EL 20 DE SEPTIEMBRE DE 1801, EN CACHI, SALTA, NACE EUSTOQUIO FRÍAS, GRANADERO DE SAN MARTÍN, QUIEN LLEGARÍA AL GRADO DE TENIENTE GENERAL DEL EJÉRCITO ARGENTINO, Y FUE EL ÚLTIMO GRANADERO QUE VIO BUENOS AIRES: "...LA PATRIA ERA POBRE Y YO TAMBIÉN."
Eustoquio Frías fue el último de los jefes del Ejército de los Andes que vio Buenos Aires. Un día le preguntó el presidente de la Nación Argentina, Caros Pellegrini, si aún conservaba alguna de sus espadas usadas en las campañas Libertadoras, y Frías le contestó con voz pausada: "No, aunque he cuidado mucho mis armas, porque la Patria era pobre y yo también. El sable que me regaló Necochea en Mendoza, lo rompí en Junín. Ya estaba algo sentido...." Nacido el 20 de septiembre de 1801 en Cachi, Salta, Virreinato Español del Río de la Plata, era hijo del comandante Pedro José Frías Castellanos, que perdió una pierna en la batalla de Tucumán, y de la patriota María Loreto Sánchez Peón y Ávila, junto con Juana Moro una de las líderes de la organización de espionaje constituida por las salteñas. En esa batalla, por orden del mismo general Manuel Belgrano, el niño se dedicó a alcanzar agua a los soldados de la artillería patriota.
Tuvo contacto por primera vez con el Regimiento de Granaderos a Caballo en 1814, época en que el entonces coronel José de San Martín era Jefe del Ejército del Norte, y juró que algún día iba a pertenecer a mismo. Cuando su familia se mudó a San Juan, antes de cumplir los 15 años se incorporó como cadete a los Ganaderos, en marzo de 1816, gracias al padrinazgo del comandante Mariano Necochea, que había conocido a su padre durante las campañas del Alto Perú, aunque no participó en el Cruce de los Andes ni en la campaña de Chile. No obstante en 1818 fue trasladado a Chile con el último Batallón de Granaderos y participó de la campaña de Chillán, o segunda del sur de Chile. Hizo la campaña del Perú y participó de las campañas de la sierra, de Quito, de Puertos Intermedios y de Ayacucho, y en las batallas de Nasca, Cerro de Pasco, Callao, Riobamba y Pichincha, en todos los casos a órdenes del coronel Juan Lavalle. Cuando Lavalle regresó a Lima, dejó los Granaderos a cargo de Frías, que los llevó hasta la capital peruana unos meses más tarde. Hizo toda la campaña del Perú, fue de la primera y segunda expedición a la sierra, a las órdenes de Arenales, se batió en Nazca y en cerro de Pasco. Concurrió al asalto del Callao, a la campaña de Quito y fue uno de los noventa y seis granaderos con que Lavalle cumplió la hazaña de Riobamba. Lo condecoraron en Pichincha. Volvió a Lima conduciendo a los granaderos que habían quedado en la capital del Ecuador. A mediados de enero de 1823 combatió en Chunchanga, donde una bala le cruzó el brazo derecho. En 1824 formó entre los 120 granaderos que se incorporan al Ejército de Simón Bolívar en Huarar. Con ellos llegó hasta la batalla de Junín. En la batalla de Ayacucho fue una de las 80 lanzas, todas en manos de granaderos argentinos, que participaron en la victoria; y allí fue herido de un bayonetazo en la rodilla. Regresó a la Argentina en diciembre de 1825, como bien se reflejó el 25 de diciembre de 1825 cuando se publicó la noticia de que había llegado a Mendoza, conducido por el coronel Félix Regado (o Bogado), el "resto del Ejército de Los Andes, después de nueve años de campaña", y se dio la lista de los diecinueve o veinte "sobrevivientes", entre los cuales figuraba el portaestandarte Eustoquio Frías. Estos restos del Regimiento de Granaderos arribaron a Buenos Aires en febrero de 1826, y allí la unidad fue disuelta; no obstante Frías se incorporó a la campaña del Brasil en el Regimiento de Caballería N° 16, a órdenes de Olavarría, luchando en el Ombú. En la batalla de Ituzaingó combatió a órdenes del coronel Juan Lavalle, siendo ascendidos ambos al término de la batalla; Lavalle alcanzó el grado de general, y Frías el de capitán.
A su regreso a Buenos Aires, acompañó a Lavalle en la revolución contra Manuel Dorrego y en la guerra contra Juan Manuel de Rosas; luchó en Navarro y Puente de Márquez. Permaneció en Buenos Aires cuando Lavalle se exilió, y fue destinado a la frontera oeste con los indígenas. A fines de 1830, cuando se estaba organizando la campaña contra la Liga del Interior, Frías fue convocado para la misma. Pero escribió al gobernador Rosas, pidiéndole su pase a retiro, ya que, según su puño y letra, "pertenezco al partido contrario al de V.E. y mis sentimientos tal vez me obliguen a traicionarle, y para no dar un paso que me desagrada, suplico a V.E. se digne concederme el retiro." Rosas lo llamó -según Ibarguren- para manifestarle "que le agradaba su franqueza", le donó quinientos pesos, le concedió el retiro y le aseguró que en caso de necesidad lo buscara -"no al gobernador, sino a Rosas"- pues no lo iba a olvidar. Permaneció en Buenos Aires, dedicado al comercio. Cuando la presión de los partidarios de Rosas se hizo insostenible, en 1839 se exilió en Montevideo, desde donde pasó a la provincia de Entre Ríos, incorporándose al ejército de Lavalle. Fue uno de los oficiales del segundo ejército correntino contra Rosas, combatiendo en las batallas de Don Cristóbal, Sauce y Quebracho Herrado. El general Lavalle lo nombró segundo jefe de la división del coronel José María Vilela, destinada a la campaña de Cuyo, con el grado de teniente coronel. En la derrota de Sancala fue tomado prisionero y conducido a pie hasta Buenos Aires. Durante ocho meses permaneció encerrado en un calabozo del cuartel de Retiro, hasta que fue liberado por pedido expreso del jefe de la escuadra francesa del Río de la Plata. En marzo de 1842 se fugó a Montevideo, donde participó de la defensa de la ciudad durante el sitio impuesto por el general Manuel Oribe. Luego pasó a Corrientes a órdenes del general José María Paz, y se quedó allí después de las desavenencias entre éste y los Madariaga. Participó en la batalla de Vences y (tras la derrota) huyó al Paraguay. Regresó al Uruguay cuando le llegó la noticia de la rendición de Oribe. Se incorporó al Ejército Grande de Urquiza y participó en la batalla de Caseros. Apoyó la revolución del 11 de septiembre de 1852 y la defensa contra el sitio de Buenos Aires impuesto por los federales. Fue destinado como comandante a la frontera oeste, con sede en Salto, y realizó varias campañas contra los indígenas a órdenes de Emilio Mitre. Mandó en jefe una importante campaña hacia la sierra de la Ventana en 1858, que no obtuvo resultados satisfactorios. Participó en la victoria porteña en la batalla de Pavón, tras la que fue ascendido al grado de general, y regresó a la frontera.
No fue admitido en la guerra del Paraguay por su avanzada edad, salvo en breves misiones de intendencia y administración. Después de la batalla de Tuyutí fue ascendido al grado de general de división. Pero, ¡molesto porque no se le permitía luchar!, pidió el pase a retiro. Fue ascendido a teniente general en retiro en 1882. Dos años más tarde, fue nombrado comandante de la Guarnición Militar Buenos Aires, un cargo puramente administrativo. Destaca de esa época una fotografía de él junto a un moreno asistente, tomada por Witcomb, pudiéndose leer al dorso de la misma “Dedicada en recuerdo de amistad a la amable y simpática señorita Brígida López”, y firmada “Eustoquio Frías”, con fecha: “Buenos Ays. Enero 28 de 1886”. Aún ocupaba el cargo de comandante de la Guarnición Militar Buenos Aires cuando se sucedió la golpista revolución radical de 1890, pero no tuvo actuación alguna en la misma. Pasó definitivamente a retiro en diciembre de ese año. Falleció en Buenos Aires el 16 de marzo de 1891, descansando sus restos durante 40 años en el Cementerio de la Recoleta, hasta ser trasladados a la ciudad de Salta, donde aún permanecen hoy, en el Panteón de las Glorias del Norte, de esa ciudad.
El 21 de abril de 1822 Juan Lavalle,
entonces un soldado de veinticinco años, se ganó el apodo de “León de
Riobamba”, una distinción que de alguna manera se hizo extensiva a los
noventa y seis granaderos que cargaron contra más de cuatrocientos
españoles obligándolos, en una primera instancia, a retroceder. Cuando
repuestos de la sorpresa, o el susto, la caballería y la infantería
española se lanzaron en la persecución de los granaderos que regresaban a
su base trotando como si estuvieran paseando, se produjo un segundo
encuentro, en el que otra vez los españoles fueron derrotados.
La batalla de Riobamba se libra en Ecuador y de
alguna manera prepara las condiciones para la posterior victoria de las
tropas americanas en Pichincha. Los granaderos de San Martín se habían
incorporado al ejército dirigido por el mariscal Antonio Sucre y, a
juzgar por los resultados, adquirir en “préstamo” a los granaderos fue
una de sus mejores ocurrencias.
Según las crónicas, el 22 de abril fue un día
lluvioso. El barro dificultaba el desplazamiento de los soldados y
obligaba a tomar precauciones especiales a la hora de decidir la batalla
con el enemigo. Sucre le ordenó a Lavalle que inspeccionara el terreno.
Nada más que eso; una inspección para obtener algunos datos
indispensables para el futuro combate. Lavalle avanzó con sus hombres y
de pronto se encontró con tres batallones españoles que lo triplicaban
en hombres y armamentos. Lo prudente en ese caso hubiera sido
retroceder, pero Lavalle nunca fue prudente, mucho menos en esas
circunstancias.
Los españoles no podían creer lo que veían sus ojos.
Un grupo de hombres avanzaba sobre ellos al grito de “¡a degüello!”. El
aspecto de los soldados criollos debe de haber sido temible porque luego
de una breve resistencia los que retrocedieron fueron los españoles.
Lavalle los persiguió, ordenándoles a sus hombres que se detuvieran
cuando advirtió que la caballería española había llegado hasta donde
estaba apostada la infantería. Entonces dio orden de retroceder. Lo
hicieron despacio, como si estuvieran paseando, “al trote”, dice el
informe oficial. Los españoles, tal vez avergonzados por haber sido
corridos por noventa soldados, decidieron perseguirlos.
El informe posterior que Sucre le envió a San Martín
es elocuente: “Lo mandé a un reconocimiento a poca distancia del valle y
el escuadrón se halló frente a toda la caballería enemiga y su jefe
tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez
de la que habrá raros ejemplos”. Sucre concluye su informe a San Martín
diciendo de Lavalle: “Su comandante ha conducido su cuerpo al combate
con una moral heroica y con una serenidad admirable”.
Conviene subrayar una de las frases de Sucre: “La
elegante osadía...”. La decisión de Lavalle fue improvisada, no cumplió
ninguna orden, no se atuvo a ninguna instrucción, por el contrario lo
suyo fue una improvisación o, para ser más precisos, una inspiración,
una genial inspiración. El informe que el propio Lavalle hizo por su
lado parece coincidir con esta hipótesis. En un primer párrafo describe
el momento en que retrocede después de la primera carga y cómo luego
observan que la caballería española regresa al galope. Son muchos, están
bien armados y se trata de soldados expertos en guerrear, pero... “ el
coraje brillaba en el semblante de los bravos granaderos y era preciso
ser insensible a la gloria para no haber dado una segunda carga”, ataque
que en ese caso contó con el auxilio de los Dragones de Colombia,
quienes estando a las órdenes de Sucre se involucraron en el combate .
O sea que la batalla de Riobamba se libró en dos
tiempos, y en ambos las tropas americanas salieron airosas. El balance
de pérdidas en vidas y armamentos permite asegurar que hubo ganadores y
perdedores. Los españoles dejaron en el campo de batalla alrededor de
cincuenta muertos y un número similar de heridos, mientras que los
criollos sólo tuvieron que lamentar dos bajas.
Diez años antes, con sólo quince años de edad,
Lavalle había ingresado al cuerpo de Granaderos a Caballo creado por el
entonces teniente coronel José de San Martín. Aún no le había terminado
de crecer la barba y ya estaba enredado en combates y batallas. Después
de haber guerreado una temporada en la Banda Oriental fue trasladado a
Mendoza donde se incorporó al proyecto del Ejército de los Andes. Desde
ese momento puede decirse sin exagerar que estuvo en todas y en todas se
lució y ganó honores y ascensos. Desde Chacabuco, donde fue ascendido a
capitán, hasta Ituzaingó donde le otorgaron el grado de general en el
mismo campo de batalla después de haber improvisado una carga de
caballería que se hizo célebre y que para más de un observador militar
decidió la batalla, Lavalle trazó un itinerario de combatiente que le
permitió ganar con justicia el título de guerrero de la Independencia.
El héroe de Riobamba nunca renunció a su condición de
granadero y soldado de San Martín. Después de Riobamba siempre lució
con orgullo la distinción que le otorgó San Martín, distinción que
muchos años después, cuando ya estaba embarrado en las guerras civiles,
sacó a relucir para refutar a sus enemigos que lo acusaban de traidor a
la patria. “El Perú a los vencedores de Riobamba”, decía el brazalete
entregado por San Martín a su granadero.
Los méritos de Lavalle son también los méritos del
cuerpo de granaderos, ese regimiento que recibió su bautismo en San
Lorenzo y luego recorrió medio continente, siempre combatiendo contra
los enemigos de la Independencia. Los granaderos regresaron a Buenos
Aires catorce años después de haber sido creados. Llegaban cargados de
glorias y cicatrices. No eran muchos. De los mil hombres que marcharon a
Mendoza sobrevivieron 120.
Desde Buenos Aires a Colombia hay miles de
kilómetros. Estos bravos soldados los recorrieron peleando sin tregua.
Estuvieron en Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Bolivia. En todos lados
recibieron reconocimientos y elogios. Ganaron y perdieron batallas,
mataron y murieron, combatieron en la montaña, en la llanura y en el
mar, y siempre defendieron los principios que en su momento les
inculcara San Martín, normas de disciplina tan austeras y exigentes que
hasta sancionaban al soldado que golpease a una mujer “aunque hubiera
sido insultado por ella”.
La suerte de los granaderos estuvo ligada a la de su
jefe. Cuando San Martín dejó Perú, ellos iniciaron el retorno a Buenos
Aires. El viaje fue largo y cargado de acechanzas. Hubo rebeliones,
naufragios y acciones heroicas. El 19 de febrero de 1826, setenta y ocho
granaderos a las órdenes del coronel Félix Bogado entraron a la ciudad
de Buenos Aires que los recibió como héroes. De los setenta y ocho,
había seis que realizaron toda la campaña, desde San Lorenzo a Junín.
Importa recordar sus nombres porque lo merecen: Paulino Rojas, Francisco
Olmos, Segundo Patricio Gómez, Dámaso Rosales, Francisco Vargas y
Miguel Chepaya.
El 23 de abril de ese año, y en homenaje a la batalla
de Riobamba, don Bernardino Rivadavia decidió incorporarlos a su
escolta, honor que mantienen hasta el día de la fecha. Para 1826 San
Martín ya estaba en el exilio, pero cuando se enteró de la noticia no
disimuló su satisfacción. Los granaderos habían sido su creación, su
primera criatura, la niña de sus ojos, como se decía entonces. San
Martín siempre consideró a los granaderos como un regimiento ejemplar,
como un modelo de profesionalismo militar. Parco y medido como era en
los elogios, dijo de ellos una de las frases más ponderativas que
salieron de la boca de ese hombre enemigo de las palabras fáciles y la
retórica liviana: “De lo que mis granaderos son capaces, sólo yo lo sé.
Habrá quien los iguale, quien los supere, no”.
Eufrasio Videla: "Así, como allá al frente, estaban los españoles en un cerrillo blanco". Don Eufrasio Videla es un viejo alto, flaco, nudoso, erguido, casi tan erguido como los álamos que cortan las perspectivas en los alrededores de Mendoza. Apenas un saludo y le espeté mi invariable pregunta: — ¿Cuántos años? — Treinta y ocho. — ¿Nada más? El viejo sonríe, baja la cabeza para detener la mirada en el sombrero de anchas alas, color te con leche, al que sus dedos retorcidos como sarmientos hacen girar con porfía. Pienso en que el pobre hombre ha perdido noción del tiempo, que desvaría su cabeza, que su memoria, más flaca que su cuerpo, yace tendida bajo la nieve de muchas décadas, porque me dijeron que don Eufrasio es hombre que ha traspasado los cien, y recupero mi actitud de moderno inquisidor. — ¿Treinta y ocho nada más don Eufrasio ? Sus labios mascullan un "ciento" y sale de nuevo, bien nítido, el ''treinta y ocho''. Ahora me parecen muchos los años, mas no me detengo a aclarar el punto y prosigo el interrogatorio, haciendo que repita las respuestas dos y tres veces, — y hasta cuatro y cinco, — a fin de alcanzar su sentido, pues resultan ininteligibles la mitad de las palabras en el lento balbucir de sus labios. Dijéronme que fue soldado de San Martín, pero no estuvo en el Plumerillo, ni se acuerda del general. — Yo estaba en San Juan, entonces, cuando decían que en Mendoza se formaba el ejército, y pasamos por ahí arriba, por Los Patos. — ¿Peleó usted? — ¿Y cómo no? Ahí en el Zanjón de Maipo, cuando ya no quisieron pelear más. — ¿Pero se acuerda de Maipo? — Sí que me acuerdo. Fue allí, pues, la última batalla, donde se rindieron. — ¿Y cómo empezó la cosa? — Unos cuantos días antes yo había llegado con los que salimos de San Juan. Después fueron, viniendo otros grupos de prisioneros y así se fue formando el ejército. (Pudiera el relato, muy bien, referirse a la llegada de dispersos de Cancha Rayada). Nosotros estábamos de la parte de aquí, —prosigue don Eufrasio, y al hacerlo sale al descanso de la escalera, poniendo cara a los Andes, — y como en la parte de allí enfrente, en un cerrito blanco, estaban los godos. — Flojanazos, ¿verdad? — Hum ... ¡Fieros habían sido! Peleamos y peleamos y no aflojaban... Después no quisieron pelear mas cuando vieron que nosotros tampoco aflojábamos. Entonces corrimos atrás pa que se rindieran. — ¿Y se rindieron? — ¿Y cómo no? Si ya no tenían más ganas de pelear. — ¿Y se entregaban? — Muchos so entregaban, otros querían escapar. Pero nosotros los alcanzábamos. — ¿Y no decían nada los españoles? — ¿Quiénes, los godos? Sí, decían: ''¡No mate corcho, no mate!'', cuando los alcanzábamos. Brillaron un punto sus pupilas, las arrugas dibujaron con gran esfuerzo una sonrisa y luego enmudeció el hombre, bajó la cabeza, y el sombrero retornó a girar entre los dedos. Lo demás que nos contó forma un maremágnum de hechos y episodios confundidos, en que se mezclan sin distinción de épocas, Rozas y Quiroga y las montoneras y la guerra del Paraguay. El viejecito Videla vive en la casa del ingeniero Fossati en la calle San Martín, 1778. Nos dijo este caballero, que Videla no conserva papel alguno, y que las medallas que poseyó en un tiempo las ha perdido o regalado, según relato del mismo don Eufrasio, y que el coronel Morgado, guerrero del Paraguay, le conoció en el ejército y de aspecto casi tan viejo entonces como ahora. El gobierno de Mendoza le pasa una pequeña pensión, que le alcanza para cubrir sus modestos gastos. Lo demás se lo otorga la caridad de las personas que le recogen en su casa. No podemos establecer a ciencia cierta si ha sido o no guerrero de la independencia porque ni siquiera la edad consta por documento público, pero si los 138 años son muchos años, es en cambio verdad que por estos pagos no son escasos los hombres de 110 o 115 años, y Videla bien puede oscilar entre estas dos últimas cifras y haber pertenecido a alguna de las milicias o cuerpos auxiliares del ejército de San Martín. Mendoza, marzo 22. Así reza esta nota publicada el 21 de Mayo de 1910 en la revista 'Caras y Caretas' Nº607 (Semanario Festivo, Literario, Artístico y de Actualidades).
AR-AGN-CyC01-dr-7-354020. Buenos Aires. Argentina. (AGN│Archivo General de la Nación)
Ya el Ejército de los Andes, había subido los inmensos montes, descendido del lado chileno, y derrotado a las tropas del Rey en "Chacabuco", el 12 de febrero de 1817. El avance patriota es imparable y el 20 de febrero Valparaíso cae en poder de los insurgentes. Sin embargo, algunos buques que se hallaban en alta mar desconocían el cambio político que había acontecido en las costas chilenas. Es así que el día 22 arriba al puerto porteño (la ciudad de Valparaíso utiliza el mismo gentilicio que la ciudad de Buenos Aires) un bergantín-transporte llamado "Águila". Ya es noche cerrada, por eso sus tripulantes no desembarcan, y quedan sin enterarse que el puerto estaba en manos de argentinos y chilenos. Ver semejante presa anclada frente a sus narices, y no pretender capturarla, fue inspiración de un instante en la mente de los patriotas. Se decide hacer un asalto nocturno. Y para eso se le encomienda a un muy joven Oficial de Granaderos que realice tal peligrosa tarea. Su nombre: Isidoro Suarez, el mismo Oficial que se cubrirá de Gloria en "Junín" y su famosa carga al frente de los Húsares, en 1824. ¡Apenas había cumplido los 18 años el 2 de enero de ese año! Se embarca en un bote, acompañado por 14 Granaderos a Caballo y siete marineros. Exactamente a la una de la mañana del 23 de febrero de 1817, inicia el asalto al bergantín. Ochenta hombres del Rey guarnecían aquel barco, los cuales fueron tomados por absoluta sorpresa por aquel puñado de valientes, que inmediatamente dirigieron el buque bajo la protección de las baterías costeras. Cualquier intento de resistencia por parte de aquellos ochenta marinos españoles hubiese significado el cañoneo del navío. Rápidamente se rinden a aquel grupo de corajudos. Semejante acto de arrojo le valió a aquel joven Alferez, Isidoro Suarez de apenas 18 años, el ascenso inmediato a Teniente. Su Glorioso sable, ya estrenado en "Chacabuco" y refrendado en el Asalto al "Aguila", seguirá regalando hermosas Joyas Heroicas a la Corona de Gloria de la Nación Argentina. Así, aquel puñado de Granaderos a Caballo, se convirtieron por un rato, en Caballería de Marina. Fte. Revista "Caras y Caretas".
“Lamadrid el Inmortal” – Un poco de nuestra historia argentina.
Otro de los personajes olvidados y a los que le recortaron el apellido
Uno de los personajes más literalmente extraordinarios, es decir fuera de lo común, y más olvidados de nuestra historia es Gregorio Aráoz de Lamadrid (o La Madrid, se han encontrado documentos también escritos así). Nació en Tucumán el 28 de noviembre de 1795. El apellido Aráoz, que le venía dado por su madre, era un importante pasaporte en cualquier lugar del país. Se casó en Buenos Aires con María Luisa Díaz Vélez Insiarte con quien tuvo nada menos que trece hijos, algunos de los cuales fueron apadrinados por sus futuros enemigos Juan Manuel de Rosas y Manuel Dorrego.
Allá por 1811 se incorporó a las milicias que comandaba el General Belgrano, que tendría en Lamadrid a uno de sus hombres más cercanos y confiables. Estuvo junto a don Manuel en las gloriosas batallas de Salta y Tucumán, pero también en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Volviendo con aquellas tropas destrozadas obtuvo las victorias de Colpayo y Costa de Quirbe.
Lamadrid no era para estarse quieto y marchó a una nueva campaña al Alto Perú esta vez a las órdenes de Rondeau. En aquella batalla de Venta y media que le inutilizó el brazo a José María Paz, se vio nítidamente la temeridad de Lamadrid que, sin importarle nada, salvó al herido General De la Cruz, que estaba a punto de caer en manos del enemigo español. Esta corajeada le valió el ascenso a Teniente Coronel.
Peleó junto al caudillo popular de las Republiquetas del Alto Perú, Vicente Camargo, derrotando a una importante partida de realistas.
Volvió a la carga con Belgrano quien le encargó misiones imposibles, pero el hombre siempre iba por más. El 15 de abril de 1817 al mando de ciento cincuenta hombres sitió y ocupó la ciudad de Tarija tomando prisioneros a tres tenientes coroneles y diecisiete oficiales y un gran parque de artillería. Siguió aquella temeraria campaña batallando sin parar y llegando a Tucumán con 386 soldados, más del doble del número original porque se le fueron sumando voluntarios en el camino. Belgrano lo ascendió a Coronel. Para entonces las batallas por la independencia ya se mezclaban con nuestras guerras civiles y Lamadrid optó por el bando unitario.
Será el gran enemigo de Quiroga, que lo derrotó en El Tala el 27 de octubre de 1826. Aquí ocurrió una de esas escenas de película en la vida de Lamadrid: se le vino encima un pelotón de quince montoneros a los que decidió enfrentar solo. Terminó con el tabique nasal roto, varias costillas quebradas, una oreja cortada, una herida punzante en el estómago y un tiro de gracia en la cabeza.
En ese momento a uno de sus atacantes le entró la duda de si no habían matado nada menos que a Lamadrid, pero eso era imposible. La duda siguió y el hombre convenció a sus compañeros para que regresaran a revisar el cadáver, pero ya no estaba.
Sacando fuerzas de vaya a saber dónde, el malherido logró arrastrarse muchos metros hasta un rancho y sobrevivir. El Tala fue una derrota tremenda, pero también la partida de nacimiento de la leyenda de “Lamadrid el inmortal”. Algo de eso había porque para diciembre ya había recuperado no sólo la salud sino el mando de su provincia y las ganas de revancha frente a Quiroga que lo volvió a derrotar en el Rincón de Valladares el 6 de julio de 1827. Eligió el camino del exilio en Bolivia, aunque al enterarse de la sublevación de Lavalle, a fines de 1828, se unió a sus filas, pero trató por todos los medios a su alcance de impedir el fusilamiento del gobernador derrocado, el federal Manuel Dorrego.
La revancha con su pesadilla, Facundo Quiroga, le llegaría en las batallas de La Tablada y Oncativo, tras las cuales desataría su furia y una verdadera y horrenda carnicería contra los montoneros derrotados. Un hecho inesperado pondría en jaque a los unitarios del interior: la captura de su máximo jefe político-militar, el General Paz en el paraje de El Tío, por hombres de Estanislao López. El hecho era tremendamente desequilibrante y Lamadrid debió asumir la jefatura en un contexto muy desfavorable, con la creciente influencia de Rosas en todo el país y el predominio federal en el Litoral.
Llegaría la hora señalada para Quiroga, el tigre de Los Llanos, en La Ciudadela de Tucumán el 4 de noviembre de 1831. La derrota para los unitarios fue total y Lamadrid marchó nuevamente a Bolivia y de allí pasó a Montevideo en 1834.
Por uno de esos extraños misterios de la historia, su enemigo Rosas le encomendó la misión de poner orden en el Norte y limpiar de unitarios aquellos territorios controlados por la “Coalición del Norte”. Lamadrid fue para aquellas latitudes, pero para seguir militando en la causa unitaria con los recursos de la Buenos Aires federal.
Lavalle, que venía de fracasar en su intento de invadir Buenos Aires con apoyo francés, decidió unir fuerzas con Lamadrid en Córdoba. Pero los hombres se desencontraron fatalmente y Lavalle fue completamente derrotado en Quebracho Herrado y partió para La Rioja; Lamadrid decidió entonces hacerse fuerte en su reducto de Tucumán desde donde lanzó una ofensiva sobre Cuyo que terminaría en la derrota de Rodeo del Medio el 24 de septiembre de 1841.
Las noticias corrían muy lentas por entonces y Lamadrid no pudo enterarse a tiempo de que su compañero Lavalle había muerto asesinado en Jujuy. En 1846 decidió volver a Montevideo para unirse al activo exilio antirosista. Cinco años más tarde sería contactado por emisarios de Justo José de Urquiza para que comandara una de las alas principales de su “ejército grande” que pondría fin al período rosista en la batalla de Caseros el 3 de febrero de 1852. Cuando la tropa hizo su entrada a Buenos Aires hubo un solo oficial llevado en andas por la gente: Don Gregorio Aráoz de Lamadrid.
Poco después comenzaría a escribir sus célebres memorias que son, junto a las del general Paz, una fuente imprescindible para conocer nuestra historia desde la mirada unitaria. Murió en Buenos Aires el 5 de enero de 1857, pero sus restos fueron trasladados a su querida Tucumán y depositados en la catedral.
Fuentes: “Lamadrid, federal "sospechoso" o unitario "vendido" // Biografías de José María Paz, Juan Lavalle y Juan Manuel de Rosas // Digesto Municipal
Serias fueron las lesiones que recibió en la acción de El Tala, en 1826, contra Facundo Quiroga, donde fue dejado por muerto en el campo. Derrotado otra vez por Quiroga, pasó a Bolivia y luego partió a Buenos Aires. Llegó en mayo de 1828. Narra en sus “Memorias” que, al arribar, “Las heridas de la espalda y 15 más de la cabeza y el brazo estaban curadas”, pero seguía abierta una incisión en la costilla. El médico Hougham le dijo que no cerraba, porque contenía un cuerpo extraño, una astilla de hueso; pero aseguró que lo curaría. Mientras, “me estaba administrando una bebida de un cocimiento de zarza, orosú y no sé qué otros ingredientes compuestos por él”, cuenta el general. La herida se cerró, pero volvió a abrirse, y otra vez se cerró. Esta última vez, de “un modo que no la había visto en todas las veces anteriores, formando una hendidura como si se hubiese contraído la carne para unirse al hueso”. La Madrid fue a la casa de Hougham a manifestarle que ya estaba curado. El médico no aceptó eso. Dijo: “No puede ser. No sanará de firme mientras no salga el hueso solo, pues está ya casi desprendido enteramente”. La Madrid replicó. “En mi concepto no volverá a abrirse, porque veo en ella una señal que no he visto en las veces anteriores”. Y, narra, “desprendiéndome los suspensores se la enseñé”. Al ver la herida cerrada, Hougham “se sorprendió y me dijo: ¡En efecto, ha obrado en usted la naturaleza un prodigio que no he visto en los años que cuento de médico! ¡Ha soldado el hueso y no volverá a abrirse!”.
General Juan Antonio Alvarez de Arenales (1770-1831)
Nació el 13 de junio de 1770 en Villa de Reinoso, situada entre
Santander y Burgos (provincia de Castilla la Vieja). Su padre fue
Francisco Alvarez de Arenales, perteneciente a una distinguida familia
del Distrito, quien se había propuesto para su hijo una esmerada
educación, pero su prematuro fallecimiento cuando Arenales tenía
solamente 9 años, malogró estos propósitos. Su madre fue María González
de antiguo linaje de la provincia de Asturias.
A la muerte de su progenitor, Arenales fue educado por su pariente
Remigio Navamuel, dignatario de la iglesia de Galicia y desde sus
primeros años reveló gran vocación por la carrera de las armas, razón
por la cual a los 13 años era dado de alta como cadete en el famoso
Regimiento de Burgos. Por su voluntad pasó en 1784 al Regimiento “Fijo”
de Buenos Aires, donde se perfeccionó en las ciencias exactas y preparó
su espíritu para acometer las grandes empresas que le tocó en suerte en
su larga y brillante carrera. Su contracción al servicio y su
excelente conducta le granjearon la buena disposición de sus
superiores. El virrey Arredondo el 6 de diciembre de 1794, lo promovía a
teniente coronel de las milicias provinciales de Buenos Aires y, en la
misma fecha, lo transfería con igual grado a las milicias del Partido de
Arque (provincia de Cochabamba), nombrándolo el 26 de enero de 1795
subdelegado del mismo partido. En dos ocasiones en que fue necesario
resistir las invasiones portuguesas en la Banda Oriental, acreditó su
fidelidad, honor y patriotismo. El 10 de mayo de 1798 era designado
subdelegado del Partido de Curli (Pilaya y Paspaya) en la provincia de
Charcas y posteriormente el 18 de diciembre de 1804, pasaba a ocupar el
mismo puesto en el partido de Yamparaes, en la misma Intendencia de
Charcas. En estos puestos administrativos, Arenales desplegó su mayor
celo en la imparcial aplicación de la justicia, “especialmente en la
protección de los indígenas, de cuya suerte se demostró muy
especialmente solícito, por ser los más oprimidos”. Sin embargo
progresaba lentamente la infiltración revolucionaria en las colonias
españolas de América: el 25 de mayo de 1809 se produce en la ciudad de
Chuquisaca una rebelión contra su presidente Ramón García Pizarro, al
grito de “¡Muera Fernando VII! ¡Mueran los chapetones!”, deponiéndolo.
Encontrándose en aquella revuelta el entonces coronel graduado Alvarez
de Arenales, simpatiza abiertamente con los rebeldes, no obstante su
origen español, motivo por el cual le nombran comandante general de
armas; organiza las fuerzas rebeldes poniéndose al frente de ellas, pero
el 21 de diciembre llegan los generales Nieto y Goyeneche con tropas
realistas y ahogan en sangre la rebelión, tomando preso a Arenales que
ingresa en las prisiones del Callao después de permanecer seis meses en
los lóbregos calabozos del Alto Perú, sufriendo la confiscación de sus
bienes. En las Casamatas de la famosa fortaleza, Arenales permaneció
quince meses, durante los cuales hasta corrió el riesgo de ser
fusilado. Finalmente se evadió y embarcándose para regresar a las
Provincias Unidas del Río de la Plata, naufragó en Mollendo, viéndose
reducido a la desnudez y más absoluta miseria; logró llegar a las
proximidades de Chuquisaca, donde supo con profunda pena el fracaso de
los patriotas en la jornada de Huaqui, el 20 de junio de 1811. Regresa a
la provincia de Salta, donde había contraído enlace con María Serafina
Hoyos y Torres, fundando su hogar lo que iba a ser una de las
principales causas de su adhesión a la Patria naciente y del valor y
lealtad con que cooperó a su emancipación. En un admirable documento
que revela su elevación espiritual se dirigió a la asamblea nacional
Constituyente, solicitando la ciudadanía argentina, identificándose así
con la nacionalidad que contribuía a crear. En aquella época (1811)
vivía a 36 leguas al S. de la ciudad de Salta, entre las montañas y
bosques de Guachipas, en su estancia la “Pampa Grande”.
En el año 1812, el general Tristán penetró en la provincia de Tucumán
con una fuerza enviada desde Lima por el virrey Abascal, dejando un
destacamento en Salta. Alvarez de Arenales que había sido electo
regidor y alcalde del primer voto del Cabildo de Salta, se puso a la
cabeza de un movimiento rebelde, el cual fue sofocado por los realistas,
lo que obligó a Arenales a ocultarse en Salta, corriendo los mayores
peligros, para esquivar la persecución de sus enemigos. Llegado a
Tucumán, justamente después de las victorias de Las Piedras (3 de
setiembre de 1812) y de Tucumán (24 del mismo mes y año) allí el general
Belgrano no pudo menos que simpatizar con este hombre austero en sus
costumbres, estoico por temperamento y tenaz en sus propósitos. Entre
ambos se estableció rápidamente una franca amistad. El Ejército
vencedor prosiguió su avance hacia el Norte, acompañando Arenales a
Belgrano en la campaña que terminó con la magnífica victoria de Salta,
el 20 de febrero de 1813, que originó la capitulación del general
Tristán y en la cual le cupo a Arenales actuación descollante. El 19 de
setiembre de 1818 el Director Pueyrredón le extendió el diploma
acordándole el escudo de oro por la acción de Salta.
Por su participación en aquella batalla y por su decisión por la
causa libertadora, el gobierno argentino le otorgó los despachos de
coronel graduado, el 25 de mayo de 1813 y el 6 de julio del mismo año se
le otorgaba la carta de ciudadanía que había solicitado en nota, que
como queda dicho, reflejaba su espíritu selecto. El general Belgrano lo
designaba el 6 de setiembre de 1813, para el puesto de gobernador
político y militar de la provincia de Cochabamba y de todas sus
dependencias. Cuando se produjeron los desastres de Vilcapugio y
Ayohuma, pocos días después, el coronel Arenales quedó cortado en
Cochabamba y en completo aislamiento a causa de la retirada del ejército
patriota. “Este bizarro jefe -dice el general Paz en sus Memorias
póstumas-, tuvo que abandonar la capital, pero sacando las fuerzas que
él mismo había formado y los recursos que pudo, se sostuvo en la
campaña, retirándose a veces a los lugares desiertos y escabrosos, y
aproximándose otras a inquietar los enemigos a quienes dio serios
cuidados. La campaña que emprende desde este momento el coronel
Arenales coronada de triunfos, es su gloria inmortal”. Aquella campaña
tan larga como heroica, fue de consecuencias profundas para la causa de
la emancipación americana.
Mitre en su Historia de San Martín, ha trazado la vigorosa silueta de
Arenales, con las siguientes palabras: “Solo hombres del temple de
Arenales y de Warnes podrían encargarse de la desesperada empresa de
mantener vivo el fuego de la insurrección de las montañas del Alto Perú,
después de tan grandes desastres, quedando completamente abandonados en
medio de un ejército fuerte y victorioso y sin contar con más recursos
que la decisión de las poblaciones inermes y campos devastados por la
guerra”. La fuerza que organizó no pasaba de 200 hombres, con los que
emprendió una marcha hacia Santa Cruz de la Sierra, a través de millares
de realistas, a los cuales arrolló en todos los encuentros que tuvo con
ellos; motivo que inflamó el ardor marcial y retempló las fibras
patrióticas de sus subordinados. Arenales llevó su valor singular hasta
el extremo de atacar en La Florida, con 300 hombres, una fuerza
realista al mando del coronel Blanco, justamente triple en efectivos: La
acción tuvo lugar el 25 de Mayo de 1814 y es uno de los más justos
timbres de la gloria de este gran soldado. “Aún no habían cesado los
cantos del triunfo -dice Pedro De Angelis- cuando el coronel Arenales,
que se había separado momentáneamente de sus tropas avanzándose en
persecución de los prófugos, se vio en la precisión de defender su vida
contra 11 soldados enemigos, que lo acechaban para lavar en su sangre la
afrenta de sus compañeros. La lucha fue larga y obstinada, pero al fin
sucumbieron los agresores, tres de los cuales quedaron muertos y los
demás heridos. Arenales extenuado por la pérdida considerable de la
sangre que manaba de su cuerpo por 14 heridas de sable, hubiera perecido
también sin la oportuna intervención de algunos de sus soldados
atraídos por las descargas que se oían en las inmediaciones del campo”.
El gobierno de las Provincias Unidas premia tan valeroso comportamiento
con el empleo de coronel efectivo discernido con fecha 19 de octubre de
1814 por el Director Supremo Gervasio Antonio Posadas y por decreto del
mismo día. Arenales era nombrado Gobernador Intendente de la Provincia
de Cochabamba. El 9 de noviembre la oficialidad y tropa de la fuerza a
sus órdenes recibe un escudo que decía: “La Patria a los vencedores de
La Florida”.
San Pedro, Postrer Valle, Suipacha, Quillacollo, Vinto, Sipe-Sipe,
Totora, Santiago de Cotagaita, y otros muchos puntos donde sostuvo
desiguales combates contra los realistas, constituyen los brillantes de
la magnífica corona que ciñó la frente del héroe de la Sierra. El
triunfo de La Florida tuvo influencia preponderante en la guerra de la
Independencia, al asegurar la libertad de Santa Cruz, imponiendo la
evacuación de las provincias argentinas del Norte, por parte de las
fuerzas del general Pezuela. El 27 de abril de 1815 tomó la ciudad de
Chuquisaca y 20 días después Cochabamba, provincia que ocupó totalmente.
Por fin, después de 18 meses de épica lucha y de incesantes fatigas y
sorteando peligros a cada instante, Arenales, con su cuerpo de 1.200
hombres levantado casi en su totalidad a expensas de sus pujantes
esfuerzos, con armas y elementos que fue sucesivamente capturando a sus
enemigos, se incorporó al ejército patriota que iniciaba una nueva
campaña en el Alto Perú bajo el mando superior del general José
Rondeau. La Patria había premiado sus esfuerzos, nombrándolo el 30 de
octubre de 1814, comandante general de las tropas del interior, cargo
que le fue discernido por el propio Rondeau, desde su cuartel general en
Jujuy. Poco después, el gobierno de las provincias Unidas lo promovía a
coronel mayor, con fecha 16 de setiembre de 1815 y el 25 de noviembre
del mismo se le otorgaba el título honorífico de coronel del Regimiento
de Infantería Nº 12. Después de la desastrosa batalla de Sipe-Sipe, el
29 de noviembre de 1815, Arenales con los restos del ejército se
repliega sobre la ciudad de Tucumán. Algunos juicios o apreciaciones
contradictorias que lastimaron su alma de soldado, indujeron a Arenales a
solicitar la instrucción de un sumario que pusieron en claro los
servicios que había rendido a la causa independiente. El Director
Supremo, general Pueyrredón, con tal motivo, expidió el siguiente
decreto:
“Hallándose este gobierno con pruebas irrefragables de la virtuosa
comportación, decidido patriotismo y fidelidad del ciudadano de las
Provincias Unidas, Coronel Mayor de los Ejércitos de la Patria, don Juan
A. A. de Arenales y en el concepto de que cualquiera que fuesen los
esfuerzos con que la maledicencia pretenda oscurecer sus distinguido
servicios a la causa de la libertad, jamás contrastarán la ventajosa
opinión que este benemérito jefe ha adquirido en el concepto público de
la gran familia americana, sobreséase en la prosecución de este
expediente, que se devolverá al interesado por conducto del General en
Jefe del ejército auxiliar del Perú, para su satisfacción, etc. etc.”.
Fue Presidente del Tribunal Militar del Ejército del Norte, ejerciendo
el comando en jefe, el general Belgrano.
Batalla de Cerro de Pasco
Permaneció en Tucumán prestando siempre el concurso de una incansable
actividad y de sus luces en el desempeño de comisiones importantes
siendo posteriormente nombrado gobernador de Córdoba en 1819. Pero la
anarquía se enseñorea del territorio argentino: Alvarez de Arenales no
quiere participar en la lucha que destruirá la Patria adoptiva y por
tercera vez prefirió hacer el sacrificio de su vida en defensa de la
libertad americana, dirigiéndose a Chile a ponerse a las órdenes del
general San Martín, que a la sazón preparaba intensamente su expedición
al Perú. “Desde que el general Arenales se presentó al general San
Martín en 1820, este le honró siempre con el tratamiento de “compañero”,
así en la correspondencia como en el trato familiar, siendo Arenales el
único general de los de su tiempo que obtuvo tan señalada y constante
distinción hasta en los actos de etiqueta”. Desembarcado en Pisco el
ejército patriota, el 8 de setiembre de 1820, Arenales recibe de San
Martín el mando de una División de 1.138 hombres, que debía penetrar en
la Sierra, para insurreccionar las poblaciones peruanas al mismo tiempo
que abatiera el esfuerzo realista. Arenales llega rápidamente a las
ciudades de Ica (6 de octubre), Humanga (donde entra después de la
victoria de Nazca, el 15 de octubre), Jauja y Jauma, produciendo en
todas partes un levantamiento general contra la dominación española,
capturando numerosos armamentos de las muchas partidas enemigas que
encuentra y dispersa. Alarmadas las autoridades realistas ante tales
progresos, despachan al Brigadier O’Reilly para batir a Arenales y sus
huestes, teniendo lugar el contacto en el Cerro de Pasco, el cual se
produce después que Arenales ha tomado todas las medidas de seguridad,
para conocer en lo posible, la fuerza que se aproxima, a fin de lanzar
sus tropas al combate en plena seguridad de no caer en una emboscada.
La fuerza realista suma 1.200 hombres; los efectivos contrapuestos son
un poco diferentes en lo que a número se refiere, pues Arenales no
puede concentrar sobre el campo de batalla más de 600 hombres. No
obstante esta disparidad, no vacila y ataca con violencia al adversario,
que es derrotado completamente y que deja 58 muertos y 18 heridos sobre
el campo de batalla y 343 prisioneros incluidos 23 oficiales. Cayeron
además en poder de Arenales dos cañones, 350 fusiles, todas las
banderas, estandartes, pertrechos de guerra y demás elementos bélicos
escapando el enemigo en la más completa dispersión, pues no lograron
hacer partidas de más de 5 hombres, cayendo prisionero en la persecución
el propio brigadier O’Reilly. En conocimiento del espléndido triunfo
alcanzado por Arenales, San Martín, el día 13 de diciembre, expidió la
siguiente orden del día:
“La División libertadora de la Sierra ha llenado el voto de los
pueblos que la esperaban: los peligros y las dificultades han conspirado
contra ella a porfía, pero no han hecho más que exaltar el mérito del
que las ha dirigido, y la constancia de los que han obedecido sus
órdenes para unos y otros se grabará una medalla que represente las
armas del Perú por el anverso y por el reverso tendrá la inscripción “A
los Vencedores de Pasco”. El General y los jefes la traerán de oro, y
los oficiales de plata pendiente de una cinta blanca y encarnada; los
sargentos y tropa usarán al lado izquierdo del pecho un escudo bordado
sobre fondo encarnado con la leyenda, “Yo soy de los vencedores de
Pasco”. San Martín extendió el diploma correspondiente al general
Arenales el 31 de marzo de 1822.
Así termino la primera campaña de la Sierra, incorporándose Arenales
con su División al ejército patriota el 3 de enero de 1821, evocando su
presencia los riesgos y duras penalidades sufridas, no obstante lo cual
la gloria había cubierto a sus componentes, siendo recibida
triunfalmente por sus compañeros de armas. San Martín recibió de manos
del glorioso vencedor del Cerro de Pasco “13 banderas y 5 estandartes,
entre las que se habían tomado en las provincias de su tránsito o en el
campo de batalla”. Designado el 19 de abril del mismo año por San
Martín comandante general de la División, Arenales inicia su segunda
campaña de la Sierra organizando su fuerza con los cuerpos siguientes:
Granaderos a Caballo, coronel Rudecindo Alvarado; Batallón de “Numancia”
(1º de Infantería del ejército), coronel Tomás Heres; Batallón Nº 7 de
los Andes, coronel Pedro Conde; Batallón de Cazadores del ejército,
teniente coronel José M. Aguirre y 4 piezas de artillería; a estas
tropas debía incorporarse la pequeña fuerza del coronel Gamarra,
compuesta de patriotas peruanos. La División Arenales partió del
cuartel general de Huaura, el 21 de abril. San Martín le ha precedido
en su camino triunfal con su famosa proclama a los habitantes de Tarma,
en la cual les dice: “Vuestro destino es escarmentar por segunda vez a
los ofensores de la Sierra; el General que os dirige conoce tiempo ha el
camino por donde se marcha a la victoria; él es digno de mandar, por su
honradez acrisolada, por su habitual prudencia, y por la serenidad de
su coraje: seguidle y triunfaréis”. Arenales llega a Oyón el 26 de
abril; allí encuentra la División Gamarra, que se le incorpora, la cual
está casi deshecha, tal es su estado. En Oyón, Arenales recibe detalles
de las fuerzas realistas que se hacen ascender 2.500 hombres de línea.
Reorganizadas sus tropas, Arenales prosigue su avance el 8 de mayo en
dirección a la Sierra. El 12 llega a Pasco. En persecución de
Carratalá llegaba el 17 de mayo a Carguamayo; el 20 estaba con su
división en Palcamayo, el 21 en Tarma, y el 24 de mayo llega a Jauja.
El armisticio de Punchauca, celebrado entre San Martín y el Virrey
Laserna, interrumpió las operaciones en la Sierra, pero si bien este
acontecimiento fue solemnemente propicio a Carratalá, no le fue menos a
Arenales, que se entregó tesoneramente a la tarea de reorganizar e
instruir sus valientes tropas. Terminado el plazo de 20 días de
armisticio, que empezó a contarse desde su concertación el 23 de mayo,
el día 29 de junio Arenales prosiguió sus interrumpidas operaciones, día
que ocupó por la fuerza el pueblo de Guando, capturando íntegra la
compañía de cazadores del batallón realista “Imperial Alejandro”, pero
una nueva suspensión de las hostilidades concertada por el General en
Jefe, que le fue comunicada aquel mismo día, obligó a Arenales a detener
la marcha victoriosa que había iniciado sobre Carratalá. El general
patriota regresó a Jauja, donde se encontraba el 9 de julio, fecha en
que le llegó la noticia de que el general Canterac había salido de Lima
con 4.000 hombres, recibiendo Arenales en el mismo día, el parte e la
dirección de marcha que seguía el jefe español.
Inmediatamente se reunió una junta de guerra, la cual por unanimidad,
resolvió marchar al encuentro del ejército español, para atacarlo al
pasar la cordillera; con este fin, el 10 se puso en marcha Arenales con
su vanguardia por la ruta de Guancayo e Iscuchaga; el 12 llegaba la
División al primer punto nombrado, donde hizo alto; allí recibió
Arenales a las 10 de la noche la noticia de que Canterac ya cruzaba la
cordillera en dirección conocida hacia Guancavélica. En la madrugada
del 13, la División prosigue su marcha con objeto de dar alcance a la
vanguardia enemiga y batirla, pero no era aún de día cuando llegó un
chasque conduciendo pliegos de San Martín, en los cuales le anunciaba la
ocupación de Lima por el ejército libertador. Simultáneamente y en
carta aparte, el General en Jefe encarecía a Arenales que de ningún modo
comprometiera su División en un combate, mientras no tuviera la plena
seguridad de vencer, que por lo tanto, si era buscado por el enemigo, se
pusiese en retirada hacia el Norte por Pasco, o hacia Lima por San
Mateo, lo que dejaba a su discreción y prudencia”. Arenales, al recibir
estas instrucciones ordenó detener la marcha a sus cuerpos que estaba
orientada con el fin de buscar a Canterac, para batirlo. Las fuerzas
patriotas bajo su comando, sumaban 1.300. Ante las órdenes recibidas,
Arenales resolvió regresar a Guancayo y finalmente, a Jauja, donde llegó
el 19 de julio. Después de la batalla de Ayacucho, el general Canterac
confesó al general Sucre “que no sabía cómo Arenales no le atacó en
aquella vez: que tuvo por cierta su derrota, si se le hubiese
comprometido a un ataque, cuando tampoco podía eludirlo a causa del mal
estado de sus tropas y animales”. En la noche del mismo 19 de julio,
Arenales recibió del Generalísimo más claras y terminantes instrucciones
en el sentido de que la División se pusiera fuera de todo compromiso lo
más prestamente posible, indicando en las mismas las direcciones en que
convenía ejecutarlo. En la madrugada siguiente Arenales se puso en
marcha en la dirección señalada por San Martín, cumplimentando sus
disposiciones. El 24 de julio estaba en el pueblo de Yauli, llegando a
mediodía a la cima de la cordillera. Desde allí, el camino de San Mateo
conduce a Lima. Arenales descendió la cumbre con ánimo de situarse en
San Mateo y esperar allí nuevas órdenes; este punto dista 26 leguas de
Lima y 9 o 10 de la cumbre, pues el intenso frío reinante lo decidió a
seguir su marcha hasta San Juan de Matucana, distante 19 leguas de Lima a
donde llegó el día 25. Finalmente, el 31 de julio, Arenales recibió
orden del Protector de replegarse sobre Lima con su División, la cual
abandonó la quebrada de San Mateo y entró en la Capital en los primeros
días de agosto con más de 1.000 hombres menos de los que contaba cuando
salió de Jauja, como resultado de la deserción que sufrió por parte de
los milicianos peruanos, al abandonar la región de la Sierra, en
cumplimiento de órdenes superiores. El pueblo de Lima recibió a la
División con particulares demostraciones de aprecio, saliendo fuera de
las murallas considerable gentío que acompañó a la División medio
desnuda hasta sus cuarteles en medio de los vivas más entusiastas.
Arenales anticipó su entrada, vestido de paisano “pues nunca gustó de
este género de cortesía y mucho menos en aquella ocasión en que creía
haber menos motivos para ellas”. El 28 de julio se había proclamado
solemnemente la Independencia del Perú. Arenales, el 22 de agosto de
1821, fue designado por el Protector, Presidente del departamento de
Trujillo y comandante militar del mismo en el cual, siguiendo las
instrucciones de San Martín, formó y disciplinó dos batallones de
infantería y dos escuadrones de cazadores a caballo, enviando a Lima,
además, a 1.800 reclutas de acuerdo con el general Sucre, gobernador de
Guayaquil que había concertado el plan de libertar a Quito, cuando una
grave enfermedad postró a Arenales, que se vio forzado a ceder a otro la
gloria de Pichincha. Restablecida su salud, Arenales fue llamado a
Lima para encargársele la expedición a Puertos Intermedios, comando que
rehusó y fue en cambio otorgado al general Alvarado. Arenales no aceptó
aquel comando no obstante haber declarado Sucre que serviría a las
órdenes de aquél, “pues le reconocía su antigüedad y méritos y ser
Arenales un acreditado general”.
En cambio aceptó el cargo de comandante en jefe del ejército del
centro para expedicionar a la Sierra; pero no pudiendo realizar esta
campaña por falta de recursos Arenales pidió sus pasaportes para el Río
de la Plata, pretextando que sólo continuaría en el mando si el gobierno
le garantizaba recursos y el apoyo de su autoridad. Recibió la promesa
gubernativa de este apoyo y de aquella garantía, pero en realidad no se
cumplimentó nada ante sus justificadas demandas, poniéndose por el
contrario, la situación día a día más crítica. El Congreso quiso
premiarlo y le acordó una medalla de oro con la inscripción: “El
Congreso Constituyente del Perú al mérito distinguido”. Agradeciendo
Arenales este honroso y merecido premio expuso ante el Congreso Peruano
cuál era el estado de su División en la segunda campaña de la Sierra y
su incapacidad para buscar al enemigo. No consiguiendo su objeto, a
pesar de su insistencia, se vio obligado a pedir sus pasaportes,
sintiendo la necesidad de ver a su familia después de una ausencia de
cinco años, la cual por esta causa carecía de lo más necesario. Ante
tan imperiosa demanda, el Congreso decretó socorros para la familia del
general Arenales, a cuenta de sueldos y premios acordados por la
Municipalidad. Entre otros nombramientos y honores que había recibido
del gobierno del Perú, aparte de los señalados en el curso de esta
biografía, conviene destacar: Fundador de la Orden del “Sol del Perú”,
el 10 de diciembre de 1821; Gran Mariscal del Perú, el 22 de diciembre
del mismo año. La medalla acordada por decreto del 15 de agosto de 1821
y discernida el 27 de diciembre del mismo; Consejero de la Orden del
“Sol del Perú”, el 16 de enero de 1822, con la pensión vitalicia de
1.000 pesos anuales; Jefe del Estado Mayor General de los Ejércitos del
Perú el 25 de igual mes y año, el ya citado nombramiento de General en
Jefe del Ejército del Centro, discernido el 14 de diciembre de 1822, por
el general San Martín. En Chile el 28 de marzo de 1822 había sido
condecorado con la “Legión del Mérito” y el 14 de noviembre de 1820 el
Director O’Higgins le otorgaba los despachos de Mariscal de campo de
aquel Estado.
Después de su representación ante el Congreso peruano, el sufrimiento
del Ejército llegó a su colmo y el inflexible Arenales se vio en la
imprescindible necesidad de elevar una queja formal firmada por todos
los jefes del cuerpo, a nombre del Ejército, señalando el abandono en
que éste se hallaba, al cual no se reponían las bajas siempre
crecientes, haciendo resaltar los males palpables resultantes de esa
inacción, terminando su exposición con la súplica de que se emprendiera
la campaña de la Sierra que abriría nuevos recursos a la capital y
destruiría en parte el descontento general que produce la inacción y la
miseria. Alejado del Perú, pasó a Chile, llegando a la provincia de
Salta, donde fue elegido gobernador el 29 de diciembre e 1823. A los
cuidados de la administración interior se reunieron otros que
interesaban a toda la República. Arenales fue comisionado por el
gobierno el 22 de marzo de 1825 para atacar al general español Olañeta,
que después de la jornada de Ayacucho permanecía al frente de una fuerza
realista entre el desaguadero y Tupiza, y para cumplimentar esta orden
marchó con una División para dispersarla. El coronel Carlos Medinaceli
perteneciente a las fuerzas del general Olañeta se sublevó contra su
jefe y se produjo un choque entre ambos bandos, el 1º de abril de 1825,
en Tumusla, donde pereció Olañeta. Medinaceli y casi todo el resto de
la fuerza realista, se entregó a Arenales, terminando así, completamente
la guerra de la Independencia sudamericana. Por ese tiempo tuvo lugar
el pronunciamiento de Tarija en provincia independiente dirigiéndose
Arenales al gobierno nacional, cuyo apoyo le falló a causa de la guerra
que acababa de declararse al Brasil y las reclamaciones de Arenales
quedaron suspendidas por disposición superior en virtud de la misión de
Alvear destinada a entrevistarse con Bolívar. Los esfuerzos posteriores
del general Arenales, tendientes a evitar la desmembración, no fueron
suficientes para eludirla por la influencia decisiva del caudillo
colombiano. En 1826 realizó una exploración de las costas del río
Bermejo, buscando la posibilidad de su navegación, de acuerdo con una
compañía constituida a tal efecto, y proyectó un camino de acceso al
mismo, a la par que trazaba un plano defensivo contra los indígenas.
Poco antes se había concentrado en la tarea de organizar un cuerpo de
500 hombres para engrosar las fuerzas que alistaba la República para
combatir con el imperio del Brasil. Fue en mérito a tantos afanes y
desvelos, que el presidente Rivadavia le otorgó con fecha 7 de agosto de
1826, el empleo de Brigadier de los Ejércitos de la Patria. El 11 de
febrero de este mismo año el ministro de Guerra por orden de Rivadavia
nombró a Arenales “General de todas las tropas existentes en Salta”.
“El general Arenales –dice uno de los biógrafos- estrechamente ligado
al gobierno presidencial, y sobre todo a la persona de Rivadavia, era
la principal columna con que el gabinete presidencial contaba para
organizar un poderoso grupo de fuerzas, que apoyando a Lamadrid en
Tucumán, pudiera servir para desalojar de la provincia de Santiago del
Estero a Ibarra, a Bustos de la provincia de Córdoba, para establecer en
ambas el partido enemigo de éstos caudillos, que por lo mismo empezaba a
llamarse liberal, y sofocar por fin en La Rioja la naciente nombradía
de Quiroga”. No alcanzó a realizar sus propósitos, pues en Salta se
preparaba una asonada con el objeto de deponerlo, pretextando sus
enemigos de que quería perpetuarse en el mando; el movimiento estalló
encabezado por el Gral. Dr. José Ignacio Gorriti, el 28 de enero de
1827, y después de algunas incidencias, el movimiento se resolvió en el
combate de Chicoana, el 7 de febrero, resultando exterminado, pues sólo
se salvó un soldado. Arenales se vio obligado a refugiarse en Bolivia,
cuyo presidente el general Sucre, lo trató con toda deferencia. Se
dedicó a las faenas rurales para subvenir al mantenimiento de su
numerosa familia. Arenales estuvo casado con Serafina de Hoyos, con la
cual tuvieron muchos hijos.
Una inflamación de garganta terminó con su vida en Moraya (Bolivia) el 4 de diciembre de 1831.
Fuera de los cargos y comisiones que se han detallado, el general
Arenales fue designado el 23 de julio de 1823 por el ministro Rivadavia,
para determinar como Representante de las Provincias Unidas del Río de
la Plata, la línea de ocupación por parte del Perú, entre las
autoridades españolas y las de los territorios limítrofes, especialmente
el de estas provincias. Para cumplimentar tal misión, debió
trasladarse a Salta, donde se situó.
Frías dice: “Arenales, solo ya, sigue peleando sin pensar en
rendirse. Un feroz hachazo le tiene el cráneo abierto en uno de sus
parietales. Su cara está tinta en sangre. Otro tajo horrible le abre
desde arriba de la ceja hasta casi el extremo de la nariz, dividiéndola
en dos; otro le parte la mejilla derecha, por bajo el pómulo, desde el
arranque de la sien hasta cerca de la boca. En fin: trece heridas tiene
despedazada su cara, su cabeza y su cuerpo –por lo que sus adversarios
le llamarían con el apodo de “El Hachado”- y todas están manando sangre;
pero él defiende la vida haciéndola pagar caro”.
“El bravo general sigue peleando solo, sin pensar en rendirse. Todos
sus demás enemigos están heridos por su espada; más uno de ellos, que
logra colocarse por detrás, le da un recio golpe con la culata del
fusil; le hunde bajo de la nuca el hueso, derribándolo al suelo sin
sentido, y boca abajo; con lo que lo dejaron por muerto, y continuaron
la fuga”.
Repatriación de sus restos
El historiador Fermin V. Arenas Luque aportó datos valiosos en cuanto
al destino que sufrieron los restos mortales de héroe de “La Florida”:
“Cuando un terrible temblor sacudió al pueblo de Moraya, la iglesia
parroquial se derrumbó. Las sepulturas se removieron y por esta macabra
circunstancia algunas fueron objeto de actos profanatorios. Con el
propósito de que pudiese ocurrir lo mismo con los restos de Arenales, el
coronel Pizarro los sacó del lugar en que se hallaban y los depositó en
el osario común, excepto la calavera, que quedó en poder de dicho
militar”. Tiempo después, en 1874, la calavera del prócer fue remitida
desde Moraya a Buenos Aires, para ser entregada a su hija María Josefa
Alvarez de Arenales de Uriburu, permaneciendo en poder de sus
descendientes hasta fines de la década de 1950.
A lo largo del Siglo XX, en la provincia de Salta, se promovieron
múltiples iniciativas tendientes a tributarle los debidos homenajes y el
justo reconocimiento por la sobresaliente actuación del general
Arenales, una de ellas, de gran significación, fue la que impulsó al
Primer Arzobispo de Salta, el insigne monseñor Roberto J. Tavella, quien
interpretó cabalmente el deseo de los salteños para que sus restos
descansen en la tierra en donde consolidó su hogar y en la cual ejercitó
su mandato como gobernador. Monseñor Tavella decidió contactarse con
los descendientes directos del prócer en Salta, sus sucesores Uriburu
Arenales, que a la sazón la integran las familias: Castellanos Uriburu y
Zorrilla Uriburu, al tiempo que remitió una carta a los otros miembros
de la familia Uriburu Arenales, residentes en Buenos Aires, con el
objeto de solicitarles la remisión de sus restos mortales, a fin de que
los mismos descansen en el Panteón de las Glorias del Norte, en virtud
de los nobles servicios prestados a la Patria.
En uno de los párrafos más salientes de la misiva de Monseñor Tavella
al doctor Guillermo Uriburu Roca afirmaba: “… la presencia de esta
reliquia, vendría a completar la constelación sanmartiniana de Arenales,
Alvarado, y Güemes, los puntos básicos de la estrategia del Gran
Capitán, que tendrán en el Panteón de las Glorias del Norte de nuestra
Catedral, el reposo junto con la admiración de Salta, su tierra amada, y
de todos los americanos”. En la Capital Federal, reunidos los
sucesores del prócer en el domicilio de la señora Agustina Roca de
Uriburu, estos procedieron a labrar una escritura pública por la entrega
de tan inestimable tesoro familiar, ante el escribano Luis. M. Aldao
Unzué, encontrándose presentes en esa ocasión los doctores Atilio y
Pedro T. Cornejo, quienes posteriormente trasladaron la urna provisoria a
Salta.
Una vez arribados a Salta, monseñor Tavella convino en atesorar dicha
reliquia en la Capilla Privada del Arzobispado, hasta tanto se
concluyesen con los trabajos de armado de la urna definitiva.
Posteriormente en la sede del Comando de Ejército con asiento en Salta, y
ante la presencia de autoridades civiles, militares eclesiásticas y
miembros de la familia del prócer, uno de sus sucesores, don Federico
Castellanos Uriburu procedió a introducir la calavera de su antepasado
en la urna que actualmente se encuentra en el referido Panteón.
De este modo, aquél joven español, que se sumara con denuedo a la
guerra por la libertad americana y que luego de sobrellevar una
existencia fraguada de triunfos y contrastes, hoy es motivo de tributo y
gratitud del pueblo salteño y de los miles de hombres y mujeres que
visitan Salta. Todo lo entregó en aras de sus ideales independentistas,
legando para la historia, su testimonio de nobleza humana y su gallardo
temple militar.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Frías, Bernardo – Historia del general D. Martín Güemes y de la Provincia de Salta de 1810 a 1832.
Paz, José María – Memorias póstumas.
Portal Informativo de Salta
Portal www.revisionistas.com.ar
Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1938)
La misma se encuentra en el Regimiento de Granaderos a Caballo, ubicado sobre la Avenida Luis María Campos 554, la cual exhibe temporariamente, sobre la vereda, frente a su puerta de ingreso, en determinadas fechas. Esta recrea el heroico salvataje realizado por el Sargento Cabral al General San Martín en medio del histórico combate. Fotos: E imágenes del grupo escultórico desde distintos ángulos. Fernando Pugliese: Es el artista responsable y ha diseñado parques temáticos, museos, esculturas hiperrealistas de próceres, artistas, animales, personajes históricos, monumentos en la vía pública, figuras religiosas ubicadas en distintos puntos del país y del mundo. Ambientaciones y servicios a agencias de publicidad, particulares y gobernaciones, utilizando materiales policromáticos, bronce, mármol, epoxis, fibra de vidrio o texturas de acuerdo a lo solicitado.
El reclutamiento de "voluntarios" en El Plumerillo
Remigio Guido Spano fué un destacado abogado, periodista y escritor, hijo del general Tomás Guido (amigo preferido de San Martin) y hermano mayor del poeta Carlos Guido Spano. Aparte de fundar diarios, también les cuento que todos los escritos que conocemos del Almirante Guillermo Brown, los tradujo él. Tengo la fortuna de estar relacionado con algunos de sus descendientes, gracias a los cuales puedo relatarles la siguiente historia... En el año de 1888, ya un anciano venerable, el viejo cuenta (durante una descontracturada cena de notables), la siguiente anécdota: _"Bueno, si quieren les cuento algo simpático. Me contaba mi padre que allá por las gloriosas épocas del Campamento del Plumerillo, previo al Cruce Andino y a la batalla de Chacabuco, Don Pepe (nota de Flavio: léase San Martin) hizo una leva compulsiva de soldados. Quiero decir que si bien eran muchos los que se unían libremente al ejército, muchos otros eran incorporados a la fuerza. Indigentes, gauchos mal habidos, negros, zambos, mulatos y muchos alegres borrachines que daban vueltas por los almacenes y pulperias de la zona en busca del agradable néctar mendocino. La cosa era así: Las Heras y Padre (nota de Flavio: léase Guido), a instancias de Don Pepe, organizaban las partidas de granaderos que iban a incorporar a los futuros guerreros de la Patria. Estas partidas iban a los almacenes, a los prostibularios, a los galpones de conchabo y demás yerbas y quien estaba al mando debía convencerlos primero buenamente y luego como se pudiera. Y a veces no se podía. La cuestión se ponía pesada y peligrosa, con individuos que no sabían ni hablar pero eran una maravilla desenvainando el facón. Estas partidas de diez granaderos, se veían muchas veces en inferioridad numérica y es entonces que se retiraban no sin antes tomar notas y marcar el punto en un mapa. Al llegar al Plumerillo, a veces en altas horas nocturnas, llevaban el parte diario de leva a manos, nuevamente, de Padre y Don Pepe, quienes le pasaban el parte, las notas y los mapas a la "partida especial", encargada de estos menesteres cuando la cosa se complicaba un tanto. Esta partida al mando del corajudo Ambrosio Crámer, del durísimo Rudecindo Alvarado, del cuchillero José Maria Zapiola y del temible Mariano Necochea, eran los fogueados granaderos encargados de estos casos. Y al despuntar el amanecer, hacia allí iban. Les pido me crean amigos cuando les digo que al paso lento de estos cuatro, los cóndores remontaban apresurados el vuelo y hasta el pasto y los cardones se hundían en la tierra. Padre aseguraba que si la misma Parca se sentase a la mesa de estos cuatro, intranquila estaría. Como fuera, resulta que el Plumerillo era un vodevil de gritos, ordenes, olor a grasa, cuero y acero, de fuegos y calderos de plomo fundido, de barro, polvo de madera, bosta de caballo, forraje para las bestias, leña para hacer fuego, botiquines, cabrestantes, palancas, sogas, pólvora, municiones, cañones, y hasta una imprenta. ¿La actividad? Era febril. Se presentía la proximidad del cruce de los Andes y la nerviosidad de la batalla. Claro, entre tanta leva de hombres de real valía y de otras calañas miserables, había mucho retobado que no estaba acostumbrado a recibir ordenes y mucho menos, a ejecutarlas. Malandra de cuchillo ventajero, gaucho de puñalada traicionera. Y estaban los que para aparentar jinetas de hombre bravo, hasta le gritaban procacidades al mismo San Martin, al paso del Gran Hombre. Cuando pasaban estas cosas, un sutil cabeceo de Don Pepe activaba una serie de eventos, casi de rutina: de donde el miserable nunca adivinaba, aparecía Necochea y le aplicaba un seco y brutal talerazo sobre la espalda. El ladino giraba feroz ya con facón desenvainado, solo para ser cruzado otra vez y duramente con un talerazo esta vez sobre el rostro, que por costumbre un par de dientes se llevaba puesto. Siempre ante la mirada fija de Necochea, que no temía al verijero, ni al obús ni a la misma Parca. Necochea peleaba a puño desnudo en el mismo campo de batalla, miren si le iba a temer a un cuchillito. De ahí lo agarraba el tucumano Juan Manuel Cabot, que a punta de tacuara y durante tres dias completos sin dormir le enseñaba a la fuerza a marchar a paso redoblado, oblicuo, lateral, métrico, ligero, geométrico, diagonal, de instrucción, de maniobra, de flanco, marchoso y de ataque. Errarle a un paso, un dia de arresto. Dos dias de arresto para el segundo. A partir de los diez yerros, se computaba dia de arresto con noche de estaqueada. Por supuesto, cada error iba acompañado de un siseante tacuarazo en el muslo o pantorrilla desnudos, que dolía una yarará y media. Decía padre que era un espectáculo ver al Teniente Coronel Cabot sudado y vociferando ordenes en cueros y marchando él mismo emparejado al pobre cristiano, dia y noche, inhumano, incluso durante las heladas madrugadas. Exhausto, no terminaba alli la "instrucción forzada": lo agarraba Eusebio Brizuela, jefe de Maestranza, Provisión y Ranchada, que lo ponia a pelar unos 100 kilos entre papas y zanahorias. Al fin, lo que quedaba del pobre hombre lo recauchutaba Fray Luis Beltrán, que durante toda una noche lo adoctrinaba en los misterios de Dios y la Virgen. Resultado? Ese antiguo vago, luego de quince dias más de instrucción militar, era ya un Granadero hecho, derecho y listo para servir a la Patria y a sus jefes. Antes de Chacabuco, el mismo Don Pepe había mandado una avanzada sobre territorio chileno para que lo informaran sobre la posición de las fuerzas realistas, con tan mala suerte que Nepomuceno Garcia, el jefe de la avanzada, fué aprehendido y a su vez, torturado para que revelara la posición y cantidad de efectivos del Ejército de los Andes. Ni una palabra le fué arrancada al valeroso soldado, que a la segunda noche pudo escaparse y regresar a sus líneas. Al presentarse a San Martín, todo golpeado, lleno de moretones, y con un par de dientes y uñas de menos, el Gran Capitán le dijo: "Orgulloso quedo Granadero, que ni la más deshonrosa maldad de los godos logró de usted hacerle proferir información alguna que pudiera comprometer los próximos pasos de este Ejército Libertador". Me dijo padre que la respuesta de Garcia, no fué menos monumental: "Mi Coronel, ningún orgullo, solo cumplí con el mandato, por Ud conferido. Aparte, pasé con el fray Beltrán toda una noche de golpes y mas golpes con su santa biblia de madera sobre mi mollera, hasta que me aprendí el Padrenuestro, Credo y todas las décimas del Rosario, mire Señor si un maturrango iba a poder atemorizarme. Ni solo un poco!!" Contaba Padre ante estas situaciones que Don Pepe miraba reciamente hacia un costado, solo para no desarmarse a carcajadas frente a la soldadesca" Bueno, esta es la historia oral que yo defiendo, la que no es oficial, la que no está en boca de ningún historiador, la que no figura en grandes libros. Solo en cartas familiares, cuyos integrantes nunca estuvieron interesados en dar a conocer.
Las calles de nuestra ciudad son mucho más que un espacio para el
tránsito. Son ámbitos de vida. Son marcos y registros del complejo
devenir ciudadano. Podríamos decir que en ellas se condensa y se
conmemora la historia de los pueblos.
La nomenclatura urbana nos puede contar mucho sobre nuestra historia,
dado que una gran parte de los nombres de las calles tiene carácter
conmemorativo, es decir, han sido elegidos para conmemorar
personalidades, eventos y valores que se consideran importantes para la
sociedad. El uso de la información contenida en los nombres de las
calles permite medir variables culturales a nivel local, lo cual resulta
muy útil dado el creciente interés por estudiar las causas y
consecuencias de factores culturales. Los nombres de las calles no son
aleatorios, sino que representan señas culturales de una ciudad y su
historia. Reflejan las decisiones conmemorativas de cada ciudad a lo
largo del tiempo y, como tales, pueden entenderse como un “manifiesto”
sobre sus valores culturales, políticos y sociales. Llegan a constituir
toda una historia colectiva, cuya memoria no se desea olvidar.
Antiguamente a las calles no se las conocía por nombre alguno ni las
casas se numeraban. Cuando se quería referenciar un lugar, se
mencionaban otros aspectos como la cercanía de una iglesia, la
residencia de una familia notable, alguna pulpería, cruce de caminos o
abrevadero de reses.
En el surgimiento de los nombres de las calles podríamos reconocer
dos tendencias: una que obedece a una decisión popular, y otra que está
ligada a las acciones y prerrogativas del gobierno. Para explicarlas,
tendríamos que remontarnos a los orígenes de la ciudad. Así, a poco de
la conquista, se fijaron los primeros nombres según los hechos de armas y
las fundaciones religiosas o civiles.
En la época colonial, cualquiera podía colocar una placa o pintar en
la pared algún nombre en la esquina de una calle para que se aceptara
que esa era su denominación. Los testimonios indican que por esos
tiempos la decisión sobre el nombre de las calles estaba nutrida de la
imaginación popular, de los usos y costumbres y que a las autoridades no
les quedaba más remedio que dar su anuencia ante hechos consumados.
Esta acción tenía una espontaneidad que permitía el ingreso a la memoria
de algún suceso, personaje, etc.
Desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del XX, al extenderse la
ciudad, en el oeste porteño se vio la necesidad de rotular calles de
manera ordenada y, con posterioridad, proceder a numerar sus casas. En
ese sentido se dieron los primeros pasos para elaborar un callejero que
estuvo basado principalmente en la tradición oral ante la ausencia de
nombres oficiales. La mayoría de los primeros nombres utilizados en
bautizar las calles y plazas de nuestros barrios procede, evidentemente,
de la denominación vulgar y espontánea que les adjudicaron sus
habitantes. Así surgieron nombres tales como: “Camino a San Justo” (Av. Emilio Castro), “Camino de las Tropas” (Av. General Paz), “Camino Ancho” (Av. de los Corrales), “Camino a Cañuelas” (Av. Juan B. Alberdi), “Camino Real del Oeste” (Av. Rivadavia), “Camino del Matadero” (Lisandro de la Torre), entre otras.
Calles “federales”
Durante la época en que rigió los destinos de la patria el brigadier
general Juan Manuel de Rosas la nomenclatura urbana fue objeto de
algunos cambios, entre otros, el 28 de agosto de 1835 se nombró como “Camino del General Quiroga” el que uniría Rivadavia a San José de Flores y de “Federación” a de La Plata (ambos, tramos de la actual avenida Rivadavia).
Derrocado el gobierno de Rosas, en 1857 se impuso el nombre de
Rivadavia a todo la extensión de la actual avenida y también, desde
entonces y hasta muy entrado el siglo XX, se cambió la denominación a
numerosas arterias de la ciudad que llevaban el nombre de federales
ilustres: Agustín Mariano de Pinedo por Martínez Castro, Arana por Intendente Bullrich, General Costa por Aquino, Agustín Rabelo por Montenegro, Juan Bautista Bustos por José Barros Pazos, Del Restaurador por Soldado de la Frontera, José Rafael de Reyna por Guzmán,
Al respecto, hacia 1893 señalaba Adolfo Saldías: “Está bien,
repito, que se honre hasta con el nombre de las calles a las más altas
personalidades en las armas, en las letras, en la política, etc. Pero
de aquí a decretar las celebridades a granel en un momento de simpatía o
en un arrebato de partidismo hay una distancia inmensa”. De esta
manera el Dr. Adolfo Saldías hacía referencia a la inclusión de
apellidos muy ligados a las ideas políticas del momento.
En la actualidad Buenos Aires posee 2.165 calles, pero son pocas las
que poseen nombre de destacados federales, pueden citarse: Heredia,
Mansilla, Pacheco, Thorne y no muchas más. Ni siquiera Juan Manuel de
Rosas posee una calle que lo recuerde.
Corvalán, familia de guerreros
En el nomenclador de la ciudad de Buenos Aires podemos hallar un
puñado de calles denominadas con un apellido, y que homenajean a más de
una persona. Las citamos a continuación, indicando entre paréntesis el
número de individuos que evocan:
Entre ellas nos ocuparemos de Corvalán, calle que nace en la avenida
Rivadavia al 10200, siendo uno de los límites de la plaza Ejército de
los Andes, y finaliza en la avenida Francisco Fernández de la Cruz,
extendiéndose a lo largo de 44 cuadras, atravesando los barrios de Villa
Luro, Mataderos y Villa Lugano. Corvalán rinde homenaje a militares
provenientes de una misma familia, a saber:
Eugenio Corvalán, nació en la ciudad de Mendoza en
1791. Participó en la expedición libertadora a Chile como capitán de la
compañía de Zapadores del Ejército de los Andes, hallándose en las
acciones de Chacabuco, Cerro del Gavilán, Talcahuano, Cancha Rayada y
Maipú. Ascendido a sargento mayor y partió a la expedición libertadora
al Perú. Finalizó su carrera militar en 1823 con el grado de coronel.
Falleció el 6 de marzo de 1858.
Gabino Corvalán, nació en Mendoza en 1792. Inició su
carrera de las armas en 1812 en el Regimiento de Arribeños. Luego
prestó servicios a San Martín en el Regimiento 2 de Mendoza, hasta 1817.
Con el grado de capitán tomó parte en la expedición libertadora al
Perú y más tarde a la de Ecuador, donde alcanzó el grado de teniente
coronel. Al fallecer su esposa en 1825, al año siguiente se ordena como
sacerdote. Falleció en Mendoza, el 24 de febrero de 1842, mientras
desempeñaba la función de gobernador del Obispado de Cuyo.
Victorino Corvalán, nació en Mendoza el 25 de marzo
de 1791. En 1816 formó parte del ejército de los Andes. Con el
Regimiento de Granaderos a Caballo atravesó la cordillera por el Paso de
los Patos. Se batió en Las Coimas y Chacabuco. Le tocó perseguir a
los dispersos y fue el primero que entró a Santiago. Participó luego en
las acciones contra Talca y Chillán, Curapaligüe, Cancha Rayada,
Rancagua y Maipú. Falleció en Mendoza el 25 de marzo de 1854.
Mateo Corvalán, nació en Mendoza en 1792. Formó
parte del Ejército de los Andes atravesando la cordillera en la columna
que mandó el general Las Heras. Asistió a la batalla de Chacabuco y a
las acciones militares de Curapaligüe, Cerro Gavilán, toma de Arauco,
Concepción, Talcahuano, Cancha Rayada y Maipú. Finalizó su carrera
militar con el grado de sargento mayor. Falleció en Chile.
Manuel de la Trinidad Corvalán, nació en la ciudad
de Mendoza el 28 de mayo de 1774, Cuando se produjo la primera invasión
inglesa, era reconocido el 8 de octubre de 1806, como porta-estandarte y
alférez del cuerpo de Voluntarios Arribeños. En la segunda invasión
británica, el subteniente Corvalán participó el 2 de julio de 1807 en el
combate de los Corrales de Miserere, bajo las órdenes del general
Liniers. En 1814 fue Teniente Gobernador de San Juan. Cuando San
Martín salió de Mendoza para reconocer los campos del Sud, delegó el
mando militar en el teniente coronel Corvalán. A mediados de 1823, ya
con el grado de coronel, fue enviado a Chile con el fin de reclamar la
bandera que perteneció al Ejército de los Andes, para ser conservada en
Mendoza, cuna de aquella falange libertadora; comisión que Corvalán
cumplió, regresando a su ciudad natal con tan preciosa reliquia. Fue
edecán del coronel Manuel Dorrego. Acompañó luego a Juan Manuel de
Rosas en su campaña contra el gobierno de Lavalle, y cuando el
Restaurador triunfó, con fecha 1º de octubre de 1829, es reincorporado a
la Plana Mayor del Ejército y promovido a coronel efectivo en el arma
de infantería. Nombrado edecán de Rosas al asumir el mando el 6 de
diciembre de 1829, acompañó a aquel gobernante cuando salió a campaña en
1831 con motivo de las operaciones contra el general Paz, en la
provincia de Córdoba. En 1833 participó de la campaña al Desierto
comandando el 4º Regimiento de Caballería. En 1835 Rosas lo designó su
primer edecán, promoviéndolo a coronel mayor en 1837 en premio a su
lealtad y a sus servicios. Con posterioridad fue ascendido al grado de
general. Falleció en Buenos Aires el 9 de febrero de 1847.
La asociación Patricios de Vuelta de Obligado, con sede en el barrio
de Liniers, próximamente lo homenajeará colocando una placa en su
memoria en la esquina de Av. Rivadavia, donde nace la calle que evoca al
prócer.
Los mencionados precedentemente eran todos hijos del capitán Domingo
Reje Corvalán y Manuela de Sotomayor. La calle Corvalán también rinde
homenaje al hijo del general Manuel de la Trinidad:
José Corvalán, nació en Buenos Aires el 15 de
setiembre de 1802. Se incorporó como cadete al Regimiento de Cazadores a
Caballo y luego se incorporó al Ejército del Perú actuando a las
órdenes del general San Martín, hallándose en la acción de Pasco. En
1823 marchó por segunda vez a la campaña del Perú. En 1827 con el grado
de capitán, actuó en la guerra contra el Imperio del Brasil. El
gobernador Rosas lo nombró comandante del Fuerte Federación (hoy Junín).
Participó en varias acciones contra el indio: Laguna de Gómez,
Tranquera de Loreto. Falleció el 15 de diciembre de 1842.
Por medio de las señales que uno y otro dejaron en el pasado, tienen
en el presente y tendrán en el futuro, accederemos al conocimiento de la
realidad de cada momento en la existencia de los pueblos, de su cultura
real o ideal, de su historia, el ambiente social, etc. La
nomenclatura de las calles conserva las huellas de la historia.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Turone, Oscar A. – Corvalán, familia de guerreros, Buenos Aires (2022)