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miércoles, 8 de diciembre de 2021

Franquismo: El último refugio de los maquis

El último refugio de los maquis

Una exposición en Cantabria rememora el malvivir de los guerrilleros antifranquistas en cuevas y cabañas de vacas

Juan G. Bedoya || El País




El guerrillero y maquis cántabro Juanín (a la derecha) en Peña Ventosa, con dos compañeros.

Existen decenas de libros y varias películas sobre los maquis que combatieron a la dictadura franquista y resistieron en el monte, unos pocos hasta dos décadas después del final de la Guerra Civil. En Francia tienen estatuas y son considerados héroes. En España, los documentos oficiales los llaman bandoleros, forajidos, malhechores o criminales, y cuando eran abatidos por la Guardia Civil se les enterraba en fosas comunes, como si fueran perros, después de exhibir sus cadáveres al público para escarmiento del vecindario que osaba ocultarlos o socorrerles.

Maquis es ahora sinónimo de resistente. En realidad, la palabra italiana macchia, de la que deriva la española a través del francés, define un campo de matorrales. Era el hogar de las guerrillas rurales. Muchos escaparon a Francia cuando dieron por perdida una batalla imposible. Unos pocos se quedaron. Los dos últimos fueron abatidos a lo largo de 1957. Habían sobrevivido en cuevas, en invernales —cabañas de ganado— compartiendo el calor con vacas y caballos, ocultos en zulos de casonas o escondidos en pajares de sus enlaces, caminando por la noche entre las carrascas, por senderos por los que solo transitaban cabras; atravesando barrancos y durmiendo en cuevas naturales, o agazapados entre matorrales.

Fotografías de maquis y cómplices de maquis recogida en un libro sobre la exposición.

Ese terrible malvivir palpita en decenas de fotografías y documentos que se exhiben en la antigua iglesia de San Vicente Mártir, en Potes (Cantabria), hoy sede del Centro de Estudios Lebaniegos. Patrocinada por el Gobierno cántabro, la muestra es obra del fotoperiodista palentino Agustín López Bedoya e incluye los atestados en los que la Guardia Civil relata cómo eran abatidos los guerrilleros, y los castigos que recibían sus cómplices, en su mayoría mujeres. Algunas fueron fusiladas sin miramientos tras choques entre la guerrilla y las fuerzas de seguridad; otras sufrieron torturas y años de cárcel, y más tarde el destierro para evitar que siguieran actuando de enlaces.

La exposición lleva por título Maderas de Oriente. El monte, último refugio. No es poesía. Además de alimentos, tabaco, coñac y ropa, los enlaces se jugaban la vida para abastecer a los guerrilleros de una colonia popular en los años de la posguerra con la que se rociaban el calzado para evitar que los sabuesos de la Guardia Civil les localizaran. Se llamaba Maderas de Oriente.

Las guerras producen relatos legendarios y crean santorales civiles. Así escribe Agustín López sobre el mosaico que acoge un centenar de rostros de guerrilleros de ambos sexos. Los hay de todas las edades y de todas las profesiones. Unos, la mayoría, huían de un fusilamiento seguro; otros se evadieron de campos de concentración y batallones disciplinarios. Esperanzados en que las potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial liquidarían la dictadura de Franco, mantenían una guerrilla, organizados en batallones o brigadas. La mayoría pasó a Francia a partir de 1947. Los que se quedaron, por motivos muy diversos (enfermedad, hijos, familia, amores o porque sí), fueron liquidados en los siguiente diez años. Eran “los del monte”.

El 25 de abril de 1957, el cadáver de Juan Fernández Ayala, Juanín, estaba tirado en una esquina del cementerio de Potes y un joven sacerdote de la comarca de los Picos de Europa se acercó para rezarle un responso. A punto estuvo de ser agredido por algunas de las autoridades presentes, que lo echaron del lugar a empellones. Se llamaba Ángel Mier y acabó en Suiza como capellán de emigrantes.

Juanín tenía 19 años cuando empezó la guerra y 26 la tarde que se echó al monte, a la anochecida. Estaba en libertad vigilada y trabajaba para Regiones Devastadas en la construcción de la nueva iglesia de Potes, cabecera de la comarca de Liébana. Escapó cuando era conducido al cuartel de la Guardia Civil, donde solía ser apalizado una vez a la semana. La exposición lo muestra ya cadáver, de pie contra una pared para una fotografía ya legendaria. En un hueco de esa pared, en la carretera sobre un viejo molino convertido en camping a las afueras del pueblo de La Vega, a siete kilómetros de Potes, hay siempre flores, a veces frescas, a veces artificiales, que familiares y admiradores reponen cuando se marchitan o se deterioran.

La pared en la carretera a las afueras del pueblo de La Vega, donde familiares y admiradores reponen flores para Juanín. Agustín López Bedoya

En la fotografía, el guerrillero parece un anciano pese a tener 39 años. Ha vivido casi dos décadas con la Guardia Civil pisándole los talones. Se dice que no salió a Francia porque se sentía enfermo de muerte, o porque tenía un amor por la zona de los Picos de Europa. Como a tantos de sus compañeros en la guerrilla, eran los familiares los más castigados, con una represión que incluía torturas para que los delatasen. Visto en perspectiva, los verdaderos héroes de las guerrillas rurales fueron “los del llano”, sobre todo las mujeres (madres, hermanas, novias, amigas), que les ayudaban por solidaridad familiar o vecinal, pero también, muchas, por un compromiso político. Se calcula que un tercio de los integrantes de las redes de apoyo a los del monte fueron mujeres. Además de a la represión, tuvieron que enfrentarse a la maledicencia. En atestados oficiales se las presenta como “concubinas” o se reduce su papel a “las que lavan la ropa a los guerrilleros”.

Exposición ‘Maderas de Oriente. El monte, último refugio’. Centro de Estudios Lebaniegos. Eduardo García de Enterría, 1; Potes (Cantabria). Martes a domingo, de 10.00 a 14.00 y de 16.00 a 18.00. Hasta el 31 de agosto.

 

jueves, 23 de abril de 2020

GCE: Despedidas de fusilados en paquetes de cigarrillos

Despedirse de la familia con un mensaje escrito en una cajetilla de tabaco

'Pequeñas cosas' muestra objetos aparentemente insignificantes guardados durante años como tesoros por familiares de víctimas del franquismo






Mensaje de despedida de Vicente Verdejo a su mujer escrito en la cárcel de Valdepeñas antes de ser fusilado el 29 de octubre de 1940


Natalia Junquera || El País


Guardar una cajetilla de tabaco durante 80 años porque en el reverso del cartón está escrita la despedida de un hombre, Vicente Verdejo, que sabe que ha fumado su último cigarrillo y dado su último abrazo: “Carmen, cojo el lapicero para despedirme de ti y de nuestros hijos, mi Gregorio y mi Vicentita. Muero acordándome de ti. Has sido muy buena, no te mereces lo que estás sufriendo. Ten resignación y paciencia. Recibe todo el cariño de este que hasta la muerte te está queriendo”. Conservar durante décadas un pañuelo con manchas de sangre porque contiene las pertenencias que acompañaron a Heliodoro Meneses el día de su fusilamiento: papel de arroz, una caja de cerillas, un pedazo de lápiz, una goma de borrar y una horquilla. Un grupo de investigadores de la UNED ha dedicado diez años a buscar en hogares de toda España “los objetos que guardaron una memoria perseguida” y que se muestran ahora en una exposición itinerante, desde este mes en Madrid, y durante 2020 en distintas sedes de la Universidad a Distancia. Se titula Las pequeñas cosas y explica por qué para quienes las custodiaron desde el franquismo hasta hoy son grandes tesoros.

Durante años esos objetos fueron una forma de resistencia: guardarlos significaba rebelarse contra quien intentó hacer desaparecer a sus dueños arrojándolos a fosas comunes, enterramientos clandestinos. Con el tiempo sirvieron, además, para recordarles con orgullo y hablar de ellos a quienes no conocieron los efectos de su ausencia.

Vicente Verdejo, el hombre que abrió una cajetilla de tabaco para despedirse de su familia, fue fusilado el 29 de octubre de 1940. Gregorio tenía entonces seis años y Vicentita, dos. “Mi hermano empezó a trabajar antes de echar los dientes. No debía tener más de ocho o nueve años. Pasábamos un hambre...”, recordaba ella.

Un primo de Heliodoro Meneses llegó a presenciar su fusilamiento. Cuando los cuerpos quedaron abandonados, a la espera de echarlos a la fosa común, se acercó y extrajo del bolsillo del cadáver todo lo que tenía. La familia lo guardó en ese pañuelo a modo de cofre que se expone ahora en Las pequeñas cosas.

“Es una exposición llena de arrugas, de costuras, de recortes… pequeñas cosas que nos permiten mirar y comprender el pasado de este país”, explica el antropólogo Jorge Moreno, uno de los comisarios de la muestra y autor de El duelo revelado. “Son fotografías, escritos y objetos que conservan en sus dobleces la forma exacta de una memoria que tuvo que coserse, recortarse o susurrarse para poder sobrevivir”, añade.

Pañuelo con las pequeñas cosas que Heliodoro Meneses llevaba en el bolsillo el día de su fusilamiento: una cajetilla de tabaco, unas cerillas, un trozo de lápiz, una goma de borrar y una horquilla.

Prohibido llamarse Libertad

La exhibición muestra piezas vinculadas a presos, fusilados y exiliados conservadas, sobre todo, en casas particulares, pero también en archivos institucionales. Así, en el expediente del juicio sumarísimo de Rufina Delgado, los investigadores encontraron, por ejemplo, una cuartilla manuscrita con una versión subversiva del Cara al sol. Y en el Registro Civil, un nombre tachado, "Libertad", y su sustituto, "Máxima", en cumplimiento de una orden de 1939 por la que el franquismo exigió a los padres que cambiasen, en un plazo de 60 días, “nombres exóticos o extravagantes” por estar vinculados a la izquierda, como Libertad o Germinal. Superado el plazo de dos meses, se ordenaba al encargado del registro imponer el nombre del santo del día o el de un santo venerado en la localidad.

En el caso de los exiliados, la muestra exhibe también objetos aparentemente insignificantes que, en la nueva vida, a miles de kilómetros, tenían un efecto reconfortante, como las pequeñas piedras de carbón que Alejandro Trapero, minero de Puertollano, se llevó a Francia. Las tenía expuestas en el centro del salón de su casa francesa.

La muestra exhibe también una carta en la que Anastasio Godoy pide desde la cárcel a su familia que venda un armario para comprar sellos y papel con los que poder continuar escribiéndose. Entonces, esa correspondencia era una forma de seguir en contacto. Hoy es un tesoro.

"Las pequeñas cosas" se expone en el centro Escuelas Pías de UNED-Madrid hasta el 8 de enero. A partir de entonces puede consultar el itinerario de la muestra en mapasdememoria.com.

Abarcas halladas en la exhumación de una fosa común en Fontanosas (Ciudad Real), en 2006. ÓSCAR RODRÍGUEZ

miércoles, 20 de agosto de 2014

GCE: Un cruel fusilamiento sexista

La corta vida de trece rosas
Fue uno de los episodios más crueles de la represión franquista. El 5 de agosto de 1939, trece mujeres, la mitad menores, fueron ejecutadas ante las tapias del cementerio del Este. Su historia sigue viva hoy en forma de libros, teatro, documentales y cine.
Lola Huete Machado - El País




Fue uno de los episodios más crueles de la represión franquista. El 5 de agosto de 1939, trece mujeres, la mitad menores, fueron ejecutadas ante las tapias del cementerio del Este. Su historia sigue viva hoy en forma de libros, teatro, documentales y cine.

"Madre, madrecita, me voy a reunir con mi hermana y papá al otro mundo, pero ten presente que muero por persona honrada. Adiós, madre querida, adiós para siempre. Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar… Que no me lloréis. Que mi nombre no se borre de la historia". Fueron éstas las últimas palabras que dirigiría a su familia una muchacha de 19 años llamada Julia Conesa. Corría la noche del 4 de agosto de 1939. Hacía cuatro meses que había terminado la Guerra Civil. Madrid, destruida y vencida tras tres años de acoso, de bombardeos y resistencia ante el ejército sublevado, intentaba adaptarse al nuevo orden impuesto por el general Franco, un régimen que iba a durar cuatro décadas.

En el ambiente de ese verano de posguerra -tristísimo para unos y glorioso para otros-, se mezclaban las ruinas de los edificios y la pobreza de sus pobladores con las dolorosas secuelas físicas y psicológicas de la contienda. Y, sobre todo, abundaban ya la propaganda y la represión. El día a día de la capital estaba marcado por las denuncias constantes de vecinos, amigos y familiares; por la delación, los procesos de depuración en la Administración, en la Universidad y en las empresas; por las redadas, los espías infiltrados en todas partes, las detenciones y las ejecuciones sumarias. En junio habían comenzado, incluso, los fusilamientos de mujeres. "Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perpetuamente fiel a sus caídos. España, con el favor de Dios, sigue en marcha, una, grande, libre, hacia su irrenunciable destino…", voceaban las radios de Madrid. "Juro aplastar y hundir al que se interponga en nuestro camino", advertía Franco en sus discursos.

Sería aquélla la última carta de Julia Conesa. Y ella lo sabía. Porque, junto a otras catorce presas de la madrileña cárcel de Ventas, había sido juzgada el día anterior en el tribunal de las Salesas. "Reunido el Consejo de Guerra Permanente número 9 para ver y fallar la causa número 30.426 que por el procedimiento sumarísimo de urgencia se ha seguido contra los procesados (…) responsables de un delito de adhesión a la rebelión (…) Fallamos que debemos condenar y condenamos a cada uno de los acusados (…) a la pena de muerte", dice la sentencia. A Julia la acusaban hasta de haber sido "cobradora de tranvías durante la dominación marxista".

Y apenas 24 horas más tarde, 13 de aquellas mujeres y 43 hombres fueron ejecutados ante las tapias del cementerio del Este. El momento lo recuerdan así algunas compañeras de presidio: "Yo estaba asomada a la ventana de la celda y las vi salir. Pasaban repartidores de leche con sus carros y la Guardía Civil los apartaba. Las presas iban de dos en dos y tres guardias escoltaban a cada pareja, parecían tranquilas" (María del Pilar Parra). "Algunas permanecimos arrodilladas desde que se las llevaron, durante un tiempo que me parecieron horas, sin que nadie dijera nada. Hasta que María Teresa Igual, la funcionaria que las acompañó, se presentó para decirnos que habían muerto muy serenas y que una de ellas, Anita, no había fallecido con la primera descarga y gritó a sus verdugos: '¿es que a mí no me matan?" (Mari Carmen Cuesta). "Si fue terrible perderlas, verlas salir, tener que soportarlo con aquella impotencia, más lo fue ver la sangre fría de Teresa Igual relatando cómo habían caído. Entre las cosas que nos dijo, fue que las chicas iban muy ilusionadas porque pensaban que iban a verse con los hombres [con sus novios y maridos, también condenados] antes de ser ejecutadas, pero se encontraron que ya habían sido fusilados" (Carmen Machado).

Quince de los ajusticiados ese 5 de agosto de 1939 eran menores de edad, entonces establecida en los 21 años. Por su juventud, a estas mujeres se las comenzó a llamar "las trece rosas", y su historia se convirtió pronto en una de las más conmovedoras de aquel tiempo de odio fratricida y fascismo. Un episodio sobre el que nunca se habrá escrito mucho. Lo investigó el periodista Jacobo García, ya en 1985. Lo noveló el escritor Jesús Ferrero en su libro Las trece rosas (Siruela, 2003), en el que dedica un capítulo a cada una de las muchachas y con su literatura las dota de vida y palabra, de sentimiento y dolor; le pone cara a sus verdugos… Lo documentó durante dos años, sin ficciones, y por eso aún con mayor crudeza el periodista Carlos Fonseca en Trece rosas rojas (Temas de Hoy, 2004): "No conocía la historia, no la busqué; ésta me buscó a mí a través de unos documentos que guardaba un tío de mi padre que pasó 20 años en la cárcel. Localicé el sumario, investigué; los familiares pusieron el material que tenían a mi disposición". En su libro duelen los testimonios de las familias, el momento de la condena, la partida hacia la muerte, la locura posterior de las madres de las fusiladas ante su pérdida, la indiferencia del régimen.

Retoma la historia de las trece rosas ahora la productora Delta Films en un largometraje documental títulado Que mi nombre no se borre de la historia, tal como pidió Julia en los últimos minutos de su vida. En la película se muestra el drama personal y el contexto social, político (su militancia en las Juventudes Socialistas Unificadas, JSU) y bélico en el que se mueven las protagonistas. "Es el primer documental sobre el suceso y entendimos que era urgente hacerlo porque son pocos los testigos vivos. Si no se recogen ahora sus voces, permanecerán para siempre en el olvido", dicen los directores, Verónica Vigil y José María Almela.

El destino triste de estas mujeres que no pudieron envejecer ha sido citado también en libros de Dulce Chacón o Jorge Semprún, y este mismo otoño lo acaba de llevar a escena la compañía de danza y teatro Arrieritos. Además ha sido inspiración para una organización socialista recién creada, Fundación Trece Rosas, "orientada a proyectos e iniciativas en las que se profundice en la igualdad y la justicia social". Y aún más: su vida y muerte es el argumento del próximo filme de Emilio Martínez Lázaro, con guión de Ignacio Martínez de Pisón y asesoría de Fonseca.

"Tras entrevistar a sus compañeros de organización, a sus familiares, concluimos que las trece rosas eran mujeres que sabían bien lo que hacían, y que con gran valentía y clarividencia lucharon contra el régimen antidemocrático que se avecinaba", comentan Vigil y Almela. "Se afiliaron a la JSU de forma consciente; pudiendo quedarse en casa, salieron a la calle y optaron por luchar y defender la II República española, desempeñando diversas labores durante la defensa de Madrid y poniendo en riesgo sus propias vidas". Según Fonseca, el régimen franquista "adoptaba un tono paternalista con las mujeres en sus mensajes, pero trató con igual inquina a hombres y a mujeres. La miliciana era para los vencedores la antítesis de la mujer, cuya misión en la vida era ser madre y reposo del guerrero". Para Santiago Carrillo, que fue primer secretario general de la JSU, "en las guerras, son ellas siempre las que más sufren… Y el régimen de Franco hizo todo lo posible por destruir el espíritu de libertad de las mujeres que se había creado con la República".

Ellas se llamaban Ana López Gallego, Victoria Muñoz García, Martina Barroso García, Virtudes González García, Luisa Rodríguez de la Fuente, Elena Gil Olaya, Dionisia Manzanero Sala, Joaquina López Laffite, Carmen Barrero Aguado, Pilar Bueno Ibáñez, Blanca Brisac Vázquez, Adelina García Casillas y Julia Conesa Conesa. Eran modistas, pianistas, sastras, amas de casa, militantes todas, menos Brisac, de la JSU. El suyo se considera uno de los castigos más duros a los vencidos de la posguerra. Una respuesta, dicen, al asesinato del comandante de la Guardia Civil, Isaac Gabaldón, a su hija y su chófer el 27 de julio anterior.

"El número de detenciones diarias en la capital era muy variable en 1939, aunque muchos días la información titulada 'Detención de autores de asesinato' estaba formada por más de cien nombres…", escribe Pedro Montoliú en su reciente e interesante libro Madrid en la posguerra, 1939-1946. Los años de la represión (editorial Sílex) que le ha supuesto cuatro años de investigación y en el que describe el ambiente de aquel tiempo: "Los peores meses fueron junio, con 227 fusilados; julio, con 193; septiembre, con 106; octubre, con 123, y noviembre, con 201. Por días, los más sangrientos fueron el 14 de junio: 80 fusilados; 24 de junio, 102; 24 de julio, 48; el 5 de agosto, 56. (…) Ese día, y 48 horas después de dictar sentencia, fueron fusiladas las 'trece rosas', de entre 18 y 23 años, que habían intentado reconstruir la JSU en la clandestinidad".

Vigil y Almela enfocan su película preguntándose cómo se podía llegar a ejecutar una sentencia tan infame. "¿Qué había pasado en España? ¿Qué acontecimientos habían azotado el panorama político y social de aquel entonces?". Miraron entonces hacía la organización política juvenil de la que las trece rosas eran miembros, la JSU, y a su papel en el transcurso de la guerra.

"Franco se proponía destruir hasta la simiente de los rojos en este país… y al decir rojos, estoy diciendo los simples demócratas, los liberales, cualquier recuerdo de los tiempos en que España había sido libre", declara Carrillo en el filme. La organización nació en marzo de 1936 de la fusión entre la Unión de Juventudes Comunistas y la Federación de Juventudes Socialistas. "Luchábamos por un ideal", dice una de sus miembros. Otra: "Nos afanábamos por la libertad, por un mundo mejor, porque el trabajador pudiera vivir en condiciones". Una tercera: "Defendíamos la República que había sido elegida en 1931, mejorándola". Y cuarta: "Mi conciencia política surgió tan pronto empezó la guerra. Tenía 15 años y debía pelear, no había más remedio". En 1939, la JSU se encontraba deshecha, sus líderes encarcelados… Sólo se contaba con el coraje de sus miembros para reorganizarse.

"Crear una estructura clandestina es siempre algo muy difícil. Hay que concentrar los esfuerzos. Y en ese periodo los concentramos en la creación, sobre todo, de un partido comunista clandestino", afirma Carrillo. Para el régimen, según el periodista Jacobo García, la JSU representaba un gran peligro: "Dada la juventud de sus militantes, estaba destinada a sobrevivir durante muchos años y a plantear problemas al régimen franquista durante muchos años, a corto, medio y largo plazo". Debía desaparecer.

Así, estando todos los hombres en prisión o en el exilio, de la reorganización se encargaron las mujeres o los jóvenes. "Queríamos seguir luchando, recuperar dinero para ayudar a los presos, para sacarlos, para sacar a mi hermano; queríamos, pero no lo conseguimos…", apunta Concha Carretero. "Te cogían enseguida", rememora Nieves Torres. "Era un Madrid triste, reservado, la gente no se atrevía a mirar a nadie; si ibas en el metro, todo el mundo iba con la cabeza baja", dice Mari Carmen Cuesta. Se tira de los detenidos, se utiliza la tortura para conseguir delaciones, y así, poco a poco, va cayendo la organización. "A los presos los sacaban a la calle y los usaban como gancho, detrás iban dos policías. Así me detuvieron a mí", sigue Torres.

Las trece rosas fueron elegidas para morir entre las 4.000 reclusas hacinadas en Ventas en un espacio pensado para 400 (más de 280.000 presos políticos se contaban en 1939 en España). ¿Por qué ellas y no otras? El escritor Jesús Ferrero imagina una posibilidad literaria y azarosa en su libro: "Roux, Cardinal y el Pálido habían comido opíparamente en el Ritz y se sentían alegres (…). Una hora antes les había llegado la orden de elegir a quince mujeres, preferentemente menores de edad, para conducirlas a juicio. Ya en comisaría, una señora, que se sentía agradecida porque habían liberado a su hija, le regaló al Pálido un ramo de rosas. Eran quince… El Pálido lo cogió y, mirando a Cardinal y a Roux, dijo: 'Señores, ha llegado el momento de decidir quiénes van a ser las quince de la mala hora. Bastará con ponerle un nombre a cada una de las rosas… Empezaré yo', dijo tomando una flor. 'Y bien, esta rosa de pasión se va a llamar Luisa. No conseguí que esa bastarda pronunciara una sola palabra en los interrogatorios. Por poco me vuelve loco'. 'Y ésta, Pilar', dijo Cardinal. 'Y ésta se va a llamar Virtudes', susurró el Pálido con precipitación. 'Y ésta, Carmen', dijo Cardinal. 'Lo merece más que nadie. Nunca me miró bien esa condenada'. 'Y ésta, Martina', anunció Roux. 'Está siempre ausente. Seguro que ni siquiera se va a dar cuenta de que ha muerto".

Ficciones aparte, ellas sí se daban cuenta. De sus condiciones ("La posguerra fue peor que la guerra"), de las humillaciones ("Se ve que les gustó mi pelo y me dejaron pelona, pelona; me lo cortaban y me lo enseñaban, '¿no te da pena este ricito?"), de lo que les esperaba ("No bastaba con estar tú en la cárcel, todo tu entorno tenía que expiar por tu pecado"), de lo que significaba pertenecer a los derrotados ("Nos trataban de lo peor, muchas palizas, muchas vejaciones"), de lo que perdían ("Estuve 16 años en prisión, se me fue lo mejor de mi juventud…").

Así lo cuentan en la película Maruja Borrell, Nuria Torres, Mari Carmen Cuesta, Concha Carretero, Ángeles García-Madrid, entre otras muchas, de las que fueron amigas, conocieron y/o compartieron celda con las trece rosas en aquellos días. Hablan de las penurias, de la vida cotidiana en una prisión en la que sólo se comían "lentejas de Negrín", de los petates en el suelo, de la desconfianza ("No te fiabas de nadie porque se decía que los franquistas habían metido chivatas dentro"), y hasta de su capacidad para sobrevivir, intimar, quererse y reírse de sí y de su situación. Hablan de las terribles noches de saca, de cómo todas salían temerosas a la galería para ver quiénes eran las elegidas para morir, de cómo sucedió todo en aquella noche terrible de agosto. "Para mí es un recuerdo muy amargo, muy amargo", llora aún hoy desconsolada Mari Carmen Cuesta, entonces de 16 años.

En la película de Delta Films y en el libro de Fonseca se recogen testimonios de parientes: las sobrinas de Julia, de Dionisia, de Martina… Y del hijo de Blanca Brisac y Enrique García, quizá la más triste de todas las historias: "Mi padre pertenecía a la UGT, pero mi madre… dijeron que era de la JSU, y yo sé que no militaba. Lo puedo jurar", dice. A ambos los ejecutaron ese 5 de agosto de 1939, cuando él tenía 11 años. "Determinadas corrientes revisionistas pretenden hoy cambiar la realidad de los hechos y esto sí que es muy peligroso. No se trata de generar sentimientos revanchistas. En ninguna de las entrevistas que hicimos percibimos rencor. Al contrario, fue toda una lección de humanidad. Nuestro documental trata de concederles el minuto de duelo que en su día se les negó", cuentan Vigil y Almela.

Fue Blanca Brisac, sin embargo, quien mejor lo expresó, mientras escribía a su hijo esa noche, ya en capilla: "Voy a morir con la cabeza alta… Sólo te pido… que quieras a todos y que no guardes nunca rencor a los que dieron muerte a tus padres, eso nunca. Las personas buenas no guardan rencor… Enrique, que te hagan hacer la comunión, pero bien preparado, tan bien cimentada la religión como me la cimentaron a mí… Hijo, hijo, hasta la eternidad…".

El documental 'Que mi nombre no se borre de la historia' se emitirá a primeros de 2006 en 'Docu-TVE'.