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martes, 28 de noviembre de 2023

Segunda guerra sino-japonesa: La valentía de Cheng Benhua

Cheng Benhua





Cheng Benhua, que se muestra en la fotografía, sonríe desafiante a la cámara momentos antes de su trágico asesinato por parte de los hombres detrás de ella. Su valiente lucha por la libertad de su pueblo tuvo lugar en 1938, en un momento en que Japón estaba pasando por una transformación militarista y una ola extrema de patriotismo, creyendo en su superioridad sobre otras naciones asiáticas. La falta de Japón de recursos naturales esenciales como el caucho y el petróleo condujo a su invasión de China, buscando establecer esferas de influencia en toda Asia.

Cheng Benhua, junto con su esposo, Liu Zhiyi, asumieron el papel de liderar un pequeño grupo de resistencia en su ciudad natal de Hexian en la provincia de Anhui, oponiéndose a los invasores japoneses. Desafortunadamente, en una feroz batalla, Liu perdió la vida y Cheng fue capturado y posteriormente sometido a brutales interrogatorios y torturas por parte de las fuerzas japonesas. La fotografía captura un poderoso momento de resistencia y desafío de Cheng frente a sus opresores. A pesar de soportar horrores indescriptibles, se mantiene erguida, cruza los brazos y mantiene una sonrisa resuelta, negando a sus torturadores la satisfacción de quebrantar su espíritu.

Trágicamente, poco después de que se tomó la fotografía, Cheng fue asesinada con bayoneta por los hombres detrás de ella, quienes la apuñalaron con cuchillos unidos a sus armas. Cheng y Liu ahora son venerados como mártires en China, lo que simboliza el espíritu inquebrantable del pueblo chino frente a la injusticia y la opresión. Su valentía y sacrificio dejaron un impacto duradero, a pesar de que no tuvieron hijos para continuar con su legado.

Los japoneses cometieron crímenes atroces contra la humanidad durante su presencia en China, dejando un doloroso capítulo en la historia. La historia de Cheng sirve como un conmovedor recordatorio de la fuerza y la resiliencia de las mujeres que enfrentaron la adversidad y lucharon por lo que creían.

lunes, 3 de abril de 2023

Ejecución: El degüello

Degüello: el arte de cortar gargantas

Revisionistas




Degüello

El degüello proviene de la costumbre de matar animales trasladada a los humanos.  Es el hombre rebajado a la altura del cordero.  La práctica del degüello fue muy extendida en las contiendas internas, las argentinas, las rioplatenses y del sur del Brasil durante el siglo XIX.  Su origen como práctica corriente está en los conflictos de la Confederación Argentina entre federales y unitarios durante la primera mitad del siglo XIX, los que alcanzaron al territorio de Uruguay integrado los bandos tradicionales –blancos alineaos con federales y colorados con unitarios- en las contiendas durante el período que los orientales denominan Guerra Grande (1839-1851) y aún después de ella hasta la finalización de la guerra de la Triple Alianza.  De esa manera los orientales se “familiarizaron” con tales prácticas y las tomaron para ellos.  En esas contiendas Oribe y el Partido Blanco se alinearon con Juan Manuel de Rosas, los federales y el Paraguay bajo una cosmovisión nacionalista, federalista, antiimperialista y en defensa de los “pagos chicos”, embriones de la praxis federal.  El Partido Colorado lo hizo con los unitarios y brasileños, abroquelándose en la defensa de un liberalismo –más económico que político- de corte academicista y extranjerizante, propulsado por altas burguesías nacidas en el marco de las ciudades-puertos.

En Argentina el ritual fue tan difundido que se calcula que en los años del gobierno mitrista se degollaron más de 20.000 personas.  “No trate de ahorrar sangre de gauchos” aconsejaba Domingo F. Sarmiento a Bartolomé Mitre en carta del 20 de setiembre de 1861.  “La sangre de esa chusma incivil, bárbara y ruda es lo único que de humano tienen”.  Sus raíces en Argentina son anteriores al propio rosismo.  Una carta dirigida a Juan Galo Lavalle luego del fusilamiento de Dorrego en 1828 le aconsejaba: “una revolución es un juego de azar en el que se gana hasta la vida de los vencidos”; tal afirmación es el pensamiento matriz que otorga la justificación teórica a la eliminación física del enemigo vencido.

Juan Manuel de Rosas y la Sociedad Popular Restauradora, popularmente conocida como “La Mazorca”, lo transformaron en un método de terror político y militarmente fue aplicado en distintas batallas de la Guerra Grande como Quebracho Herrado, en esa ocasión por Oribe, General en Jefe de los Ejércitos de la Federación, el 28 de noviembre de 1840.

Tampoco los unitarios se hallaban en rezago en la materia, como lo refiriéramos previamente.  Mitre tuvo en Sarmiento al mentor ideológico de un proyecto de “limpieza social” del gauchaje para eliminar la “barbarie”, complementada con políticas educativas genéricas y migratorias selectivas.  Los ejecutores materiales de la visión mitrista no fueron curiosamente argentinos, sino extranjeros, casi en su totalidad orientales y de raíz colorada: Venancio Flores, Ambrosio Sandes y Wenceslao Paunero.  Se agregaba a éstos el chileno Irrazábal y el también oriental oribista José Miguel Arredondo, años más tarde uno de los jefes de la Revolución del Quebracho en 1886.  Este último y Paunero no se vieron involucrados en las masacres de federales.

La opus magna sucedió en Cañada de Gómez, cuando a poco de Pavón, el 22 de noviembre de 1861 cayeron de sorpresa los unitarios mitristas al mando de Flores sobre el ejército federal que estaba acampado y degollaron a más de 300 prisioneros.  Miles de gauchos riojanos, catamarqueños y cordobeses –“bípedos implumes” al decir de Sarmiento- pasaron por las dagas civilizadoras de sus compatriotas y los orientales al servicio de Mitre.

Al margen de posicionamientos en la región platense, el degüello gozó siempre de buena salud, no reconociendo diferencia de cintillos pues fue aplicado tanto por blancos como colorados, unitarios o federales.

Pronto la metodología se extendió al sur de Brasil, también fue practicada allí por los riveristas que participaron en la Revolución Farroupilha de 1835 y ulteriormente, ya instalado el hábito, éste llegó a su máxima expresión en la Riograndense o Federal de 1893-95, donde su aplicación llegó al paroxismo.

Existen autores que destacan una veta humanitaria en este bárbaro acto cuando era aplicado a los heridos –a veces por sus propios compañeros- con el fin de evitar los sufrimientos, que podían ser extremadamente dilatados e intensos.  Basta pensar en lo que era el paupérrimo desarrollo de analgésicos, anestésicos y medicamentos, la inexistencia de antibióticos, los magros desarrollos quirúrgicos de esas épocas, la lejanía de los campos de batalla de las ciudades, sumado a los precarios medios de transporte.  Todo ello conllevaba a convalidar en el marco de una sociedad primitiva el degollar para evitar el dolor.  No era otra cosa que el “despenamiento”, el quitar las penas y dolores, y al cuchillo se le llamaba coloquialmente el “quitapenas”, aunque con una acepción harto más amplia que la humanitaria.

Pero obviamente, este acto “caritativo” fue ínfimo ante lo que constituyó la barbarie propiamente dicha.  Aparecieron especialistas en el rubro y hasta denominaciones de origen según el tipo de degüello.  El “oriental” era externo y de oreja a oreja seccionando las carótidas y la yugular; a la “brasilera” cuando el corte se hacía mediante la incisión por detrás de la tráquea, cortándose de atrás hacia delante con un tajo seco; el “argentino” se denominaba cuando se hacía por delante, con dos cortes rápidos en la carótida.  Se degollaba “de parado” o “arrodillado” según la circunstancia y generalmente –se hacía sobre prisioneros inermes- las víctimas estaban maniatadas a la espalda.  Por pura diversión sádica de los vencedores también se practicaban las “carreras de degollados”; esto es el degüello simultáneo de dos o más hombres de pie de manera tal que por los estertores espontáneos e involuntarios de sus músculos y extremidades salen “corriendo” hasta caer definitivamente al suelo entre gorgoteos y vómitos de sangre.

El degüello había sido tan asimilado a las contiendas militares platenses que los clarines, en lugar de tocar “A la carga” como en otras latitudes, lo hacían dando la orden “A degüello”.

El degüello en las letras

Un ítem aparte merece la impresión que ocasionó tal costumbre en el mundo de los escritores.  Tan extendida práctica naturalmente no pasó desapercibida a la literatura.  Jorge Luis Borges le dedica un cuento –temporalmente ubicado en la Revolución de las Lanzas en Uruguay (1870-1872)- a una rivalidad entre paisanos blancos que van a la revolución con Timoteo.  Rivalidad tan grande que llega hasta la propia muerte, cuando capturados por los colorados luego de Manantiales éstos juegan con ellos una “carrera de degollados” donde “ganará” el paisano Cardoso sobre su eterno rival Silveira; mientras el resto de los prisioneros observa la carrera esperando arrodillados su turno, casi indiferentes, apostando por un ganador. (1)

También en Brasil se ha escrito sobre el tema por Tabajara Ruas y Elmar Bones en su obra “La Cabeza de Gumersindo Saraiva”, Barbosa Lessa en su cuento “Noventa y Tres” y Crispín Mira en “Terra catarinense”.

En Uruguay a principios del siglo XX Florencio Sánchez había expresado su asco ante la práctica del degüello en su escueto folleto “El caudillaje criminal en Sudamérica” (1903) donde relató las andanzas del caudillo riograndense Joao Francisco.  Allí refiere a lo natural de tal conducta en aquella zona fronteriza: “La costumbre los ha hecho familiarizarse tanto con el degüello, que él constituye la única forma de homicidio y hasta de suicidio”.

Pero el impacto literario de tal praxis no debió esperar al siglo XX para verse cristalizado en letra de molde.  Los contemporáneos fueron quienes primero reaccionaron.  Hilario Ascasubi es el autor de “La refalosa”, un mordaz poema que pasó a la historia, en el que se narra el degüello de un unitario: “a su queja / abajito de la oreja / con un puñal bien templao / y afilao / que se llama quita penas / le atravesamos las venas / del pescuezo / ¿y qué se le hace con eso? / larga sangre que es un gusto / y del susto / entra a revolver los ojos”.  El nombre “La refalosa” surgía del ámbito popular y refería a los resbalones en medio del alocado pataleo de la víctima sobre la propia sangre.

Las “degolas” riograndenses

A fines del siglo XIX el ritual sigue muy campante y alcanza su máximo despliegue sanguinario en la Revolución Riograndense con una ferocidad digna de mejor causa.  La saña será tanta que una vez muerto el líder de la revolución Gumersindo Saravia –hermano de Aparicio- es exhumado su cadáver, cortados sus miembros, orejas y cabeza, siendo esta última inicialmente colocada en una pica para luego ser enviada a Porto Alegre como prueba fehaciente de la muerte del cabecilla de los insurrectos.

En esa campaña los dos máximos actos de barbarie lo constituyen los degüellos de republicanos en Río Negro y el de federalistas en Boi Preto.  La segunda degollina, revancha de la primera, fue efectuada por las tropas gubernistas sobre 322 prisioneros federales o “maragatos”, degollados maniatados, de parado y en fila.  Tantos eran que se hacía el “servicio” prácticamente a la carrera, no terminaba de caer uno cuando ya estaba degollado otro.  Ese día 45 combatientes salvaron su vida tirando su divisa colorada-federal y cambiando de bando.

La primera degollina fue sobre 300 prisioneros republicanos o “picapalos” luego de la batalla de Río Negro, en las nacientes de dicho río que cruza el Uruguay, proximidades de Bagé.  “Los prisioneros fueron encerrados en una manguera de piedra y eran sacados uno a uno, desjarretados y luego degollados”.  Esa masacre tuvo un actor principal, fue uruguayo y blanco.  Era el coronel Adán Latorre o Adao de Latorre, más conocido como “El Pardo Adán”.  Personaje tristemente célebre ubicado en la zona fronteriza de Cerro Largo, fundamentalmente cerca de Aceguá, nacido en Cerro Chato en 1835, que inició su actuación guerrera en Brasil y luego participó en las contiendas de 1897 y 1904 en el bando saravista, para terminar muriendo en la Revolución de 1923 a los 88 años en Paso do Bento Rengo, en Rio Grande do Sul peleando junto a Nepomuceno Saravia.  No fue Latorre quien tomó la decisión que acabó con Pedrozo y los restantes prisioneros, sino Joca Tavares, siendo el primero el ejecutor.  Latorre había sufrido previamente, según versiones de la época, la muerte de su esposa e hijos en manos de los republicanos.  Ese día, quizás dando rienda suelta a su sed de venganza, toda la faena corrió por su cuenta, según narran protagonistas de la batalla.  Autores brasileños atribuyen el bárbaro acto a la importante presencia de milicias uruguayas, los maragatos.  Estos prestaron su nombre para popularizar bajo el mote de “maragatos” a todos los revolucionarios riograndenses en razón del contingente de aproximadamente 400 soldados provenientes en su gran mayoría de San José que acompañaron a los hermanos Saravia cuando invadieron Río Grande en febrero de 1893, los que jamás usaron otra divisa que no fuera la blanca en contraposición al resto de sus compañeros federalistas que usaron la tradicional colorada, identificación federal proveniente de las épocas del rosismo y también trasladada al Brasil.  No conocemos de tropelías semejantes desarrolladas por Adán Latorre en territorio uruguayo –lo que no sería de extrañar dados sus antecedentes- aunque sí sabemos que terminó expulsado de la última revolución saravista a poco de iniciada (2) y fue corrido Brasil adentro por el comandante Isidoro Noblía de Cerro Largo, a raíz de haberse apropiado de los derechos de aduana generados por la receptoría de Aceguá, unos $30.000 de la época –una fortuna por ese entonces equivalentes a unas dos mil cabezas de ganado, a un millón y medio de cartuchos o a una batería de nueve cañones-, cuyo fin era asistir financieramente al alzamiento.

Joao Francisco no fue ajeno a esta metodología, sino que la aplicó ferozmente no sólo como herramienta de represión política en tiempos de paz, sino en la guerra.  Fue el ejecutor de la matanza de Saldanha Da Gama –uno de los máximos dirigentes de la Revolución Federal- y 300 marineros salvajemente batidos y luego asesinados cerca de la frontera con Uruguay.

El balance final de esta guerra sin cuartel, se estima en 12.000 muertos en 31 meses de lucha, dentro de los cuales se calcula que una cifra superior al 10% lo fue a causa del degüello.

La refalosa 

Mirá, gaucho salvajón,
que no pierdo la esperanza,
y no es chanza,
de hacerte probar qué cosa
es Tin tin y Refalosa.
Ahora te diré cómo es:
escuchá y no te asustés;
que para ustedes es canto
más triste que un viernes santo.

Unitario que agarramos
lo estiramos;
o paradito nomás,
por atrás,
lo amarran los compañeros
por supuesto, mazorqueros,
y ligao
con un maniador doblao,
ya queda codo con codo
y desnudito ante todo.
¡Salvajón!
Aquí empieza su aflición.

Luego después a los pieses
un sobeo en tres dobleces
se le atraca,
y queda como una estaca.
lindamente asigurao,
y parao
lo tenemos clamoriando;
y como medio chanciando
lo pinchamos,
y lo que grita, cantamos
la refalosa y tin tin,
sin violín.

Pero seguimos el son
en la vaina del latón,
que asentamos
el cuchillo, y le tantiamos
con las uñas el cogote.
¡Brinca el salvaje vilote
que da risa!
Cuando algunos en camisa
se empiezan a revolcar,
y a llorar,
que es lo que más nos divierte;
de igual suerte
que al Presidente le agrada,
y larga la carcajada
de alegría,
al oír la musiquería
y la broma que le damos
al salvaje que amarramos.

Finalmente:
cuando creemos conveniente,
después que nos divertimos
grandemente, decidimos
que al salvaje
el resuello se le ataje;
y a derechas
lo agarra uno de las mechas,
mientras otro
lo sujeta como a potro
de las patas,
que si se mueve es a gatas.
Entretanto,
nos clama por cuanto santo
tiene el cielo;
pero ahi nomás por consuelo
a su queja:
abajito de la oreja,
con un puñal bien templao
y afilao,
que se llama el quita penas,
le atravesamos las venas
del pescuezo.
¿Y qué se le hace con eso?
larga sangre que es un gusto,
y del susto
entra a revolver los ojos.

¡Ah, hombres flojos!
hemos visto algunos de éstos
que se muerden y hacen gestos,
y visajes
que se pelan los salvajes,
largando tamaña lengua;
y entre nosotros no es mengua
el besarlo,
para medio contentarlo.

¡Qué jarana!
nos reímos de buena gana
y muy mucho,
de ver que hasta les da chucho;
y entonces lo desatamos
y soltamos;
y lo sabemos parar
para verlo refalar
¡en la sangre!
hasta que le da un calambre
Y se cai a patalear,
y a temblar
muy fiero, hasta que se estira
el salvaje; y, lo que espira,
le sacamos
una lonja que apreciamos
el sobarla,
y de manea gastarla.
De ahí se le cortan orejas,
barba, patilla y cejas;
y pelao
lo dejamos arrumbao,
para que engorde algún chancho,
o carancho.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Conque ya ves, Salvajón;
nadita te ha de pasar
después de hacerte gritar:
¡Viva la Federación

(Amenaza de un mazorquero y degollador de los sitiadores de Montevideo dirigida al gaucho Jacinto Cielo, gacetero y soldado de la Legión Argentina, defensora de aquella plaza).

Referencias

(1) “El otro duelo”, en El Informe de Brodie – 1970.

(2) El 27 de marzo de 1904 lo expulsó Saravia.

Fuente

  • Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
  • Umpiérrez, Alejo – La forja de la libertad – Ed. De la Plaza, 2ª Edición, Montevideo (2007)

miércoles, 19 de enero de 2022

Revolución Francesa: La ejecución de María Antonieta

María Antonieta en la guillotina: insultos, humillación y la tristeza por no poder despedirse de sus hijos

El 16 de octubre de 1793, era ejecutada por el gobierno revolucionario la reina, viuda de Luis XVI. Acusada de conspiradora, derrochadora y hasta incestuosa, su estilo frívolo de vida en la corte de Versalles la terminó condenando en tiempos en que el pueblo vivía hambre y privaciones

María Antonieta había nacido en Austria y a los 14 años se casó con el futuro rey de Francia.

Era la antecámara de la muerte. La Conciergerie, o Palais de la Cité, que en otros tiempos había sido residencia de los reyes de Francia, el gobierno revolucionario la había transformado en el centro de reclusión más importante de la ciudad.

En una celda sin ventilación, María Antonieta, reina a los 18 años, esa “perra austríaca” detestada por la corte, esperaba comparecer ante el tribunal para conocer el veredicto inevitable de muerte. La “sanguijuela de los franceses”, como también le decían, era vigilada constantemente a través de un biombo por guardia cárceles obscenos y borrachos que hacían lo imposible en denigrarla y humillarla.

María Antonieta Josefa Ana de Austria había nacido el 2 de noviembre de 1755. Era la hija consentida, a la que ningún capricho se le negaba, del emperador Francisco I y de María Teresa. Para los maestros de idioma y de música que acudían al Palacio de Schoenbrunn era un suplicio mantener la atención de esa niña que enseguida se aburría. Había una razón para esa educación. A sus 12 años, se la debía formar para ser futura reina de Francia.

El 16 de mayo de 1770 se casó en Versalles con Luis Augusto de Francia, Duque de Berry, futuro Luis XVI, al que le faltaban tres meses para cumplir los 16 años. Ella tenía 14.

En la celda, con 37 años, parecía una mujer de 60. De sus ojos azules y cabellera rubia, atributos de mujer espléndida que lograba captar la atención en reuniones y bailes en el jolgorio cortesano sin fin, ya nada quedaba. Ahora era una mujer avejentada, resignada, desesperada porque no le permitían ver a sus hijos. Despojada de su vida de lujos, una mesa, dos sillas y un catre era el único mobiliario de su encierro. Pasaba el tiempo leyendo “Los viajes del capitán Cook”, que le había alcanzado uno de sus carceleros.

El rey Luis XVI, esposo de María Antonieta. Fue coronado muy joven y sería una víctima más de los revolucionarios.

Los hijos habían demorado en llegar por una imposibilidad física del marido. Primero fue María Teresa, luego Luis José, que murió de tuberculosis a los 7 años; Luis Carlos sería el heredero de la dinastía y por último Sofía Beatriz, que falleció al año de nacer.

Ella frecuentaba diversas amistades, con las que pasaba el tiempo en bailes y en juegos. Se había hecho fama de frívola y derrochadora. Acusaban a la pareja real de estar alejada de la realidad, que cuando el pueblo pasaba hambre ella se empolvaba sus pelucas con harina. Lo cierto es que la pareja era consciente de que eran demasiado jóvenes para reinar.

Una estafa urdida por la condesa de La Motte para quedarse con un espléndido collar de diamantes, rubíes y esmeraldas –hecho para madame Du Barry, la favorita del rey Luis XV- alcanzó a salpicarla. Pero a pesar de que era inocente de esta maniobra y los culpables fueron condenados, no se terminarían de despejar las sospechas sobre ella.

Los reyes no dimensionaron la magnitud ni los alcances de la revolución que estalló el 14 de julio de 1789. Al quedar como meros instrumentos de los revolucionarios, planearon fugarse de París, en una iniciativa en la que María Antonieta habría tenido mucho que ver.

La noche del 20 de junio de 1791, siguiendo un plan elaborado por el conde Axel de Fersen, vestidos como una familia aristocrática rusa, huyeron de París por las Tullerías usando una puerta secreta. Pero al día siguiente, en Varennes, fueron descubiertos y encarcelados.

El rey terminó juzgado y guillotinado el 21 de enero de 1793, lo que marcó el comienzo del período más radical de la Revolución Francesa. María Antonieta y sus hijos fueron a prisión en el Temple, donde en los años de fiesta y frivolidad había residido el conde de Artois, hermano del rey.

Antiguamente un palacio real, los revolucionarios transformaron a La Conciergerie en la cárcel más grande de París. Alli estuvo encerrada María Antonieta.

Le habían permitido estar con su hijo Luis Carlos. Sus carceleros vivían en estado de alerta permanente. En la prisión había partidarios realistas, y temían una fuga. En febrero de 1793 hubo una tentativa de evasión; otra, la del 11 de julio casi culmina en éxito, pero con consecuencias nefastas para la mujer: la separaron de su hijo, al que pusieron en custodia del zapatero Antoine Simón, quien tuvo un trato cruel con la criatura. Cuando el niño era llevado, suplicó a sus captores: “¡Perdonen a mi madre!”. El 8 de agosto la trasladaron a La Conciergerie.

Allí esperaba el juicio: el 3 de octubre había sido acusada de conspirar e intrigar contra Francia, además de arruinar las finanzas del país. El 14 de octubre de 1793 comenzó el proceso que duraría tres días corridos. Hasta la acusaron de incesto y de incluir en perversiones sexuales a su hijo Luis Carlos.

Cuando a las cuatro de la mañana del 16 leyeron el veredicto del jurado de condena a muerte, le preguntaron si tenía algo que decir. Ella respondió con un simple movimiento de su cabeza.

La llevaron al patíbulo en una carreta, y soportó altiva los insultos y el griterío de una multitud que se había congregado para presenciar su ejecución.

Fue llevada a la sala fúnebre, donde los condenados esperaban el momento de partir al cadalso. Con una navaja le cortaron los cabellos y el verdugo Henri Sanson –el hijo de quien había ejecutado al rey- se quedó con un mechón.

Ella se las arregló para escribir una última carta, dirigida a su cuñada: “Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo!”

Luego de cerrar el sobre, la colmó de besos e indicó a quién debía ser entregada. Ella no pudo saber que nunca llegaría a su destinatario.

Se negó a confesarse con sacerdotes juramentados con la revolución ya que ninguno le inspiraba confianza. Se lamentó con el abate Girard: “Siento en el alma no poder recibir por vuestro conducto el perdón de Dios, a pesar de que le necesito muy mucho porque soy una humilde pecadora; voy recibir un glorioso sacramento”.

“Si, el martirio”, respondió el sacerdote.

Cuando el cura de la prisión le preguntó si deseaba que la acompañase, respondió: “Como usted quiera”.

Se quitó su vestido de luto y se lo cambió por uno sencillo de color blanco, una pañoleta del mismo color; una cinta negra que se ató en la frente señalaba su condición de viuda.

Le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie, ella se arrodilló y la cuchilla no demoró en caer. Como era costumbre, su ejecutor mostró la cabeza a la muchedumbre.

A las 11 de la mañana fueron a buscarla. Ella ofreció sus manos y se las ataron a la espalda. Caminando tranquilamente subió a un miserable carro que la llevaría hasta el lugar de ejecución. Una multitud se había apropiado de azoteas, balcones, árboles y calles para verla pasar, insultarla al grito de “muera la austríaca”, en medio de vivas a la República. A lo largo del trayecto, soldados armados mantenían a raya a la gente. Cada ejecución era todo un espectáculo, en el que pululaban vendedores callejeros, comediantes que se burlaban de la condenada y curiosos.

Le costó mantenerse sentada por el bamboleo de la carreta, tirada por un solo caballo, y el viento hizo que sus cabellos fueran como flotando y sus ojos se tornasen rojizos por el frío. “Por lo demás, la muy bribona se mantuvo hasta el final audaz e insolente”, escribieron en un diario al día siguiente.

Desde la terraza del café La Régence en la calle Saint-Honoré, el artista Jacques-Louis David hizo un dibujo de ella. David, amigo de Robespierre, usó su arte para denunciar la injusticia social durante el reinado de Luis XVI.

A la entrada de la Plaza de la Revolución –hoy Plaza de la Concordia- diez mil personas esperaban la ejecución. Vio a un costado las Tullerías y en otro, el cadalso.

Al pie de la escalera, le pidió perdón al verdugo por pisarle el pie. Giró su mirada hacia la torre del Temple, donde estaban encerrados sus hijos, de quienes no le permitieron despedirse. “Adiós, queridos hijos, voy a reunirme con vuestro padre”, dijo.

Sola se arrodilló y el verdugo la empujó hasta que su cuello quedase sobre la báscula. La cuchilla se liberó, la cabeza saltó lejos de su cuerpo y el verdugo, tomándola de los pelos, dio una vuelta por el cadalso, exhibiéndola a la multitud.

Eran las 12 y cuarto. Los restos fueron llevados en una carretilla, con la cabeza entre las piernas, al cementerio de la Magdalena.

Alguien, en la fosa común donde fueron arrojados los cuerpos de la pareja real, plantó dos árboles para poder ubicarlos. Con el regreso de los borbones al poder, desenterraron lo poco que la cal no había desintegrado y, junto a muchos monarcas franceses, esos restos descansan en la catedral de Saint Denis, al norte de París.

 

domingo, 28 de noviembre de 2021

Perú: La rebelión y terrible final de los coroneles Gutiérrez

Rebelión de los coroneles Gutiérrez

 



Tomás Gutiérrez y Silvestre Gutiérrez (el primero, autodenominado presidente de la República y el segundo su hermano y compañero) colgados en la Catedral de Lima.


Fecha 22-26 de julio de 1872
Lugar Palacio de Gobierno, Lima, Perú
Casus belli
Victoria de Manuel Pardo y Lavalle, candidato del Partido Civil, como Presidente de la República durante las elecciones de 1872
Conflicto Los golpistas intentaban que Manuel Pardo no asuma el mando de Presidente.
Resultado Golpe de Estado derrotado
Beligerantes

  República Peruana
Manifestantes  Hermanos Gutiérrez

Unidades militares

  • Marina de Guerra del Perú
  • Ejército del Perú
  • Manifestantes antigubernamentales (Armados)
  • Batallón Pichincha
  • Batallón Zepita
  • Batallón Ayacucho





El coronel Tomás Gutiérrez.

La rebelión de los coroneles Gutiérrez fue una rebelión militar y un intento de golpe de Estado ocurrida en Lima, Perú, el 22 de julio de 1872, contra el gobierno de José Balta. Fue protagonizada por cuatro hermanos, coroneles todos, encabezados por el mayor de ellos, Tomás Gutiérrez, entonces ministro de Guerra y Marina. El suceso que originó esta rebelión fue el triunfo, en las recientes elecciones generales, del candidato civil Manuel Pardo y Lavalle. Temerosos de que bajo un gobierno civil perdiesen los militares sus privilegios, y según parece instigados por prominentes políticos, los Gutiérrez dieron un golpe de estado: Silvestre Gutiérrez apresó al presidente Balta, mientras que Tomás se autoproclamó Jefe Supremo de la República en la Plaza de Armas. El motín derivó en el asesinato del presidente Balta y en la rebelión popular en contra del gobierno de facto, que acabó de la manera más ignominiosa, con la muerte de tres de los hermanos Gutiérrez en las calles, entre ellos Tomás, el día 26 de julio de 1872.

Los hermanos Gutiérrez

Los cuatro hermanos Gutiérrez: Tomás, Silvestre, Marceliano y Marcelino, eran naturales del valle de Majes, en el departamento de Arequipa. Al momento de protagonizar el golpe de estado contra Balta, eran todos coroneles y tenían cada uno mando de tropas en Lima, a excepción de Tomás, que era ministro de Guerra y Marina. Silvestre comandaba el Batallón de Infantería Pichincha N.º 2; Marceliano el Batallón de Infantería Zepita N.º 3; y Marcelino el Batallón de Infantería Ayacucho N.º 4.

El historiador Jorge Basadre describe así a cada uno de los hermanos Gutiérrez:

Tomás era corpulento y tenía fama de brusco, impetuoso, altivo, ignorante y resuelto; Marceliano distinguíase por ser todavía más atleta, más brusco y más ignorante, con un defecto en el ojo derecho, por el cual se le llamaba el tuerto, y con una voz poderosísima y una presentación imponente, que atraían al público en los días de maniobras de tropas. Silvestre, más delgado y blanco, de cabello crespo, poseía más inteligencia e ilustración, pero creíasele duro y siniestro. Marcelino, en cambio, se distinguía por un carácter apacible.​


El complot contra Balta

Corrían los últimos días del gobierno constitucional del coronel José Balta y Montero (julio de 1872). Las elecciones realizadas recientemente habían dado como ganador a Manuel Pardo y Lavalle, que estaba a pocos días de convertirse en el primer presidente civil de la historia del Perú. La ascensión de un gobierno civil inquietó a muchos militares, que creyeron perder los privilegios que hasta entonces habían disfrutado en la República. Entre ellos se encontraban los hermanos Gutiérrez.

Poco antes del traspaso de mando, el ministro de Guerra Tomás Gutiérrez y sus tres hermanos propusieron a Balta perpetuarse en el poder por medio de un golpe de Estado, desconociendo las elecciones. Al parecer, en un principio el presidente aceptó el plan, pero luego, por consejo de algunos amigos, como Enrique Meiggs, se negó rotundamente a cometer tal ilegalidad. Ante tal situación, Silvestre convenció a Tomás para llevar a cabo el plan golpista, en vista que faltaban pocos días para que se efectuara el cambio de mando. Los Gutiérrez contaban a su favor con un ejército de 7.000 hombres bien armados y con el apoyo de algunos políticos, como Fernando Casós.​


El golpe de estado

A las dos de la tarde del 22 de julio de 1872, Silvestre entró en el Palacio de Gobierno al frente de dos compañías de su batallón “Pichincha”, con el fin de relevar las guardias. Afuera, en la Plaza de Armas, se hallaban estacionados el resto del batallón “Pichincha”, el batallón “Zepita” al mando de Marceliano, y algunos soldados de artillería al mando de Marcelino. De pronto, Silvestre se dirigió a las habitaciones interiores de Palacio en busca del presidente Balta. Este, que se hallaba junto a su esposa y su hija Daría (cuyo matrimonio debía realizarse aquella misma noche), al principio opuso resistencia, pero viendo que todo era inútil, salió de Palacio por la puerta principal custodiado por Silvestre, que lo llevó preso al cuartel de San Francisco, donde quedó bajo la custodia de Marceliano. La guarnición del Callao, que se hallaba al mando de Pedro Balta, hermano del presidente, fue fácilmente reducida. Los hermanos Gutiérrez declararon destituido al presidente Balta y proclamaron a Tomás Gutiérrez como General del Ejército y Jefe Supremo de la República.

Esa misma tarde, el Congreso, que se hallaba en Juntas preparatorias, convocó una reunión de emergencia en donde se condenó el golpe militar con duras palabras, pero cuando los representantes terminaban por firmar la declaración, la tropa ingresó al recinto y los sacó a culatazos.

Tomás Gutiérrez solicitó la subordinación de las Fuerzas Armadas y, especialmente, de la Marina de Guerra del Perú, pero esta se mantuvo fiel a la Constitución, suscribiendo un manifiesto a la Nación en el que hizo explícita su decisión de no apoyar al gobierno de facto:


(…) El inaudito abuso de fuerza con que el día de ayer ha sido escandalizada la capital de la república, debía encontrar como en efecto ha sucedido el rechazo más completo de parte de los jefes y oficiales de la Armada que escriben (…)

Firmaron dicho manifiesto marinos notables como Miguel Grau, Aurelio García y García, entre otros. La escuadra se hizo a la mar, con dirección al sur, para alentar la resistencia. El presidente electo, Manuel Pardo y Lavalle, fue trasladado por Melitón Carvajal a la fragata Independencia, que lo transportó a Pisco, salvaguardando así su persona.

Mientras que el pueblo limeño también mostró su desacuerdo con el motín militar. Aunque en un inicio los pobladores no intervinieron, con el correr de las horas empezaron a salir a las calles grupos de manifestantes. En el Callao estalló también la revuelta contra los Gutiérrez y hacia allí se dirigió Silvestre para imponer el orden, lo que logró, no sin esfuerzo.

Muerte de Silvestre Gutiérrez



El coronel Silvestre Gutiérrez.

En la mañana del 26 de julio Silvestre volvió a Lima en el tren de pasajeros y se dirigió a Palacio para entrevistarse con su hermano y darle cuenta de lo ocurrido en el Callao; después del mediodía se dirigió por el jirón de la Unión a la estación de San Juan de Dios (hoy Plaza San Martín), a fin de tomar el tren de vuelta. Pasó en medio de grupos hostiles haciendo alarde de valor y, llegado a la estación, ocupó su asiento en el vagón. Algunos habían pensado en levantar los rieles, pero resolvieron finalmente atacarle de manera directa. Un grupo de ciudadanos empezó a dar vivas a Pardo y al oírlos Silvestre bajó del coche y se asomó a la puerta que daba a la calle de Quilca y disparó su revólver sobre el grupo, hiriendo a un joven llamado Jaime Pacheco; éste disparó a su vez y logró herir al coronel en el brazo izquierdo. El tiroteo duró por unos minutos hasta que una bala disparada por el capitán Francisco Verdejo hirió de muerte en la cabeza a Silvestre.3​ La muchedumbre se lanzó sobre él y lo despojó de sus vestiduras, dejando abandonado el cadáver, que fue conducido después por un extranjero anónimo a la Iglesia de los Huérfanos.

Asesinato de Balta



Asesinato de José Balta.

Al enterarse de la muerte de Silvestre, Tomás avisó a su hermano Marceliano, que custodiaba a Balta en el cuartel de San Francisco, por medio de un papel donde escribió: «Marceliano an (sic) muerto a Silvestre. Asegúrate». De inmediato Marceliano formó su batallón y se dirigió a Palacio de Gobierno para reunirse con Tomás.

Mientras tanto, irrumpieron en la habitación donde se hallaba Balta el mayor Narciso Nájar, el capitán Laureano Espinoza y el teniente Juan Patiño, quienes a viva voz llamaron al prisionero por su nombre. Balta, que se hallaba tranquilamente descansando en su lecho después de haber almorzado, no debió escuchar nada, pues sufría de sordera de un oído, por lo que continuó durmiendo; fue entonces cuando salvajemente le dispararon a bocajarro. La muerte de Balta debió ser instantánea, pues una bala le entró por debajo de la barba y le destrozó el cerebro. En el juicio que posteriormente se siguió a los magnicidas, estos alegaron haber seguido órdenes de Marceliano, quien habría vengado así la muerte de su hermano Silvestre. La noticia de la muerte de Balta corrió rápidamente por toda Lima, causando enorme estupor.

¿Ordenó Marceliano el asesinato de Balta?



El coronel Marceliano Gutiérrez.

Muchos han asumido como cierta la declaración de los asesinos de Balta, en el sentido de que cumplían órdenes de Marceliano, pero cabe también la posibilidad de que estos mintieran para escudarse en el obedecimiento al superior a fin de que no recayera sobre ellos todo el peso de la justicia. Algunos indicios parecen hacer verosímil esta teoría. Por ejemplo, se dice que Marceliano intercedió ante Tomás para embarcar a Balta en un buque que debió salir del Callao el 24 de julio, con una bolsa de dinero con gasto de viaje, lo que demostraría que la intención de los hermanos era preservar la vida del presidente; por desgracia el barco se retrasó. Aunque cabe también la posibilidad que ante la muerte de Silvestre y fruto de la sobrexcitación del momento, Marceliano cambiara de parecer y ordenara la muerte de Balta. Lo haría como venganza personal pues había corrido el rumor de que entre los asesinos de Silvestre estaba un hijo de Balta.

En el caso de que los asesinos hubieran actuado por su cuenta, la primera interrogante que salta es el motivo de tan espeluznante crimen. Tal vez el antecedente de uno de los asesinos daría una pista: Nájar era enemigo personal del coronel Balta, pues siendo subordinado suyo en un cuerpo del ejército había sufrido la pena de flagelación.

Muerte de Tomás Gutiérrez



Barricadas en las inmediaciones del cuartel de Santa Catalina. Lima, julio de 1872.

Ante la ebullición popular, Tomás decidió abandonar Palacio de Gobierno y se trasladó al cuartel de Santa Catalina, donde se hallaba su hermano, el coronel Marcelino Gutiérrez. La población sublevada levantó barricadas frente a dicho cuartel, que empezó a sufrir los rigores del sitio, por lo que Tomás se vio obligado a salir con sus tropas, haciendo retroceder con gran esfuerzo a los sitiadores. La hostilidad de la población contra los Gutiérrez aumentó aún más al saberse la muerte de Balta. Las mismas tropas, hasta entonces obedientes a los golpistas, fueron sumándose paulatinamente a la causa popular.

Mientras que Tomás huía por las calles de Lima y Marceliano se dirigía al Callao con su batallón para reprimir al pueblo alzado, Marcelino, el más apacible de los hermanos, se refugió en una casa amiga y logró así salvarse de la furia del pueblo.

Tomás Gutiérrez, con el rostro cubierto y con sombrero de paisano, iba gritando "Viva Pardo" con el objetivo de pasar desapercibido en las calles de Lima; sin embargo tropezó con un grupo de oficiales y civiles capitaneados por el coronel Domingo Ayarza quien lo reconoció inmediatamente. Fue apresado y a sus captores les comentó que fue azuzado por sus jefes para sublevarse, los cuales luego lo abandonaron; se mostró también sorprendido por la noticia del asesinato del presidente Balta. Avanzaron unas cuadras, mientras eran seguidos por una turba que crecía a los gritos, profiriendo amenazas, y al llegar a la plazuela de La Merced, los militares que lo apresaron no pudieron protegerlo más e ingresaron a Tomás en una botica, cerrando enseguida las puertas.

Los cadáveres de Tomás y Silvestre Gutiérrez aparecen colgados en los andamios de las torres de Catedral, que en esos días se hallaba en refacciones. Foto Courret.

La muchedumbre rompió las puertas y buscaron a Tomás, al que encontraron escondido en una tina; allí mismo lo mataron de un disparo, para luego sacarlo a la calle. Allí, el cadáver fue desvestido y abaleado, y alguien le cortó el pecho desnudo con un sable mientras decía, aludiendo a la banda presidencial:
¿Quieres banda? Toma banda.
El cadáver de Tomás fue arrastrado hacia la plaza de Armas, mientras la multitud furibunda se enseñaba dándole de cuchilladas y balazos. El cuerpo fue colgado de un farol frente al Portal de Escribanos. Simultáneamente, la muchedumbre sacó de la iglesia de los Huérfanos el cadáver de Silvestre y lo arrastró por las calles de Lima hasta llevarlo a la plaza de Armas, donde igualmente fue colgado de un farol. Las casas de ambos hermanos fueron reducidas a escombros.

Al amanecer del día 27 de julio, ambos cuerpos aparecieron colgados de las torres de la Catedral, a una altura de más de 20 metros, desnudos y cubiertos de horrorosas heridas, un espectáculo nunca antes visto en la capital. Horas después fueron rotas las sogas que los sostenían, cayendo los cuerpos al piso, que se estrellaron contra las baldosas. Luego se armó una hoguera en el centro de la plaza con pedazos de madera de las casas de las víctimas y fueron arrojados al fuego los dos cadáveres.

Muerte de Marceliano Gutiérrez


El cadáver de Marceliano Gutiérrez es arrastrado por las calles de Lima hacia la Plaza de Armas.

Mientras tanto, en el Callao, Marceliano adoptó disposiciones para repeler al pueblo, pero cuando se disponía a disparar un cañón de grueso calibre sufrió un disparo en el estómago, que le quitó la vida. Se dice que sus últimas palabras fueron: «Muere otro valiente». Se afirma además que el tiro provino de uno de sus propios soldados. Fue enterrado en el Cementerio Baquíjano, pero al día siguiente un grupo de exaltados provenientes de Lima se llevaron el cadáver arrastrándolo hasta la Plaza de Armas de Lima, donde fue arrojado a la hoguera que ya consumía los cuerpos de Tomás y Silvestre.​

Marcelino, el único sobreviviente



El coronel Marcelino Gutiérrez.

Marcelino, el único hermano sobreviviente, huyó al Callao, pero al cabo de unos días fue detenido, conducido a Lima y sometido a juicio. Mediante una ley de amnistía fue dejado libre ocho meses después. No se le halló responsabilidad en el asesinato del presidente Balta.

Marcelino retornó al valle de Majes a trabajar la tierra. En 1880 el dictador Nicolás de Piérola le ordenó organizar en Arequipa el batallón «Legión Peruana», cuya jefatura asumió hasta el mes de julio de ese año. Eran los días duros de la Guerra del Pacífico. Acabada la contienda, Marcelino se estableció en Arequipa. De marzo a abril de 1884 comandó el batallón de gendarmes de la ciudad. Entre 1894 y 1895 trabajó en la prefectura. Murió de un ataque al corazón en 1904.

Vuelta a la legalidad

Tras los penosos sucesos ocurridos en Lima, el candidato electo Manuel Pardo retornó, siendo recibido en triunfo en el Callao. Se trasladó a Lima, donde ante una muchedumbre impresionante, pronunció un discurso que comenzaba exactamente con estas palabras:


Habéis realizado una obra terrible; pero una obra de justicia.

Interinamente, se encargó del poder el primer vicepresidente Mariano Herencia Zevallos, con la misión de culminar el periodo de Balta. Días después, Manuel Pardo juró como presidente de la República, el 2 de agosto de 1872.




miércoles, 12 de febrero de 2020

Nazismo: Las últimas horas de Eichmann

Las últimas horas de Adolf Eichmann, el "arquitecto" del Holocausto: una botella de vino, temibles palabras finales y la horca

Con una identidad falsa llegó a Sudamérica en 1950. Durante 10 años esquivó a la Justicia hasta que un comando israelí lo detectó y lo atrapó en la Argentina. Murió condenado por la Justicia el 31 de mayo de 1962. El estremecedor relato del hombre que ejecutó al criminal nazi

Infobae

Adolf Eichmann fue uno de los criminales nazis que se ocultó en Argentina

Era uno de los criminales del nazismo más buscados del mundo y fue encontrado en la Argentina, donde vivió como un supuesto "buen vecino alemán" en la localidad bonaerense de San Fernando. El 11 de mayo de 1960, después de pasar una década en la Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement, Adolf Eichmann era detenido y sacado del país de incógnito luego de uno de los golpes más espectaculares que dio el Mossad, el servicio de inteligencia israelí en el exterior en toda su historia.

Aquel día comenzaría el principio del fin para el temible "arquitecto" del Holocausto, uno de los hombres más temibles del llamado Tercer Reich y responsable de miles de crímenes contra la humanidad.

Poco después de aquella osada operación secreta llegó un estruendoso anuncio mundial realizado por el primer ministro israelí Ben Gurión. De inmediato, el mundo conocería una noticia inédita hasta entonces: por primera vez, un líder del nazismo sería juzgado en Israel.
  Un grupo de prisioneros, durante la liberación de Auschwitz en enero 1945

El juicio

Con la atención de todo el planeta puesta en el proceso judicial que la televisión de Israel mostraba para el resto del mundo, comenzó el juicio contra Eichmann en Jerusalén. El acusado se encontraba en la sala detrás de un vidrio especial blindado.

Jerusalén. 11 de abril de 1961. El acusado atraviesa un oscuro pasillo. Dos policías lo escoltan. Al traspasar la puerta, le quitan las esposas de sus muñecas. Ingresan a la sala de audiencias. Frente a ellos, una mesa y cientos de papeles.
  Adolf Eichmann durante su juicio en Jerusalén en 1961

Antes de tomar asiento, el acusado quita, con un pañuelo, el polvo de una de las pilas de carpetas y las alinea con prolijidad. Recién en ese instante puede sentarse con tranquilidad. Un poco más atrás se ubican los dos guardias israelíes de rostro pétreo.

Sin embargo, la sala es grande: un amplio estrado espera a los tres jueces, el fiscal Hausner y sus asistentes despliegan sus pruebas en largas mesas, el abogado defensor piensa en alguna otra cosa que dejó en Alemania, las decenas de intérpretes controlan que sus auriculares y micrófonos funcionen, el público aguarda con ansiedad el inicio de las sesiones.

Cientos de ojos siguen el ingreso del monstruo, el acusado de organizar desde su escritorio la muerte de más de seis millones de judíos.

A lo largo de las jornadas del juicio, Eichmann pretendió durante los interrogatorios evitar su responsabilidad escudándose en una suerte de obediencia debida. Sostuvo que sólo fue un pequeño engranaje de una gran máquina.

Sus ejes defensivos básicos se repetían: sostuvo siempre que pudo que él solamente obedecía órdenes. Nada más. Por otro lado, alegaba que sus actos no podían ser juzgados por otro país, por ningún país: sus actos habían sido actos de Estado. Sólo se encargó, según su testimonio, de llevar a cabo, y con una extremada eficacia, aquello que era ley en su país, en la Alemania de la que Eichmann había sido funcionario.

Mientras pasaban los días, por el estrado se escuchaban centenares de testimonios que revelaban las atrocidades del nazismo.

Adolf Eichmann, durante sus días como teniente coronel de las SS

Según se pudo comprobar, desde su lugar en la estructura burocrática nazi, Eichmann organizó, sucesivamente, la expulsión de los judíos de Alemania, su deportación de los territorios ocupados por los nazis y el traslado de millones de personas a los campos de exterminio.

Fue por este motivo que el jerarca nazi fue conocido con los años como "el arquitecto" de la Shoah.

Pero eso no fue lo único. Eichmann también ofició de anfitrión de quince altos funcionarios nazis en la llamada Conferencia de Wansee. Allí, desde su rol de secretario, labrando las actas de la reunión y dejando constancia para la posteridad, se decidió establecer la llamada "Solución Final". Por aquella decisión se llevaron adelante asesinatos de masas. Fue el propio Eichmann quien enviaba a miles a la muerte.

Después de las deliberaciones, el tribunal halló culpable a Eichmann de por lo menos 15 crímenes contra la humanidad. Se probó que el jerarca nazi había sido el organizador de un operativo criminal de exterminio minuciosamente preparado, según el modelo que Adolf Hitler ya había detallado en su libro Mi lucha.

En la sentencia los jueces estimaron que "estaba probado fuera de toda duda que el reo había actuado sobre la base de una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales".

Sin más, el 11 de diciembre de 1961 fue condenado a morir en la horca.

Adolf Eichmann se hacía llamar Ricardo Klement

Las últimas horas

Madrugada del 31 de mayo de 1962. El gobierno israelí anuncia que rechaza todos los pedidos de clemencia recibidos de parte de Eichmann.

El reo, en la celda, queda frente a una botella de vino. Había sido un pedido especial, su última voluntad.

Poco después llega hasta allí un ministro protestante que le propone leer la Biblia juntos. Eichmann se niega y decide beber sorbos cortos de vino, con la mirada fija sobre una de las paredes hasta que lo van a buscar.

El destino es la horca, donde un verdugo le ofrece, como a todos los condenados a muerte, una capucha. El reo se niega.

Adolf Eichmann durante su juicio en Jerusalén en 1961

"No la necesito", responde. Le atan las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas. En medio del silencio, Eichmann lanza su última provocación: "Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria. Larga vida a Argentina. Estos son los países con los que más me identifico y nunca los olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. Estoy listo".

En el recuerdo de Shalom Nagar, su verdugo, Eichmann parecía estar tranquilo.

"Yo lo vi colgado. Su rostro era blanco. Sus ojos estaban salidos. Su lengua colgaba, y había un poco de sangre en ella", recordó tiempo después la primera persona en ver el cadáver del arquitecto del Holocausto.

lunes, 27 de enero de 2020

Protestantes: La gran rebelión campesina alemana de 1524-5

Revolución gigantesca de la que nunca has oído hablar: la guerra de los campesinos alemanes de 1524-5

Andrew Knighton || Wat History Online




En 1524, estalló una revuelta en Alemania. Los campesinos se levantaron en una guerra que mostró las tensiones religiosas y sociales que destrozarían Europa durante los siglos siguientes.
Las causas de la guerra

La guerra de los campesinos no fue la primera revuelta contra la autoridad de los nobles en Alemania, pero fue la más extendida que la región había visto hasta ahora.

La causa subyacente de la guerra fue el cambio económico. Tras una caída de la población en el siglo XIV, los señores habían renunciado a reclamar algunos de sus derechos ancestrales que ya no eran útiles o viables. Pero a principios del siglo XVI, los nuevos cambios económicos presionaron a estos nobles.

Intentaron arreglar sus finanzas y reafirmar su control haciendo cumplir estos derechos antiguos, incluyendo reclamar impuestos adicionales y limitar la libertad de movimiento y matrimonio.


Representación muestra los acontecimientos de la guerra campesina alemana 1523-1525

Para los campesinos y la gente del pueblo que no habían visto estos derechos afirmados en generaciones, no se trataba de un resurgimiento de los derechos legales. Más bien fue la afirmación de algo nuevo lo que los perjudicó.

Los cristianos reformistas les dieron bases ideológicas para la revuelta que acababan de salir del protestantismo luterano. Muchos tomaron la revolución religiosa del protestantismo como justificación para rebelarse contra la autoridad opresiva en general. Aunque Lutero no lo vio así, su influencia le dio a la revuelta un aspecto religioso.


Martín Lutero inició la Reforma Protestante en 1517.

Brote


La revuelta comenzó en el verano de 1524. En Stühlingen, en el suroeste, la condesa de Lupfen hizo nuevas demandas a los campesinos en su área, luego de una serie de malas cosechas que dejaron a los habitantes ya delgados. Cientos de campesinos respondieron reuniéndose, eligiendo líderes, armando una lista de quejas y levantando la bandera de la revuelta.

A principios de 1525, la revuelta se extendía desde el suroeste. Los campesinos en muchas partes de Alemania se rebelaron contra las imposiciones de sus gobernantes locales. La idea de la insurrección se difundió en parte de boca en boca y en parte a través de panfletos. La imprenta seguía siendo una tecnología relativamente nueva, pero los rebeldes la aprovecharon.

Se imprimieron miles de copias de folletos rebeldes, particularmente de los Doce Artículos, una declaración de principios que intentaba crear una agenda común para la revuelta.


Doce artículos del panfleto de los campesinos de 1525

Cómo pelearon


Esto también fue en los primeros días de la guerra de pólvora. Las armas eran caras y difíciles de obtener, pero las armerías de la ciudad tenían tales armas listas para la defensa, por lo que los rebeldes pudieron apoderarse de ellas. La mayoría de los rebeldes todavía usaban armas más tradicionales, como espadas, lanzas y palos.

A los rebeldes les tomó tiempo organizarse, ya que la mayoría no solía ser parte de una organización militar. Cuando se organizaron, generalmente eligieron líderes militares y políticos separados. Los líderes militares a menudo eran hombres con experiencia militar, como Hans Muller y Walter Bach.


Bauernjörg, Georg, Truchsess von Waldburg, el azote de los campesinos

Ambos hombres habían luchado en los ejércitos de Landsknecht, bandas mercenarias que los campesinos usaban como modelo para sus ejércitos. Donde no se pudo encontrar a un veterano, otros hombres tomaron el mando. Algunos de ellos resultaron poco confiables en una crisis, pero otros se convirtieron en comandantes militares efectivos, como Caspar Prassler y Michel Gruber.

Contra ellos se desplegaron las fuerzas de señores y príncipes. Usaron su riqueza para contratar mercenarios y recaudaron impuestos feudales para atraer más tropas. Sus mayores recursos les facilitaron la adquisición de armas y suministros, así como a soldados experimentados.

La marea de guerra


La primera batalla importante de la guerra tuvo lugar en Leipheim. Allí, varios miles de rebeldes se reunieron en abril, equipados con cañones. Fueron abordados por el ejército de la Liga de Suabia, liderado por Georg, Truchsess von Waldburg, un comandante con experiencia contra los levantamientos campesinos. Sus fuerzas superiores asustaron a los rebeldes, dándole una victoria.


La quema de Little Jack (Jacklein) Rohrbach, un líder de los campesinos durante la guerra, en Neckargartach.

El resentimiento de los campesinos por su opresión por parte de los nobles condujo a actos de destrucción y brutalidad. Alrededor de 70 nobles fueron ejecutados en Weinsberg. El castillo de Wildenburg fue incendiado.

En mayo, un importante ejército campesino fue nuevamente derrotado, esta vez en Frankenhausen. Miles de rebeldes fueron masacrados después.

El patrón se repitió en Böblingen, Königshofen y Würzburg. Una y otra vez, las fuerzas dirigidas por nobles con más ejércitos profesionales pudieron ejercer más fuerza, rompiendo ejércitos rebeldes e infligiéndoles grandes bajas.


Dirk Willems salva a su perseguidor. Este acto de misericordia lo llevó a su recaptura, después de lo cual fue quemado en la hoguera. Luyken, Jan (1685), Dirk Willems (foto).

La desunión fue el mayor problema para detener a los rebeldes. Aunque todos compartían agendas similares, no estaban acostumbrados a trabajar con personas más allá de su localidad inmediata. No pudieron ponerse de acuerdo o ejecutar una estrategia compartida. Como resultado, los defensores del status quo los eliminaron poco a poco. A finales del verano, la resistencia había llegado a su fin.

El fin


Muchos de los líderes campesinos fueron capturados y ejecutados. Entre ellos estaba el pintor Jorg Ratgeb, que se había convertido en un líder entre las fuerzas armadas rebeldes. Los ganadores mostraron poca misericordia con aquellos de las clases más bajas que se habían alzado contra ellos.


Los campesinos insurgentes con Bundschuhfahne rodean a un caballero. Xilografía del llamado Maestro de Petrarca del espejo de hielo, 1539.

Para los nobles de menor rango y las autoridades de la ciudad que se habían puesto del lado de los rebeldes, el resultado fue a veces menos brutal. Negociaron la paz con los ejércitos principescos, lo que les permitió conservar sus vidas y su riqueza.

En algunas áreas, los campesinos obtuvieron pequeñas concesiones de los nobles resurgentes, que estaban ansiosos por evitar que tal revuelta ocurriera nuevamente. Pero el resultado general fue un fracaso terrible. Hubo pocos cambios reales, y en muchos lugares los campesinos perdieron los derechos que ya tenían.


Ilustración del castillo de Weinsberg, rodeado de viñedos. En Weinsberg, los campesinos abrumaron el castillo y masacraron a los terratenientes aristocráticos.


La guerra de los campesinos reflejó las tensiones religiosas y sociales que conducirían a más guerras en toda Europa en los siglos siguientes. Pero en ese momento, su resultado fue un resurgimiento del poder noble exacto que los rebeldes habían tratado de frustrar.

miércoles, 1 de enero de 2020

G30A: ¿Qué tan terribles fueron las masacres en ese conflicto?

Crímenes de guerra: el traje de los sepultureros

Millones son víctimas de la violencia o mueren de hambre y epidemias. Y, sin embargo, surgió un debate entre los historiadores: ¿fue la guerra de los treinta años realmente tan cruel?

Bernd Roeck || Die Zeit (original en alemán)



Un dibujo del artista Jacques Callot muestra una escena de la Guerra de los Treinta Años. Los prisioneros de guerra fueron asesinados y pueblos enteros aniquilados. © Hulton Archive / Getty

Normalmente, las primeras curvas de población modernas son como llanuras o colinas. Pero cada pocos años rompe las líneas que hablan de morir: epidemias, hambre, guerra o posiblemente todo se unió en todo el país. Las montañas escarpadas indican que ha habido muertes masivas: cientos de veces, miles de veces.

Gracias a numerosas fuentes, tales estadísticas para la ciudad de Augsburgo se pueden compilar ya en 1500. Reflejan, por ejemplo, la terrible hambruna que afectó a Alemania en 1570/71, o la escasez de alimentos a principios de la década de 1590 y en la primera década del siglo XVII. Estas son tendencias típicas de las sociedades preindustriales, también con respecto a los otros índices. Los auges de bodas siguieron en el momento de la gran muerte, porque la muerte había producido masas de personas solteras. Un poco más tarde, los picos de nacimiento se pueden leer.

En el otoño de 1627, cuando la Guerra de los Treinta Años tenía casi una década, la curva de la muerte aumentó abruptamente. No menos de 9611 muertes se contaron en Augsburgo en 1628, en comparación con alrededor de 1500 en años normales. Habían sido víctimas de una plaga que pudo haber sido traída por mercenarios extranjeros y arrastró a Italia en los años siguientes. Después de su declive, a Augsburgo se le concedió solo una breve fase de recuperación. A partir de 1632, la gente de la ciudad, que ahora estaba ocupada por los suecos, volvió a morir como moscas: se registraron 4.664 muertes solo en 1634, al año siguiente fueron 6.243 Derrota de los suecos y sus aliados en la batalla de Nordlingen el 6 de septiembre de 1634.

Una rica historia muestra lo que realmente significaban los números sobrios. En enero de 1635, escribe el comerciante Jakob Wagner, los asediados empaparon las pieles de las vacas y las ahogaron, alimentándose de gatos, perros y ratones sacrificados. Varias fuentes informan sobre el canibalismo. "De esta manera, los cuerpos de los vivos se han convertido en las tumbas de los muertos", dijo el pastor Johann Georg Mayr sarcásticamente en su diario.

Los cronistas proporcionan imágenes apocalípticas. Uno escribe sobre los muertos vivientes, los pobres, caminando por las calles, "como madera seca y marchita sin color". Con "aullidos y quejas lamentables" habrían rogado por "solo una migaja". En todos los lugares "cayeron, languidecieron" y "abandonaron el espíritu miserable". Los sepultureros ya no sabían dónde enterrar los cuerpos. Cuando querían recortar sus salarios porque los entierros eran demasiado caros para la bolsa ya húmeda de la ciudad, se quejaban de los peligros de su trabajo: dondequiera que cavaran nuevas tumbas, los cuerpos rezumaban medio descompuestos. La vista era terrible, al igual que el olor.
ZEIT historia 5/2017

Este texto proviene de la revista
ZEIT Geschichte No. 5/17.

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En marzo de 1635, Augsburgo se terminó y abrió las puertas al imperial. Un censo mostró que solo 16,000 personas se perdieron dentro del anillo de la muralla de la ciudad de 40,000. Dichos informes podrían estar acompañados por muchos otros. También se dice que el canibalismo ocurrió en el campo de Suabia, en Rufach en Alsacia o en la fortaleza Breisach sitiada en 1638. Otras tradiciones dan testimonio de la devastación que experimentó el país agrícola. Desde su montaña Andechs, el sacerdote benedictino Maurus Friesenegger vio los fuegos de las aldeas en llamas parpadear por la noche. El que pudo escapar huyó: "Uno llevaba pan, el otro una cama, los otros nada más que niños que lloraban".

Los que se negaron a decirles a los saqueadores dónde habían escondido sus pertenencias tuvieron que temer lo peor. Los soldados de Tilly habían sido golpeados y amenazados de una manera "que, si fueran enterrados bajo tierra o encerrados en miles de cerraduras, la gente aún tendría que buscarlos y entregarlos", escribió el concejal de Magdeburgo, Otto Guericke, en su informe sobre el asalto de la ciudad. en mayo de 1631. Un método particularmente pérfido para forzar la clandestinidad fue el infame "Schwedentrunk", una variante moderna temprana del submarino: se vertió agua hirviendo o estiércol líquido en la garganta de las víctimas. De lo contrario, la población tuvo que sufrir las atrocidades comunes en ese momento: contribuciones, trabajo forzado para arrojar saltos de esquí o el alojamiento de mercenarios rudos en casas y granjas. Una pequeña aldea bávara, Utting am Ammersee, una vez estuvo cargada con no menos de 4.000 mercenarios. Donde pasaron los ejércitos, se produjeron violaciones, asesinatos y destrucción. Las fuentes dan un drama oscuro que llevó la pluma al poeta Grimmelshausen y aún inspiró a Bertolt Brecht.

Y, sin embargo, los historiadores a veces eran controvertidos sobre cuán cruel fue realmente la Guerra de los Treinta Años. Sigfrid Henry Steinberg publicó un ensayo en 1947 que dibujó una realidad diferente. Steinberg quería limpiar a fondo la idea de la Guerra de los Treinta Años asesina: la vieja certeza apareció repentinamente como un mito, tejido por historiadores crédulos, dramaturgos, novelistas y poetas, como una salida de registros privados "inconscientemente unilaterales" y una "propaganda de terror" políticamente interesada del siglo XVII. Todo no fue tan malo, fue la conclusión de Steinberg. Las campañas fueron de corta duración, los ejércitos pequeños y las consecuencias económicas insignificantes, por el contrario: en 1650 el ingreso nacional, la productividad y el nivel de vida eran más altos que antes de la guerra. Descartó las cifras que indicaban grandes pérdidas de población como "pura fantasía".

Las tesis de Steinberg, que profundizó en un libro, dejaron profundas huellas en la investigación. Incluso Hans-Ulrich Wehler confió en ellos en 1987 en su historia social alemana. Para el historiador de Bielefeld, la idea de que la Guerra de los Treinta Años fue la peor catástrofe que Alemania había experimentado en el curso de su historia solo repetía leyendas que no eran más creíbles por su patetismo.

Tácito, la polémica de Steinberg se dirigió contra un patrón de interpretación nacionalsocialista que declaraba que la Guerra de los Treinta Años era el punto más bajo en la historia alemana para justificar la Primera y Segunda Guerra Mundial como una revisión atrasada de la Paz de Westfalia y una lucha históricamente consistente por el resurgimiento del Reich. Un representante de esta visión abstrusa fue el historiador agrícola Günther Franz, un acérrimo nacionalsocialista, racista y antisemita, una de las peores figuras de la historia alemana. Sin embargo, cuando se trata de describir las consecuencias demográficas de la guerra, su libro La guerra de los treinta años, que se publicó por primera vez en 1940, sigue siendo una de las obras de referencia más citadas hasta el día de hoy. Franz contradijo vehementemente la tesis del mito en una nueva publicación de su libro de 1979: Steinberg no proporcionó ninguna razón para su juicio y no dio más detalles. Lo desagradable es que el antiguo hombre de las SS tenía más razón que el emigrante alemán-judío Steinberg.

Franz no hizo ninguna investigación de origen, pero se basó en numerosos estudios de historia locales y regionales. Por ejemplo, había reconocido que los altos números de víctimas son menos un resultado directo de la guerra, sino más bien las consecuencias de epidemias y hambre, los compañeros asesinos de los grandes ejércitos. También vio que la guerra no había afectado de ninguna manera a todas las áreas de Alemania y nunca a todo el Sacro Imperio Romano al mismo tiempo. Un mapa en su libro que muestra las pérdidas de población regional en el Reich a través de diferentes escotillas aún refleja con precisión la tendencia aproximada: muestra que grandes áreas en el norte del Reich, incluyendo Hamburgo, pero no Mecklemburgo, Brandeburgo y Pomerania, se han salvado en gran medida eran. Lo mismo se aplica al campo de los Habsburgo en el sur: la población de Viena aumentó de alrededor de 35,000 a 50,000 entre 1600 y 1650. Los más afectados fueron el centro y el sur de Alemania: el ducado de Baviera, Suabia y Franconia, el Palatinado, Hesse y Turingia. Algunas regiones pueden haber perdido más de la mitad de sus residentes, Alemania un total de quizás un tercio. La guerra reclamó más de cinco millones de muertes, si la población anterior a la guerra se estima en 15 a 16 millones.

Por supuesto, ahora se podría hacer un "mapa de la muerte" más preciso que el que proporcionó Franz. Por ejemplo, no solo tendría que oscurecer la Baja Austria, que Franz todavía pensaba que no había sido molestada, sino también la Suabia oriental. Las dificultades que se interponen en el camino de una visión general son, por supuesto, extraordinarias. Fuentes como las listas de impuestos o los registros de la iglesia no registran aquellos sectores de la población que estuvieron expuestos al hambre y las enfermedades casi sin protección. En la oscuridad están los pobres y los forasteros, los vagabundos y las personas que formaron los ejércitos usualmente enormes de los ejércitos, hogar de Mother Courage. Por lo tanto, las proyecciones basadas en estadísticas de nacimientos y defunciones siguen siendo incompletas e inciertas. Además, a menudo es difícil decidir si una disminución de la población se debe a la emigración o la muerte y si un aumento fue causado por la inmigración o la reproducción natural.
Solo investigaciones recientes han llegado a la conclusión de que una catástrofe climática global ha exacerbado los efectos de la guerra. En la década de 1560, comenzó una fase particularmente fría de la llamada Pequeña Edad de Hielo, que continuó durante todo el siglo XVII. Incluso grandes lagos como el lago de Zúrich o el lago de Constanza se congelaron repetidamente. Los inviernos helados y los veranos lluviosos se acumulaban. El peor resultado fue que se hizo imposible abastecerse. Si acababa de terminar un invierno de crisis, la necesidad era aún mayor el año siguiente.


Incluso el ganado encontró poca comida, los lobos deambulaban por pueblos y ciudades. "A principios de este año", dijo el zapatero Hans Heberle, que vive cerca de Ulm, en enero de 1640, "dado que tenemos un poco de paz y tranquilidad antes de la guerra, nuestro mayor trabajo este invierno es casi cazar lobos". La gente trató desesperadamente de explicar lo inexplicable. "Dios nos envía animales malvados al país como castigo", dijo Heberle. Otros creían que el mal tiempo era causado por las brujas: el gran pánico de las brujas europeas alrededor de 1570, 1590, 1630 y 1660 también estalló en el contexto de la Pequeña Edad de Hielo. En aquel entonces, miles de hombres y mujeres fueron ahorcados o quemados.

La mayoría de la población tenía poco que hacer en tiempos de escasez. Lo que se había almacenado en los puertos de ahorro a menudo había sido despojado de la guerra y quemado por la inflación. En las ciudades más grandes, más de la mitad de la población puede haber sido gravemente amenazada por el hambre. Las estadísticas de mortalidad generalmente siguen el aumento de los precios de los granos: cuanto más caro es el grano, más hambre tiene. Dado que las cosechas fueron escasas incluso en los años más cálidos, en el mejor de los casos, se requirió una relación de siembra a rendimiento de uno a cuatro, tal vez de uno a cinco, para abastecer a las personas con grandes áreas. Aproximadamente una hectárea de tierra cultivable tuvo que ser cultivada para la producción de un quintal de grano, de los cuales un tercio aún se contabilizaba como contracción y grano de semilla. Uno puede imaginar las consecuencias si un ejército de 20,000 invadió repentinamente el país, comió el grano de los tallos de los lugareños o, para dificultar la vida del enemigo, incendió los campos de grano. El poeta Johann Rist probablemente tenía razón cuando escribió en 1653: "Teutschland, ¡oh sí, Teutschland [...] ahora está más demacrado, devastado y arruinado!"

Durante mucho tiempo fue irrelevante para la gente, a qué denominación pertenecían los ejércitos que visitaban. Ni la perspicacia, ni siquiera las derrotas militares, al final obligaron a los "gallos sangrientos" en las residencias de Europa entre Viena, Munich y París a ceder, sino más bien la dificultad de abastecer a los mercenarios en un país quemado. A esto se sumó la falta del alimento más importante del dios de la guerra: dinero, dinero y más dinero. Entonces la guerra se ahogó al final.

Los poetas le dieron un lugar en la memoria colectiva. Las anécdotas, muchas de las cuales pueden haber sido inventadas después, mantuvieron vivo el recuerdo de él. Las artes también se encargaron de la acción. Si está buscando imágenes que no muestren la guerra como un espectáculo heroico o un simple telón de fondo para el triunfo del vencedor, sino que la muestren en su cruel realidad, encontrarán lo que buscaban antes del siglo XIX casi solo en el contexto de la Guerra de los Treinta Años , Los grabados de Hans Ulrich Francks y Jacques Callots ofrecen los ejemplos más famosos. Solo los Desastres de la Guerra de Goya, creados entre 1810 y 1814, superaron drásticamente las narrativas que Franck le dio a "vom Kriege".

Cuando la matanza finalmente terminó en 1648, la gente vitoreó en todo el país. Un folleto lo resumió con un tosco dicho: "¡Marte está ahora en el Ars!" Durante mucho tiempo, la paz de Westfalia fue la paz de toda paz para los alemanes. Y la guerra, que los contemporáneos llamaron "treinta años" inmediatamente después de su fin, siguió siendo la guerra de todas las guerras para ellos.