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lunes, 14 de agosto de 2023

Antártida Argentina: La tragedia de 1972

 

Tragedia en la Antártida: caída en una grieta, un hombre que esperaba ser rescatado y un cuerpo desaparecido

En febrero de 1972 ocurrió un trágico accidente en el continente blanco, cuando un Snocat que trasladaba a una patrulla a la Base Sobral cayó en una profunda grieta. Uno de los ocupantes del rodado falleció y el otro, a punto de morir congelado, se había encomendado a Dios, pero pudo ser rescatado. Una historia de coraje y entrega de los que se aventuraban a vivir un año en duras condiciones

 
La patrulla de diez hombres que partieron de la Base Belgrano a la Sobral, por entonces ya desactivada (Fotografía gentileza Carlos Fontana)

Dentro de la grieta, a unos sesenta metros de helada profundidad, el sargento ayudante mecánico Bladimiro Lezchik estaba consciente. Tenía una fractura expuesta en el hombro izquierdo y sangraba de una profunda herida en el cuero cabelludo.

El vehículo que manejaba, un Snocat, había caído en una traicionera abertura de hielo que la nieve disimulaba. Su compañero, el sargento ayudante Oscar Kurzmann, 35 años, yacía fuera del vehículo destruido. Estaba muerto.

Permaneció varias horas en la oscuridad total. Mientras pedía auxilio, pensaba en su familia, en sus hijos. En un momento se resignó y se encomendó a Dios.

Cuando uno de sus compañeros bajó con cuerdas para rescatarlo, se estaba congelando, se encontraba al límite de sus fuerzas y lo dominaba ese sueño del que es imposible despertar.

Bladimiro Lezchik era descendiente de ucranianos. Había nacido en Formosa y su sueño era conocer la Antártida (Fotografía gentileza familia Lezchik)

Era su primera misión en la Antártida, a donde siempre había soñado con ir, que aprendió a conocerla a través de los relatos del general Jorge Leal y que cuando la pisó quedaría enganchado para siempre. Decía que era como un imán, un amor, al que siempre se quiere volver.

Bladimiro (sí, con b larga, así lo anotaron) era un formoseño nacido en Colonia El Zapallito y su infancia la vivió en El Colorado, una ciudad del sureste provincial, a orillas del río Bermejo. Allí se había establecido su papá, un ucraniano que en su país se ganaba la vida como sastre, que viajaba en carretones haciendo ropa y que en los duros meses de invierno en los que no se podía salir, hacía teatro.

El sargento ayudante Oscar Kurzmann. Tenía experiencia antártica. Fotografía publicada en la Revista del Suboficial n° 588, año 1984.

Con un grupo de amigos vino a la Argentina y cuando quiso regresar había estallado una guerra civil entre Rusia y Polonia. Sabía que si volvía sería enrolado y se quedó. El apellido original familiar es una seguidilla interminable de consonantes, y el empleado del registro civil lo escribió como lo escuchó y así quedó.

En Formosa hay una colonia importante de ucranianos. Los Lezchik se dedicaron al campo y Bladimiro, hasta que entró en la primaria, solo hablaba el idioma paterno. Al finalizarla, como en la zona no existía la escuela secundaria, lo mandaron a que se formase en la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral.

El primero de la izquierda. Lezchik junto a dos compañeros, con un Snocat de fondo (Fotografía gentileza familia Lezchik)

En 1961 se casó con Lidia Martyniuk, también de padres ucranianos. Los presentó una prima a fines de 1957 cuando volvían a El Colorado en esos interminables viajes en tren al Chaco y luego en colectivo hasta el pueblo de los que durante el año estudiaban en Buenos Aires.

Cuando en 1970 compraron un terreno y construyeron una casa en Rosario, lo hicieron con un crédito. Pagar las cuotas era cada vez más difícil, y la solución que vio Bladimiro fue la de ofrecerse a participar en una misión en la Antártida, por el importante plus que se cobraba.

El sueño de Lezchik era ir al continente blanco, pero no había tenido la suerte de ser convocado, a pesar de las veces que se había anotado. Hasta que resultó seleccionado.

Camino a la Sobral, por el kilómetro 60, llevando combustible en los trineos (Fotografía gentileza Carlos Fontana)

Primero los enviaron al sur para aclimatarse al frío y a la nieve. Su esposa Lidia, que había trabajado hasta que se casó, se quedó sola con dos hijos Elbio, de 9 años y Noemí de 5, en un barrio donde en su cuadra solo había una casa y el resto eran baldíos. Antes de irse Lezchik, que tenía facilidad para arreglar lo que fuera, incorporó pasadores extras en las puertas y ventanas.

El 18 de enero de 1972 los 34 hombres, entre militares y civiles, llegaron a la Antártida. Para algunos era su primer viaje y otros ya tenían experiencia.

La primera tarea fue titánica. Trasladar la carga que traía el Rompehielos San Martín unos cinco kilómetros cuesta arriba hasta la Base Belgrano.

Trampa mortal. La grieta donde cayó el Snocat "Chaco", con los dos hombres (Fotografía gentileza Carlos Fontana)

El 8 de febrero, después del almuerzo, salió en su primera misión. Integró una patrulla de diez hombres, comandados por Carlos Fontana, un teniente primero que había quedado prendado de la Antártida luego de leer Cuatro años en las Orcadas del Sur, de José Manuel Moneta. Cumplió 30 años en el continente blanco.

La patrulla partió de la Base General Belgrano hacia la Alférez Sobral, una base científica inactiva, ubicada a los 410 kilómetros al sur. Debían actualizar la ruta y abastecerla con víveres y combustible, porque el plan a futuro era el de reactivarla. Desactivada en octubre de 1968, la Sobral actualmente está sepultada en el hielo.

Había que hacer el viaje cuanto antes, porque se acercaba la noche polar. Fontana consideró que la orden no tenía sentido, porque la nieve y el hielo estaban blandos y los peligros aumentaban.

Iban en cuatro Snocat, el “Córdoba”, “Chaco”, “Venado Tuerto” y “Santiago del Estero”. Cada uno de ellos arrastraba tres trineos. Lezchik conducía el “Chaco” y lo acompañaba el sargento ayudante Oscar Kurzmann, quien ya en 1964 había integrado la dotación de la Base Esperanza.

El operativo para rescatar a Lezchik y recuperar el cuerpo de Kurzmann se puso en práctica de inmediato (Fotografía gentileza Carlos Fontana).

En los mapas que llevaba el grupo, estaban marcadas las zonas de grietas, reunidas en un tramo de unos 60 kilómetros. Circulaban en segunda y pinchando el terreno para ubicar posibles aberturas.

A las 23:40, en el kilómetro 72, el “Santiago del Estero” dio la voz de alarma: el “Chaco” había desaparecido en una grieta.

Solo se veía un agujero oscuro, del que se desprendía lo que Fontana describe como “humo de mar”, con un fuerte olor acre. Ante los llamados a los gritos, solo respondió Lezchik. Pedía que lo sacasen. Enseguida, se preparó la operación de rescate.

Lezchik, quien había logrado salir del Snocat, vio que su compañero estaba sobre un balcón de la grieta, muerto. Sentía cómo la sangre le corría por el rostro y cómo su cuerpo se enfriaba. A medida que pasaba el tiempo, conocía el inexorable destino.

En la superficie, sus compañeros se habían organizado a contrarreloj. El sargento Domínguez se ofreció a bajar, porque era el que menos pesaba. Cruzaron tablas sobre el inmenso boquete, lo ataron a varias cuerdas de nylon y lo descendieron, pero cuando la cuerda llegó a su límite, escucharon sus gritos de que no llegaba al lugar. Debieron añadir dos tramos más.

El Snocat estaba destruido, a unos sesenta metros de profundidad. Domínguez constató que Kurzmann había fallecido. Entonces se ocupó de Lezchik.

Kilómetro 72. Antes de regresar a la Base Belgrano, dejaron una cruz en el lugar donde quedó el cuerpo de Kurzmann. (Fotografía gentileza Carlos Fontana)

Ató a ese hombre corpulento de 1,92, quien le pasó su brazo sano por el cuello. Trabajosamente, los subieron.

Una vez en la superficie se le aplicó morfina, se le inmovilizó el hombro y le dieron treinta puntos de sutura, sin anestesia, en el cuero cabelludo. Estaba con hipotermia y se le hicieron las maniobras para estabilizarlo. Debían llevarlo a la base porque su vida corría peligro y se estaban quedando sin morfina.

Mientras era asistido, el teniente Juan Carlos Videla y Leonardo Guzmán (con 14 invernadas en la Antártida en su haber) bajaron para rescatar el cuerpo del compañero muerto. Vieron que tenía la cabeza aplastada. La cubrieron con la capucha de su campera.

Cuando estaban izando el cuerpo, la cuerda se cortó y el cuerpo cayó al vacío. Con una temperatura de 20 grados bajo cero, los hombres exhaustos y un herido de consideración el jefe, si bien en un momento pensó en dividir la patrulla, ordenó regresar a la base.

Se improvisó una cruz de madera, se colocaron jalones para señalizar el lugar y nueve hombres acongojados partieron. Regresaron al lugar el 25 de febrero, cuando el tiempo así lo permitió. Fueron en tres Snocat y en uno llevaban un féretro de madera construido por el sargento ayudante Aragón y por el sargento Domínguez. Para hacerlo, tomaron como medida la altura del jefe de la base.

Al llegar al lugar, vieron que la cruz de madera estaba en pie pero que la grieta se había cerrado. Abrieron otros agujeros y se bajó un farol que, por la diferencia de temperatura, estalló. Sabían que nada podía hacer y regresaron.

En noviembre de 1972 un tambor de combustible lleno de hielo con una cruz de metal, asegurada con cables de acero, sirvió como monolito en homenaje al compañero muerto.

Para la patrulla, fue un hecho premonitorio. Días atrás Kurzmann había confesado a Fontana que el día que muriese, deseaba descansar en la Antártida. Ya había estado en otras temporadas en las bases Esperanza y Matienzo y se notaba su vocación por estar allí.

Lidia Lezchik se enteró del accidente porque la policía se acercó a su casa con un mensaje de la Dirección del Antártico. El desafío fue entonces hablar por teléfono con su marido.

Antes de partir, Lezchik había pedido, infructuosamente, una línea telefónica en un barrio en la que brillaban por su ausencia.

Las comunicaciones entre el continente y la Antártida eran complicadas de establecer (Fotografía gentileza familia Lezchik)

Su hijo Elbio recuerda que había dos formas para hablar con su papá. Una, ir al comando en Rosario, donde se hacía un enlace con la Base Belgrano y la otra era una llamada telefónica. Como la familia no tenía teléfono, iban a la casa de una vecina, a unas cuadras, o bien usaban la cabina telefónica de la terminal de ómnibus. El procedimiento siempre era el mismo: había días y horas prestablecidas para hacerlo, se pedía la llamada y había que esperar. A veces una eternidad.

Fruto de la solidaridad, los integrantes de la base contaban con los servicios del radioaficionado LU2AO, que cedía una hora todos los domingos para que pudiesen comunicarse con sus familias.

Recién una semana después del accidente, la mujer pudo hablar con su marido. No eran transmisiones limpias, había mucho ruido que provocaba que las voces se distorsionasen. “Es como cuando uno intenta hablar debajo del agua”, explicó. Además, debían cerrar una pregunta o una frase con un “cambio”.

Enseguida surgieron las dudas en la mujer. ¿Y si no era su esposo quien le hablaba? ¿Si era un compañero que se hacía pasar por él porque estaba más grave de lo que le habían dicho? Esas preguntas se las hacía siempre de regreso a casa luego de cada comunicación. Era invierno y la mujer y sus dos hijos dormían juntos en la cama matrimonial para sentirse menos solos.

En esas charlas, siempre ocurría lo mismo: no bien Elbio escuchaba la voz de su padre, la emoción lo ganaba, no podía hablar y se cruzaba a la plaza de enfrente a calmarse.

Lezchik debió permanecer en la Antártida porque los hielos se cerraron y la vía por mar se cortaba. Operado por el doctor Bianco, allí se curó el hombro luego de cuatro meses de convalecencia. Sus compañeros decían que era un “polaco” fuerte y duro. También lo apodaron “ruso” y “alemán”.

El regreso fue en una navegación agitada en el rompehielos hasta Ushuaia, donde abordaron un Hércules. Toda la familia lo fue a esperar a El Palomar. La incógnita de su esposa era con qué persona se encontraría. Esa noche la expectativa fue eterna porque fue el último en descender de la máquina. “¿No lo vieron a Lezchik?”, preguntaba a cada uno de los que bajaba. “Si, si…”, era la respuesta. Pero nada más.

A Lidia se le partió el alma ver a María Teresa, la esposa de Oscar Kurzmann, sola, esperando el bolso con las pertenencias de su infortunado marido, entre ellas libros de Arthur Schopenhauer escritos en alemán.

Fue el último en aparecer. La familia, aliviada a ver que podía moverse por sus propios medios, corrió por la pista hasta el pie de la escalerilla hacia ese hombre grandote irreconocible porque se había dejado la barba. No hubo palabras, sino besos y abrazos. Se sorprendió al ver a sus hijos más altos.

Lezchik junto a un Snocat, el vehículo usado para desplazarse en la Antártida (Fotografía gentileza familia Lezchik)

Siguieron horas interminables de charlas, donde contó sus vivencias. Se tomaron un mes de vacaciones y al regreso fue el turno de hacerse los estudios. Le había quedado un pequeño hueso del hombro un poco más levantado.

Sufría de intensos dolores de cabeza y debió someterse a un tratamiento psicológico por sus pesadillas recurrentes en las que soñaba que caía en la grieta.

Pasó a realizar tareas pasivas en la fábrica militar de Rosario y en 1974 lo jubilaron por invalidez. Le recomendaron que se dedicase a algo que no tuviera que ver con su profesión. Así fue como se hizo taxista en Rosario. La llegada de Vanesa lo había convertido padre por tercera vez.

Según lo recuerda su hijo, era una persona silenciosa, un tanto retraída, con una vida interior muy fuerte.

También era pastor evangélico y con su esposa se transformaron en los referentes del templo “Santuario de fe”, en Provincias Unidas al 2000, cerca de la salida de Rosario hacia Funes, donde asisten cerca de cinco mil fieles. Ambos habían sido criados en esa religión.

Era muy detallista en todo lo que emprendía y él mismo arreglaba el auto cuando se descomponía. Le gustaba cocinar y había heredado del ejército dotes de organizador. Ese hábito lo convirtió en un referente de las grandes campañas del evangelismo.

El sábado 30 de abril de 2005 se dirigía en su Peugeot 405 junto a otros pastores a un encuentro en la ciudad de Buenos Aires. En el kilómetro 268 de la autopista Rosario-Buenos Aires, a la altura de Arroyo Seco, había mucha niebla y humo, y debieron detenerse al final de una larga fila encabezada por un automóvil que frenó porque no quiso continuar en esas condiciones. Quedaron detrás de un camión y otro, cargado de soja, no frenó a tiempo. Lezchik, al volante, murió instantáneamente junto a otro. Un tercero, Norberto Carlini, salvó su vida.

Tenía 58 años.

Carlos Fontana guardó silencio y luego de cincuenta años decidió contar lo que había ocurrido aquel febrero de 1972. El 21 de septiembre del año pasado se organizó un acto, en el que se le entregó a los sobrinos de Kurzmann su legajo.

Monolito que señala el lugar del trágico accidente en el que perdió la vida Oscar Kurzmann. (Fotografía gentileza Carlos Fontana)

Noemí Lezchik contó a Infobae que a su papá se le nublaban los ojos de pena al rememorar al compañero muerto, y fue un recuerdo que lo acompañó toda su vida. Ella dice que tuvo dos muertes, una cuando tuvo el accidente, en el que volvió a nacer al ser rescatado y luego en la autopista donde, ya lejos de los hielos antárticos que tanto lo apasionaban, dejaba su vida ese hijo de ucranianos que había aprendido el español en la escuela y que todo lo que emprendía en la vida lo hacía con la misma pasión con la que vivió.

Fuentes: Entrevistas a Lidia Martyniuk, Elbio Lezchik, Noemí Lezchik y Carlos Fontana.


lunes, 13 de septiembre de 2021

Chile: El enorme desastre de Antuco

Ejército trasandino: La tragedia de Antuco

Extraído de La Guerra que no fue: La crisis del Beagle de 1978 de Alberto N. Manfredi (h)
Visite el blog para más información en este excelente blog.


Entre el 17 y 18 de mayo de 2005, cuarenta y cuatro conscriptos y un sargento del Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles, perecieron durante una marcha de entrenamiento en las laderas del volcán Antuco, en la que se cometieron todo tipo de torpezas, dejando al descubierto el escaso grado de preparación y falta de profesionalidad del ejército chileno.
Los reclutas, hijos de humildes y honestos trabajadores rurales de la región del Bio Bio, fueron obligados a marchar desde un refugio de montaña próximo a la frontera argentina, hasta otro abandonado al pie de la elevación, un recorrido de más de 24 kilómetros a través de un terreno inhóspito, próximo al lago Laja, borrado por cuatro metros de nieve.
Los responsables de la tragedia fueron el coronel Roberto Mercado, jefe del mencionado regimiento, su segundo, el teniente coronel Luis Pineda, el mayor Patricio Cereceda Truán que fue el encargado de llevar al batallón de 473 efectivos hasta el refugio Mariscal Alcácer, en el paraje denominado Los Barros y el resto de la oficialidad, que demostró en todo momento una impericia y falta de conocimientos rayanos en la inconsciencia.

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEinZ4FayFAmdheiCbAYLI2_aAnZUPzL29tAbFu_Wv5vZsJZpLZL316abQhCAaHtghQeMgVoZ05jzVwQf_88Vnhy1FReyk-pxnsLbODW42AUveSIcGDmVicQSQdVBIRInBWxGaJzt2HVCT-T/s1600/1200px-Antuco_Volcano.jpg
Volcán Antuco, el lugar de la tragedia

Desoyendo los alertas meteorológicos tempranos lanzados por la ONEMI (Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior), Cereceda dispuso el envío del batallón completo hacia el abandonado refugio La Cortina, propiedad de la Empresa Nacional de Electricidad Sociedad Anónima (ENDESA), ubicado al pie del volcán. Lo dividió en dos escalones, el primero integrado por las compañías Cazadores y Plana Mayor, en el que servían 22 mujeres y el segundo por las Morteros y Andina, con un número aproximado de 200 soldados en cada una.
La primera sección partió el 17 de mayo por la tarde, cerca de las 15.30, una hora en la que las marchas deben finalizar, nunca comenzar y alcanzaron el objetivo doce horas después, en muy mal estado, tras una jornada plagada de incidencias, en la que los conscriptos sufrieron todo tipo de accidentes y principios de congelamiento.
Durante la noche las condiciones climáticas empeoraron y eso movió a algunos oficiales a plantear a Cereceda la necesidad de mantener a la tropa en el refugio (la mayoría de los soldados se hallaban en carpas tendidas a la intemperie, junto al edificio principal en tanto la oficialidad se mantenía a resguardo en el interior del refugio).
Cereceda no estuvo de acuerdo y cerca de las 05.00 de aquella gélida mañana de otoño, con viento, frío y nieve en abundancia, dispuso la marcha, en primer lugar la compañía de Morteros y una hora después la Andina, la primera al mando del capitán Carlos Olivares, que no tenía experiencia en montaña y la segunda al de su igual en el rango, Claudio Gutiérrez, un oficial calificado como especialista en ese tipo de terreno, con varios cursos en el exterior. La tropa, que se había levantado a las 03.30, apenas desayunó medio tarro de café y un pan duro con mermelada y con esa insuficiente ración inició el desplazamiento, vistiendo ropas no adecuadas para esa época del año.
Un viento feroz, con ráfagas heladas de varios kilómetros y una temperatura inferior a los -10º bajo cero, se abatió sobre la región y con el paso de las horas se presentó una tormenta de nieve que desorientó a los soldados y les hizo perder el rumbo.
La nieve y el viento blanco se tornaron en extremo violentos y los inexpertos reclutas entraron en pánico. Los primeros en caer exhaustos quedaron cubiertos por la nevada y murieron congelados y los que no, intentaron cavar refugios de circunstancia para ponerse a cubierto. A la mayoría no le respondían ni sus manos ni sus piernas. Varios de ellos intentaron socorrer a sus compañeros pero el agotamiento se los impidió. Aun así, hicieron lo imposible y reemprendieron la marcha en busca de salvación. Para peor, a poco de su partida, la Compañía Andina se empapó al intentar cruzar el riacho que corre próximo al refugio Mariscal Alcácer, ocasión en la que su jefe, el capitán Gutiérrez, debió haber ordenado el regreso al edificio en lugar de mandar hacer un absurdo puente de ramas que de nada sirvió. Los soldados cayeron al agua y se mojaron hasta arriba de la cintura y aun así, el improvisado oficial les ordenó seguir adelante.
Aterrados, los pobres conscriptos comenzaron a caer extenuados y a morir sobre la nieve mientras el huracán barría con fuerza la ladera del volcán.
Al ver a uno de sus compañeros muerto sobre la nieve, el soldado Pablo Urrea comenzó a llorar y a perder la calma que había intentado mantener hasta el momento. La imagen de ese cuerpo, congelado, con su guerrera abierta, semicubierto por el hielo, terminó por abatirlo.
Más adelante, el conscripto Ricardo Peña, debió llevar casi a la rastra al exhausto Morales, a quien debía esperar cada vez que este le pedía que se detuviese porque no daba más. “Peña espérame, vas muy rápido” y así sucedió en cuatro o cinco oportunidades.
En el programa especial de Televisión Nacional de Chile, La Marcha Mortal, conducido por el periodista Santiago Pavlovic (un sujeto del que hemos dicho, cubre su ojo izquierdo con un parche), se explica que los primeros en caer fueron los boyeros, “conscriptos vigorosos” que debían apisonar la nieve con las raquetas, para facilitar el paso de quienes venían detrás.



Responsables del desastre: Patricio Cereceda y Roberto Mercado

El soldado Rodrigo Morales, que en un primer momento, aún bajo bandera, habló a favor del ejército, deslindándolo de toda responsabilidad para endilgarle la culpa solo al mayor Cereceda, cambió de actitud cinco años después, desengañado por las mentiras y el abandono al que fueron sometidos los sobrevivientes de la tragedia y los familiares de las víctimas. Decidido a revelar la verdad, despojado de toda obligación con el arma, explicó durante la transmisión del programa especial Réquiem de Chile. Los Soldados de Antuco, ciclo “Sábado de Reportaje”, emitido el 15 de mayo de 2010 por la Corporación de Televisión de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Canal 13), que los reclutas debieron ayudar a los boyeros y que para ello, tuvieron necesidad de deshacerse del equipo, o al menos, de buena parte de él.
Morales fue el primero en llegar a La Cortina, después de hacer lo imposible por salvar a su amigo Nacho Henríquez, quien murió congelado prácticamente en sus brazos. Todavía masticaba la indignación e impotencia que había sentido al ver huir a los cabos y sargentos, abandonando a los jóvenes soldados a su suerte. Y esos sentimientos se trastocaron en furia cuando, pasado un tiempo, los vio aparecer solos, sin ningún recluta, desesperados por ponerse a salvo “… más de doce horas caminando con nieve hasta la cintura en algunas partes y con un frío insoportable. Llegó el momento más crítico de la marcha, donde ya Hernández había caído, donde un sinfín de soldados ya no podían caminar más; no daban más y los cabos en un minuto empezaron a arrancarse [huir], se arrancaron [huyeron]. Yo fui el primero en llegar a La Cortina y después de mí, a los diez minutos, llegaron nueve cabos, sin ningún soldado y cada cabo está a cargo de siete soldados10. Quienes la iban de bravos en los cuarteles, dando órdenes a los gritos, aporreando a los reclutas y llamándolos gusanos o maricas, esos que torturaron y vejaron a los conscriptos durante la crisis del Beagle; aquellos que con sus uniformes impecables se jactaban de ser el “ejército vencedor jamás vencido”, mostraron lo que realmente eran cuando una situación se torna compleja y la muerte acecha.
Siempre siguiendo el relato de Morales, las personas que los tenían que estar esperando en La Cortina se hallaban a resguardo en la hostería de la señora Elba, algo más arriba, ajenos al desastre que vivían sus subordinados. “Ahí estaban los tres suboficiales, calentándose y comiendo, mientras mis compañeros morían por el frío y el hambre”11.
Algunos reclutas de la Compañía Andina salvaron sus vidas alojándose en el refugio abandonado de la Universidad de Concepción, un edificio vetusto, a medio camino entre Los Barros y La Cortina, sin ventanas y con parte de sus techos arrancados. Inexplicablemente, quienes los precedían, integrantes de la Compañía Morteros, siguieron caminando hacia su meta y en ese trayecto perecieron otros siete soldados.
El recluta Bustamante llegó agonizando pero murió durante la noche, pese a los intentos que se hicieron por reanimarlo. Los oficiales negarían eso pero el lugareño Patricio Meza, que estuvo con los conscriptos en el refugio para brindarles ayuda, lo confirmaría. “…era un soldadito. La hipotermia se lo llevó”12.
Ni bien llegaron las primeras noticias, los angustiados familiares corrieron hasta el cuartel de Los Ángeles para informarse sobre lo que había ocurrido y conocer la suerte de sus seres queridos. Se encontraron con la novedad de que nadie sabía nada y que todo era desorganización.
Se vivieron escenas desgarradoras en el gimnasio del regimiento cuando, después de una angustiante hora de espera, llegaron las primeras informaciones por boca del general de la III División Rodolfo González, quien se limitó a responder que “tenían un problema de comunicaciones”. Cuando los familiares lo increparon, echándole en cara las desprolijidades que el ejército estaba mostrando y el hecho de que nadie tuviera la más mínima idea de lo que sucedía, el alto oficial, falto de respuestas, se retiró.



Cuarenta y cuatro conscriptos perecieron en la nieve. Salvo el suboficial cocinero los nueve cabos restantes se encontraban a salvo en una hostería de La Cortina, comiendo y calentándose. ¿Con esta gente dice Matthei que iban a pelear hasta con cuchillos? ¿Este es el ejército del que tanto hablan los chilenos?

El día 19, el comandante en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, se comunicó con el mayor Cereceda para preguntarle cual era la verdadera situación y cuanta gente había en el refugio pero este no supo contestar. Entonces le exigió una respuesta y cuando aquel le pasó el número, le ordenó que confeccionase una lista con los respectivos nombres.
Era tal el nivel de desesperación de los responsables del ejército que nadie sabía informar quien estaba muerto y quien estaba vivo.
El paso de las horas no hizo más que incrementar el estado de desesperación de los familiares. Por entonces, el gobierno, en la persona del presidente Ricardo Lagos, seguía de cerca el desarrollo de los acontecimientos y solicitaba información minuto a minuto. Cuando se conocieron los nombres de los primeros fallecidos, la consternación llegó a límites insospechados, con escenas de dolor, gritos, llantos e histeria. Hubo desmayos, descompensaciones y gente abrazada llorando desconsolada la muerte de sus hijos y hermanos. Incluso algunos de ellos recurrieron a la violencia intentando golpear al personal militar.
“¡¡Milicos culiaos, mataron a los chicos, los mataron!!”, gritaban los familiares, “¡¡Hijos de p…, que den la cara!!”. “¡¡Asesinos, asesinos!!”. ¡¡¿Quién es ese capitán responsable?!! ¡¡¿Dónde está?!! ¡¡¿Ese asesino donde está; el que mató a mi hijo?!!

Conmueve hasta las lágrimas ver a esa gente sencilla y laboriosa, casi todos pobladores rurales, hombres de campo y de montaña, dignos, honorables, decentes, dispuestos a dar todo por su tierra, pidiendo por sus hijos a aquellos que debían protegerlos en lugar de dejarlos abandonados en medio de la borrasca. Caro le costó a la sociedad chilena que sus fuerzas armadas jugaran a la guerra.
Varios días tardaron los rescatistas en hallar el total de los cuerpos, algunos abrazados entre sí, otros de espaldas, a cuatro metros de profundidad en la nieve, algunos intentando ponerse a cubierto. Habían tardado entre tres y cuatro horas en morir por congelamiento después de recorrer apenas 7 kilómetros en cinco horas. El último en ser hallado fue el del recluta Silverio Amador Avendaño, cuyos restos aparecieron la tarde el 6 de junio de 2005.
Para la justicia militar, el principal responsable del desastre, fue el mayor Patricio Cereceda, quien envió a los jóvenes reclutas a una marcha mortal mientras se quedaba a resguardo en el refugio de Los Barros. Tanto él como sus oficiales habían pasado por alto la instrucción básica de los manuales, en el sentido de que ningún conscripto debía superar los 5 kilómetros de caminata (85 minutos continuados) transportando más de 7 kilos de pertrechos sobre sus espaldas, ello en condiciones atmosféricas normales.
Tal como afirma el soldado Rodrigo Morales, los reclutas ni siquiera conocían la nieve, no tenían instrucción elemental de montaña y no sabían utilizar las raquetas pues apenas conocían un esquí. “Imagínese, llevar unos niños que no estaban preparados para esto”, diría años después13.
Pero además de Cereceda, hubo otras personas procesadas, acusadas de impericia, negligencia, imprudencia e incluso cobardía14, tal el caso del coronel Roberto Mercado, el teniente coronel Luis Pineda, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares, los suboficiales Avelino Tolosa y Carlos Grandón, los dos primeros por incumplimiento de los deberes militares y los restantes por cuasi delito de homicidio, salvo Tolosa a quien se le imputó haber dejado abandonados a cuatro soldados con principio de hipotermia en un refugio de circunstancia.
“La tragedia fue una suma de errores –manifestó la periodista Carolina Urrejola durante el programa especial que transmitió Canal 13 de Santiago en 2010, al producirse un nuevo aniversario de la tragedia- Los conscriptos tenían una preparación insuficiente y una vestimenta inadecuada. Quizás lo que resulte más dramático y que fue informado por el servicio médico legal, es que la mayoría de los fallecidos estaban mal alimentados, por lo que no tuvieron la energía necesaria para esa dura travesía”15.
El mismo ministro de Defensa, Jaime Ravinet, reconoció la falta de pericia y preparación de los oficiales del Ejército, algo que la fuerza intentaría minimizar a toda costa en los días subsiguientes.
La primera pregunta que se hicieron los familiares de las víctimas fue dónde estaban los cabos, los sargentos de las compañías, los suboficiales y los capitanes que debían resguardar a los conscriptos.
El general Cheyre se queda mudo cuando la mencionada periodista le pregunta sobre la actitud de los cabos desertores.
  • Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres.
  • Por supuesto que llama la atención – responde el alto oficial y luego se queda mudo, sin poder decir más16.
Él en persona había presentado a Gutiérrez poco menos que como a un héroe, pero en los días posteriores, el oficial terminaría acusado como responsable de las muertes de al menos catorce reclutas.
Cuando la madre del conscripto Ignacio Henríquez preguntó por qué habían muerto todos soldados y solo un suboficial, un responsable del regimiento le respondió que la causa era que no estaban preparados. “Los llevamos para allá para hacerse hombres” y cuando la madre volvió a insistir: “¿Por qué ustedes andan todos bien equipados y los soldados no?, aquel descarado se quedó callado y no volvió a hablar.
“¿Qué pasó con todos esos instructores? -se pregunta Rita Monares, la hermana del único suboficial muerto – Me hace pensar que ellos optaron por salvarse solos” y refiriéndose al capitán Gutiérrez agrega: “¿Quién es el que tuvo tan poco criterio de que se le moja la gente y no la devuelve?”17.



El general Cheyre se queda de piedra cuando la periodista lo pone en aprietos "Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres". Nada pudo responder

Durante el juicio que se entabló a los responsables de la tragedia, el comandante del batallón hizo referencia a un inesperado problema meteorológico que el servicio nacional desmintió categóricamente, demostrando con documentación fidedigna que se habían dado los alertas con varias horas de anticipación.
Cereceda fue condenado a cinco años y un día de prisión, acusado de cuasidelito de homicidio e incumplimiento de deberes militares; el ex coronel Mercado a tres años de prisión por incumplimiento de deberes militares, lo mismo el teniente coronel Pineda, a quien le impusieron 541 día de arresto. Por su parte, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares fueron condenados a 800 días, en calidad de autores de cuasidelito de homicidio, penas que no conformaron en absoluto a los familiares de las víctimas. Angélica Monares, su vocera, manifestó sentirse “muy desilusionada, envenenada y burlada. El fallo es lo más sucio, indigno y cobarde que podía pasar”.
La Corte Suprema rechazó el delito simple para beneficiar a los acusados. Para los padres no bastó que la responsabilidad recayese en una sola persona, según ellos, el responsable de la tragedia fue todo el ejército.
“Se nos ocultó todo -dice Rita, la hermana del sargento Monares- partimos cero información. Nadie se acercó a nosotros. Nadie se acercó a la familia de un funcionario que llevaba 23 años en esa institución, para decirle lo que estaba pasando. Cuando me hablan de la familia militar ¿de que familia me hablan…?”.
Los sobrevivientes de la tragedia acusan al gobierno y a las fuerzas armadas de su país por abandono y les endilgan la dificultad que padecen para encontrar trabajo; hablan de la negligencia del programa de asistencia con el que se comprometió el primero para garantizar su salud, educación y viviendas y ni ellos ni sus familiares dicen haber recibido la ayuda psiquiatrita prometida. ¡Incluso las banderas con las que se cubrieron los féretros durante las exequias les fueron descontadas!, antecedente que el general Cheyre dijo desconocer.
Cereceda cumplió su sentencia en el Penal de Punta Peuco, donde permaneció recluido negándose a conceder entrevistas. Según el presidente Lagos hubo un antes y un después del desastre de Antuco. A esos muchachos los mandaron a la muerte por una orden absurda
Al conscripto Morales lo que más duele es el abandono del ejército, de ahí que en la demanda presentada en el mes de noviembre de 2012, los sobrevivientes argumentasen que como secuela del trauma vivido sufrían angustia, pánico y malestares físicos que alteraban sus condiciones normales de salud, aclarando que los responsables de estos padecimientos eran el Ejército y el Estado de Chile, debido al incumplimiento del deber de cuidado que tenían sobre ellos y sus compañeros de armas18.
A lo expuesto debemos sumarle las palabras de Tomás Mosciatti, reconocido abogado y filoso periodista de la señal de TV y Radio Bío Bío, célebre por la crudeza de sus testimonios y por trae constantemente a sus compatriotas a la realidad:


Yo quiero recordar lo que sucedió en el año 2005, el 4 de abril de 2005, cuando fallecieron 40 conscriptos y un suboficial en Antuco. Esa barbarie que cometió el Ejército, mandándolos a la nieve, la verdad a la muerte, sin ninguna indumentaria posible para resistir el frío y la nieve. Pero, incluso peor que todo eso, fue la actitud de los oficiales, porque los oficiales se salvaron. El único, único militar de alguna graduación fue un suboficial, un cocinero que se quedó con los muchachos tratando de salvarlos y murió con ellos.

La tragedia abrió los ojos a la sociedad y les mostró las graves falencias de sus fuerzas armadas. Cincuenta soldados abandonaron definitivamente las filas castrenses en el Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles y de ellos, treinta y dos adhirieron a la demanda. El abogado patrocinante de la Corporación de Víctimas, Dr. Guillermo Claverie, argumentó que este hecho “...no sólo provocó la muerte de muchos jóvenes, sino que es causa de la tragedia permanente en los sobrevivientes a quienes cada día los atormenta estos episodios, quedando muchos de ellos con claras y evidentes secuelas físicas, psicológicas y traumas que les ha impedido a estos jóvenes tener el desarrollo normal que corresponde a su corta edad”19. Pero no solo en Antuco quedaron a la vista las miserias y negligencias del ejército chileno.
Apenas una semana antes, el 4 de mayo de 2005, el soldado César Soto Gallardo, de 17 años, tomaba parte en los ejercicios de camuflaje nocturno que realizaba el Batallón Nº 1 de Santiago, cerca del túnel Lo Prado, cuando recibió un disparo en la cabeza que lo mató instantáneamente.


Otros responsables. Desde la izq. Luis Pineda, Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares.
Habría que agregarles a los nueve cabos que huyeron abandonando a la tropa pero
no hallamos imágenes de ellos

sábado, 30 de marzo de 2019

España: El extraño accidente de Villa Giralda

A 63 años del misterioso episodio en el que el rey Juan Carlos asesinó a su hermano

El 29 de marzo de 1956 "Alfonsito" de Borbón, de apenas 14 años de edad, murió alcanzado por un disparo
Infobae



Juan Carlos y su hermano, Alfonso de Borbón

Un pequeño revólver calibre 22, un muerto y un solo testigo: el rey Juan Carlos. Las únicas certezas de un confuso episodio en el que la historia de la monarquía española se pintó de tragedia. Transcurría la Semana Santa del año 1956 y la familia real disfrutaba del descanso en Villa Giralda, en el municipio portugués de Estoril, donde se había instalado tras el exilio al que la obligó el triunfo de los republicanos en España, primero, y la victoria del general Francisco Franco en la Guerra Civil, después.

Para evitar que el charco de sangre se extienda aún más, tras escuchar un disparo y entrar corriendo a la habitación de juegos donde sus dos hijos -"Alfonsito", de 14 años y Juan Carlos, de 18- maniobraban un arma, Don Juan de Borbón y Battenberg envolvió el pequeño cuerpo sin vida en una bandera española que arrancó de su mástil y profundamente perturbado se dirigió al mayor de los dos y futuro heredero de la Corona: "¡Júrame que no lo hiciste a propósito!".


El rey Juan Carlos (Getty Images)

Ante la ausencia de una investigación oficial sobre lo sucedido y el silencio de quien sería rey de España desde 1975 hasta su abdicación en el año 2014, desde ese punto en adelante todo es especulación y rumores. Que si el arma había sido un regalo del dictador Franco, que si el episodio había significado la ruptura definitiva entre don Juan y su hijo Juan Carlos o que si se trataba simplemente de una tragedia más de las que seguían por entonces a los borbones y que abonaban la teoría de la maldición: niños muertos en el parto, infantas fallecidas muy jóvenes, accidentes de tránsito fatales, enfermedades congénitas, discapacidades y reinas desdichadas.

"Estando el infante don Alfonso de Borbón limpiando una pistola de salón con su hermano, la pistola se disparó, alcanzándole en la región frontal, falleciendo a los pocos minutos. El accidente sucedió a las 20:30 horas, al regresar de los oficios de Jueves Santo, donde había recibido la sagrada comunión".  Estas dos oraciones fueron la única comunicación oficial sobre el tema después de lo sucedido y eligió esquivar sin disimulo la responsabilidad del hermano mayor, quien habría sido el que apretó el gatillo.


“Alfonsito” junto a su hermano, el futuro rey Juan Carlos, antes del incidente fatal que terminó con su vida

Así lo confirmaba el testimonio de don Jaime de Borbón, tío de los niños, en una carta enviada a su secretario: "Mi querido Ramón: Varios amigos me han confirmado últimamente que fue mi sobrino Juan Carlos quien mató accidentalmente a su hermano Alfonso". También Bernardo Arnoso, amigo de su padre, habría contado un tiempo después que el futuro rey le confesó que él apuntó a don Alfonso pensando que no estaba cargada, y apretó el gatillo para impresionarlo.

La censura que reinó en España durante los años que siguieron al episodio, y que fue replicada también en Portugal bajo el régimen de António de Oliveira Salazar, impidieron a los medios de comunicación romper con el silencio oficial. Hubo que esperar hasta el año 2015 para que el ahora emérito rey Juan Carlos hablara públicamente por primera vez de lo sucedido aunque, otra vez, sin demasiados detalles.


Los borbones, familia real española

"Ahora lo echo mucho de menos. No tenerlo a mi lado. No poder hablar con él. Estábamos muy unidos, yo lo quería mucho y él me quería mucho a mi. Él era muy simpático", dice Juan Carlos ante las cámaras en el documental Yo, Juan Carlos I, Rey de España, del director de cine hispano-francés Miguel Courtois.

Según el desaparecido periodista Juan Balansó, autor de varias obras sobre la monarquía española, "Alfonsito era un niño travieso y despierto, simpatiquísimo, que alegraba la vida a quienes le conocían". Su deceso marcó a la familia real para siempre, al punto que su madre, doña María, dijo que el día de su muerte se le "paró la vida". Su padre, recogieron los historiadores en su entorno, no volvió a hablar jamás en público de su hijo fallecido, a quien en privado solía referirse como "mi querido hijo Alfonsito".


Alfonsito murió a los 14 años alcanzado por un disparo

"Alfonsito" fue enterrado en Estoril, ante la presencia de la familia y algunos miembros de la monarquía, que viajaron a Portugal para llevarle bolsas de tierra española que depositaron sobre su tumba. En 1992, treinta y seis años después de su muerte, sus restos fueron trasladados al panteón familiar ubicado en la ciudad de Madrid.

Sobre su hermano, algunos consideran que el episodio profundizó el perfil introspectivo y solitario. El día después de la trágica muerte fue enviado a España donde creció y terminó su formación lejos de su familia y a la sombra de Franco, a quien acompañó hasta su fallecimiento, cuando finalmente pudo asumir la corona. Pese a lo que podría pensarse, sin embargo, el monarca desarrolló a lo largo de su vida una verdadera obsesión por las armas de fuego, hasta el punto de protagonizar una serie de escándalos por su afición por la caza, a lo que ha dedicado viajes a destinos extravagantes y cantidades exorbitantes de dinero. ¿Será quizás, además de una paradoja, su propia forma de recordar a Alfonsito?


El rey Juan Carlos

martes, 21 de marzo de 2017

Accidente nuclear: El incidente oculto de Semipalatinsk en la URSS

Revelado: El encubrimiento soviético de las consecuencias nucleares que fueron peores que Chernobyl


Centro de pruebas nucleares de Semipalatinsk en Kazajstán
Alain Nogues / Getty

Por Fred Pearce - The New Scientist

Fue un desastre nuclear cuatro veces peor que Chernobyl en cuanto al número de casos de enfermedad por radiación aguda, pero la complicidad de Moscú para encubrir sus efectos sobre la salud de las personas ha permanecido en secreto hasta ahora.

Sabíamos que en agosto de 1956, las consecuencias de una prueba soviética de armas nucleares en Semipalatinsk, en Kazajstán, engullieron la ciudad industrial kazaja de Ust-Kamenogorsk y pusieron a más de 600 personas en el hospital con enfermedades por radiación, pero los detalles han sido incompletos.

Después de ver un informe recién descubierto, New Scientist puede ahora revelar que una expedición científica de Moscú después del desastre ocultado descubrió contaminación radioactiva generalizada y enfermedades por radiación a través de las estepas de Kazajstán.

Los científicos luego rastrearon las consecuencias como pruebas de la bomba nuclear continuó - sin decir a las personas afectadas o el mundo exterior.

El informe de científicos del Instituto de Biofísica de Moscú fue encontrado en el archivo del Instituto de Medicina de Radiación y Ecología (IRME) en Semey, Kazajstán. "Durante muchos años, esto ha sido un secreto", dice el director del instituto, Kazbek Apsalikov, quien encontró el informe y lo pasó a New Scientist.

Más pruebas de bombas nucleares se llevaron a cabo en Semipalatinsk que en cualquier otro lugar del mundo durante los años 1950 y principios de 1960. Periodistas occidentales han informado desde el desmembramiento de la Unión Soviética sobre los aparentes efectos sobre la salud de los pobladores a favor del viento de las pruebas. Y algunos estudios recientes han estimado las dosis de radiación utilizando proxies como la radiactividad en el esmalte de los dientes.

El informe recientemente revelado, que describe "los resultados de un estudio radiológico de la región de Semipalatinsk" y está marcado como "top secret", muestra por primera vez cuánto sabían los científicos soviéticos en ese momento sobre el desastre de salud humana y el alcance de El encubrimiento.

Detalla cómo los investigadores de Moscú en tres expediciones a Ust-Kamenogorsk encontraron la contaminación radiactiva extensa y persistente del suelo y de la comida allí y a través de las ciudades y de las aldeas de Kazakhstan del este.

En el camino de las nubes

A mediados de septiembre de 1956, un mes después de la caída de la nube, las tasas de dosis en Ust-Kamenogorsk eran todavía de hasta 1,6 millirems por hora, cien veces lo que el informe considera la "tasa permisible", y lo que se recomienda como seguro por el Comisión Internacional de Protección Radiológica.

El mes siguiente, la expedición se trasladó a un número de aldeas. "Cerca de Znamenka, las sustancias radiactivas que afectaron a la gente y al medio ambiente cayeron repetidamente durante años", dice el informe. Las consecuencias fueron "peligrosas para la salud" y "más graves y peligrosas que en el distrito de Ust-Kamenogorsk".

Oficiales médicos militares que visitaron el pueblo después de la prueba de agosto habían encontrado a tres personas con enfermedad de radiación aguda.

Los hallazgos coinciden con informes anteriores de la trayectoria de las nubes de precipitación. En 2002, Konstantin Gordeev en el Instituto de Biofísica de Moscú publicó un mapa que muestra que el 24 de agosto de 1956 una nube viajó directamente sobre Znamenka y Ust-Kamenogorsk.

Anteriormente, una prueba el 12 de agosto de 1953 había enviado una nube a través de Karaul, que según la expedición de 1956 tenía consecuencias que seguían siendo "peligrosas para la salud" tres años después.

Un resultado de las expediciones científicas fue el establecimiento de una clínica especial conocida como dispensario, bajo el control de Moscú, encargada del seguimiento de la radiación y sus efectos sobre la salud. Eventualmente tuvo un registro de unas 100.000 personas expuestas a las pruebas y sus hijos.

La instalación fue conocida durante mucho tiempo como el Dispensario Anti-Brucelosis No. 4. El nombre fue elegido, dice Apsalikov, "para no llamar la atención sobre su actividad real", que fue "clasificada como secreto hasta 1991".


El informe más secreto

Cuando la Unión Soviética se derrumbó ese año, el dispensario se convirtió en el IRME. Sin embargo, según su actual jefe científico, Boris Gusev, que trabajó por primera vez en el dispensario número 4 en 1962, muchos informes en sus archivos fueron llevados a Moscú o destruidos antes de la entrega.

Un informe, dice, registró que 638 personas fueron "hospitalizadas con intoxicación por radiación" en la ciudad después de la prueba de 1956. Esto fue más de cuatro veces los 134 casos de radiación diagnosticados después del accidente de Chernobyl. Nadie sabe cuántos murieron.

El informe recientemente expuesto de las expediciones en 1956 y 1957 fue uno de los pocos que escaparon a los censores soviéticos que destruyeron o movieron otros informes del país. Se encontró "considerable contaminación radiactiva de suelos, cobertura vegetal y alimentos" en Kazajstán oriental. Las muestras fecales tomadas de personas en una granja colectiva justo al sur de Ust-Kamenogorsk contenían altos niveles de radioactividad, que ya no eran detectables entre dos y cinco días después de que dejaron de comer alimentos locales y cambiaron a alimentos importados.

La expedición pidió que se detuviera el consumo de grano local, y sugirió que era "impredecible realizar pruebas atómicas (especialmente explosiones en tierra) antes de la cosecha completa de los campos" por lo que la comida estaba protegida de las lluvias.

Pero evidentemente no se actuó sobre esta recomendación. Gordeev mapeó las trayectorias de fallout de las pruebas mayores subsecuentes en agosto de 1957 y agosto de 1962.

El informe también minimizó los peligros, diciendo que varios cambios en el sistema nervioso de las personas y la sangre registrada por los médicos "no podían considerarse como los cambios que surgieron sólo debido al impacto de la radiación ionizante". En lugar de eso, se culpa de un saneamiento deficiente, una "dieta aburrida" y varias enfermedades como la brucelosis y la tuberculosis.

Las pruebas de la bomba atmosférica en Semipalatinsk se detuvieron en 1963. Aunque gran parte del área a favor del viento es ahora segura para vivir, "algunas áreas nunca volverán a la naturaleza", dice Apsalikov. "La situación en otros es incierta y potencialmente peligrosa".

Roman Vakulchuk del Instituto Noruego de Asuntos Internacionales acoge con agrado la nueva apertura de Kazajstán sobre el tema. El informe es el primer registro contemporáneo de investigación sobre los efectos de las pruebas en las poblaciones locales, dice. "Hasta 1956, el gobierno [soviético] no realizó estudios".

Pero todavía hay incertidumbre sobre el alcance de la contaminación continua y los impactos en la salud, dice. "Gran parte del área no presenta peligro, pero algunas partes tienen que ser salvaguardadas indefinidamente".

domingo, 2 de agosto de 2015

Argentina: El accidente de Retiro

La explosión del cuartel del Retiro

Una accidente hizo volar en 1864 el polvorín del ejército cerca de la actual Plaza San Martín. Cuentan que hubo 50 muertos.

Los cuarteles de Retiro a mediados del siglo XIX.

Eduardo Parise - Clarín

Cuando ocurrió la explosión en Retiro, la nefasta Guerra de la Triple Alianza llevaba menos de un mes de comenzada. Y aunque la Argentina todavía era neutral (recién iba a participar militarmente desde abril de 1865), su influencia política en el conflicto ya era visible. De todas maneras, aquel hecho que conmovió a Buenos Aires el 9 de diciembre de 1864 no estaba vinculado con ese enfrentamiento: siempre se lo consideró un accidente. La historia habla de cincuenta muertos y muchos daños, no sólo en el cuartel sino también en los edificios de los alrededores que, por fortuna, todavía no eran muchos.

El cuartel estaba en lo que hoy son las cercanías del monumento al General José de San Martín, cuya imagen ecuestre había sido inaugurada en 1862. Los registros dicen que la explosión ocurrió quince minutos después de las 7 de una calurosa mañana porteña. Fue justo cuando los soldados de dos compañías del Regimiento de Artillería volvían al cuartel después de realizar trabajo de campo en el llamado “hueco de las cabecitas” (actual plaza Vicente López), un área por entonces bastante despoblada. Cuentan que en ese momento estalló el polvorín del cuartel y literalmente voló toda el ala derecha del edificio. Los soldados quedaron tapados por los escombros.

Después del primer momento de angustiosa sorpresa, llegó la asistencia. Entre una nube de polvo flotando en el aire soldados de la Legión Militar y del Segundo Batallón de línea empezaron a remover aquellas piedras. La intención era rescatar sobrevivientes. Además, mucha gente llegó para asistir a los habitantes de la zona vecina. Es que en todas las viviendas de los alrededores no sólo habían estallado los vidrios: puertas y ventanas también habían sido arrancadas de cuajo y mucha mampostería había quedado hecha pedazos. Se recuerda que el cura párroco de la cercana iglesia del Socorro corrió hasta el lugar para asistir espiritualmente a las víctimas que habían salvado sus vidas por milagro.

Años más tarde, el edificio había sido reconstruido para seguir funcionando como cuartel. Algunas versiones dicen que en un tiempo antes de la explosión se habían realizado trabajos bajo la dirección del arquitecto Edward Taylor, el mismo de la Aduana Nueva que estaba junto a la Casa Rosada. Sin embargo, otros investigadores lo desmienten. Lo que sí confirman es que recién en 1883 se agregaron torres con almenas en los extremos del edificio original del siglo XVIII. Además, se construyeron dependencias en un primer piso y se modificó el portón central, levantando una torre cuadrada que le otorgaba al sitio una imagen más militar.

Pero para ese tiempo la Ciudad ya perfilaba cambios importantes y el área en donde estaba el cuartel empezaba a transformarse en residencia de muchas familias que, en 1871, habían dejado el Sur por la epidemia de fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires. Eso motivó que empezara a pensarse en el desplazamiento de las instalaciones militares hacia otros lugares. En 1878, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de San Martín, la plaza cambió de nombre, dejando atrás el de Plaza de Marte por el actual que recuerda al prócer.

La demolición total del cuartel se realizó en 1891. La idea era que ese terreno lo ocupara el famoso Pabellón Argentino que había estado en la Exposición Universal realizada en 1889 en París, para celebrar el centenario de la Revolución Francesa.

Aquel Pabellón, totalmente desarmado, ya había sido embarcado hacia Buenos Aires. Luego estaría en Retiro hasta 1933, cuando lamentablemente se lo desguazó y se vendió como chatarra. El Cuartel de Artillería, igual que el Pabellón de París, quedó en el recuerdo. Pero no fueron las únicas construcciones de la zona de Retiro que se convirtieron en leyenda. En ese lugar, en 1800, se había edificado la segunda y última plaza de toros que tuvo Buenos Aires.

La tarea de construirla se la había encargado el virrey Gabriel Miguel de Avilés y del Fierro a don Martín Boneo y Villalonga, una suerte de “intendente” porteño de aquellos años. La demolieron en 1819. Pero esa es otra historia.