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martes, 13 de agosto de 2024

Chile: La revuelta nazi de 1938

Matanza del Seguro Obrero



Carabineros apuntan hacia el edificio del Seguro Obrero durante la masacre.

 

La Matanza del Seguro Obrero​ fue una masacre perpetrada en Santiago el 5 de septiembre de 1938 contra miembros del Movimiento Nacional-Socialista de Chile («nacistas») que intentaban llevar a cabo un golpe de Estado contra el gobierno de Arturo Alessandri y favorable al expresidente Carlos Ibáñez del Campo. 


Propósito

Estos hechos fueron iniciados por un grupo de jóvenes pertenecientes al Movimiento Nacional-Socialista de Chile que intentó provocar un golpe de Estado contra el gobierno de Arturo Alessandri Palma para que Carlos Ibáñez del Campo se hiciese con el poder. El golpe fracasó y los nacistas ya rendidos fueron conducidos por la policía al edificio de la Caja del Seguro Obrero, apenas a unos pasos del Palacio de la Moneda, donde fueron masacrados.4​ Este hecho conmovió a la opinión pública, volcando el desenlace de la elección presidencial de 1938 hacia el candidato del Frente Popular, Pedro Aguirre Cerda. 


Antecedentes

Situación política previa

El Movimiento Nacional-Socialista de Chile (MNSCH), organización política fundada en Santiago el 5 de abril de 1932,5​ había logrado un importante protagonismo público, obteniendo tres representantes en las elecciones parlamentarias de 1937.

Para las elecciones presidenciales de 1938, mientras las fuerzas de izquierda se agruparon en torno al Frente Popular del candidato del Partido Radical Pedro Aguirre Cerda, las de los nacistas lo hicieron en torno a la Alianza Popular Libertadora y el general Carlos Ibáñez del Campo.

Asimismo, los gobiernistas y la aristocracia liberal se conglomeraron alrededor del ministro de Economía Gustavo Ross Santa María, apodado por sus opositores como el «Ministro del Hambre» y «El Último Pirata del Pacífico». Era tal el esfuerzo del gobierno de Arturo Alessandri desplegado a favor de su candidato, que comenzó a cundir la desconfianza en los rivales de Ross; se temía que del intervencionismo se pasara directamente al fraude electoral para garantizar el continuismo del alessandrismo


Consigna: «¡Chilenos, a la acción!»

El 4 de septiembre de 1938, las fuerzas del ibañismo realizaron la multitudinaria «Marcha de la Victoria»​ desde el Parque Cousiño hasta centro de Santiago, recordando el aniversario del movimiento militar del 4 de septiembre de 1924. En la ocasión, más de 10 000 nacistas de todo Chile desfilaron por las calles luciendo sus uniformes grises, bajo cientos de banderas chilenas y de la Patria Vieja, esta última cruzada por un doble rayo rojo ascendente, símbolo del movimiento nacista ​ criollo. Se notaba ya en el ambiente el ánimo de algunos de los nacistas; un aire golpista inspiraba carteles con mensajes tales como «Mi general, estamos listos» en la marcha.

Y, efectivamente, algo se fraguaba; desde el día 2, se habían estado reuniendo en la casa de Óscar Jiménez Pinochet los jóvenes nacistas Orlando Latorre, Mario Pérez y Ricardo White, entre otros, para planificar un intento de alzamiento que debía tener lugar el 5, al día siguiente de la marcha y aprovechando la venida masiva de camaradas desde provincias para participar del acto. El jefe del movimiento chileno, Jorge González von Marées, esperaba que con el grupo de nacistas se comenzara a activar una progresión de alzamientos que llegarían hasta los supuestos elementos ibañistas de las Fuerzas Armadas, por efecto dominó, aprovechando también el gran descontento popular que reinaba hacia el gobierno.

Aunque los altos mandos de los cuarteles negaron conocer o participar de la asonada, se supo que los nacistas habían sido provistos con la ametralladora Thompson personal del general Ibáñez del Campo, apodada «el saxófono», que quedó confiada al exteniente de la Armada, el nacista Francisco Maldonado. El contacto (crucial) con jefes militares, casi todos ibañistas, fue por intermedio de Caupolicán Clavel Dinator, coronel en retiro de ejército, quien sirvió de enlace con los militares comprometidos en el golpe.​

Los jóvenes mejor entrenados pertenecientes a las Tropas Nacistas de Asalto (TNA) barajaron la posibilidad de iniciar el alzamiento tomándose edificios institucionales, como el de la Caja de Ahorros del Ministerio de Hacienda o del diario La Nación, ambos en la Plaza de la Constitución; sin embargo, después de evaluar todas las posibilidades, llegaron a la conclusión de que solo ocuparían dos: la Casa Central de la Universidad de Chile en la Alameda, y la Torre del Seguro Obrero, colindante con La Moneda. Piquetes menores del tipo comando fueron dispuestos para que derribaran torres de alta tensión que abastecían Santiago y dinamitar las cañerías matrices del agua potable.

Para poner el plan en práctica, había una consigna a cuyo conjuro ningún nacista podía negarse según lo juramentado: «¡Chileno, a la acción!». ​ 


5 de septiembre de 1938

Toma del Seguro Obrero

 



El cabo 1.º de carabineros José Luis Salazar Aedo, asesinado durante la toma del edificio del Seguro Obrero.

El lunes 5 de septiembre de 1938 cerca del mediodía, treinta y dos jóvenes nacistas bajo el mando de Gerardo Gallmeyer Klotze (teniente de las TNA) se tomaron la Caja del Seguro Obrero.5​ Los jóvenes comenzaron a cerrar la puerta del edificio, pero el mayordomo del edificio trató de impedirlo. Este inconveniente no previsto desató los acontecimientos. La dueña de un puesto de diarios escuchó el grito del mayordomo, dando aviso al cabo de carabineros José Luis Salazar Aedo que pasaba por el lugar. Al ver la situación y pensando que se trataba de un asalto, sacó su arma de servicio en gesto de intimidación, pero un nacista, al percatarse del gesto amenazador del carabinero, abrió fuego contra Salazar, quien herido de muerte, logró caminar hasta la vereda norte de Moneda, frente a la Intendencia, cayendo al suelo y despertando la alarma entre todos los presentes. Murió unos minutos más tarde, mientras era atendido y cuando la alerta pública ya se había desatado.

Los amotinados se parapetaron en los pisos superiores de la torre, armaron barricadas en las escaleras del séptimo piso y, bajo amenaza de armas, tomaron como rehenes a los funcionarios en el nivel 12, último piso de la torre. La poca cantidad de funcionarios se debía a que era la hora de colación. En posteriores declaraciones, estos trabajadores admitieron haber sido tratados con amabilidad por los insurrectos. Entre estos funcionarios había 14 mujeres. Otros miembros de los TNA se distribuyeron estratégicamente en otros pisos, observando los movimientos en el exterior de la torre. Julio César Villasiz se instaló en una ventana del décimo piso con un transmisor, con que se comunicaban por radio con Óscar Jiménez Pinochet.

Mientras esto ocurría en la torre, un pequeño grupo de nacistas no especificado llegó hasta las oficinas de transmisión de la Radio Hucke y, tomándose los equipos, arrebataron el micrófono al locutor para anunciar a todo Santiago: «¡Ha comenzado la revolución!». En esta toma hubo otra refriega con los empleados de la radio, que terminó en balazos, pero afortunadamente sin heridos ni víctimas de ningún lado. 


La reacción del gobierno

El presidente Arturo Alessandri Palma, alertado por los disparos de la torre, observó desde La Moneda al carabinero Salazar Aedo caer herido por los disparos de los nacistas. «El león de Tarapacá», como se le conocía, estaba seguro de que se iniciaba «una revolución nacista, que era menester conjurar con rapidez y energía»,7​ salió al exterior para obtener información de los testigos de los hechos.

Dentro del edificio de la Intendencia de Santiago, el presidente visiblemente alterado paseaba de un lado a otro. Al escuchar el comentario que ahí se hacía, exclamó «¡cómo se les ocurre que van a ser bandoleros; esos son los nacistas; esto tiene que tener ramificaciones!».​ Al ver que la rebelión no conseguía ser sofocada, Alessandri entró en un verdadero frenesí, pensando que venía un golpe de Estado. El presidente ordenó llamar al comandante en jefe del Ejército Óscar Novoa; al general director de Carabineros Humberto Arriagada, a la Escuela de Carabineros con todo su armamento; al jefe de la Guarnición Militar, y al jefe de Investigaciones.​

Designó a Arriagada para que encabezara personalmente el operativo contra los nacistas desde La Moneda y la vecina Intendencia. El presidente le ordenó reducir a los dos grupos nacis antes de las 16 horas;5​ de lo contrario, intervendría el ejército. El general Arriagada, irritado y comprometido por el presidente, temía que sus hombres no fueran capaces de cumplir la misión encomendada, exclamó molesto «Que no me hagan pasar vergüenza».


Sofocamiento

 


«Las ametralladoras de los carabineros rompen fuego contra los asaltantes de la Caja de Seguro». Fotografía de El Diario Ilustrado.

 

Pese a la gran cantidad de barricadas entre los pisos inferiores, los nacistas no consideraron el peligro por los francotiradores. Cerca de las 14:30, el nacista Gallmeyer se asomó por una de las ventanas del séptimo piso, como lo había hecho varias veces en el día para inspeccionar los alrededores, recibiendo de lleno un balazo en la cabeza.​ Gallmeyer fue el primer y único nacista muerto en combate en el Seguro Obrero. Su camarada médico, Marcos Magasich, se acercó al cuerpo del infortunado intentando ayudar, pero ya era tarde; no pudo hacer más que constatar su muerte y el cuerpo fue colocado en otra habitación. Ricardo White asumió el mando del grupo.​ Más tarde se dijo que este disparo había provenido del Palacio de Gobierno.

A las 15 horas, una hora antes de lo convenido, llegaron tropas del ejército del regimiento Buin. Los jóvenes nacistas, al verlos, rompieron en gritos de alborozo creyendo que eran tropas pro-ibañistas que venían en su apoyo, pero los soldados reforzaron a la policía, tomando posiciones y disparando sobre el edificio. Ricardo White gritó: «Hemos sido traicionados. Estamos perdidos... ¡Chilenos, a la acción! ¡Moriremos por nuestra causa! ¡Viva Chile! ¡Viva el Movimiento Nacional Socialista!».

Mientras los nacistas intentaban resistir, y continuaban con el fuego contra los carabineros, éstos fueron lentamente abriéndose paso a través de los primeros pisos, y obligándolos a retroceder. 

 

Toma de la sede central de la Universidad de Chile

 


Tropas del regimiento Tacna apuntan con artillería el edificio de la Universidad de Chile.

Simultáneamente a los hechos en la Caja del Seguro Obrero, treinta y dos jóvenes tomaban rápidamente la casa central de la Universidad de Chile.​ Este grupo fue dirigido por Mario Pérez, seguido de César Parada y Francisco Maldonado. Les acompañaron y asistieron de cerca Enrique Magasich, Enrique Herrera Jarpa y Alberto Montes. Tomaron de rehén al rector Juvenal Hernández Jaque y a otros empleados que sesionaban en la Junta del Estadio Nacional (complejo deportivo que estaba a punto de ser inaugurado); el rector fue llevado por Parada y otros siete u ocho nazis desde la Sala del Consejo de la Casa Central hasta un lugar seguro para él y para su secretaria. Todos los demás funcionarios, incluyendo los presentes en la reunión, fueron expulsados hasta la calle Alameda, seguidos del tronar de las pesadas puertas que se cerraron herméticamente a sus espaldas.

Los rehenes liberados de la Universidad informaron de los hechos a Carabineros, quienes rodearon el edificio. Cerca de las 13 horas comenzó un tiroteo que hirió a dos oficiales: el teniente Rubén MacPherson había sido alcanzado en ambas piernas, mientras que el capitán del Grupo de Instrucción, Dagoberto Collins, fue herido en el tórax por un proyectil. Ambos fueron llevados a la asistencia pública.

Por órdenes de Alessandri, tropas del regimiento Tacna apostaron artillería frente a la Universidad, haciendo dos cargas contra la puerta de esta, en donde murieron cuatro jóvenes, quedando otros tres gravemente heridos y a quienes se les dio muerte sumaria después de haberse rendido.6​ Por la puerta destrozada, ingresaron carabineros y soldados. Los amotinados se rindieron luego de una breve resistencia. Después de ser retenidos una hora dentro del edificio, los rendidos fueron conducidos por la calle con las manos en alto, en dirección a la Caja del Seguro Obrero, que se encontraba a pocas cuadras del lugar. La columna desfiló ante el público y la prensa, quienes gritaron pidiendo misericordia por los detenidos.

Entre los nacistas que conducía Carabineros iba Félix Maragaño, de la ciudad de Osorno, acompañado por otros de los mayores del grupo, como Guillermo Cuello, que sostenía un pañuelo blanco con el que se había atendido una herida. También saldría al exterior Jesús Ballesteros, un candidato a diputado del Movimiento, seguido del resto de los rebeldes. Entre ellos estaba uno de los más jóvenes de todos, Jorge Jaraquemada, de 18 años, que lucía un profundo corte en la cabeza del cual sangraba profusamente.

La calma comenzó a restaurarse relativamente y los muchachos empezaron a salir en fila cerca de las 14:40 horas. El rector de la casa de estudios, Juvenal Hernández, asomó ileso a la calle, junto a su secretaria, luego del cautiverio.

Los detenidos de la Universidad comenzaron a ser obligados a marchar en fila en un extraño ir y venir por las calles del sector. Al pasar por la puerta de Morandé 80, el general Arriagada, al ver a los rendidos exclamó: «¡A estos carajos me los matan a todos!».

 

Termina la resistencia


Marcha de los nacistas rendidos en la Universidad al Edificio del Seguro Obrero.

Carabineros escolta a los nacistas rendidos.

Los jóvenes marcharon fuertemente custodiados junto al edificio del Seguro Obrero, una vez más, para intentar persuadirlos de deponer definitivamente el combate. Mientras, estos continúan atrincherados y detonando explosivos de bajo poder por el eje de la escalera. Las balas siguen en el vaivén, pero la resistencia es cada vez menor.

Al ver que la estrategia de pasear a los muchachos no había terminado con el ánimo de los revoltosos, y cuando estos ya habían pasado por el cruce de Morandé con Agustinas, se dio la orden de devolverlos y meterlos a todos dentro del mismo edificio donde permanecían los demás.

Dentro del edificio son revisados nuevamente y se les hizo subir al quinto piso, quedando fuera dos Carabineros realizando guardia.

En un intento por frenar a los alzados, en calidad de mediador, fue enviado por los uniformados a los pisos superiores el nacista detenido en la universidad, Humberto Yuric, joven estudiante de leyes de 22 años. Subió dos veces a parlamentar. Sin embargo, Yuric no regresó y se unió a los cerca de 25 rebeldes que aún quedaban arriba.5​ Los uniformados intentan negociar la rendición otra vez, y envían ahora a Guillermo Cuello como ultimátum, pero con la falsa promesa de que nadie saldría lastimado.

Eran pasadas las 16:30 horas. White bajó la mirada, y tras dar un vistazo alrededor, a sus jóvenes camaradas que arriesgaban la vida en tal locura, comprendió que era el fin del intento revolucionario. Arrojó su arma al suelo y declaró en voz alta al resto, con un visible gesto de agotamiento: «No hay nada que hacer. Tendremos que rendirnos. No hemos tenido suerte».

Cuello, White y Yuric bajaron hasta donde los uniformados para condicionar la rendición de acuerdo a las promesas. La toma del Seguro Obrero había terminado. 

 

La masacre


Cadáveres de los jóvenes nacistas chilenos asesinados en la Masacre del Seguro Obrero.

Ya desarmados, los golpistas capturados fueron puestos contra la pared del sexto piso, todos con las manos en alto. Un pelotón de armas comenzó a apuntarles al cuerpo desde ese momento. El nerviosismo y la angustia cundieron más aún entre todos, pues podían percibir que el ambiente no parecía ser el de una rendición que terminara pacíficamente.

En el primer piso, los jefes policiales recibieron instrucciones superiores claras: «la orden es que no baje ninguno».​ El coronel Roberto González, quien tenía la misión de desalojar el edificio, recibió un papel doblado diciéndole «De orden de mi General y del Gobierno, HAY QUE LIQUIDARLOS A TODOS».​ González se negó a cumplir la orden y se dirigió a la Intendencia, donde intercedió con el intendente Bustamante, quien lo derivó al general Arriagada, quien respondió «¿Cómo se te ocurre pedir perdón para esos que han muerto carabineros?». Ante la insistencia de González, el general indicó que hablaría con el presidente, pero la gestión no prosperó.

Alrededor de las 17:30, los jóvenes estaban entre el sexto y el quinto piso. Algunos, presintiendo su destino, comenzaron a cantar el himno de combate de las Tropas de Asalto. En un momento, una ráfaga de rifles cayó sobre todos los rendidos, de cuyos cuerpos brotó un río de sangre que escurrió escaleras abajo. Fueron repasados y despojados de sus pertenencias de valor.

Los rendidos de la universidad fueron sacados de la oficina donde se encontraban, ordenándoles bajar un piso. Alberto Cabello, funcionario del Seguro, en la confusión fue encerrado junto con los rendidos de la Universidad. Se identificó ante un oficial, que le respondió con un golpe de cacha en la cabeza y un «Tú eres de los mismos. Pero baja si podís».​ Cabello había bajado dos escalones cuando fue asesinado por Alberto Droguet Raud.​

Para ocultar la masacre, los cuerpos fueron arrastrados al borde de la escalera para dar la impresión de haber sido muertos en combate o por los disparos hechos desde fuera del edificio. O que se habían baleado entre sí, cuando se usó a los rendidos de la Universidad como parapetos de los policías.

De los 63 nacistas chilenos que protagonizaron el fallido golpe del 5 de septiembre de 1938, solo sobrevivieron cuatro: Hernández, Montes, Pizarro y Vargas. Todos los demás fueron asesinados. Sus cadáveres fueron sacados del edificio del Seguro Obrero a las 4 de la mañana y trasladados al Instituto Médico Legal. Desde allí fueron rescatados por sus compañeros y familiares, a quienes se les prohibió velarlos. Solo podían llevarlos directamente desde la morgue al cementerio. Entre quienes asistieron al reconocimiento de muertos y posteriores funerales, se encontraba el poeta Gonzalo Rojas, amigo del nacista Francisco Parada. 

 

Repercusiones y consecuencias



Titular de La Nación después de la masacre.

Titular de El Diario Ilustrado informando la entrega de Jorge González von Marées a Carabineros.

El mismo 5 de septiembre, Carlos Ibáñez del Campo se presentó en la Escuela de Aplicación de Infantería del Ejército, donde quedó detenido.​ El fracaso del putsch obligó a Ibáñez a bajar su candidatura poco antes de las elecciones y apoyar públicamente la de Aguirre Cerda; más tarde partió nuevamente al exilio.

Al día siguiente, Jorge González von Marées y Óscar Jiménez Pinochet se entregaron a las autoridades. El ministro en visita Arcadio Erbetta dictó sentencia el 23 de octubre de 1938: daba por comprobados los delitos de rebelión y conspiración contra el gobierno y el asesinato del carabinero Salazar. Condenaba a veinte años de reclusión mayor a González von Marées, a quince años a Jiménez Pinochet y a penas menores a otros procesados. Ibáñez del Campo fue absuelto.

El desprestigio del gobierno de Arturo Alessandri Palma por la matanza, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y nacistas al Frente Popular, fueron determinantes en la victoria del candidato Pedro Aguirre Cerda, quien ganó por una estrecha diferencia de 4111 votos. El 24 de diciembre de 1938, ya como presidente, Pedro Aguirre Cerda indultó a González von Marées, a Jiménez y a otros condenados.​ El general Arriagada fue llamado a retiro.

La comisión de la Cámara de Diputados que investigó el caso constató la compra del silencio de la tropa, los ascensos de otros y el intento de Alessandri de influenciar al magistrado Erbetta.8​ Además, concluyó que la orden de matar a los jóvenes nacistas provino de una autoridad superior impartida por el general Arriagada o el presidente Alessandri. A pesar de las pruebas, la mayoría derechista de la Cámara rechazó el informe.

El fiscal militar Ernesto Banderas Cañas condenó por el asesinato de los jóvenes nacistas a Arriagada, González Cifuentes y Pezoa a 80 años de presidio mayor, y a Droguett a presidio perpetuo.5​8​ Finalmente, la Corte de Apelaciones sobreseyó definitivamente a Ibáñez del Campo y a los nacistas procesados. El 10 de julio de 1940, Aguirre Cerda decretó el indulto para los condenados por la justicia militar por la matanza.

Quizás la consecuencia más importante fue el fin del nacismo como movimiento político en Chile. 


Responsabilidades

A la fecha aún no está claro quién fue el responsable de la orden de matar a los elementos golpistas. Sin embargo, tácitamente la responsabilidad es gubernamental, ya que las fuerzas armadas están sujetas al ejecutivo.

Existen algunas versiones que aseguran que escucharon fuera del despacho presidencial a un iracundo Arturo Alessandri Palma diciendo: «Mátenlos a todos» y así lo transmitió al general Arriagada. Existen también versiones que sindican que el propio presidente Alessandri habría tratado de encubrir las muertes haciendo creer que los nacistas se habían matado entre sí, lo cual finalmente no era verdad. Curiosamente, el mismo día que se dio a conocer esa versión, El Diario Ilustrado colocó un aviso informando que la semana siguiente se exhibiría en el Cine Central la película de Danielle Darrieux llamada Escándalo matrimonial, quizá como una estrategia para distraer la atención del público.

Por otro lado, las acusaciones contra Alessandri están cimentadas en especulaciones y muy pocas pruebas palpables; lo cierto es que no existe una historia oficial en relación con este tema que es y seguirá siendo una fuerte pugna entre historiadores. 

 

Testimonios


Placa que recuerda a los asesinados en la Matanza del Seguro Obrero.

Muchos fueron los asesinados ese día: obreros, oficinistas, abogados, padres de familia, estudiantes. Entre ellos estaba Bruno Brüning Schwarzenberg, un joven de 27 años y estudiante de contabilidad de la Universidad Católica. Lo que sucedió con él fue relatado por un carabinero que estaba haciendo guardia:
Montaba guardia junto a los cadáveres. De pronto, vi que uno de los cuerpos se movía. Era un mozo rubio, muy blanco, de ojos azules muy claros. Yo le dije que no se moviera. Un oficial me reprendió: ¿Acaso tratas de salvar a ese?. Hizo fuego contra el herido, quien cayó sobre un costado y, mirando fijamente al oficial, con esos ojos tan claros, exclamó: "¡Muero contento por la Patria!".

Pese al gran número de historias acontecidas ese día, sin duda alguna la más reconocida fue la de Pedro Molleda Ortega de 19 años, quien, mientras los carabineros remataban a los heridos, se levantó gritando «¡Viva Chile!», a lo que un oficial respondió disparándole a quemarropa. Pese a estar herido, desafiante, Molleda volvió a levantarse y gritó con fuerza:

¡No importa, camaradas. Nuestra sangre salvará a Chile!.6

Entonces el oficial hostigado lo atacó a sablazos hasta dejarlo hecho pedazos. Aún hoy, esta frase es la punta de lanza entre los seguidores del nacionalsocialismo chileno y de otras facciones nacionalistas en Chile.






martes, 6 de agosto de 2024

Argentina: La masacre peronista de Rincón Bomba

Rincón Bomba: el silencio de Perón y la masacre étnica en Formosa que fue ocultada durante más de medio siglo

En 1947, durante el primer gobierno de general, la Gendarmería, con el apoyo de la Fuerza Aérea, mató entre 500 y 750 hombres y mujeres del pueblo aborigen pilagá, por temor a un “un ataque indígena”. Más de setenta años después, la justicia calificó la acción como “genocidio”, aunque jamás llegó a condenar a los responsables

El pueblo indígena pilagá fue masacrado en 1947 y el horror fue silenciado durante más de medio siglo

En marzo de 2020, la Cámara Federal de Resistencia declaró que la masacre contra el pueblo indígena pilagá en la zona de Rincón Bomba, Formosa, debía ser calificado como un “genocidio”. El crimen contra el pueblo indígena, llevado a cabo por fuerzas de la Gendarmería y la Fuerza Aérea, era de larga data. Había sido perpetrado el 10 de octubre de 1947, durante el primer gobierno de Juan Perón. La sentencia ordenó la reparación económica colectiva del pueblo pilagá, con inversiones públicas de infraestructuras y becas de estudio, pero no la reparación individual de los familiares de las víctimas de la etnia.

La represión de los aborígenes era una triste herencia del peronismo, gestada desde la División de Informaciones Políticas de la presidencia de la Nación, que dirigía el comandante de Gendarmería, general Guillermo Solveyra Casares.

Solveyra había creado y comandado el primer servicio de inteligencia de la fuerza en la década del ‘30 e internó a los gendarmes, vestidos de paisanos, en los bosques del Territorio del Chaco para buscar información que ayudara a capturar a Segundo David Peralta, alias “Mate Cosido” -a quien popularizó León Gieco en el tema “Bandidos rurales”- y otros bandoleros sociales que atormentaban, con asaltos y secuestros, a gerentes de compañías extranjeras y estancieros.

Para la época de la masacre del pueblo pilagá, Solveyra Casares tenía su despacho contiguo al del presidente Perón en la Casa Rosada y participaba en las reuniones de gabinete.

En octubre de 1947, la Gendarmería Nacional, que dependía del Ministerio del Interior, exterminó alrededor de 500 indios de la etnia pilagá en Rincón Bomba, Territorio Nacional de Formosa. Más de dos centenares de ellos desaparecieron durante los veinte días que duró el ataque de los gendarmes, con el apoyo de la Fuerza Aérea.

La operación había sido ordenada por el escuadrón de Gendarmería de la localidad de Las Lomitas en respuesta al temor a una “sublevación indígena”.

Para reducir ese temor, exterminaron a los indígenas.

El conflicto se había iniciado unos meses antes.

En abril de 1947, miles de hombres, mujeres y niños de diferentes etnias marcharon hacia Tartagal, Salta, en busca de trabajo. La Compañía San Martín de El Tabacal, propiedad de Robustiano Patrón Costas, se había interesado en contratar su mano de obra para la explotación azucarera.

Patrón Costas era el representante político de los terratenientes. Había fundado la Universidad Católica de Salta, luego fue gobernador de esa provincia y presidente del Senado de la Nación. Su candidatura a presidente por el régimen conservador se malogró en 1943 por el golpe militar del GOU. También se acusaba a Patrón Costas de apropiarse de tierras indígenas en Orán.

Lo cierto es que una vez que llegaron a Tartagal, los caciques se rehusaron a que los hombres y mujeres de la etnia trabajasen en condiciones de esclavitud. Habían acordado una paga de 6 pesos diarios y cuando iniciaron sus labores les pagaron 2,5.


En octubre de 1947, la Gendarmería Nacional, que dependía del Ministerio del Interior, exterminó alrededor de 500 indios de la etnia pilagá en Rincón Bomba, Territorio Nacional de Formosa. Más de dos centenares de ellos desaparecieron durante los veinte días que duró el ataque de los gendarmes, con el apoyo de la Fuerza Aérea

Patrón Costas decidió echarlos y los aborígenes retornaron a sus comunidades. Eran cerca de ocho mil.

El regreso se hizo en condiciones miserables, con una caravana que arrastraba enfermos y hambrientos. Durante varios días de marcha, desandaron a pie más de 100 kilómetros hasta llegar a Las Lomitas.

La caravana estaba compuesta por mocovíes, tobas, wichís y pilagás, la etnia más numerosa. Tenían la costumbre de raparse la parte delantera del cuero cabelludo, hablaban su propio idioma, además del castellano, y habitaban en varios puntos de Formosa. Vivían como braceros de los terratenientes, o de lo que cazaban y recolectaban.

Luego de su paso frustrado por Tartagal, se asentaron en Rincón Bomba, cerca de Las Lomitas. Allí podían conseguir agua. La miseria de la etnia asustaba.

La Comisión de Fomento del pueblo pidió ayuda humanitaria al gobernador del Territorio Nacional, Rolando de Hertelendy, nacido en Buenos Aires y educado en Bélgica, y designado en el cargo por el Poder Ejecutivo el 10 de diciembre de 1946.

La falta de recursos en las arcas de la tesorería del Territorio hizo que Hertelendy trasladara el pedido al gobierno nacional.

Perón reaccionó rápido. Conocía el tema.

En el año 1918, al frente de una comisión militar, había ido a negociar con obreros de La Forestal en huelga en el bosque chaqueño y había logrado apaciguar el conflicto. Les había aconsejado que hicieran los reclamos de buenas maneras.

De inmediato, Perón ordenó el envío de tres vagones de alimentos, ropas y medicinas.


Luego de su paso frustrado por Tartagal, se asentaron en Rincón Bomba, cerca de Las Lomitas. Allí podían conseguir agua. La miseria de la etnia asustaba

En la segunda quincena de septiembre de 1947, la Dirección Nacional del Aborigen ya los tenía en su poder en la estación de Formosa.

Pero la carga fue recibida con desidia por las autoridades. La ropa y las medicinas fueron robadas, los alimentos quedaron a la intemperie varios días y luego fueron trasladados a Las Lomitas para ser entregados a los aborígenes. Ya estaban en estado de putrefacción.

El consumo provocó una intoxicación masiva: vómitos, diarreas, temblores. Dada la falta de defensas orgánicas, los ancianos y los niños fueron los primeros en morir. Los indios denunciaron que habían sido envenenados. Las madres intentaban curar a sus bebés muertos en sus brazos.

El asentamiento indígena se convirtió en un mar de dolores y de llantos que retumbaban en el pueblo. El cementerio de Las Lomitas aceptó los primeros entierros, pero luego les negó el paso del resto de los cuerpos. Ya había más de cincuenta cadáveres.

Los indígenas los llevaron al monte y enterraron a los suyos con cantos y danzas rituales.


El consumo de los alimentos enviados, que por desidia estaban en mal estado, provocó una intoxicación masiva: vómitos, diarreas, temblores. Dada la falta de defensas orgánicas, los ancianos y los niños fueron los primeros en morir

En Las Lomitas se instaló la creencia de que ese grupo de enfermos y famélicos estaba preparando una venganza. Se difundió el rumor del “peligro indígena”, una rebelión en masa contra las autoridades y los vecinos del pueblo.

Desde hacía días, las madres aborígenes golpeaban las puertas del cuartel de la Gendarmería y de las casas de Las Lomitas con sus hijos. Al principio se las ayudó. Pero de un día para otro se las dejó de recibir. La fuerza armó un cordón de seguridad en su campamento y no se les permitió el ingreso al pueblo.

Más de cien gendarmes armados las vigilaban con ametralladoras.

El 10 de octubre de 1947 se reunieron el cacique Nola Lagadick y el segundo jefe del escuadrón 18 de Las Lomitas, comandante de Gendarmería Emilio Fernández Castellano. Era una entrevista a campo abierto.

El comandante tenía dos ametralladoras pesadas apuntando contra la multitud de indígenas, dispuestos detrás de su cacique. Eran más de mil, entre hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos portaban retratos de Perón y Evita.

El cacique exigió ayuda a la Gendarmería. Querían tierras para la explotación de pequeñas chacras, semillas, escuelas para sus hijos. Invitó al comandante para que visitara el campamento y tomara conciencia de sus miserias.

Hay distintas versiones de cómo sucedieron los hechos.

Una indica que los aborígenes comenzaron a avanzar hacia la reunión. Otra, que los hechos se desencadenaron como ya habían sido planeados: provocar una “solución final” al problema indígena en el Territorio de Formosa.

Como fuese, la fuerza estatal abrió fuego contra la etnia desarmada. Lo hizo con ametralladoras, carabinas y pistolas automáticas. Fernández Castellano se sorprendió del ataque y ordenó detenerlo. Sus dos baterías no habían disparado. Pero el segundo comandante Aliaga Pueyrredón, que no estaba de acuerdo con parlamentar con los indígenas, había desplegado ametralladoras en puntos estratégicos y acababa de dar la orden.

El ataque provocó la huida de la etnia pilagá hacia el monte. Algunos arrastraban los cadáveres de sus familiares. Los heridos fueron siendo rematados. La persecución continuó durante la noche; los gendarmes lanzaron bengalas para iluminar un territorio que desconocían. Desde el pueblo se escuchaba el tableteo de las ametralladoras.

La Gendarmería continuó la matanza porque no quería testigos. Muchos civiles de Las Lomitas, miembros de la Sociedad de Fomento, colaboraron para que el “peligro indígena” cesara en forma definitiva y brindaron asistencia logística. Recorrieron los montes Campo Alegre, Campo del Cielo y Pozo del Tigre para marcar los escondrijos en la espesura.

El trauma que produjo la represión, y el temor a otras nuevas muertes, fue enterrando el etnocidio bajo un muro de silencio. Nadie se hizo eco de la masacre. Perón no pronunció una sola palabra

Muchos cadáveres fueron incinerados. La persecución no dejaba tiempo para enterrarlos. Otros cuerpos fueron tirados en el descampado, en un camino de vacas, y la tierra y la maleza los fueron cubriendo con el paso del tiempo.

El trauma que produjo la represión, y el temor a otras nuevas muertes, fue enterrando el etnocidio bajo un muro de silencio. El diario Norte del Chaco mencionó que había habido un “enfrentamiento armado” ante la sublevación de los “indios revoltosos”.

Los diarios de Buenos Aires, a mediados de octubre de 1947, informaron sobre la incursión de un “malón indio”, para justificar la masacre.

Perón hizo silencio.

Nadie de la Gendarmería fue castigado.

Lo mismo había sucedido en Napalpí, en el Chaco, en 1924, durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear, aunque en ese caso existió un proceso judicial para convalidar el ocultamiento.

En Las Lomitas no. Se calcula que entre 750 hombres, mujeres y niños de distintas etnias, en especial los pilagás, murieron a manos de la Gendarmería.

Octubre pilagá, relatos sobre el silencio, de Valeria Mapelman

Desde 2005, un grupo de antropólogos forenses realizaron excavaciones por orden judicial en el cuartel de la fuerza de seguridad. Los huesos que encontraron estaban apenas por debajo del nivel de la superficie.

La matanza, además de la tradición oral que se extendió en los pilagá, fue narrada por uno de los represores , el gendarme Teófilo Cruz, que publicó un artículo en la revista Gendarmería Nacional.

En 2010 la documentalista Valeria Mapelman estrenó dos documentales sobre la masacre, Octubre pilagá, relatos sobre el silencio y La historia en la memoria en el que logró registrar historias personales de algunos sobrevivientes y sus hijos, y testigos de la masacre.

Dado que la incursión de la Gendarmería había contado con el apoyo de un avión con ametralladora, la justicia federal en la última década -cuando se inició el expediente-, llegó a procesar a Carlos Smachetti en 2014, que disparó contra los originarios de la comunidad de pilagá desde un avión que había despegado el 15 de octubre desde la base de El Palomar. Murió al año siguiente, a los 97 años. Otro de los imputados que participó de la masacre como alférez de Gendarmería, Leandro Santos Costa, luego se había graduado de abogado y fue juez de la Cámara Federal de Resistencia. Había utilizado una ametralladora pesada para eliminar a los aborígenes, y la Gendarmería lo había condecorado por su “valerosa y meritoria” intervención en el hecho. Murió en 2011, antes de que el proceso finalizara.

Desde 2005, un grupo de antropólogos forenses realizaron excavaciones por orden judicial en el cuartel de la fuerza de seguridad. Los huesos que encontraron estaban apenas por debajo del nivel de la superficie

En su sentencia de 2020, la Cámara Federal destacó la responsabilidad del Estado Nacional al momento de la masacre y lo condenó a reparaciones colectivas, un monumento en el lugar de la masacre, incluir el 10 de octubre como fecha recordatoria, becas estudiantiles a jóvenes escolarizados y un dinero anual para inversiones de infraestructura y otro para sostener a la Federación de pilagá. Y calificó la masacre como genocidio, que había sido rechazada por primera instancia.

Pasaron más de siete décadas del crimen masivo, y las comunidades indígenas perdieron sus tierras y los montes fueron arrasados por las topadoras. Todavía viven en las vías muertas de los ferrocarriles o en la periferia de las ciudades, en busca de una vivienda, un trabajo o algo para comer. Como hace más de setenta años.

Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro publicado es “Fuimos Soldados. Historia secreta de la Contraofensiva Montonera”. Ed. Sudamericana, noviembre de 2021.










domingo, 9 de junio de 2024

Conquista del desierto: La masacre xenófoba de Tandil de 1872

La masacre de Tandil de 1872



El 1 de enero de 1872, tuvo lugar en Tandil uno de los actos xenofóbicos y una de las matanzas más grandes en la historia argentina, en la cual un grupo de gauchos de la zona, inspirados por el curandero Tata Dios, asesinó a 36 inmigrantes que residían en la localidad



Gerónimo G. Solané, mejor conocido como Tata Dios, era un gaucho de origen chileno (aunque es discutido el lugar de su nacimiento) que llegó a Tandil en 1871, presentándose a si mismo como sanador y profeta. Solané había pasado por las localidades de Santa Fe, Rosario y otras ciudades ganándose la vida como curandero y predicador. Aseguraba que era un "enviado de Dios". Lo habían echado de varios pueblos y había estado preso por practicar la brujería y la medicina ilegal.




En 1870 Solané había estado presó en Azul por ejercer ilegalmente la medicina pero fue liberado al poco tiempo. En octubre de 1871, Solané fue llevado a Tandil por el estanciero Ramón Rufo Gómez, para curar a su esposa María Rufina Pérez, que padecía de fuertes dolores de cabeza.



Solané logró curarla y agradecido por la ayuda del gaucho brujo, Gómez le permitió que se asentara en el puesto La Rufina​ de su estancia La Argentina, cerca del pueblo de Tandil. La recuperación de Rufina Pérez fue furor. La figura de Solané empezó a convocar a pacientes maltrechos, familiares preocupados y curiosos. Su rancho terminó siendo una suerte de clínica. Estaban los que acudían para las curaciones y los otros, los que se sentían atraídos con su prédica, quienes incluso acampaban en los alrededores de su vivienda. Tata Dios comenzó a realizar curaciones en los enfermos y a proclamar que él había venido a salvar a la humanidad, y que el fin de los tiempos se acercaban.




Sólo él podría resguardar el alma de aquellos que estuviesen dispuestos a seguirlo. El primero en acudir a su llamado, fue Jacinto Pérez, que con el tiempo se hizo llamar “San Jacinto El Adivino”, otro era Cruz Gutiérrez, al que llamaban "El Mesías". Al poco tiempo Pérez y Cruz Gutiérrez (su nombre real era Crescencio Montiel) se convertirían en las personas más allegadas.



Los archivos describen a "Tata Dios" como un hombre de unos 40 años, moreno, de cara simpática, pensativo y de poco hablar. Se sabe también que era analfabeto. En Tandil vivía con lo justo, en dos habitaciones con nada de lujo ni decoración, apenas una imagen de la Virgen María.



Tata Dios comenzó a ganar adeptos entre los paisanos del lugar, y se había ganado fama de manosanta. Muchos de estos se sintieron atraídos por su prédica. Escuchaban al curandero despotricar contra los extranjeros y los masones: “Vienen a robarnos la tierra y el trabajo”, decía. También los hacía responsables por la epidemia de fiebre amarilla, que se había desatado a comienzos de ese año. De esta forma, los extranjeros de la zona se habían convertido en el principal blanco del grupo de criminales, o los "apóstoles", que seguían al "Tata Dios". El Tata Dios sostenía que "los extranjeros son la causa de todo mal y por lo tanto hay que exterminarlos", por lo tanto el grupo consiguió armas, que se distribuyeron entre sus apóstoles y otros asociados.




En aquellos años se habían radicado en Tandil una importante cantidad de inmigrantes y existía cierto clima de tensión entre estos y los ciudadanos criollos. Los principales grupos de extranjeros eran los vascos (españoles y franceses), los italianos, los españoles y los daneses.





El propio Solané había anticipado, basándose en su "don de adivino", que el 1 de enero correría sangre. Su mano derecha, Jacinto Pérez le contó a los criollos que Solané profetizó que Tandil sufriría un gran huracán que arrasaría al pueblo, en la que muchos morirían ahogados, y que los sobrevivientes y los que viniesen de otros lugares se ocuparían de exterminar a los extranjeros y a los masones. Y que el cielo castigaría a quien no participase de esta suerte de guerra santa.



Dijo que nacería un nuevo pueblo al pie de la Piedra Movediza, lleno de felicidad y solo para los argentinos. Las almas de quienes participaran, y las de sus familias, serían salvadas y vivirían por siempre en un nuevo reino de justicia y paz. Pero que para poder logar esta nueva vida sólo tenían que deshacerse de todos los gringos (inmigrantes italianos y daneses), vascos y masones, culpables de la desgracias de los criollos.



El 31 de diciembre de 1871 Jacinto Pérez juntó alrededor de 50 personas. Dijo actuar en nombre de Solané, y acusó a gringos, vascos y masones de encarnar el mal, y dijo que la solución era matarlos. Luego de su arenga, Pérez repartió entre los asistentes divisas punzó como distintivos, y alguna armas, pocas por cierto: una que otra pistola algún recortado, cuchillos y lanzas improvisadas con tacuaras y medias tijeras de esquilar cuchillos y bayonetas. Les prometió además invulnerabilidad, como actuaban en nombre de Dios nada podría sucederles y las divisas punzó los defendería de las balas.




Pocas horas después, ya finalizada las celebraciones de Año Nuevo, partieron hacia el pueblo. A las 3:30 de la madrugada​ del 1 de enero de 1872, los gauchos entraron en Tandil e ingresaron al Juzgado de Paz local, donde solo pudieron robar sables y liberar al único preso que estaba allí, un indio, que se sumó de inmediato al grupo. Al grito de "¡Viva la Patria", "¡Viva la Confederación Argentina!", ¡Viva la Religión!", ¡Mueran los gringos y los masones!" y "¡Maten, siendo gringos y vascos!", se dirigieron corriendo a la plaza central del pueblo donde se encontraba la multitud.




Allí rodearon a Santiago Imberti, un italiano que regresaba con su organito de alegrar la noche del nuevo año, y y le rompieron la cabeza con un palo. ​Cruzaron al galope los campos aledaños para matar a los "gringos" argumentando que atacaban a la Patria y a la Iglesia. Luego, tomaron el camino hacia el norte del pueblo. En las afueras se toparon con la tropa de carretas de Esteban Vidart y Domingo Lassalle, que acampaban a orillas del arroyo Tandil. En las carretas se encontraban vascos que descansaban. Los carreteros vascos fueron ultimados a lanza y cuchilla, y luego degollados, solo uno de los 9 que allí estaban, Esteban Castellanos de 31 años, logró salvarse escondiéndose entre los cueros.




Minutos despúes, llegaron a la tienda de Vicente Leanes, un vasco de 20 años de edad. Fue vano su intento de cerrar la puerta. Luego de derribarla, lo asesinaron de un disparo y la misma suerte corrió Juan Zanchi, un empleado italiano que trabajaba en su negocio. Después ingresaron en la estancia de un vecino llamado Enrique Thompson, de origen británico. En la misma estancia había un almacén atendido por una pareja de escoceses recién casados llamados Guillermo Gibson Smith y Elena Watt Brown, quienes fueron asesinados y degollados.



Misma suerte corrió Guillermo Stirling, otro empleado del lugar. También asesinaron a otro empleado y a toda la peonada de la estancia, y terminaron por saquear el lugar. La turba, que portaba lanzas y facones, repetía: "¡Mueran los extranjeros y los masones!".



La matanza y los saqueos en cada una de las propiedades no parecía tener fin. Llegó el turno de Juan Chapar, un vasco francés de 34 años. Lo mataron de un lanzazo luego de engañarlo al decirle que eran una partida que perseguía delincuentes. Luego hicieron lo propio con Florinda, Pabla y Mariana, sus tres hijas, de 5, 4 y 3 años y con Juan, su bebé de 5 meses, al que arrancaron de los brazos de su madre, María Fitere. También ella resultó asesinada y luego a los empleados, uno de los cuales fue defendido por su perro, el que también resultó degollado. A una chica vasca de 16 años, que vivía en la propiedad de Chapar, de nombre María Eberlin, la violaron y luego degollaron.





Lograron salvarse de la matanza los italianos Innocente y su hijo Martín Illia, quien tenía 11 años y quienes eran abuelo y padre del futuro presidente Arturo Illia, debido a que fueron avisados de las matanzas y lograron escapar yendo hacia las sierras.



Cuando llegaron a la estancia Bella Vista, del gallego Ramón Santamarina, donde tenían planeado finalizar su raid de muerte en Tandil, no encontraron a nadie debido a que Santamarina estaba en el centro de Tandil ya que el día anterior había estado presente en la inauguración del Banco de la Provincia de Buenos Aires en la ciudad. Por esto, el grupo comandado por Jacinto Pérez dedicó las siguientes horas a comer y a atender a los caballos. Algunos se echaron a dormir.



A esa altura, Tandil era un hervidero de indignación. Uno de los que había dado el alerta fue el vecino Prudencio Vallejo, que había escuchado el griterío delante de su casa. No tuvo que caminar mucho para descubrir los cadáveres de los vascos de la tropa de carretas.



En ese momento se armó una partida de la Guardia Nacional y vecinos, al mando de José Ciriaco Gómez y los más ilustres vecinos de origen inmigrante de Tandil, de la que participaban Ramón Santamarina (de origen gallego), Juan Fugl y Manuel Eigler (ambos de origen danés), y siguieron el rastro dejado por estos delincuentes. A mitad de la mañana estaban en la estancia de Santamarina.



Un ex sargento de apellido Rodríguez se acercó a modo de mediador. Les pidió que se rindieran en el acto o los "pasaría a cuchillo" si se resistían. Los asesinos trataron de justificarse: “¡Andamos matando gringos y masones!” y luego comenzaron la fuga. En la persecución dejaron 10 muertos, Jacinto Pérez entre ellos, y 8 prisioneros. Algunos fugitivos fueron capturados días después y otros lograron huir. Tata Dios fue detenido en su rancho, a pesar de declararse inocente, y fue acusado como instigador de los hechos debido a su prédica que derivó en la matanza de los inmigrantes.



El coronel Benito Machado amenazó con fusilarlo pero él le suplicó por su vida. Fue encerrado con los otros detenidos y la cárcel quedó bajo la custodia de los vecinos. Finalmente, Tata Dios fue asesinado el 6 de enero de una puñalada, cuando se encontraba dentro de un calabozo.



En cuanto al resto de los detenidos, fueron a juicio. Se los acusó por el asesinato de 36 personas, agravado por la alevosía y la atrocidad. El dictamen del juez Tomás Isla señaló: "No son excusa atendibles en derecho el fanatismo y la ignorancia alegada por la defensa". La mayor condena recayó sobre Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lazarte quienes fueron sentenciados a muerte y ejecutados el 13 de septiembre de 1872 (menos Villalba, quien falleció antes en prisión). Según se recopilo luego, las últimas palabras de Esteban Lazarte, uno de los condenados a muerte, fueron: "Quiero ser enterrado por hijos del país; no quiero que ningún italiano me toque ni aun el chiripá", y y Gutiérrez murió gritando "¡Viva la Patria!".





El plan de exterminio que no llegó a completarse era mucho más amplio. Planeaban asesinar a inmigrantes en Azul, Tapalqué, Rauch, Bolívar, Olavarría y otras localidades donde existían grupos de paisanos ligados al movimiento creado por Tata Dios, cuyas prédicas contra los extranjeros y masones, a los que calificaba como enemigos de Dios, habían calado muy hondo. En total el grupo inspirado por Tata Dios había asesinado a 36 personas: 16 franceses, 10 españoles, 3 británicos, 2 italianos y 5 argentinos.




La xenofobia hacia los inmigrantes se presentaba también en la división política que existía en aquellos años entre los nacionalistas de Bartolomé Mitre y los autonomistas de Adolfo Alsina. Mientras que el partido de Mitre tenía el apoyo de los inmigrantes, principalmente de la comunidad italiana, quienes solían identificarse con Mitre y compararlo con Giuseppe Garibaldi, pero también de la española y francesa, el autonomismo de Alsina tenía una base rural más fuerte, compuesta por rancheros y peones, muchos de los cuales habían apoyado a Rosas en sus años.




El autonomismo tenía un tinte xenófobo, según describían diplomáticos extranjeros, hacia los europeos inmigrantes que residían en las zonas rurales y muchos de estos diplomáticos le objetaban a Alsina que no podía ocultar "cierta aversión al elemento foráneo". Los autonomistas con frecuencia alardeaban de sus antecedentes nativos y su asociación con la sociedad rural de los gauchos. Hombres a caballo vestidos con ponchos y chiripás, la clásica vestimenta del gaucho, lideraban sus actos políticos en Buenos Aires: "Llevaban bandas azules y blancas o lazos de los mismos colores [...] También exhibían enormes revólveres que llevaban en sus cinturas".