lunes, 16 de junio de 2025
miércoles, 4 de junio de 2025
martes, 27 de mayo de 2025
Revolución de Mayo: Los días de la libertad
El Cabildo de la Libertad
Primer daguerrotipo del Cabildo original, tomada en 1852. Aún conservaba el reloj español de 1763 y el escudo nacional en la fachada. Se puede notar la ubicación —relativamente cercana al Cabildo— de la Pirámide de Mayo, que hoy está desplazada hacia el centro de la Plaza de Mayo.
En el edificio conocido como Cabildo de Buenos Aires funcionó originalmente el Cabildo de la Ciudad de la Santísima Trinidad y Puerto de Nuestra Señora del Buen Ayre. Esta institución fue fundada por Juan de Garay en 1580, durante la segunda fundación de la ciudad. Tras la Revolución de Mayo de 1810, que derrocó al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y desencadenó la guerra por la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el cabildo se transformó en una Junta de Gobierno, que funcionó hasta su disolución en 1821 por orden del gobernador Martín Rodríguez.
En el mismo edificio también tuvo sede la Real Audiencia de Buenos Aires, el tribunal de apelación más importante del territorio, desde el 6 de abril de 1661 hasta el 23 de enero de 1812, cuando fue reemplazado por una Cámara de Apelaciones.
El 13 de septiembre de 1810, la Primera Junta creó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, cuya primera sede —durante dos años— fue este edificio.
Sin embargo, la institución que ocupó el Cabildo por más tiempo fue la Cárcel de Buenos Aires, que funcionó allí desde 1608 hasta 1877, cuando se trasladaron los presos a la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras, hoy desaparecida.
Desde noviembre de 1939, el edificio funciona como museo.
Actualmente, la expresión “Cabildo de Buenos Aires” se refiere al edificio que albergó al antiguo ayuntamiento y que, tras diversas modificaciones estructurales, es hoy el Museo Histórico Nacional del Cabildo y de la Revolución de Mayo.
El edificio está ubicado en la calle Bolívar 65, en el solar originalmente asignado por Juan de Garay, justo frente a la Plaza de Mayo, el núcleo fundacional de la ciudad. Fue declarado monumento histórico nacional en 1933 y su aspecto actual se fijó tras las remodelaciones de 1940.
sábado, 24 de mayo de 2025
viernes, 23 de mayo de 2025
Virreinato del Río de la Plata: El naufragio de piratas en Mar del Plata
Speedwell. El naufragio de los piratas británicos que precedió a la fundación de Mar del Plata
En 1742, antes de la llegada de los jesuitas y la fundación del Puerto de la Laguna de los Padres, un grupo de marinos ingleses padeció mil desventuras hasta que fue capturado.
Pablo Junco || La Nación

El Wager poco antes de encallar.
El 18 de septiembre de 1740 salió de Inglaterra una escuadra con seis embarcaciones a cargo del almirante George Anson rumbo al Pacífico. El objetivo era claro: saquear las colonias españolas de América del Sur.
El MS Wager integraba una escuadrilla de seis barcos que el Comodoro Anson había enviado el 18 de setiembre de 1740 a las colonias españolas del Pacífico, para apoderarse de sus riquezas.
El 14 de mayo de 1741, a causa de un temporal, una de las naves –la fragata Wager– se separó de la flota y naufragó en el Golfo de Penas dentro del archipiélago de Guayaneco, muy cerca de caleta Tortel (Chile). La situación de la tripulación no pudo ser más caótica y penosa, al punto de no poder evitar un motín. Luego de encallar en esa suerte de restinga frente a los desolados cantiles de aquella ribera, se trasladaron a una isla a doscientas millas de Chile. Del naufragio se salvaron los botes, todo el malotaje, armamentos, víveres, una campana de bronce y lo que tenían en cubierta.
La isla les sirvió de refugio. Utilizaron maderas para levantar unas viviendas muy precarias y se dedicaron por completo a reparar las embarcaciones. Por suerte, en el lugar había habitantes indígenas pacíficos que les proporcionaban alimentos. Fue entonces cuando se escuchó un disparo que inició el principio de sus desventuras. El capitán Cheap con su pistola humeante en la mano, le había disparado al oficial Cozens, quien sangraba profusamente por una herida en el pecho. Mientras Cozens se quejaba del dolor, el segundo capitán de la fragata, Pemberton, un sargento de brigada y el carpintero Cummius se juntaron para ponerse de acuerdo y desarmar al capitán Cheap.

Capitán David Cheap. Wikipedia
Por la noche, entre varios hombres encabezados por Pemberton, lograron desarmar y reducir a Cheap. Finalmente, se tomó la decisión de volver a Inglaterra. No había chances de reunirse con la escuadra de Anson: encontrarla en el Pacífico era como buscar una aguja en un pajar. Resolvieron entonces construir una embarcación pequeña con los restos de la fragata Wager, que solo alcanzaban para una balandra pequeña o, a lo sumo, una goleta.
Un largo regreso a casa
Al cabo de cinco meses, el carpintero Cummius armó, en un improvisado astillero, una goleta que bautizaron con el nombre de Speedwell. Fueron cinco interminables meses desprovistos de las más elementales normas de convivencia. Quien llevaba el mando de los trabajos, era el designado capitán Pemberton. Había dispuesto una guardia para mantener vigilado a Cheap y sus hombres. Algunos de ellos se dedicaban a la pesca y a la caza, el resto ayudaba a Cummius en la construcción de la nave y los que quedaban sin tareas, montaban guardia cuidando a Cheap.
El Wager quedó encallado el 14 de mayo de 1741 a 200 millas al sur de Chiloé.
Ese capitán había sido tan malvado en todo el viaje, que todos preferían estar a las órdenes de Pemberton. Cuando terminaron la goleta, se pasaron largas horas observándola. Se sentían dueños de ella, ya que la habían construido con sus propias manos. No pasó mucho tiempo hasta tener todo listo para partir. Pemberton no quería correr riesgos de un motín a bordo. Se decidió que el capitán Cheap y sus oficiales irían en la falúa y en el bote del Wager. El resto, navegarían a bordo de la Speedwell.
Comenzaron su largo retorno siguiendo la línea de la costa hacia el sur. La goleta navegaba extraordinariamente bien, pero su línea de flotabilidad no era la indicada. Era demasiado peso el que movía, y si el mar se embravecía, corrían un serio riesgo de hundimiento. Pemberton lo sabía. Decidió volver hacia la orilla y dejar a doce hombres librados a su suerte.
Mar del Plata a la vista
La navegación diaria se hacía muy difícil. Las existencias de comida se habían terminado y se alimentaban muy mal. En esas condiciones, Pemberton decidió tocar tierra nuevamente y comenzaron a buscar un lugar adecuado para fondear el buque. Finalmente encontraron lo que estaban buscando. Era una costa extraña. Cuando se estaban acercando, podían divisarse con el catalejo gran cantidad de lobos marinos, caballos salvajes, perros cimarrones, cerdos montaraces o pecaríes, lo cual les llamó mucho la atención. Los hombres estaban famélicos, algunos se encontraban sin fuerzas ya. Cuando vieron tanta vida salvaje sin poder resistirse, se tiraron al agua para ser los primeros en cazar algo que llevarse a la boca. Uno se ahogó.
Los tripulantes del Speedwell llegaron a las costas de Mar del Plata en 1742
Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
A esta altura ya estaban hartos de comer foca hedionda. De los 43 hombres que partieron de Puerto Deseado, solamente quince se encontraban en buenas condiciones para nadar, mientras que los otros se encontraban con claras muestras de desnutrición y cansancio. Los que siguieron nadando llegaron a la costa y pudieron conseguir alimento y agua. Podían considerarse salvados.
Era un 10 de enero de 1742, cuando la goleta Speedwell llegó a esas playas a una distancia relativamente corta de la costa y a una profundidad de ocho brazas se detuvieron y la denominaron “Bahía del Bajío” por haber coincidido la llegada con una bajamar. Los hombres que se encontraban en la goleta, desenrollaron la baderna para hacer una balsa improvisada que sirvió para desembarcar parte de los tripulantes. Llevaban, además, armas, municiones, implementos para pescar, cuchillos y hachas. El 12 de enero decidieron echar ancla frente a esas costas bravías.
Una vez obtenidas las provisiones, el grupo de tierra se dividió. Se asignó a cinco hombres la tarea de llevar algunos víveres a bordo del Speedwell. El resto, Guy Broadwater, Samuel Cooper, Benjamín Smith, John Duck, Joseph Clinch, John Andrews, John Allen e Isaac Morris, serían los encargados de buscar alimentos en tierra.
Abandonados a su suerte
Al pretender volver a la nave, no pudieron hacerlo por estar el viento al sudeste, temible por su violencia en esta costa. Y luego sucedió lo inconcebible. La goleta levó anclas, se alejó del fondeadero, y se perdió de vista. Era evidente que habían sido abandonados.Ese golpe inesperado dejó a esos ocho sobrevivientes –los ocho primeros “turistas” de Mar del Plata– en una parte del mundo salvaje y desolada, fatigados, enfermos y desprovistos de víveres. El lugar habitado más cercano del que tenían noticias era Buenos Aires, a unas 300 millas al noroeste, pero estaban por el momento en muy pobre condición para emprender ese viaje.

Los ocho marinos abandonados en la costa marplatense improvisaron un refugio en las cavernas de la barranca costera.Ricardo Hogg. Colección César Gotta.
No tuvieron mas remedio que enfrentar la situación y construyeron un refugio al pie de la barranca, excavando una de las tantas cavernas naturales que había en el lugar, cuya formación de arcilla arenosa lo permitía. Para alimentarse, se dedicaron a la pesca y a cazar pecaríes. A pocos metros tenían un ojo de agua dulce.
Al comienzo de la primavera intentaron dos veces llegar a Buenos Aires para entregarse a las autoridades españolas y terminar así ese calvario. Mientras caminaban sin éxito –prácticamente sin un rumbo fijo– luego de haber recorrido un tercio del camino, retornaron desanimados por no conocer el terreno.
Una tarde, la desgracia ensombreció el razonable equilibrio que habían conseguido, pues al regresar de una de sus acostumbradas excursiones de caza por los alrededores, Isaac Morris y Duck se encontraron frente a un macabro hallazgo: tirados en el piso y sangrando copiosamente de sus gargantas se encontraban muertos Broadwater y Smith. ¡Estaban degollados! Clinch y Allen habían desaparecido... ¡Y la caverna había sido saqueada! Ante estas terribles circunstancias, Cooper, Duck, Andrews y Morris, se sintieron empujados a emprender el proyectado camino a Buenos Aires.
Epílogo de una larga desventura
Al día siguiente prepararon las pocas cosas que les quedaban e iniciaron la marcha, seguidos de algunos perros y un par de chanchos. Pero siempre volvían al punto de partida. No estaban seguros de exponerse por la costa, teniendo en cuenta, además, que eran sólo cuatro. No podían protegerse de las amenazas, y así, a un año de haber llegado a esas costas, los náufragos fueron capturados por la tribu del cacique Cangapol quien, después de tenerlos prisioneros por un tiempo, los vendió como esclavos.

El investigador Alberto E. Flugel junto al autor de la nota, Pablo Junco, en la Reducción de Nuestra Sra. del Pilar de Puelches. Gentileza Pablo Junco
Fueron pasando de mano en mano hasta que todos se perdieron de vista. John Duck, que era de raza negra, terminó vendido como esclavo cerca de Córdoba en manos de un acaudalado del norte de Buenos Aires. Cooper, Andrews y Morris años después fueron rescatados por un buque negrero inglés que pasó por Buenos Aires, llamado Grey y más tarde destinados a trabajos forzados en el buque inglés Asia, que estaba en el puerto de Montevideo. Morris pudo embarcar hacia Londres el 28 de abril de 1746, previo paso por Montevideo.
Siete meses más tarde de esta aventura, unos padres jesuitas decidieron instalarse muy cerca de esas tierras y fundar una orden a la que llamarían Nuestra Señora del Pilar de Puelches, lo que más tarde sería el Puerto de Laguna de los Padres, y finalmente Mar del Plata. Pero esa es otra historia…
lunes, 19 de mayo de 2025
martes, 13 de mayo de 2025
Invasiones Inglesas: Batallón Buenos Ayres del Ejército de Galicia
miércoles, 2 de abril de 2025
jueves, 13 de marzo de 2025
domingo, 5 de enero de 2025
Biografía: Bernardo Gregorio de Las Heras, padre de Juan Gregorio

La historia desconocida del padre de un héroe nacional
Carlos Campana || Deyseg
Bernardo Gregorio de Las Heras, progenitor de Juan Gregorio, se destacó en los albores de la patria ya sea como militar o como un honesto comerciante
En una época donde las líneas entre el comercio y el servicio militar se entrelazaban con los destinos personales, Bernardo Gregorio de Las Heras emergió como una figura importante en aquellos territorios de ultramar del reino de España en Sudamérica.
Nacido en Belvis, Toledo, en 1749, la vida de Bernardo estuvo marcada por la dualidad entre las armas y el comercio. Era hijo de Francisco Plácido Gregorio y Catalina García de Las Heras.
Como muchos peninsulares, un día partió al lejano Río de la Plata, que por aquel tiempo se denominaba gobernación de Buenos Aires, para establecerse en la pequeña aldea.
Vínculo con la tierra rioplatense
Al poco tiempo de instalarse, Bernardo contrajo matrimonio con Rosalía de Lagacha y Rojas, oriunda de Buenos Aires, tejiendo así un vínculo indisoluble con la región del Río de la Plata.
El matrimonio tuvo varios hijos, pero solo uno se destacó, a quien bautizaron con el nombre de Juan Gualberto, quien vio la luz el 11 de julio de 1780 y que alcanzaría renombre como general del Ejército Libertador de tres países.
En aquellos momentos, como la mayoría de los españoles, Bernardo Gregorio de Las Heras, al igual que su padre, militó en la Tercera Orden de San Francisco, demostrando su devoción religiosa y su compromiso con los valores franciscanos.
Sin embargo, su vocación primera fue la de las armas, iniciando su carrera militar en 1769 en la Infantería de la gobernación rioplatense.
Tres años después, su destino lo llevó a la Caballería como portaestandarte, ascendiendo con rapidez. En 1776, se convirtió en teniente, y cinco años después, alcanzó el rango de ayudante mayor en el mismo regimiento, consolidando su reputación como un militar competente y dedicado.
Campañas militares y pruebas de liderazgo
En 1782, sus servicios fueron requeridos en la campaña contra los portugueses en la Banda Oriental, una región en constante conflicto. Tras esta expedición, recibió la comisión de trasladar prisioneros hasta Mendoza, una tarea que puso a prueba su liderazgo y capacidad organizativa.
En este periodo de su vida no solo evidenció su destreza militar, sino también su capacidad para manejar situaciones complejas y mantener el orden en circunstancias difíciles.
De las armas al comercio
La transición de la vida militar a la comercial no fue un camino sencillo, pero Bernardo Gregorio de Las Heras lo recorrió con igual destreza. Se desempeñó como comerciante en Buenos Aires y Córdoba, demostrando un conocimiento detallado del comercio porteño en una era donde el comercio era tan vital como volátil.
Se conoce que en 1799 estaba muy preocupado por el contrabando que ejercían algunos comerciantes inescrupulosos en Montevideo. Sus denuncias sobre prácticas ilícitas y su incansable lucha por la legalidad y el orden en el comercio son testimonio de su integridad y compromiso con la Justicia.
Pero Bernardo no solo intercedió en sus esfuerzos por combatir el contrabando, sino que también se preocupó ante las autoridades del creado virreinato de los importantes desafíos económicos y sociales de la época.
Sus escritos muestran a un hombre profundamente comprometido con la prosperidad de la región y con una visión clara de cómo debería ser gestionada la economía para el bien común.
Versatilidad y adaptabilidad
Además de sus actividades comerciales, Bernardo actuó como empleado judicial en 1790 y 1792, añadiendo otra faceta a su vida. Su capacidad para moverse entre distintos mundos -el militar, el mercantil y el judicial- habla de una versatilidad y adaptabilidad notables.
Esta experiencia judicial le proporcionó una perspectiva única sobre las leyes y regulaciones de su tiempo, permitiéndole entender mejor los mecanismos del poder y la Justicia.
Sus años posteriores los vivió en la tranquilidad de su hogar y neutral ante los hechos que surgieron en el Río de la Plata a partir de 1809, durante la época de los diferentes movimientos políticos y militares.
Falleció en Buenos Aires el 18 de mayo de 1813.
Un legado de perseverancia y servicio
La vida de Bernardo Gregorio de Las Heras es un reflejo de una era de cambios y desafíos, donde las fronteras entre distintas vocaciones eran permeables y la lealtad al rey y a la familia se manifestaba en múltiples formas.
Su legado, aunque quizá eclipsado por la fama de su hijo, es un recordatorio de la riqueza de las vidas de aquellos que forjaron el destino de estos territorios en los que actualmente vivimos.
Su historia es una narrativa de perseverancia, dedicación y servicio en un tiempo donde cada acción podía cambiar el curso de la historia.
Una huella en la historia del Río de la Plata
A través de sus múltiples roles como militar, comerciante y empleado judicial, Bernardo Gregorio de Las Heras dejó su impronta en la historia del Río de la Plata, aunque el tiempo se encargó de borrarla.
Sin embargo, su vida nos recuerda que detrás de cada gran figura histórica hay personas cuyas contribuciones, aunque menos conocidas, son igualmente esenciales para el tejido de nuestra historia compartida.
Su historia es un testimonio de la capacidad humana para adaptarse, liderar y servir en las circunstancias más variadas y desafiantes.
Imagen de portada: General Juan Gregorio de Las Heras, un patriota que honró el legado de su padre. (Web)
domingo, 26 de mayo de 2024
Argentina: Las transformaciones del Cabildo de Buenos Aires
El Cabildo de Buenos Aires y sus transformaciones 🇦🇷
El Archivo General de la Nación Argentina conserva múltiples registros históricos del Cabildo de Buenos Aires. Entre estos, los registros fotográficos de la evolución arquitectónica del Cabildo (del Fondo Documental Acervo Gráfico Audiovisual y Sonoro), pero también conservamos en soporte escrito, tanto de su Archivo como sus Actas, las que nos cuentan los eventos de gobierno ocurridos entre principios del siglo XVII y 1821.




martes, 7 de noviembre de 2023
domingo, 5 de noviembre de 2023
jueves, 14 de septiembre de 2023
miércoles, 16 de agosto de 2023
Invasiones Inglesas: La reconquista de Buenos Aires
12 de agosto de 1806. Reconquista de Buenos Aires
Se cumplen hoy 217 años de aquél día en que la unión de los pueblos del Río de la Plata permitió expulsar de Buenos Aires a los invasores ingleses. Lejos de terminar aquél día, la invasión inglesa no hacía más que comenzar. Los barcos invasores pasarían a bloquear el puerto de Montevideo y luego, gracias a los refuerzos que iban recibiendo, capturaron Maldonado (octubre de 1806), Montevideo (febrero de 1807) y Colonia (marzo de 1807) antes de intentar nuevamente la captura de Buenos Aires (julio de 1807). Durante un siglo y medio, esta fecha fue recordada y conmemorada en nuestro país, y hasta llegó a ser feriado nacional, antes de que la dictadura de 1955 la barriera del calendario festivo. Luego, con el correr de los años, se la fue quitando también de las efemérides escolares,hasta ser prácticamente ignorada en nuestros días. Sin embargo, el relato “nacional”, acotado a los límites del país actual, nos impidió conocer la historia completa y reconocernos como un mismo pueblo argentinos y uruguayos, como un solo protagonista en aquellas jornadas, partes de un todo común. Nos perdemos la oportunidad de que haya un día al año (¡aunque más no sea un día al año!), en el que en las escuelas de Argentina se realicen actos conmemorativos con la presencia de la bandera uruguaya y en las escuelas uruguayas se realicen actos similares con la presencia de la bandera argentina. Y esto no es poco para pueblos que necesitan, cada vez con más urgencia, unirse y fundirse en uno solo, como lo necesitan todos los pueblos de Nuestra América. Al reconstruir la historia de la Gran Invasión Inglesa de 1806 y 1807, veremos nítidamente que los pueblos del Plata tienen una historia común, desarrollada a partir de un espacio unificador y de una identidad compartida. Los relatos históricos surgidos tras la conformación de las repúblicas cercenadas del siglo XIX desdibujaron el verdadero contenido de estos acontecimientos, que fueron manipulados y fragmentados para construir una narrativa “nacional” (es decir, localista, de patria chica), segregada y descontextualizada. Se podría pensar que en su momento este tipo de relatos estaba justificado por necesidades casi estratégicas de conformación del Estado, pero, en nuestros días, superar esta etapa de la interpretación histórica es crecer como pueblos, madurar, salir del yo para ingresar en el nosotros.

domingo, 15 de enero de 2023
sábado, 5 de marzo de 2022
jueves, 31 de diciembre de 2020
viernes, 16 de octubre de 2020
España Imperial: El esclavismo español
La oscura historia del pasado esclavista español
La VanguardiaClaudia Contente, historiadora, Universitat Pompeu Fabra
A pesar de las leyes y compromisos, España fue uno de los últimos países, a finales del siglo XIX, en acabar de forma real con el fenómeno

Una representación de una plantación de tabaco en Cuba con mano de obra esclava, hacia 1840 (Bettmann / Getty)
En un momento de revisión del pasado en Estados Unidos , pero también en Europa, a menudo se pasa de largo respecto a qué representó y cuánto se prolongó la esclavitud en España y su imperio. Sin embargo, el tráfico de seres humanos vinculado con las colonias tuvo en el caso español uno de los recorridos más largos entre los países europeos. Aunque la legislación prohibió el tráfico de esclavos en 1820, este siguió produciéndose de forma clandestina y masiva durante décadas. Pero una cosa era el tráfico y otra la esclavitud en sí, cuya abolición no fue decretada hasta 1880.
Cuando pensamos en la esclavitud en España, lo asociamos a su cara más visible y sin duda más relevante, la de las explotaciones azucareras caribeñas del siglo XIX, que, con justicia, opacan las demás formas de esclavitud que se conocieron en América y en el propio territorio peninsular.
Antes de la conquista de América, Sevilla o Barcelona contaban con proporciones significativas de esclavos
Sin embargo, en América la esclavitud estuvo lejos de ser patrimonio exclusivo de las plantaciones, y en el propio suelo peninsular también la hubo, y durante siglos, en particular en el área del Mediterráneo. Ciudades como Sevilla o Barcelona contaron con proporciones significativas de esclavos entre sus pobladores, y, un detalle importante, no todos eran de origen subsahariano: los hubo igualmente blancos o moros, tal como los describen las fuentes en épocas medieval y moderna.
En el siglo XV, si Lisboa era la capital del tráfico negrero, Sevilla la seguía en importancia. En ese entonces, esta última era una ciudad multicultural y animada, con un mercado muy dinámico, y, en lo que se refiere a los esclavos, asumía un doble papel: por un lado, de consumidora, para sus propias actividades productivas y comerciales, y, por otro, como se anudaban allí varias rutas comerciales marítimas y terrestres, era un importante punto de redistribución del tráfico negrero.

Las Canarias y su producción azucarera fueron asimismo consumidores tempranos de esclavos. Pero fue la necesidad de mano de obra en América la que hizo estallar una demanda que, con el tiempo, llevó el tráfico y la explotación a proporciones espeluznantes.
Ya desde principios del siglo XVI, la catastrófica mortalidad entre los aborígenes americanos y la incapacidad para dominar a la población local en algunas zonas hicieron que la mano de obra esclava representara la mejor alternativa. Fue así como, desde los primeros tiempos de la colonización, en 1513, se comenzaron a otorgar licencias puntuales para introducir esclavos en América y se organizó el tráfico que, como tocaba tres continentes, se conoció como “triangular”: desde Lisboa, Sevilla, Canarias y otros puertos europeos zarpaban barcos que recogían negros en las costas africanas, los llevaban a Indias y volvían a Europa, trayendo mercancías americanas.
Ya en el siglo XVI se empezó a introducir en América mano de obra esclava procedente de África
A fines de ese mismo siglo se instituyó el sistema de asientos, que otorgó exclusividad en el tráfico a determinadas compañías. Esto implicó que los españoles intervinieran en mucha menor medida que ingleses, portugueses y franceses, que pagaban a la Corona de España por la concesión. Los navíos con ese pabellón, pues, quedaron oficialmente fuera del comercio atlántico hasta 1789, cuando se liberalizó la introducción de esclavos en América y pudieron participar en el tráfico. Pero que los intereses españoles no participaran en el tráfico no quiere decir que no fueran sus destinatarios en las colonias.
En América, la población esclava se desparramaba a lo largo y a lo ancho del espacio colonizado. Si bien la presencia de esclavos se concentró sobre todo en el Caribe, donde se puso en marcha el cultivo de caña de azúcar o de tabaco –áreas, además, en que las epidemias habían tenido como consecuencia una pronunciada disminución de la población nativa–, también se explotó mano de obra esclava en zonas periféricas del imperio, en áreas rurales y urbanas en todo el continente, donde, más allá de las actividades domésticas que se les suelen atribuir, solían aprender y ejercer oficios por cuenta de sus amos o incluso por cuenta propia.

Hubo asimismo trabajo intensivo, en condiciones comparables a las de la esclavitud, en regiones donde se disponía de mano de obra indígena sometida a trabajo forzado, como por ejemplo en la mita peruana (un impuesto en trabajo que debía pagar la comunidad). En estos casos y en contextos como el de la explotación minera, aunque los indígenas no pudieran ser oficialmente reducidos a la esclavitud, a menudo sufrieron condiciones de explotación aún peores que las de la población esclavizada, y esto por razones obvias: mientras que los esclavos tenían un precio y, según para quién, resultaría un auténtico esfuerzo procurárselos, la vida de un aborigen no tenía valor monetario alguno, y ya la comunidad proporcionaría un reemplazante si el mitayo venía a fallar o morir.
En las colonias inglesas, entre tanto, la explotación de mano de obra esclava representaba igualmente un negocio que iba viento en popa y que implicaba fuertes intereses. Fue justamente en Inglaterra donde, a finales del siglo XVIII, el movimiento abolicionista, surgido entre sectores protestantes, cobró cada vez más peso e influencia. Hasta lograr, en 1807, gracias a la que el historiador Josep M. Fradera considera la primera campaña humanitaria de la historia, que Gran Bretaña prohibiera el tráfico y se convirtiera en la principal activista para erradicarlo. La siguiente conquista para este grupo fue la prohibición de la esclavitud en los territorios bajo dominio británico, obtenida en 1833 y con el elevado costo consiguiente, puesto que el Estado británico tuvo que indemnizar a los propietarios obligados a liberar sus esclavos.
España firmó un tratado contra el tráfico de esclavos en 1817, pero, en cambio, se produjo un aumento espectacular
Por ese entonces, Inglaterra comenzó a utilizar todos los medios a su alcance para impedir que el infame comercio de esclavos prosiguiera . Presión mediante, España firmó en 1817 un tratado por el cual el tráfico negrero quedaba formalmente prohibido, y daba margen hasta 1820 para la extinción total. Se preveían severos castigos para quienes infringieran la ley.
Pese a eso, el tráfico no solo continuó, sino que cobró un espectacular impulso. La única diferencia fue que pasó a ser clandestino. El historiador Martín Rodrigo considera que, de los casi 900.000 esclavos que desembarcaron en el Caribe español a lo largo de su historia, unos 600.000 llegaron precisamente durante el periodo del tráfico ilegal, entre 1820 y 1867.

En esos años, la producción de los ingenios azucareros, impulsada por la fuerte demanda, se estaba mecanizando, la rentabilidad crecía exponencialmente, igual que la voraz necesidad de mano de obra. Dadas las circunstancias, la solución adoptada fue el tráfico clandestino. A menudo contó con la connivencia de las autoridades españolas en la isla, que recibían eventualmente alguna generosa recompensa a cambio de no darse por enterados de la mercancía que se descargaba discretamente en lugares apartados. Claro que existía el riesgo de ser interceptados por un navío de patrulla inglés, pero los beneficios eran tan consistentes que bien valía la pena correr el riesgo.
Como es obvio, al haberse convertido en ilegal, ya no hay registros oficiales de entradas y salidas, y se tenía mucho cuidado en cuanto a lo que se dejaba por escrito, de manera que las reconstrucciones se basan en otro tipo de documentos, como correspondencia entre comerciantes, conflictos o denuncias judiciales, diarios íntimos y, sobre todo, la información que recogía el Estado británico en sus intervenciones.
Unos 600.000 esclavos desembarcaron en el Caribe español en el periodo en que el tráfico ya era ilegal
Al mismo tiempo, estas empresas delictivas no tenían una nacionalidad de pertenencia; a menudo eran transnacionales: el barco podía ser propiedad de personas de un país y el capitán de otro, e incluso el barco podía llevar un pabellón diferente de los anteriores. Se sabe que hubo antiguos barcos negreros norteamericanos o británicos que pasaron al tráfico ilegal caribeño. Lo que en todo caso es evidente es que esa creciente producción se originó en plantaciones de propietarios españoles, y que la participación española en el tráfico estuvo lejos de ser irrelevante.
Ahora bien: ¿qué impacto concreto tuvo la esclavitud en la economía peninsular? Es difícil, si no imposible, aventurar cifras. Está claramente establecido que los impresionantes beneficios concentrados gracias tanto al tráfico como a la explotación de esclavos ayudaron a financiar la modernización de la industria, principalmente en el País Vasco y Catalunya , y que facilitaron también la inserción de España en el capitalismo mundial.

Aunque es prácticamente imposible reconstruir las cifras, tal como señala el historiador Luis Alonso, la construcción de varias de las magníficas casas que distinguen el Eixample barcelonés coincide con el inicio de la guerra de 10 años en Cuba (1868-1878) y la consiguiente fuga de capitales, que se repatriaron de urgencia a España. En ese sentido, estas construcciones dan una pauta indirecta y mínima de la magnitud del negocio.
Otro punto a destacar es que si la esclavitud tuvo un largo recorrido en España no fue solo por efecto de las acciones emprendidas por los sectores que se beneficiaban directamente de la trata, sino que este fenómeno en sí no generó un rechazo social mayoritario en la Península, al menos no equivalente al que conocieron otras sociedades, como la británica. Probablemente, la debilidad del abolicionismo hizo que se tardara más en reaccionar contra el tráfico negrero y la esclavitud.
miércoles, 24 de junio de 2020
Virreinato del Río de la Plata: La destrucción de las misiones Jesuíticas
Destrucción de las Reducciones Jesuíticas
Revisionistas
El día 16 de agosto de 1768, después de haber hecho su cura, con anterioridad, un minucioso inventario de todas las existencias, se presentó en San Ignacio el primer administrador civil y el primer Cura que no era de la Compañía de Jesús, para hacerse cargo de la reducción. Ignacio Sánchez era el nombre del primero, y fray Domingo Maciel era el del segundo. Así ése como su compañero, fray Bonifacio Ortiz, eran religiosos de la Orden de Predicadores. En posesión ambos de sus respectivos cargos, el civil y económico el uno, y el religioso el otro, “como a las dos de la tarde de ese día -declaraba después el comisionado del gobierno, Francisco Pérez de Saravia- le hice saber al P. Raimundo de Toledo, al P. Miguel López y al P. Segismundo Baur, del Orden de la Compañía, la real Pragmática sanción, en presencia del Cabildo de este pueblo, y afirmaron los expresados regulares quedar entendidos de todo su contenido, e inmediatamente los entregué al cabo de granaderos, Jorge Sigle, para que, con seis hombres de escolta, los conduzca con su equipaje a la balsa que está prevenida, siguiendo la navegación por este río Paraná, sin arribar a puerto alguno, hasta el del pueblo de Itapuá, en donde los entregará al ayudante mayor, don Juan de Berlanga o el oficial que estuviese en aquel puesto, tomando recibo, con el que deberá satisfacer su comisión”.
Francisco Javier Bravo publicó, el texto del Inventario del Pueblo de San Ignacio Miní, y en él puede verse una detallada reseña de lo que había en la Iglesia y Sacristía, así en plata labrada como en ornamentos, y lo que había en la Casa de los Padres, y en las oficinas, como en la platería, herrería, barrilería, carpintería, etc. y lo que había en los almacenes o depósitos de los productos del pueblo.
En la descripción de lo que había en la iglesia hallamos estos datos: Una iglesia de tres naves con media naranja, en todo cumplida, toda pintada y a trechos dorada, con su púlpito dorado, con cuatro confesionarios, los dos con adornos de esculturas, y los otros dos de obra común. Su altar mayor con su retablo grande dorado. Al lado derecho de dicha iglesia tres altares: el primero de la Resurrección del Señor, con su retablo dorado; el segundo de San José, con retablo menor, medio dorado; y el tercero del mismo Santo, sin retablo.
Al lado izquierdo, tres altares: el primero de la Asunción de Nuestra Señora, con su retablo grande dorado; el segundo de San Juan Nepomuceno, con su retablo menor, medio dorado, y el tercero de Santa Teresa, sin retablo.
La capilla del baptisterio con su altar y retablo medio dorado, y pila bautismal, una de piedra y otra de estaño.
La sacristía y contrasacristía, y en ellas y en la iglesia, los retablos, las estatuas, cuadros, láminas, ornamentos, plata labrada y demás adornos y utensilios del servicio de la iglesia que siguen:
Plata labrada.
Custodia sobredorada, con varios esmaltes y piedras entrefinas.
Un copón con dos casquillos dorados por dentro.
Doce cálices, dorados los seis.
Una Sacra chapeada, y en ella varias imágenes de Santos, sacadas a buril, y sobredoradas, con las palabras de la consagración, Gloria y Credo grabadas y doradas, con su respectiva tabla, en forma de águila.
Dos lavabos en forma de águila.
Dos atriles chapeados.
Dos incensarios con dos navetas.
Seis blandones, etc.
En la Sala de Música se hallaron muchos papeles de cantar, cuatro arpas, siete rabeles, cinco bajones; rabelón, uno; chirimías, seis; clarinetes, tres; espineta, una; vihuelas, dos. Y allí también se encontraron los vestidos de cabildantes y danzantes: Casaca, cuarenta y cinco; chupas, cuarenta y cinco; calzones, cuarenta y cinco; corbatas, cuarenta y cinco; zapatos, noventa y seis pares.
Sombreros, cuarenta y cinco; medias de seda y de toda suerte, veinte y nueve pares; vestidos enteros de ángel, ocho; de húngaros, seis; sus turbantes, quince.
En los almacenes había de todo, desde yerba mate, cuya existencia era de más de 600 arrobas, y algodón, del que había 3.650 arrobas, hasta hierro (33 arrobas) y plomo (22 arrobas). Véanse algunos rubros de esta parte de los inventarios:
Cera de Castilla, diez y siete arrobas y dos libras.
Hilo de seda, dos libras, dos onzas. Hilo de Castilla, dos libras doce onzas.
Cera de la tierra, seis arrobas, quince libras.
Clavazón de hierro, doce arrobas.
Hilo de plata, dos libras seis onzas y media.
Hilo de oro, una libra, doce onzas y media.
Alambre de hierro, una arroba diez y ocho libras.
De metal amarillo, un rollito.
Escarchado de metal amarillo, una libra doce onzas.
Hebillas de zapatos, diez pares de estaño.
Item, papel, cien cuadernillos.
Mapas viejos, siete.
Incienso de Castilla, tres arrobas veinte libras.
Lacre, tres libras cuatro onzas.
Cedazos, esto es, tela de cedazos, veinticinco varas y una cuarta en tres pedazos.
Tela de plata, diez y nueve varas y media.
Terciopelo, siete varas.
Glase ya cortado para casullas en cuatro pedazos, tres de ellos de a vara y de un geme cada uno, y el cuarto de palmo y medio y todo colorado.
Tisú, tres varas.
Persiana colorada, veinte y cinco varas, y una cuarta.
Persiana blanca, tiene diez y nueve varas, y un geme.
Damasco azul, nueve varas y un geme.
Damasco morado, doce varas, menos un geme.
Damasco colorado, cinco varas y media.
Media persiana morada, diez y ocho varas y poco menos de media.
Raso colorado, setenta y tres varas.
Raso azul, diez y ocho varas.
Media persiana blanca, siete varas.
Raso morado, doce varas.
Raso verde, treinta y seis varas, un geme.
Encajes finos, tres piezas.
Item, otra pieza de lo mismo, siete varas
Item, otro rollo de lo mismo con cuarenta y seis varas y tres cuartas.
Por lo que toca a los ganados existentes en la estancia, se estableció en conformidad con un censo realizado en mayo de 1767, que había:
Vacas: 33.400
Caballos: 1.409
Mulas mansas: 283
Mulas chúcaras: 385
Yeguas mansas: 382
Yegua cría de burras: 222
Ovejas: 7.356
Los Curas que sucedieron a los jesuitas fueron religiosos de la Orden de Santo Domingo. Al padre Bonifacio Ortiz, que fue el primero que reemplazó a los jesuitas, en agosto de 1768, sucedió en 1771 fray Domingo Maciel, como Párroco, y fray Lorenzo Villalba, como ayudante. Fue confirmado en ese puesto fray Maciel en 1775, y fray Juan López sucedió a fray Villalba. En 1779 y en 1783 seguía fray Maciel al frente del pueblo, siendo sus ayudantes fray Faustino Céspedes en el primero de esos dos años, y fray Francisco Pera en el segundo de ellos. En 1787 fray Juan Tomás Soler remplazó a Fray Maciel y no tenía acompañante alguno.
Desde 1791 dejaron los Padres Dominicos de señalar Párroco para San Ignacio. Cada año fueron estos religiosos teniendo menos pueblos a su cargo. De diez, que tuvieron a su cargo en 1771, sólo tenían tres en 1803, que fueron las Reducciones de Yapeyú, San Carlos y Mártires, y en 1811 tenían aún a su cargo la postrera de estas reducciones, pero sin proveerla de Párroco. En 1815 y 1819 no se nombran Curas algunos para las mismas, como puede verse en las actas de los capítulos celebrados en esos años.
Es que desde la salida de los jesuitas, en agosto de 1768, los pueblos de Misiones, entre ellos San Ignacio Miní, fueron decayendo lenta pero constantemente. Los religiosos, que sucedieron a los Padres de la Compañía de Jesús, por más buena que sea su voluntad, desconocían el idioma de los indios y, lo que era aún más grave, desconocían la pedagogía a usarse con ellos. Los administradores, comenzando por Ignacio Sánchez dilapidaron los bienes de la comunidad.
Por lo que toca en particular a la Reducción de San Ignacio Miní, existe un documento del estado en que se hallaba en 1801 ese pueblo, otrora tan próspero y tan poblado. Dicho documento está suscripto a 31 de abril de ese año, y en el pueblo mismo de San Ignacio Miní, por Joaquín de Soria, gobernador, a la sazón, de los Treinta Pueblos, y va dirigido al Administrador Andrés de los Ríos. “Ordeno y mando al citado administrador que, sin desatender el cuidado de las estancias, y cuidado de la Chacarería, por ser estos dos ramos el principal nervio en que está vinculada la subsistencia de los naturales, ponga toda la aplicación y esmero en la reedificación de las cuadras caídas, composición de las que amenazan ruina, principalmente el templo y el segundo patio del colegio, en la mayor parte se halla destruido, y en la conservación y buen estado de servicio, en que se ven algunos edificios. Averigüe el paradero de muchas familias prófugas, cuya restitución al pueblo procurará por los medios más suaves, prometiéndoles a todos la indulgencia del castigo, para que, de este modo, vuelvan y se haga la Comunidad de ésta con más brazos para el cultivo de los terrenos”.
Esto ordenaba Joaquín de Soria, en tiempo del gobernador Lázaro de Ribera, y se refiere principalmente a los edificios, pero dos años antes, en 1788, el predecesor inmediato de Ribera, el gobernador Joaquín Alós, había expuesto y ponderado el estado de decadencia y de miseria que aquejaba a los otrora opulentos y prósperos pueblos misioneros, y con referencia particularmente a San Ignacio Miní, manifestaba que “esta falta (de ropa) ha puesto a los más de ellos en estado miserable e indecente a la vista”. No eran los de San Ignacio Miní una excepción ya que “muchos de los de San Ignacio Guazú se hallan andrajosos y desnudos la mayor parte de los párvulos”. Y en Itapuá
vio él mismo el “lastimoso espectáculo” que presentaban “a mi vista”, los más de sus moradores.
Estando los pueblos en este abandono religioso, material y económico, nada extraño es que la población de los mismos fuera, cada día, más escasa hasta reducirse a una insignificancia. Lo curioso es que no obstante tantas exacciones y abusos, de parte de tantos administradores, y no obstante tanto descuido y apatía por parte de no pocos Curas, siguieran los indígenas fieles a su vida de Comunidad, desde 1767 hasta 1810, pero fue, a partir de 1816 y para resistir la invasión lusitana sobre la Banda Oriental, que organizó el general Artigas con sus ejércitos, uno de los cuales, al mando del indio Andrés Guacurarí, del pueblo misionero de San Borja y comúnmente conocido con el nombre de Andresito y debía operar en el Alto Perú, obedeciendo órdenes superiores, se empeñó en apoderarse de los cinco pueblos del Paraná, entre ellos San Ignacio, que estaban dominados por Francia.
Artigas sostenía que, por el tratado de 1811, correspondían esos pueblos a la llamada Liga de Provincias, de las que era él el protector, y aunque Andresito tomó sin mayores dificultades la Reducción de Candelaria, que era la más defendida, le costó no poco apoderarse de Santa Ana, de Loreto, de San Ignacio y de Corpus.
Dominaba Andresito estas reducciones, cuando José Gaspar Rodríguez de Francia determinó destruirlas a fin de no dejar a su enemigo, ni fuentes de recursos, ni recintos defensorios. Así lo hizo en el decurso de 1817. El destrozo unas veces, los incendios, otras veces, destruyeron o dejaron maltrechos a todos los pueblos misioneros. Algunos, como Yapeyú, totalmente arrasados; otros como San Ignacio Miní, destartalados o en ruinas. Lo impresionante y conmovedor es el hecho de que todavía en 1846 había indígenas que moraban junto a los muros de lo que fue otrora la Reducción de San Ignacio Miní.
Esta quedó olvidada en medio de las bravías selvas que la rodeaban hasta que, en los postreros años del siglo XIX, llegó hasta sus solitarias ruinas el agrónomo Juan Queirel y, en dos folletos, intitulado el uno “Misiones”, publicado en 1901, comunicó a los estudiosos una noticia comprensiva y objetiva de lo que eran entonces las ruinas de San Ignacio Miní.
“Mi permanencia en esta localidad –escribió Queirel- donde he delineado un centro agrícola, que hará renacer de sus cenizas al incendiado y arruinado pueblo de San Ignacio Miní, me ha permitido visitar con alguna detención las interesantes ruinas de dicho pueblo, que, como bien se deja ver por ellas, fue una de las más importantes y prósperas reducciones.
Por propia satisfacción he recorrido las ruinas, midiendo y observando; y después de muchas horas, así empleadas, he podido levantar el plano adjunto. Por temor de inventar, he puesto en él solamente lo que hay en el terreno. Asimismo ciertos lienzos de pared que represento por una línea seguida, no son de hecho sino escombros diseminados que, en vez de guiar, confunden sobre la verdadera dirección que tuvieron las antiguas hileras de casas, cuartos, etc.
Hay que saber que las ruinas están entre un monte espeso y salvaje (con muchos naranjos) en que los árboles, lianas y demás plantas han tomado por asalto, casas, iglesia, colegio, etc.
Los pueblos de las misiones argentinas fueron, como es sabido, incendiados y destruidos, unos por los portugueses, otros por los paraguayos, y por eso sus ruinas están en mucho peor estado que las de las Misiones brasileñas y paraguayas, en las cuales se conservaban edificios completos, que son aún habitados, como en Villa Encarnación sucede.
No obstante que, en estas últimas ruinas, se puede estudiar mejor las antigüedades jesuíticas, yo he creído útil hurgar en las ruinas que tenía a mi alcance, aunque más no fuera, que para confirmar las descripciones antiguas.
Aún en el estado en que se encuentra aquel viejo pueblo en escombros, es muy interesante.
Si de mí dependiera, esas ruinas, esas piedras labradas y esculpidas, que representan el arte de los jesuitas, y la atención, la perseverancia y el sudor de millares de Guaraníes; esas piedras que han escuchado tantos cánticos, tantas plegarias cristianas, pronunciadas en una lengua primitiva, que han asistido a tantas escenas de una civilización única en la historia. Si de mí dependiera, lo repito, esas ruinas serían respetadas, cuidadas, conservadas, para que fueran, como dice Juan Bautista Ambrosetti, un atractivo más de Misiones, y no el menor, un punto de cita para los turistas futuros”.
La Reduccion Jesuítica San Ignacio Miní, junto con las de Nuestra Señora de Loreto, Santa Ana y Santa María la Mayor (ubicadas en la Argentina) fueron declaradas Patrimonio Mundial de la Humanidad por la Unesco en 1984.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de ObligadoFurlong, Guillermo – Las Misiones y sus pueblos - Buenos Aires (1971).
Portal www.revisionistas.com.ar
Todo es Historia – Mayo de 1971