, los doce North American, y uno de los bimotores Beechkraft, detenidos junto a dos transportes y un Catalina

El aviador enfiló nuevamente hacia ellos disparando decididamente sobre los monomotores, sin lograr alcanzarlos por la mala visibilidad. Aún así, acribilló la estructura del Beechkraft matrícula 3B-11, dejándolo fuera de combate.

Durante el ataque, alcanzó a un avión de pasajeros de la aerolínea comercial escandinava SAS y a otro de Aerolíneas Argentinas que se hallaban cerca, generando el consabido pánico y preocupación entre el pasaje y la tripulación.

Personal militar y civil corría en busca de protección cuando los disparos de Sister acribillaron las plataformas. El avión de SAS, que esa misma mañana debía regresar a Suecia, recibió seis impactos de cañón en el fuselaje y el de Aerolíneas Argentinas entre dos y tres.

A bordo del Catalina, el guardiamarina Osvaldo Pedroni respondió el fuego, disparando con una de las ametralladoras traseras y desde la zanja en la que se había puesto a cubierto, el capitán Sánchez Sabarots, movido más por sus instintos que por la razón, se puso de pie con su pistola en la mano y vació el cargador, sin ningún resultado.

Durante su tercera pasada, los cañones de Síster se trabaron, razón por la cual, el bravo aviador viró de regreso a su base, aterrizando sin inconvenientes quince minutos después. Grande fue su sorpresa cuando vio desde su cabina al capitán Carlos E. Carús que se acercaba apuntándole con su pistola. Fue obligado a descender, a colocar las manos sobre y cabeza y caminar hacia a la sala de pilotos donde fue alojado junto al resto de los prisioneros.

A todo esto, en el Ministerio de Guerra, el general Perón, visiblemente nervioso, había delegado el mando completamente en el general Lucero y se mantenía al margen, en espera de los acontecimientos.

Lucero había dispuesto defender el Ministerio y la vida del primer mandatario emplazando ametralladoras pesadas en las ventanas del edificio y reforzando su defensa con cuadros y unidades del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”.

Desde esas posiciones, ordenó abrir fuego contra las tropas de Infantería ubicadas frente a la Casa de Gobierno, batiendo la zona sobre la que aquellas se hallaban desplegadas. Al mismo tiempo, ordenó a determinadas unidades militares controlar puntos considerados sospechosos como la Base Aérea de El Palomar y la Escuela de Mecánica dela Armada, despachando hacia esta última al general José Domingo Molina, comandante en jefe del Ejército, quien instaló su puesto de mando en dependencias de la I División Motorizada, en los cuarteles de Palermo, de la que dependían los Regimientos 1, 2 y 3 de Infantería a las órdenes del general Ernesto Fatigatti.

Quien avanzaba directamente a la batalla sin saber lo que realmente estaba ocurriendo era el capitán Marcelo Amavet, jefe del 3er. Escuadrón del Regimiento Escolta Presidencial quien, al frente de su columna, había partido desde Palermo antes comenzar el bombardeo, desconociendo la gravedad de la situación.

Amavet tomó el camino acostumbrado en tiempos de paz, es decir Av. Libertador (antes Alvear) y luego Leandro N. Alem, para enfilar directamente hacia el palacio de gobierno con sus vehículos, un ómnibus y dos camiones, atestados de conscriptos.


General Franklin Lucero

Por su parte, la sección del Batallón de Infantería de Marina 4 al mando del teniente Menotti Alejandro Spinelli, seguía combatiendo aferrada a sus posiciones, entre la estación de servicio del Automóvil Club Argentino y Plaza Colón, mientras era duramente hostigada por los granaderos desde la Casa de Gobierno y las fuerzas apostadas en el Edificio Libertador.

Spinelli, que disparaba desde la plaza junto al guardiamarina Antonio Pozzi, ordenó a sus efectivos más próximos tirar a las llantas de los pocos automóviles que intentaban desesperadamente retirarse de la zona a efectos de obtener mayor cobertura. Ignorante del repliegue del capitán Argerich, dispuso enviar al cabo principal Juan Carlos López para solicitar instrucciones, casi en el preciso instante en que una mujer atravesaba el lugar a todo correr, llorando y gritando aterrorizada, con el rostro cubierto de sangre.

El tiempo transcurría desesperantemente lento y como el cabo López no llegaba, Spinelli ordenó a sus hombres desplazarse hacia la retaguardia para ponerlos a cubierto de las ametralladoras que disparaban sin parar desde la Casa Rosada.Para ello llamó al conscripto Menafra, y le ordenó que partiera en pos de las instrucciones que López no traía.

Menafra hecho a correr velozmente en cumplimiento de la directiva pero a los pocos metros cayó gravemente herido, alcanzado por los disparos.

Mientras las balas repicaban en torno al conscripto, que a causa del intenso dolor se revolcaba sobre el pavimento, llegó al sector el Regimiento Escolta, que colocó a sus vehículos en la línea de fuego de los infantes de Marina.

Al ver que la columna se iba a detener bajo la explanada lateral de Rivadavia y Paseo Colón (el lugar donde habitualmente se apeaba la tropa), Spinelli comprendió que aquellos refuerzos constituían una sentencia de muerte para su pelotón y por esa razón, ordenó abrir fuego.

Sobre la columna motorizada se abatió una lluvia de plomo que se cobró la vida de varios hombres. Uno de los disparos dio de lleno en la cabeza del conscripto Rafael Inchausti, chofer del ómnibus, matándolo instantáneamente, e hirió a sus compañeros.

Con el soldado muerto al volante, el camión siguió avanzando muy lentamente hacia el centro de la calle, mientras seguía recibiendo impactos sobre su estructura. Los tiradores de la Marina también abatieron a los otros dos choferes, conscriptos Ramón Cárdenas y Oscar Dresich, casi en el mismo instante en que el primer camión comenzaba a incendiarse.

A bordo de los vehículos, todo era caos y confusión y si no murieron más soldados fue por la férrea cobertura que les brindaron los defensores de la Casa de Gobierno. El combate entonces se tornó furioso, aumentando el número de heridos de uno y otro bando, en especial, a bordo del ómnibus y los camiones.

Los granaderos saltaron fuera y mientras algunos buscaban cobertura detrás de ellas, el resto corrió hacia el palacio de gobierno, con las balas repicando a su alrededor.

El oficial Mario Davico se detuvo junto a una de las palmeras de la entrada de Rivadavia, justo al lado de una de las bombas sin explotar que la Aviación Naval había arrojado minutos antes y ahí se quedó inmóvil. Desde el edificio, sus compañeros, lo apuraron para que ingresara porque, al atraer el fuego sobre sí, era probable que una de las balas hiciera detonar el artefacto.

Mientras tanto, el combate arreciaba con los infantes de Marina, que aún se aferraban a sus posiciones, devolviendo el fuego con determinación, aún cuando comprendían que el asalto a la sede gubernamental era imposible y que todo contacto con su jefe, el capitán Argerich, se había cortado.

Los jefes del Regimiento de Granaderos a Caballo pensando que no se repetirían los ataques aéreos, decidieron bajar una de las ametralladoras pesadas para emplazarla en el sector de la explanada en tanto, desde su posición, el teniente primero Carlos Mulhall ordenaba evacuar a los soldados heridos.

Así estaban las cosas cuando repentinamente, dos bimotores Beechkraft aparecieron volando bajo desde el oeste.

Al verlos venir, los efectivos apostados en las azoteas de la Casa de Gobierno abrieron fuego mientras en el interior sus ocupantes se ponían a cubierto.

Spinelli sintió alivio cuando vio a los bombarderos pero se sobresaltó cuando aquellos soltaron sus bombas pues le pareció que las mismas iban a dar justo en su posición. Se cubrió la cabeza, cerró fuertemente los ojos y esperó, pero los proyectiles cayeron en el palacio de gobierno provocando nuevos incendios y destrozos.

Fue en ese momento que el oficial de Marina decidió retirar a su compañía, bastante castigada por el fuego enemigo y en ese sentido, impartió directivas precisas.

Para entonces, los comandos civiles encabezados por el teniente de Navío (RE) Siro de Martini, habían copado las instalaciones de Radio Mitre, en Arenales 1925 y después de reducir al personal a punta de pistola, obligaron al locutor Alberto Palazón a dar lectura a la proclama revolucionaria. Su texto era el siguiente:

¡Argentinos, argentinos! ¡Escuchad este anuncio del Cielo, volcado por fin sobre la tierra argentina: el tirano ha muerto! Nuestra Patria desde hoy es libre: Dios sea loado. Fuerzas Armadas de la Nación con la solidaridad de sectores civiles representativos de la orientación democrática argentina, inspiradas por los ideales que desde Mayo iluminaron nuestra nacionalidad, se rebelan en este momento contra la tiranía, para restablecer la vigencia de la moral pública, sancionar a los responsables, restituir la justicia y devolver al pueblo el esencial instrumento de sus libertades. Afrontan esta decisión suprema ante la comprobación de que se estaba en camino de destruir espiritualmente el país, por obra de una corrupción desenfrenada; y se determinan a hacerlo con urgencia temeraria por el convencimiento de que el pueblo ha perdido la posibilidad jurídica de formar, expresar y defender su voluntad espontánea!4

Pero Perón no había muerto ni mucho menos, sino que desde el 5º piso del Edificio Libertador, seguía expectante el desarrollo de los acontecimientos.

La lectura de la proclama fue respondida por otra de la CGT, emitida por su secretario general, Héctor Hugo Di Pietro a través de diversas frecuencias. La misma decía:

¡Compañeros! El martes la CGT dio una consigna: ¡Alerta! Ha llegado el momento de cumplirla. Todos los trabajadores de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires deben concentrarse inmediatamente en los alrededores de la CGT, Independencia y Azopardo. Todos los medios de movilidad deben tomarse, a las buenas o a las malas. ¡Compañeros!: en los alrededores les darán instrucciones. ¡La Confederación General del Trabajo los llama para defender a nuestro líder! Concéntrense inmediatamente sin violencia5.

Y el pueblo no se hizo esperar. La multitud trabajadora, enardecida por sus dirigentes, abordó distintos medios y se encaminó a los lugares indicados dispuesta a luchar. En el camino asaltó varias armerías, entre ellas la tradicional Casa “Razetti”, apoderándose de fusiles, revólveres, pistolas y cuchillos y después de destrozar las empalizadas de madera de varios edificios en construcción, se proveyó de garrotes y objetos de hierro.


Alberto Palazón, Locutor de Radio Mitre

La turba llegó a la zona de combate procedente de todos los rincones de la capital, las localidades suburbanas e incluso de la ciudad de La Plata, a bordo de camiones, ómnibus, automotores, trenes y todos los medios de transporte que se pudieron requisar para su traslado, muchos de ellos puestos a disposición por la Fundación Eva Perón.

Hubo escenas realmente increíbles, cuando decenas de obreros y empleados cruzaban las calles en medio de la infernal balacera y se ponían a cubierto en los edificios adyacentes para avanzar en grupos y ocupar posiciones inmediatas a la Casa de Gobierno. En los momentos de mayor peligro se vio a más gente correr por Paseo Colón y también a despavoridos transeúntes que atrapados por el tiroteo intentaban protegerse lo mejor que podían.

La irresponsable convocatoria de la CGT y su demencial incentivo de la turba fue la causa de tantas víctimas civiles.

Con el ruido de los disparos como música de fondo, los trabajadores vitoreaban a Perón mostrando una voluntad irreductible de pelear hasta las últimas consecuencias. Al mismo tiempo, la Alianza Libertadora Nacionalista, la temible fuerza de choque peronista dirigida por Guillermo Patricio Kelly instaba a la población desde su sede en Av. Corrientes y San Martín, a armarse en defensa de Perón. Sus militantes proveyeron de armas a numerosos civiles, enviándolos inmediatamente a la zona de combate con la expresa indicación de morir en defensa de su líder. Se trataba de unos 200 o 300 fanáticos, muchos de ellos temibles ustachas de Ante Pavelic, identificados con el brazalete del águila y la sigla de la agrupación, impartían directivas a viva voz ostentando fusiles, pistolas y ametralladoras.

La agrupación hizo llegar un camión hasta la puerta de su sede y después de llenarlo de milicianos y obreros armados, lo condujo hacia el frente de lucha, escoltado por varios automotores y seguido por grupos a pie que corrían detrás, vociferando consignas a favor de Perón.

Al llegar a Paseo Colón, los aliancistas ordenaron a los ocupantes del camión echar pie a tierra y animándolos con gritos de guerra y muerte, los impulsaron a ponerse en marcha, cosa que hicieron con gran determinación.

-¡¡Compañeros de la Alianza, ataquemos el Ministerio!!

Mientras militantes y obreros se encaminaban hacia la sede rebelde, en las arcadas del Cabildo un segundo grupo aliancista instaba a otro importante número de trabajadores a dirigirse a la CGT para proveerse de armas. La improvisada tropa abordó dos camiones y al grito de “¡Perón o muerte. La vida por Perón!”, partió a toda velocidad, seguido por gente a pie.

En esos momentos, la sede de la Armada iniciaba aprestos para su defensa dado que un asalto a la posición se tornaba inminente. Se sabía en esos momentos que unidades del Ejército, especialmente las del Regimiento 3 de Infantería, convergían sobre el centro de la capital en defensa de Perón y era necesario sumar su concurso.

El regimiento, poderosa unidad de combate con asiento en La Tablada, había sido puesto en alerta la noche anterior y a las 12.30 del 16, recibió la orden de alistamiento. Poco después de producido el bombardeo inició la marcha sobre el epicentro de la ciudad dividiéndose en dos columnas provistas de cañones Oerlikon. La primera al mando del mayor Juan Carlos Vita, tomó por Av. Crovara en dirección a Plaza de Mayo dispuesta a sumarse a la defensa de la Casa de Gobierno y la segunda hizo lo propio hacia el Aeropuerto Internacional de Ezeiza con la misión de apoderarse de la que, hasta ese momento, era uno de los más importantes focos de la rebelión.

La sección del mayor Vita cruzaba Av. San Martín, a escasas cuadras de la Av. General Paz cuando tres aviones navales se abalanzaron sobre ella ametrallándola y bombardeándola. La incursión provocó la muerte de tres conscriptos (uno de ellos el soldado clase 34 Rubén Criscuolo) y heridas a varios de sus compañeros. Las esquirlas mataron también a un anciano que quedó tirado sobre el asfalto, en la esquina de Crovara y San Martín, una de las tantas bajas que no se contabilizaron esa jornada.

El regimiento detuvo su marcha y apuntando sus piezas antiaéreas repelió la agresión, alcanzando a uno de los aparatos y obligando los otros dos a retirarse mientras los transeúntes huían despavoridos del sector.

A las 14.00 la sección llegó a Plaza de Mayo dividida en dos columnas. La primera, encabezada por el mayor Vita, se adelantó para reconocer el área justo cuando la sede del gobierno era atacada por el pelotón del teniente Spinelli y la segunda se detuvo en espera de instrucciones.

En esos momentos, el teniente primero Mulhall tenía a su cargo dos de las tres ametralladoras pesadas que se habían montado en las azoteas de la Casa de Gobierno, ya que la tercera se había trabado y se hallaba fuera de servicio. Carente de municiones, le ordenó a uno de los soldados que se hallaban junto a él ir en busca de una nueva provisión mientras continuaba batiendo al enemigo.

El granadero y un compañero partieron presurosamente y regresaron enseguida con varias cajas y bandas de balas. Mulhall les pidió que las acomodaran y que después se retiraran y en eso se hallaban los dos conscriptos enfrascados cuando repentinamente el soldado Víctor Enrique Navarro cayó boca abajo, víctima de un disparo en la cabeza. Francotiradores civiles ubicados en las azoteas del Banco Nación y las ventanas del Ministerio de Asuntos Técnicos (Leandro N. Alem y 25 de Mayo), habían abatido al conscripto.

Indignado, Mulhall apuntó hacia los techos de la entidad bancaria y disparó varias ráfagas barriendo la posición mientras piezas de 20 y 40 mm del recientemente llegado Regimiento 3 de Infantería, hacían lo propio sobre el mencionado ministerio.

La de Navarro fue una de las tantas muertes inútiles que se produjeron aquel día. Mulhall, apenado, cubrió al conscripto con una capa y allí se quedó esperando junto al cadáver, el desarrollo de nuevos hechos.

Tal era la capacidad de fuego y combatividad de la gente de Spinelli, que los jefes que defendían la Casa de Gobierno, Guillermo Gutiérrez y Ernesto D’Onofrio, solicitaron a su regimiento nuevos refuerzos.

Recibida la información, los granaderos alistaron tropas y alrededor de las 14.00 partieron de Palermo, al mando del teniente primero Roberto D’Amico. Llevaban consigo tres tanques Sherman, dos vehículos semioruga “Carrier”, dotados de ametralladoras pesadas y varios camiones y ómnibus cargados de conscriptos que presas del entusiasmo y mucha inconsciencia, deseaban fervorosamente entrar en acción.

Al transponer los portones de la unidad, los efectivos que debían permanecer en el lugar custodiando las instalaciones, saludaron su salida lanzando vítores y vivas a Perón junto a un grupo de civiles que se había acercado en busca de información.



Efectivos del Regimiento de Granaderos a Caballo que tomaron parte en la defensa de la Casa de Gobierno (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55) 

Finalizada la lucha, un grupo de Granaderos posa junto a un tanque del Regimiento Motorizado Buenos Aires (Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55)

Defensores de la Casa de Gobierno después de los combates


La columna tomó por avenida Cabildo, siguiendo por luego por Santa Fe después de dejar atrás Puente Pacífico, Plaza Italia y el Jardín Botánico. Al llegar a Callao dobló a la derecha y tomando por Corrientes, alcanzó Diagonal Norte, pasando junto al obelisco. Continuando por Av. Diagonal Norte, dejó a su derecha el histórico Cabildo e inmediatamente después desembocó en Plaza de Mayo para seguir por Rivadavia en medio de intensos disparos de metralla.

La unidad motorizada se detuvo junto a la puerta principal del palacio de gobierno permitiendo que los fusileros del 2º Escuadrón ingresasen en su interior y tomasen posiciones. Inmediatamente después, D’Amico, impartió una serie de instrucciones e inició el avance sobre las posiciones del teniente Spinelli.

Los infantes de Marina se batían con un valor inusitado, impactando con sus ráfagas las estructuras metálicas de los blindados que se les iban encima. Sus balas rebotaban peligrosamente sobre sus estructuras y salían despedidas amenazadoramente en distintas direcciones, poniendo en peligro a los cuadros militares y a los milicianos peronistas que e encontraban en los alrededores.

Con D’Amico sacando medio cuerpo fuera de la torreta de su tanque y accionando la ametralladora, la columna se puso en movimiento en tanto el Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, hacía lo propio desde el Ministerio de Ejército al mando del teniente coronel Marcos Ignacio Calmón.

Calmón dividió su fuerza en tres secciones, tomando ubicación en la del centro. La idea era envolver al enemigo en un movimiento de pinzas y penetrar por el medio a modo de ariete. La columna Nº 1 debería enfrentar a los infantes de Marina; la segunda, avanzaría por el sector inmediato al puerto y la tercera haría otro tanto siguiendo las vías férreas que unían las dársenas con la estación Retiro.

Cuando los tanques echaron a andar, numerosos civiles se pegaron a ellos correr detrás, algunos dispuestos a pelear y otros decididos a ayudar a los soldados, ya fuera alcanzándoles municiones, agua para las ametralladoras e inlcuso hacer las veces de enlaces.

La situación con los civiles comenzó a descontrolarse ya que, en su afán por tomar parte en la pelea y defender a Perón, comenzaron a dificultar los movimientos de las fuerzas de represión. Muchos de ellos cayeron acribillados por los infantes y otros resultaron heridos, siendo necesaria su evacuación.

En torno a la CGT y otros puntos inmediatos a la Casa de Gobierno llegaron a congregarse más de 50.000 trabajadores deseosos de intervenir en la lucha, una cifra realmente preocupante si tomamos en cuenta la magnitud de los combates que se estaban desarrollando en torno a la Casa de Gobiernoi, únicos por sus características, en la historia de América. Cuando Perón desde el Ministerio de Ejército supo lo que ocurría, envió a su sobrino, el mayor Ignacio Cialcetta, con la orden de impartir la directiva de que debía controlarse la situación y despejar inmediatamente el sector.

Cialcetta corrió hacia la salida y ganó el exterior, donde miles de obreros aguardaban novedades.

-¡Todo el mundo a la CGT –gritó a viva voz- Despejen el área!
En esos momentos, camiones del Correo y un jeep de la Alianza Libertadora Nacionalista repartían armas entre los civiles tornando insostenible la situación. Cuando Cialcetta llegó a la central obrera y dio cuenta de que el Ejército tenía el control, la masa de trabajadores, enfervorizada, se lanzó a las calles para unirse a la columna de tanques que en esos momentos avanzaba sobre los marinos, siendo exacta la afirmación de Ruiz Moreno, de que la arenga del sobrino de Perón terminó por producir un efecto inverso al esperado.

La situación imperante aumentó la preocupación de las autoridades rebeldes que desde el Ministerio de Marina seguían atentamente el desarrollo de los acontecimientos. Por esa razón la orden del titular del arma, almirante Aníbal Olivieri, fue terminante. Los aviones navales debían continuar los ataques agregando a la Casa de Gobierno dos nuevos objetivos: la CGT y Radio del Estado.

Toranzo Calderón, Gargiulo y los altos oficiales apoyaron la decisión pero la orden, si bien fue impartida, no llegó a ser recibida.

Mientras las fuerzas leales avanzaban, el Ministerio de Marina organizaba su defensa, apostando en los pisos bajos treinta tiradores asistidos por el doble de conscriptos.

Las tropas peronistas comenzaron a presionar con fuerza sobre las posiciones del teniente Spinelli, tanto desde la Casa de Gobierno como del Ministerio de Ejército por lo que, tras un rápido análisis de la situación, viendo que sus hombres se hallaban dispersos y varios otros gravemente heridos, el bravo oficial dispuso el repliegue, ordenando fuego intenso a efectos de forzar al enemigo a buscar protección.

El mismo Spinelli dio el ejemplo al incorporarse y arrojar hacia la Casa de Gobierno una granada que hirió gravemente al capitán Marcelo Amavet y al subteniente Camilo Gay al explotar.

Los infantes de Marina se incorporaron y los que rodeaban a Spinelli procedieron a cargar al guardiamarina Pozzi para llevarlo a la rastra hasta la estación de servicio del Automóvil Club. En esos momentos, una turba de civiles armados, portando una bandera y dando vivas a Perón, comenzó a acercárseles amenazadoramente, blandiendo sus armas. Spinelli y sus hombres les apuntaron y descargaron sobre ellos varias ráfagas de metralla provocando la muerte de algunos de ellos y serias heridas a la mayoría. Los que no fueron alcanzados se dispersaron a toda prisa, buscando desesperadamente protección.

Tiroteada desde varios sectores, la 2ª Sección del teniente Spinelli llegó al edificio de la estación de servicio, comprobando que desde la zona de diques, en el puerto, la Prefectura Naval también les disparaba.

Haciéndoles señas con el brazo derecho, le gritó a sus hombres que apurasen el paso al tiempo que intentaba cubrirlos con su ametralladora automática. Según cuenta Ruiz Moreno, los vidrios y faroles de la estación de servicio estallaron hechos añicos mientras la chicharra de un trolebús abandonado a pocos metros, tornaba la escena todavía más irreal.

Pese a la retirada y al apoyo que los soldados se daban entre sí, varios de los infantes se desprendieron del grupo principal y al quedar aislados, cayeron prisioneros, recibiendo en algunas ocasiones fuertes golpizas por parte de los enardecidos civiles. Un conscripto de apellido Jovanovich, al verse perdido, fingió estar gravemente herido y se arrojó al suelo. Una vez en la ambulancia en la que era evacuado, se incorporó, colocó su pistola en la cabeza del conductor y lo obligó a llevarlo hasta el Arsenal Naval.

En su repliegue, los infantes de Marina sufrieron numerosas bajas, entre ellas las del mayor Galileo Battilana, los infantes Carlos Fernández, Antonio Massafra, Norberto Di Tomaso y Carlos Garofalo y el conscripto Abel Lerner.

Massafra, gravemente herido en las piernas, llegó al Ministerio de Marina por sus propios medios y Garofalo, alcanzado cuando disparaba cuerpo a tierra desde un cantero, fue recogido por un enfermero que lo llevó en auto hasta el mismo lugar.

Desde la estación de servicio del Automóvil Club, varios civiles ajenos al combate se mantenían a cubierto, mientras los infantes de marina seguían disparando con determinación y sus heridos eran asistidos por los empleados del lugar.

Spinelli comprendió que debía retirarse ya que, al quedar rodeado por fuerzas enemigas, su situación se tornaba insostenible. Impartidas algunas directivas, sus hombres iniciaron un repliegue escalonado en dirección al Ministerio de Marina en el preciso momento en que las tropas del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” que comandaba el capitán Elicagaray, los perseguían.

Las fuerzas leales intentaban despejar la estación de servicio, defendida valerosamente por el pelotón que encabezaba el cabo segundo Roberto Vivas y los civiles continuaban avanzando en gran número, entremezclados con las tropas leales o en grupos dispersos, muchos de los cuales cayeron abatidos al cruzar la línea de fuego o cuando corrían hacia el enemigo. Lo peor, según cuenta Ruiz Moreno, era que desde las localidades del Gran Buenos Aires seguían llegando obreros armados (el grupo más importante, el de las Cervecerías Quilmes) y que varios camiones avanzaban por Avenida de Mayo con gente apiñada en la caja, que vociferaba consignas partidarias al régimen. Convergían todos sobre el Ministerio de Ejército y la CGT, solicitando armamento y al no obtenerlo, se proveían de lo que podían, es decir, palos, fierros y cadenas, lanzándose valerosa y temerariamente al combate.


Ministerio de Marina

La infantería de Marina continuaba su retirada en medio del feroz tiroteo, cubriéndose detrás de automóviles y cuanto obstáculo les sirviese para contener la lluvia de balas cuando Spinelli corría junto al cabo Silvero y el conscripto Cofman, notó que tres obreros armados los perseguían. Estaba a punto de voltearse para dispararles cuando varias ráfagas provenientes del Ministerio de Marina abatieron a sus perseguidores. En otro sector, otros dos civiles que portaban pistolas 45 (posiblemente miembros de la Alianza Libertadora Nacionalista), seguían los pasos de un dragoneante al que le estaban por disparar cuando el soldado Marcos Robledo abatió a uno y forzó al otro a escapar velozmente.

Otro efectivo que retrocedía perseguido de cerca por la turba se dio vuelta repentinamente y enfrentándola, le disparó varias ráfagas abatiendo a buen número de obreros mientras el grueso se dispersaba.

La que se iba tornando desesperante era la situación del valeroso suboficial Vivas que desde la estación de servicio del Automóvil Club seguía cubriendo la retirada de sus compañeros. Lo acompañaban tres hombres que disparaban sin cesar mientras el malherido guardiamarina Pozzi yacía a cubierto en el suelo.

Los cinco efectivos ya se daban por perdidos cuando, inesperadamente, llegó a gran velocidad un automóvil negro que venía haciendo zig-zags conducido por el conscripto Pedro Lodeiro.

El vehículo se detuvo junto al edificio de la estación y desde el interior, su conductor les indicó a los gritos que subiesen. Los cuatro combatientes corrieron desesperadamente y una vez dentro partieron a gran velocidad haciendo sonar los neumáticos sobre el pavimento.

Lodeiro dejó a sus “pasajeros” en el Ministerio de Marina y regresó por Pozzi, acompañado por el guardiamarina Juan A. Dover, integrante de la 1ª Compañía del Batallón 4.

El automóvil se desplazaba velozmente por la calle Sarmiento mientras los disparos repiqueteaban a su alrededor. El conductor intentaba colocar el vehículo de culata, mirando hacia la base rebelde cuando dos impactos de bala perforaron su parabrisas, sin que ninguno de los ocupantes se diera cuenta.

El guardiamarina Dover descendió a toda prisa y corrió hasta el edificio comprobando con asombro, que Pozzi no estaba. Ninguno de los civiles que se cubrían allí (los empleados del Automóvil Club, varios transeúntes, una aterrorizada pareja de ancianos y una enfermera en estado de crisis), supo decirle que había sido de él, ni siquiera los dos únicos militares que quedaban en el lugar, un soldado del Ejército y un infante de Marina rezagado, el conscripto Luis Croce, que creía haber visto cuando lo evacuaban en automóvil hacia el Ministerio, y nada más.

Para entonces la situación rebelde era crítica. Los tanques del Ejército avanzaban seguidos por tropas y milicianos; la Infantería de Marina cedía terreno y su sede amenazaba con quedar sitiada.

Muchos de los infantes que se habían desprendido del grupo principal durante la retirada, cayeron prisioneros, como se ha dicho; otros después de cambiar sus uniformes por ropa de trabajo en el Automóvil Club, se desplazaban disimulados entre la turba y varios otros habían sido evacuados por las ambulancias. Por su parte, los comandos civiles que tiroteaban a las tropas leales desde las azoteas del Ministerio de Asuntos Técnicos, comenzaron a recibir fuego y eso terminó por neutralizarlos.

Con la intención de detenerlos, el subteniente de granaderos Rodolfo Ríos, corrió pistola en mano hacia la dependencia gubernamental e ingresó por la entrada de 25 de Mayo seguido por varios civiles dispuestos a todo, incluso, a hacer justicia por sus propias manos. Sin embargo, al llegar a los techos, comprobó que los comandos habían desaparecido, igual que el grupo apostado en el Banco Nación.

En el fragor del combate, los tanques del Ejército siguieron su avance hacia el Ministerio de Marina con su comandante, el teniente primero Roberto D’Amico, disparando la ametralladora desde la torreta del primero. Lo asistía el sargento Alvaro Doffi guiando al conductor porque un disparo muy certero le había destruido el periscopio dejándolo sin visión. Desde el blindado que avanzaba detrás, el sargento Lorenzo Ordiz también accionaba su ametralladora con medio cuerpo fuera de la escotilla y en uno de los semioruga, el sargento José María Díaz hacía lo propio con su arma, de pie, para apuntar mejor. Sin embargo, varios de aquellos oficiales resultaron heridos, entre ellos el sargento Humberto Pedro Raponi, a cargo del oruga Nº 2 y el capitán Virgilio Di Paolo alcanzado en el hombro cuando agitaba una bandera junto a D’Amico en el preciso momento en que la columna blindada se desplazaba por la calle Sarmiento, frente al Correo Central.

Una vez frente al ministerio rebelde, D’Amico decidió abrir fuego con el cañón de su tanque por lo que, a una orden suya, el vehículo se puso a tiro, apuntó y disparó.

El proyectil impactó de lleno en el Salón de Almirantes, a la altura del segundo piso, provocando daños e incendios.

En la sede de la Armada se llamó a zafarrancho de incendio y se procedió a extinguir el fuego, en el preciso momento en que el teniente primero Rómulo Federici, jefe del 1º Batallón de la Sección Antiaérea del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, ordenaba batir el sector con uno de sus Bofors calibre 7,5, provocando grandes explosiones y nuevos daños. Durante el avance, el capitán Pascual de Candia, que encabezaba un pelotón del mencionado regimiento, cayó gravemente herido.

A todo esto, en la estación del Automóvil Club, el guardiamarina Dover, rodeado por tropas leales, planeaba la fuga junto a sus camaradas, Lodeiro y Croce. Para ello efectuó un detenido examen de la situación y comprendiendo que el único modo de escapar era vistiendo ropas de civil, le solicitó a un empleado de la estación, ex conscripto de la Marina, que lo condujese hasta un pequeño cuarto donde había unos overalls. Al llegar al lugar procedió a colocarse uno de ellos (a puertas cerradas para no ser vistos por los hombres y mujeres que se habían escondido en el edificio y por los soldados leales que rodeaban el sector) y de ese modo ganó el exterior para subirse al auto en el que habían llegado, seguido por Lodeiro y Croce. Fue entonces cuando apareció el efectivo del Ejército que había estado escondido con ellos (a quien Dover supuso erróneamente rebelde), encañonándolos con su pistola.

-¡¡Vengan –gritó mientras apuntaba a la cabeza de Dover- que aquí tengo a tres de la Marina!!
Al escuchar eso, muchos de los trabajadores que corrían hacia el Ministerio de Marina desviaron su trayecto y rodearon a los prisioneros. En vista de la situación, Dover pensó que tanto él como sus compañeros iban a ser linchados.

Mientras el cerco en torno al reducto rebelde se iba estrechando, su titular, el almirante Olivieri, que hacía rato había despachado hacia Ezeiza al capitán Horacio Mayorga con la orden de reanudar los ataques aéreos, decidió establecer contacto con el general Lucero a efectos de llegar a un acuerdo y evitar un baño de sangre.

Lograda la comunicación, Olivieri solicitó al ministro de Ejército que se apersonara en la sede de la Marina para parlamentar pero aquel se negó rotundamente replicando que era él (Olivieri) quien debía dirigirse a sus dependencias. Olivieri cortó pero al cabo de un instante volvió a llamar. Lucero se negó a atenderlo y ante ese hecho y con el cerco cada vez más cerrado, ordenó a los defensores disparar sobre los milicianos para evitar que se apoderasen del edificio, corazón de la Armada Argentina y centro neurálgico de la revolución.

Los milicianos peronistas disparaban desde varios sectores utilizando armas largas e incluso ametralladoras. Un grupo de ellos intentó acercarse al edificio para arrojar explosivos hacia su interior pero fue rechazado con fuego de ametralladoras que abatió a algunos de ellos. El hecho mostraba a las claras las intenciones de combatir que tenían los civiles.

Olivieri volvió a llamar al Ministerio de Ejército y al ser atendido, solicitó hablar con el mismo general Perón. Este, al igual que Lucero, también se negó a atenderlo, indicándole a los almirantes Brunnet y Lestrade que se ocupasen de tratar con el oficial rebelde.

Olivieri les dijo a sus camaradas que estaba decidido a luchar hasta el fin y que la Marina, como el resto del país, estaba hastiada del gobierno despótico y anárquico del primer mandatario.

-Díganle que se vaya o que eche a los corruptos y delincuentes que lo rodean, especialmente a Borlenghi y Méndez San Martín.
Como todos los afectivos atrincherados en el Ministerio rebelde, el almirante se hallaba boca abajo en el suelo, entre vidrios y restos de mampostería.

La respuesta de Perón fue una orden a Lucero para acabar de una vez con el asunto. Y Lucero, decidido y seguro, dispuso el bombardeo a la sede rebelde con piezas de 80 mm.

Refiere Ruiz Moreno que para entonces, las autoridades nacionales estaban convencidas que el alzamiento se hallaba prácticamente controlado y que a esa altura solo se circunscribía al edificio de la Armada debido a que la Aviación Naval no había vuelto a aparecer. Se emitió entonces un parte triunfal destinado especialmente a las unidades empeñadas en el combate, cuyos párrafos destacados decían: “Situación dominada. Unidades permanecer alistadas y vigilantes. El General Perón envía un fuerte abrazo por lealtad absoluta”. Sin embargo, quienes creían aquello estaban completamente equivocados.

Las unidades de artillería se aprestaban a abrir fuego sobre el Ministerio de Marina cuando, a las 15.20, voces exaltadas desde las azoteas del palacio de gobierno dieron la voz de alarma.

-¡¡¡Nos atacan!!!
Aviones de la Marina provenientes del oeste reaparecieron sobre los cielos de la ciudad para desatar un segundo bombardeo, mucho más violento que el anterior.

La nueva formación venía encabezada por el Beechkraft 3B-3 del capitán Imaz y fue recibida por intenso fuego antiaéreo procedente de las piezas ubicadas en las terrazas de Casa de Gobierno, de los Oerlikon y Bofors del Ejército emplazados en Plaza de Mayo y de las secciones antiaéreas del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” que se hallaban desplegadas en las inmediaciones.

Los aviones llegaron uno detrás de otro, volando bajo sobre Avenida de Mayo y Rivadavia,. El 3B-3 recibió un impacto que le atravesó de lado a lado el ala derecha, sin explotar ni dañar los cables de control ni los tanques de combustible.



El avión lanzó sus bombas y emprendió la ruta de escape en el momento que el cabo Roberto Nava, que hacía las veces de navegante, se percató que una de ellas seguía enganchada bajo del ala. Advertido el copiloto, Miguel Ángel Grondona, sabiendo el peligro que aquello representaba, abandonó su asiento y se dirigió rápidamente a la parte posterior para sacar los paracaídas de los lugares donde estaban guardados y distribuirlos entre la tripulación. A continuación y en un acto de gran decisión, se asomó por el portabombas y con medio cuerpo afuera intentó desarmar la espoleta para evitar la explosión.

Ayudado por el apuntador Alex Richmond y el suboficial Nava, Grondona logró desprender la bomba e ingresarla al interior del aparato, evitando de ese modo un verdadero desastre. En esas condiciones, el avión voló de regreso hacia su base (el Aeropuerto Internacional de Ezeiza), mientras desde tierra se le disparaban furiosamente.

Los Beechcraft arrojaron sus cargas dañando seriamente la Casa de Gobierno y sus alrededores. Detrás de ellos, hicieron lo propio los North American AT-6, seguidos a su vez por los tres PBY Catalina llegados desde la Base Aeronaval Comandante Espora.

Las aeronaves recibieron intenso fuego antiaéreo pero cumplieron su cometido al impactar sobre el objetivo treinta y tres bombas, de las que veintiséis explotaron. Una de ellas, dio en la playa de la estación de servicio YPF del Automóvil Club, a solo 15 metros de su edificio, salvando milagrosamente la vida de los tres infantes de Marina que acababan de ser rodeados por los milicianos y el efectivo leal del Ejército. Precisamente uno de aquellos civiles, el que abrió la puerta del automóvil en el que los marinos intentaban huir, recibió sobre su cuerpo casi todas las esquirlas de la explosión, falleciendo en el acto. Eso fue lo que salvó a Dover que voló por el aire para caer sobre un montículo de escombros.

Cuando el humo se disipó, quedaron a la vista numerosos cadáveres diseminados por el lugar junto a gran cantidad de heridos que gemían lastimosamente. Uno de ellos, yacía tirado sin su brazo derecho que voló y cayó a varios metros de distancia.

Después de las explosiones, el conscripto Croce, que tenía la cabeza cubierta de sangre, trató de incorporarse, lo mismo que Dover. Lodeiro y el oficial de Ejército se hallaban ilesos, el segundo todavía con la pistola en la mano aunque vivamente conmocionado y paralizado por el espanto.

En esos momentos llegaron las ambulancias para evacuar a los heridos y eso salvó a los tres marinos de un destino peor.

Las baterías antiaéreas respondieron el ataque disparando furiosamente, alcanzando a uno de los Catalina, el aparato matrícula 2P-9 piloteado por el teniente de navío Carlos Vélez, al que le perforaron el ala izquierda y el fuselaje, hiriendo gravemente al cabo segundo Carlos Prudencio Sigot. El suboficial fue retirado de su asiento por sus compañeros y depositado cuidadosamente en una de las cuchetas de a bordo.

Lo que Perón y sus colaboradores no esperaban era que elementos de la Fuerza Aérea, se plegasen al alzamiento.

Aparatos de la VII Brigada Aérea con asiento en Morón despegaron a las 15.31 al mando del capitán Carlos Carús, arribando a la zona de combate detrás de los aviones navales, volando a muy baja altura, sobre la avenida Rivadavia. Los recibieron con intenso fuego desde Plaza de Mayo y las azoteas de la Casa Rosada pero eso no impidió que llevasen a cabo su cometido.

A la altura del Cabildo, los aviones abrieron sus compuertas inferiores y se elevaron para arrojar las bombas. Primero lo hizo el capitán Carús, seguido por los primeros tenientes Luis A. Soto y Juan Carlos Carpio y los tenientes Guillermo Palacios y Enrique Marelli, que al mismo tiempo accionaban sus cañones. Los aparatos pasaron sobre la sede gubernamental, se adentraron en el Río de la Plata, efectuaron un amplio giro sobre sus aguas y regresaron por el mismo camino, ametrallando la parte posterior del edificio.

Cuenta Ruiz Moreno que en su segunda pasada, Carpio distinguió al teniente Mulhall disparando temerariamente desde los techos de la Casa de Gobierno, en el sector más expuesto y bajo una lluvia de balas y eso despertó su admiración. “¡Que cojones tiene ese tipo!”, pensó.

A esa altura de los acontecimientos, quien se hallaba completamente abatido y deprimido era el propio Perón, que a tres horas de iniciado el ataque, no atinaba a nada.

En vista de lo grave de la situación, el general Lucero, temeroso de la seguridad del primer mandatario, dispuso que bajase junto a sus acompañantes desde el 5º piso donde se hallaban sus oficinas (las de Lucero) hasta el 3º subsuelo, donde se había organizado una suerte de bunker.

No se trataba, como muchas veces se ha dicho, del bunker antinuclear que el líder justicialista había mandado construir bajo el edificio Alas, de la Fuerza Aérea Argentina, emblema de la arquitectura peronista, por entonces la torre más alta de Buenos Aires, sino del que se le había acondicionado apresuradamente para aquella ocasión en el tercer nivel subterráneo del actual Edificio Libertador5.

Los detalles del derrumbe moral del primer mandatario serían relatados, posteriormente por el almirante Gastón Lestrade, testigo directo de los hechos.

Siguiendo el consejo de Lucero, Perón se disponía a tomar uno de los ascensores para bajar al bunker del Ministerio cuando los aviones rebeldes atacaron el edificio, hiriendo a varios soldados y funcionarios en diferentes pisos.

Armando Bonsegnor Farías, periodista acreditado del diario “El Mundo”, se dio cuenta que el primer mandatario se hallaba peligrosamente expuesto y con total desprecio de su seguridad, corrió hasta él, lo tomó de los brazos y lo puso contra un rincón, inmovilizándolo.

-¡Quédese aquí, general; no se mueva! – le gritó mientras los proyectiles repicaban por todas partes.
Perón jamás olvidaría ese gesto y tiempo después, le obsequiaría al periodista uno de los autos Justicialistas que producían su industria.

Mientras el presidente de la Nación bajaba hacia el bunker seguido por su custodia personal a funcionarios y oficiales, los aviones rebeldes de la Fuerza Aérea volvieron a pasar sobre la Casa Rosada, sometiéndola a un nuevo ataque.

Uno de los pilotos, el teniente Guillermo Palacio, había lanzado todos sus proyectiles en la primera pasada y al igual que sus camaradas, volvía desde el río disparando sus cañones de 20 mm. Pero a diferencia de aquellos, movido por el odio que le inspiraba el líder justicialista, decidió soltar su tanque de reserva de 800 litros situado en la parte posterior del fuselaje, a efectos de que hiciera las veces de bomba de napalm.

El improvisado proyectil salió despedido y comenzó a caer dando vueltas en el aire, haciendo pensar al piloto que iba a impactar en la parte media del edificio. Sin embargo, al no contar con el diseño aerodinámico de una bomba convencional, se fue un tanto a la izquierda y se estrelló en la paya de estacionamiento contigua, desatando un incendio de proporciones que destruyó varios automotores.

Para entonces, la Casa de Gobierno ofrecía un aspecto desolador, con derrumbes parciales y grandes orificios en distintas partes de su estructura.

Las oficinas de Comunicaciones quedaron completamente destruidas, con sus cañerías perforadas, pérdidas de gas y agua, cortes eléctricos e incendios por doquier. El Ministerio de Hacienda, el Banco Hipotecario, la playa del Automóvil Club, el Hotel Mayo, sobre Hipólito Yrigoyen 420 y el edificio de la Compañía Exportadora e Importadora de la Patagonia, en Av. Diagonal Norte 543, también presentaban severos daños al ser alcanzados por proyectiles de diverso calibre.

Sin embargo, no se tenía la certeza de que la muerte de Perón, el objetivo principal, se hubiera alcanzado y como existía la posibilidad de que se hubiese refugiado en el Palacio Unzué, la residencia presidencial del barrio de Recoleta, ubicada en Gelly y Obes 2289, a escasos metros de Plaza Francia, se decidió llevar a cabo un ataque sobre ese sector.


Escenas dantescas en inmediaciones de la Casa de Gobierno

Detalle de la misma escena


En cumplimiento de ese operativo, los mandos de la “Base Roja” (Ezeiza) despacharon al teniente Carlos J. Farguío al comando del bombardero Beechcraft matrícula 3B-4, con la orden de bombardear la residencia presidencial que en esos momentos se hallaba custodiada por un pelotón de veintidós hombres armados con ametralladoras pesadas PAM, reforzado por dos carrier estacionados sobre la entrada de la calle Agüero. Uno de esos soldados era Antonio Perón, sobrino del presidente, que había sido cadete del Liceo Militar y deseaba ansiosamente tomar parte en la defensa.

El avión decoló sin inconvenientes seguido por otros dos aparatos similares y comenzó a volar sobre la ciudad, por encima del manto de nubes. En inmediaciones del objetivo, descendió varios metros y a la altura del viejo edificio gótico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (hoy sede de Ingeniería) abrió fuego con sus cañones y lanzó sus bombas de 150 kilogramos, alejándose inmediatamente después, en dirección al río.

Uno de los proyectiles dio cerca del blanco sin estallar y el otro explotó en un terreno ubicado entre Gelly y Obes y Guido matando a un barrendero que en esos momentos cumplía sus labores.

La defensa del Palacio estaba a cargo del sargento Andrés López del Regimiento de Granaderos a Caballos, por entonces jefe de la custodia a cargo de la residencia, quien advirtió en los balcones de un departamento vecino a algunas personas asomadas tratando de ver lo que ocurría. Mientras les ordenaba a sus hombres cargar la ametralladora pesada, les hizo señas a aquella gente para que se metiese adentro y cerrase las ventanas.

Después de tomar ubicaciones en los techos de la mansión, los soldados montaron el dispositivo de defensa colocando la ametralladora pesada en uno de los ángulos y apostándose con sus PAM, listos para entrar en acción.

López observaba el firmamento con sus prismáticos cuando detectó a un segundo avión que se aproximaba directamente hacia ellos, por el lado del río. Sin perder tiempo, se volvió a su gente y ordenó abrir fuego. Las descargas sacudieron las inmediaciones y según parece, lograron averiar al aparato aunque no evitaron que ametrallase el sector y arrojase sus bombas hiriendo gravemente a tres transeúntes.

Un tercer avión llegó por la misma ruta, después de efectuar un pronunciado giro sobre las turbias aguas del Plata, disparando sus cañones y descargando sus bombas, para levantar vuelo inmediatamente y alejarse por la misma ruta. Una de ellas impactó en la calle Francisco de Vitoria, a escasos metros del monumento al Dr. Guillermo Rawson y la otra en Av. Pueyrredón 2281, matando a Miguel Sarmiento, un chico de 15 años y a un hombre que se hallaba en el interior de un automóvil. La cuarta víctima en ese sector fue una mucama que trabajaba en una residencia particular de la calle Guido 2626, fallecida como consecuencia de las heridas recibidas, al llegar al Hospital Fernández.

Después de esa última incursión, los Beechcraft y los Catalina no volvieron a despegar. Sí lo hicieron, en cambio, los AT-6 North American y los mortíferos Gloster Meteor de la Base Aérea de Morón, que en una de sus incursiones alcanzaron al vehículo que transportaba al general Tomás Vergara Ruzo, quien falleció instantáneamente. El alto oficial procuraba unirse a las tropas leales y ofrecer sus servicios, de ahí la premura con la que se desplazaba hacia el teatro de operaciones.

Pasado ese último bombardeo, el jefe de granaderos, coronel Guillermo Gutiérrez, ordenó la evacuación de todo el personal herido en la Casa de Gobierno, fueran civiles o militares, al tiempo que los aviones rebeldes atacaban nuevos objetivos. Las instalaciones de Radio El Mundo en la localidad de San Fernando y Radio Pacheco, en el partido de Tigre, fueron acribillada con el fuego de sus cañones de 20 mm, lo mismo el Regimiento 3 de Infantería Motorizado que avanzaba desde el sudoeste, por la Ruta Nacional Nº 3, extendiendo las acciones, de ese modo, a territorio de la provincia de Buenos Aires.

Los altos mandos rebeldes dispusieron el envío desde Ezeiza, de un DC-3 de la Armada al mando del teniente de fragata José Ventureira, con la orden de ponerse a disposición de los aviadores rebeldes en Morón, todo ello mientras se intentaba establecer desesperadamente, cual era la postura del general Bengoa, comandante del II Cuerpo de Ejército (Litoral), comprometido en un primer momento con el alzamiento, pero incomprensiblemente ausente desde que el mismo estallara.

A tales efectos, se despachó con destino a Rosario al monomotor Fiat matrícula 451, piloteado por el teniente David Eduardo Giosa, para que intentase establecer contacto con el alto oficial. El piloto llegó a su destino media hora después de haber decolado, sobrevoló las instalaciones del Regimiento 11 de Infantería y al no percibir movimientos, aterrizó bajo una persistente llovizna en el aeródromo “Granadero Baigorria”, cumpliendo las instrucciones que se le habían impartido antes de decolar. Cuando apagó el motor y se desataba las correas que lo mantenían sujeto a su asiento, elementos armados de la Confederación General del Trabajo y la Confederación General Universitaria rodearon el aparato y a punta de pistola, lo obligaron a descender.


La gente huye despavorida de la zona de combate. Otros observan absortos, sin dar crédito a lo que ven


Al ser interrogado sobre los motivos de su vuelo, Giosa dijo ser un aviador leal que venía a transmitir un mensaje a las autoridades policiales locales y allí permaneció detenido hasta que aquellas se hicieron presentes.

Mientras tanto, la segunda columna motorizada del Regimiento 3 de La Tablada avanzaba sobre el Aeropuerto Internacional de Ezeiza a las órdenes del teniente coronel Camilo César Arrechea (su segundo jefe), dispuesta a reducir a las tropas rebeldes que operaban allí. La misma fue detectada por el AT-6 de observación, matrícula 3A-7, que a través de la radio impartió la novedad.

La poderosa unidad de combate, integrada por vehículos semioruga, camiones y jeeps, transportaba tropa de infantería mas una sección de morteros de 60 mm aunque carecía de piezas antiaéreas por las mismas se hallaban en poder de las fuerzas empeñadas en los combates.

Habiendo tomado conocimiento de la situación, los jefes de Ezeiza, capitanes Bassi, Noriega, Guaita y Sánchez Sabarots, despacharon contra el regimiento tres formaciones de AT-6 North American, con la orden de atacar y detener la columna.

Los cazas despegaron uno tras otro y volaron hacia el objetivo que en esos momentos avanzaba hacia el Aeropuerto por diferentes rutas. Minutos después lo interceptaron, matando e hiriendo con sus descargas y fuego de cañones a varios soldados.

Sobre esas tropas regresaron los aviones, una y otra vez, dificultando tanto su avance, que las mismas llegaron a emplear más de tres horas para cubrir un tramo de 8 kilómetros.

Durante uno de esos raids, el AT-6 del guardiamarina Eduardo Bisso recibió varios impactos de fuego reunido, que le hicieron perder el control. El aparato se mantuvo en el aire un tiempo pero a la altura de Tristán Suárez comenzó a caer en tirabuzón forzando al piloto a saltar desde una altura de 2000 metros.

El avión se estrelló en pleno campo, no lejos del lugar donde Bisso tocó tierra, convirtiéndose en una bola de fuego de la que comenzó a elevarse una densa columna de humo negro.

Su descenso fue visto por algunos pobladores de la región que de manera inmediata, corrieron hasta la comisaría para dar aviso a las autoridades.

El aviador recogía su paracaídas cuando un grupo de policías de la provincia de Buenos Aires, encabezado por un oficial, se le acercó y apuntándole con sus armas y lo detuvo para conducirlo detenido a la seccional.

La situación, para entonces, era la siguiente: el Ministerio de Marina, principal foco del alzamiento, se hallaba rodeado por efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” y una sección blindada del Regimiento de Granaderos a Caballo, además de decenas de civiles armados y elementos de la Alianza Libertadora Nacionalista dispuestos a todo.La Escuela de Mecánica de la Armada se hallaba neutralizada por las fuerzas del general Ernesto Fatigatti; sobre la denominada Base Roja, en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, avanzaban secciones del Regimiento 3 de Infantería Mecanizada y sobre la Base Aérea de Morón hacían lo propio unidades blindadas de Campo de Mayo y la Base Aéreade El Palomar. Por su parte, la Flota de Mar no se había pronunciado y mucho menos el general Bengoa, comandante del II Cuerpo de Ejército con asiento en Paraná quien, como se ha dicho anteriormente, había dado su palabra comprometiéndose con la revolución.


Efectivos del Ejército y civiles armados en espera de nuevos ataques

En vista de ello, los almirantes Olivieri, Gargiulo y Toranzo Calderón comprendieron que la situación era desesperante y que seguir resistiendo sería inútil. Sin embargo, se negaban a entregar el edificio a la turba peronista por lo que, en vista de ello, el primero volvió a llamar al Ministerio de Ejército para notificar que estaba dispuesto a rendirse aunque solo a las Fuerzas Armadas, siempre y cuando fuesen éstas las que se hiciesen cargo de las instalaciones navales.

-Hicimos flamear una bandera blanca, pero fuimos atacados a tiros – informó el almirante Olivieri una vez establecido el contacto telefónico. 
-Fueron elementos civiles que no pudimos controlar – respondió el general Embrioni, subsecretario de Guerra – los generales Valle y Wirth no llegaron a tiempo para detenerlos.
-De acuerdo. Ahora procederemos a mostrar otra vez las banderas y esperaremos la llegada de un general para que se haga cargo.

En esos términos se acordó la entrega del edificio. En el interior del Ministerio de Marina, comenzaron a resonar voces que ordenaban el alto el fuego mientras los oficiales recorrían las distintas dependencias indicando a sus hombres que la lucha había finalizado. Conscriptos y suboficiales se retiraron de las ventanas y solo quedaron apostados unos pocos centinelas.

Lo primero que hizo Toranzo Calderón fue liberar personalmente al capitán de navío Emilio Díaz, detenido a poco de producido el alzamiento porque se había negado a plegarse. Díaz hizo lo propio con el capitán de navío Dionisio Fernández y el capitán de fragata Julio César Pavón Pereyra, quienes una vez en libertad, pretendieron hacerse cargo de la situación. No lo lograron porque los oficiales rebeldes se negaron a entregar sus armas.

En ese momento, se presentó frente al Ministerio de Marina la delegación oficial encabezada por el general Arnaldo Sosa Molina, seguido por el segundo jefe del Regimiento Motorizado “Buenos Aires”, mayor Pablo Vicente y un coronel con ropas de civil, quienes llevaban en alto un pañuelo blanco. El riesgo que corrían era enorme porque los milicianos peronistas continuaban disparando desde diferentes sectores y los marinos les respondían.

Los almirantes Olivieri, Toranzo Calderón y Gargiulo, recibieron a Sosa Molina en el hall de entrada del edificio, y una vez frente a frente, el recién llegado les manifestó que traía un mensaje personal del general Perón en el que expresaba su deseo de detener el baño de sangre y exigía la inmediata capitulación de los sublevados.

Los almirantes y el general se trenzaron en una breve discusión que finalizó con la capitulación incondicional de la Marina.

Conocida la novedad, efectivos rebeldes de las distintas unidades iniciaron los preparativos para eludir la prisión. En Ezeiza, con las fuerzas del Regimiento 3 de Infantería Mecanizada ingresando al Aeropuerto, los jefes del movimiento, Bassi, Noriega, Guaita y Sánchez Sabarots ordenaron la evacuación inmediata de la base. Habían trazado planes para abandonar el país y dirigirse a Uruguay en dos DC-3 y otros dos DC-4 de la Armada e igual número de bombarderos Beechkraft, uno de los cuales, se hallaba averiado.

Los aprestos fueron febriles y cuando todo estuvo listo, los oficiales se dispusieron a abordar los aviones, no sin antes despedirse de los suboficiales a quienes instruyeron para que dijesen a las autoridades leales que se habían mantenido fieles al gobierno y que habían actuado obligados por sus superiores. De esa manera, evitarían sanciones.

-Se ha hecho todo en bien de la patria – les dijo Noriega antes de partir.
En momentos en que los aviones rodaban hacia la pista principal tocó tierra un monomotor Fiat piloteado por el capitán Jorge Mones Ruiz, que traía en el asiento trasero al Dr. Miguel Ángel Zavala Ortiz, candidato a integrar la junta de gobierno que debía hacerse cargo del país con la caída de Perón. Al descender del aparato, piloto y pasajero fueron notificados por los suboficiales que la base había caído y que sus jefes partían hacia el Uruguay.

-¡Váyanse ustedes también porque el 3 de Infantería está entrando! – les dijeron.
Mones Ruiz y su acompañante volvieron a trepar al avión y partieron rumbo a Morón dejando presurosamente la base. Eran las 16.20 de un día plomizo, sumamente frío y lluvioso.

Transportes y bombarderos enfilaron hacia la Banda Oriental excepto el DC-4 que viró en dirección a Chascomús para dejar en una pista particular a un grupo de suboficiales. Cumplido su cometido, volvió a decolar poniendo rumbo a Montevideo, donde aterrizó una hora después en el aeropuerto de Carrasco.

Cuando las tropas del 3 de Infantería llegaron al aeropuerto, sus comandantes, el teniente coronel Camilo Arrechea y el general Félix María Robles, lo encontraron sumido en una extraña calma y en el más completo silencio. A lo lejos, sobre el edificio principal, se distinguía una bandera blanca y más allá, cerca de la torre de control, un total de ciento setenta suboficiales y soldados que aguardaban en el edificio principal dispuestos a entregar la unidad a las fuerzas leales.

La Base Aérea de Morón, desde donde siguieron partiendo aviones rebeldes hasta último momento, fue rodeada por una importante cantidad de blindados provenientes de Campo de Mayo, novedad que fue informada a sus comandantes por el capitán Orlando Arrechea quien, después de su vuelo de observación.

Una vez notificado, el mayor De La Vega reunió a su gente para explicarle lo que estaba ocurriendo. Ninguno manifestó deseos de deponer su actitud, razón por la cual, se programó una nueva incursión de Gloster Meteor sobre el centro de la ciudad.

De acuerdo a los planes, los aviones debían descargar sus bombas y seguir viaje a Montevideo a efectos de escapar de las inminentes represalias. El resto del personal abordaría un Douglas DC-3 que en esos momentos se acercaba a la torre al comando del teniente de fragata Ventureira y emprendería la fuga.

El capitán Carlos Carús fue designado jefe de la escuadrilla y encabezando a sus pilotos, se encaminó hacia los aviones que aguardaban al costado de la pista, listos para despegar. Mientras tanto, el resto de los oficiales abordaban presurosamente el DC-3 y se acomodaban en su interior, ansiosos por abandonar el lugar lo antes posible a sabiendas de que las fuerzas leales estaban prontas a irrumpir en el lugar.

En eso se hallaban ocupados cuando los prisioneros que durante toda la jornada habían estado encerrados en la barraca contigua, ganaron el exterior y se abalanzaron sobre sus guardias, arrebatándoles las armas. Una vez reducidos, corrieron hacia la pista y comenzaron a disparar contra el transporte aéreo que en esos momentos cargaba combustible. La primera bala impactó en el fuselaje, motivando el ascenso acelerado de los fugitivos. Cerca del edificio principal, el primer teniente José Fernández, jefe del grupo de soldados que custodiaban a los prisioneros y después de quitar el seguro de su ametralladora volvió sobre sus pasos apuntando a los efectivos leales. Al verlo venir, el suboficial mayor Héctor Sánchez alzó su arma y desde una distancia de 25 metros, disparó, acción que imitaron los suboficiales Eduardo Adolfo Sánchez y Eduardo Córdoba. Fernández cayó herido de muerte mientras los prisioneros recientemente liberados se arrojaban cuerpo a tierra para ponerse a cubierto para liberar a otro grupo de compañeros que se encontraba ahí encerrado y al llegar, rompieron las cerraduras y abrieron las puertas.

Los detenidos ganaron el exterior y junto a sus liberadores corrieron tras el DC-3 disparando sus armas.

Un piloto de Gloster Meteor leal a Perón de apellido Williams, se encaminó rápidamente hacia un aparato estacionado a un costado y mientras trepaba a la cabina, sus camaradas empujaron la máquina para enfrentarla con el avión de la Armada que en esos momentos aceleraba para remontar vuelo. Williams disparó sus cañones pero debido a la inclinación de su aparato, no logró alcanzarlo. Las balas pasaron por debajo del fuselaje y el transporte enemigo escapó, perdiéndose entre las nubes. Eran casi las 17.00 y la base se hallaba nuevamente en manos gubernamentales.

Los que no tuvieron tiempo de abordar el DC-3 naval fueron el comandante Agustín de la Vega y su ayudante, el oficial Eduardo Wilkinson quienes, en vista de ello, se encaminaron presurosamente hacia el interior de un edificio contiguo para cambiar sus uniformes por ropas de civil. En ese preciso momento, los tanques del Ejército irrumpir en el perímetro de la base, comandados por el general Carlos Salinas y su segundo, el coronel Eduardo Arias Duval.

Tres de aquellos blindados tomaron posiciones en la pista y apuntaron hacia el edificio principal y la torre de control, en momentos en que se producía un nuevo tiroteo en el que cayó herido el vicecomodoro Julio César Dozo, al ser alcanzado en sus piernas por los disparos de un conscripto.

El brigadier Mario Daneri se hizo cargo de la Brigada, despachando a los oficiales Eduardo Catalá, Ernesto López y Domingo Llembi, con la orden de establecer contacto con el enemigo y parlamentar.

Los oficiales se aproximaron enarbolando una bandera blanca y poco después se les acercaron Salinas y Arias Duval con la intención de dialogar. Después de un breve intercambio de palabras, los oficiales rebeldes acordaron deponer las armas y entregar la base al brigadier Daneri, quien se haría cargo formalmente. Acto seguido, se presentaron detenidos los mandos rebeldes que no habían podido escapar hacia Uruguay, capitanes Jorge Mones Ruíz, Jorge Pedrerol, Enrique Gamas, Asdrúbal Cimadevilla, Oscar Barni y el primer teniente Masserini, quienes fueron conducidos en camión hasta la Penitenciaría Nacional ubicada en avenida Las Heras y Coronel Díaz, en el barrio de Palermo.

El único muerto en los combates de Morón fue el primer teniente José Fernández, cuyo deceso se produjo a poco de llegar al hospital, a causa de la hemorragia, producto de las heridas.

A todo esto, el comandante De La Vega y Eduardo Wilkinson escapaban vestidos de civil en dirección a la Puerta D, creyendo que por ahí no serían detectados. Sin embargo, cuando estaban por saltar el alambrado que delimitaba el predio del aeropuerto, apareció corriendo un conscripto apuntándoles con su fusil. Los salvó la providencial aparición del cabo Luis Silva, antiperonista a ultranza, quien se trabó en pelea con el soldado y le arrebató el arma.

De La Vega y Wilkinson lograron huir confundidos entre los pobladores de la zona que se habían acercado hasta el perímetro de la base para curiosear.

Eran las 16.30 cuando grupos de exaltados peronistas se encaminaron a la Curia Metropolitana para provocar destrozos e iniciar un incendio de proporciones, el general Fatigatti, comandante de la I División del Ejército pasaba junto a su ayudante, a bordo de un jeep. No se detuvieron porque debían cumplir la orden impartida por el general Lucero de hacerse cargo del Regimiento 2 de Infantería y custodiar el Ministerio de Marina, pero se sobresaltaron ante la magnitud de los destrozos y pérdidas que se iban a producir.

A esa misma hora, las fuerzas rebeldes deponían su actitud y se aprestaban a entregar el Ministerio de Marina. Inmediatamente después, el general Arnaldo Sosa Molina regresó al Ministerio de Guerra y descendió presurosamente hasta el bunker del tercer subsuelo, donde puso al tanto a Perón de las últimas novedades.

El presidente escuchó atentamente y algo más aliviado manifestó su acuerdo de que la sede de la Armada fuese ocupada por el Ejército. Lo rodeaban el general Lucero, el brigadier Juan Ignacio San Martín, el coronel Carlos Vicente Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires y el ingeniero Roberto Dupeyron, ministro de Obras Públicas.

Cuando Sosa Molina y el general Juan José Valle regresaron al Ministerio de Marina, Fatigatti ya se encontraba en el lugar. Eran casi las 17.00 cuando los tres transpusieron sus pórticos e ingresaron al ruinoso edificio, seguidos por efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” con su jefe, el mayor Pablo Vicente, a la cabeza.

Sosa Molina notificó al almirante Olivieri que Perón había aceptado los términos de la rendición y que elementos de Ejército apoyados por la Policía Federal, se harían cargo de la dependencia. Cuando los almirantes Toranzo Calderón y Gargiulo se hicieron presentes, la situación se tornó tensa ya que el primero de ellos fue terminante al momento de hablar.

-La responsabilidad de lo ocurrido es totalmente mía. Asumo las consecuencias.
El contralmirante se hallaba vivamente indignado por la actitud del general Bengoa, a quien catalogó de traidor, agregando que de no haber sido por él, la rebelión habría triunfado. Pese a que Gargiulo le ordenó guardar silencio, siguió despotricando, ahora contra el Ejército, por permitir los abusos del régimen y la persecución a la Iglesia Católica.

Uno a uno, los defensores del Ministerio fueron depositando sus armas en una habitación previamente asignada, despojándose de sus granadas y fusiles semiautomáticos de origen belga, de los que muchos efectivos del Ejército no tenían noticias. Mientras tanto, generales leales y almirantes rebeldes recorrían los pisos del edificio a efectos de constatar que el desarme se estuviese realizando en las condiciones estipuladas. Se colocaron guardias en todos los niveles a efectos de incomunicarlos entre sí y se aislaron en bloques a las 1500 personas que se encontraban en el lugar, incluyendo al personal civil.

Los almirantes quedaron detenidos en sus respectivos despachos, aguardando instrucciones y normativas sobre su situación. Para entonces, el general Sosa Molina había partido nuevamente hacia el Edificio Libertador para recibir órdenes, dejando al general Valle a cargo del lugar.

Pasadas las 17.00, el alzamiento se hallaba completamente sofocado y en vista de ello, Perón, llamó en persona al jefe de la Policía Federal, comisario inspector Manuel Gamboa, para pedirle información acerca de la situación.

Ni bien colgó, Gamboa recibió un nuevo llamado, esta vez del ministro del Interior, Ángel Borlenghi, quien le manifestó su preocupación por el paradero de los comandos civiles revolucionarios que al haberse dado a la fuga, seguían representando una seria amenaza. Gamboa entendió que debía salir a “patrullar” Barrio Norte pero el ministro lo detuvo y le exigió mantener su fuerza acuartelada, agregando que él mismo en persona, haría una visita de inspección al Departamento Central de Policía, acompañado por el mayor Ignacio Cialcetta.

Así ocurrió y ese fue el momento en que los rebeldes estuvieron a punto de acabar con su persona.

A eso de las 17.30 cuando nadie lo esperaba, se produjo una nueva incursión aérea, de cuatro Gloster Meteor rebeldes que, volando a baja altura, ametrallaron el frente del gran edificio policial con sus cañones de 20mm.

Los proyectiles arrasaron los cuatro pisos por el lado de Av. Belgrano, entre el 3º y el 6º, provocando daños en el interior y dejando como saldo al oficial principal Alfredo Alucinio muerto y al radioelectricista Lorenzo Lissi, herido.

Fueron destruidos ventanas, puertas y mobiliario, todas las paredes sufrieron perforaciones y la Dirección de Comunicaciones quedó completamente arrasada, además de producirse daños menores en otras dependencias.

Se trataba de la escuadrilla del capitán Carús, integrada por el primer teniente Rafael Cantisani y los tenientes Armando Jeannot y Enrique Marelli, quienes siguieron vuelo hacia la Casa Rosada, para descargar sobre ella nuevas ráfagas de metralla en el preciso momento en que Perón se disponía hablar a la ciudadanía desde el despacho del general Lucero, en el cercano Ministerio de Ejército. Fueron los únicos pilotos de la Fuerza Aérea que se plegaron al alzamiento ya que el resto del arma permaneció leal a su creador.

La escuadrilla de Carús fue repelida con piezas de artillería del Ejército que le perforaron una de las alas de su comandante, aunque sin consecuencias, lo que permitió a los cuatro pilotos seguir viaje hasta Colonia, República Oriental del Uruguay, donde aterrizaron veinte minutos después.

Al escuchar los disparos del último ataque Perón, que acababa de abandonar su bunker, buscó instintivamente protección detrás de una columna mientras el almirante Gastón Lestrade se asomaba por la ventana para ver a los agresores alejándose hacia el este.

-Estos eran los últimos, mi general. No les quedan bombas y se van al Uruguay.
-Ojalá Lestrade, ojalá – respondió el primer mandatario, sumamente angustiado y no del todo convencido.
En plena travesía sobre el Río de la Plata, el teniente Jeannot informó a su superior que en lugar de aterrizar en Colonia seguiría vuelo hacia Montevideo, solicitud que el capitán Carús desautorizó, ordenándole mantener la formación porque los aviones estaban escasos de combustible y no llegarían a la capital uruguaya.

Pese a la directiva, Jeannot siguió adelante y tal como se le había advertido, se precipitó en aguas del Plata, resultando ileso. Sus tres compañeros aterrizaron en Colonia sin novedad.

Media hora antes del ataque al Departamento Central de Policía, dos aviones Catalina que sobrevolaban la Av. 9 de Julio en forma rasante, ametrallaron la imponente mole blanca del Ministerio de Obras Públicas que se alza solitaria en la intersección de la gran arteria céntrica con la calle Moreno. Las aeronaves abrieron fuego y destrozaron con sus cañones destrozando buena parte de su frente a la altura de los pisos 2º, 18º y 19º, perforando sus paredes, arrancando ventanas y generando varios incendios, aunque en este caso, sin matar ni herir a nadie.

También la CGT fue blanco del fuego rebelde cuando uno de los Gloster Meteor de la escuadrilla de Carús acribilló el frente con sus piezas de 20 mm, matando al dirigente obrero Héctor Pessano que desde una ventana enfrentó al aparato con un revolver.

A las 18.00 horas de aquel día gris, frío y lluvioso, el alzamiento había sido sofocado. En esas circunstancias, Perón se dirigió a la ciudadanía por la cadena nacional de radiocomunicaciones para informar que hablaba desde el Edificio Libertador y que la situación se hallaba completamente controlada. Elogió la labor del Ejército y su valiente accionar y acusó amargamente a la Armada, culpándola de la considerable cantidad de muertos y heridos que hubo aquel día.

Les hablo desde nuestro puesto de Comando, que, como es lógico, no puede estar en la sede del Gobierno, de manera que todas las acciones que se han realizado sobre esa Casa han sido tirando sobre un lugar inerme, perjudicando solamente a algunos ciudadanos que han muerto por efecto de las bombas.
La situación está totalmente dominada. El Ministerio de Marina, donde estaba el comando revolucionario, se ha entregado, está ocupado y los culpables detenidos.
Deseo que mis primeras palabras sean para encomiar la acción maravillosa que ha desarrollado el Ejército, cuyos componentes han demostrado ser verdaderos soldados, ya que ni un solo cabo ni soldado ha faltado a su deber. No hablemos ya de los oficiales y de los Jefes, que se han comportado como valientes y leales.
Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de la Marina de Guerra, que es la culpable de la cantidad de muertos y heridos que hoy debemos lamentar los argentinos.
Pero lo más indignante es que haya tirado a mansalva contra el Pueblo como si su rabia no se descargase sobre nosotros, los soldados, que tenemos obligación de pelear, sino sobre los humildes ciudadanos que poblaban las calles de nuestra ciudad. Es indudable que pasarán los tiempos, pero la historia no perdonará jamás semejante sacrilegio.
Ahora, terminada la lucha, los últimos aviones, como de costumbre, pasaron huyendo. Estos últimos disparos de artillería antiaérea que han escuchado han sido sobre esos aviones fugitivos. Quedan todavía algunos pequeños focos que ocupar, desarmar y someter a la justicia.

Acto seguido, llamó a la calma y la reflexión, solicitando a la ciudadanía dirigirse a sus domicilios y dejar todo en manos de las Fuerzas Armadas.

Como Presidente de la República, pido al Pueblo que me escuche en lo que voy a decirle. Nosotros, como Pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión.
Todo ha terminado. Afortunadamente, bien. Solamente que no podremos dejar de lamentar, como no podremos reparar, la cantidad de muertos y heridos que la infamia de estos hombres ha desatado sobre nuestra tierra de argentinos. Por eso, para no ser nosotros criminales como ellos, les pido que estén tranquilos: que cada uno vaya a su casa.
La lucha debe ser entre soldados. Yo no quiero que muera un solo hombre más del Pueblo. Yo les pido a los compañeros trabajadores que refrenen su propia ira: que se muerdan, como me muerdo yo en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia. Por eso yo les pido a todos los compañeros que estén tranquilos, que festejen ya el triunfo, el triunfo del Pueblo, que es el único triunfo que puede enorgullecernos.
El Ejército en esta jornada se ha portado como se ha portado siempre. No ha defeccionado un solo hombre. Y el Ministro de Ejército ha tomado personalmente y dirigido personalmente la defensa. Este Ministro es un grande hombre. No lo digo ahora: lo conozco desde que teníamos 15 años.
Todos los generales de la República, los jefes, oficiales, suboficiales y soldados han sabido cumplir brillantemente con su deber.
Cumplo con esto una pasión más de mi vida: que nuestro Ejército sea amado por el Pueblo y nuestro Pueblo amado por el Ejército. Nadie podrá decir nunca jamás que un soldado del Ejército ha tirado sobre sus hermanos, como nadie podrá decir jamás que hay un Jefe o un Oficial en el Ejército que sea tan canalla como para tirar un solo tiro sobre sus hermanos.
Por eso yo quiero que en esta ocasión, en que sellamos la unión indestructible entre el Pueblo y el Ejército, cada uno de ustedes, hermanos argentinos, levante en su corazón un altar a este Ejército, que no solamente ha sabido cumplir con su deber, sino que lo ha hecho heroicamente.
Esos soldados que hoy combatieron por el Pueblo Argentino son los verdaderos soldados. Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos: porque los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron contra el Pueblo son traidores y son cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa, ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. Yo he de hacer justicia, pero justicia enérgica. El Pueblo no es el encargado de hacer la justicia. Debe de confiar en mi palabra de soldado y de gobernante.
Prefiero, señores, que sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue. Nosotros no somos los encargados de castigar.
Es indudable que estas palabras de serenidad han de llegar al entendimiento de los compañeros y del Pueblo entero. No lamentemos más víctimas. Nuestros enemigos, cobardes y traidores, desgraciadamente merecen nuestro desprecio, pero también merecen nuestro perdón. Por eso pido serenidad, una vez más, ahora que han pasado todos los acontecimientos, con que hemos dado una lección a la canalla que se levantó y a la que la impulsó a que se levantara, les decimos también otra vez que tantas veces se levanten, cada día recibirán una lección más dura y más fuerte, como merecen ser castigados los traidores y los cobardes.
Yo hablo al Pueblo, y le hablo con el corazón henchido de mi entusiasmo de soldado, porque he visto hoy a mi Ejército, al cual tengo la honra de pertenecer, en todo lo que es y en todo lo que vale. Y he visto también al Pueblo, que también es otro de mis grandes amores. Lo he visto comportarse virilmente y lo veo ahora comportarse también serenamente.
Los culpables serán castigados y habrá memoria en la República del castigo que habrán de recibir. De manera que les pido a todos que se tranquilicen. Tienen razón de estar indignados y de estar levantados, pero aún con razón hay que reflexionar antes de obrar.
Pido a todos que, como yo, sancionen en su conciencia a los malvados. Los malvados han de tener el castigo cuando recuerden las víctimas que han ocasionado. Ese va a ser su castigo, si se salvan del castigo que yo les he de hacer aplicar, cumpliendo estrictamente la ley.
Algunos pocos que puedan escucharnos todavía, que aún no hayan depuesto las armas, es preciso que lo hagan en el menor tiempo posible. Si no lo hicieran, nosotros no cargaremos con la responsabilidad de destruirlos. Pero que sepan que si iniciamos su destrucción no hemos de parar hasta terminar.
Buenas noches a todos. Tranquilos y confiados. Tenemos un Ejército que garantiza el orden y el orden se ha de ir restableciendo paulatinamente.
Este será un triste recuerdo; un triste recuerdo que pondrá un estigma para toda la vida en las instituciones que no supieron cumplir con su deber y en los hombres que traicionaron la fe y la Patria.
Nada más.
Buenas noches 6.

Finalizado el mensaje, se presentó ante Perón el general Justo Ramón Bengoa, recién llegado de Entre Ríos quien, al ingresar al despacho desde el cual el mandatario acababa de irradiar su mensaje, se estrecho en un fuerte abrazo con el general Lucero. Acto seguido, el ministro de Ejército se dirigió al presidente para decirle que el recién llegado era un gran soldado y un buen peronista, cosa que desagradó a algunos testigos del hecho, entre ellos el almirante Lestrade, que por boca del ministro Olivieri sabía de la actitud ambigua y acomodaticia del recién llegado. Detrás de él fueron arribando ministros y militares de alta jerarquía que venían a presentar sus respetos al primer mandatario. Fueron ellos el almirante Carlos Rivero de Olazabal, los generales Pedro Eugenio Aramburu, Eugenio Arandía, Audelino Bergallo, José Rufino Brusa, Santiago Baigorria, Julio Alberto Lagos, Jorge Imaz Iglesias, Julián García, Alberto Morello, Aquiles Moschini, Angel Manni, Lorenzo Toselli, Benjamín Sánchez Mendoza, Miguel Agustín Pérez Tort, Juan José Uranga y Dalmiro Videla Balaguer, muchos de ellos, recalcitrantes antiperonistas, como se vería tiempo después. A instancias del general Lucero, procedieron todos a homenajear a Perón, pasando luego a tomar el té en un salón contiguo.


Almirante Benjamín Gargiulo

En el Ministerio de Marina, en tanto, las tropas rebeldes que acababan de rendirse formaban en silencio para deponer las armas. Muchos de sus cuadros aguardaban sentados en pasillos y escaleras en tanto efectivos del Regimiento Motorizado “Buenos Aires” tomaban ubicación en lugares estratégicos.

Entonces aconteció un hecho que hubo de sacudir a la ciudadanía entera.

El almirante Benjamín Gargiulo, era un hombre de honor, sumamente creyente y respetuoso del arma a la que pertenecía. La derrota experimentada por las fuerzas a su mando lo había sumido en un profundo estado de abatimiento que comenzaba a percibirse en una manifiesta depresión anímica. Se sentía humillado y humillada sentía a la Armada, sentimiento que transmitió al capitán de corbeta Fernando Suárez cuando este se presentó en su despacho para despedirse. Suárez intentó calmarlo pero no lo logró y en ese estado lo dejó, sin imaginar el terrible desenlace que tendría lugar inmediatamente después.

En horas de la noche, el almirante Gargiulo se encontraba solo en su escritorio, silencioso y meditabundo, con la vista fija en un retrato familiar. Y fue en esas circunstancias que tomó una firme y drástica determinación.

Sentado en su sillón, tomó una lapicera y sobre una hoja en blanco en la que se hallaba impreso el membrete de la Armada, comenzó a escribir una emotiva carta de despedida en la que explicaba a su familia las causas de su decisión. Cuando terminó, envolvió su mano izquierda con un rosario, apretó el retrato de su esposa y sus hijos sobre su pecho y apoyando su espalda contra el respaldo del sillón, tomó su pistola con la derecha y colocándosela sobre en la sien, disparó. Eran las 05.45 del 17 de junio de 1955.

El estampido llamó la atención de los oficiales y soldados que en encontraban cerca del despacho, quienes al ingresar, se toparon con el dantesco espectáculo. El almirante Gargiulo yacía sin vida, con su cabeza envuelta en sangre.

Sumamente conmocionados, los presentes se acercaron al cuerpo de su comandante y se quedaron unos instantes contemplándolo en silencio y con pesar.

El cuerpo de Gargiulo fue colocado en una camilla y cubierto por una sábana sobre la cual fue depositada su gorra. Tres soldados lo sacaron de su oficina mientras el bravo teniente Spinelli, que tan valerosamente había combatido ese día, derramaba lágrimas de tristeza y emoción. Quien se indignó al ver la actitud de algunos soldados del Ejército cuando vieron pasar el cuerpo por los pasillos fue el teniente Sommariva que, fuera de sí, recriminó duramente al mayor Pablo Vicente quien, de inmediato, ordenó a la tropa rendir los honores correspondientes, adoptando posición de firmes.

A las 17.00 horas del día siguiente, los prisioneros, escoltados por una doble hilera de policías, subieron a varios camiones celulares que se habían acercado al Ministerio y a bordo de los mismos, fueron conducidos a la Penitenciaría Nacional donde quedaron alojados como delincuentes comunes, en espera de ser juzgados. Había finalizado el primer capítulo del drama.


Perón y sus ministros observan los daños

Al día siguiente, Perón y sus ministros se informan de los hechos a través de los diarios

Militares y civiles observan otra bomba sin detonar

Titulares de diarios y revistas

Desgarradora imagen de un niño entre los escombros. No es un escolar

Perón y el general Lucero se confunden en un abrazo


Notas


  1. Isidoro Ruiz Moreno, La Revolución del 55, Emecé, Buenos Aires, 1994, Tomo I, Tercera Parte, Cap. X “La batalla del 16 de junio”.
  2. Hasta 1949 la dependencia se denominaba Ministerio de Guerra, a partir de ese año pasó a ser de Ejército y en 1958 Ministerio de Defensa, siempre con sede en el Edificio Libertador.
  3. Isidoro Ruiz Moreno, Ídem.
  4. Ídem.
  5. Ídem.
  6. El mítico bunker del edificio Alas otro, constaba de un amplio espacio de hormigón y concreto dividido en varios pasillos y compartimentos, del que partían dos túneles desde Leandro N. Alem hacia Av. Madero. Perón jamás llegó a utilizarlo aunque sí lo visitó una vez, a poco de finalizado.
  7. “La Nación”, Bs. As., edición del 17 de junio de 1955.