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viernes, 5 de julio de 2024

Argentina: Visita de un príncipe a La Plata

 

El príncipe que llegó a La Plata y dijo que era una "ciudad fantasma"

Luis de Orleans y Bragance recorrió la capital bonaerense a comienzos del siglo XX. Asistió al Museo de Ciencias Naturales y presenció una identificación dactiloscópica hecha por Juan Vucetich. Advirtió sobre la falta de proyección del puerto y la escasez de población



De la noche a la mañana, alzar allí una ciudad destinada, en sus pensamientos, a convertirse en rival de la metrópoli que les habían quitado.

Hechas estas reservas, no tengo dificultad alguna en adherirme a la opinión del publicista que cité con anterioridad. Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión. Pero me parece que este “si” representa a la mas improbable de las hipótesis. No se improvisa así, de la noche a la mañana, una gran ciudad, a una hora de distancia de una capitan que tiene un millón de habitantes. La Plata se poblará… el día que Buenos Aires, en su frenético desarrollo, extienda hasta allí sus suburbios.c

Para rescatar su concepción embrionaria, los fundadores de la ciudad se aferran con desesperación a las últimas tablas de salvación. Se habla de ampliar el puerto de “La Ensenada”, a cinco kilómetros de aquí, de unirlo, mediante trabajos gigantescos, al de Buenos Aires. Pero, además de que estos trabajos supondrían un gasto formidable, el nuevo puerto presentaría los mismos inconvenientes que el de la capital. El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo de las costas argentinas. Se habla también de crear una zona franca alrededor de la ciudad. Idea excelente, en teoría, pero que en la práctica requerirá todo un servicio aduanero de los más difíciles de asegurar.

Luis Felipe De Orleans y Bragance

Por el momento, La Plata sigue en estado de mito -y sólo la administración prospera-, con sus pomposos edificios, melancólicamente erguidos, como las pirámides de Egipto, en medio del desierto. Palacio de Gobierno, palacio de la Legislatura, Dirección de Escuelas, de Correos, Municipalidad, servicios hidráulicos y de vialidad: los platenses, sin duda para consolarse por la falta de casas particulares, se aprovechan a más y mejor. En esta extraordinaria ciudad fantasma hay bibliotecas y teatros, hipódromos y asilos de indigentes, sanatorios y observatorios… Todo es vasto y lujoso, ultramoderno… pero tan desprovisto de lectores, de comediantes, de caballos como de indigentes, de enfermos y de astrónomos. Incluso los funcionarios a quienes se les ha asignado estas suntuosas residencias prefieren vivir con modestia en Buenos Aires.

Si las manzanas se llenaran de casas de habitantes, no hay duda de que La Plata se convertiría en la ciudad más bella de la Unión.

Así pues, tomado el café, se nos conduce inmediatamente al edificio de la Policía, para asistir luego al desfile impecable de la guardia municipal, precedida por su banda y por el escuadrón de la gendarmería volante de la provincia.

El método de Vucetich

Después pasamos a la oficina de Vucetich. El señor Vucetich, director del Servicio Antropométrico de la provincia, es el inventor de un nuevo sistema de identificación: la dactiloscopía.

La dactiloscopía tiene us base en la diversidad infinita de dibujo que presentan, para cada individuo, las impresiones de los diez dedos. La idea de utilizar las impresiones para la identificación procede de un inglés, Francis Galton, que fue el primero en aplicarla, en el imperio indio. El mérito de Vucetich consiste en haber simplificado el método, de una manera genial, al establecer que las impresiones digitales pueden clasificarse en cuatro grupos, absolutamente distintos, según la disposición de las líneas que las componen. Para los pulgares, Vucetich designa los cuatro grupos con las letras A,I,E, V; para los demás dedos, con las cifras 1, 2, 3, 4. Así, las impresiones digitales de un individuo se designan con dos letras y ocho cifras. El número de combinaciones es tan considerable que resulta materialmente imposible que dos individuos puedan tener designaciones idénticas.

Pero pasemos a la práctica. Por orden de Vucetich traén a un detenido que acaba de llegar, uno de esos atorrantes, italianos en la mayoría de los casos, vagabundos, ladrones y quizás asesinos, que la policía apresa en abundancia, durante sus semanales redadas, en los barrios de mala fama de Buenos Aires. Nuestro moderno e inofensivo Torquemada se adueña del malviviente, le hace poner las dos manos sobre una placa recubierta de tinta de imprenta, para luego tomarle, una a una, las impresiones de los diez dedos sobre una hoja de papel blanco.

El Bertillón sudamericano lee estas impresiones como vosotros y yo leemos el diario o el difunto Champollion, los jeroglíficos egipcios.

El porvenir no está allí, sino en Bahía Blanca o en Rosario, puertos profundos y seguros, hacia donde, tarde o temprano, se volcará todo el movimiento marítimo.

“A1342 - V2412”, dice el sabio. Detrás de nosotros están los prontuarios judiciales. Un armario contiene las letras A (de la mano derecha), una caja las series 1111 a 1414. “Ni siquiera necesito de la mano izquierda”, nos dice al instante el amable Argus de la provincia, “aquí está”. Y nos tiende un prontuario que lleva la identificación “A1342 - V24142 y el nombre: “Henrique Civelli”. “¿Cómo se llama?, le pregunta al individuo. “Henrique Civelli”, responde el atorrante con uno de esos acentos cantarinos que denuncian al napolitano a cien metros de distancia. La demostración queda hecha.

No es esta la única utilidad del sistema. Sería necesario agregar un consejo al manual del perfecto ladrón: “Cuando trabajes, no coloques nunca tus manos sobre una superficie lisa, sobre todo si antes de actuar no te las lavaste. Si lo haces, sería lo mismo que dejar tu tarjeta de visita”. Incluso si la impresión es invisible, Vucetich o sus émulos lo harán aparecer con la ayuda de procedimientos químicos recientemente inventados. Y como la denominación es de las más sencillas, no está lejano el día en que todas las policías del mundo intercambien archivos con identificación digital de todos los delincuentes de sus respectivos países.

Un museo para no perderse

De la oficina de Vucetich pasamos a los bomberos, movilizados un minuto y veinte segundos después de sonar la alarma; después al jardín público, magnífico e inútil, ya que en él no se encuentran por el momento ni soldados ni niñeras; luego vamos a la Asistencia Pública, a la Universidad… Pedimos compasión. Pero todavía queda el Museo.

Los museos, en general, me inspiran un saludable temor,m sobre todo en países que como la Argentina, que carecen, por así decirlo, de pasado y quieren, cueste lo que costare, crearse uno a partir de cualquier fragmento, un pasado flamante, podría decirse. Pero yo había olvidado los tiempos prehistóricos.

¿Os gustan los tiempos prehistóricos? ¡Cómo nos envejecen! Si es así, id al Museo de La Plata. Por escasas que sean vuestras apetencias antropológicas, etnológicas, geológicas, mineralógicas, paleontológicas, arqueológicas… encontrareis allí con que satisfacerlas. Veréis plantas fósiles de la formación carbonífera o de la época mesozoica, moluscos de las edades silúricas, peces y cangrejos de la época terciaria, vestigios de la edad de piedra, de la vajilla y de las armas de gentes que ni vosotros ni yo habríamos podido conocer. Pero con quienes los eruditos alemanes, encargados de estos estudios por iniciativa del juicioso eclecticismo internacional del gobierno, viven en la más conmovedora intimidad.

Imagen del Museo de Ciencias Naturales en el Paseo del Bosque en sus primeros años de vida

Os codearéis allí con los dasipontes, los hoploforos, los dacdicuros, los milodontes, los megaterios, los trigodontes, los tocodsontes y todos los demas mamíferos gigantescos, de nombres repulsivos, que sin duda encontraron a la tierra demasiado pequeña para sus retozos y prefirieron desaparecer. Admiraréis allí al tatuajes del tamaño de un buey y osos de las cavernas que harán palidecer de envidia a los del Museo de París, ballenas fósiles y elefantes extraordinarios. ¿Sabíais que en esos remotos tiempos, tan remotos que el solo pensarlo provoca vértigo, las pampas de la Argentina, en epecial las de la Patagonia, contenían más elefantes que las selvas africanas o las junglas de Ceilán en la actualidad?

Por último, veréis también, empleado a sueldo, de la más moderna de las repúblicas, al tipo del sabio neolítico, representante también él de otra época, cuya labor sin tregua de toda la vida recibirá quizás la consagración, en caso de éxito, de una de las pocas líneas en la Larousse o alguna otra enciclopedia.


El principe se maravilló con las colecciones del museo platense

Y si todo esto os fastidia -en los detalles- podréis al menos soñar con el origen de los mundos, con el caos primitivo, con las grandes convulsiones geológicas, a través de las cuales se elaboran lentamente los tipos actuales de la vida, y remontar así, escalón por escalón, período por período, hasta el principio creador de todas las cosas. Y descansar un momento, en medio de los esqueletos y de los fósiles, de las absorbentes cuestiones del precio de la hectárea, del cálculo de la cosecha o de la intervención federal de las provincias.

*El presente texto fue publicado originalmente en Sous la Croix-du-Sud, París en 1912 y luego traducido para el libro La Plata vista por viajeros, compilado por Pedro Luis Barcia.


miércoles, 22 de septiembre de 2021

España Imperial: El cambio de dinastía hacia los Borbón

El cambio de dinastía - España borbónica

Weapons and Warfare



Luis XIV presenta a su nieto, el Rey de España, a la Corte y al Embajador de España.

La dicotomía Castilla-Aragón no podía eliminarse sumariamente de un plumazo, ni siquiera de un borbón.


La caída de Oropesa en 1691 dejó a España sin un gobierno efectivo. De hecho, poco después le siguió el curioso experimento administrativo de dividir la península en tres grandes regiones gubernamentales, una bajo el duque de Montalto, la segunda bajo el condestable y la tercera bajo el almirante de Castilla. Esto fue poco más que una partición de estilo medieval del país entre señores rivales; y dado que se impuso a un Estado que ya poseía la superestructura burocrática más rígida y elaborada, simplemente condujo a una nueva ronda de enfrentamientos de jurisdicción entre los Consejos y tribunales de España, siempre en competencia. Pero en esta etapa, los cambios internos en la península prácticamente habían dejado de tener importancia. España ya no era ni remotamente dueña de su propio destino. Eclipsado por el terrible problema de la sucesión real, su futuro ahora dependía en gran medida de las decisiones tomadas en París, Londres, Viena y La Haya.

En la década de 1690, el problema de la sucesión española se había agudizado. Carlos II había quedado sin hijos en su primer matrimonio, con María Luisa de Orleans, quien murió en 1689. Pronto se hizo evidente que su segundo matrimonio, un matrimonio 'austriaco', con Mariana de Neuburg, hija del elector palatino y hermana del También era probable que la Emperatriz no tuviera hijos. A medida que se desvanecían las esperanzas de un heredero, las grandes potencias comenzaron sus complicadas maniobras para la adquisición de la herencia del rey de España. El nuevo matrimonio había provocado a Luis XIV en una nueva declaración de guerra, que implicó una nueva invasión de Cataluña y la captura de Barcelona por los franceses en 1697. Pero en el Tratado de Ryswick, que puso fin a la guerra en septiembre de 1697, Luis pudo permitirse ser generoso. Su objetivo era asegurar a los Borbones una sucesión española indivisa, y había más esperanzas de lograrlo mediante la diplomacia que mediante la guerra.

Los últimos años del Rey moribundo presentaron un patético espectáculo de degradación en Madrid. Afligido por ataques convulsivos, se creía que el desdichado monarca había sido embrujado, y la Corte pululaba con confesores, exorcistas y monjas visionarias que empleaban todos los artificios conocidos por la Iglesia para liberarlo del diablo. Sus rivalidades e intrigas se mezclaban con las de los cortesanos españoles y de los diplomáticos extranjeros, que se reunían como buitres para depredar el cadáver de la Monarquía. Mientras que Francia y Austria esperaban asegurarse el premio completo para sí mismas, Inglaterra y las Provincias Unidas estaban decididas a evitar que cualquiera de ellas obtuviera una herencia que traería consigo la hegemonía de Europa. Pero la tarea no sería fácil y el tiempo se agotaba.

En el momento de la paz de Ryswick había tres candidatos principales al trono español, cada uno de los cuales tenía un fuerte cuerpo de partidarios en la Corte. El candidato con mejores pretensiones fue el joven príncipe José Fernando de Baviera, nieto de la hija de Felipe IV, Margarita Teresa. Sus afirmaciones fueron apoyadas por el Conde de Oropesa, y habían sido presionadas por la Reina Madre Mariana, quien murió en 1696. También fueron aceptables para los ingleses y holandeses, que tenían menos que temer de un bávaro que de un francés o austriaco. sucesión. El candidato austríaco era el archiduque Carlos, segundo hijo del emperador, apoyado por la reina de Carlos, Mariana de Neuburg, y por el almirante de Castilla. Finalmente, estaba el demandante francés, el nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou, quien afirma que se vio empañado por la renuncia de la infanta María Teresa a sus derechos al trono español en el momento de su matrimonio con Luis XIV.

En 1696 Carlos, que se creía agonizante, fue inducido por la mayoría de sus consejeros, encabezados por el cardenal Portocarrero, a declararse a favor del príncipe de Baviera. El hábil embajador de Luis, el marqués de Harcourt, se propuso deshacer esto tan pronto como llegó a Madrid tras la celebración del Tratado de Ryswick. Aún maniobrando entre sí sin tener en cuenta los deseos del rey, las grandes potencias acordaron secretamente en octubre de 1698 la partición de la herencia española entre los tres candidatos. Naturalmente, el secreto estaba mal guardado. Carlos, imbuido de un profundo sentido de majestad que su persona constantemente desmentía, se sintió profundamente ofendido por el intento de desmembrar sus dominios y firmó un testamento en noviembre de 1698 nombrando al bávaro como su heredero universal. Este arreglo, sin embargo, se vio frustrado por la repentina muerte del joven príncipe en febrero de 1699, un evento que enfrentó a los candidatos rivales austriacos y franceses al trono. Mientras se hacían frenéticos esfuerzos diplomáticos para evitar otra conflagración europea, Charles luchó con desesperada respuesta para mantener intactos sus dominios. La noticia que le llegó a finales de mayo de 1700 de otro tratado de partición parece haberle convencido finalmente de cuál era su deber. Alienado por la aversión de su reina a todo lo alemán, y profundamente preocupado por el futuro bienestar de sus súbditos, ahora estaba dispuesto a aceptar la recomendación casi unánime de su Consejo de Estado a favor del duque de Anjou. El 2 de octubre de 1700 firmó el ansiosamente esperado testamento, nombrando a Anjou como sucesor de todos sus dominios. La reina, que siempre había aterrorizado a su marido, hizo todo lo que estuvo a su alcance para inducirlo a revocar su decisión, pero esta vez el rey moribundo se mantuvo firme. Con una dignidad en su lecho de muerte que constantemente había eludido a la pobre criatura deforme durante su vida, el último rey de la Casa de Austria insistió en que su voluntad prevaleciera. Murió el 1 de noviembre de 1700, en medio de la profunda inquietud de una nación a la que le resultaba casi imposible darse cuenta de que la dinastía que la había conducido a tales triunfos y desastres había dejado de existir repentinamente.

El duque de Anjou fue debidamente proclamado rey de España como Felipe V, e hizo su entrada en Madrid en abril de 1701. Un conflicto europeo general todavía podría haberse evitado si Luis XIV se hubiera mostrado menos prepotente en el momento del triunfo. Pero sus acciones alienaron a las potencias marítimas, y en mayo de 1702 Inglaterra, el Emperador y las Provincias Unidas declararon simultáneamente la guerra a Francia. Durante un tiempo, la guerra de Sucesión española, que duraría de 1702 a 1713, pareció amenazar a los Borbones con un desastre total. Pero en 1711 murió el emperador José, para ser sucedido en el trono imperial por su hermano, el archiduque Carlos, que había sido el candidato aliado al trono de España. La unión de Austria y España bajo un solo gobernante, que recuerda tan incómodamente a los días de Carlos V, era algo que atraía a las potencias marítimas incluso menos que la perspectiva de un Borbón en Madrid. En consecuencia, los ingleses y los holandeses se declararon dispuestos a aceptar una sucesión borbónica en España, siempre que Felipe V abandonara cualquier pretensión al trono francés. Acuerdo se formalizó en los Tratados de Utrecht de 1713, que también otorgaron a Gran Bretaña Gibraltar y Menorca. Un nuevo acuerdo de paz al año siguiente entre Francia y el Imperio entregó los Países Bajos españoles y las posesiones italianas de España a los austriacos. Con los tratados de 1713-1714, por tanto, se disolvió el gran imperio de Borgoña-Habsburgo que Castilla había llevado sobre sus hombros durante tanto tiempo, y se liquidaron formalmente dos siglos de imperialismo de los Habsburgo. El Imperio español se había reducido por fin a un imperio verdaderamente español, formado por las Coronas de Castilla y Aragón y las colonias americanas de Castilla.

La extinción de la dinastía de los Habsburgo y el desmembramiento del imperio de los Habsburgo fueron seguidos por el desmantelamiento gradual del sistema de gobierno de los Habsburgo. Felipe V fue acompañado a Madrid por varios consejeros franceses, de los cuales el más destacado fue Jean Orry. Orry remodeló la casa real siguiendo las líneas francesas y se dedicó a la gigantesca tarea de la reforma financiera. El proceso de reforma continuó durante toda la guerra y culminó con una reorganización general del gobierno, en el curso de la cual los Consejos comenzaron a asumir la forma de ministerios según el modelo francés. Por fin, tras décadas de estancamiento administrativo, España vivía esa revolución de gobierno que ya había cambiado el rostro de Europa occidental durante los cincuenta años precedentes.

El más importante de todos los cambios introducidos por los Borbones, sin embargo, se produjo en la relación entre la Monarquía y la Corona de Aragón. En el estado centralizado de estilo moderno que los Borbones intentaban establecer, la continuación de las autonomías provinciales parecía cada vez más anómala. Sin embargo, pareció por un momento como si la Corona de Aragón pudiera sobrevivir al cambio de régimen con sus privilegios intactos. Obedeciendo a los dictados de Luis XIV, Felipe V fue a Barcelona en 1701 para celebrar una sesión de las Cortes catalanas, la primera convocada desde las abortadas Cortes de Felipe IV en 1632. Desde el punto de vista catalán, se encuentran entre las Cortes más exitosas de la historia. sostuvo. Las leyes y privilegios del Principado fueron debidamente confirmados, y Felipe concedió importantes nuevos privilegios, incluido el derecho de comercio limitado con el Nuevo Mundo. Pero los propios catalanes fueron los primeros en darse cuenta de que había algo de incongruente en un manejo tan generoso de las libertades provinciales por parte de una dinastía notoria por sus rasgos autoritarios. Tampoco podían olvidar el trato que habían recibido a manos de Francia durante su revolución de 1640-1652, y el terrible daño infligido al Principado por las invasiones francesas durante el final del siglo XVII. Por lo tanto, quizás no sea sorprendente que a medida que la popularidad de Felipe V aumentaba en Castilla, decayera en Cataluña. Aleta Aliado, en 1705, los catalanes buscaron y recibieron ayuda militar de Inglaterra, y proclamaron al pretendiente austríaco, el archiduque Carlos, como Carlos III de España. Las tropas aliadas también fueron recibidas con entusiasmo en Aragón y Valencia, y la Guerra de Sucesión española se convirtió en una guerra civil española, librada entre las dos partes de la península unidas nominalmente por Fernando e Isabel. Las lealtades, sin embargo, fueron a primera vista paradójicas, pues Castilla, que siempre había odiado al extranjero, apoyaba las pretensiones de un francés, mientras que la Corona de Aragón, que siempre había sospechado tanto de las intenciones de los Habsburgo, defendía las pretensiones de un príncipe de la Casa de Austria.

En esta ocasión, Cataluña, aunque era una nación mucho más madura y responsable que en 1640, demostró haber cometido un error desastroso. El gobierno del archiduque Carlos en Barcelona fue lamentablemente ineficaz y probablemente se habría derrumbado en unos meses si no hubiera sido apuntalado por los aliados de Cataluña. Aragón y Valencia cayeron ante Felipe V en 1707 y fueron privados sumariamente de sus leyes y libertades como castigo por apoyar al bando perdedor. Era difícil imaginar cómo el Principado podía escapar de un destino similar a menos que sus aliados se mantuvieran firmes, y la firmeza era lo último que se podía esperar de una Inglaterra cada vez más cansada de la guerra. Cuando el gobierno conservador firmó la paz con Francia en 1713, dejó a los catalanes en la estacada, como los franceses los habían dejado en la estacada durante su revolución contra Felipe IV. Ante las igualmente sombrías alternativas de resistencia desesperada y rendición, los catalanes optaron por resistir, y durante meses la ciudad de Barcelona resistió con extraordinario heroísmo contra el ejército sitiador. Pero el 11 de septiembre de 1714 las fuerzas borbónicas montaron su asalto final y la resistencia de la ciudad llegó a su inevitable final. Desde el 12 de septiembre de 1714, Felipe V, a diferencia de Felipe IV, no fue simplemente rey de Castilla y conde de Barcelona; también fue Rey de España.

La caída de Barcelona fue seguida por la destrucción total de las instituciones tradicionales de Cataluña, incluida la Diputación y el Ayuntamiento de Barcelona. Los planes de reforma del Gobierno se codificaron en la llamada Nueva Planta, publicada el 16 de enero de 1716. Este documento marca en efecto la transformación de España de un conjunto de provincias semiautónomas en un Estado centralizado. Los virreyes de Cataluña fueron sustituidos por capitanes generales, que gobernarían conjuntamente con una Real Audiencia que dirigiera sus asuntos en castellano. El Principado se dividió en una nueva serie de divisiones administrativas similares a las de Castilla, y dirigidas por corregidores según el modelo castellano. Incluso las universidades fueron abolidas, para ser reemplazadas por una nueva universidad realista establecida en Cervera. La intención de los Borbones era acabar con la nación catalana y borrar las tradicionales divisiones políticas de España. Nada expresaba mejor esta intención que la abolición del Consejo de Aragón, ya realizada en 1707. En el futuro, los asuntos de la Corona de Aragón serían administrados por el Consejo de Castilla, que se convirtió en el principal órgano administrativo del nuevo estado borbónico. .

Aunque la nueva organización administrativa fue mucho menos lejos en la práctica que en el papel, la aprobación de la autonomía catalana en 1716 marca la verdadera ruptura entre los Habsburgo y la España borbónica. Si Olivares hubiera tenido éxito en sus guerras extranjeras, el cambio sin duda se habría producido setenta años antes, y la historia de España podría haber tomado un rumbo muy diferente. Tal como estaban las cosas, el cambio llegó demasiado tarde y de forma incorrecta. España, bajo el gobierno de los Borbones, estaba a punto de centralizarse y castellanizarse; pero la transformación se produjo en un momento en que la hegemonía económica de Castilla era cosa del pasado. En cambio, se impuso arbitrariamente un gobierno centralizado en las regiones periféricas más ricas, para ser retenido allí por la fuerza, la fuerza de una Castilla económicamente retrasada. El resultado fue una estructura trágicamente artificial que obstaculizó constantemente el desarrollo político de España, ya que durante los dos siglos siguientes el poder económico y político estuvieron perpetuamente divorciados. El centro y la circunferencia permanecieron así mutuamente antagónicos y los viejos conflictos regionales se negaron obstinadamente a extinguirse. La dicotomía Castilla-Aragón no podía eliminarse sumariamente de un plumazo, ni siquiera de un borbón.

sábado, 10 de octubre de 2020

Aztecas: La casa real de Tenochtitlan


La Casa Real de Tenochtitlan. Cuitlahua




María Castañeda de la Paz || Arqueología Mexicana

Cuitlahua era hijo de Axayácatl, habido con una mujer de Itztapalapa, motivo por el que su padre lo puso a gobernar en ese lugar, desde donde también fungía como capitán general de su hermano Moctezuma Xocoyotzin.

Como parte de su séquito, se sabe que le aconsejó a su hermano que no recibiera a Hernán Cortés en Tenochtitlan, motivo por el que el tlatoani tenochca, por medio de sus emisarios, trató de disuadir al conquistador de su avance hacia la ciudad empleando presentes y promesas. Sin embargo, no tuvo éxito. Cortés llegó a Itztapalapa y durmió en los palacios de Cuitlahua, para al día siguiente dirigirse a Tenochtitlan, donde lo esperaban Moctezuma, el propio Cuitlahua y Cacama, señor de Texcoco.

En un número anterior de esta revista vimos que la manera de proceder de Moctezuma Xocoyotzin ante Cortés y sus tropas no fue entendida por sus súbditos, ni por un sector de la nobleza, entre los que se hallaba Cuitlahua, que también se vio prisionero de los españoles en el palacio de Axayácatl. Cuando Cortés lo soltó, era previsible que abanderara el alzamiento contra los conquistadores, que derivaría en la llamada Noche Triste. Hay fuentes que señalan que los tenochcas lo consideraban ya su gobernante; sin embargo, parece que no fue nombrado formalmente hasta después de este alzamiento.

El detonante fue la muerte de Moctezuma, en 1520, por la pedrada que recibió de su pueblo. A decir de Cortés, Cuitlahua fue quien encabezó los combates aquel día, en los que murieron 450 españoles, 4 000 indios aliados y 46 caballos, principalmente en la acequia del Tolteca, que después se llamó Salto de Alvarado, en lo que hoy sería el lado noreste de la Alameda (colonia Guerrero). Todo parece indicar que una vez que los conquistadores españoles fueron expulsados de Tenochtitlan, la elección del nuevo señor recayó en Cuitlahua. Un nombramiento que estuvo regido por dos importantes patrones:

a) el antiguo orden colateral de sucesión, en el que a un hermano lo debía suceder otro; b) su valentía y arrojo, cualidades muy apreciadas para llegar al cargo, y que Cuitlahua demostró tener durante la cruenta batalla que acababa de encabezar. Después de esto, nobles y sacerdotes procedieron a realizar los rituales de entronización, que por la situación tan particular que se vivía en ese momento, debieron de carecer de la pompa de sus antecesores. No obstante, Cuitlahua y los que lo acompañaban se dispusieron a reedificar, limpiar y adornar los templos de la ciudad, donde hicieron las correspondientes fiestas a sus dioses, y en las que sacrificaron a más de un español, de aquellos que lograron capturar durante la Noche Triste.

Ahora bien, el recién proclamado señor de los tenochcas tan sólo pudo gobernar 80 días –40 días según otras fuentes–, a causa de la viruela que un esclavo negro que venía con Pánfilo de Narváez trajo consigo y que, asimismo, arrasó con un buen número de naturales. Por este motivo, tan sólo algunas fuentes pictográficas representan al tlatoani tenochca en su trono de petate, con el glifo onomástico de la voluta del excremento (cuitla-tl) que le da nombre. Por tanto, además de adecentar la ciudad, a Cuitlahua sólo le dio tiempo de prepararla para otro embate, fortaleciéndola con fosos y trincheras, a la vez que armaba a su gente y trataba de establecer alianzas con otros pueblos para acabar de una vez con los españoles que habían logrado sobrevivir. Y en esas andaba cuando le sorprendió la enfermedad y luego la muerte.

Una fuente señala que Cuitlahua contrajo nupcias con su sobrina, doña Isabel Moctezuma, hija de Moctezuma Xocoyotzin. Sin embargo, es bastante improbable. En primer lugar, porque el único que afirma esto es el cronista López de Gómara; en segundo lugar, porque López de Gómara nunca estuvo en la Nueva España y escribía a partir de lo que otros le contaban; y, en tercer lugar, porque doña Isabel jamás se refirió a un enlace con su tío, lo cual resulta bastante extraño. Lo que sabemos con certeza es que estuvo casado con Papantzin, conocida como Beatriz Papatzin tras su bautizo, procedente de la casa real de Texcoco, nieta de Nezahualcóyotl e hija de Moteixcahuia Cuauhtlehuanitzin, señor de esta ciudad. Fruto de ese matrimonio fue don Alonso de Axayácatl Ixhuetzcatocatzin, que siguió estrechando lazos con Texcoco, al contraer nupcias con una nieta de Nezahualpilli. Se dice que cuando doña Beatriz Papatzin quedó viuda, se casó con el entonces señor de Texcoco, don Hernando Cortés Ixtlilxóchitl.

Don Alonso siguió los pasos de su padre y se convirtió en cacique y gobernador de Itztapalapa. Por tanto, estuvo también a cargo de las tierras patrimoniales de su casa, al frente de las cuales prosiguió su prima hermana, doña Magdalena Axayácatl. Pero a diferencia de su prima, esta mujer estrechó lazos con Tenochtitlan al casarse con don Martín Moctezuma, hijo de don Pedro Moctezuma y nieto de Moctezuma Xocoyotzin.



María Castañeda de la Paz. Doctora en historia por la Universidad de Sevilla, España. Investigadora del IIA de la UNAM. Estudia la historia indígena prehispánica y colonial del Centro de México, y se especializa en la nobleza, la heráldica, la cartografía y los códices históricos indígenas.

Castañeda de la Paz, María, “La Casa Real de Tenochtitlan. Cuitlahua”, Arqueología Mexicana, núm. 154, pp. 20-21.

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viernes, 20 de febrero de 2015

España: Los bastardos de la línea Borbón

Los reales hijos bastardos de los Borbones

Javiero Sanz - Historias de la Historia

Lo de la sangre azul ya no se lleva. Y mejor no analizar la sangre de las monarquías del Viejo Mundo porque las podemos encontrar de todos los colores. Hace milenios, la realeza se mantenía pura en cuanto a que la descendencia tenía que ser del mismo linaje sanguíneo, sin mezclas foráneas. Desde hace siglos ese fin ya está desvirtuado por mucho que los cronistas se hayan empeñado en ocultar los deslices de algunos monarcas y las consecuencias que ello ha traído. Pasó con los Austrias (Felipe IV, famoso por sus infidelidades, tuvo más de 37 hijos bastardos, uno de ellos con una famosa actriz María Calderón “La Calderona“) y ha pasado, como era de suponer, con los Borbones.

Son varios libros los que han hecho referencia a esta manía de coleccionar amantes regios, pero uno de los últimos es Bastardos y borbones: Los hijos desconocidos de la dinastía (2011) donde José María Zavala desmenuza la compleja red de hijos ilegítimos que los reyes Borbones han traído al mundo desde los tiempos de Carlos IV hasta el siglo XX.


Árbol genealógico Borbones

Empecemos la lista con Carlos IV. En realidad, ninguno de sus hijos los engendró él, así que fueron borbones por parte de madre, la promiscua María Luisa de Borbón Parma, una prima hermana, y ya se sabe que esos matrimonios no traen buenas consecuencias genéticas. Tuvieron 14 hijos de las veinticuatro veces que la reina estuvo embarazada, pero sólo siete llegaron a la edad adulta. Quien llegó a sucederle en el reino, Fernando VII, fue casi con toda seguridad hijo bastardo de María Luisa y su amante Manuel Godoy. Y hay pruebas. Un sobre, con la indicación de “Reservadísimo”, incluía una carta fechada el 8 de enero de 1819 en la que fray Juan de Almaraz, confesor de la reina, afirmaba que seis días antes, tras escuchar la última confesión, in articulo mortis, de María Luisa, ésta le había transmitido…

ninguno, ninguno de sus hijos y hijas, ninguno, era del legítimo matrimonio… Ninguno de mis hijos lo es de Carlos IV y, por consiguiente, la dinastía de Borbón se ha extinguido en España.
carta


Duras palabras expresadas para obtener el perdón divino y el descanso de su alma. Este documento se conserva en el archivo del Ministerio de Justicia. Su hijo Fernando VII se casó cuatro veces y sólo tuvo descendencia con la última, María Cristina de Borbón. Para permitir que reinase su primogénita, promulgó la Pragmática Sanción que abolía la Ley Sálica impuesta por Felipe V que prohibía reinar a las mujeres, lo que originó una guerra civil pues su hermano Carlos María Isidro no lo aceptó de buena gana y fue el comienzo de las Guerras Carlistas.

Conclusión: si ninguno de los hijos de María Luisa de Parma eran hijos de su marido, entonces Fernando VII (padre de Isabel II) y los infantes Carlos María Isidro (cabeza de la rama carlista) y Francisco de Paula, el padre de Francisco de Asís, marido de Isabel I, ¿eran Borbones auténticos?

Aquí no acaba la cosa del fornicio. Cuando Isabel II contaba 16 años, el Gobierno arregló un matrimonio con su primo hermano Francisco de Asís. Aseguran los historiadores que cuando la reina se enteró de quién iba a ser su futuro esposo exclamó: “¡No, con Paquita no!” Tal y como relató al embajador Fernando León y Castillo durante su exilio parisino, Isabel II dijo: «¿Qué podía esperar de un hombre que en la noche de bodas llevaba más encajes que yo?». Por encima de tales anécdotas, escritores próximos a los hechos (como Baroja) refieren que el Rey consorte (al que tanto le iba el conejo como la trucha) era padre de varios hijos ilegítimos y se le conocían diversas amantes. Oficialmente, Isabel II de Borbón tuvo doce embarazos, contando varios abortos, de los que sólo sobrevivieron cinco hijos. Uno de ellos fue concebido por el capitán de ingenieros Enrique Puigmoltó, según los rumores más persistentes y maliciosos. Tal era así que el futuro rey Alfonso XII, a nivel popular, tenía el sobrenombre de “Puigmoltejo“.

La licenciosa vida de la reina Isabel II no quedó desmerecida en absoluto por las correrías de su hijo Alfonso XII, padre de dos bastardos que no llegaron a reinar: Alfonso, nacido en 1880, y Fernando, al año siguiente, fruto de su relación con la cantante de ópera Elena Sanz, a los que pasaba una pensión como buen padre de familia lejana. Muerto el rey en 1885, su viuda y regente María Cristina de Habsburgo, apodada Doña Virtudes, se negó a continuar pagando a los que consideraba hijos del pecado. La cantante supo hacer valer su condición y mediante un hábil chantaje en el que utilizó las cartas que conservaba de su amante, logró una importante suma de dinero, nada menos que 750.000 pesetas de 1886, una fortuna que pagó el Patrimonio del Estado para que no se dieran a conocer públicamente estos descendientes bastardillos. Algo que no consiguió. Una de las cartas de amor decía: “IDOLATRADA ELENA: Cada minuto te quiero más y deseo verte, aunque esto es imposible en estos días. No tienes idea de los recuerdos que dejaste en mí. Dime si necesitas guita y cuánta. A los nenes un beso de tu Alfonso”.

Y su sucesor legítimo, Alfonso XIII, tampoco le fue a la zaga en las hazañas que hizo su abuela o su padre. Fue el introductor del cine porno en España pues le gustaban con delirio estos pequeños cortos de la Royal Films (curioso nombre para no levantar sospechas, digo yo) y tal vez, fruto de esos ardores del celuloide, dio rienda suelta a su imaginación y tuvo varios hijos ilegítimos, tres de ellos con la actriz Carmen Ruiz Moragas. Uno fue el famoso Leandro Alfonso Ruiz de Moragas (nacido en 1929) que consiguió el derecho judicial a usar el apellido Borbón. El destino, que es muy caprichoso, quiso que otro de ellos, el actor Ángel Picazo, representase el papel de su padre en la película Las últimas horas (1965).


Leandro Alfonso Ruiz de Moragas

Y aquí dejamos la lista borbónica sin añadir más nombres a la misma porque al final tendrían razón los hermanos Bécquer cuando Gustavo Adolfo escribió y Valeriano dibujó un álbum de láminas procaces e irreverentes, con el seudónimo de Sem, para avisar de los excesos sexuales del reinado de Isabel II y toda su corte, con el expresivo título de “Los Borbones en pelota“. Pues punto pelota y a otra cosa, mariposa.

lunes, 16 de febrero de 2015

Los Borbones en América

Borbones en América


Felipe V de Borbón y su familia

El absolutismo auspiciado por los Borbones, y la pretensión de hacer olvidar las ideas populistas enseñadas por los jesuitas, mediante la acción de funcionarios peninsulares designados para actuar en América, no tuvo suficiente fuerza como para borrar las tesis fundamentales de la neoescolástica. Sin embargo, tanto en España como en las provincias del Nuevo Continente, el cambio de dinastía significó la paulatina consolidación de medidas gubernamentales que constituían la negación de toda una tradición de varios siglos. En la península ibérica murieron “en manos del primer Borbón (nieto de Luis XIV), las libertades locales, el régimen foral, el municipio y los gremios, quedando anulados en su influencia política las clases sociales, especialmente la eclesiástica, por el atropello a la Iglesia en sus inmunidades y fueros, que cometió el naciente regalismo” (1).

En América, “en lo que a la vida administrativa se refiere, el absolutismo no innovó de entrada. La experiencia había demostrado la bondad del régimen creado por los Austrias, bondad confirmada por la circunstancia de que las provincias americanas se mantenían fieles a la corona sin necesidad de apelar a fuerzas de ocupación ni a medidas de carácter coercitivo. Es así como los cabildos continuaron con sus libertades hasta la aparición de la Ordenanza de Intendentes, acto de cercenamiento de esas libertades, que el Virreinato del Río de la Plata fue el primero en sufrir. Antes de él, la expulsión de la Compañía de Jesús constituyó una demostración de que algo había cambiado en la península y, por cierto, el comprobarlo, lejos de contribuir a la unidad del imperio, produjo en él una primera fisura, pues los americanos tenían muy fundadas razones para respetar la obra realizada por los jesuitas en la tarea de elevar el nivel de civilización y cultura en el Nuevo Mundo” (2).

Además, habiendo sucedido a la expulsión de la Compañía, las reales cédulas encaminadas a obtener el destierro de las doctrinas populistas y a la prohibición de estudiar en los claustros universitarios las teorías referentes al “regicidio” o “tiranicidio”, y las restantes medidas encaminadas a difundir los principios absolutistas de la dinastía borbónica, a manera de ultra compensación contribuyeron a prestigiar en América a la Compañía, favoreciendo así, por paradoja, el posterior movimiento emancipador. No es sorprendente, pues, que en 1784, Ambrosio Funes, en carta dirigida a uno de los sacerdotes expatriados por Carlos III, le dijera, con motivo de la insurrección de Tupac Amaru: “Ni en diez y ocho siglos acabaremos de soltar las raíces que ustedes plantaron en nuestro interior y exterior modo de pensar”. Ramiro de Maetzu, en su obra Defensa de la hispanidad, asegura que la expulsión de los jesuitas fue uno de los factores que más eficazmente contribuyó a indisponer los ánimos de los criollos contra las arbitrariedades de la metrópoli (3). “Aquel acto de embravecido despotismo, por el que fueron expatriados los jesuitas en 1767, pudo ser aplaudido en algunos centros o núcleos liberales de la península, pero fue universalmente repudiado en América. No puede dudarse de esta realidad, y la prueba más elocuente la hallamos en el hecho de que no bien se produjo la emancipación en las diversas regiones hispanoamericanas, una de las primeras iniciativas fue, doquier, la referente a la vuelta de los jesuitas. Media centuria no había bastado para borrar ni aun para debilitar el altísimo concepto que de ellos tenía la América hispana. Aún más: no pocos de los que pretendieron trabajar en pro de la emancipación, como el famoso Manquiano, se disfrazaron de jesuitas sin serlo para poder así conquistarse más fácilmente los ánimos de las gentes” (4). Por el prestigio que aun después de la expulsión conservaba la Compañía, “se creía que el arroparse de jesuita era una garantía de éxito ante las gentes americanas. Fue así la palabra jesuita como una alborada de la palabra democracia… y con ella se confundía doctrinalmente, ya que antes y después de 1767 fueron los religiosos de la Compañía de Jesús los más decididos y fervorosos paladines de las doctrinas populistas, plenamente antiabsolutistas” (5).

Sin lugar a dudas, las ideas despóticas pregonadas por los españoles durante la segunda mitad del siglo XVIII unidas a la arbitraria expulsión de 1767, contribuyeron a amenguar la influencia de la neoescolástica. Empero, a pesar de estos factores, las doctrinas políticas de los expulsos sobrevivieron a las medidas dictadas con el objeto de extirparlas (6). “Si bien es cierto que el despotismo monárquico persiguió la escueal jesuítica y logró la extinción de la Compañía, privando repentinamente a la cultura rioplatense de las cátedras en que se nutría, no pudo su ensañamiento desarraigar de las mentes las ideas suarecianas sobre el origen democrático de la autoridad que iluminan los primeros movimientos populares de nuestra independencia nacional. Esto último constituye el hecho más extraordinario en la historia de las ideas políticas argentinas, y revela la hondura y perseverancia con que maduraron en la conciencia de las sucesivas generaciones las enseñanzas difundidas, con autoridad y coherencia, desde las primeras cátedras universitarias del país” (7).

La influencia de los antecedentes doctrinales que se remontan a Vitoria, a Suárez y a todos los autores de la escuela política española, se prolonga –como lo veremos más adelante- superando las vallas opuestas por el absolutismo borbónico, durante los años en que, como consecuencia de la expansión napoleónica, los virreinatos y capitanías generales reasumieron el poder conferido a la momentáneamente acéfala Casa de Castilla. Los iberoamericanos se limitaron, en tal emergencia, a aplicar principios políticos seculares y preceptos contenidos en la misma legislación hispánica. “El argumento jurídico de la instalación de las Juntas en América estaba dado por el derecho político español, y los mismos supuestos sobre los que se erigieron las Juntas en España iban a servir para que se organizasen los nuevos gobiernos en este lado del Atlántico” (8). En la península ibérica obraban los españoles siguiendo lo dispuesto en las Leyes de Partidas. “En la ley tercera, título décimoquinto de la partida segunda, se indicaba que, para los casos en los cuales el rey estaba impedido para gobernar y no había designado regentes, debía constituirse una junta de gobierno cuyos vocales serían designados por los mayorales del reino, prelados, hombres ricos, demás hombres buenos y honrados de las villas, con el objeto de evitar el despotismo que pudiera originarse si se designaba para la regencia una persona solamente” (9).

No es extraño, pues, que en América los criollos procedieran de manera análoga. Por todo ello, sin minimizar las restantes influencias ideológicas que vamos a analizar, estimamos que la objetividad obliga a acordar prioridad en la génesis del pensamiento emancipador a las doctrinas de origen hispánico. Nos explicamos que tales precedentes hayan sido soslayados o ignorados por nuestros primeros historiadores en razón de que, en la época en que escribieron, subsistía –parcialmente al menos- la hispanofobia difundida en América con motivo de las guerras provocadas por nuestra emancipación. “La Revolución de Mayo –ha escrito Ricardo Levene- está enraizada en su propio pasado y se nutre en fuentes ideológicas hispanas e indianas. Se ha formado durante la emancipación española y bajo su influencia, aunque va contra ella, y solo periféricamente tienen resonancia los hechos y las ideas del mundo exterior a España e Hispano-América que constituía un orbe propio. Sería absurdo filosóficamente, además de serlo históricamente, concebir la Revolución de Mayo como un acto de imitación simiesca, como un epifenómeno de la Revolución Francesa o de la Revolución Norteamericana. El solo hecho de su extensión y perduración en veinte Estados libres es prueba de las causas lejanas y vernáculas que movieron a los pueblos de América a abrazar con fe la emancipación, hecho trascendental que está en la serie universal de las revoluciones libertadoras” (10).

Referencias


(1) Belisario Montero. Un filósofo colonial: el doctor Carlos Joseph Montero, Buenos Aires, 1915, ps. 117 y 119.
(2) Vicente D. Sierra. Historia de las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, 1950, página 121.
(3) Ver Archivo de la Provincia Argentina de la Compañía de Jesús: Carta de don Ambrosio Funes, 1784; y Defensa de la hispanidad, p- 106, citados por Guillermo Furlong S. J., en Los jesuitas y la escisión del Reino de Indias, ps. 106 y 107.
(4) Guillermo Furlong S. J., ob. Cit., p. 106.
(5) Ídem, p. 83.
(6) Ver Guillermo Furlong S. J., Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, p. 219. Ver también la supervivencia de las doctrinas populistas en Raúl A. Orgaz, Cuestiones y notas de historia, Córdoba, 1922, ps. 28 a 30. Sobre las enseñanzas del padre franciscano Juan José Casal ver la citada obra Los jesuitas y la escisión del Reino de Indias, p- 60.
(7) Atilio Dell’Oro Maini, Presencia y sugestión del filósofo Francisco Suárez, Buenos Aires, 1959, p. 19.
(8) Edberto Oscar Acevedo, América y los sucesos europeos de 1810, en revista “Estudios”, nº 513, p. 173, mayo de 1960.
(9) Ídem, p. 173.
(10) Ricardo Levene, Historia filosófica de la Revolución de Mayo, La Plata, 1941, p. 11.

Fuente

Rodríguez Varela, Alberto, Romero Carranza , Ambrosio y Ventura Flores Pirán, Eduardo – Ediciones Pannedille, “Historia Política de la Argentina”, Tomo 1, Buenos Aires (1970).
Turone, Gabriel O. – Portal www.revisionistas.com.ar

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