El descubrimiento del Lago Argentino
Region de los lagos Argentino y Viedma
VALENTÍN FEILBERG
Durante la estadía de la "Chubut" en el estuario, Luis Piedra Buena entregó al comandante Lawrence la nota que Roberto Fitz Roy dejara casi cuarenta años atrás a orillas del río. El documento decía: "Left by the boats of the Britannic Majesty's Sloop Beagle while tracking up the River Santa Cruz. April 25 of 1834." (Dejado por los botes de la Corbeta de Su Majestad Británica Beagle mientras siguen ascendiendo el río Santa Cruz. Abril 25 de 1834.)
De acuerdo al Perito Moreno, la lectura de este papel habría entusiasmado a Feilberg para intentar alcanzar lo que no lograran ni ingleses ni chilenos. Convenció al comandante Lawrence, que lo puso al frente de una reducida comisión de cuatro personas y un bote, con la misión de alcanzar las fuentes del Santa Cruz. Los hombres designados para acompañar a Feilberg fueron el contramaestre Jorge Stevens, el timonel William Jacobs, ambos galeses, el marinero Miguel Duffi, genovés, y el marinero Juan Echevarría, correntino. Los elementos materiales que dispondrían para tan azarosa travesía asombran por lo precarios. De acuerdo al capitán Luis Cabral se les entregó: "El chinchorro del buque, de catorce pies de quilla, víveres para veinte días, Instrumentos de la época: una brújula y un catalejo, un octante y un horizonte artificial, un escandallo vulgar, lápiz y papel...".
De todas las expediciones que se aventuraron rio arriba, ésta era la más desprovista, tanto en hombres como en materiales. Cualquiera que los vio partir el 6 de noviembre de 1873, pudo pronosticar que aquellos cinco optimistas mal equipados difícilmente podrían superar la marca de Roberto Fitz Roy.
En los primeros tramos pudieron avanzar a remo e incluso emplear la vela, pero pronto chocaron con las mismas dificultades que se opusieran a sus antecesores. El río desciende en su declive a una velocidad de 6 a 7 nudos, imposibilitando todo avance que no sea a sirga, a pura fuerza de músculo. Pocos kilómetros después de la partida pasaron por la isla Pavón, el reducto de Piedra Buena y el más austral establecimiento permanente argentino, lengua de tierra de dos kilómetros de largo por 300 metros de ancho. Debieron ver lo mismo que viera George Chaworth Musters a su paso por allí, cuatro años antes: "...la casa principal, sólidamente hecha de ladrillos, con techo de tejas con tres piezas y una especie de portal donde se ve un cañón de 9 libras, que domina la entrada. Está defendida, además, por una empalizada, sobre la que ondea la bandera argentina y detrás de la cual hay un foso que se llena de agua con las mareas de la primavera. El objeto de estas fortificaciones es defender el lugar en caso de que los indios lleguen a molestar cuando se encuentran bajo la influencia del aguardiente... La segunda casa estaba ubicada como a 50 yardas de distancia; y, como se la usaba comúnmente en calidad de depósito, tenía el nombre de Almacén... La tercera casa, que se alzaba en el extremo oriental de la isla, estaba desocupada. Junto a ella se había labrado una pequeña extensión de terreno, cultivándose con buen éxito papas, nabos y otras legumbres... El suelo estaba cubierto de arbustos achaparrados, de matas de cardo chico, redondo y espinoso, y de hierba dura. Las pocas ovejas parecían pasarlo bien, pero su número mermaba notablemente en invierno, porque en los días en que la caza escaseaba, una de ellas tenía que ser víctima del voraz apetito que el aire penetrante de la Patagonia originaba.
Una numerosa manada de caballos pastaba en la tierra firme, en un espacio de terreno situado debajo de la barranca del sur, llamada el «Potrero», donde la hierba, aunque dura, crecía muy lozana. Cuando se les necesitaba para la caza, se traía a toda la tropa por la mañana, haciéndola cruzar el río, y se la echaba dentro del corral; pero, por lo general, sólo había un caballo en la Isla, listo para las emergencias."
Por allí pasaron los expedicionarios, indudablemente saludados por los ladridos de los numerosos perros que poblaban la isla Pavón, y siguieron al oeste. Otras islas e islotes emergían de las aguas, todas deshabitadas y escasamente habitables. Tiempo después, Francisco P. Moreno escribiría: "En los puntos donde el río no presenta islas, su aspecto es magnífico: los hilos de su rápida corriente se dibujan con claridad y las aguas bullen saltando sobre las matas que la Inundación ha cubierto; una noble placidez reina en el centro del gran torrente que desdenté con ligereza, mientras en los costados el agua choca en los recodos, entre las rocas de las barrancas, o asalta las citadas ramazones. En ciertos parajes la corriente es tan veloz que el menor accidente del terreno forma un pequeño rápido o remolino que dificulta el paso del bote y nos obliga a hacer grandes esfuerzos."
Las dificultades de avance se fueron sumando El suelo de las orillas es pedregoso, cubierto de cantos rodados que resbalan bajo el pie, provocando caídas y tropiezos, aparte de destrozar implacablemente el calzado, y en algunos tramos los abundantes arbustos espinosos rasgaban la ropa y la carne de los expedicionarios. Feilberg trabajó a la par de sus hombres, despellejándose las manos para vencer con la cuerda a la tremenda fuerza de ese río blancuzco y arrollador que se oponía a su avance, De noche, tras un dia de fatiga demoledora, los esperaba un frío intenso, penetrante, tiritando en busca de un poco de calor.
En algunos sectores las barrancas del río se acercan tanto entre si que apenas dejan lugar para la sirga. Por ejemplo, el lugar conocido como Chlckerrok-aiken, aquel donde Fitz Roy encontrara huellas de indígenas en la orilla, maravillándose de gue pudieran atravesar el río con mujeres y niños, y que Musters describe de esta manera: "En este punto el río se estrecha considerablemente y del lado sur hay empinadas escarpas suspendidas casi sobre el agua, formando cavernas en cuyos recovecos podía encontrarse casi siempre, con seguridad, un puma...". Cuando se encontraba con estas costas a pique, que impedían sirgar, Feilberg no seguía el procedimiento de Fitz Roy, que remontaba la altura con sus hombres y sirgaba desde arriba a las canoas, sino que sacaba la embarcación del agua, la cargaba a espaldas y marchaban cuesta arriba trastabillando bajo su peso, hasta encontrar un lugar para devolverla al agua.
El mismo Santa Cruz presenta desusadas características. Como la temperatura de las aguas suele ser superior a la del ambiente, en horas tempranas del día se desprenden densas nubes de vapor, lo que unido a la espuma de la fuerte correntada, da la impresión de que el río estuviera hirviendo. Después del Chickerrok-aiken las orillas se hacen menos abruptas, las barrancas se alejan y dejan una suerte de planicie donde discurre el río. Y entonces ocurre el proceso Inverso: a la aspereza de una topografía intrincada sucede el aplastamiento de una monotonía agobiante en medio de un paisaje de infinita tristeza. "Faltan en estas regiones los accidentes del terreno que halagan la vista y ofrecen al viajero tanto motivo de estudio y de ilimitada variación en sus ideas; todo es igual, la monotonía opresora enerva aquí, desespera. La aridez continua, las sabanas de piedras, los arbustos que viven muriendo, le comunican un abatimiento con el que sólo la energía puede luchar. .. la desolación es tanta que se experimenta una misma impresión, hija del espectáculo tristísimo de la pobreza de la naturaleza. Asi, las Impresiones entusiastas de los primeros trabajos van desapareciendo en nosotros a medida que adelantamos, y el espectáculo que se desarrolla a nuestra vista no es a propósito para alentarnos". (Francisco F. Moreno.)
Para colmo, el río da vueltas y más vueltas, pareciendo volver sobre sus pasos a cada momento, sin que cedan los rápidos y remolinos, provocando con ello la sensación de que no se adelantaba en absoluto, de que se caminaba interminablemente en el mismo sitio.En laboriosa marcha, ganando metro por metro, superando fatigas y obstáculos, Feilberg y sus compañeros llegaron a la Quebrada del Basalto descrita por Fitz Roy Un imponente paisaje de tétrico aspecto. El río corre entre barrancas volcánicas que se cierran sobre su curso en negruzcos acantilados. Todo allí es fragoso, siniestro. Los caprichos de la lava y el trabajo secular de la erosión forman figuras torturadas de insólito aspecto. La entrada a la quebrada es uno de los pasajes más peligrosos del Santa Cruz, que en ese punto se estrecha, aumentando la velocidad de la corriente que viene torrencial y espumeante por el rápido declive, cayendo en vertiginosos remolinos.Alli hubo que extremar los cuidados, en primer lugar para evitar un resbalón que podia, significar romperse la cabeza o ser arrastrado por las aguas, y en segundo término para impedir que la canoa, con víveres y enseres adentro, se hiciera pedazos contra las rocas.
Según el Perito Moreno: "Inmensas moles negras se destacan sobre la meseta formando siniestro contraste con el celeste del cielo y las faldas que están sembradas de enormes fragmentos cubiertos de arbustos. Es un paisaje completamente distinto de los que hemos cruzado; a la aridez producida por la falta de agua en terrenos generados por ella, sucede la sombría formación volcánica. La amarilla cumbre de la meseta ha cedido bajo el sólido y espeso basalto..." Y respecto de la misma quebrada: "...inmensa rajadura en la estrata volcánica que domina a ambos costados con sus moles geométricas, se dirige desde el N. O. hacia el rio formando en este punto una pequeña bahía pintoresca en su misma tristeza. Estas moles oscuras que caen a plomo desde la meseta, casi columnares, cuyos fragmentos han rodado hasta el agua, están matizadas por lujosas gramíneas y otras plantas... Estos pequeños desfiladeros oscuros, sembrados de enormes peñascos de ángulos fuertes, negros y mohosos por el tiempo, dan al paisaje un aspecto de una región de hierro; el basalto cubierto de pequeños liquenes tiene, desde lejos, cierto viso de vetustez que caracteriza las antiguas construcciones del hombre.
En el fondo de la quebrada el Santa Cruz corre bramando, sin mira alguna de hallarse cerca de sus fuentes. A cada día que pasaba, Feilber? y sus hombres sentían más agudamente el peso de la empresa. El esfuerzo sostenido y persistente ponía a prueba su resistencia hasta extremos apenas tolerables. Era tanto el cansancio de sus músculos sometidos a la máxima tensión, que cuando se detenían a descansar caían desplomados como para no levantarse más. Para colmo, la tristeza infinita del paisaje torturado y torturante agobiaba el ánimo creando una sensación de desaliento mechada de decepción.
A la inversa de los primeros días, ya el fogón nocturno no los congregaba entre risas y bromas, sostenidos por el firme optimismo de la juventud. Ahora el fuego vespertino servía de fondo a la lúgubre ceremonia de la cena, despachada sin ganas, en silencio, jugueteando el reflejo de las llamas sobre rostros enflaquecidos, demacrados, serlos, con la mirada perdida en las propias y negras reflexiones de cada uno. La misma monotonía de la ración diaria no contribuía a levantar los corazones. Claro que a veces, con buena suerte, podían modificar el menú y dejar de lado las conservas sin olor ni sabor por un buen bife de guanaco, tal vez un avestruz, o incluso alguna trucha sacada del rio. pero —hambre aparte— el hecho de alimentarse pocas veces era un placer, sobre todo cuando soplaba viento, ese viento patagónico poderoso y omnipresente. En tal caso, millones de granos de arena, aparte de asaetearlos como minúsculas flechas, se metían por todas partes, incrustando la comida hasta más allá de cualquier posibilidad de limpieza. Entonces debían masticar resignadamente, triturando entre los dientes los trocitos de cuarzo.
A veces encontraban estímulo para seguir, sobre todo cuando hallaban residuos de la expedición de Fitz Roy, astillas de leña, latas de carne en conserva, y sobre todo los pedazos de la botella que rompiera Gardiner con el mensaje dejado el 25 de abril de 1834. Por fin vieron, allá a lo lejos, clara y nítidamente a través del aire diáfano, las cumbres nevadas de los Andes, la meta segura. Al cabo de 17 días de marcha Feilberg alcanzó el Valle del Misterio, punto máximo de penetración de los expedicionarios de la Beagle. Recién de allí en adelante empezaba lo verdaderamente novedoso. Pero el punto se había alcanzado a un costo muy alto. Los hombres estaban exhaustos, sin reservas de energía, ropas y calzado hechos pedazos, y los víveres peligrosamente disminuidos. Y el río seguía tan ancho, tan hondo y tan impetuoso como siempre. Aquello parecía una lucha sin sentido, una locura destinada al fracaso.
Entre los agotados compañeros de Feilberg tomaba cuerpo la idea de regresar, pues se sentían incapaces de dar un paso más. Llevaban casi tres semanas trabajando como galeotes, poniendo a prueba sus reservas físicas, soportando fríos y penurias de toda suerte, descansando mal y comiendo peor. Pero una vez más se puso de manifiesto la firme voluntad de Feilberg, que tan agotado y deprimido como los otros, insistió en perseverar, en seguir adelante.
Superando su propia debilidad, aquellos cinco intrépidos marinos se pusieron en marcha, dando cara a esa extraña cordillera que parecía alejarse cuanto más se acercaban a ella. Otras jornadas se desgranaron, siempre igual, cada vez peor; las manos ya no podían aferrar la cuerda, los músculos se negaban a obedecer. Jadeando, sin aliento, cada vez avanzaban menos. El Santa Cruz estaba a punto de cobrarse una victoria más. Era invencible, por lo tanto había que regresar. En un alto impuesto por la fatiga, desalentado y abatido, Feilberg se adelantó caminando por la orilla, rio arriba. Poco más allá cayó desplomado, sin fuerzas para mantenerse en pie. El Santa Cruz lo había vencido.
De pronto, desde el subconsciente, algo inusual y extraño se abrió paso hacia su atención. Con el oído cerca del suelo, percibía un ruido. Pero un ruido que no correspondía al lugar. Un sordo rumor, bronco y rítmico, que su alma de marino conocia muy bien. Toda la fatiga desapareció de un golpe y de un salto Feilberg estuvo de pie. Lo que había escuchado era el ruido de olas al romper sobre la costa. Nuevamente dueño de sus fuerzas, el subteniente se adelantó por la orilla, sintiéndolo cada vez más nítido y fuerte. Era indudablemente un rumor de oleaje. Al frente, una vuelta del río tras un médano le ocultaba la vista. Remontó anhelante la cumbre del médano, y al llegar a la ceja un espectáculo impar se abrió ante sus ojos.
Tenía delante un gigantesco lago cuyas olas se perdían en la distancia, conformando una llanura movediza, blancoazulina. Grandes bloques de hielo navegaban destellando bajo el sol y al fondo el imponente paisaje de la cordillera levantaba sus picos cubiertos de nieve. Era el primer hombre blanco que llegaba a sus orillas procedente del Atlántico tras recorrer en toda su extensión el rio Santa Cruz. La hazaña estaba cumplida. Atrás quedaban 19 días de penurias sin cuento.
Exploración hacia Río Gallegos
Feilberg no dudó que se encontraba ante el lago Viedma y ni por un momento pensó que pudiera ser otro. Intentó explorarlo y recorrió la costa durante cuatro días con el bote de la expedición. Cubrió nueve leguas hacia el sur y luego otras tantas hacia el norte del nacimiento del Santa Cruz. Durante este último recorrido halló la desembocadura de un rio procedente del norte que aunque él lo ignoraba, venía directamente del actual lago Viedma, a setenta kilómetros de allí .Empero, las condiciones.no eran favorables para un reconocimiento a fondo del lago. Aparte del cansancio y la mala alimentación, el intenso viento y el fuerte oleaje impedían internarse en sus aguas. Además las provisiones estaban agotadas y era menester volver.Lago Viedma desde el satélite
A punto de emprender el regreso, Feilberg, en el punto de nacimiento del Santa Cruz, redactó la siguiente nota: "Lago Viedma, noviembre 29 de 1873. El día 6 de noviembre d« 1873 salí de la desembocadura del rio Santa Cruz con un pequeño bote de. la goleta argentina 'Chubut' y 4 hombres de la tripulación, para explorar el río hasta el lago Viedma. A los 20 días de la salida llegué a la boca del lago, el día 26 de noviembre; durante estos 20 días tuve vientos muy fuertes del tercero y cuarto cuadrantes; al día siguiente de llegar, como no me fue posible entrar al lago por el río por la mucha corriente y fuertes vientos, pasé el bote sobre la playa hasta el primer río que desemboca en el lago en la parte norte y lo mismo hice en el del sur. Hoy, 29 de noviembre, hace tres días que estoy aquí sin poder hacer nada por el tiempo malo, y como las provisiones se me están acortando, vuelvo para abajo llevando la latitud y la longitud del lago, para darle su posición verdadera, .que aún se ignoraba. Valentín Feilberg. Subteniente de la Marina Argentina".
Introdujo el papel en una botella y se dispuso a despedirse del lago tomando posesión. Usando un remo a guisa de mástil, ató en él la bandera argentina, que flameó orgullosamente en aquellas solitarias lejanías. Sujetó la botella al pie del mástil y emprendió el regreso. En los primeros dias de diciembre, tras 4 de marcha y 29 de ausencia, estuvieron nuevamente en la "Chubut" sin novedades. Había cumplido, sin la menor duda, una magnifica hazaña que honraba a la Armada Argentina.
Poco después de regresar Feilberg apareció en el estuario del Santa Cruz la esbelta y poderosa corbeta "Abtao", de la marina de guerra chilena, moderna nave a vapor de 1.500 toneladas, armada con tres cañones de 115 libras (Braun Menéndez), al mando del capitán de corbeta Jorge Montt. ¿Qué podría frente a esa maravilla bélica la desvalida "Chubut" con sus 120 toneladas y los dos cañoncitos de bronce, aptos apenas para salvas de saludos? Pero los chilenos no venían en tren de guerra. Al encontrar la banda sur ocupada por los argentinos, aceptaron los hechos. Indudablemente el capitán Montt traía instrucciones precisas al respecto.
Cumpliendo con los términos de cortesía debidos a los recién llegados, el comandante Lawrence comisionó al subteniente Feilberg, su segundo, para trasladarse a la "Abtao" a bordo del bote de la "Chubut". Fueron cortésmente recibidos por los marinos chilenos y poco después el capitán Montt dispuso la devolución de la visita. Ambas tripulaciones confraternizaron y fueron huéspedes de los Rouquaud en Los Misioneros, hasta que la "Abtao", tras una semana de permanencia en Santa Cruz, levó anclas de regreso a Punta Arenas.
En enero de 1874 la "Chubut" dejó a su vez el lugar, quedando en la casilla un cabo y dos marinos. Llegaron a Carmen de Patagones, desde donde Lawrence comunicó a la superioridad todo lo actuado, al tiempo que cargaba provisiones y elementos para regresar al sur. Durante la estadía desembarcaron para volver a Buenos Aires el subteniente Palacios y el práctico Arrevoir, incorporándose en calidad de piloto Jorge H. Bornes. El 22 de febrero la "Chubut" se hizo a la mar rumbo a Santa Cruz, donde llegó el 6 de marzo, para terminar de cumplir las instrucciones, que disponían la vigilancia y exploración de la región austral hasta nueva orden.
Con ese fin, el comandante Lawrence destinó nuevamente al subteniente Feilberg para dirigir una expedición por tierra para explorar el espacio comprendido entre los ríos Santa Cruz y Gallegos. Acompañado por dos marineros y conduciendo una tropilla de caballos, se internó hacia el sur y durante diez días recorrió las desoladas regiones, sin encontrar un ser humano en el camino. La estación estaba avanzada, por lo que debió enfrentar condiciones atmosféricas sumamente desfavorables. Todo lo soportaron en esa travesía de paisajes desconocidos, tristísimos y deprimentes, capaces de poner a prueba al hombre más templado. Atravesaron zonas inexploradas en medio de fuertes vientos que dificultaban la marcha, intensas nevadas que anunciaban un temprano invierno y un frío penetrante contra el que resultaba pobre defensa los inapropiados abrigos de la época. Al llegar al río Coyle lo hallaron crecido. Sin amilanarse, Feilberg ordenó internarse en las heladas aguas y lo cruzaron a nado. Siguieron hasta corta distancia del río Gallegos, pero con claras secuelas de la penosa travesía: a consecuencia del cruce del Coyle, Feilberg presentaba signos de congelamiento en una pierna, de modo que debieron regresar. Diez días había demandado la entrada que, por las características que asumió y los inconvenientes que debió superar, no es menor hazaña que la cumplida por el valeroso subteniente en el río Santa Cruz.
Feilberg necesitaba asistencia médica imposible de recibir en Santa Cruz, por lo cual el comandante Lawrence dispuso su traslado a Buenos Aires en mayo de 1874, pasando a ser segundo de la "Chubut" el piloto Bornes. El historiador Armando Braun Menéndez afirma que el subteniente regresó cubriendo a caballo la distancia entre Santa Cruz y Carmen de Patagones -algo asi como de Buenos Aires hasta más allá de Tucuman lo que implicaría, para 1874 y con una pierna helada, algo sobrehumano de caracteres homéricos.
Bastaría con hacer la prueba ahora en 1973, por carretera y con las dos piernas sanas. De acuerdo a la foja de servicos de Feilberg, el viaje fue a Punta Arenas, donde tomó el buque de la Mala Real Inglesa que cubría regularmente el trayecto entre puertos chilenos y la capital argentina, por el estrecho de Magallanes. Una vez en Buenos Aires y ante los relevantes méritos de sus servicios, Valentín Feilberg fue ascendido a teniente de marina, grado correspondiente al actual de alférez de navio.