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martes, 11 de junio de 2024

Argentina: La semana trágica, cuando los anarquistas fueron controlados por el gobierno

Del 7 al 14 de enero de 1919

"La semana trágica": Una masacre a la rebelión obreroa

La huelga de los 2.500 trabajadores metalúrgicos había comenzado el 2 de diciembre de 1918.


No pedían demasiado: jornada de ocho horas, salubridad laboral y un salario justo. Para ese entonces los Vasena habían vendido la fábrica a una empresa inglesa, pero seguían gerenciándola. Los antepasados de Adalbert Kriegar Vasena, ministro de economía de Onganía, se mostraron intransigentes frente a lo que llamaban la “insolencia obrera”. Lo que naturalmente puso más “insolentes” a los trabajadores, que decidieron tomar la fábrica y armar un piquete en la puerta del establecimiento en defensa de sus derechos. El señor Vasena tenía buenas relaciones con el gobierno, particularmente con el señor Melo, que además de ser un notable militante radical cercano a Yrigoyen era a la vez asesor legal de Vasena. Y logró que enviaran rápidamente policías y bomberos para castigar la “insolencia” de los explotados organizados. Todo comenzó el 7 de enero, a eso de las tres y media de la tarde, con un grupo de huelguistas que había formado un piquete tratando de impedir la llegada de materia prima para la fábrica. En ese momento, los conductores que pasaron por donde estaban los huelguistas, develando su verdadera función, comenzaron a disparar sus armas de fuego contra los trabajadores. Al grupo de rompehuelgas se sumaron inmediatamente las fuerzas policiales que estaban destacadas en la zona desde el comienzo de la huelga. Se vivió un clima de pánico en el barrio, la gente corría a refugiarse donde podía.
Cuando terminó de escucharse el ruido ensordecedor de los balazos el saldo fue elocuente: cuatro muertos. Tres de ellos habían sido baleados en sus casas y uno había perecido a causa de los sablazos propinados por la policía montada, los famosos “cosacos”. Hubo además, más de 30 heridos. Según La Prensa fueron disparados más de 2.000 proyectiles por unos 110 policías y bomberos. Sólo tres integrantes de las fuerzas represivas fueron levemente heridos. (…)
La historia oficial no recoge los nombres de los muertos del pueblo. Ellos fueron: Juan Fiorini, argentino, 18 años, soltero, jornalero de la fábrica Bozzalla Hnos., que fue muerto mientras estaba tomando mate en su domicilio de un balazo en la región pectoral; Toribio Barrios, español, 42 años, casado, recolector de basura, muerto en la avenida Alcorta frente al número 3189, de varios sablazos en el cráneo; Santiago Gómez Metrolles, argentino, 32 años, soltero, recolector de basura, de un balazo en el temporal derecho mientras se hallaba en la fonda de avenida Alcorta 3521, de Lázaro Alberti; Miguel Britos, casado, jornalero, muerto a consecuencia también de heridas de bala. Según el propio parte policial que reproduce La Nación, ninguno fue muerto en actitud de combate, ninguno estaba agrediendo a las fuerzas represivas.(…)
Frente a la gravedad de los hechos, uno de los causantes de toda esta tragedia, don Alfredo Vasena, se dignó a reunirse con los delegados gremiales en el Departamento de Policía y les ofreció la reducción de la jornada laboral a 9 horas, un 12 % de aumento de jornales y admisión de cuantos quisieran trabajar. Como la reunión se hizo larga, se decidió continuarla al día siguiente en la propia fábrica. Los obreros llegaron puntualmente a las diez, pero don Vasena se negó a reunirse argumentando que entre los delegados había activistas que no pertenecían a su plantel. Los obreros armados de cierta paciencia conformaron otra delegación que presentó el pliego de condiciones de los huelguistas: jornada de 8 horas, aumentos de jornales comprendidos entre el 20 y el 40 %, pago de trabajos y horas extraordinarias, readmisión de los obreros despedidos por causas sindicales y abolición del trabajo a destajo. Vasena prometió contestar al día siguiente y, a pedido de los obreros, ordenó que dejaran de circular las chatas de transportes. Pero los hechos se iban a precipitar.

Los muertos que vos matáis

Aquel jueves 9 de enero de 1919 Buenos Aires era una ciudad paralizada. Los negocios habían cerrado, no había espectáculos, ni transporte público, la basura se acumulaba en las esquinas por la huelga de los recolectores, los canillitas habían resuelto vender solamente La  Vanguardia y  La Protesta, que aquel día titulaba: “El crimen de las fuerzas policiales, embriagadas por el gobierno y Vasena, clama una explosión revolucionaria”. Más allá de las divisiones metodológicas de las centrales obreras, la clase trabajadora de Buenos Aires fue concretando una enorme huelga general de hecho. Los únicos movimientos lo constituían las compactas columnas de trabajadores que se preparaban para enterrar a sus muertos. Eran hombres, mujeres y niños del pueblo, con sus crespones negros y sus banderas rojas y negras, eran socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios que salían a la calle para demostrar que no le tenían miedo a la barbarie “patriótica” de los dueños del país, para dar claro testimonio de que no los asustaban las policías bravas y ahí andaban con su única propiedad, sus hijos, por las calles de aquella Buenos Aires que hacía historia. Lo único que pretendían era homenajear a sus mártires y repudiar la represión estatal y paraestatal. Previsor, el jefe de policía Elpidio González había solicitado y obtenido aquel mismo día del presidente Yrigoyen un decreto que aumentaba en un 20 % el sueldo de los policías a los que les esperaba una dura faena.


Masacre en el cementerio

A eso de las tres de la tarde partió el cortejo fúnebre encabezado por la “autodefensa obrera”, unos cien trabajadores armados con revólveres y carabinas. Detrás, una compacta columna de miles de personas, “el pobrerío” como les gustaba llamarlos a los pitucos. El cortejo enfiló por la calle Corrientes hacia el Cementerio del Oeste (La Chacarita). Al llegar a la altura de Yatay, frente a un templo católico, algunos manifestantes anarquistas comenzaron a gritar consignas anticlericales.
La respuesta no se hizo esperar: dentro del templo estaban apostados policías y bomberos que comenzaron a disparar sobre la multitud cobrándose las primeras víctimas de la jornada. Al paso de la columna por las armerías, éstas eran asaltadas por algunos de los manifestantes que “expropiaban” armas cortas, carabinas y fusiles para “la revolución social”.
Aproximadamente a las 17 horas de aquel 9 de enero la interminable y conmovedora columna obrera llegó a la Chacarita, la gente se fue acomodando como pudo entre las tumbas y comenzaron los discursos de los delegados de la FORA IX. En primera fila estaban los familiares de los muertos. Madres, padres, hijos, hermanos desconsolados y acompañados en el dolor y la necesidad de justicia por miles de personas. Mientras hablaba el dirigente Luis Bernard, surgieron abruptamente detrás de los muros del cementerio miembros de la policía y del ejército que comenzaron a disparar sobre la multitud. Era una emboscada. La gente buscó refugio donde pudo, pero fueron muchos los muertos y los heridos. Los sobrevivientes fueron empujados a sablazos y culatazos hacia la salida del cementerio. Según los diarios, hubo 12 muertos y casi doscientos heridos. La prensa obrera habló de 100 muertos y más de cuatrocientos heridos. Ambas versiones coinciden en que entre las fuerzas militares y policiales no hubo bajas. La impunidad iba en aumento. No había antecedentes de semejante matanza de obreros.
Pese a todo, el pueblo movilizado no se amilanó y siguió en la calle exigiendo justicia y pidiéndoles a sus dirigentes que continuara la huelga general, cosa que efectivamente ocurrió. La agitación seguía, y mientras se producía la masacre de la Chacarita un nutrido grupo de trabajadores rodeó la fábrica Vasena y estuvo a punto de incendiarla. En el interior del edificio se encontraban reunidos Alfredo Vasena, Joaquín Anchorena de la Asociación Nacional del Trabajo y el empresario británico comprador, que ante el devenir de los hechos pidió protección a su embajada, que rápidamente se comunicó con la Casa Rosada desde donde partió el flamante jefe de policía y futuro vicepresidente de Alvear, don Elpidio González, a parlamentar con los obreros y pedirles calma. No era el mejor momento y no fue bien recibido. La comitiva encabezada por el funcionario fue atacada, y el propio auto del jefe de policía fue incendiado por la multitud. González debió volverse en taxi a su despacho, pero envió a un grupo de 100 bomberos y policías armados hasta los dientes que dispararon sin contemplaciones sobre la multitud, provocando —según el propio parte policial— 24 muertos y 60 heridos.
En toda la ciudad se produjeron actos de protesta expresando la indignación de los trabajadores por la acción represiva del Estado. (…)


La Liga Patriótica, asesina

Por aquellos primeros días de 1919 a los miembros “más destacados de la sociedad” les dio un fuerte ataque de paranoia. En su fértil imaginación florecían selváticamente las teorías conspirativas. La Revolución Bolchevique se había producido hacía menos de dos años y el simple recuerdo de los soviets de obreros y campesinos decidiendo el destino de la nación más grande del mundo hacía temblar a los dueños de todo en la Argentina. Había que frenar el torrente revolucionario. Comenzaron a reunirse para presionar al gobierno radical, al que veían como incapaz de llevar adelante una represión como la que ellos deseaban y necesitaban.
Según los jefes de las familias más “bien” de la Argentina, se hacía necesario el empleo de una “mano dura” que les recordara a los trabajadores que su lugar en la sociedad viene por el lado de la obediencia y la resignación. Así fue como un grupo de jóvenes de aquellas “mejores familias” se reunieron en la Confitería París y decidieron “patrióticamente” armarse en “defensa propia”. Las reuniones continuaron en los más cómodos salones del “Centro Naval” de Florida y Córdoba, donde fueron cálidamente recibidos por el contralmirante y recontra reaccionario Manuel Domecq García y su colega el contralmirante Eduardo O’Connor, quienes se comprometieron a darle a los ansiosos muchachos instrucción militar. O’Connor dijo aquel 10 de enero de 1919 que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaba a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”. Los jovencitos “patrióticos” partieron del centro naval con brazaletes con los colores argentinos y armas automáticas generosamente repartidas por Domecq, O’Connor y sus cómplices.
Este grupo inicialmente inorgánico se va a constituir oficialmente como Liga Patriótica Argentina el 16 de enero de 1919. Domecq García ocupó la presidencia en forma provisional hasta abril de 1919, cuando las brigadas eligieron como presidente a Manuel Carlés y vice a Pedro Cristophersen. (…)
¿A qué se dedicaban estos ciudadanos preocupados por el orden? Las bandas terroristas armadas que operaban bajo el rótulo de Liga Patriótica Argentina lo hacían con total impunidad y la más absoluta colaboración y complicidad oficiales. Se reunían en las comisarías y allí se les distribuían armas y brazaletes. Desde las sedes policiales partían en coches último modelo manejados por los jovencitos oligarcas, y al grito de “Viva la Patria” se dirigían a las barriadas obreras, a las sedes sindicales, a las bibliotecas obreras, a la sede de los periódicos socialistas y anarquistas para incendiarlos y destruirlos, todo bajo la mirada cómplice de la policía y los bomberos. El barrio judío de Once fue atacado con saña por las bandas patrióticas que se dedicaban a la “caza del ruso”. Allí fueron incendiadas sinagogas y las bibliotecas Avangard y Paole Sión. Los terroristas de la Liga atacaban a los transeúntes, particularmente a los que vestían con algún elemento que determinara su pertenencia a la colectividad. La cobarde agresión no respetó ni edades ni sexos. Los “defensores de la familia y las buenas costumbres” golpeaban con cachiporras y las culatas de sus revólveres a ancianos y arrastraban de los pelos a mujeres y niños.

El triunfo de la huelga

Finalmente el 11 de enero el gobierno radical llegó a un acuerdo con la FORA del IX congreso basado en la libertad de los presos que sumaban más de 2.000, un aumento salarial de entre un 20 y un 40 %, según las categorías, el establecimiento de una jornada laboral de nueve horas y la reincorporación de todos los huelguistas despedidos. Poco después las autoridades de la FORA y del Partido Socialista resolvieron la vuelta al trabajo.
El vespertino La Razón titulaba: “Se terminó la huelga, ahora los poderes públicos deben buscar los promotores de la rebelión, de esa rebelión cuya responsabilidad rechazan la FORA y el PS…”.  Pero el dolor y la conmoción popular continúan. Los trabajadores se muestran renuentes a volver a sus trabajos. En las asambleas sindicales las mociones por continuar la huelga general se suceden. Por su parte, la FORA V se opone terminantemente a levantar la medida de fuerza y decide “continuar el movimiento como forma de protesta contra los crímenes de Estado”.
Finalmente, el recientemente designado jefe de la Policía Federal, general Luis Dellepiane, recibió el martes 14 de enero por separado a las conducciones de las dos FORA y aceptó sus coincidentes condiciones para volver al trabajo que incluían “la supresión de la ostentación de fuerza por las autoridades” y el “respeto del derecho de reunión”. Pero pasando por encima del general, la policía y miembros de la Liga Patriótica se dieron un gusto que venían postergando: saquearon y destruyeron la sede de La Protesta. Esto motivó la amenaza de renuncia de Dellepiane, que fue rechazada al día siguiente por el propio presidente Yrigoyen, quien además ordenó efectivizar la puesta en libertad de todos los detenidos.
Para el jueves 16, Buenos Aires era casi una ciudad normal: circulaban los tranvías, había alimentos en los mercados, y los cines y teatros volvieron a abrir sus puertas. Las tropas fueron retornando a los cuarteles y los trabajadores ferroviarios fueron retomando lentamente los servicios. Recién el lunes 20 los obreros de Vasena, tras comprobar que todas sus reivindicaciones habían sido cumplidas y que no quedaba ningún compañero despedido ni sancionado, decidieron volver a sus puestos de trabajo. (…)
La rebelión social duró exactamente una semana, del 7 al 14 de enero de 1919. La huelga había triunfado a un costo enorme. El precio no lo pusieron los trabajadores sino los dueños del poder, que hicieron del conflicto un caso testigo en su pulseada con el gobierno al que consiguieron presionar en los momentos más graves e imponerle su voluntad represiva.



Muy bien 10 felicitado

No hubo sanciones para las fuerzas represivas, ni siquiera se habló de “errores o excesos”; por el contrario, el gobierno felicitó a los oficiales y a las tropas encargadas de la represión y volvió a hablar de subversión. Por su parte, Dellepiane, el jefe de la represión, dictó la siguiente orden del día: “Quiero llevar al digno y valiente personal que ha cooperado con las fuerzas del ejército y armada en la sofocación del brutal e inicuo estallido, mi palabra más sentida de agradecimiento, al mismo tiempo que el deseo de que los componentes de toda jerarquía de tan nobles instituciones, encargadas de salvaguardar los más sagrados intereses de esta gran metrópoli, sientan palpitar sus pechos únicamente por el impulso de nobles ideales, presentándolos como coraza invulnerable a la incitación malsana con que se quiere disfrazar propósitos inconfesables y cobardes apetitos”.
El embajador de Yrigoyen en Gran Bretaña, Álvarez de Toledo, tranquiliza a los inversores extranjeros en un reportaje concedido al Times de Londres y reproducido por La Nación: “Los recientes conflictos obreros en la República Argentina no fueron más que simple reflejo de una situación común a todos los países y que la aplicación enérgica de la ley de residencia y la deportación de más de doscientos cabecillas bastaron para detener el avance del movimiento, que actualmente está dominado. [Agregó que] la República Argentina reconoce plenamente la deuda de gratitud hacia los capitales extranjeros, y muy especialmente hacia los británicos por la participación que han tenido en el desarrollo del país, y que está dispuesto a ofrecer toda clase de facilidades para otro desarrollo de su actividad”.

Donaciones de almas caritativas

Los sectores más pudientes de la sociedad se mostraron muy agradecidos con los miembros de las fuerzas represivas y quisieron premiarlas con lo único que a ambas partes les interesa a la hora de los homenajes: dinero. Las empresas beneficiadas con la “disciplina social”, las damas de beneficencia y otras entidades “de bien público” iniciaron colectas “pro defensores del orden”. Así lo detalla La Nación: “En el local de la Asociación del Trabajo se reunió ayer la Junta Directiva de la Comisión pro defensores del orden, que preside el contralmirante Domecq García, adoptándose diversas resoluciones de importancia. Se resolvió designar comisiones especiales que tendrán a su cargo la recolección de fondos en la banca, el comercio, la industria, el foro, etc., y se adoptaron diversas disposiciones tendientes a hacer que el óbolo llegue en forma equitativa a todos los hogares de los defensores del orden. […] La empresa del ferrocarril del Oeste ha resuelto contribuir con la suma de 5.000 pesos al fondo de la suscripción nacional promovida a favor de los argentinos que han tenido a su cargo la tarea de restablecer el orden durante los recientes sucesos.
Un grupo de jóvenes radicados en la sección 15 de la policía ha iniciado una colecta entre los vecinos con objeto de entregar una suma de dinero a los agentes pertenecientes a la citada comisaría, con motivo de su actuación en los últimos sucesos”.
“La comisión central pro defensores del orden recibió ayer las siguientes cantidades:
Frigorífico Swift $ 1.000
Club Francais 500
Eugenio Mattaldi 500
Escalada y Cía. 100
Leng Roberts y Cía. 500
Juan Angel López 200
Matías Errázuriz 500
Horacio Sánchez y Elía 7.000
Jockey Club 5.000
Cía. Alemana de electricidad 1.000
Arable King y Cía 100
Elena S. de Gómez. 200
Las Palmas Produce Cía. 1.000
Mac Donald 300
Frigorífico Armour 1.000

Fieras hambrientas

Nadie se acordó de los familiares de los 700 muertos y de los más de 4.000 heridos. Eran gente del pueblo, eran trabajadores, eran, en términos de Carlés, “insolentes” que habían osado defender sus derechos. Para ellos no hubo “suscripciones” ni donaciones para aquellas viudas con sus hijos sumidos en la más absoluta tristeza y pobreza, para los hijos del pueblo no hubo ningún consuelo. La caridad tenía una sola cara. Sólo varios meses después de terminada la represión de aquella Semana Trágica, las damas de caridad y la jerarquía de la Iglesia Católica lanzaron una colecta para reunir fondos para darle limosnas a las familias más necesitadas. Lo hacían evidentemente en defensa propia. Si a alguien le queda alguna duda, he aquí parte del texto de lanzamiento de la Gran Colecta Nacional: “Dime: ¿qué menos podrías hacer si te vieras acosado o acosada por una manada de fieras hambrientas, que echarles pedazos de carne para aplacar el furor y taparles la boca? Los bárbaros ya están a las puertas de Roma”.
Por : Cultura Jaramillo Fitz Roy
Compartian : Marita Molina - Amigos del Patrimonio. Puerto San Julián
Fotos Ilustrativas : Luis Milton Ibarra Philemon



miércoles, 30 de diciembre de 2020

Catalunya: El debut del anarquismo

El día que el anarquismo asomó en Cataluña

A final del siglo XIX Barcelona se convirtió en la meca de esta doctrina y, por ende, en un lugar más que peligroso en el que se vivieron muchas situaciones violentas
 

Atentado contra el general Martínez Campos. Foto: Wikipedia


Por Álvaro Van den Brule || El Confidencial


El individuo ha luchado siempre por no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.


Friedrich Nietzsche.


La plaza estaba llena de sangre entre los adoquines, como si de un mosaico atroz se tratara. En un momento en medio del bullicio de la Plaza Real, estalló el horror en toda su criminal magnitud. Algunos civiles y policías pululaban por los alrededores comentando sus cuitas con los chivatos de turno; otros, militares y marinos, intercambiaban tabaco y experiencias. Había mucha sangre. Las paredes impregnadas del viscoso líquido que alienta la vida sangraban, deslizando el fluido de las vísceras que decoraban aquella fantasmagoría, en la que lentamente el suelo, su destino último, se había convertido en una improvisada y deslizante pista de patinaje. Las vestimentas estaban impregnadas de la sustancia de la vida y de la muerte. Nadie esperaba un atentado tan espeluznante.

Barcelona despertaba al fenómeno anarquista como respuesta al matonismo de la patronal y a las durísimas condiciones laborales subyacentes. Dos polaridades opuestas enfrentadas a muerte desangraron aquella hermosa ciudad, en uno de esos momentos de la historia en los que el sol se pone al oeste y una luna roja trae malos augurios.

En aquel entonces, en las postrimerías del siglo XIX, un muchacho pensaba que en un día lejano del futuro su concepto de justicia intrínseca e idealista, como valor personal inalienable, podría operar en beneficio de la comunidad de pobres que asolaba aquel vasto escenario inicial de una España de aparceros y alpargatas de cáñamo raídas. Una España en transición hacia su tardía industrialización, convulsa y senil por el desgaste de la ya larga guerra de Cuba contra los Mambises y la fatiga de una historia brillante que la había dejado exhausta.

Un éxodo muy fuerte de anarquistas huidos de la represión de la Comuna de Paris y el imán ideológico que representaba la gran urbe catalana para muchos libertarios habían convertido a esta hermosa ciudad mediterránea en una olla a presión.

La contestación de la turbamulta (ideologizada básicamente contra la burguesía) con su némesis natural, “los malos” (por decirlo de alguna manera), estaba básicamente localizada en las dos esquinas fronterizas de la zona pirenaica. País Vasco y Cataluña, por meras y privilegiadas conjunciones geopolíticas tiraban del resto del país por su ventajosa localización estratégica y cercanía hacia los mercados del resto de Europa.

Barcelona despertaba al fenómeno anarquista como respuesta de este al matonismo de la patronal y a las durísimas condiciones laborales


Aquel muchacho que había crecido rodeado de formas de explotación normalizadas en aquel momento, hombre imbuido de una mística casi mesiánica, jamás sospecharía como se llegaría a efectuar su infantil aspiración si no fuera por el empeño y tozudez en la que había embarcado sus ideas.
 

El agitador Francesco Momo

Autodidacta ecléctico, era un sujeto culto y elegante; atusado y bien parecido; con los zapatos de betún sobrado y bien abrillantados; parecía un galeno, profesor de universidad o un atildado burgués de fortuna sobrevenida. Este extraño sujeto estaba a la espera de hacerse notorio en medio de una multitud donde había mucha laca, gomina y oro refulgente mezclado, todo ello aderezado con clavo y naftalina para ahuyentar a las malvadas polillas, invitadas entrometidas sin presentación ni pedigrí.

Este parsimonioso elemento, aguardaba periódico en mano su momento estelar para vengarse de lo que él entendía un agravio contra la clase trabajadora, que según su parecer no abarcaba a la totalidad de los que de alguna forma son el constructo de la riqueza. Esto es, los que invierten para crearla y multiplicar sus beneficios y por ende crear consumo para, por extensión, generar a su vez más riqueza a través de esta lícita ambición de ser más por el hecho de tener más, y porque no, también como elementos dinamizadores de la sociedad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. En esta creencia, no entraban en la ecuación los que podían poner el dinero e invertirlo en ideas productivas, ya que según estos ideólogos de la perfección política, eran opresores y punto. Por consiguiente, Barcelona se convirtió en un lugar muy pero que muy inseguro en esa cadena sinfín de acción–reacción. La cuadratura del círculo es más fácil conseguirla en la geometría que en la política.

El caso es que un odio potentemente armado de antinomias o argumentos controvertidos entre dos aguas, falsos y verdaderos a su vez, lo tenían detenido en una esquina de una frecuentada calle de la Barcelona de principios de siglo, fabril y bulliciosa; culta a través de su gran masa de intelectuales y con su particular 'seny' (hoy condenado irremisiblemente por la pérdida de las formas), con unos arrabales deprimentes, donde la población de aluvión se vestía de agujetas que más parecían escamas de dolor. Los 'charnegos', como así llamaban a la inmigración interior los de la aristocracia local, fugitivos del hambre y condenados al olvido por el estado, gentes huérfanas de suerte provenientes de lugares remotos del sur seco de la península donde solo había desolación y desesperanza, vivían en condiciones lamentables por no decir inhumanas.

En ese caldo de cultivo, una doctrina de iluminados de fuertes convicciones –y quizás hasta tal vez visionarios– seducían a los marginados con promesas e ideas que parecían seductoras milhojas de ‘delicatesen’. Por lo tanto, para aquella turba de descalzos con aspiraciones, nada había que perder.

Una doctrina de iluminados de fuertes convicciones –y tal vez visionarios– seducían a los marginados con promesas e ideas que parecían atractivas


En aquel momento, se sumaba el hambre con las ganas de comer. Pero a aquella masa de desheredados bien dirigidos por una orquesta de anarquistas doctos e incombustibles, les sonaba bien la música de sus dirigentes (embriones precursores de la posterior CNT) y suspiraban con un cambio revolucionario e inapelable en el que la aniquilación de aquella cómoda y orgullosa oligarquía bien vestida acabara mordiendo el polvo de la desgracia. Obviamente, este propósito se acercaba a una situación de alucinación por la distancia que había entre el propósito y los recursos en lid aunque bien es cierto que la distopía caminaba a pasos agigantados en aquella España finisecular.


Aquellos mendigos de un trabajo casi esclavista con horarios insoportables y seis días semanales de duración, reducían sus jibarizadas mentes a una animalidad obscena y primaria, pero real. Aquella situación solo podía desembocar por su propia naturaleza al rencor y este se retroalimentaba en las tabernas del marginal barrio barcelonés del Raval y en las periferias de forma inflamada e incendiaria.

Hoy comenzamos a saber, que desgraciadamente, apropiarse sin reflexionar de doctrinas que capciosamente te convertían en herramientas de otros al imitar ciegamente formalidades que, repetidas como loros y tragadas hasta la empuñadura, no dejan espacio para mantener la propia capacidad de ser tú mismo. Y por ende, tampoco dejan de ser una falacia que empalmaba los pequeños ‘yoes’ de aquellos desdichados con una grandeza imaginaria e inalcanzable por furtiva y fantasiosa, solo posible en la utopía. Por consiguiente, lo que parecía una suma, no era más que una maquiavélica resta.

Tanteando aquellas desnudas superficies de altos ideales que como Ícaro acababan en frustraciones de un calibre inasumible, aquella mayoría de ignorantes y en muchas ocasiones analfabetos deliberadamente condenados por el sistema a esa noche oscura en la que la sabiduría es la llama de un pequeño candil perdido en la inmensidad –y esta es la clave del asunto–, se dejaban llevar por esos cantos de sirena que parecían una coral de los Niños Cantores de Viena, algo muy sugerente para almas sensibles, pero muy inocente para asumir otras verdades superiores cuyos patrones imperativos se remontan a la noche de los tiempos. Ese desarraigo de sí mismos, de la realidad aplastante y objetiva por muy loable que fuera el propósito que impulsara sus altos ideales de elevar a la humanidad a un rango mejor, a la postre se iban a traducir en regueros de sangre donde patinaban sus aspiraciones en medio de marchas fúnebres propias y ajenas. Un precio muy alto que se podría conseguir de manera evolucionaDA y con medios más sutiles. Pero había prisa por tocar ese cielo tan esquivo.


En un intento de atentado contra el general Martínez Campos, dos artefactos ocasionaron heridas a una docena de personas


Había ocurrido, que al agitador anarquista Francesco Momo, muerto mientras manipulaba una bomba marca Orsini que le había estallado durante su confección en marzo de 1893, se le habían imputado la fabricación de otras dos bombas lanzadas por Pallàs y Salvador en la Gran Vía el 24 de septiembre y posteriormente en el Liceo el 7 de noviembre de dicho año.

General Martínez Campos Foto: Wikipedia

Durante el desfile militar del domingo 24 de septiembre de 1893, con motivo de la fiesta de la Mercè de Barcelona, este anarquista de perfil bajo se armó con dos bombas que tenía escondidas en un pequeño zulo de una masía y, a continuación, se dirigió hacia el cruce de la Gran Vía con la calle Muntaner con intención de atentar contra el odiado general Arsenio Martínez Campos. Allí, lanzaría los dos artefactos que ocasionarían heridas de escasa entidad al uniformado y una docena de personas. Jaume Tous, un guardia civil padre de familia, natural de Palma de Mallorca, fallecería en el acto.

Con el cierre de siglo, Barcelona se convertiría en la meca del anarquismo y por ende en un lugar más que peligroso, pues en sus entrañas se dirimían enfrentamientos alimentados por doctrinas emergentes de nuevo cuño y llenas de promesas como casi siempre, pero a la postre, vacías de resultados.

La política no lo frenó

Pero estas reacciones que bien podrían haber sido prevenidas con un mínimo de profilaxis política, nunca se llevaron a cabo, porque aquí, en este país de grillos, la clase política siempre va a remolque poniendo tiritas.

Los políticos han sido para España y los españoles como las plagas de Egipto. Cuando la mediocridad es el patrón de funcionamiento y cualquier mindundi puede gobernar un país de la entidad, una de dos: o la indiferencia del pueblo ante la necesaria cultura política es nula (o no se incluye en la debida cultura y educación, que también) y raya la estulticia; o es que es verdad que en el reino de los ciegos el tuerto es el rey. O cambiamos de chip y entonamos el 'mea culpa' por nuestra ignorancia política y encerramos nuestros egos en un cofre bajo siete llaves o, por el contrario, tendremos los días contados como nación. Debemos de hincar codos y hacer las tareas para intentar redescubrir nuestra verdadera historia si queremos un futuro sólido y bien estructurado y ello. Conocer la verdadera historia de nuestra nación es algo de obligado cumplimiento, porque si seguimos adheridos a los clichés de buenos y malos, rojos y azules y todo ese rollo, vamos como los cangrejos y sin freno.

En 'El idiota', Dostoievski hacia una alusión inquietante que debería ser de reflexión obligada: “Un hombre común, pero inteligente, aunque se crea dotado de genio u originalidad (a veces lo cree durante toda su vida), no deja de albergar en su corazón el gusano de la duda, que le roe hasta desesperarle. Aunque se resigne, ya estará por siempre intoxicado por el sentimiento de la vanidad reprimida". En España, ese patrón es la locomotora que nos pierde, una locomotora sin rumbo, una línea sin destino, una tragedia permanente, una invisible desgracia colectiva. Somos los reyes de la razón exclusiva y excluyente, los 'otros' nunca tieneN razón.

Así estaban las cosas en aquella agitada Barcelona de finales de siglo. Y entonces, aquel embajador terrenal del Dios invisible también haría sangre en un futuro a corto plazo atizando a los suyos para la venganza, pero eso es otra historia. El insigne Buda decía que el conflicto no es entre el bien y el mal, sino entre el conocimiento y la ignorancia.

Luego vendrían los procesos de Montjuic, y al igual que los inocentes muertos en el atentado de El Liceo, otros anarquistas que nada tuvieron que ver con los atentados de aquel entonces morirían fusilados sin más preámbulos. Había que demostrar eficacia donde solo había incompetencia.

 

 

domingo, 13 de diciembre de 2020

España: Revolución del Petróleo (1873)

Revolución del Petróleo



La revolución del petróleo (en valenciano, revolució del petroli o revolta del petroli) fue una revuelta obrera de carácter libertario y sindicalista que tuvo lugar en Alcoy, en julio de 1873, durante la Primera República Española. Según el historiador Manuel Cerdá, se denominó revolució del petroli «por haberse producido el incendio del Ayuntamiento y algunas casas colindantes donde se ofrecía resistencia a los amotinados».


 

Antecedentes

En 1873 Alcoy era una de las pocas ciudades españolas que se había industrializado. Un tercio de sus 30.000 habitantes, incluyendo mujeres y niños, trabajaba en la industria —5.500 en 175 empresas textiles y 2.500 en 74 industrias papeleras—. Sus condiciones de vida eran muy duras, como lo demostraba el hecho de que el 42% de los niños morían en Alcoy antes de haber cumplido los cinco años. Esto explica en gran medida el extraordinario crecimiento que tuvo allí la Federación Regional Española de la Asociación Internacional de Trabajadores (FRE-AIT), que a finales de 1872 ya contaba con más de 2.000 afiliados, casi la cuarta parte de los obreros de la ciudad.​

En el Congreso de Córdoba de la FRE-AIT, celebrado entre el 15 de diciembre de 1872 y el 3 de enero de 1873 y en el que se rechazaron las resoluciones «autoritarias» (marxistas) del Congreso de La Haya de 1872 y se aprobaron las «antiautoritarias» (bakuninistas) del Congreso de Saint-Imier, se decidió suprimir el Consejo Federal y sustituirlo por una Comisión de correspondencia y estadística que tendría su sede precisamente en Alcoy y que estaría formada por Severino Albarracín (maestro de primera enseñanza), Francisco Tomás (albañil), Miguel Pino (ajustador, de Ciudad Real) y Vicente Fombuena (fundidor, de Alcoy).​

Tras la proclamación de la Primera República Española el 11 de febrero de 1873, una asamblea local de la FRE-AIT celebrada el 2 de marzo discutió la actitud que se habría de adoptar tras el cambio de régimen, lo que quedó reflejado en las actas de la Comisión federal:​ 

Un compañero [posiblemente Severino Albarracín, según Avilés Farré] demostró de manera clara y terminante que el cambio operado en la política de la clase media sólo era en el nombre de las instituciones, pero que éstas en el fondo continuaban siendo las mismas, rémoras constantes del progreso de la libertad y de la justicia. Por lo tanto era necesario activar la propaganda y la organización proclamada por la Asociación Internacional, organizada independientemente de todos los partidos burgueses y la única que puede prestar la fuerza suficiente para destruir cuando se crea oportuno todas las instituciones y los privilegios de la presente sociedad burguesa, y la organización revolucionaria del proletariado fuera de toda organización autoritaria dirigida por los burgueses; o lo que es lo mismo, el armamento de los trabajadores sin pertenecer a las milicias burguesas, a fin de estar dispuestos a lo que pudiera suceder. Una gran salva de aplausos demostró la conformidad de la Asamblea con las ideas manifestadas...

El 9 de marzo una manifestación en la que participaron cerca de diez mil personas recorrió las calles de Alcoy y culminó en un mitin celebrado en la plaza de toros, en el que se aprobó por unanimidad pedir un aumento del salario y la disminución de las horas de trabajo.​ 

 

Acontecimientos

Según Josep Termes, con la proclamación la República federal, el 8 de junio, la Comisión federal de la FRE-AIT llegó a la conclusión de que era el momento de desencadenar la revolución social. El 15 de junio pedía a los trabajadores que «se organicen y se preparen para la acción revolucionaria del proletariado a fin de destruir todos los privilegios que sostienen y fomentan los poderes autoritarios». El 6 de julio Tomás González Morago, miembro de la Comisión, en una carta dirigida a la Federación belga le anunciaba la inminente revolución social que se iba desencadenar en España.​

El 7 de julio la Comisión convocó una asamblea de los obreros de la ciudad en la plaza de toros. Allí se acordó iniciar una huelga general al día siguiente para conseguir el aumento de los salarios en un 20% y la reducción de la jornada laboral de 12 a 8 horas. ​ Efectivamente la huelga comenzó el día 8 y como comunicó por carta Severino Albarracín, miembro del Comité Federal, a la Federación de Valencia, estaban dispuestos «a vencer de cualquier manera y a recurrir a todos los medios disponibles, incluso a la fuerza si ello era posible». V. Fambuena, también miembro de la Comisión, se expresaba de la misma manera en una carta enviada a la sección de Buñol —«estamos hoy en una huelga general de obreros y obreras, que somos el número de 10.000, dispuestos a hacer frente a todo lo que se presente», escribía—, a cuyos miembros animaba a trabajar «en pro de nuestra causa sin descanso para llegar pronto al día de la Liquidación social».​

Muerte del alcalde de Alcoy, Agustí Albors.

El día 9 los fabricantes, reunidos en el ayuntamiento,​ rechazaron las reivindicaciones obreras por considerarlas exageradas, encontrando el apoyo del alcalde, el republicano federal Agustí Albors. Entonces los obreros exigieron la dimisión del alcalde y su sustitución por una junta revolucionaria —integrada por el Comité federal de la Internacional​. Cuando estaban reunidos en la plaza de la República —o plaza de San Agustín ​ delante del Ayuntamiento —esperando el resultado de la entrevista que estaban manteniendo Albors y los miembros de la Comisión, Albarracín y Fombuena—​ la guardia municipal por orden de Albors​ disparó contra ellos para que se disolvieran —causando un muerto y varios heridos—​. Los trabajadores respondieron tomando las armas y haciéndose dueños de las calles. Detuvieron a varios propietarios —más de cien, según algunas fuentes​ a los que tomaron como rehenes —después los irían soltando previo pago de un rescate para sufragar la huelga ​ e incendiaron algunas fábricas. El alcalde Albors y 32 guardias se hicieron fuertes en el Ayuntamiento esperando la llegada de los refuerzos que habían pedido al Gobierno, pero tras veinte horas de asedio durante las cuales el edificio y otros colindantes fueron incendiados tuvieron que capitular, muriendo violentamente el alcalde Albors en la refriega —según otras versiones Albors había conseguido huir, siendo localizado poco después y asesinado— y quince personas más, entre ellas siete guardias y tres internacionalistas.​ Según las actas del proceso las víctimas fueron quince, trece causadas por los insurrectos —el alcalde Albors; cuatro civiles; un guardia civil y siete guardias municipales, tres de ellos asesinados tras haberse rendido— y dos por los guardias.​

Se formó entonces un Comité de Salud Pública presidido por Severino Albarracín, miembro de la Comisión de la Internacional, que detentó el poder durante tres días hasta que el 13 de julio las tropas enviadas por el gobierno entraron en la ciudad sin encontrar resistencia.​ Al día siguiente el ejército que había tomado la ciudad, recibió la orden de dirigirse a Cartagena donde acababa de proclamarse el Cantón Murciano, que daría inicio a la Rebelión cantonal. Los trabajadores volvieron a hacerse dueños de la ciudad, lo que obligó a los fabricantes a ceder y subir los salarios, pero en cuanto las tropas volvieron se echaron atrás. ​ La burguesía de Alcoy, asustada por lo que había sucedido, descargó toda la responsabilidad en la actuación del alcalde Albors y así se lo hizo saber al gobierno mediante un escrito firmado por ochenta personas en el que se decía: «los mayores contribuyentes de Alcoy protestan enérgicamente contra el ayuntamiento de esta ciudad, por haber mandado hacer armas contra el pueblo trabajador que pedía pacíficamente su destitución».​

Los miembros de la Comisión de la Internacional huyeron de Alcoy el día 12 por la noche ​ y se refugiaron en Madrid. Desde allí Francisco Tomás en una carta posterior, con fecha del 15 de septiembre, diferenciaba la insurrección de Alcoy, «un movimiento puramente obrero, socialista revolucionario», de la rebelión cantonal, un movimiento «puramente político y burgués».​

Enseguida se difundieron diferentes relatos sobre las «atrocidades de los revolucionarios» que obligaron al Comité federal a desmentirlas mediante un manifiesto hecho público el 14 de julio:​

Seres arrojados por el balcón, curas ahorcados en los faroles, hombres bañados en petróleo y asesinados a tiros en la huida, cabezas de civiles cortadas y paseadas por las calles, incendio premeditado de edificios, quema y destrucción del ayuntamiento, violación de niñas inocentes, todas estas patrañas son horribles calumnias.

Tras los sucesos se desató una fuerte represión. Fueron detenidos entre 500 y 700 obreros y de ellos 282 acabaron siendo procesados.​ Según el historiador Manuel Tuñón de Lara, la represión se inició tras la formación del nuevo gobierno de Emilio Castelar en sustitución del de Nicolás Salmerón. A principios de septiembre se presentó en Alcoy un juez instructor acompañado de 200 guardias civiles, que procedieron a detener a cientos de obreros, muchos de los cuales fueron conducidos hasta Alicante.​ En 1876 una amnistía sacó de la cárcel a bastantes de los procesados, y en 1881 hubo una segunda amnistía. En 1887 fueron absueltos los últimos veinte procesados, seis de los cuales todavía estaban en prisión, catorce años después de los hechos. «La justicia pudo esclarecer los hechos, pero no pudo identificar de manera fehaciente a los culpables»

 

«Qué voleu de mí?», clamó el alcalde de Alcoy, y cayó acribillado por las balas

Corrieron rumores de que el alcalde de Alcoy, Agustí Albors, se había enfrentado a los alborotadores y había matado a uno de un tiro. Los ánimos estaban encrespados. Era a principios de julio de 1873 y la ciudad, de las más industrializadas de España, estaba en huelga; paralizadas las fabricas textiles, papeleras y metalúrgicas. Los obreros pedían un aumento salarial del 24% y trabajar menos horas. El ambiente político del país no era precisamente estable. Eran tiempos de la I República y en aquellos momentos crecían las aspiraciones de los partidos federalistas, lo que estaba desembocando en el movimiento cantonalista.

Las crónicas de la época cuentan que llegaron de fuera elementos internacionalistas que dirigieron las reuniones y asambleas obreras. Se llegó a declarar la independencia de la ciudad y del 9 al 13 de julio la gobernó un Comité de Salud Pública presidido por Severino Albarracín. Era la revolución que pasaría a la historia como la 'del petróleo', porque los huelguistas exteriorizaron su descontento untando antorchas con este combustible y las paseaban encendidas por todo Alcoy, que durante días apestó a petróleo quemado.

Los amotinados retuvieron a industriales e importantes 'contribuyentes' de la ciudad. El alcalde Albors incitó a los empresarios a resistir. Ardieron casas del centro, para empujar a los munícipes a salir. El alcalde acabó por comparecer ante los revolucionarios, en medio de la calle, clamando: 'Qué voleu de mí?', y acto seguido cayó acribillado a balazos.

La situación obligó a que interviniera el ejército. Al mando del general Velarde entraron 5.000 soldados y voluntarios con órdenes estrictas. Hubo una fuerte represión contra los activistas, si bien parece que los cabecillas e internacionalistas lograron huir. Se produjeron más de seiscientas detenciones y en los posteriores procesos se sentenciaron numerosas penas de muerte, aunque el Gobierno anunció que suavizaría su aplicación.

 

miércoles, 12 de junio de 2019

Arte; La obra "Las putas de San Julián" inspirada en Bayer

‘Las putas de San Julián’

Las meretrices del prostíbulo La Catalana se enfrentaron a los soldados del ejército de la Patagonia con palos y escobas

Enric González | El País



Una escena de la obra de teatro 'Las putas de San Julián', inspirada en un hecho real ocurrido en la Patagonia.

Este es un asunto antiguo. Fue descubierto hace unos años y desde entonces no deja de crecer: ya se ha incorporado a la historia de la izquierda argentina. Se refiere a una institución llamada La Catalana y a un grupo de mujeres. La institución era un prostíbulo y las mujeres, prostitutas. Pero lo que hicieron Paulina Rovira, catalana, dueña del establecimiento, y las cinco mujeres que trabajaban para ella, el 17 de febrero de 1922, fue algo heroico.

Es difícil imaginar la Patagonia de hace un siglo: un páramo inmenso azotado por el viento y dominado por unos cuantos terratenientes. Los presos políticos y los peores criminales eran enviados al terrible penal de Ushuaia, frente a la Antártida; el viaje duraba tanto tiempo que alguno llegó a cumplir condena antes de llegar. Hablamos de un lugar y de un tiempo realmente salvajes.

En noviembre de 1920, los peones agrarios agrupados en la Sociedad Obrera de Río Gallegos se declararon en huelga justo antes de empezar la esquila de las ovejas. Reclamaban cosas elementales: un día de descanso semanal, un lugar limpio y seco donde dormir y velas para alumbrarse. Los dueños de las fincas, británicos y argentinos, reclamaron al gobierno que acabara con la protesta. El presidente Hipólito Yrigoyen envió a la Patagonia el Décimo Regimiento de Caballería del teniente coronel Héctor Benigno Varela, que impuso a ambas partes una negociación, consiguió un principio de acuerdo y regresó en cuanto pudo a Buenos Aires.

El historiador argentino Osvaldo Bayer descubrió el episodio de las prostitutas que inspiró una obra de teatro

El acuerdo no fue cumplido y recomenzó la huelga. En noviembre de 1921, el teniente coronel Varela y sus soldados aparecieron de nuevo en la región. Esta vez, a sangre y fuego. Cualquiera que participara en la huelga o la respaldara de alguna forma era fusilado en el acto. La matanza duró casi dos meses. Murieron unas 1.500 personas.

El historiador Osvaldo Bayer investigó aquella barbaridad para su libro La Patagonia rebelde (2012), compendio de cuatro tomos aparecidos entre 1972 y 1978 (con el autor ya en el exilio por la dictadura militar) bajo el título genérico Los vengadores de la Patagonia trágica. Y gracias a un viejo informe policial descubrió el episodio de La Catalana. Lo que hicieron las meretrices tuvo tanto impacto un siglo después que el propio historiador, en 2013, estrenó en el teatro Cervantes de Buenos Aires una obra titulada Las putas de San Julián.

La campaña del teniente coronel Varela se dio por terminada en febrero de 1922. Los peones supervivientes habían huido a Chile o a los rincones más remotos de la Patagonia argentina. En las fincas reinaba el silencio de los cementerios. Los soldados inspiraban un miedo casi absoluto. Varela decidió premiar a sus hombres con una gratificación sexual. El 17 de febrero, un grupo de soldados a las órdenes de un suboficial acudió a un conocido prostíbulo del Puerto de San Julián para cobrar su recompensa.

Pero el prostíbulo, llamado La Catalana porque lo dirigía la catalana Paulina Rovira, estaba cerrado. Llamaron a la puerta una y otra vez. Gritaron y amenazaron hasta que Paulina Rovira salió y, dirigiéndose al suboficial, anunció que sus chicas no iban a atender a los soldados. La tropa, enfurecida, entró por la fuerza. Y fue rechazada a palos y escobazos por las mujeres. Según el informe policial, las prostitutas les llamaban “asesinos” y gritaban “nunca nos acostaremos con asesinos”, además de “otros insultos obscenos propios de aquellas mujerzuelas”. Las mujeres de La Catalana se atrevieron a plantar cara al Décimo de Caballería y, por supuesto, fueron detenidas. Normalmente deberían haber sido fusiladas. Después de matar a tantos cientos de peones, eso no era nada. Pero al comisario de San Julián le pareció que ejecutar a las mujeres engrandecería su acto de resistencia, y optó por dejarlas ir.

Quedaron sus nombres en el expediente. Eran, además de Paulina Rovira, Consuelo García, de 29 años, argentina, soltera; Ángela Fortunato, de 31 años, argentina, casada; Amalia Rodríguez, de 26 años, argentina, soltera; María Juliache, de 28 años, española, soltera; y Maud Foster, de 31 años, inglesa, soltera. No se sabe qué fue de ellas después de aquella jornada.

El teniente coronel Héctor Benigno Varela murió un año después, el 27 de enero de 1923. Un anarquista alemán, Kurt Wilckens, arrojó una bomba a su paso y después lo remató con cuatro disparos, los mismos que recibían los peones patagónicos. Para proteger de la metralla a una niña de 10 años que pasaba por el lugar, María Antonia Pelazzo, Wilckens se colocó ante ella y sufrió varias heridas. Quedó en el lugar hasta que le detuvo la policía.

“No fue venganza, yo no vi en Varela al insignificante oficial”, escribió Wilckens desde la cárcel. “No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal”. Wilckens fue asesinado en la cárcel por un pariente de Varela, quien fue a su vez asesinado poco después.

lunes, 14 de enero de 2019

Argentina: El terrorismo anarquista y el fusilamiento de Di Giovanni

Vida, crímenes y muerte de Severino Di Giovanni, el anarquista que sembró el terror en Argentina

 Huyó de la Italia de Mussolini y trajo a nuestro país el credo del “anarquismo expropiador”: la biblia de la violencia




Por Alfredo Serra | Infobae
Especial para Infobae






Severino Di Giovanni, un tano hijo de puta

Buenos Aires, primer día de febrero de 1931. Desde el 6 de septiembre de 1930 gobierna el general y dictador José Félix Benito Uriburu (1868–1932), que ha derrocado por las armas al presidente Hipólito Yrigoyen. Lo llaman "Von Pepe", por su nada disimulada admiración y adhesión a la Alemania que se avecina: el trágico Tercer Reich de Adolfo Hitler.

A media mañana, Roberto Arlt entra, desencajado, a la redacción del diario El Mundo, donde escribe sus deslumbrantes Aguafuertes Porteñas, que han duplicado el tiraje de ese matutino. Llega desde la Penitenciaría Nacional, en Palermo, donde ha sido testigo de un fusilamiento.

Se sienta a la máquina y escribe: "Hoy he visto hombres que se ponen guantes blancos para matar a otro hombres".

Es el comienzo de su crónica sobre el fusilamiento del anarquista y terrorista Severino Di Giovanni, condenado a muerte por cuatro atentados en los que han muerto once personas.

Terminada la crónica, el jefe de redacción tacha ese comienzo. Arlt dirá mucho después:
–Fue la primera y única vez que me censuraron.

¿Quién era Di Giovanni?

Nació el 17 de marzo de 1901 en Chieti, región italiana de los Abruzos, 180 kilómetros al este de Roma. Los ojos de su infancia y su adolescencia se hieren: sólo ven postales vivas de los desdichados que vuelven del frente (guerra 1914–1918), mendigando, hambruna, pobreza… La simiente de una rebeldía que lo llevará a la militancia, el crimen y la muerte.

Son años, en casi medio mundo, de extremismo simplificador. De izquierda y anarquismo cuyo credo no admite matices: "El mundo se divide en explotadores y explotados, y la única solución es la violencia".

Estudia. Se recibe de maestro de escuela. Aprende un difícil oficio que le servirá en el futuro para sus planes: tipógrafo. Lee a los dioses del anarquismo: Bakunin, Malatesta, Proudhon, Kropotkin…

Padre y madre se les mueren cuando aun no ha cumplido 19 años. A los 20 ya es un militante pleno. En 1922, año en que Benito Mussolini y sus Camisas Negras marchan sobre Roma y toman el poder, se casa con su prima Teresa Masciulli, una campesina analfabeta que nada sabe de explotados y explotadores, y que le da tres hijos.

Acorralado por el fascismo, no encuentra otro camino que el exilio. Llega a la Argentina. Consigue una modesta casa en Morón y un puesto como tipógrafo en la capital. Su llegada coincide con una gran ola de inmigrantes italianos: presa ideal para difundir sus ideas, que derrama en panfletos y en un diario –Culmine–, escrito e impreso en largas noches de insomnio.
Muchos italianos se pliegan: la Argentina será el primer país de Sudamérica en que las llamadas "ideas libertarias" prenden con más fuerza y mayor número de soldados.

En esa vorágine conoce a Paulino Sacarfó, anarquista nacido en el país pero de clara sangre italiana, y a su hija, América Scarfó, de 14 años pero ya anarquista y feminista, que será su pareja hasta el final. Pero no todos los anarquistas aceptan la línea dura, extrema, de Di Giovanni. Un sector moderado –hasta cierto punto: la violencia no está desterrada– se agrupa y lo enfrenta a través de FORA (Federación Obrera de la República Argentina) y el periódico La Protesta, dirigido por Emilio López Arango y Diego Abad de Santillán.

El 25 de octubre de 1929, mientras Arango cocinaba en su casa –hora de cena–, alguien golpeó la puerta. Abrió, y tres balas en el pecho le segaron la vida. ¿Quién fue, quién lo mató? Nunca se supo. Pero todas las sospechan apuntaron a Di Giovanni, que lo había amenazado a través de su diario, La Antorcha, por "agente fascista e infiltrado policial". Crimen impune…

Hasta ese momento, Severino actuaba en la sombra. Sólo se revelaba a través de sus notas y panfletos. Pero el 6 de junio de 1925, durante una función de gala en el teatro Colón celebrando el primer cuarto de siglo de llegada al trono de Italia de Vittorio Emanuele III, con el presidente Marcelo Torcuato de Alvear y el embajador fascista, conde Luigi Aldrovandi Marescotti, un grupo de militantes con Di Giovanni a la cabeza interrumpió la función al grito de "¡Asesinos, ladrones, viva la anarquía".

Explotó una trifulca. Los Camisas Negras que escoltaban al embajador y los hombres de Severino. Que también con éste a la cabeza, terminaron entre rejas.

Dos años después –1927–, organizó y lideró varios actos de protesta contra la condena a muerte y la ejecución, en los Estados Unidos, del zapatero Nicoló Sacco y Bartolomeo Vanzetti, anarquistas, acusados de robo a mano armada y asesinato de Frederick Parmenter, pagador de una fábrica, y de su escolta, Alessandro Berardelli, el 15 de abril de 1920, en South Braintree, Massachussetts. Los cargos nunca se probaron. Hubo oleadas de protesta en Estados Unidos, Europa y América. Pero murieron en la silla eléctrica.


Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti

Después del episodio del Colón y de los actos contra la condena de Sacco y Vanzetti, el radio de acción de Di Giovanni se redujo. Empezó a mudarse continuamente, pero no cesó sus ataques.

Los peores atentados que llevan su firma –aunque no todos fueron probados plenamente– implicaron pólvora, sangre y muerte.
  • Bomba en el City Bank porteño, 24 de diciembre de 1927, hora ll.53: dos muertos y varios heridos.
  • Bomba en el Banco de Boston, 4 de diciembre de1927: daños materiales.
  • Bomba en la embajada de los Estados Unidos como represalia por la ejecución de Sacco y Vanzetti.
  • Bomba en el consulado italiano, Buenos Aires, 23 de mayo de 1928, hora 11.42, nueve muertos y treinta y cuatro heridos: algunos de los hombres más encumbrados de Mussolini.
  • Balazo en la cara de un policía que trató de impedir un asalto.
  • Robo de un camión pagador. Botín: 286 mil pesos. Dinero con el que Di Giovanni abrió su propia imprenta.

En su último panfleto, escribió: "Sepan Uriburu y su horda fusiladora que nuestras balas buscarán sus cuerpos. Sepa el comercio, la industria, la banca, los terratenientes y hacendados, que sus vidas y posesiones serán quemadas y destruidas"

Principio del fin

Detenido y condenado a muerte a pesar de la fogosa defensa del teniente de ejército Juan Carlos Franco, su defensor oficial, que la pagó con la baja, la cárcel y el destierro: bárbara señal propia del dictador Uriburu: Franco no hizo otra cosa que cumplir con su papel de defensor… designado por el mismo gobierno.

Día y hora de la sentencia: 1º de febrero de 1931 a las seis de la mañana. Última voluntad: el reo pide un café dulce y lo rechaza al primer sorbo:
–¡Lo pedí con mucha azúcar! No importa…, será la próxima vez.
Últimas palabras frente al pelotón:
–¡Viva la anarquía!

Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de la Chacarita.

Al día siguiente fusilaron a Paulino Scarfó. En 1999, América Scarfó recibió en la Casa Rosada las cartas de amor que le escribió Severino. Textos de un lirismo que contrasta extrañamente con la furia letal de sus actos. Como si en Severino Di Giovanni hubieran vivido dos hombres. Un bifronte de cordura y locura.

A pesar de la censura sobre sus primeras líneas, e ideología aparte, Roberto Arlt narró el fusilamiento en una crónica que es todavía una lección de periodismo: "El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: "Venda no".
"Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
— Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
— ¡Viva la anarquía!
— ¡Fuego!


 
El periodista Roberto Arlt escribió sobre la ejecución de Severino Di Giovanni

"Resplandor súbito. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia. Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
–Está prohibido reírse.
–Está prohibido concurrir con zapatos de baile."

No es un panegírico. Es un estricto texto de Roberto Arlt. Ese hombre del que Abelardo Castillo dijo "quería ser feliz, y no pudo. Tuvo que conformarse con ser un genio".

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Patagonia trágica: Pérez Millán Temperley, vengador de Varela, y el imbécil de Bayer

Pérez Millán Temperley, el vengador vengado y el historiador resentido y mentiroso

Los Héroes y los Malditos (con adaptaciones de EMcL)


Mientras esperaba una condena casi con seguridad a cadena perpetua, Kurt Gustav Wilckens dormía en su celda. El frío caño de un máuser lo iba despertar. “¿Vos sos Wilkens?”, dijo el matador. “Jawohl”, dice Osvaldo Bayer que respondió el alemán. Haya contestado como lo haya hecho, el asesino apretó el gatillo del arma que había apoyado sobre su pecho para no errarle. El disparo a quemarropa le destrozó el pulmón izquierdo y salió por la espalda.
El vengador había sido vengado. “Yo he sido subalterno y pariente del comandante Varela. Acabo de vengar su muerte”, declaró Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley ante el inspector Luis Conti apenas fue detenido.



El crimen de Pérez Millán fue para ajustar cuentas con un terrorista del anarquismo internacional, esa pieza intelectual de los ávidos para imaginar linealidades y poco preparados para el trabajo práctico de mejorar la sociedad. El imbécil de Bayer, completamente resentido en sus apreciaciones y completamente gagá en la actualidad, llega a decir de Pérez Millán “El crimen de Pérez Millán es solo comparable con el que cometen los torturadores o aquellos cazadores de animales que tienen a su víctima indefensa, atada, y la hacen sufrir. Es igual que los cazadores de zorros en el sur, que los cazan y los despellejan vivos haciéndolos sufrir a propósito porque –como ellos dicen- son “animales ladrones” cuando, en realidad, gozan con ese acto porque arrastran una tradición sádica”, describió el imbécil germano-argentino en “La Patagonia Rebelde”. Bueno, olvida convenientemente este escribidor que Wilckens hizo exactamente lo mismo con su víctima, Varela previamente. Lo esperó estando éste solo armado con un sable, le arrojó una bomba que lo dejó mal herido y completamente fuera de combate y luego, valientemente como espera el imbécil alemán de Bayer, lo remató con varios disparos de un revólver. ¿Bayer es pelotudo o se hace? Siempre nos quedará la duda.

Según reza la conjura, Pérez Millán Temperley descendía de una familia de abolengo, lo que carajo eso significa en una mente resentida y clasista. Hijo de Ernesto Pérez Millán y Florencia Temperley, tenía 24 años cuando mató al vengador alemán. Católico y nacionalista, integró el grupo terrorista de ultra derecha llamada Liga Patriótica, fundada por Manuel Carlés. Su conducta nunca fue la de un “niño bien”: dejó los estudios, se escapó varias veces y la policía debía devolverlo continuamente ala hogar familiar. Pese a ello, no había domingo que faltara a misa, comulgara y se confesara. Tenía una obsesión: las armas.
Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley


Esa obsesión sería perfectamente retratada por Eduardo Galeano, otro delirante latinoamericano que nos hizo saltar de risa con sus venas abiertas: “Contempla con lasciva mirada los catálogos de armas de fuego, como si fueran colecciones de fotos pornográficas. El uniforme del ejército argentino le parece la piel humana más bella. Le gusta desollar zorros que caen en sus trampas y hacer puntería sobre obreros en fuga, y más si son rojos, y mucho más si son rojos extranjeros”. Y también comerse bebés crudos. Y cuando puede le roba dulces a los niños también.
Como integrante de la Liga Patriótica, participó de los crímenes de la Semana Trágica, cuando se reprimió y asesinó a obreros que reclamaban en ocasión de una huelga en los talleres metalúrgicos Pedro Vasena e Hijos. Después entró a la policía y en 1921 solicitó su pase en comisión a la provincia de Santa Cruz.
Ahí es donde su valentía iba ser puesta a prueba. Corría 1921, durante la primera huelga de peones rurales patagónicos, en El Cerrito, se rindió casi sin pelear. Se enfrentó, nada más y nada menos, con el Toscano, que comandaba un grupo de huelguista. En la refriega, mueren el Sargento Sosa y su chofer. Herido en una nalga, Pérez Millán Temperley quedó retenido junto a otros rehenes hasta que el coronel Varela logró su liberación y la de todos los detenidos cuando firmó el petitorio de los peones. Regresó a Buenos Aires y dio por terminada su aventura policíaca. Renunció y se reincorporó a la Liga Patriótica.
De ahí viene su agradecimiento eterno con el coronel Varela, de quien decía lo unía un extraño y lejano parentesco porque su hermana estaba casada con el capitán Alberto Giovaneli, hermano de la viuda del “Carnicero de la Patagonia”, apodado así por estos terroristas disfrazados de sindicalistas. En todo el velatorio no se separó ni un instante del cajón y bramaba a los cuatro vientos que iba a vengar a su héroe.
“Jorge Ernesto Pérez Millan Témperley se alistó como voluntario en las tropas

El teniente coronel Varela y el año pasado marchó a la Patagonia a poner justicia en la región por orden directa del presidente de la Nación, Hipólito Irigoyen. Y después, cuando el anarquista alemán Kurt Wilckens , terrorista y creído un justiciero de pobres, arrojó la bomba que voló al teniente coronel Varela, este cazador de terroristas juró de viva voz que vengaría a su superior”, afirma Eduardo Galeano
Como mencionó previamente, a principios de 1921, el gobierno radical de Hipólito Irigoyen envió al teniente Coronel Héctor Benigno Varela a terminar la huelga de peones rurales de Santa Cruz. El militar había informado que los culpables de la situación eran los estancieros y aceptó las demandas obreras que no eran precisamente reclamos salariales sino humanizar las condiciones de vida de los trabajadores sureños. En el acuerdo los obreros se obligaban a dejar las armas, volver al trabajo y devolver los bienes que habían tomado de las estancias. Los peones disfrutaban las mieles de la victoria; los estancieros, mordían el polvo de la derrota.
Por eso, cuando Varela y su regimiento 10° de Caballería se disponían a volver a Buenos Aires un estanciero lo increpó: “Usted se va y esto comienza de nuevo”. El militar contestó: “Si se levantan de nuevo volveré y fusilaré por decenas”. El teniente coronel Héctor Benigno Varela volvió meses después a la Patagonia. No lo hizo para hacer honor a su segundo nombre. Volvió a cumplir su promesa: fusiló a más de mil quinientos trabajadores. Los más afortunados pudieron cavar su propia tumba. Algunos fueron enterrados en fosas comunes y otros librados a las aves de rapiña. No hubo muertos entre los estancieros. Tampoco en las tropas del ejército reza Bayer. Mentira como doctrina de Bayer. Hubo estancieros y soldados muertos también.



Después de algo más de un año, el matador de Varela gritaría frente a su cadáver: “He vengado a mis hermanos”. Se trataba de Karl Gustav Wilckens, de 36 años, anarquista y alemán. En la mañana del 27 de enero de 1923, el agresor, que conocía el trayecto que el coronel hacía de su casa al destacamento militar de Campo de Mayo, lo esperó y al tenerlo a distancia le arrojó una bomba casera y lo remató con cuatro tiros. Esa cantidad de disparos no fue casual: cuentan sus subordinados que cuando Varela levantaba la mano y escondía su pulgar significaba “cuatro tiros”. Así había que matar a los prisioneros para no desperdiciar ninguna bala.
Wilckens fue atrapado en el lugar. No pudo escapar por las heridas de las esquirlas de la bomba. Una niña se cruzó delante de Varela, y el joven anarquista se arrojó sobre ella para protegerla interponiendo su cuerpo frente al explosivo. Otro cuento de hadas de este hijo de puta alemán. Tras la ejecución, explicó: “La venganza es indigna en un anarquista. Intenté herir en Varela al ídolo desnudo de un sistema criminal”.
Cinco meses después de la venganza de Wilckens, el 15 de junio de 1923, se sucedería una nueva venganza. Esta vez, él sería la víctima. Pérez Millán Temperley lo asesinaría a sangre fría mientras dormía en su celda. El diario Crítica titularía al día siguiente: “Wilckens fue cobardemente asesinado” y en la nota dejaba entrever que el asesinato había sido fríamente planeado por la Liga Patriótica.
Es muy oscura la forma en que Pérez Millán entró al penal de Caseros. Penetró en la cárcel, aprovechó un cambio de guardia, vestía un uniforme prestado que no era su talla, demasiado holgado y con la visera del birrete que le cubría la cara, y se posicionó junto a la celda de Wilckens con su Mauser de fabricación nacional, proveniente de una partida de 1909 y la mejor arma que tenía y que había estado preparando desde hacía meses para la ocasión. Cuando le abrieron la celda, encaró a su víctima y realizó su tarea. No podía haber entrado si no era con la ayuda del servicio Penitenciario. Tampoco haber salido. Luego de haber vengado al coronel Varela se fue caminando por donde entró. Al día siguiente tuvo que entregarse para no comprometer a toda la guardia del penal y al mismo Servicio Penitenciario.
Pocos días después del supuesto ajusticiamiento de Varela, su vengador entró como agregado al cuerpo de guardiacárceles. Luego le dieron de alta en la Penitenciaría, justamente, cuando Wilckens estaba ahí detenido. Pero no contaba con un contratiempo: el traslado del alemán a la cárcel de Caseros. Casualmente, semanas después el penitenciario Pérez Millán Temperley obtuvo un traslado a esa cárcel. Prestó servicios hasta el 2 de junio. Luego pidió licencia por diez días ¿Y cuándo se reintegró? El 15, el día del asesinato. Nada de esto pudo ocurrir sin un personaje muy poderoso que ingenie semejante plan y permita su ejecución. De ahí las sospechas del diario Crítica.
Pérez Millán Temperley iba a tener una justicia diferente de la de los trabajadores. Y más diferente, si se trata de pobres, y además extranjeros, y encima anarquistas. Para los jóvenes de familias bien no hay prisión perpetua ni encierro en el penal de Ushuaia. La pena impuesta al joven de la Liga Patriótica era la mínima para los casos de homicidios: 8 años. La sentencia tuvo en cuenta: “Su vida anterior, sus aventuras, su idealismo, sus inclinaciones artísticas, la neurastenia que padece, su intervención en las luchas que sostuvo en el sur con los huelguistas revolucionarios, las escenas de vandalismo que presenció, su pasión amorosa con su primera novia, su inclinación a la vida errante y la falta de armonía en las relaciones con su familiar”. Ser de la alta sociedad tiene sus ventajas: bien aconsejado, se hizo el loco, lo declararon insano y lo trasladaron al Hospicio de las Mercedes, en una habitación alejada del resto de la población demente, con todas las comodidades y seguridades personales. En el Vieytes (así conocido el neuriosiquiátrico por encontrarse sobre la calle que lleva ese nombre) pasaba el tiempo leyendo y recibiendo visitas de integrantes de la liga patriótica, en especial del Dr. Manuel Carlés.

Una nueva venganza se aproximaba de Ushuaia. En la Siberia argentina estaba detenido Simón Radowitzky, un anarquista ucraniano y judío, que había asesinado como siempre hicieron los anarquistas al jefe de policía Ramón Lorenzo Falcón por su responsabilidad en la Semana Roja de 1909, arrojándole, también una bomba casera. Tarea cobarde y clásica de la izquierda mundial. Celdas después, estaba otro anarquista, de origen ruso. Su nombre era Germán Boris Wladimirovich. Miembro aciago de la colectividad judía.
Otro anarquista, irlandés, habitaba en el penal. Se llamaba Lian Balsrik y llegó dos años después de aquella publicación del diario Crítica. Entre sus pertenecías, llevaba un ejemplar que puso en manos de Wladimirovich, quien era un importante cuadro anarquista, de los llamados expropiadores, condenado a prisión perpetua. Años atrás, había conocido a Wilckens, y le había tomado simpatía y admiración.
El penal de Ushuaia parecía una residencia de anarquistas. Distinta era la suerte de los integrantes de la Liga Patriótica como Pérez Millán Temperley. El anarquista irlandés le narra los pormenores de la venganza de Wilckens y de su asesinato. También, que gracias a los contactos de la familia Pérez Millán, pudo manipular informes psiquiátricos y ser derivado al manicomio.
Wladimirovich imitó a Pérez Millán Temperley: comenzó a hacerse el loco. Si para el servicio Penitenciario de Ushuaia ya era mucho un preso como Radowitzky, tener demente al anarquista ruso era demasiado. Entonces, ordenó el traslado del preso a Buenos Aires. Iba caer, precisamente, en el Vieytes. La primera etapa de la venganza había sido cumplida.

El problema es que el vengador de Varela se encontraba aislado de la población psiquiátrica. La llave para acceder a él sería Esteban Lucich, un loquito bueno, que por la estima que se había ganado tenía acceso a todo el asilo. Lucich sería el brazo ejecutor. Previamente, tres visitantes de Wladimirovich habrían ingresado el arma asesina. Ello eran Simón Bolkosky, ruso; Timofy Derevianka, ruso, y Eduardo Vázquez, español. Los tres tenían una nacionalidad peligrosamente sospechada de anarquista.
A las 12:30 del 9 de noviembre de 1925 Esteban Lucich entra al pabellón de enfermos pudientes y se dirige a la celda de Pérez Millán Temperley. Saca un revolver de su bolsillo, le apunta y le dice: “Esto te lo manda Wilckens”. Dispara. El vengador es vengado.
Osvaldo Bayer relata: “La bala que penetró en el pecho de Pérez Millán se desvió hacia la cavidad del abdomen interesando el estómago y los intestinos. Aunque la operación fue exitosa, el herido se va debilitando poco a poco. Al lado del lecho está su padre y el doctor Manuel Carlés. A medianoche, el corazón comienza a fallar. A las 5.35 de la mañana, Pérez Millán expira. La venganza se ha cobrado una nueva vida. Es el fin del cuarto acto del drama que comenzó en la lejana Santa Cruz”.
Germán Boris Wladimirovich fue acusado de ser el autor intelectual del homicidio de Pérez Millán. Más allá de los avances en la investigación a cargo del inspector Santiago, la acusación no pudo seguir porque los dementes habían sido excluidos como sujetos de derecho penalmente responsables. El ruso iba a morir cinco años más tardes. Bayer recuerda su final: “Los nuevos malos tratos recibidos a raíz del episodio Pérez Millán, lo llevarán rápidamente a la muerte. Boris, en los últimos meses de su vida, estuvo paralítico de sus miembros inferiores, debiendo arrastrarse por el suelo para poder moverse en la celda, sucio de sus propios excrementos”.
Esteban Lucich murió tres décadas después, en 1955. Hasta el día de su muerte, contó con lujos de detalles la hazaña realizada. Nunca inculpó a Wladimirovich. Solo hijos de puta hay entre los anarquistas de todo el Mundo y eso los une.


El asesinato artero y cobarde, "los torturadores o aquellos cazadores de animales que tienen a su víctima indefensa, atada, y la hacen sufrir", de Varela por parte del anarquista alemán

Pérez Millán Temperley fue sepultado en la Recoleta. El ataúd estaba cubierto por flores blancas unidas con cintas blancas y celestes. Lo despidieron oficiales del ejército, de la policía y guardicárceles, familiares y amigos. Se destacaron las palabras de su amigo Manuel Carlés, quien lo llamó “mártir de la defensa de las tradiciones patrias, de la familia y de Dios”. Luego, hablará el coronel Oliveros Escola, quien repetirá las mismas tristes y peligrosas palabras de ocasión: “Su muerte no quedará sin condigno castigo”.
Osvaldo Bayer, un enorme resentido, lo describe: “Fue sádico porque estuvo “gozando” a su víctima. Omnipotente, sabiendo que estaba suficientemente resguardado y custodiado, que su víctima no tenía ni siquiera un cortaplumas ni un ventanuco para escaparse. Que lo iba a tener allí, acorralado, y, más todavía, durmiendo”. Lo mismo no dice este ser cobarde, resentido y adulador del terrorismo, de los actos cometidos por los centroeuropeos con el mismo nivel de cinismo.