lunes, 19 de agosto de 2024
martes, 11 de junio de 2024
Argentina: La semana trágica, cuando los anarquistas fueron controlados por el gobierno
Del 7 al 14 de enero de 1919
"La semana trágica": Una masacre a la rebelión obreroa
La huelga de los 2.500 trabajadores metalúrgicos había comenzado el 2 de diciembre de 1918.
No pedían demasiado: jornada de ocho horas, salubridad laboral y un salario justo. Para ese entonces los Vasena habían vendido la fábrica a una empresa inglesa, pero seguían gerenciándola. Los antepasados de Adalbert Kriegar Vasena, ministro de economía de Onganía, se mostraron intransigentes frente a lo que llamaban la “insolencia obrera”. Lo que naturalmente puso más “insolentes” a los trabajadores, que decidieron tomar la fábrica y armar un piquete en la puerta del establecimiento en defensa de sus derechos. El señor Vasena tenía buenas relaciones con el gobierno, particularmente con el señor Melo, que además de ser un notable militante radical cercano a Yrigoyen era a la vez asesor legal de Vasena. Y logró que enviaran rápidamente policías y bomberos para castigar la “insolencia” de los explotados organizados. Todo comenzó el 7 de enero, a eso de las tres y media de la tarde, con un grupo de huelguistas que había formado un piquete tratando de impedir la llegada de materia prima para la fábrica. En ese momento, los conductores que pasaron por donde estaban los huelguistas, develando su verdadera función, comenzaron a disparar sus armas de fuego contra los trabajadores. Al grupo de rompehuelgas se sumaron inmediatamente las fuerzas policiales que estaban destacadas en la zona desde el comienzo de la huelga. Se vivió un clima de pánico en el barrio, la gente corría a refugiarse donde podía.
Cuando terminó de escucharse el ruido ensordecedor de los balazos el saldo fue elocuente: cuatro muertos. Tres de ellos habían sido baleados en sus casas y uno había perecido a causa de los sablazos propinados por la policía montada, los famosos “cosacos”. Hubo además, más de 30 heridos. Según La Prensa fueron disparados más de 2.000 proyectiles por unos 110 policías y bomberos. Sólo tres integrantes de las fuerzas represivas fueron levemente heridos. (…)
La historia oficial no recoge los nombres de los muertos del pueblo. Ellos fueron: Juan Fiorini, argentino, 18 años, soltero, jornalero de la fábrica Bozzalla Hnos., que fue muerto mientras estaba tomando mate en su domicilio de un balazo en la región pectoral; Toribio Barrios, español, 42 años, casado, recolector de basura, muerto en la avenida Alcorta frente al número 3189, de varios sablazos en el cráneo; Santiago Gómez Metrolles, argentino, 32 años, soltero, recolector de basura, de un balazo en el temporal derecho mientras se hallaba en la fonda de avenida Alcorta 3521, de Lázaro Alberti; Miguel Britos, casado, jornalero, muerto a consecuencia también de heridas de bala. Según el propio parte policial que reproduce La Nación, ninguno fue muerto en actitud de combate, ninguno estaba agrediendo a las fuerzas represivas.(…)
Frente a la gravedad de los hechos, uno de los causantes de toda esta tragedia, don Alfredo Vasena, se dignó a reunirse con los delegados gremiales en el Departamento de Policía y les ofreció la reducción de la jornada laboral a 9 horas, un 12 % de aumento de jornales y admisión de cuantos quisieran trabajar. Como la reunión se hizo larga, se decidió continuarla al día siguiente en la propia fábrica. Los obreros llegaron puntualmente a las diez, pero don Vasena se negó a reunirse argumentando que entre los delegados había activistas que no pertenecían a su plantel. Los obreros armados de cierta paciencia conformaron otra delegación que presentó el pliego de condiciones de los huelguistas: jornada de 8 horas, aumentos de jornales comprendidos entre el 20 y el 40 %, pago de trabajos y horas extraordinarias, readmisión de los obreros despedidos por causas sindicales y abolición del trabajo a destajo. Vasena prometió contestar al día siguiente y, a pedido de los obreros, ordenó que dejaran de circular las chatas de transportes. Pero los hechos se iban a precipitar.
Los muertos que vos matáis
Aquel jueves 9 de enero de 1919 Buenos Aires era una ciudad paralizada. Los negocios habían cerrado, no había espectáculos, ni transporte público, la basura se acumulaba en las esquinas por la huelga de los recolectores, los canillitas habían resuelto vender solamente La Vanguardia y La Protesta, que aquel día titulaba: “El crimen de las fuerzas policiales, embriagadas por el gobierno y Vasena, clama una explosión revolucionaria”. Más allá de las divisiones metodológicas de las centrales obreras, la clase trabajadora de Buenos Aires fue concretando una enorme huelga general de hecho. Los únicos movimientos lo constituían las compactas columnas de trabajadores que se preparaban para enterrar a sus muertos. Eran hombres, mujeres y niños del pueblo, con sus crespones negros y sus banderas rojas y negras, eran socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios que salían a la calle para demostrar que no le tenían miedo a la barbarie “patriótica” de los dueños del país, para dar claro testimonio de que no los asustaban las policías bravas y ahí andaban con su única propiedad, sus hijos, por las calles de aquella Buenos Aires que hacía historia. Lo único que pretendían era homenajear a sus mártires y repudiar la represión estatal y paraestatal. Previsor, el jefe de policía Elpidio González había solicitado y obtenido aquel mismo día del presidente Yrigoyen un decreto que aumentaba en un 20 % el sueldo de los policías a los que les esperaba una dura faena.
Masacre en el cementerio
A eso de las tres de la tarde partió el cortejo fúnebre encabezado por la “autodefensa obrera”, unos cien trabajadores armados con revólveres y carabinas. Detrás, una compacta columna de miles de personas, “el pobrerío” como les gustaba llamarlos a los pitucos. El cortejo enfiló por la calle Corrientes hacia el Cementerio del Oeste (La Chacarita). Al llegar a la altura de Yatay, frente a un templo católico, algunos manifestantes anarquistas comenzaron a gritar consignas anticlericales.
La respuesta no se hizo esperar: dentro del templo estaban apostados policías y bomberos que comenzaron a disparar sobre la multitud cobrándose las primeras víctimas de la jornada. Al paso de la columna por las armerías, éstas eran asaltadas por algunos de los manifestantes que “expropiaban” armas cortas, carabinas y fusiles para “la revolución social”.
Aproximadamente a las 17 horas de aquel 9 de enero la interminable y conmovedora columna obrera llegó a la Chacarita, la gente se fue acomodando como pudo entre las tumbas y comenzaron los discursos de los delegados de la FORA IX. En primera fila estaban los familiares de los muertos. Madres, padres, hijos, hermanos desconsolados y acompañados en el dolor y la necesidad de justicia por miles de personas. Mientras hablaba el dirigente Luis Bernard, surgieron abruptamente detrás de los muros del cementerio miembros de la policía y del ejército que comenzaron a disparar sobre la multitud. Era una emboscada. La gente buscó refugio donde pudo, pero fueron muchos los muertos y los heridos. Los sobrevivientes fueron empujados a sablazos y culatazos hacia la salida del cementerio. Según los diarios, hubo 12 muertos y casi doscientos heridos. La prensa obrera habló de 100 muertos y más de cuatrocientos heridos. Ambas versiones coinciden en que entre las fuerzas militares y policiales no hubo bajas. La impunidad iba en aumento. No había antecedentes de semejante matanza de obreros.
Pese a todo, el pueblo movilizado no se amilanó y siguió en la calle exigiendo justicia y pidiéndoles a sus dirigentes que continuara la huelga general, cosa que efectivamente ocurrió. La agitación seguía, y mientras se producía la masacre de la Chacarita un nutrido grupo de trabajadores rodeó la fábrica Vasena y estuvo a punto de incendiarla. En el interior del edificio se encontraban reunidos Alfredo Vasena, Joaquín Anchorena de la Asociación Nacional del Trabajo y el empresario británico comprador, que ante el devenir de los hechos pidió protección a su embajada, que rápidamente se comunicó con la Casa Rosada desde donde partió el flamante jefe de policía y futuro vicepresidente de Alvear, don Elpidio González, a parlamentar con los obreros y pedirles calma. No era el mejor momento y no fue bien recibido. La comitiva encabezada por el funcionario fue atacada, y el propio auto del jefe de policía fue incendiado por la multitud. González debió volverse en taxi a su despacho, pero envió a un grupo de 100 bomberos y policías armados hasta los dientes que dispararon sin contemplaciones sobre la multitud, provocando —según el propio parte policial— 24 muertos y 60 heridos.
En toda la ciudad se produjeron actos de protesta expresando la indignación de los trabajadores por la acción represiva del Estado. (…)
La Liga Patriótica, asesina
Por aquellos primeros días de 1919 a los miembros “más destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. En su fértil imaginación florecían selváticamente las teorías conspirativas. La Revolución Bolchevique se había producido hacía menos de dos años y el simple recuerdo de los soviets de obreros y campesinos decidiendo el destino de la nación más grande del mundo hacía temblar a los dueños de todo en la Argentina. Había que frenar el torrente revolucionario. Comenzaron a reunirse para presionar al gobierno radical, al que veían como incapaz de llevar adelante una represión como la que ellos deseaban y necesitaban.
Según los jefes de las familias más “bien” de la Argentina, se hacía necesario el empleo de una “mano dura” que les recordara a los trabajadores que su lugar en la sociedad viene por el lado de la obediencia y la resignación. Así fue como un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” se reunieron en la Confitería París y decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”. Las reuniones continuaron en los más cómodos salones del “Centro Naval” de Florida y Córdoba, donde fueron cálidamente recibidos por el contralmirante y recontra reaccionario Manuel Domecq García y su colega el contralmirante Eduardo O’Connor, quienes se comprometieron a darle a los ansiosos muchachos instrucción militar. O’Connor dijo aquel 10 de enero de 1919 que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaba a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”. Los jovencitos “patrióticos” partieron del centro naval con brazaletes con los colores argentinos y armas automáticas generosamente repartidas por Domecq, O’Connor y sus cómplices.
Este grupo inicialmente inorgánico se va a constituir oficialmente como Liga Patriótica Argentina el 16 de enero de 1919. Domecq García ocupó la presidencia en forma provisional hasta abril de 1919, cuando las brigadas eligieron como presidente a Manuel Carlés y vice a Pedro Cristophersen. (…)
¿A qué se dedicaban estos ciudadanos preocupados por el orden? Las bandas terroristas armadas que operaban bajo el rótulo de Liga Patriótica Argentina lo hacían con total impunidad y la más absoluta colaboración y complicidad oficiales. Se reunían en las comisarías y allí se les distribuían armas y brazaletes. Desde las sedes policiales partían en coches último modelo manejados por los jovencitos oligarcas, y al grito de “Viva la Patria” se dirigían a las barriadas obreras, a las sedes sindicales, a las bibliotecas obreras, a la sede de los periódicos socialistas y anarquistas para incendiarlos y destruirlos, todo bajo la mirada cómplice de la policía y los bomberos. El barrio judío de Once fue atacado con saña por las bandas patrióticas que se dedicaban a la “caza del ruso”. Allí fueron incendiadas sinagogas y las bibliotecas Avangard y Paole Sión. Los terroristas de la Liga atacaban a los transeúntes, particularmente a los que vestían con algún elemento que determinara su pertenencia a la colectividad. La cobarde agresión no respetó ni edades ni sexos. Los “defensores de la familia y las buenas costumbres” golpeaban con cachiporras y las culatas de sus revólveres a ancianos y arrastraban de los pelos a mujeres y niños.
El triunfo de la huelga
Finalmente el 11 de enero el gobierno radical llegó a un acuerdo con la FORA del IX congreso basado en la libertad de los presos que sumaban más de 2.000, un aumento salarial de entre un 20 y un 40 %, según las categorías, el establecimiento de una jornada laboral de nueve horas y la reincorporación de todos los huelguistas despedidos. Poco después las autoridades de la FORA y del Partido Socialista resolvieron la vuelta al trabajo.
El vespertino La Razón titulaba: “Se terminó la huelga, ahora los poderes públicos deben buscar los promotores de la rebelión, de esa rebelión cuya responsabilidad rechazan la FORA y el PS…”. Pero el dolor y la conmoción popular continúan. Los trabajadores se muestran renuentes a volver a sus trabajos. En las asambleas sindicales las mociones por continuar la huelga general se suceden. Por su parte, la FORA V se opone terminantemente a levantar la medida de fuerza y decide “continuar el movimiento como forma de protesta contra los crímenes de Estado”.
Finalmente, el recientemente designado jefe de la Policía Federal, general Luis Dellepiane, recibió el martes 14 de enero por separado a las conducciones de las dos FORA y aceptó sus coincidentes condiciones para volver al trabajo que incluían “la supresión de la ostentación de fuerza por las autoridades” y el “respeto del derecho de reunión”. Pero pasando por encima del general, la policía y miembros de la Liga Patriótica se dieron un gusto que venían postergando: saquearon y destruyeron la sede de La Protesta. Esto motivó la amenaza de renuncia de Dellepiane, que fue rechazada al día siguiente por el propio presidente Yrigoyen, quien además ordenó efectivizar la puesta en libertad de todos los detenidos.
Para el jueves 16, Buenos Aires era casi una ciudad normal: circulaban los tranvías, había alimentos en los mercados, y los cines y teatros volvieron a abrir sus puertas. Las tropas fueron retornando a los cuarteles y los trabajadores ferroviarios fueron retomando lentamente los servicios. Recién el lunes 20 los obreros de Vasena, tras comprobar que todas sus reivindicaciones habían sido cumplidas y que no quedaba ningún compañero despedido ni sancionado, decidieron volver a sus puestos de trabajo. (…)
La rebelión social duró exactamente una semana, del 7 al 14 de enero de 1919. La huelga había triunfado a un costo enorme. El precio no lo pusieron los trabajadores sino los dueños del poder, que hicieron del conflicto un caso testigo en su pulseada con el gobierno al que consiguieron presionar en los momentos más graves e imponerle su voluntad represiva.
Muy bien 10 felicitado
No hubo sanciones para las fuerzas represivas, ni siquiera se habló de “errores o excesos”; por el contrario, el gobierno felicitó a los oficiales y a las tropas encargadas de la represión y volvió a hablar de subversión. Por su parte, Dellepiane, el jefe de la represión, dictó la siguiente orden del día: “Quiero llevar al digno y valiente personal que ha cooperado con las fuerzas del ejército y armada en la sofocación del brutal e inicuo estallido, mi palabra más sentida de agradecimiento, al mismo tiempo que el deseo de que los componentes de toda jerarquía de tan nobles instituciones, encargadas de salvaguardar los más sagrados intereses de esta gran metrópoli, sientan palpitar sus pechos únicamente por el impulso de nobles ideales, presentándolos como coraza invulnerable a la incitación malsana con que se quiere disfrazar propósitos inconfesables y cobardes apetitos”.
El embajador de Yrigoyen en Gran Bretaña, Álvarez de Toledo, tranquiliza a los inversores extranjeros en un reportaje concedido al Times de Londres y reproducido por La Nación: “Los recientes conflictos obreros en la República Argentina no fueron más que simple reflejo de una situación común a todos los países y que la aplicación enérgica de la ley de residencia y la deportación de más de doscientos cabecillas bastaron para detener el avance del movimiento, que actualmente está dominado. [Agregó que] la República Argentina reconoce plenamente la deuda de gratitud hacia los capitales extranjeros, y muy especialmente hacia los británicos por la participación que han tenido en el desarrollo del país, y que está dispuesto a ofrecer toda clase de facilidades para otro desarrollo de su actividad”.
Donaciones de almas caritativas
Los sectores más pudientes de la sociedad se mostraron muy agradecidos con los miembros de las fuerzas represivas y quisieron premiarlas con lo único que a ambas partes les interesa a la hora de los homenajes: dinero. Las empresas beneficiadas con la “disciplina social”, las damas de beneficencia y otras entidades “de bien público” iniciaron colectas “pro defensores del orden”. Así lo detalla La Nación: “En el local de la Asociación del Trabajo se reunió ayer la Junta Directiva de la Comisión pro defensores del orden, que preside el contralmirante Domecq García, adoptándose diversas resoluciones de importancia. Se resolvió designar comisiones especiales que tendrán a su cargo la recolección de fondos en la banca, el comercio, la industria, el foro, etc., y se adoptaron diversas disposiciones tendientes a hacer que el óbolo llegue en forma equitativa a todos los hogares de los defensores del orden. […] La empresa del ferrocarril del Oeste ha resuelto contribuir con la suma de 5.000 pesos al fondo de la suscripción nacional promovida a favor de los argentinos que han tenido a su cargo la tarea de restablecer el orden durante los recientes sucesos.
Un grupo de jóvenes radicados en la sección 15 de la policía ha iniciado una colecta entre los vecinos con objeto de entregar una suma de dinero a los agentes pertenecientes a la citada comisaría, con motivo de su actuación en los últimos sucesos”.
“La comisión central pro defensores del orden recibió ayer las siguientes cantidades:
Frigorífico Swift $ 1.000
Club Francais 500
Eugenio Mattaldi 500
Escalada y Cía. 100
Leng Roberts y Cía. 500
Juan Angel López 200
Matías Errázuriz 500
Horacio Sánchez y Elía 7.000
Jockey Club 5.000
Cía. Alemana de electricidad 1.000
Arable King y Cía 100
Elena S. de Gómez. 200
Las Palmas Produce Cía. 1.000
Mac Donald 300
Frigorífico Armour 1.000
Fieras hambrientas
Nadie se acordó de los familiares de los 700 muertos y de los más de 4.000 heridos. Eran gente del pueblo, eran trabajadores, eran, en términos de Carlés, “insolentes” que habían osado defender sus derechos. Para ellos no hubo “suscripciones” ni donaciones para aquellas viudas con sus hijos sumidos en la más absoluta tristeza y pobreza, para los hijos del pueblo no hubo ningún consuelo. La caridad tenía una sola cara. Sólo varios meses después de terminada la represión de aquella Semana Trágica, las damas de caridad y la jerarquía de la Iglesia Católica lanzaron una colecta para reunir fondos para darle limosnas a las familias más necesitadas. Lo hacían evidentemente en defensa propia. Si a alguien le queda alguna duda, he aquí parte del texto de lanzamiento de la Gran Colecta Nacional: “Dime: ¿qué menos podrías hacer si te vieras acosado o acosada por una manada de fieras hambrientas, que echarles pedazos de carne para aplacar el furor y taparles la boca? Los bárbaros ya están a las puertas de Roma”.
Por : Cultura Jaramillo Fitz Roy
Compartian : Marita Molina - Amigos del Patrimonio. Puerto San Julián
Fotos Ilustrativas : Luis Milton Ibarra Philemon
domingo, 11 de febrero de 2024
Revolución Libertadora: Los festejos por la caída del dictador
Los festejos por la caída del régimen
Festejos en la capital uruguaya de Montevideo, un día después de conocerse las palabras del general Franklin Lucero, ministro de Ejército, que anunciaron la renuncia del general Juan Domingo Perón a la presidencia de la Nación, 20 de septiembre de 1955.
Durante el gobierno peronista, Uruguay acogió a muchísimos exiliados políticos argentinos. Los socialistas se constituyeron a través del Grupo Socialista Argentino de Exiliados que lideraba Américo Ghioldi y que contaba con la participación de Juan Antonio Solari, Luis Pan, Esteban Rondanina, y otros políticos y sindicalistas exilados, también editaban La Vanguardia (que había sido prohibida en la Argentina) desde Montevideo. Los conservadores se establecieron con el liderazgo de Vicente Solano Lima y Antonio Santamarina, editando un periódico, que ingresaba clandestinamente a la Argentina, de nombre “Resistencia”. También otros dirigentes radicales, como Agustín Rodríguez Araya, Ernesto Sanmartino, Jorge W. Perkins, Alberto Candioti, Arturo Mathov, y demócratas progresistas, como Julio Argentino Noble, se establecieron en Montevideo, donde continuaron su oposición, principalmente haciéndose oír a través de Radio Colonia y de Radio Carve de Montevideo.
En esos años, gobernaba en Uruguay el Partido Colorado, a través de las presidencias de Luis Batlle Berres, Andrés Martínez Trueba y el Consejo Nacional de Gobierno, presidido entre 1952 y 1955 por los anteriores, quienes colaboraron activamente con los exiliados argentinos.
Ya en 1946, Batlle Berres expresaba: “Perón no es un problema solo argentino; es un problema americano, porque Peron desde el gobierno va a imponer un temor y una violencia, y va a realizar una gestion publica con tales caracteres que, sin duda alguna, pondra en peligro la tranquilidad y la paz americana”.
Julio María Sanguinetti, ex presidente uruguayo, recordó que la caída de Perón, en septiembre de 1955, fue festejada en su país “casi como la liberación de París”.
lunes, 19 de junio de 2023
Revolución francesa: El asalto a las Tullerías
"Las mujeres cavaron en los cadáveres y mutilaron las partes sin vida"
Decenas de miles de parisinos asaltaron los Jardines de las Tullerías en París el 10 de agosto de 1792. Mientras la familia real huía, su Guardia Suiza defendía el castillo. La masacre que siguió se convirtió en un punto de inflexión en la revolución.
Publicado el 12/08/2020 | Tiempo de lectura: 6 minutos
Por Berthold Seewald
Die Welt
"El 10 de agosto de 1792 fue el día decisivo": la toma de las Tullerías, según Jean Duplessis-Bertaux
Fuente: De Agostini vía Getty Images
familia se veían perjudicados por un pelo y no se les restituía inmediatamente en todos sus derechos, no debía quedar piedra sin remover en París. Con estas duras palabras, sin embargo, el comandante en jefe del ejército austro-prusiano, que lanzó la invasión de Francia en el verano de 1792, consiguió todo lo contrario. El 10 de agosto, el pueblo asaltó el Palacio de las Tullerías, poniendo fin a los últimos restos del gobierno que había disfrutado Luis XVI. todavía quedaban.La toma de las Tullerías en 1792 es uno de los puntos de inflexión decisivos de la Revolución Francesa. El estallido de violencia que barrió París ese día destruyó todos los planes de la burguesía moderada de utilizar una monarquía constitucional para encauzar la convulsión histórica mundial de 1789 por un camino más tranquilo. En cambio, la familia real desapareció en la mazmorra, que unos meses más tarde resultaría ser el corredor de la muerte. La cuenta sangrienta del día la tuvieron que pagar sus guardias suizos, que fueron masacrados brutalmente por los insurgentes .
Regreso de la familia real tras la fuga fallida
Fuente: Getty Images
Desde el intento mal preparado de la familia real de huir de Varennes en junio de 1791, que fracasó, la autoridad de Luis había ido cuesta abajo constantemente. Esto no solo estaba relacionado con su incapacidad para despojarse del papel de soberano de los antiguos regímenes y ser solo un órgano de la constitución. En cambio, depositó sus esperanzas en su cuñado, el emperador Leopoldo II, quien en agosto de 1791 junto con Friedrich Wilhelm II en Pillnitz, en un discurso solidario, describió “la situación en la que se encuentra el rey de Francia en este momento. como objeto de interés común para todos los Soberanos de Europa”.Pero al igual que el duque de Brunswick después de ellos, los monarcas también pasaron por alto el hecho de que tal demostración de fuerza difícilmente era adecuada para impresionar a la nación revolucionaria. Más bien, la amenaza del exterior ofreció a sus políticos la oportunidad de ofrecer a sus seguidores una salida para sus dificultades políticas internas. La economía estaba en caída libre, los precios y el desempleo aumentaban rápidamente, la inseguridad jurídica y el caos reinaban en el campo, lo que llevó a la guerra civil.
Salida de la Guardia Nacional al frente en 1792
Fuente: Universal Images Group a través de Getty
A la actitud hostil de los vecinos se sumó la retórica de los nobles emigrantes, que desataron una agitación en el Rin que avivó aún más el nerviosismo en Francia. A principios de 1792, Luis XVI. como jefe del poder ejecutivo, para dar un ultimátum a los gobernantes de Austria y Prusia para disolver su alianza y expulsar a los emigrantes. Cuando eso no sucedió, Francia declaró la guerra en abril, lo que pasaría a la historia como la Primera Guerra de Coalición .
Luis XVI volvió a equivocarse cuando usó su veto suspensivo, a pesar de que secretamente contaba con que los oponentes vendrían a rescatarlo para ganar. Además, cuando destituyó a ministros moderados, sólo levantó sospechas de actuar en contra de los intereses de la nación.
Representación de un sans-culotte. A diferencia de los ricos, no usaba calzones hasta la rodilla ("sans-culotte").
Fuente: Universal Images Group a través de Getty
Las ofensivas lanzadas por los ejércitos mal armados de la revolución en Alsacia y los Países Bajos pronto flaquearon. Los reveses de los generales y la evidente inacción alimentaron las teorías de la conspiración, que se reforzaron en las disputas parlamentarias. Esto se llevó a cabo en la Asamblea Legislativa Nacional, en la que los partidarios de la guerra eran mayoría, pero enfrentó feroces ataques de los jacobinos radicales en torno a Maximilien de Robespierre, quienes vieron en peligro los logros de la revolución por la guerra.
En esta situación, un nuevo y poderoso actor apareció en escena con los sans-culottes. Fueron los habitantes de los suburbios de París y de otras grandes ciudades -artesanos y jornaleros, tenderos y obreros, periodistas y pequeños administradores- quienes aglutinaron la conciencia de ser ardientes defensores de la revolución . Bajo el lema "Ça ira" (lo lograremos), los vecinos del Faubourg Saint-Marceau de París fueron llamados a las armas por primera vez el 29 de mayo. Desde entonces, las calles han sido móviles.
El 20 de junio de 1792, Luis XVI. calmar a la multitud con un gesto
Fuente: De Agostini vía Getty Images
Ludwig supo desactivar un primer desfile armado de los sans-culottes frente a las Tullerías con una frialdad inusitada -se puso la gorra de la libertad en la cabeza y brindó al pueblo- sin retractarse de la destitución de sus ministros. Pero la advertencia de que "peligra la patria" provocó más afluencia, también desde los departamentos. Los refuerzos que se trasladaron a París desde Marsella en julio se hicieron famosos, cantando la “Marsellesa”, una canción de batalla que unos meses antes en Estrasburgo se suponía que inspiraría la ofensiva en el Rin.
El manifiesto del duque de Brunswick, que se conoció a principios de agosto, finalmente rompió el lomo del camello. Para salvar sus posiciones, los representantes de los campos en guerra encontraron un solo culpable en la Asamblea Nacional: el rey. Sin embargo, dejaron que “el pueblo” sacara las conclusiones. Esto le dio al Parlamento un ultimátum para deponer al rey antes del 9 de agosto.
“El 10 de agosto de 1792 fue el día decisivo”, dice el historiador Ernst Schulin (“La Revolución Francesa”). Después de que el ultimátum pasara sin resultado, las campanas de tormenta sonaron en la noche. Los sans-culottes marcharon en dos columnas hacia las Tullerías. La Guardia Suiza del rey estaba estacionada allí.
750 miembros de la "Gardes-Suisses" y unos 200 nobles se opusieron a los atacantes
Fuente: Print Collector/Getty Images
Desde el siglo XVI, los reyes de Francia habían reclutado tropas mercenarias de la Confederación. La mayoría de estas asociaciones de élite se habían disuelto en el curso de la revolución. Solo los "Gardes-Suisses" mantuvieron sus posiciones con alrededor de 900 hombres. El gobierno envió 2.000 miembros de la Guardia Nacional para reforzarlos, pero de inmediato se unieron a los insurgentes.
Bajo la protección de 150 suizos, Ludwig y su familia escaparon a la sala de reuniones de la Asamblea Nacional. Los que se quedaron atrás y 200 nobles leales al rey se enfrentaron a decenas de miles de sans-culottes enojados que intentaban asegurar el palacio. Después de que 376 atacantes murieran o resultaran heridos en el incendio, se produjo la masacre. Más de 300 guardias fueron asesinados, 80 más solo después de la captura, 250 fueron arrestados y asesinados poco después.
Cientos de guardias suizos fueron masacrados
Fuente: Imágenes de patrimonio a través de Getty Images
Un testigo presencial horrorizado fue el publicista alemán Konrad Engelbert Oelsner , él mismo simpatizante de los jacobinos: "Son las mujeres quienes en todos los tormentosos acontecimientos de la revolución fueron siempre las primeras en idear y llevar a cabo atrocidades o animaron a los hombres a nuevas torturas y asesinatos". hechos. Se dice que la noche posterior a ese terrible día se expusieron sobre los cadáveres, asaron los miembros de los muertos y sugirieron que se los comieran. En la mañana del día once vi mujeres cavando en los cadáveres y mutilando las partes sin vida. Esta propensión al libertinaje se nota incluso en la clase culta del sexo”.
Mientras que los suizos sobrevivientes recibieron medallas y se erigió un monumento en su tierra natal, la revolución siguió cobrando impulso. En la convención nacional, que fue elegida en septiembre, la izquierda no obtuvo la mayoría. Pero logró mantenerse en contacto con los sans-culottes a través de los comités de las 48 secciones parisinas (órganos administrativos regionales de la Comuna), cuyo potencial de violencia contribuyó a una mayor radicalización. Con ellos, “el patriotismo revolucionario se convirtió en religión”, que el 10 de agosto de 1792 había traído “sus primeros mártires”, escriben François Furet y Denis Richet en su gran historia de la Revolución Francesa.
El juicio de Luis XVI, que terminó bajo la guillotina en enero de 1793 , mostró a dónde condujo esto . Siguieron "Terreur" y "Grand Terreur" de los jacobinos en torno a Robespierre, hasta el día de su ejecución el 28 de julio de 1794 .
sábado, 3 de junio de 2023
Acadia: La insurgencia emerge
Akadia y los orígenes de la insurgencia
Weapons and Warfare
Mapa del Imperio acadio (marrón) y las direcciones en las que se llevaron a cabo las campañas militares (flechas amarillas).
Mesopotamia, 2334–2005 a.C.
El primer imperio registrado y, no por casualidad, el primer ejército permanente fueron construidos por Sargón, uno de los primeros Saddam Hussein cuya capital era Akkad, una ciudad que se cree que estaba ubicada cerca de la actual Bagdad. Según la leyenda, la suya fue una de las primeras historias de la pobreza a la riqueza. Se dice que comenzó su vida como Moisés, un huérfano que fue enviado flotando en una canasta de mimbre en el río y fue encontrado por un granjero. Pasó de ser copero al rey de la ciudad-estado de Kish a ser rey de todo lo que contemplaba. Entre 2334 y 2279 a. C., sometió lo que ahora es el sur de Irak junto con el oeste de Irán, el norte de Siria y el sur de Turquía. Victorioso en treinta y cuatro batallas, se llamó a sí mismo "rey del mundo".
El secreto del éxito militar de Akkad no está claro, pero puede haber sido su posesión de un poderoso arco compuesto con puntas de flecha de bronce, cuyo impacto ha sido llamado “como revolucionario, en su día. . . como el descubrimiento de la pólvora miles de años después”. Otras armas incluían la lanza, la lanza, la jabalina, la maza y el hacha de batalla. Igual de importante fue el mantenimiento de una extensa burocracia para financiar y sostener el ejército de Akkad, proporcionando a los soldados elementos esenciales como "pan y cerveza".
Esta maquinaria militar se mantuvo plenamente empleada no sólo para apoderarse de nuevos dominios, sino también para conservar los ya conquistados. Las ciudades derrotadas se levantaron constantemente para resistir el control imperial. Los acadios respondieron con lo que un erudito moderno describe como "masacre masiva, esclavización y deportación de los enemigos derrotados y la aniquilación total de sus ciudades". Llamándose a sí mismo un "león furioso", Sargón fue fiel al mandato de uno de sus dioses, Enlil, quien le instruyó a no mostrar "misericordia con nadie". Una ciudad tras otra fue quedando, en palabras de las tablillas antiguas, un "montón de ruinas".
Sargón no descuidó del todo la necesidad de conquistar a sus súbditos, especialmente a los sumerios, que vivían en Mesopotamia. Difundió el idioma acadio y ofreció patrocinio a las artes. Su hija, Enheduanna, una princesa, poeta y sacerdotisa que a menudo se considera la primera autora del mundo, escribió versos cuneiformes que celebraban la unidad de los dioses sumerios y acadios. Esto tenía la intención de reforzar la legitimidad de Sargón como semita para gobernar a los sumerios.
Pero después de la muerte de Sargón, las revueltas se extendieron por todo el imperio y solo fueron reprimidas temporalmente por el hijo de Sargón, Rimush, quien "aniquiló" las ciudades rebeldes. El hermano mayor de Rimush, Manishtushu, quien pudo haber usurpado su trono y asesinado, descubrió que “todas las tierras . . . que mi padre Sargón dejó, se rebeló contra mí en enemistad.
Debilitada
por incesantes levantamientos, Akkad finalmente fue derribada alrededor
del 2190 a. C. por los pueblos montañeses vecinos, incluidos los
hurritas, lullubi, elamitas y amorreos. Los
más devastadores fueron los gutianos de las montañas Zagros, en el
suroeste de Irán, a quienes se ha descrito como “bárbaros feroces y sin
ley”. Las inscripciones
mesopotámicas describen a los montañeses, de quienes se puede decir que
fueron los primeros guerrilleros exitosos registrados, en términos que
serían instantáneamente familiares para los europeos o chinos de una
época posterior como "la serpiente con colmillos de la montaña, que
actuó con violencia contra el Dioses . . . que
le quitó la esposa al que tenía esposa, que le quitó el hijo al que
tenía un hijo, que puso la iniquidad y el mal en la tierra de Sumeria”. Tal ha sido siempre la reacción de los granjeros asentados devastados por "bárbaros" desarraigados.
Sargón
Después de la caída de Akkad, los nómadas que se movían a pie, no a caballo (la domesticación de caballos y camellos apenas comenzaba), pululaban por toda Mesopotamia, Siria y Palestina durante doscientos años. Los bandoleros y los piratas los seguían, ya que no había autoridad imperial para mantener la paz. Los habitantes de la ciudad de Sumeria miraban con miedo y asco a estos forasteros, tan capaces militarmente, tan toscos culturalmente. Fueron descritos como un “pueblo devastador, con instintos de bestia, como lobos”, y fueron denigrados como “hombres que no comían pescado, hombres que no comían cebollas”, hombres que “apestaban a espino de camello y orina”. (Camelthorn es una hierba nociva originaria de Asia).
En 2059 a. C., el imperio de Ur, en el sur de Irak, erigió un “Muro frente a las tierras altas” para mantener a los nómadas fuera de Mesopotamia central. Este proyecto de construcción terminó excediendo el tiempo y el presupuesto porque sus constructores eran constantemente hostigados por los nómadas amorreos ("habitantes de tiendas... [quienes] desde la antigüedad no han conocido ciudades"), y al final no pudo brindar seguridad duradera. más que la Gran Muralla China o la Línea Morice erigida por los franceses en Argelia en la década de 1950. En 2005 a. C., los elamitas, “el enemigo de las tierras altas”, saquearon Ur y convirtieron la gran ciudad en un “montículo en ruinas”. Dejaron “cadáveres flotando en el Éufrates” y redujeron a los sobrevivientes a refugiados que, según las tablillas mesopotámicas, eran “como cabras en estampida, perseguidas por perros.
La mayoría de los imperios antiguos respondieron a la amenaza de la guerra de guerrillas, ya sea que la libraran nómadas del exterior o rebeldes del interior, con la misma estrategia. Se puede resumir en una simple palabra: terror. Los antiguos monarcas buscaban infligir el mayor sufrimiento posible para sofocar y disuadir los desafíos armados. Dado que, con unas pocas excepciones como Atenas y la República romana, las entidades políticas antiguas eran monarquías o estados guerreros, en lugar de repúblicas constitucionales, rara vez se sintieron obligados por escrúpulos morales o por alguna necesidad de apaciguar a la opinión pública, ni la "opinión pública" ni siendo los “derechos humanos” conceptos que habrían entendido. (La primera frase no se acuñó hasta el siglo XVIII, la última no hasta el siglo XX, aunque las ideas que describen se remontan a la antigua Grecia).
Los asirios, que a partir del año 1100 a. C. conquistaron un dominio que se extendía mil quinientos kilómetros desde Persia hasta Egipto, fueron particularmente espeluznantes en su infligir terror. El rey Ashurnasirpal II (r. 883–859 a. C.) había inscrito en su residencia real un relato de lo que hizo después de recuperar la ciudad rebelde de Suru:
Edifiqué una columna frente a la puerta de la ciudad, y desollé a todos los principales que se habían rebelado, y cubrí la columna con sus pieles; a algunos los tapé dentro de la columna, a otros los empalé en estacas sobre la columna, y a otros los até a estacas alrededor de la columna; a muchos dentro de los límites de mi propia tierra los desollé, y extendí sus pieles sobre los muros; y corté los miembros de los oficiales, de los oficiales reales, que se habían rebelado.
Más tarde, los mongoles se harían famosos por exhibiciones igualmente grotescas diseñadas para asustar a los adversarios para que aceptaran. Pero incluso en un momento en que no había grupos de presión de derechos humanos ni prensa libre, esta estrategia estuvo lejos de ser un éxito invariable. A menudo fracasaba simplemente creando más enemigos. Asolada por la guerra civil, Asiria al final no pudo reprimir una revuelta de los babilonios, habitantes de una ciudad previamente saqueada por los asirios, y los medos, una tribu que habita en el actual Irán. Juntaron sus recursos para luchar contra sus opresores mutuos. En el 612 a. C. lograron conquistar la capital imperial y, como dijo Heródoto, “sacudir el yugo de la servidumbre y convertirse en un pueblo libre”.
domingo, 29 de enero de 2023
Irlanda: Batalla de Vinegar Hill 1798
Batalla de Vinegar Hill 1798
Weapons and Warfare
“Carga de la 5.ª Guardia de Dragones sobre los insurgentes: un terrateniente rebelde que se les había pasado vestido de uniforme está siendo eliminado” (William Sadler II)
BATALLA DE VINEGAR HILL POR J. HARDY, 1798
Este plano de Vinegar Hill cerca de Enniscorthy, condado de Wexford, muestra la posición de los ejércitos el 21 de junio de 1798. La batalla clave en el levantamiento irlandés de 1798 fue una lucha ganada por el bando más numeroso y mejor armado. Los rebeldes mal dirigidos en Wexford se concentraron en Vinegar Hill, perdiendo la iniciativa estratégica y permitiendo que los británicos desembarcaran refuerzos cerca de Waterford a partir del 16 de junio. El teniente general Gerard Lake pudo concentrar un ejército de 20.000 hombres y un gran tren de artillería. Atacó a sus 9.000 oponentes el 21 de junio, utilizando su artillería para devastarlos. Los rebeldes lucharon durante dos horas, sufrieron numerosas bajas y finalmente se retiraron cuando se quedaron sin municiones. Los piqueros rebeldes fueron abatidos. Perdida su cohesión, los rebeldes sufrieron mucho en las operaciones punitivas posteriores del gobierno. El levantamiento había sido derrotado.
La Sociedad de Irlandeses Unidos fue fundada en 1791, inspirada en la Revolución Francesa. El propósito de la organización era asegurar la reforma parlamentaria y la igualdad legal para todos los irlandeses, y estaba dirigida por comerciantes presbiterianos de Belfast e intelectuales de Dublín, sobre todo Wolfe Tone (1763-1798) y James Napper Tandy (1740-1803). Los Irlandeses Unidos obtuvieron el apoyo de los agricultores presbiterianos del Ulster y de los campesinos católicos romanos en general.
Al principio, los Irlandeses Unidos defendieron la reforma por medios pacíficos, pero, después de que estalló la guerra en 1793 entre Gran Bretaña y Francia, la sociedad comenzó a propugnar la revolución absoluta. En abril de 1794, incluso obtuvo promesas de ayuda de los franceses para cualquier revolución. Cuando las autoridades británicas actuaron con dureza para reprimir a los Irlandeses Unidos, la organización pasó a la clandestinidad y se volvió declaradamente militante, totalmente decidida a fomentar la rebelión.
Alentados por la anticipación de la ayuda francesa prometida, las turbas irlandesas armadas tomaron el control del condado de Wexford, pero fueron rechazadas por las tropas británicas comandadas por Gerard Lake (1744-1808) en la batalla de Vinegar Hill el 21 de junio de 1798. Mientras tanto, Wolfe Tone lideró una fuerza expedicionaria francesa desde el continente solo para ser interceptado por un escuadrón británico frente a Lough Swilly, condado de Donegal. El escuadrón dominó fácilmente a la fuerza y Tone, capturado, fue juzgado y condenado por traición. Se suicidó antes de que pudiera ejecutarse la sentencia del tribunal -muerte en la horca-.
Por su abrigo natural y su profundidad, el lago fue un importante puerto naval. En octubre de 1798, inmediatamente antes del estallido de las guerras napoleónicas, una flota francesa que transportaba a Wolfe Tone de los Irlandeses Unidos, además de tropas para ayudar en la rebelión de 1798, fue interceptada y derrotada en una batalla naval a la entrada de Lough Swilly. Posteriormente, Tone fue capturado y desembarcado en Buncrana, en el lado este del Swilly.
Una torre Martello que se asienta a orillas del Lough Swilly.
Una reevaluación posterior de la amenaza de invasión condujo a la construcción de una serie de fortificaciones que protegían los diferentes accesos y puntos de aterrizaje dentro del lago que se completaron entre 1800 y 1820. Las torres Martello se construyeron alrededor de 1804 para defender los accesos a Derry. Los seis del lago costaron 1.800 € cada uno, estaban armados con cañones de ánima lisa, disparaban municiones redondas y se completaron en seis meses.
Con la derrota en Vinegar Hill, la sofocación de otras dos revueltas locales y la muerte de Tone, la revuelta de los Irlandeses Unidos se derrumbó. El otro líder rebelde principal, Tandy, huyó al exilio francés. En 1801, Gran Bretaña se unió a Irlanda como el Reino Unido.
El levantamiento de Wexford, como se le conoció, que comenzó el 26 y 27 de mayo, fue más grave. Aquí, los Irlandeses Unidos estaban mejor organizados y estaban dirigidos por sacerdotes locales carismáticos, así como por algunos miembros de la nobleza protestante liberal. Los insurgentes de Wexford derrotaron a las fuerzas gubernamentales en Oulart Hill y capturaron las ciudades de Enniscorthy y Wexford, donde establecieron una administración rudimentaria. Intentaron extender la rebelión a otros condados, pero fueron fuertemente derrotados en las batallas de New Ross (5 de junio) y Arklow (9 de junio). La marea se volvió completamente en contra de los rebeldes con su derrota en la Batalla de Vinegar Hill (21 de junio). Algunos líderes como Michael Dwyer (1771-1826) se retiraron con los restos del ejército rebelde a las montañas de Wicklow, manteniendo una campaña de guerrillas hasta 1803.
NÚMERO MÁXIMO APROXIMADO DE HOMBRES BAJO LAS ARMAS: Inglaterra, 100.000; Irlanda, 40.000; Francia, 3.000 BAJAS: Inglés, 1.500 muertos en batalla; 10.000 murieron por enfermedad; Irlandés, 7.900 muertos, heridos o capturados en New Ross, Vinegar Hill, Castlebar, Ballynamuck y Killala. Muertes totales de combatientes y no combatientes irlandeses estimadas en 50.000. En Lough Swilly, las pérdidas francesas incluyeron 425 muertos y 1.870 capturados.
Roy Foster describió el levantamiento de 1798 como "probablemente el episodio de violencia más concentrado en la historia de Irlanda". Ambos bandos perpetraron atrocidades masivas, murieron unas 30.000 personas y se destruyeron propiedades por valor de más de 1 millón de libras esterlinas. Después de esta rebelión y la de Robert Emmet en 1803 (III), el gobierno extendió sus precauciones militares. Entre las medidas defensivas tomadas estaba la construcción de caminos militares, incluido uno a través de las montañas de Dublín y Wicklow. Durante las guerras napoleónicas, el aumento de los temores de una invasión extranjera llevó a la construcción generalizada de torres Martello a lo largo de la costa irlandesa. Aparte de la destrucción de los Irlandeses Unidos y el consiguiente desprestigio de los ideales de fraternidad e igualdad religiosa que habían estado en la base de su pensamiento, una consecuencia inmediata del levantamiento fue aumentar la presión por la unión entre Irlanda y Gran Bretaña. Como ironía final, el resultado principal del levantamiento de 1798 fue unir a Irlanda más cerca de Gran Bretaña durante más de otro siglo.
sábado, 7 de enero de 2023
USA: La primera revuelta de las colonias
La primera revuelta de las colonias
Weapons and WarfareAndros un prisionero en Boston
Si bien todos saben que las colonias controladas por los ingleses se rebelaron contra el gobierno tiránico de su rey lejano, pocos se dan cuenta de que no lo hicieron por primera vez en la década de 1770, sino en la década de 1680. Y lo hicieron no como una fuerza unida de estadounidenses deseosos de crear una nueva nación, sino en una serie de rebeliones separadas, cada una de las cuales buscaba preservar una cultura, un sistema político y una tradición religiosa regionales distintos amenazados por la lejana sede del imperio.
Estas amenazas llegaron en la forma del nuevo rey, James II, quien ascendió al trono en 1685. James tenía la intención de imponer disciplina y conformidad política en sus ingobernables colonias americanas. Inspirado por la monarquía absolutista de Luis XIV de Francia, el rey James planeó fusionar las colonias, disolver sus asambleas representativas, imponer impuestos agobiantes e instalar autoridades militares en las sillas de los gobernadores para garantizar que se obedezca su voluntad. Si hubiera tenido éxito, las nacientes naciones americanas podrían haber perdido gran parte de su distinción individual, convergiendo con el tiempo en una sociedad colonial más homogénea y dócil, parecida a la de Nueva Zelanda.
Pero incluso en esta etapa temprana de su desarrollo, solo dos o tres generaciones después de su creación, las naciones estadounidenses estaban dispuestas a tomar las armas y cometer traición para proteger sus culturas únicas.
James perdió poco tiempo en ejecutar sus planes. Ordenó que las colonias de Nueva Inglaterra, Nueva York y Nueva Jersey se fusionaran en una sola megacolonia autoritaria llamada Dominio de Nueva Inglaterra. El Dominio reemplazó las asambleas representativas y las reuniones regulares de la ciudad con un gobernador real todopoderoso respaldado por tropas imperiales. A lo largo de Yankeedom, los títulos de propiedad puritanos fueron declarados nulos y sin efecto, lo que obligó a los terratenientes a comprar nuevos títulos de la corona y pagar rentas feudales al rey a perpetuidad. El gobernador del Dominio se apoderó de partes de los bienes comunes de la ciudad en Cambridge, Lynn y otras ciudades de Massachusetts y entregó las valiosas parcelas a sus amigos. El rey también impuso impuestos exorbitantes sobre el tabaco Tidewater y el azúcar producido alrededor del asentamiento recientemente formado de Charleston. Todo esto se hizo sin el consentimiento de los gobernados, en violación de los derechos otorgados a todos los ingleses bajo la Carta Magna. Cuando un ministro puritano protestó, fue encarcelado por un juez del Dominio recién nombrado, quien le dijo que a su pueblo ahora “no le quedaban más privilegios. . . [aparte] de no ser vendidos como esclavos”. Bajo James, los derechos de los ingleses se detuvieron en las costas de la propia Inglaterra. En las colonias el rey haría lo que quisiera.
Cualesquiera que fueran sus quejas, las colonias probablemente no se habrían atrevido a rebelarse contra el rey si no hubiera habido también una seria resistencia a su gobierno en Inglaterra. En un momento en que las guerras religiosas de Europa aún estaban en la memoria viva, James había horrorizado a muchos de sus compatriotas al convertirse al catolicismo, nombrar a numerosos católicos para cargos públicos y permitir que los católicos y los seguidores de otras religiones adoraran libremente. La mayoría protestante de Inglaterra temía un complot papal, y entre 1685 y 1688 estallaron tres rebeliones domésticas contra el gobierno de James. Los dos primeros fueron sofocados por los ejércitos reales, pero el tercero tuvo éxito gracias a una innovación estratégica; en lugar de tomar las armas ellos mismos, los conspiradores invitaron al líder militar de los Países Bajos a que lo hiciera por ellos. Invadiendo desde el mar, Guillermo de Orange fue recibido por varios altos funcionarios e incluso por la propia hija de James, la princesa Ana. (Apoyar a un invasor extranjero contra el propio padre puede parecer un poco extraño, pero William, de hecho, era sobrino de James y estaba casado con su hija Mary). Superado por amigos y familiares por igual, James huyó al exilio en Francia en diciembre de 1688. William y Mary fueron coronados rey y reina, poniendo fin a un golpe incruento que los ingleses llamaron la "Revolución Gloriosa".
Debido a que la noticia del golpe tardó meses en llegar a las colonias, los rumores de una invasión holandesa planeada continuaron circulando allí durante el invierno y principios de la primavera de 1689, lo que enfrentó a los colonos con una elección difícil. Lo prudente habría sido esperar pacientemente la confirmación de cómo se habían desarrollado los acontecimientos en Inglaterra. Una alternativa más audaz era defender sus sociedades levantándose contra sus opresores con la esperanza de que William realmente hubiera invadido Inglaterra, que tendría éxito y, de ser así, que vería con buenos ojos sus acciones. Cada una de las naciones americanas hizo su propia elección, por sus propias razones. Al final, las únicas que no optaron por la rebelión fueron las jóvenes colonias alrededor de Filadelfia y Charleston, que, con apenas unos cientos de colonos cada una, no estaban en condiciones de participar en la geopolítica, incluso si quisieran. Pero muchas personas en Yankeedom, Tidewater y New Netherland estaban listas y dispuestas a arriesgarlo todo por sus respectivas formas de vida.
No en vano, Yankeedom abrió el camino.
Con su profundo compromiso con el autogobierno, el control local y los valores religiosos puritanos, los habitantes de Nueva Inglaterra tenían más que perder con las políticas del rey James. El gobernador del Dominio, sir Edmund Andros, vivía en Boston y estaba particularmente ansioso por someter a Nueva Inglaterra. A las pocas horas de desembarcar en Massachusetts, el gobernador emitió un decreto que golpeó el corazón de la identidad de Nueva Inglaterra: ordenó que se abrieran centros de reunión puritanos para los servicios anglicanos y eliminó las cartas de gobierno de los habitantes de Nueva Inglaterra, que la gente de Boston descrito como “el cerco que nos guardaba de las fieras del campo”. Anglicanos y presuntos católicos fueron designados para los principales puestos gubernamentales y de la milicia, respaldados por toscas tropas reales que, según testigos, “comenzaron a enseñar a Nueva Inglaterra a aburrir, beber, blasfemar, maldecir y maldecir. Se prohibió a los pueblos utilizar los fondos de los contribuyentes para apoyar a sus ministros puritanos. En la corte, los puritanos se enfrentaron a jurados anglicanos y se vieron obligados a besar la Biblia al hacer sus juramentos (una práctica anglicana "idólatra") en lugar de levantar la mano derecha, como era la costumbre puritana. La libertad de conciencia debía ser tolerada, ordenó Andros, incluso mientras construía una nueva capilla anglicana en lo que había sido el cementerio público de Boston. Un pueblo que creía tener un pacto especial con Dios estaba perdiendo los instrumentos con los que había ejecutado su voluntad. Andros ordenó, mientras construía una nueva capilla anglicana en lo que había sido el cementerio público de Boston. Un pueblo que creía tener un pacto especial con Dios estaba perdiendo los instrumentos con los que había ejecutado su voluntad. Andros ordenó, mientras construía una nueva capilla anglicana en lo que había sido el cementerio público de Boston. Un pueblo que creía tener un pacto especial con Dios estaba perdiendo los instrumentos con los que había ejecutado su voluntad.
Las políticas del Dominio, concluyeron los habitantes de Boston, tenían que ser parte de un “complot papista”. Su “país”, explicarían más tarde, era “Nueva Inglaterra”, un lugar “tan notable por la verdadera profesión y el puro ejercicio de la religión protestante” que había atraído la atención de “la gran Ramera Escarlata” que buscaba “ aplastarla y romperla, exponiendo a su gente “a las miserias de la explotación total”. El pueblo escogido de Dios no podía permitir que esto sucediera.
En diciembre de 1686, un granjero de Topsfield, Massachusetts, incitó a sus vecinos a participar en lo que más tarde se describió como una “reunión desenfrenada” de la milicia del pueblo, en la que juraron lealtad al antiguo gobierno de Nueva Inglaterra. Mientras tanto, los pueblos vecinos se negaron a nombrar recaudadores de impuestos. El gobernador Andros hizo arrestar y multar a los agitadores. La élite de Massachusetts desafió la autoridad de Andros al enviar en secreto al teólogo Increment Mather al otro lado del Atlántico para hacer un llamamiento personal al rey James. En Londres, Mather advirtió al monarca que “si un príncipe o estado extranjero debe . . . enviar una fragata a Nueva Inglaterra y prometer protegernos como bajo [nuestro] gobierno anterior, sería una tentación invencible”. La amenaza de Mather de abandonar el imperio no motivó a James a cambiar sus políticas. Yankeedom, informó Mather después de su audiencia real,
Cuando los rumores de la invasión de Inglaterra por William llegaron a Nueva Inglaterra en febrero de 1689, las autoridades del Dominio hicieron todo lo posible para evitar que se propagaran, arrestando a los viajeros por "traer libelos traidores y traidores" a la tierra. Esto solo alimentó la paranoia yanqui sobre un complot papista, que ahora se imagina que incluye una invasión de Nueva Francia y sus aliados indios. “Ya es hora de que estemos mejor protegidos”, razonó la élite de Massachusetts, “de lo que estaríamos mientras el gobierno permanezca en las manos que lo han tenido últimamente”.
La respuesta yanqui fue rápida, sorprendente y respaldada por casi todos. En la mañana del 18 de abril de 1689, los conspiradores izaron una bandera en lo alto del alto mástil de Beacon Hill en Boston, indicando que la revuelta iba a comenzar. La gente del pueblo tendió una emboscada al Capitán John George, comandante del HMS Rose, la fragata de la Royal Navy asignada para proteger la ciudad, y lo detuvieron. Una compañía de cincuenta milicianos armados escoltó a una delegación de funcionarios anteriores al Dominio por la calle principal de la ciudad y tomó el control de la Casa del Estado. Cientos de otros milicianos se apoderaron de funcionarios y funcionarios del Dominio y los colocaron en la cárcel de la ciudad. A media tarde, unos 2.000 milicianos habían llegado a la ciudad desde los pueblos de los alrededores, rodeando el fuerte donde estaba estacionado el gobernador Andros con sus tropas reales. El primer oficial del Rose de veintiocho cañones envió un bote lleno de marineros para rescatar al gobernador, pero ellos también fueron vencidos tan pronto como desembarcaron. “Ríndanse y entreguen al gobierno y las fortificaciones”, advirtieron los golpistas a Andros, o se enfrentaría a “la toma de la fortificación por asalto”. El gobernador se rindió al día siguiente y se reunió con sus subordinados en la cárcel del pueblo. Frente a los cañones del fuerte ahora controlado por los rebeldes, el capitán interino del Rose también se rindió efectivamente, entregando las velas de su barco a los Yankees. En un solo día, el gobierno del Dominio había sido derrocado. o se enfrentaría a “la toma de la fortificación por asalto”. El gobernador se rindió al día siguiente y se reunió con sus subordinados en la cárcel del pueblo. Frente a los cañones del fuerte ahora controlado por los rebeldes, el capitán interino del Rose también se rindió efectivamente, entregando las velas de su barco a los Yankees. En un solo día, el gobierno del Dominio había sido derrocado. o se enfrentaría a “la toma de la fortificación por asalto”. El gobernador se rindió al día siguiente y se reunió con sus subordinados en la cárcel del pueblo. Frente a los cañones del fuerte ahora controlado por los rebeldes, el capitán interino del Rose también se rindió efectivamente, entregando las velas de su barco a los Yankees. En un solo día, el gobierno del Dominio había sido derrocado.
La noticia de la rebelión yanqui llegó a Nueva Ámsterdam en cuestión de días, electrizando a muchos de los habitantes holandeses de la ciudad. Esta era una oportunidad para poner fin no solo a un gobierno autoritario sino posiblemente también a la ocupación inglesa de su país. Nueva York podría volver a convertirse en Nueva Holanda, liberando a los holandeses, valones, judíos y hugonotes del estrés de vivir bajo una nación en la que no se podía confiar para tolerar la diversidad religiosa y la libertad de expresión. El vicegobernador del Dominio de la colonia, Francis Nicholson, facilitó su elección cuando declaró que los neoyorquinos eran “un pueblo conquistado” que “no podía esperar los mismos derechos que los ingleses”.
Los desafiantes habitantes de Nueva Holanda depositaron sus esperanzas en Guillermo de Orange, quien, después de todo, era el líder militar de su madre patria y, por lo tanto, podría ser persuadido para liberar a la colonia holandesa del dominio inglés. Como explicarían más tarde los miembros de la congregación holandesa en la ciudad de Nueva York, los “antepasados de William habían liberado a nuestros antepasados del yugo español” y “ahora habían vuelto para liberar al reino de Inglaterra del papado y la tiranía”. De hecho, la mayoría de los que tomaron las armas contra el gobierno esa primavera eran holandeses, y estaban dirigidos por un calvinista holandés nacido en Alemania, Jacob Leisler. Los opositores denunciarían más tarde su rebelión como simplemente un "complot holandés".
Pero los primeros disturbios vinieron, como era de esperar, de los asentamientos yanquis del este de Long Island, cuya gente nunca había querido ser parte de Nueva York. Anhelando unirse a Connecticut y temerosos de una invasión católica francesa, derrocaron y reemplazaron a los funcionarios locales del Dominio. Cientos de milicianos yanquis armados marcharon luego sobre la ciudad de Nueva York y Albany, con la intención de tomar el control de sus fuertes y apoderarse del dinero de los impuestos que los funcionarios del Dominio les habían extorsionado. “Nosotros, como ellos en Boston, gemimos bajo el poder arbitrario”, explicaron, “creemos que es nuestro deber ineludible . . . asegurar a aquellas personas que nos han extorsionado” una acción “nada menos que lo que es nuestro deber para con Dios”. Los habitantes de Long Island llegaron a catorce millas de Manhattan antes de que el vicegobernador Nicholson organizara una reunión con sus líderes. Ofreció la táctica exitosa de un gran pago en efectivo a los soldados reunidos, lo que aparentemente representaba salarios atrasados y créditos fiscales. Los Yankees detuvieron su avance, pero el daño a la autoridad del Dominio ya estaba hecho.
Envalentonados por los yanquis de Long Island, los miembros insatisfechos de la propia milicia de la ciudad tomaron las armas. Los comerciantes dejaron de pagar aduanas. “La gente no pudo ser contenida”, informó un grupo de habitantes holandeses de la ciudad. “Gritaron que los magistrados aquí también deberían declararse por el Príncipe de Orange”. El teniente gobernador Nicholson se retiró al fuerte y ordenó que sus armas apuntaran a la ciudad. “Hay tantos bribones en esta ciudad que casi tengo miedo de caminar por las calles”, le dijo furioso a un teniente holandés, y agregó, fatídicamente, que si el levantamiento continuaba, “prendería fuego a la ciudad”.
La noticia de la amenaza de Nicholson se extendió por la ciudad y, en cuestión de horas, el vicegobernador pudo escuchar el redoble de tambores llamando a la milicia rebelde a reunirse. La gente del pueblo armada marchó hacia el fuerte, donde el teniente holandés abrió las puertas y los dejó entrar. “Al cabo de media hora, el fuerte estaba lleno de hombres armados y enfurecidos que gritaban que los habían traicionado y que era hora de mirar por sí mismos. ”, recordó un testigo. La ciudad asegurada, los holandeses y sus simpatizantes esperaron ansiosamente para ver si su compatriota traería a Nueva Holanda de la tumba.
A primera vista, Tidewater parecía una región poco probable para rebelarse. Después de todo, Virginia era un área declaradamente conservadora, monárquica en política y anglicana en religión. Maryland lo era aún más, con los Lords Baltimore gobernando su parte de Chesapeake como reyes medievales de antaño; su catolicismo solo los hizo aún más atractivos para James II. El rey podría desear que sus colonias americanas fueran más uniformes, pero la nobleza de Tidewater tenía motivos para creer que sus propias sociedades aristocráticas podrían servir como modelo para su proyecto.
A medida que el establecimiento en Inglaterra comenzó a volverse contra James, muchos en Tidewater siguieron su ejemplo, y por muchas de las mismas razones. A nivel nacional, el rey estaba socavando a la Iglesia anglicana, nombrando católicos para altos cargos y usurpando poderes de la aristocracia terrateniente, deshilachando el tejido de la vida inglesa que la élite de Chesapeake apreciaba tanto. En Estados Unidos, James trató de negarle a la aristocracia de Tidewater sus asambleas representativas y amenazó la prosperidad de todos los hacendados con impuestos exorbitantes sobre el tabaco. A medida que aumentaba el temor de que el rey fuera cómplice de un complot papista, el público se convenció de que los católicos Calvert probablemente también estaban involucrados. En ambas orillas de Chesapeake, los protestantes temían que su forma de existencia estuviera sitiada, y los de Maryland estaban convencidos de que sus propias vidas estaban en peligro.
A medida que los informes sobre la crisis en Inglaterra se volvieron terribles en el invierno de 1688-1689, los colonos anglicanos y puritanos de todo el país de Chesapeake se alarmaron porque el liderazgo católico de Maryland estaba negociando en secreto con los indios Séneca para masacrar a los protestantes. Los residentes del condado de Stafford, Virginia, justo al otro lado del Potomac desde Maryland, desplegaron unidades armadas para defenderse del presunto asalto y, según un funcionario de Virginia, estaban "listos para desafiar al gobierno". En Maryland, informó el consejo de gobierno, “todo el país estaba alborotado”. La noticia de la coronación de William y Mary llegó antes de que la histeria anticatólica se fuera de control en Virginia, pero no fue suficiente para sofocar el creciente malestar en Maryland.
En Maryland, el consejo de gobierno dominado por los católicos, elegido a dedo por los Calvert, se negó a proclamar su lealtad a los nuevos soberanos. En julio, más de dos meses después de que la noticia oficial de las coronaciones llegara a Tidewater, la mayoría protestante de la colonia decidió que no podía esperar más. Los protestantes, casi todos los cuales habían emigrado de Virginia, decidieron derrocar el régimen de los Calvert y reemplazarlo por uno que se ajustara mejor a la cultura dominante de Tidewater.
Los insurgentes se organizaron en un ejército heterogéneo llamado, muy apropiadamente, los Asociados Protestantes. Dirigidos por un ex ministro anglicano, marcharon por cientos en St. Mary's City. La milicia colonial se dispersó ante ellos, ignorando las órdenes de defender la Casa de Gobierno. Los oficiales de Lord Baltimore intentaron organizar un contraataque, pero ninguno de sus soldados se presentó al servicio. En cuestión de días, los Asociados estaban a las puertas de la mansión de Lord Baltimore, apoyados por cañones incautados de un barco inglés que habían capturado en la capital. Los consejeros gobernantes que se escondían en el interior no tuvieron más remedio que rendirse, poniendo fin para siempre al gobierno de la familia Calvert. Los Asociados emitieron un manifiesto denunciando a Lord Baltimore por traición, discriminando a los anglicanos y confabulándose con los jesuitas franceses y los indios contra el gobierno de William y Mary.
Los insurgentes habían logrado rehacer Maryland siguiendo las líneas de su Virginia natal, consolidando la cultura Tidewater en todo el país de Chesapeake.
Si bien los “revolucionarios” estadounidenses de 1689 pudieron derrocar a los regímenes que los habían amenazado, no todos lograron todo lo que esperaban. Los líderes de las tres insurgencias buscaron la bendición del rey Guillermo por lo que habían logrado. Pero aunque el nuevo rey respaldó las acciones y honró las solicitudes de los rebeldes de Tidewater, no revirtió todas las reformas de James en Nueva Inglaterra o Nueva Holanda. El imperio de William podría haber sido más flexible que el de James, pero no estaba dispuesto a ceder ante los colonos en todos los puntos.
Los holandeses de Nueva Holanda fueron los más decepcionados. William, que no deseaba alienar a sus nuevos súbditos ingleses, se negó a devolver Nueva York a los Países Bajos. Mientras tanto, la propia insurgencia colapsó en luchas políticas internas, con varios intereses étnicos y económicos luchando por el control de la colonia. El líder interino de los rebeldes, Jacob Leisler, no pudo consolidar el poder, pero se ganó muchos enemigos al intentarlo. A la llegada de un nuevo gobernador real dos años después, los enemigos de Leisler lograron que lo ahorcaran por traición, profundizando las divisiones en la ciudad. Como observaría más tarde un gobernador: “Ninguna de las partes estará satisfecha con menos que el cuello de sus adversarios”. En lugar de volver al dominio holandés, los habitantes de Nueva Holanda se encontraron viviendo en una colonia real conflictiva, en desacuerdo consigo mismos y con los yanquis del este de Long Island.
Más que nada, los yanquis querían que se reactivaran sus diversos estatutos de gobierno, restaurando cada una de las colonias de Nueva Inglaterra a su estado anterior como repúblicas autónomas. ("La carta de Massachusetts es... nuestra Carta Magna", explicó un residente de esa colonia. "Sin ella, carecemos por completo de leyes, las leyes de Inglaterra se dictaron solo para Inglaterra".) Sin embargo, William ordenó que Massachusetts y la colonia de Plymouth permanecen fusionadas bajo un gobernador real con poder para vetar la legislación. A los yanquis se les devolverían sus asambleas electas, títulos de propiedad y gobiernos municipales sin restricciones, pero tenían que permitir votar a todos los propietarios protestantes, no solo a los que habían recibido membresía en las iglesias puritanas. Connecticut y Rhode Island podrían seguir gobernando a sí mismos como lo habían hecho anteriormente, pero la poderosa Colonia de la Bahía se mantendría con una correa más apretada. Si el pueblo elegido de Dios deseaba seguir construyendo su utopía, tendría que hacer otra revolución.