El espía del FBI que sirvió a los rusos, reveló secretos claves y vive totalmente aislado en una cárcel desde hace 22 años
Robert Hanssen fue el espía soviético que más daño causó a los americanos en el siglo XX. Lo hizo por dinero. Era muy hábil, muy astuto y muy ambicioso. También lo ayudó la suerte. Cayó también por dinero y por una frase del general George Patton. Está preso y aislado desde 2001 en la prisión de máxima seguridad de Colorado. No se sabe nada de él
Robert Hanssen fue el espía soviético que más daño causó a los americanos en el siglo XX. Lo hizo por dinero. Era muy hábil, muy astuto y muy ambicioso. También lo ayudó la suerte. Cayó también por dinero y por una frase del general George Patton. Está preso y aislado desde 2001 en la cárcel de máxima seguridad de Colorado. No se sabe nada de él.
Tuvo suerte, muchísima. Fue muy inteligente, habilísimo. Se movió con mucha astucia, casi diabólica. Fue muy audaz, temerario y obstinado. Y fue un traidor. Como agente del FBI, Robert Hanssen usó esas cualidades y otras calidades para ser el espía que mayor daño produjo a la inteligencia civil y militar de los Estados Unidos durante veinte años. El FBI, la CIA y el Departamento de Estado vivieron durante ese lapso expuestos a los caprichos del espía más extraordinario de la agitada vida del espionaje americano.
Hanssen espió en favor de la Unión Soviética primero y, cuando cayó aquel régimen de terror y nació en su lugar la Federación Rusa, espió para la Federación Rusa. No lo hizo por ideología, ni por contribuir a una batalla entre marxismo y liberalismo, o entre comunismo y capitalismo, o por inclinar hacia un lado la balanza de la Guerra Fría a la que la disolución de la URSS había dado un falso certificado de defunción. Hanssen hizo todo por dinero. No lo alentaba otro motivo. Los cálculos más pesimistas dicen que ingresó a sus cuentas más de un millón y medio de dólares, sin contar con otra fortuna nunca bien calculada en oro y diamantes.
Durante veinte años pasó a los rusos secretos de extrema sensibilidad como los nombres de agentes, de agentes dobles, de rusos que trabajaban para los americanos y de americanos que trabajaban para los rusos, él mismo excluido de la lista; dio información sobre operativos especiales sobre zonas sensibles para la seguridad de los Estados Unidos, fue el “topo” más buscado, menos sospechado, más inhallable y más peligroso que anidó en las entrañas del poder americano. ¿Qué tan grave fue todo? Al día siguiente de su captura, el 18 de febrero de 2001, el entonces director del FBI, Louis J. Freeh, dijo: “El FBI le confió algunos de los secretos más sensibles del gobierno de los Estados Unidos, y en lugar de defender esa confianza, abusó de ella y la traicionó.” Eso fue todo: “Algunos de los secretos más sensibles del gobierno de Estados Unidos”. Jamás se va a revelar la dimensión del daño, que se conoce sólo en parte. Es sabido que en el mundo del espionaje, lo primero que muere es la verdad.
Cayó por dos razones. Cayó tarde, tan tarde que el mismo Hanssen preguntó a sus colegas del FBI cuando lo arrestaron: “¿Cómo tardaron tanto?”, La primera de las razones de su caída fue la misma por la que había espiado: dinero. Hartos de albergar un topo en las entrañas y de no tener idea de su identidad ni de cómo frenar el daño que causaban sus filtraciones, Estados Unidos ofreció hasta siete millones de dólares a agentes rusos para que revelaran la identidad del traidor. Hallaron del otro lado un alma sensible que se interesó por el monto de la recompensa. No dio el nombre de Hanssen porque no lo sabía. La gran habilidad del espía fue no revelar jamás su identidad a los rusos. Pero el alma sensible aportó una valija con documentos y cintas grabadas que resultaron decisivos. La segunda razón de la caída de Hanssen fue una frase del ya legendario general americano George Patton, que con su tradicional estilo desbocado y despectivo, solía hablar de los “purple-pissing Japanese”, los japoneses que mean color púrpura. Patton no ayudó a ganar la Segunda Guerra en el Pacífico, pero tenía sus opiniones.
Una vez en manos del gobierno al que había traicionado, Hanssen se libró de una muerte para caer en otra. Los fiscales federales acordaron no pedir la pena de muerte para él, a cambio de que se declarara culpable de quince cargos de espionaje y de que echara luz sobre sus actividades a lo lardo de dos décadas. Eso hizo Hanssen el 6 de julio de 2001.
Le cayeron encima quince cadenas perpetuas, una por cada delito, a cumplir en la prisión de máxima seguridad de ADX Florence, conocida como Supermax en Colorado, bajo un régimen de aislamiento casi total, veintitrés horas al día encerrado en una celda de cemento insonoro, con una sola salida diaria de una hora al aire libre, metido en una jaula un poco más grande de su celda, sin ver nada más que el cielo y los muros de la cárcel. Un muerto en vida. Allí está desde hace casi veintidós años. Si sigue vivo para entonces, el próximo 18 de abril cumplirá setenta y nueve años.
Su historia rezuma mugre, como siempre que hay traición; tiene un costado apasionante, como siempre que alguien camina en la cuerda floja y Hanssen lo hizo durante veinte años; y traza un bosquejo a carbonilla del mundo del espionaje que, de alguna manera imprecisa y confusa, nos pone a todos en una dulce libertad condicional. Lo que sigue es para los interesados en la materia. No es por desmerecer, pero James Bond queda a la altura de un garbanzo.
Hanssen nació el 18 de abril de 1944 en Chicago, en una familia luterana que compartía sangre danesa, polaca y alemana. El papá era oficial de policía, muy severo con los hijos a quienes quería, a través del menosprecio y el dolor emocional, formar como personas duras para enfrentar la vida. Eran valores de los años 40 que llevaban a los padres a decirles a sus hijos que no servirían para nada. Hanssen, para honrar el método pedagógico de su padre, fue un buen alumno del Knox College de Galesburg, Illinois. Estudió química y ruso, oh, ruso, y se inscribió en la Facultad de Odontología de la Northwestern University. De inmediato entendió que la odontología no era lo suyo, igual fue un buen alumno, y dio un giro a su vida: empezó a estudiar administración de empresas.
La Northwestern University le permitió conocer a Bernardette, “Bonnie” Wauck, con quien se casó en 1968 y que sería la madre de sus seis hijos. Bernardette provenía de una familia católica y Hanssen se convirtió al catolicismo y, como converso, fue un practicante ferviente de misa diaria, que en su momento se uniría al Opus Dei. Graduado y con un Master en administración de empresas, trabajó muy poco en un estudio contable y se unió a la policía de Chicago como un “oficial de escritorio”, encargado del delicado departamento de Asuntos Internos: policías que investigan a policías. Allí estuvo dos años, hasta que decidió unirse al FBI.
Juró como agente el 12 de enero de 1976. Y fue allí donde empezó su camino de alta traición. “Hanssen hizo un juramento de apoyar y defender la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros y nacionales y de tener verdadera fe y lealtad a esa Constitución, pero decidió violar ese juramento, dijo con inocultable dolor y algo de humillación el entonces director del FBI cuando Hanssen fue capturado en 2001. Después de dos años en la oficina del FBI en Gary, Indiana, Hanssen fue designado como agente de campo en New York y, al año siguiente, 1979, fue destinado al armado de una base de datos sobre la inteligencia soviética destinado a enriquecer los legajos del FBI sobre agentes extranjeros.
Ese fue el año, y ese fue el sitio, en el que Hanssen empezó a espiar para los rusos. Osado, se acercó a la GRU, la agencia de la inteligencia militar soviética, y ofreció sus servicios a cambio de dinero. Nunca adujo un motivo ideológico, político o moral. Pero a lo largo de ese primer ciclo como espía pasó a la URSS una muy importante cantidad de información clasificada, incluidas escuchas telefónicas del FBI y una lista de la oficina federal sobre presuntos agentes de la inteligencia soviética que trabajaban para los americanos.
Sus filtraciones permitieron a los soviéticos atrapar a Dmitri Poliakov, un militar del Ejército Rojo, llegó al grado de general, que durante veinte años había dado información a la CIA: hasta jubilarse en 1980, Poliakov había entregado secretos militares soviéticos a la inteligencia estadounidense. Pese a la filtración hecha por Hanssen, los rusos no arrestaron a su traidor hasta 1985, cuando un agente americano que trabajaba para ellos, Aldrich Ames, volvió a señalar a Poliakov como espía. La URSS detuvo entonces a Poliakov en 1986 y lo ejecutó dos años después.
En la escena actuaba ya la figura que iba a servir de involuntaria protección de Hanssen. La CIA y el FBI adjudicaron a Ames la delación de Poliakov y el rol que años antes había tenido Hanssen, su auténtico denunciante, quedó tapado, ignorado, desconocido hasta su confesión en 2001. En 1981, Hanssen fue enviado a la central del FBI en Washington para que ejerciera sus dotes de administrador de empresas en la oficina de presupuestos de la agencia federal, lo que le dio acceso a muchas de las actividades secretas de la oficina, en especial a las de vigilancia electrónica y escuchas telefónicas: se convirtió en un experto en computación; mientras, instaló a su familia en los suburbios de Washington, en Vienna, estado de Virginia, separada apenas de la capital por el río Potomac.
En 1983 Hanssen decidió ser algo más activo en el espionaje a favor de la URSS. Fue cuando fue transferido a la “Unidad Analítica Soviética” del FBI, que era el departamento responsable directo de estudiar, identificar y capturar a espías y agentes de inteligencia soviéticos que operaran en los Estados Unidos. Hanssen tenía a su cargo evaluar a los agentes que se ofrecían de manera voluntaria a dar información a la CIA y al FBI, para determinar si eran confiables o si eran agentes dobles “plantados” por la KGB. Para que se entienda bien: para detectar, capturar, evaluar y manejar a los agentes soviéticos en Estados Unidos, el FBI puso a uno de sus mejores agentes… que espiaba para la URSS. Precioso. Mozart le hubiese puesto música.
Los desastres que desencadenó Hanssen en ese puesto clave no fueron nunca revelados. Sí descubiertos y, en su mayoría, confesados por Hanssen en 2001, pero nunca admitidos ni por la CIA ni por el FBI, donde el espía ascendía y era cada vez más prestigioso. En 1985 fue transferido de nuevo a New York a cargo de la contrainteligencia contra la URSS. Fue entonces cuando decidió convertirse, de lleno, en un agente doble al servicio de los soviéticos. El 1 de octubre de 1985 envió una carta anónima a la KGB en la que ofrecía sus servicios: pedía cien mil dólares en efectivo. En esa carta, Hanssen dio los nombres de tres agentes rusos en Estados Unidos que en secreto, trabajaban para el FBI: Boris Yuzhin, Valery Martynov y Serguei Motorin. Gracias a la carta de Hanssen, los soviéticos detuvieron a Martynov y a Motorin y los ejecutaron de inmediato. Yuzhin fue encarcelado durante seis años y canjeado luego por otro espía ruso.
La suerte había besado otra vez las manos de Hanssen. Los tres agentes rusos habían sido mencionados ya por Aldrich Ames, el otro “topo” americano al servicio de la URSS pero que estaba enquistado en la CIA. De manera que la “culpa” de la filtración fue adjudicada a Ames y no a Hanssen. Desde esa carta reveladora, Hanssen rara vez volvió a interrumpir sus actividades de espionaje en favor de la GRU, la KGB y, en la Rusia post comunista, con su SVR, el servicio de inteligencia exterior.
En 1987 Hanssen estaba de regreso en Washington, para elevar un estudio de todas las penetraciones de agentes de la KGB en el FBI, que procuraba saber si había otro topo, además de Aldrich, en el seno de la oficina federal. Sí lo había, era Hanssen, y le habían encargado a él que lo averiguara. El espía no sólo evitó hablar de él mismo en ese informe, sino que le pasó a los soviéticos la lista de sus agentes que habían contactado al FBI con la intención de cambiar de bando. De paso, Hanssen rastreó la base de datos del FBI para saber si había alguna sospecha sobre él. Estaba limpio. Nunca sospecharon de él.
Tal vez si el FBI hubiese investigado más, o mejor, la carrera del espía se hubiera detenido antes. En 1981, su mujer, Bernardette, lo había descubierto en el sótano de la casa mientras escribía una carta a los soviéticos. Hanssen le dijo que en efecto, había cobrado treinta mil dólares por pasar información al enemigo, pero que lo que en realidad filtraba era “desinformación” de inteligencia para confundirlos. La mujer le creyó, o dijo creerle, e insistió en que su marido, católico converso, se confesase. Un sacerdote lo escuchó y le aconsejó que repartiese ese dinero “sucio” en obras de caridad. Por esos senderos bíblicos andaba la seguridad del planeta.
Si el FBI hubiese investigado lo que Hanssen llamó su “ambiciosa necesidad de dinero”, tal vez hubieran hallado la punta de un hilo para tirar de él. En 1990, el cuñado de Hanssen, Mark Wauck, también agente del FBI, pidió a sus superiores que investigaran a Hanssen: la mujer de Wauck, Jeanne, había visto una gran pila de dinero en una cómoda de la casa de Hanssen y se lo había comentado a su marido Mark, que sabía que el FBI andaba a la caza y pesca de un traidor y pensó que Hanssen podía serlo. De nuevo, Aldrich Ames salvó a Hanssen: lo detuvieron en 1994 y le atribuyeron casi todas las fugas de información de la agencia.
Si el FBI hubiese investigado la privacidad de su agente estrella, hubiese descubierto algunas conductas extrañas. Por ejemplo, sin que su mujer lo supiese, Hanssen grababa en secreto las relaciones sexuales entre los dos y compartía las cintas de video con un amigo cercano, Jack Hoschouer, un coronel del ejército, retirado, a quien le habilitó incluso la entrada a un ático para que tuviese una idea más cercana y real a sus actividades sexuales.
Hanssen también describía sus relaciones, con todos los detalles, en salas de chat de Internet. Y frecuentaba junto a su vecino coronel y mirón, algunos clubes de strippers, conocidas bajo el eufemismo de “bailarinas exóticas”. En uno de esos antros conoció a Priscila Sue Galey, con quien entabló una relación de varios años, la llevó a conocer las instalaciones del FBI en Quántico, viajaron juntos a Hong Kong y le obsequió, además de joyas y dinero, un Mercedes Benz usado, eso sí. La bailarina exótica diría luego que, aunque le ofreció varias veces a Hanssen mantener relaciones sexuales, él se había negado; y que el noviazgo, amorío idilio o lo que fuese había terminado cuando ella recayó en la droga y la prostitución.
¿Adónde miraban el FBI y la CIA? Ese es otro secreto jamás revelado. Ya en 1987 Hanssen había cometido una “grave violación a la seguridad”, según el gobierno de Estados Unidos, al revelarle información secreta a un desertor soviético durante un interrogatorio. Sus compañeros lo denunciaron, pero el FBI no inició ninguna investigación. En 1989, sin que sospecharan de él, Hanssen había entregado a los soviéticos casi todo la información disponible sobre MASINT (Mesurement and Signal Intelligence), que reunía toda la inteligencia obtenida por medios electrónicos como radares, hidrófonos subacuáticos, satélites espías e interceptores de señales.
Ese mismo año reveló a los soviéticos una historia muy simpática. Cuando la URSS empezó a construir el edificio de su nueva embajada en Washington, los americanos cavaron un túnel debajo de la construcción, donde estaría instalado el cuarto de codificación de los rusos. Nunca lo usaron por miedo a ser descubiertos y generar un escándalo diplomático. Al menos, Estados Unidos dijo no haber usado nunca ese túnel. Hanssen le contó todo a los soviéticos de forma mucho más detallada y recibió en pago cincuenta y cinco mil dólares al mes siguiente. También filtró a la URSS, dos veces, el nombre de los dobles agentes estadounidenses.
¿Cómo cobraba Hanssen sus servicios? Y sobre todo, ¿Cómo pasaba la información a los soviéticos? A través de los llamados “puntos muertos”. Son sitios elegidos por las partes para dejar una señal de contacto y hacer saber al otro que hay información a dar, o pago a entregar. El FBI afirma que los rusos jamás supieron quién era el agente que les informaba y que usaba “Ramón García” como nombre falso. Uno de los superiores de Hanssen dijo que el tipo era “diabólicamente brillante”, que se había negado a usar los puntos de entrega sugeridos por su agente de contacto en Washington, Víctor Cherkasin, y qué él mismo seleccionaba los sitios, en general, parques públicos, donde Hanssen dejaba alguna marca visible y un código: una raya de tiza en un buzón, una tela adhesiva en algún poste o señal de tránsito, nada que se notara demasiado. El código, también era de Hanssen: 01/06 quería decir que habría una entrega el 6 de enero a la una de la mañana; 07/12, remitía al y de Julio a las 12: casi siempre coincidía el número del mes y la hora.
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La revelación del túnel bajo la embajada rusa en Washington alertó y desesperó al FBI, que había culpado a Ames de las fugas de información. Ames estaba destinado en Roma cuando los rusos supieron del incidente y no pudo haber dado esa información. Eso implicaba que había otro topo en el FBI y había que hallarlo. No fue un buen momento para intensificar la búsqueda porque en 1989 cayó el Muro de Berlín, en 1991 dejó de existir al URSS y Hanssen decidió interrumpir sus servicios hasta saber quiénes serían sus nuevos amos.
Mientras, se puso a espiar a sus propios compañeros: invadió las computadores de otros agentes para, dijo, demostrar la falta de seguridad en el sistema informático del FBI. Lo que buscaba en realidad era información sobre su expediente personal: quería saber si lo vigilaban. En 1994 pidió ser trasladado al flamante Centro Nacional de Contrainteligencia, pero desistió cuando supo que debía someterse al veredicto del polígrafo, el detector de mentiras. En 1997 fue denunciado por un ex topo convicto del FBI, Edwin Earl Pitts, porque Hanssen había irrumpido en la computadora de otro agente. El FBI no inició ninguna investigación.
Cuando Hanssen decidió retomar a pleno su trabajo de espía, se conectó en 1999 con el Servicio de Inteligencia Exterior de la Federación: el SVR. Pero en 2000 envió a los rusos una última carta en la que preanunciaba su retiro de todo, del FBI y del espionaje. Sólo que ahora el FBI estaba más que decidido a capturar al escurridizo traidor. Descartado Ames de haber tomado parte de todas las filtraciones de inteligencia, la agencia federal creó una lista de todos los agentes relacionados con las fugas de seguridad y le dieron nombre al sospechoso: “Graysuit”, Traje gris”. No tuvieron mucho éxito, cazaron a otros agentes dobles, pero no al topo principal.
Luego cayó en la sospecha un agente de la CIA, Brian Kelly, que ya había sido sospechoso de otra filtración y al que le adjudicaban haber revelado lo del túnel bajo la embajada rusa, una vez descartado Ames. En noviembre de 1998, después de intervenir sus comunicaciones y de vigilarlo de cerca, acaso con cautela, la CIA y el FBI le tendieron una sutil trampa a Kelly. Le mandaron a la casa a un tipo con brutal acento ruso que le advirtió que el FBI y la CIA lo habían descubierto, que ya sabían que era un espía y que mañana mismo se presentara a tal estación de subterráneo de Washington para poder escapar al exterior. Pero, en vez de ir a la estación de subte, Kelly le informó el incidente a sus jefes. Igual, durante los dos días siguientes lo acusaron de ser un espía, el FBI interrogó a su mujer, a sus dos hermanas y a sus tres hijos. Los Kelly lo negaron todo y el agente fue derivado a una “licencia administrativa”, donde quedó por casi dos años, hasta que arrestaron a Hannsen.
El FBI y la CIA sospecharon, y acertaron, que Kelly no era el topo. Aún con licencia administrativa, congelamiento total en todo caso, nuevas filtraciones llegaron a los rusos a lo largo del año siguiente. No solo Kelly no era el topo, sino que el topo seguía activo, eficaz y desafiante. El FBI descartó toda ortodoxia y decidieron “comprar” la identidad del espía. Buscaron en sus archivos almas sensibles, digamos, con ansias de venderse. Encontraron a un ex agente de la KGB, devenido empresario, su identidad jamás fue revelada, invitado por una compañía americana tapadera del FBI, para animarlo a iniciar un negocio.
El negocio era ofrecerle mucho dinero a cambio de la identidad del traidor. El ruso dijo que sí, que si bien no sabía su nombre real, tenía en su poder parte del archivo de la KGB y del SVR sobre el espía, que había podido sacar de manera clandestina de la sede central de la inteligencia rusa. Ahora está muy de moda llevarse papeles secretos a casa, pero se ve que la costumbre tiene sus años.
Lo que tenía el ruso era oro en polvo. Los papeles abarcaban la correspondencia del topo con la KGB entre 1985 y 1991; incluía una cinta grabada del famoso “Ramón García” con los agentes soviéticos. El FBI decidió pagar por ese oro en polvo siete millones de dólares, importe que serviría para establecer al ruso delator del delator y a su familia, en los Estados Unidos y con una nueva identidad.
En noviembre de 2000 el FBI tenía al topo cercado. Faltaba averiguar un dato: ¿quién era? Los agentes del FBI que buscaban al topo pudieron escuchar la cinta que incluía el paquete de documentos entregado por el ruso. Era una conversación grabada el 21 de julio de1986 entre el espía y sus controles soviéticos. Todos en el FBI esperaron oír la voz de Kelly, que seguía siendo sospechoso pese a todo. Pero no, la voz no era la de Kelly, que por fin quedó descartado.
A Michael Waguespack, uno de los trescientos agentes que buscaban al espía, la voz le sonó familiar. Pero no podía recordar quién era. En la correspondencia leída y analizada una y otra vez, una nota del topo mencionaba una conocida frase del general George Patton durante la Segunda Guerra Mundial. Patton había dicho muchas veces de “purple-pissing Japanese”, los japoneses que mean de color púrpura, en alusión a una difundida y supuesta sífilis entre las tropas imperiales destacadas en el Pacífico. Fue al leer esa frase que el agente del FBI Bob King recordó a Robert Hanssen que también, en diferente contexto, la había pronunciado muchas veces. Faltaba un chequeo. Hicieron escuchar otra vez la cinta al agente Waguespack y le preguntaron: “¿Es la voz de Hanssen?” Era la voz de Hanssen.
La voz y el nombre de Hanssen encajaban con otros muchos datos: sitios, fechas, casos, filtraciones, y habilitaba a un examen más detenido de los materiales que tenían a disposición. Los papeles originales que Hanssen había entregado a la KGB habían estado envueltos en una bolsa de residuos que fue peinada para hallar huellas digitales. Había varias, pero dos, eran las de Hanssen.
El FBI hizo algo muy p articular: lo colocó bajo estricta vigilancia, lo destinó de regreso a la sede del FBI para controlarlo más de cerca y lo ascendió: lo nombró jefe de seguridad informática del FBI. También le designo un joven asistente, Eric O’Neill que, más que joven asistente, era un sabueso que no perdió pisada en los días que siguieron. Descubrieron que Hanssen se había vuelto a comunicar con los rusos, y lo dejaron venir. El “asistente” O’Neill logró hacerse con el tesoro de Hanssen, una Palm II, la prehistoria de las tablets, de la que transfirió toda la información que almacenaba el espía. Ahora el FBI tenía hasta pruebas documentales.
Hanssen sospechó. No era tonto, solo ambicioso y traidor. Algo no andaba bien con el FBI. A principios de febrero pidió a un amigo que le diera trabajo en su empresa de tecnología informática. En la última carta que le escribió a los rusos, interceptada por el FBI, les decía que había sido ascendido “a no hacer nada”, que estaba “lejos del acceso a la información valiosa” y, en sentido figurado, que creía que “algo había despertado al tigre durmiente”. Nada figurado: el tigre estaba despierto y con la boca abierta sobre la yugular de Hanssen que, pese a todo, arriesgó una última entrega de documentos, un último cobro de miles de dólares, antes del adiós. Por los buenos viejos tiempos.
El 18 de febrero de 2001, después de dejar en el aeropuerto Dulles a su amigo mirón, el coronel Jack Hoschouer, a su manera un espía de otros objetivos, Hanssen manejó hasta el parque Foxstone, de Virginia, y colocó un pedazo de cinta adhesiva de color blanco sobre una señal de estacionamiento, nada llamativo, todo muy discreto. La cinta blanca indicaba a los agentes rusos que había nueva información en el consabido punto de entrega. Después, hizo lo de siempre, tomó una bolsa de basura, sellada, repleta de información secreta y sensible, y la pegó a la parte inferior de un puente peatonal de madera, que cruzaba un arroyo del parque.
En ese momento, el FBI le cayó encima y Hanssen supo que sus días como espía habían terminado. Fue entonces que lanzó su pregunta sin respuesta: “¿Cómo tardaron tanto…?” El FBI esperó dos días, a la espera de que un ruso se acercara a la bolsa de basura pegada en la parte baja del puente. Pero no apareció nadie. O bien los rusos presintieron que algo andaba mal con su espía, o bien intuyeron que Hanssen había sido arrestado, o bien otro topo del les avisó que ni por asomo se aparecieran por el Foxstone Park. El 20 de febrero, el FBI anunció la detención de Hanssen.
Al día siguiente, La página del FBI reveló parte de las andanzas del espía, parte de su enorme responsabilidad en veinte años de filtraciones, aunque sin admitirla del todo y cómo fue que había sido capturado. Luego, el director del FBI, Louis Freeh, también hizo una especie de mea culpa y señaló el carácter de alta traición que había tenido Hanssen.
Fue lo último que, de modo oficial, los gobiernos de Estados Unidos dijeron sobre Hanssen, antes de encerrarlo en esa tumba de cemento que es la prisión federal de Colorado ADX Florence, Supermax.
Desde entonces, de Hanssen no se sabe más nada.