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jueves, 18 de abril de 2024

Organización nacional: La matanza de Cañada Gómez de 1861

22 de Noviembre  de 1861.

Matanza de Cañada de Gómez



Se conoce como la matanza de Cañada de Gómez para otros historiadores también como batalla de Cañada de Gómez a la incursión sorpresiva de tropas del ejército del Estado de Buenos Aires sobre unidades del ejército de la Confederación Argentina acantonadas en la zona de la localidad de Cañada de Gómez (provincia de Santa Fe), el 22 de noviembre de 1861. La batalla de Pavón, librada el 17 de septiembre de 1861, había marcado una victoria en el campo de batalla del ejército de la Confederación Argentina, pero una retirada de Urquiza que permitió al derrotado ejército del Estado de Buenos Aires, comandado por Mitre, que había retirado sus tropas hacia San Nicolás, rearmar sus fuerzas y avanzar sobre tierras santafesinas.
El avance mitrista comenzó más de 40 días después de Pavón. Las tropas del ejército de Buenos Aires comenzaron a moverse hacia Rosario limpiando la zona de todo hombre con edad de combatir.
Mientras el general Mitre se internaba en la provincia de Santa Fe, el grueso del ejército confederado se encontraba al mando de Benjamín Virasoro en las proximidades de Cañada de Gómez, esperando un regreso de Urquiza que nunca llegaría.
Sobre la noche del 22 de noviembre de 1861, mientras las guarniciones federales dormían, las legiones del ejército unitario comandadas por Venancio Flores realizaron un ataque sorpresivo pasando a degüello a más 300 hombres.

domingo, 7 de abril de 2024

Conquista del desierto: El imperio de las Pampas

El Imperio de las Pampas

La Voz de la Historia


El 4 de junio de 1873 un torrente humano se moviliza por el desierto en lentas y silenciosas columnas. Caciques, capitanejos, hechiceros y guerreros convergen sobre Chiloé, al oeste de Salinas Grandes, respondiendo al llamado del consejo tribal.
En el toldo principal Calfucurá, emperador de las pampas, agoniza. Junto a él su curandero recita monótonas plegarias y a su lado, algunas de sus esposas lloran. Repentinamente el anciano cacique alza la mano y su hijo, Namuncurá, que se encontraba a su lado, se inclina sobre él, aproximando su oído al hilo de voz que emanaba de su boca. “No entregar Caruhé al huinca”, le oyó decir, “No entregar Caruhé al huinca” y acto seguido, su padre expiró.
El desierto pareció temblar. El gran soberano que al frente de sus hordas había aterrorizado a las poblaciones cristianas por casi medio siglo, había muerto.


El señor de las pampas
Calfucurá fue un líder mapuche nacido en Llailma, territorio chileno, muy cerca de Pitrufquén. Hijo del cacique Huentecurá, uno de los tantos jefes indígenas que ayudaron a San Martín en su primer cruce de la cordillera (según algunas fuentes, combatió en Chacabuco), repasó las altas cumbres en 1830 para incorporarse como capitanejo a las fuerzas de Toriano, jefe indio que entre 1832 y 1833 se alió a Juan Manuel de Rosas y combatió a los araucanos.
Muerto Toriano y caída la federación, Calfucurá se independizó y conformó una poderosa coalición indígena que, al cabo de los años, se transformó en un verdadero imperio. Ese imperio se extendía desde la margen sur del río Salado, en la provincia de Buenos Aires, hasta la cordillera de Los Andes, abarcando gran parte de nuestro primer estado, la provincia de La Pampa, Río Negro, Neuquen, el sur de San Luis y el de Mendoza.
Señor indiscutido del desierto, Calfucurá masacró a los boroganos en Masallé (1834) y al cacique araucano Railef cuando regresaba a Chile con 100.000 cabezas de ganado robadas a los huincas, es decir, al hombre blanco.


La leyenda del guerrero y la princesa
Las tierras que hoy rodean el lago Epecuén eran conocidas desde tiempos remotos por la abundancia de sus pastos y la fertilidad de su suelo. Según la leyenda, en uno de los bosques que se extendían por la región, se produjo un terrible incendio que arrasó con casi todas sus especies. Fue entonces que un grupo de indios levuches que pasaba por el lugar, reparó en el llanto de un niño que venía desde las llamas y se acercó a ellas para ver de qué se trataba. Grande fue su sorpresa al encontrar a un pequeño que sollozaba abrasado por el calor.
Apiadándose de la criatura, los indios la recogieron y se la llevaron a su tribu para criarla como a uno más de la comunidad. Lo llamaron Epecuén, que significa “casi quemado” o “salvado por las llamas” y lo educaron como a un guerrero, enseñándole las artes de la lucha y la cacería.
Llegado a la mayoría de edad, Epecuén demostró ser un combatiente vigoroso, de buen porte y desarrollada musculatura, y fue durante una batalla contra los puelches enemigos que puso en evidencia todo su ardor, derrotando a su cacique y apoderándose de su hija, la bella princesa Tripantú, que en lengua aborigen quiere decir “Primavera”.
Conducida a la tribu levuche, la muchacha, cautivada por el atractivo físico de su captor, se enamoró perdidamente de él, sentimiento que fue correspondido por aquel. Fueron días felices en los que la pareja se amó con pasión pero finalizada la primera luna, el joven guerrero posó su interés en otras cautiva y poco a poco fue olvidando a la princesa puelche.
Desolada y angustiada, la muchacha se retiró fuera de la toldería para ahogar sus penas amargamente y fue tanto lo que lloró, que sus lágrimas formaron una gran lago salado que inundó la comarca, ahogando a Epecuén y todas sus doncellas. Ante la pérdida de su amado, Tripantú perdió la razón y a partir de ese momento, comenzó a vagar en torno al lago, delirando, riendo y llorando al mismo tiempo.
Ocurrió que una noche de luna llena, la desdichada princesa sintió una voz que la llamaba desde las aguas y al reconocer a Epecuén se introdujo en ellas y nunca más se la volvió a ver.


Carhué, capital de un imperio
El lago y sus alrededores se volvieron un lugar sagrado para los indios, quienes llevaban a pastar allí sus cabalgaduras y su ganado y darse baños terapéuticos ya que las salobres aguas de aquella réplica del Mar Muerto, tenían el poder de curar.
Varias naciones indígenas se establecieron en aquel punto fértil del país de Salinas Grandes, levantando sus toldos en torno al lago, desde el paraje conocido como Masallé, hasta donde hoy se halla la ciudad, construyendo toscos corrales para dedicarse al trueque de vacunos, equinos, productos de la caza, la pesca y la recolección, sus actividades básicas además del pillaje.

La llegada de Calfucurá en 1833, cambió todo.
El cacique concentró en su persona todo el poder, aniquiló a quienes no le rindieron obediencia y sojuzgó al resto, haciendo de Carhué la capital de su naciente imperio.
Desde allí gobernó con mano férrea a aquella suerte de confederación que había creado; desde ese punto condujo a sus guerreros para arrasar a las poblaciones blancas, arriar el ganado sustraído y castigar a las tribus díscolas; hasta allí debían dirigirse caciques y capitanejos sometidos, así como los emisarios del gobierno de Buenos Aires para parlamentar, y en ese lugar se realizaba el reparto del botín además de las ceremonias destinadas a honrar al gran dios Nguenechén, el ser supremo de la nación mapuche.
Veamos lo que dice al respecto el coronel Juan Carlos Walther en su libro La Conquista del Desierto, Tomo II, editado en Buenos Aires por el Círculo Militar, año 1948 (p. 170):

En este lugar (por Carhué), más tarde se levantó el fuerte General Belgrano, con asiento del comando de la división Carhué o Sur.

Se esperaba que los indios opusieran una enérgica resistencia a la ocupación de esta zona, dada la privilegiada situación y por haber sido la residencia tradicional de las tribus de Calfucurá, pero no fue así; por el contrario, establecieron sus toldos escondidos en los montes al oeste de la nueva frontera, situándose en Chiloé (Namuncurá) y en Guachatré (Catriel).


El Dr. Adolfo Alsina, ex vicepresidente de la Nación, por entonces Ministro de Guerra, confirma tales palabras en su arenga a las divisiones Sud y Costa Sud del Ejército en operaciones, el 23 de abril de 1876, luego de ocupada la zona, que comprendía también Guaminí, Arroyo Venado y Cochicó.

Sin penurias, sin peligros y sin avistar un solo enemigo, habéis tomado posesión, el día de hoy de Carhué, baluarte de la barbarie.


Respecto a la importancia que tenía Carhué para los pueblos indígenas, alega más adelante el coronel Walther:

En cuanto a Namuncurá, a principios de 1877 solicitó la paz, prometiendo no robar ni dejar a otras tribus siempre que el gobierno le pasara subsistencias necesarias para vivir. Más que nada exigía la devolución de Carhué, alegando que a su propiedad no podía renunciar “sin quebrantar un mandato de Calfucurá moribundo.


El azote del desierto
De esa manera, Calfucurá fue derrotando y sometiendo a las naciones vecinas, desde los levuches y los puelches hasta los picunches, huiliches y tehuelches echando los cimientos de una gran federación que se extendía hasta Los Andes y los límites patagónicos.
Para vengar a Toriano ahogó en sangre las tierras de Tandil. El 9 de septiembre de 1834 
emboscó a los boroganos en Masallé provocando una gran matanza entre ellos y matando personalmente a sus jefes, los caciques Rondeao y Melín, quienes habían asesinado a su señor.

Su poder se tornó ilimitado y de esa manera, después de sujetar las tolderías de Puán, Epecuén, Guaminí, Cochicó, Pigüé, Catriló, Tapalqué, Sierra de la Ventana, Chiloé y Lihuel Calel, lanzó sus terribles malones sobre las poblaciones cristianas, especialmente 25 de Mayo, Azul, Tandil, Olavarria, Junín, Melincué, Alvear, Bragado y la incipiente Bahía Blanca. Las dos defensas que el padre Francisco Bibolini realizó en la primera son consideradas milagros providenciales (ver “El heroísmo del padre Francisco Bibolini”).
En 1837 aniquiló una invasión araucana proveniente de Chile, aniquilando al cacique Railef y a 500 de sus guerreros. Su táctica resultó genial; los hizo seguir por sus vigías y cuando regresaban de un malón sobre Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba arriando 100.000 cabezas de ganado, los emboscó en Quentuco, sobre las márgenes del río Colorado y los lanceó a discreción, cortada su retirada por la vía de agua. Eso le permitió afianzar su autoridad y extender su dominio a tierras remotas como La Pampa, Río Negro y Chile, conformando un imperio de miles de kilómetros cuadrados en los que prácticamente no tuvo rivales.
De esa manera, el comercio de la sal del que se nutrían las poblaciones blancas quedó bajo su control, lo mismo las grandes extensiones en las que pastaban millares de vacunos y equinos.
En 1841 Calfucurá firmó un armisticio con Rosas y este le concedió el grado de coronel del Ejército Argentino además de una contribución anual de 1500 equinos, 500 cabezas de ganado y víveres, siempre a cambio de poder extraer sal.
El cacique supo administrar esos recursos, redistribuyéndolos equitativamente entre los caciques subordinados, incluyendo aquellos que moraban al otro lado de la cordillera. La alianza con los ranqueles y los tehuelches de Sayhueque, el rey del País de las Manzanas (Neuquén), así como los pactos que estableció con el araucano Quilapán, en territorio chileno y los puelches de los valles cordilleranos lo convirtieron en el soberano aborigen más poderoso de su tiempo. 
Tras la caía de Rosas, Calfucurá volvió a las andadas. El 4 de febrero de 1852 arrasó Bahía Blanca al frente de 5000 lanzas. El 13 de febrero de 1855 hizo lo propio en Azul, masacrando a 300 pobladores blancos y llevándose cautivas a 150 mujeres junto a miles de cabezas de ganado; el 31 de mayo destrozó al ejército del general Bartolomé Mitre en Sierra Chica; cuatro meses después enfrentó y dio muerte al coronel Nicolás Otamendi y al cabo de unos días saqueó Tapalqué, nuevamente Azul, Tandil, Junín, Melincué, Olavarría, Bragado, Alvear y la castigada Bahía Blanca. Sus regimientos comprendían ranqueles, pehuenches, araucanos, pampas y mapuches con quienes conformó una hueste de 6.000 guerreros montados, sin contar los que obedecían a los jefes confederados.
En 1870 llevó a cabo un nuevo malón sobre las indefensas poblaciones blancas, arrasando Tres Arroyos y Bahía Blanca y a comienzos de 1872 hizo lo propio sobre 25 de Mayo y las tribus tehuelches que se habían rebelado a su autoridad.
Calfucurá reinó sobre la pampa por espacio de cuarenta años. El 11 de marzo de 1872 fue derrotado en la batalla de San Carlos, cerca de Bolívar, después de declararle la guerra al gobierno argentino y arrasar una vez más 25 de Mayo, Alvear y 9 de Julio. Las fuerzas combinadas del general Ignacio Rivas y el cacique Catriel acabaron con las cuatro columnas en las que había dividido su ejército, luego de interpretarlas en la Rastrillada de los Chilenos, una extensa huella que conducía al país de Salinas Grandes.


Un nuevo emperador sube al trono
Muerto el soberano, el cónclave indígena designó a su hijo Namuncurá, que gobernaría el imperio hasta 1884. Sus malones, tan implacables como los de su padre, llevaron la muerte a Azul, Olavarría, 25 de Mayo, Pehuajó y otros puntos de la provincia de Buenos Aires, dejando a su paso cadáveres, poblaciones incendiadas y campos arrasados amén de centenares de cautivos y millares de cabezas de ganado.
Se dice que mientras tenía lugar el cónclave, otros dos hijos del cacique reclamaron el trono, Millaquecurá y Bernardo Namuncurá, pero el primogénito contaba con el apoyo de un cuarto hermano, Reumaycurá, quien aguardaba en las afueras de Chiloé al frente de una fuerza de 600 jinetes, listos para ser movilizados en caso de que su hermano lo necesitase.

Cacique Namuncurá

Parecía inevitable la guerra civil pero a último momento el consejo de ancianos, fuertemente influenciado por la princesa Callaycantu Curá, hija del difunto emperador y hermana de los pretendientes, declaró incapaz a Millaquecurá y confirmó a Namuncurá como sucesor.
Para entonces, Carhué ya no era la capital del imperio porque había caído en manos del ejército argentino junto a otras poblaciones como Puán, Guaminí, y las tolderías que se alzaban en Pigüé, Cochicó y Sierra de la Ventana. El nuevo epicentro del imperio pasó a Chiloé, en el extremo occidental de las Salinas Grandes, el lugar donde acababa de fallecer el gran soberano de las pampas.
“¡No entregar Carhué al huinca!” era el mandato y era imperativo cumplirlo. Había que recuperar el valle sagrado en torno al lago Epecuén y volver a hacer de ese punto la capital de la gran confederación.
Namuncurá mandó alistar sus regimientos y envió emisarios a sus vasallos para que hiciesen lo propio. Al igual que su padre, había nacido en la Araucania, al otro lado de los Andes, pero como aquel, odiaba a los mapuches tanto como a los hombres blancos y por esa razón debía tomar recaudos para cubrir sus espaldas.
Tras su “coronación”, todos los caciques le juraron obediencia y de ese modo se lanzó al pillaje, devastando buena parte de la provincia de Buenos Aires, en especial Tapalqué,  Tres Arroyos, Alvear, Tandil y Azul.


El ocaso de una nación
El flamante soberano intentó cumplir la voluntad de su padre llevando la guerra a territorio bonaerense, pero el arrollador avance del hombre blanco, con sus cañones y sus flamantes fusiles Remington, lo obligaron a entablar una lucha defensiva destinada a preservar lo que quedaba del inmenso imperio.
Namuncurá fue testigo del desmoronamiento de su nación con el avance de las tropas del general Levalle y las rebeliones de varios de sus vasallos, entre ellos Pincén y Catriel (1875). Derrotado en Chiloé y Lihué Calle, abandonó sus toldos buscando alcanzar la cordillera, donde vivió huyendo hasta 1884, cuando agotadas las reservas y extenuados sus guerreros, se vio forzado a capitular.


Un linaje del desierto
En Chimpay, pequeño poblado situado seis leguas al oeste de Choele Choel, en Alto Valle del Río Negro, Namuncurá levantó su campamento y se estableció con lo que quedaba de su tribu. En ese lugar, suerte de reducción en la que el gobierno de Buenos Aires concentró a los restos de la otrora poderosa nación, vendría al mundo el sexto de su doce hijos, Ceferino, nacido el 26 de agosto de 1886, fruto de su relación con Rosario Burgos, una mestiza chilena secuestrada durante un malón sobre ese país.


La Dinastía de los Piedra. El cacique Namuncurá, de uniforme, con parte de su familia. La mujer mayor es Canallaycantu Curá, su hermana y consejera. El muchacho a sus pies su hijo Juan Quintunas, futuro oficial del Ejército Argentino

Que el niño pertenecía a un linaje real lo prueba su frondoso árbol genealógico. Hijo y nieto de emperadores, bisnieto de uno de los caciques que había ayudado a San Martín en la campaña libertadora de Chile y sobrino nieto de Antonio Namuncurá y el poderoso Renquecurá, señor de los pehuenches que tuvo sus toldos en Picún Leufú y sus invernadas en Catán Lil, provincia de Neuquén (ambos hermanos de su abuelo), era a su vez, sobrino de una miríada de príncipes, consejeros y soberanos menores como los caciques, Melicurá, Cutricurá, Cayupán y Bernardo Namuncurá, célebre éste último por haberle salvado la vida al Padre Salvaire, artífice de la gran basílica de Luján. A ese clan pertenecía también el primogénito, Millaquecurá, declarado incompetente por el consejo tribal y Reumaycurá, suerte de comandante de la guardia pretoriana del cacique Namuncurá.
El recién nacido elevaría el prestigio de aquel linaje al alcanzar la gloria de los altares. Su abuela Juana Pitiley fue la favorita de Calfucurá y su tía a Canallaycantu Curá, consejera de estado cuya decisiva actuación en el cónclave celebrado tras la muerte del emperador le allanó a su hermano el camino al trono.


La Conquista del Desierto marcó el fin de las naciones aborígenes


Surge un santo de una estirpe feroz
Al momento de nacer Ceferino, su padre ya no era el señor de las pampas pero sí, coronel del Ejército argentino con uniforme y pensión. Algunos años después, uno de sus hermanos, Juan Quintunas, egresaría del Colegio Militar con el grado de oficial de Infantería.
Para entonces, el Imperio de las Pampas no era más que un recuerdo, un capítulo sangriento en el pasado argentino, triste memoria de una nación poderosa, reducida a vasallaje y aniquilamiento.
Pero se habría un nuevo capítulo en la historia de aquel pueblo.


Beato Ceferino Namuncurá

Desde pequeño, Ceferino dio señales de santidad. Cierto día se hallaba con su madre a orillas del río cuando, repentinamente, cayó al agua. La corriente, muy fuerte en ese momento, comenzó a arrastrarlo y alejarlo a gran velocidad ante la desesperación de doña Rosario. Sin embargo, cuando ya se lo daba por muerto, fue depositado mansamente en la costa, de donde su padre lo rescató.

Sabido es que de niño gustaba ayudar a su madre en las tareas cotidianas, entre ellas recopilar leña, preparar los alimentos y cuidar los animales. Lamentablemente, cuando su padre escogió a la que sería su única esposa, Ignacia Rañil, dejó a un lado a doña Rosario y a otras dos mujeres mayores con las que también tuvo hijos, motivando su alejamiento.
Mucho debe haber apenado al pequeño el que su madre se marchase hacia la tribu de Yanquetruz, catorce leguas más al norte. Él, siguiendo las costumbres, se quedó con su padre, dedicándose al cuidado de las ovejas para las que armó, con sus propias manos, un improvisado corral.
Por entonces Namuncurá recibía una pensión del gobierno y casi todos los meses viajaba a Choele Choel para cobrarla. Al regresar distribuía el dinero entre su gente, entregando cinco pesos a los hombres y uno a las mujeres. Pero la situación –agravada por la demora en serle reconocida la propiedad de su tierra– le provocaba mucha aflicción. Si bien no hay indicios de que la tribu padeciese hambre, el sueldo del cacique y las pocas ovejas que criaba, no alcanzaban para nada.


Al servicio de su pueblo
Fue un día que viendo al cacique abatido y preocupado, Ceferino se le acercó y le dijo. “Papá, ¡como nos encontramos después de haber sido dueños de toda esta tierra! Estamos sin amparo, ¿Por qué no me envía a Buenos Aires a estudiar?...así podré un día, ser útil a mi raza”.
Don Manuel, reducido a un confín del que fuera su vasto imperio, aceptó la sugerencia y asesorándose convenientemente, envió a su hijo a Buenos Aires, inscribiéndolo primero en un taller-escuela que la Marina tenía en la localidad de Tigre (hoy Museo Naval) y después, siguiendo los consejos del Dr. Luis Sáenz Peña, en el Colegio Pío IX de Almagro, perteneciente a la congregación salesiana (el 20 de septiembre de 1897). En el taller-escuela el muchacho no se había sentido a gusto, tal como se lo manifestó a su padre en cierta oportunidad pero ahora, con los padres salesianos rebosaba de felicidad.


Con los padres de Don Bosco
Al llegar al Colegio Pío IX, Ceferino fue recibido por Monseñor Juan Cagliero quien a partir de ese instante, se convirtió en su consejero y protector. Ceferino comenzó a estudiar y lo hizo intensamente, ignorando las burlas de las que era objeto de parte de unos pocos compañeros, por su condición de mapuche. Sin embargo, al cabo de un tiempo logró conquistarlos, lo mismo a sus profesores, quienes veían en él a un muchacho serio y responsable. Llamaban la atención el tiempo que pasaba rezando en la capilla, su excelente conducta y su voz para el canto.


Vida espiritual
Ceferino fue bautizado por el padre Melanesio durante su viaje de Neuquén a Choele Choel quedando su partida asentada en Carmen de Patagones, en el extremo sur de la provincia de Buenos Aires.
El 8 de septiembre de 1898, siendo alumno del Pío IX, el joven mapuche tomó su Primera Comunión y el 5 de noviembre de 1899 recibió la Confirmación de manos de Monseñor Gregorio Romero. Algún tiempo después, experimentaría una enorme alegría cuando Monseñor Cagliero, el gran apóstol de la Patagonia, suministró a su padre la Primera Comunión y la Confirmación, oportunidad en la que, pleno de gozo, exclamó: “Yo también, como Monseñor Cagliero, seré salesiano e iré con él a enseñar a mis hermanos el camino del Cielo”.
En 1902 finalizó sus Ejercicios Espirituales estableciendo en ellos los cuatro propósitos que marcarían su vida.


Vocación sacerdotal
En 1903 don Manuel Namuncurá decidió llevarse a su hijo como intérprete y secretario. Ceferino, deseaba ser sacerdote y por esa razón acudió a sus protectores, Monseñor Cagliero y el Dr. Luis Sáenz Peña, para rogarles su intercesión.
Y es que el pequeño príncipe de las pampas era un alma enamorada de Dios y de la Santísima Virgen a quienes deseaba servir fervorosamente e interceder ante ellos en favor de su pueblo.
Fue entonces que Monseñor Cagliero creyó conveniente enviarlo a Viedma y ponerlo al cuidado del RP Evasio Garrone, director del Colegio San Francisco de Sales. Ceferino hizo el viaje por mar, bastante enfermo, y a poco de llegar conoció y trabó amistad con el beato Artémides Zatti, enfermero y laico coadjutor italiano radicado en aquella ciudad que, como el recién llegado, padecía tuberculosis.


Ceferino junto a su mentor, monseñor Juan Cagliero

Viaje a Italia
En 1904 Monseñor Cagliero decidió llevar a Ceferino a Italia. A esa altura el muchacho tenía la salud muy deteriorada, hecho que percibieron sus compañeros del Colegio Pío IX cuando lo vieron llegar. Allí pasó unos días hasta el 19 de julio, cuando zarpó en el vapor “Sicilia” que después de un mes de travesía, recaló en Génova.


Junto al Papa Pío X

En Turín, se alojó en el gran Colegio Valdocco, junto a la basílica de María Auxiliadora, el mismo donde estudiaron Domingo Savio y San Luis Orione. Allí conoció al beato Miguel Rúa, sucesor de Don Bosco, encuentro providencial que sacudió lo más íntimo de su ser.
Personalidades de importancia como la princesa María Leticia de Saboya Bonaparte, la condesa Balbis María Bertone de Sambuy y hasta la Reina Madre, Margarita de Saboya, homenajearían a Ceferino tratándolo de acuerdo a su rango.
“También me aplaudieron y gritaban ¡Viva el príncipe Namuncurá! Si le digo esto no es porque me haya enorgullecido, sino porque somos amigos”, le escribió a su compañero Faustino Firpo, el 24 de agosto de 1904.
El 19 de septiembre Monseñor Cagliero lo llevó a Roma. Ocho días después, Ceferino vivió la mayor experiencia de su vida al ser recibido por San Pío X en persona. Expresándose en perfecto italiano, el joven aborigen le obsequió al Pontífice un quillango de guanaco, atención que aquel retribuyó con sanos consejos y su bendición, para él y su pueblo. Lo increíble de aquella entrevista fue que, cuando todos se retiraban, el Santo Padre mandó llamarlo nuevamente y en las dependencias donde tenía su escritorio, volvió a saludarlo, mucho más paternalmente y le obsequió una medalla de oro como recuerdo de su visita.


Sus últimos días
Fascinado todavía por la experiencia vivida, Ceferino abandonó Roma y como el clima de Turín le resultaba cada vez más perjudicial, se estableció en Frascatti, donde su salud se agravó. A principios de 1905 le resultaba imposible seguir asistiendo a clases por lo que el 28 de marzo fue conducido nuevamente a Roma para ser internado en el Hospital Fatebenefratelli de la orden de San Juan de Dios, en la isla Tiberina.
Allí falleció el 11 de mayo de 1905, a las seis de la mañana, entregando su alma al Creador después de sus oraciones.
La noche anterior, había llamado a un sacerdote para pedir por el muchacho que ocupaba la cama contigua: “Si supiera Ud. cuanto sufre. De noche no duerme casi nada. Tose y tose”. En realidad, él estaba peor, pero solo pensaba en el prójimo, es decir, en las almas necesitadas de consuelo. Su cuerpo fue conducido al cementerio de Roma, donde permaneció enterrado hasta 1924, cuando regresó a su tierra natal.


El beato Ceferino
En 1915 los restos de Ceferino fueron exhumados y en 1924, como se ha dicho, regresaron a la Argentina. Llegaron a bordo del vapor “Ardito” y una vez en tierra fueron trasladados a Pedro Luro, localidad al sur de la provincia de Buenos Aires a medio camino entre Bahía Blanca y Carmen de Patagones (fueron depositados en la capilla de Fortín Mercedes). El 14 de mayo dio comienzo el proceso de canonización y el 22 de junio de 1972, el Papa Paulo VI lo declaró venerable.
El martes 15 de mayo, durante la sesión de la Congregación para las Causas de los Santos, se aprobó por unanimidad el milagro atribuido a Ceferino en el año 2000. Una mujer cordobesa de 24 años de edad, afectada por cáncer de útero, no solo se curó sino que, tiempo después, logró concebir.
Al cabo de cuatro años de estudió, altas fuentes de la Iglesia indicaron que la consulta médica de la Congregación había dictaminado que desde el punto de vista clínico, la curación era inexplicable.
Aprobado el decreto del milagro, S.S. Benedicto XVI determinó la fecha de beatificación, 11 de noviembre de 2007, acontecimiento celebrado en todo el país.
De esa manera, la orgullosa dinastía de los Piedra, aquella que forjó el poderoso imperio de las pampas e hizo temblar al hombre blanco durante décadas, le dio a la Iglesia Católica un nuevo santo.


Ilustraciones





Finalizada la conquista del desierto el gobierno argentino llevó a cabo una sistemática campaña de exterminio en La Pampa, la Patagonia, Tierra del Fuego y la región del Chaco a la que por años se intentó ocultar. Arriba cuatro instantáneas del álbum que Julio Popper explorador rumano nacionalizado argentino, le obsequió al presidente Miguel Juárez Celman tras su regreso a Buenos Aires. Se observan indios selk'nam y onas masacrados en territorio fueguino durante las cacerías humanas que tuvieron lugar entre 1886 y 1887

El coronel Ramón Lista llevó a cabo feroces matanzas en Tierra del Fuego

La masacre de aborígenes continuó bien entrado el siglo XX. En la imagen restos de indios  asesinados en Rincón Bomba, provincia de Formosa, durante el primer gobierno de Perón, más precisamente en el mes de octubre de 1947



Aviso aparecido en un diario de Bueno Aires (1878) ofreciendo indios 
de ambos sexos tras la conquista del desierto






Fuente: "Ceferino Namuncurá, de príncipe d elas pampas a la gloria de los altares", en "Revista “Cruzada”, Año V, Nº 30, Diciembre de 2007

jueves, 27 de abril de 2023

Guerra Antisubversiva: La masacre de los curas Palotinos

La matanza de los cinco curas Palotinos y 46 cadáveres en la morgue, la atroz “vendetta” de la dictadura

Montoneros había puesto la bomba en la Superintendencia de la Policía provocando 23 muertos y 110 heridos. Poco después, llegó la venganza de la dictadura. El 4 de julio de 1976 fueron asesinados los sacerdotes Leaden, Dufau y Kelly, y los seminaristas Barbeito Doval y Barletti de la iglesia San Patricio. Quién era el blanco principal del ataque y qué actividades realizaba
Por Ceferino Reato | Infobae


Un 4 de julio de 1976 cinco religiosos fueron baleados en la parroquia que habitaban en el barrio Belgrano, sobre la calle Estomba. De izquierda a derecha, Alfredo Leaden, Alfredo Kelly, Pedro Dufau y Emilio Barletti (Telam)

La masacre en el comedor policial endureció la represión ilegal de la dictadura y la primera reacción fue desplazar al flamante jefe de la Policía Federal, Arturo Corbetta, un general y abogado que quería luchar contra las guerrillas, pero “con el Código Penal en la mano”, como afirmó en su discurso de asunción, una semana antes del sangriento atentado.

Corbetta fue el último general “legalista” que ocupó una función relevante en el gobierno militar; en su lugar asumió el general Edmundo Ojeda. El cambio fue bien recibido por Montoneros porque, según ellos, revelaba la naturaleza fascista de la dictadura, que le impedía reprimirlos dentro de la ley, sin secuestros ni torturas y con tribunales que les permitieran la defensa.

“Cualquier tesis contraria es rápidamente derrotada, caso del general Corbetta, luego de nuestro rotundo golpe al centro de gravedad de la represión policial”, sostuvo el jefe del llamado Ejército Montonero, el “comandante” Horacio Mendizábal, Hernán, en relación al atentado que dejó veintitrés muertos y ciento diez heridos.

Para los montoneros, era una lucha entre buenos y malos, y, mientras más salvaje e inhumana fuera la represión, más motivos tendría el pueblo para darse cuenta que debían apoyar a quienes representaban lealmente sus intereses y aspiraciones, que eran, obviamente ellos. Cuanto peor, mejor.

Ya en la madrugada del domingo 4 de julio de 1976 un grupo de personas con cascos de acero bajó de un automóvil frente al Obelisco arrastrando a un joven; lo apoyaron contra una de las paredes de piedra blanca del monumento, formaron un pelotón de fusilamiento y lo agujerearon a balazos. Y se fueron, dejando allí el cadáver.

El punto culminante de la vendetta tras el atentado del comedor ocurrió en la zona más elegante del barrio de Belgrano, en la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio, en la calle Estomba 1942 (Telam)

Según el Nunca Más, el informe de la Comisión sobre la Desaparición de Personas, entre el 3 y el 7 de julio ingresaron a la Morgue porteña 46 cadáveres, casi todos con el mismo diagnóstico: “Heridas de bala en cráneo, tórax, abdomen y pelvis; hemorragia interna”.

El punto culminante de la vendetta ocurrió en la zona más elegante del barrio de Belgrano, en la calle Estomba 1942, menos de dos días después de la voladura del comedor, cuando cinco religiosos fueron asesinados en la casa parroquial de la Iglesia de San Patricio. La “Masacre de San Patricio” fue la peor matanza sufrida por la Iglesia Católica en sus más de cuatrocientos años en territorio argentino.

El domingo 4 de julio a la madrugada cinco personas irrumpieron en la casa parroquial de los palotinos, hicieron arrodillar a tres curas y dos seminaristas en el living del primer piso, les ataron las manos, les vendaron los ojos y los acribillaron con veintiocho disparos en la cabeza y el tórax que partieron de cuatro pistolas Browning y una pistola ametralladora.

Antes de irse, pintaron en la puerta del living: “Por los camaradas dinamitados de Seguridad Federal. Viva la Patria”, y en la alfombra colorada del pasillo: “Estos zurdos murieron por ser adoctrinadores de mentes vírgenes y son MSTM”, en alusión al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Además, arrancaron de una de las habitaciones un poster de Mafalda que, señalando la cachiporra de un policía, comentaba: “¿Ven? Éste es el palito de abollar ideologías”, y lo arrojaron sobre el cuerpo de Salvador Barbeito, uno de los seminaristas.

El principal blanco de “La Masacre de San Patricio” fue el otro seminarista: Emilio Barletti, de veintitrés años. Tanto fue así que los asesinos redujeron primero a los tres sacerdotes que encontraron en la casa parroquial: Alfredo Leaden, Alfredo Kelly y Pedro Dufau; los dos primeros ya estaban en pijamas, y el otro, Dufau, recién había vuelto de una fiesta de bodas. Y esperaron a Barletti, que llegó del cine junto a Barbeito a las dos y media de la madrugada. Ni siquiera pudo sacarse la bufanda con la que había salido a la calle aquella noche fría de invierno.

El general Arturo Corbetta saluda al general Albano Harguindeguy, ministro del interior de la dictadura. Fue el último general "legalista" que ocupó una función relevante en el gobierno militar; en su lugar asumió el general Edmundo Ojeda (Telam)

Los asesinos buscaron un castigo ejemplar; de allí, la matanza de cuanto cura o seminarista encontraron en la parroquia aquella madrugada de terror. Los dos seminaristas que también habían ido a ver El Veredicto, con Jean Gabin y Sofía Loren, pero decidieron a último momento ir a dormir con sus padres, se salvaron de una muerta segura.

Era uno de los últimos días de Barletti en esa parroquia, un poco por las quejas de los palotinos sobre su excesiva politización; otro poco porque se sentía más cómodo entre religiosos más comprometidos con la opción pastoral por los pobres, como los Hermanitos del Evangelio de Charles de Foucault, que vivían en comunidad en un conventillo de La Boca.

Eran “curas obreros”: alternaban el sacerdocio con el trabajo concreto en los barrios populares, algo que fascinaba a Barletti, un joven carismático, vástago de una familia pudiente de San Antonio de Areco que entró al seminario cuando le faltaban solo cinco materias para recibirse de abogado.

Barletti era inquieto: también formaba parte de Cristianos Para la Liberación (CPL), un grupo de curas y laicos de Montoneros encabezado por uno de sus dirigentes más lúcidos, el periodista Norberto Habegger, e integrado por, entre otros, Pablo Gazzarri, de la parroquia vecina Nuestra Señora del Carmen, de Villa Urquiza, y monseñor Joaquín Carregal.

En ese rol, Barletti facilitaba la parroquia para esconder folletos, documentos y revistas de Montoneros. También para realizar reuniones de los integrantes de CPL y de jóvenes con dirigentes de la guerrilla más o menos conocidos, como Juan Carlos Dante Gullo y Roberto Perdía.

Emilio Jauretche, ex oficial primero de Montoneros, sostuvo en la revista 3 puntos que, en mayo de 1976, atravesó “todo Buenos Aires trasladando en un rapiflet el mimeógrafo y un abultado paquete de originales de Evita Montonera hasta una parroquia palotina de la calle Estomba”, donde, según él, imprimían la revista partidaria.

Un grupo de tareas ingresó a la casa parroquial cuando los sacerdotes estaban por irse a dormir. Los seminaristas estaban recién llegados del cine (Telam)

“Tiempo después, el grupo de sacerdotes que me recibieron, conocidos hoy como víctimas de la intolerancia religiosa, sumaron sus nombres a la vasta nómina de mártires montoneros”, agregó. Jauretche ya había estado allí inmediatamente después del golpe de Estado para “trasladar algunos papeles” de la oficina de prensa del Partido Peronista Auténtico —una criatura de Montoneros— debido a que en esa iglesia “tenían el contacto con unos curas compañeros”, según su biógrafo, el periodista Guillermo Paileman.

Pero, el compromiso de Barletti con la guerrilla no finalizaba ahí ya que integraba la llamada Columna Sur de Montoneros, donde estaba a las órdenes de un ex sacerdote, el cordobés Elvio Alberione, el Gringo o el Mayor Esteban. Su campo de acción abarcaba las zonas de Esteban Echeverría, Lanús, Avellaneda y Quilmes.

—Sí, conocí a Emilio. Yo era el jefe de su columna —le confirmó Alberione al periodista y escritor Gabriel Seisdedos en su muy documentado libro El Honor de Dios, sobre la matanza de los palotinos.

En junio de 1976, el mes anterior a su muerte, Barletti —Alberto era su nombre de guerra— había sido promovido en esa columna de Unidad Básica Revolucionaria a Unidad Básica Combatiente, es decir que era considerado no solo un “cuadro” —un dirigente— político sino también militar.

El valioso testimonio de Seisdedos ilustra los enojos que puede causar un buen periodista: cuando este libro estaba siendo escrito, un sector de los palotinos seguía atribuyendo a esa revelación el principal obstáculo para que los cinco religiosos fueran beatificados por el papa Francisco.

No todos los palotinos pensaban así. “La verdad cuesta decirla, pero más cuesta ocultarla. Si ésa es la verdad, tenemos que conocerla”, le dijo el padre Thomas O´Donnell, superior de los palotinos en el país, cuando, en plena investigación, el periodista le confió que “Emilio estaba metido”.

En la Iglesia, el martirio —el asesinato a causa de la defensa o del ejercicio de la fe católica— es suficiente para que una persona ascienda a la categoría de beato, que es el paso previo a la santidad. En ese caso, ya no necesita de un milagro para la beatificación.

En 2005, cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires y cardenal primado de la Argentina, Jorge Bergoglio, impulsó la beatificación de los cinco palotinos e incluso afirmó que había sido confesor de Alfie Kelly, el párroco de San Patricio.

Bergoglio impulsó la beatificación de los cinco palatinos en 2005 sin embargo, el expediente quedó trabado en el Vaticano por las revelaciones de un periodista (Telam)

De todos modos, el expediente de beatificación puede ser dividido y personalizado, con lo cual bien podrían ser beatificados las otras cuatro víctimas en el supuesto de que solo Emilio Barletti hubiera estado efectivamente involucrado en la guerrilla.

Pero, los palotinos quieren que sean los cinco juntos —me dijo Seisdedos. Por ese motivo, el expediente continuaba trabado en el Vaticano.

La matanza tensionó las relaciones de la cúpula eclesiástica con el gobierno militar; hubo quejas públicas y privadas de sus principales dirigentes, liderados por el cardenal Raúl Primatesta, y el nuncio, el italiano Pío Laghi. De todos modos, se esforzaron por no romper con el presidente Jorge Rafael Videla, a quien consideraban un “moderado”, como tantos otros, incluidos los dirigentes de la cúpula del Partido Comunista.

“Fue un acto de torpeza tremenda”, me dijo en prisión el ex dictador Videla en una de las entrevistas para mi libro Disposición Final. Y agregó: “Había dos seminaristas muy comprometidos con la subversión, que eran militantes montoneros, pero el problema podría haber sido evitado; derivó en una confrontación innecesaria con la Iglesia, que no nos lastimaba. Podríamos haberle pedido a la Iglesia que los sacaran del país, por ejemplo, a Venezuela, y lo hubiera hecho, si compresión les sobraba”.

“Nunca supimos quiénes fueron y por qué lo hicieron”, aseguró Videla. La dictadura culpó a “elementos subversivos”, según el comunicado del Comando de la Zona I, encabezado por el general Carlos Suárez Mason, que sostuvo que “el vandálico hecho demuestra que sus autores, además de no tener patria, tampoco tienen Dios”.

El comunicado del Ejército no convenció a nadie; en primer lugar, a la Iglesia, que siempre atribuyó la matanza a los sectores más duros de la represión ilegal; en especial, a Suárez Mason, quien se consideraba el dueño de la vida y de la muerte en su vasta zona de influencia, la ciudad de Buenos Aires en primer lugar.

Si bien la Iglesia sigue atribuyendo la matanza a Suárez Mason, con el tiempo y ante la ausencia de resultados en la Justicia, algunas sospechas también abarcaron a los marinos de la ESMA y a un grupo de policías federales vinculados al ministro del Interior, el general Albano Harguindeguy.

viernes, 3 de septiembre de 2021

Servicios especiales rusoviéticos: Entre los mayores asesinos de la Historia

Todo lo que siempre quisiste saber sobre los servicios especiales rusos (y soviéticos)

Oleg Yegórov || Russia and Beyond




Décadas de trabajo encubierto, recopilando información, espiando y combatiendo a otros espías, liquidando a los enemigos del estado (tanto reales como imaginarios): los servicios especiales soviéticos y rusos eran capaces de todo.


Como muchos otros países, Rusia ha tenido algún tipo de servicios especiales a lo largo de la mayor parte de su historia. Iván el Terrible (que gobernó de 1533 a 1584) fue quizás el primer gobernante en establecer sus propios servicios especiales: a los temibles opríchniki o “gente con cabeza de perro”, la guardia más leal de Iván, se les encomendó la ejecución de sus enemigos. Estaban lejos de ser una agencia de inteligencia o contrainteligencia, pero claro, hablamos el siglo XVI.

Los Romanov también tuvieron sus medios para tratar de controlar a la población y sabotear a los revolucionarios. Un ejemplo era la Ojrana (Departamento de Protección de la Seguridad y el Orden Público). Durante un período considerable de tiempo incluso funcionó (aunque tal vez no tan bien, dado que a principios del siglo XX uno de sus miembros, Yevno Azef, resultó ser un agente doble a cargo de una organización terrorista que mató a varios funcionarios.


Yevno Azef fue un agitador, un terrorista y un doble agente que fingía lealtad tanto a la Revolución como al régimen zarista. Legion Media

Sin embargo, estos servicios especiales no impidieron que los bolcheviques tomaran el poder en 1917 y destruyeran el régimen zarista.

¡Que vienen los chequistas!

Sin embargo, inmediatamente después de desmantelar el viejo sistema de seguridad, los bolcheviques comenzaron a construir el suyo propio. Así, a finales de la década de 1910 nació una nueva línea de organizaciones soviéticas de servicios especiales, los V.Ch.K.-OGPU-NKVD-KGB.

La primera persona que lideró a los llamados “chequistas” (este apodo sigue siendo popular en toda Europa del Este, sin importar cuál sea el nombre oficial de la agencia) fue Félix Dzerzhinski, un amigo personal de Lenin. Brutal, minucioso y despiadado, Dzerzhinski ha seguido siendo una fuente de controversia desde entonces. Incluso en la actualidad, la plaza Lubianka en Moscú (donde se levantaba un monumento en su honor hasta la década de los 90) sigue siendo el “corazón oscuro” de Moscú e inspira temor entre el pueblo ruso.


Félix Dzerzhinski, un amigo personal de Lenin, fue la primera persona que lideró a los llamados “chequistas”. Mary Evans Picture Library/Global Look Press

Desde su creación, la Cheká se centró en la represión de agentes extranjeros antisoviéticos. Somerset Maugham, escritor británico y también espía, falló en su intento de hacer fracasar la revolución de octubre de 1917. Ocho años más tarde, “el espía de su majestad” Sidney Reilly (el prototipo de James Bond que, por cierto, nació en el seno de una familia judía rusa) fue asesinado a tiros por unos chequistas.

Misiones secretas, juegos sucios

Los servicios especiales soviéticos estaban especialmente dispuestos ejecutar a aquellos a quienes ellos (o más bien el todopoderoso Partido Comunista) considerase enemigos del Estado. Incluso en el extranjero, agentes secretos encontraron y asesinaron a varios líderes del Movimiento Blanco, nacionalistas y, por supuesto, a Lev Trotski, antiguo rival de Stalin entre los bolcheviques.

La reputación de los servicios especiales soviéticos está envuelta en las tinieblas, ya que fueron ellos los que llevaron a cabo las purgas de Stalin, en las que, entre 1930 y 1953, casi 3,8 millones de personas fueron encarceladas y 786.000 de ellas condenadas a muerte. Paradójicamente, los propios jefes chequistas a menudo terminaron siendo arrestados, juzgados y fusilados. Por ejemplo, esto es lo que pasó con Guenrij Yágoda, Nikolái Yezhov y Lavrenti Beria, tres jefes de la OGPU-NKVD bajo el gobierno de Stalin.


Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta NKVD entre 1938 y 1945, con Iósif Stalin y su hija Svetalana. Sputnik

Agentes encubiertos

Mientras que los servicios de seguridad del Estado luchaban contra los enemigos (tanto reales como imaginarios) en casa, los oficiales de inteligencia tenían un enfoque más internacional, tanto en tiempos de guerra como en períodos pacíficos. Durante la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos organizaron docenas de operaciones exitosas que ayudaron a derrotar a los nazis.

Uno de los agentes más efectivos fue el legendario Nikolái Kuznetsov. Trabajó tras las líneas enemigas y transmitió información importante a Moscú. Su jefe, Pavel Sudoplátov, “el maestro de espías de Stalin”, coordinó el trabajo de muchos agentes y planeó operaciones que ayudaron a derrotar a Alemania en la batalla de Stalingrado. Otra organización, SMERSH (“Muerte a espías”) se opuso efectivamente a la inteligencia alemana durante la guerra.


Nikolái Kuznetsov (en el centro) fue un agente soviético que luchó contra los nazis. Piotr Zdorovilo/TASS

Estrellas del espionaje

La Guerra Fría, que comenzó inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, supuso nuevos retos y obligó a los espías a dominar el trabajo encubierto. Nunca se supo quién podía ser un agente ruso, desde la amante de Einstein, Margarita Koniónkova, hasta el embajador de Costa Rica en Italia (nombre real Iósif Grigulévich). Y de vuelta en Moscú, otro legendario espía, Yuri Drozdov (1925 - 2017), de la KGB, coordinó el trabajo de los agentes secretos.


El general Yuri Drozdov, legendario jefe de espías que estuvo a cargo de una amplia red de agentes del KGB durante la época de la Guerra Fría.

Los agentes soviéticos eran conocidos por sus grandes habilidades para el espionaje. Incluso llegaron a realizar un seguimiento a Franklin D. Roosevelt durante la conferencia de Teherán en 1943, y colocaron micrófonos en la embajada de Estados Unidos en Moscú.

Sin embargo, la CIA y otros servicios secretos occidentales plantearon un desafío constante a sus colegas soviéticos. Durante la Guerra Fría, muchos lugares de Moscú se convirtieron en “campos de batalla” para los soviéticos y la inteligencia estadounidense. Ver la colección de objetos confiscados por la KGB a los espías occidentales resulta muy peculiar: bastones con espadas, armas escondidas en linternas, etc.

Por supuesto, no todos los oficiales de la KGB eran devotos y leales, y de vez en cuando alguno cambiaba de bando y escapaba a los países occidentales (el coronel Oleg Gordievski, por ejemplo, huyó a Gran Bretaña). Tales desertores fueron de gran utilidad para sus países de acogida.

¿Y ahora?

Tanto la KGB como la Unión Soviética desaparecieron hace tiempo, pero su legado perdura. Como muchos saben, el presidente ruso Vladímir Putin fue oficial de la KGB y trabajó en Alemania Oriental en la década de 1980. Muchas otras figuras prominentes de la Rusia actual también estuvieron conectadas con la KGB en su pasado.



Hoy en día, los servicios especiales siguen tan activos como siempre, y no sólo el FSB (Servicio Federal de Seguridad), el sucesor del KGB en la Rusia contemporánea. También hay otros servicios de seguridad, como el FSO (Servicio Federal de Protección), que proporciona seguridad a las personas más importantes de Rusia. Estas agencias continúan operando, pero cada vez es más difícil saber algo sobre la naturaleza exacta de sus operaciones ya que toda la información al respecto es material clasificado.