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viernes, 19 de noviembre de 2021

Imperio Otomano: El motín que fue el fin de los jenízaros


Sipahis otomanos defendiendo su bandera ante los polacos durante el asedio de Viena (Józef Brandt)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Incidente Afortunado, el motín de los jenízaros que supuso su disolución

Por Jorge Álvarez  ||  La Brújula Verde




Los jenízaros constituyeron la fuerza de élite del ejército otomano desde la Edad Media, integrando por ello no sólo las mejores unidades de choque sino también la guardia personal de los sultanes. Esto último fue confiriéndoles riquezas y un creciente poder que, a la manera de los pretorianos romanos, les llevaría a condicionar la política hasta pasar a convertirse en un peligro para la Sublime Puerta. Por eso en 1826 fueron disueltos en lo que se conoce como Vaka-i Hayriye o Incidente Afortunado.

El origen de los jenízaros está en el año 1330, casi simultáneo al nacimiento del Imperio Otomano. El fundador de éste fue Osmán I, bey (príncipe) de la ciudad de Söğüt, en la antigua Frigia (Anatolia), que a finales del siglo XIII se independizó de los selyúcidas de Rüm y dio comienzo a una expansión aprovechando las luchas internas del Imperio Bizantino y los problemas de los musulmanes ante los ataques mongoles. Tras incorporar varios territorios, derrotó al emperador Andrónico II Paleólogo y le arrebató varias urbes, entre ellas Eskişehir, Nicomedia (actual Izmit), Prusa (Bursa) y Nicea (Iznik). Cuando murió en 1326, el pueblo aclamó a su sucesor, su hijo Orhan I, al grito de «¡Que sea tan grande como Osmán!».


Osmán I/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

De esa forma, se asentaba la dinastía túrquida osmainí. Orhan, que había sido jefe del ejército en vida de su padre, puso ese cargo y el de visir en manos de su hermano Alaadin -contentándolo a la par que cortaba sus aspiraciones al trono- y ambos rompieron definitivamente el vasallaje con el sultanato de Rüm porque, al fin y al cabo, éste había sido abolido en 1308. El Imperio Otomano estaba listo para volar solo: empezó a acuñar su propia moneda, se reformó la administración y se continuó la expansionista política exterior, alcanzando el noroeste de Anatolia e interviniendo en las disputas sucesorias bizantinas, fruto de lo cual los soldados otomanos pisaron por primera vez suelo europeo.


Entre esas tropas figuraba un cuerpo de nueva creación, el de los jenízaros, resultante de una profunda reforma militar llevada a cabo por Alaadin. Él fue quien estableció un ejército permanente -un siglo antes de que Carlos VII de Francia fundase sus quince compañías de hombres de armas-, con salario y derecho a botín, introduciendo una fuerza complementaria a la habitual de guerreros turcómanos. Estos últimos eran jinetes nómadas y, por tanto, se encuadraban en unidades de caballería que se dividían en otras menores según el número de efectivos. Pero, aparte de su dudosa lealtad, siempre veleidosa, consideraban impropio combatir desmontados, así que hacía falta infantería.

La expansión otomana con Orhan I/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Ahí es donde entraron los jenízaros. Orhan (o Alaadin, más bien), los incorporaron imitando las fuerzas mamelucas adoptadas por los califas abásidas, que estaban formadas por esclavos combatientes de diversas etnias. Por tanto, al principio, los yeniçeri eran básicamente prisioneros de guerra y esclavos no musulmanes, sobre todo cristianos. Sin embargo, tenían el problema de que resulta difícil convencer a adultos y asegurarse su fidelidad, al menos a escala suficiente, de ahí que a partir de 1380, ya con Murad I (el hijo de Orhan) en el trono, se instituyera una nueva y eficaz forma de reclutamiento de la que ya hablamos en otro artículo: la Devşirme o tributo de sangre.

Si devşirme se puede traducir como recolectar, tributo de sangre hace referencia a que lo que se recolectaba eran niños, pues los territorios cristianos sometidos (Anatolia, Balcanes, Europa oriental) tenían la obligación de proporcionar un número de ellos, de entre ocho y catorce años, para que fueran educados en el Islam y entrenados militarmente. Después pasaban a integrar las filas del ejército o, los más sobresalientes, de la administración. Era algo que se hacía cada lustro, aproximadamente, si bien desde 1568 pasó a ser esporádico al complementarse con los niños comprados a los piratas berberiscos.

Pese a todo, la diferencia con los mamelucos es que no se los consideraba esclavos, pues de lo contrario la devşirme estaría prohibida por la ley islámica al deber proteger a los dhimmi o Gentes del Libro (cristianos y judíos, aunque éstos estaban exentos del reclutamiento) a cambio del pago de una yizia (un impuesto por cada adulto) y un jarach (impuesto sobre la renta de la tierra). De hecho, no faltaban familias campesinas pobres que entregaban a sus hijos sabiendo que probablemente les esperaba un futuro mejor, aunque debían superar un proceso de selección o eran devueltos.

Esquema de las enderûn otomanas/Imagen: Corlumeh en Wikimedia Commons

Tras la preceptiva circuncisión, eran sometidos a un intenso adiestramiento en Anatolia para luego pasar a las siete enderûn (escuelas) de Estambul y completar un período de alfabetización y formación intelectual. Al acabar, se los destinaba según la capacidad demostrada, bien como funcionarios, bien como soldados. En el primer caso, el objetivo era desbancar a los nobles, que copaban los puestos de la administración. En el segundo, constituían la base de la infantería, repartiéndose en tres cuerpos: los Yeni Çeri (el grueso de la tropa), los Yerlica (jenízaros destinados a guarniciones urbanas); y los Kapikulu, la élite de la élite; a ellos se sumaba un cuarto, el de los Başıbozuk (irregulares, mercenarios).

Una serie de factores hizo que los jenízaros fueran adoptando una identidad propia, un espíritu de corps. En parte se debió a su normativa, que les prohibía dejar barba, les otorgaba su condición sólo a los veinticuatro o veinticinco años, les permitía heredear las propiedades de los compañeros muertos y les vinculaba estrechamente con el sultán, cuya seguridad quedaba en sus manos. Pero otra parte fue adquirida poco a poco, como ser devotos de Hacı Bektaş-ı Veli (el derviche santo que bendijo a los primeros jenízaros) y formar una élite enriquecida, privilegiada.


La reducción progresiva del Imperio Otomano/Imagen: Alc16 en Wikimedia Commons

Eso fue a partir del siglo XVII, cuando el dominio que ejercía el Imperio Otomano en el Mediterráneo empezó a decaer por tener que atender demasiados frentes -incluyendo el interno- y los jenízaros vieron reducido su protagonismo bélico. Para entonces eran una casta hereditaria que ya no gozaba de simpatías populares porque se la dispensaba de pagar impuestos, pese a que seguían cobrando su salario y lo incrementaban con negocios comerciales. Y es que llegaron a ser lo que hoy llamaríamos lobby, capaz de presionar a los sultanes y amenazar con su destitución si no atendían sus exigencias.
Mahmud II vistiendo al estilo occidental/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fuerza no les faltaba, porque si el primer cuerpo de jenízaros, aquel fundado bajo el mandato de Orhan I, apenas contaba un centenar de hombres, en el último cuarto del siglo XVI sumaba nada menos que doscientos mil. Una cantidad disuasoria que les permitía conseguir cualquier capricho so pena de conspirar con algún visir y derrocar al sultán de turno. A partir de esa fecha, el número fue reduciéndose en paralelo a la decadencia del imperio y al finalizar el primer cuarto del siglo XIX eran poco más de la mitad. Aún así, suficientes para seguir determinando la política, pese a que la mayoría ya ejercían más labores funcionariales que militares.

En 1826 el titular de la Sublime Puerta era Mahmud II, que había subido al trono en 1808 precisamente tras un golpe de estado que derrocó a su hermano Mustafá IV (al que mandó eliminar poco después); éste, a su vez, había alcanzado el poder merced a una acción de los jenízaros contra su predecesor, su primo Selim III, lo que deja a las claras el decisivo papel que jugaba ese cuerpo. Mahmud entendió que no podía arriesgarse a sufrir lo mismo y como además su ejército había salido malparado en las últimas guerras, decidió que también debía modernizar sus fuerzas armadas al estilo occidental.

Selim III (Joseph Warnia-Zarzecki)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Efectivamente, primero se perdieron los territorios que el Imperio Otomano tenía al oeste del Danubio y luego, en la Guerra de la Independencia de Grecia, las derrotas empezaron a acumularse humillantemente. Inmerso en la última fase de esa contienda, poco antes del desastre de Navarino, se produjo el episodio que permitió a Mahmud dar el golpe definitivo a los jenízaros, el que al comienzo decíamos que se llama Vaka-i Hayriye o Incidente Afortunado. Fue debido a la reforma radical del ejército que acometió el sultán retomando la iniciada por Selim III (Nizam-ı Cedid) y que hizo pública en un edicto el 11 de junio de 1826.

Selim III había tenido que vivir una revuelta jenízara en ese sentido en 1806, el conocido como Incidente de Edirne por la ciudad donde ocurrió: la llegada de tropas modernas del llamado Nuevo Orden fue considerada un desafío por los jenízaros y autoridades locales, que las expulsaron. Al año siguiente ya había rebelión abierta; los jenízaros marcharon sobre Estambul y depusieron al sultán en favor del mencionado Mustafá IV, que era más conservador y no siguió adelante con el proyecto renovador. Pero éste se retomó en 1808, cuando el comandante albanés Alemdar Mustafá Pachá dio un golpe de estado en favor de Mahmud.


Alemdar pasó a ser su gran visir y juntos acometieron un programa reformista que buscaba dar estabilidad al país estrechando lazos entre el centro y la periferia, así como modernizar el ejército. Los jenízaros no aceptaron las novedades y se deshicieron de Alemdar junto con todos los implicados en el proceso reformador, advirtiendo al sultán que abandonase la idea o se atuviera a las consecuencias. Mahmud tuvo que ceder pero años más tarde, ante la inoperancia de sus tropas en Grecia, tomó la resolutiva decisión final.

La proclama de 1826 anunciaba un Sekban-ı Cedit (Nuevo Ejército) basado en el reclutamiento de soldados de etnia turca, algo que enardeció a los jenízaros porque veían amenazada su cómoda posición, lo que, tal como habían tomado por costumbre, les llevó a amotinarse. De hecho, el incidente quizá no fue tan «afortunado» como indica su nombre; en opinión de no pocos historiadores, el verdadero objetivo de Mahmud al dar tanta publicidad a sus medidas era precisamente incitar a la rebelión para poder actuar con dureza y acabar de una vez con aquel problema, en lo que algunos han dado en llamar un golpe de estado del propio sultán. Sea cierto o no, el caso es que el gobernante había previsto su reacción y estaba preparado.

Los jenízaros marcharon sobre el palacio de Estambul pero Mahmud les tenía reservada una sorpresa, pues allí les aguardaba la Kapıkulu Süvari (Caballería de los Sirvientes de la Sublime Puerta), una tropa de élite montada que integraban los sipahi, los caballeros nobles; irónicamente, los jenízaros habían sido creados para compensar su dudosa fidelidad y ahora resultaba todo al revés. Los sipahi cerraron filas en torno al sultán, que para unirlos recurrió a una de las Reliquias Sagradas islámicas que se conservaban en el Palacio de Topkapi: el Santo Estandarte que presuntamente enarboló Mahoma y solía sacarse cuando había guerra, de manera análoga a la Oriflama francesa.

La caballería cargó contra los jenízaros por las calles, según se dice ayudada por un pueblo que dio rienda suelta al odio acumulado contra ellos. Entre unos y otros los barrieron hacia sus cuarteles y una vez allí fueron sometidos a un duro bombardeo con cañones modernos, comprados en el citado proceso y manejados por artilleros adiestrados por occidentales. Entre las cargas, los bombardeos y los incendios, que duraron tres días, murieron miles de jenízaros; dramáticas escenas que se repitieron en otras ciudades como Tesalónica, donde los integrantes de la fuerza local acabaron derrotados en la Torre Blanca o ahogados en la Cisterna de Binbirdirek.

Entre fallecidos, heridos, prisioneros y exiliados, el cuerpo dejó de existir de facto y fue disuelto por orden gubernamental, teniendo que dedicarse los miembros supervivientes a otros trabajos (salvo los oficiales, que acabaron en el cadalso). Asimismo, el estado incautó sus propiedades y la represión se extendió a la Bektaşi Tarîkatı, una orden sufí muy vinculada a los jenízaros que fue prohibida y sus escuelas clausuradas con el apoyo de una fatwa del clero suní. Así quedó expedito el camino para el Asakir-i Mansure-i Muhammediye (Soldados Victoriosos de Mahoma), el nuevo ejército, formado por ocho cuerpos o tertips subdivididos en dieciséis unidades cada uno; a su vez, cada regimiento se componía de tres batallones.
La Batalla de Navarino (Ambroise Louis Garneray)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Paradójicamente, el Asakir-i Mansure-i Muhammediye no fue capaz de sofocar la revuelta griega y el sultán tuvo que conceder la independencia. Un ejército no se improvisaba en tan poco tiempo y así lo vieron los rusos, dispuestos a pescar en aguas revueltas; su participación en la batalla de Navarino indignó a Mahmud, que cerró el paso por los Dardanelos a los barcos de ese país. La Convención de Akkerman, convocada para solucionar el contencioso, resolvió que el Imperio Otomano cediera Valaquia a los rusos junto con varios puertos del Danubio -muchos pueblos de los Balcanes aprovecharon para rebelarse- y admitiera una autonomía en el Principado de Serbia.

En realidad, Mahmud se negó a cumplirlo, lo que desembocaría en la Guerra Ruso-Turca de 1828, algo que no impidió que el sultán pudiera cumplir su objetivo reformador en múltiples aspectos: militar, administrativo, político, legislativo y hasta cultural (se introdujo la moda occidental). De esta manera, a su muerte, acaecida en 1839, dejaba sentadas las bases de la Tanzimat, el período de renovación que se extendería hasta 1876 y encauzaría al Imperio Otomano en la línea del mundo occidental.

Fuentes

History of the Ottoman Empire and modern Turkey (Stanford J. Shaw y Ezel Kural Shaw)/Breve historia del Imperio Otomano (Eladio Romero García e Iván Romero Catalán)/Constantinopla 1453: mitos y realidades (Pedro Bádenas de la Peña e Inmaculada Pérez Martín)/Conflict and conquest in the Islamic world. A historical encyclopedia (Alexander Mikaberidze)/Encyclopedia of the Ottoman Empire (Ga ́bor A ́goston y Bruce Alan Masters)/The decline and fall of the Ottoman Empire (Alan Palmer)/Wikipedia
 

viernes, 7 de diciembre de 2018

Biografía: Coronel Juan José Hernández

Juan José Hernández


Revisionistas



Coronel Juan José Hernández (1798-1852)

Nació en Buenos Aires el 13 de diciembre de 1798, siendo bautizado el mismo día a las 19 horas en la Catedral, por el cura canónigo Cayetano Roo, bajo el padrinazgo de su tío, el presbítero Bernardino Hernández y de su señora abuela. Fue su padre José Gregorio Hernández Plata, nacido en Jerez de los Caballeros, Obispado de Badajoz, Extremadura, España, el 17 de noviembre de 1760, quien llegó a esta ciudad el 2 de marzo de 1790, provisto de las correspondientes licencias para la contratación de Indias; y que el 11 de Junio de 1793 contrajo matrimonio con María Antonia de los Santos Rubio y Moreno, del cual nacieron doce hijos, entre ellos los después coroneles Juan José Luciano y Eugenio María, y también Pedro Pascual Rafael Hernández, padre del celebrado poeta José Hernández, autor del “Martín Fierro”.

Don José Gregorio fue comerciante, siendo propietario de una barraca de comercio en la zona sur bonaerense. Fue regidor del Cabildo de Buenos Aires y participó el 22 de mayo de 1810 en el histórico Cabildo Abierto. Murió en Buenos Aires el 26 de junio de 1820.

Juan José Hernández concurrió de niño a los colegios de su ciudad natal, cursando en ellos sus primeros estudios, pasando luego a España, donde se inició en la carrera de las armas. En su niñez había presenciado los épicos episodios de las invasiones inglesas, que hirieron vivamente su cerebro infantil. También dejaron señal indeleble en su espíritu los acontecimientos de mayo de 1810 y la partida del Ejército Auxiliar.

En 1814 realizó un viaje a Cádiz en compañía de su hermano Eugenio, a bordo de un buque a vela, el que empleó tres meses en su recorrido. Regresó en abril de 1818 a Buenos Aires, partiendo a los 21 días de su llegada nuevamente para el Viejo Mundo, por asuntos de familia. Regresó en 1819.

Se alistó como voluntario bajo las órdenes del entonces sargento mayor Angel Pacheco, durante el interinato de gobierno del coronel Manuel Dorrego, después del sitio que soportó Buenos Aires por las montoneras vencedoras en la Cañada de la Cruz. Entró a formar parte en clase de “aventurero” en el Batallón de Cazadores, cuando este cuerpo se pronunció en esta ciudad, el 9 de julio de 1820.

Con él marchó a campaña el día 18 del mismo mes a las órdenes de Dorrego, asistiendo a la toma de San Nicolás, el 2 de agosto; así como también a la batalla de Pavón, el 12 de este mes, en la que fue derrotado Estanislao López. Se encontró en la acción de Gamonal, o de “Cañada del Monte”, el 2 de setiembre de igual año donde fue batido Dorrego por el caudillo santafecino. Cinco días después, el 7 de setiembre de 1820, aquel Gobernador le extendía a Hernández despachos de teniente 2º agregado al Batallón 2º de Cazadores.

El 11 de abril de 1821 pasó a desempeñar su tenencia en la 5ª Compañía del cuerpo de referencia, y el 3 de julio del mismo año a su pedido, formulado el 25 de junio, fue destinado como teniente 2º a la 1ª Compañía del Regimiento “Húsares de Buenos Aires”, y a las órdenes de sus jefes: coroneles Domingo Saez y Antonio Saubidet se halló en el curso del mismo año en dos acciones de guerra contra los bárbaros, en la cañada del “Burro Muerto” a inmediaciones de la Guardia del Salto; saliendo herido el teniente Hernández en una de ellas. En octubre de 1821 pasó de guarnición a la Guardia del Monte, volviendo en abril de 1822 a la del Salto.

En octubre de 1822 ascendió a teniente 1º de la Compañía del 2º Escuadrón del Regimiento de Húsares, a la que pertenecía. Al año siguiente hizo la campaña hasta Tandil formando parte del ejército del gobernador Rodríguez, asistiendo a numerosas guerrillas que tuvieron lugar contra los indios, especialmente en Arroyo de los Huesos, Azul y Chapeleofú. Terminada la campaña, en noviembre de 1823 pasó a la 1ª Compañía del 1er Escuadrón de su Regimiento, que estaba mandado por el coronel Domingo Saez.

Bajo el mando de este Jefe asistió a la victoria de “Las Saladas” contra los salvajes; así como también a la del “Puesto del Rey”, a las órdenes del coronel Federico Rauch, en la que fue recomendado por haber asistido a pesar de hallarse bastante enfermo.

Participó en la segunda expedición a las órdenes del general Martín Rodríguez, en el primer avance que se dio hasta la Sierra de la Ventana “de este lado y en los diversos ataques –dice el coronel Nicolás Granada en informe fechado el 9 de octubre de 1832-, que en la retirada resistió de un modo recomendable el 2º Escuadrón en que el Jefe suplicante se hallaba, habiéndose distinguido por la firmeza y valor con que fue sostenida aquélla por dicho escuadrón, que cubría la retaguardia, sufriendo todos los ataques del enemigo”. Protegió la retirada de las fuerzas expedicionarias hasta las líneas de fortines que existían a inmediaciones de Tandil. Desde este último punto el Regimiento de Húsares regresó a la Guardia del Salto. Participó en la segunda expedición del coronel Rauch a la Sierra de la Ventana contra los indios, desde octubre de 1826 a enero de 1827, en la que tomaron parte cinco regimientos de caballería y un piquete del Batallón de Artillería.

El 3 de octubre de 1825 ascendió a ayudante mayor, y el 9 de octubre de 1826 fue promovido a capitán de la 2ª Compañía del 2º Escuadrón del Regimiento 5º de Caballería de Línea. Poco después se incorporó al ejército de operaciones contra el Brasil, asistiendo a la batalla de Ituzaingó, por lo que recibió el cordón de honor y el escudo discernido por el Superior Gobierno.

Con fecha 7 de enero de 1828 el gobernador Dorrego le extendió despachos de sargento mayor del Escuadrón llamado “Defensores del Honor Nacional”, cuerpo con el cual permaneció acampando un tiempo en la Isla de Martín García, hasta que marchó a incorporarse a las fuerzas en operaciones contra los imperiales. Sublevado dicho Escuadrón por las intrigas del general Rivera, este último tomó a su cargo la conquista de las Misiones Orientales, ocupadas por los brasileños; el sargento mayor Juan José Luciano Hernández marchó en julio de 1828 a formar parte del Ejército del Norte, que bajo el superior comando del general Estanislao López, debía operar contra los imperiales en el territorio de Misiones; prestando servicios en el Regimiento de Dragones desde el mes de setiembre, en Itaquí, sede de la comandancia en jefe de aquel Ejército, que ejerció el general Fructuoso Rivera hasta el final de la guerra, operando sobre San Borja, San Francisco y Cruz Alta. En el curso de la campaña, Rivera propuso a la Superioridad que otorgara a Hernández la jerarquía de teniente coronel, la que se le concedió más adelante.

Hernández participó en la lucha contra el general Lavalle, y el 1º de julio de 1829 fue dado de alta en la Plana Mayor del Ejército, en la que revistó hasta el 5 de octubre del mismo año, en que fue promovido a teniente coronel de caballería con antigüedad del 24 de junio de 1829; pasando a prestar servicios al Regimiento “Patricios de Buenos Aires”, cuerpo destacado a la sazón en la Guardia del Monte, acantonamiento que alternó con el lugar denominado la “Hacienda de Rodríguez”, en el curso del año siguiente.

El 26 de enero de 1830 marchó con su cuerpo a incorporarse a la División del Departamento del Norte, a las órdenes del coronel Angel Pacheco; obteniendo Hernández despachos de comandante del 2º Escuadrón de su Regimiento, el 1º de febrero de 1830.

Hizo la campaña de Córdoba contra el general José María Paz, asistiendo al combate de Fraile Muerto, el 5 de febrero de 1831, bajo el mando de Pacheco; y en el cual fue derrotada la vanguardia del ejército enemigo mandada por el coronel Pedernera. Hernández pasó el día 9 de aquel mismo mes, a comandar el 1er Escuadrón de su regimiento, a cuyo frente se halló en las jornadas de Calchín y Villa de los Ranchos, contra el ejército de Paz. Terminada la campaña, el 19 de julio de 1831 fue designado su edecán por Juan Manuel de Rosas; revistando desde esta fecha en la Plana Mayor de Edecanes.

Acompañó al Restaurador en su campaña al Desierto, en 1833, mandando el Escuadrón Escolta; asistiendo a la toma de la Isla de Choele-Choel y a otras operaciones de importancia que tuvieron lugar en aquella expedición. En noviembre del mencionado año se hallaba acampando en Salinas Chicas, y el 1º de enero de 1834 en Napostá; llegando a Buenos Aires en el mes de marzo del último año, pasando a revistar en la Plana Mayor del Ejército.

En enero de 1835 fue ascendido a coronel graduado y el 1º de marzo del mismo año fue nombrado comandante militar de Patagones, en reemplazo del teniente coronel Sebastián Olivera. El coronel Hernández se embarcó en el buque “Esperanza” para ir a hacerse cargo de su puesto. Hallándose en el ejército de este, recibió la efectividad de coronel el 4 de setiembre de 1838. Desempeñó la comandancia de Patagones hasta diciembre de 1841, en que regresó a Buenos Aires.

El 12 de abril de 1849 se le encuentra al coronel Hernández comandando el Batallón “Palermo”.

Desde esta fecha revistó en la Plana Mayor de Edecanes de Juan Manuel de Rosas y para la campaña de Caseros fue nombrado jefe de uno de los agrupamientos de infantería. Asistió a la Junta de Guerra convocada por Rosas la noche del 2 de febrero de 1852, y en la batalla del día siguiente, junto con el coronel Jerónimo Costa, Hernández tuvo a sus órdenes 8 batallones de infantería y varias piezas de artillería, que ocuparon el centro del dispositivo rosista. Combatiendo con denuedo por la causa que había sostenido por espacio de un cuarto de siglo, murió gloriosamente al frente de las tropas, cuyo comando se le había confiado.

El coronel Hernández halló la muerte en circunstancias en que trató de imponer la disciplina a sus tropas contagiadas por el ejemplo desalentador de otros cuerpos, y que empezaban a desbandarse. Sus propios soldados cometieron la infamia de volverse contra su Coronel y hacerlo víctima de su cobardía, acribillándolo a golpes de lanza. Sus restos quedaron en el campo de batalla, y allí hubieran permanecido abandonados hasta ser sepultados en montón, si su cuñado, el Dr. Antonio Marcó del Pont, no se hubiese impuesto la piadosa misión de ir a recogerlos y conducirlos hasta el Cementerio de la Recoleta, donde fueron inhumados. Según la tradición de familia, Marcó del Pont pudo identificar el lugar donde estaban los restos del coronel Hernández, gracias a la lealtad de un hermoso perro de este último, que le acompañó en la batalla, y muerto su amo, permaneció a su lado dos días, aullando tristemente, lo que permitió hallar el cuerpo de Hernández.

Casado con María Ignacia Reyna Correa de Silva, perteneciente a una antigua familia porteña, de este matrimonio nacieron dos mujeres y un varón: Manuela, Martina y Vicente Hernández.

Fuente

  • Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
  • Pérez Calvo, Lucio – Genealogía de don José Hernández, autor del “Martín Fierro”.
  • Portal www.revisionistas.com.ar
  • Yaben, Jacinto R. – Biografías argentinas y sudamericanas – Buenos Aires (1939).

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar

viernes, 25 de octubre de 2013

GCE: Desaparece misteriosamente el submarino B-5

La misteriosa desaparición del submarino republicano B-5 durante la Guerra Civil
Manuel P. Villatoro

Este sumergible se esfumó de las aguas del Mediterráneo, frente a Estepona, por razones que todavía se desconocen

Flotilla de sumergibles de la clase B construida por la Sociedad de Construcción Naval, 13-9-1928 (ARCHIVO ABC)

La del B-5 no es la típica historia de un submarino que se hundió combatiendo contra innumerables enemigos, pero, a pesar de todo, su leyenda bien podría haber servido de inspiración para un guión de la factoría Hollywood. Y es que, en octubre de 1.936 -en plena Guerra Civil-, este sumergible de la Armada republicana desapareció misteriosamente mientras patrullaba las costas de Estepona (Málaga) por causas que, a día de hoy, siguen siendo un enigma.
De esta embarcación sólo queda en la actualidad el recuerdo de los 37 marinos que, presumiblemente, fallecieron en su interior y, como no podía ser de otra forma, varias conjeturas sobre las causas de su desaparición. Así pues, las teorías más barajadas a lo largo de la historia afirman que el submarino fue destruido por un hidroavión sublevado o que, incluso, fue hundido deliberadamente por su capitán -partidario del alzamiento militar-, para evitar que fuera utilizado por la República. Sucediera lo que sucediese, lo único cierto es que han pasado ya 77 años desde que el B-5 se marchó dejando tras su popa una estela de intrigas e incógnitas.

Nace el B-5

La primera página en la historia de este sumergible se escribió hace casi cien años, época en la que España dio un paso de gigante al ordenar la creación de los primeros submarinos de la conocida como «clase B». «Estos buques fueron los primeros sumergibles de serie construidos en España. Su origen tiene lugar en la aprobación de la Ley del 17 de febrero de 1.915 (…). En dicha disposición, además de otros buques, se proyectaba la construcción de un total de 28 sumergibles (…) por un montante total de 110 millones de pesetas de la época. De este proyecto surgirían los seis submarinos clase B», afirma el experto en historia Dionisio García Flórez en su libro «Buques de la Guerra Civil española. Submarinos».
En base a esta normativa, los astilleros de Cartagena iniciaron la construcción de los seis submarinos militares de «clase B», los cuales, aunque se caracterizaban por sus escasas dimensiones (apenas 64 metros de eslora por 5,6 de manga), contaban con un fuerte armamento para la época. «Disponían de cuatro tubos lanzatorpedos de 450 mm, dos a popa y dos a proa. (…) Como armamento de cubierta llevaban un cañón Vickers de 76,2 mm», completa el autor en su texto.
Hubo que esperar hasta 1.921 para que la Marina recibiera su primer submarino de «clase B», el cual fue bautizado con el nombre de B-1. Tras este, y a lo largo de 5 años, la Armada recibió 5 sumergibles más, entre los que se encontraba el B-5. A partir de entonces, este buque quedó asignado a la División de Instrucción de Submarinos de Cartagena, donde se limitó a participar en todo tipo de ejercicios y actos protocolarios. Y es que, por aquellos años, la paz reinaba -relativamente- en las aguas españolas.

Los submarinos B-5 acompañados del C-2, abril de 1928 / ARCHIVO ABC
Durante los siguientes años la normalidad fue el único enemigo al que tuvo que hacer frente la flota de submarinos, la cual recibió en 1.928seis nuevos sumergibles de la «clase C». Años después, con la llegada de la República, estas naves serían dispersadas entre las principales bases navales españolas.
«Estos doce submarinos estaban repartidos en dos flotillas: la de Cartagena, con base en este puerto principal, y la de Baleares. En la primera figuraban los seis submarinos de clase C y los B-5 y B-6, al mando de un capitán de fragata. La de Baleares, basada en Mahón, disponía de los cuatro submarinos restantes de la clase B, a cargo de un capitán de corbeta», explican el almirante Gonzalo Rodríguez Martín-Granizo y el contralmirante José Ignacio González-Aller Hierro en su obra «Submarinos republicanos en la Guerra Civil española».

El alzamiento, también en el mar

La situación dio un giro radical en el verano de 1.936, época en la que varios militares (entre los que se encontraba Francisco Franco) iniciaron los preparativos para llevar a cabo un levantamiento militar desde Marruecos. Su objetivo estaba claro: llegar hasta la Península y acabar con el Gobierno central ubicado en Madrid.
No obstante, los franquistas sabían que, una vez iniciada la revuelta,era de vital importancia transportar a sus tropas hasta la Península, algo que únicamente podían hacer a través de aviones y navíos. Por ello, contactaron con los principales capitanes y oficiales de la Marina española, a los que pidieron que se sublevaran o que, como mínimo, se mantuviesen neutrales en el conflicto y no atacaran con sus buques los transportes que trasladarían a las tropas franquistas desde África hasta España.
De esta forma, y bajo el clima de incertidumbre existente en la Marina, el 17 de julio de ese mismo año los planes rebeldes se llevaron a la práctica y se dio el pistoletazo de salida para la sublevación. Ahora, los capitanes y oficiales de los diferentes buques y submarinos se veían obligados a elegir un bando. Acababa de iniciarse, en definitiva, la Guerra Civil y, a partir de ese momento, la sangre de unos y otros correría a raudales dejando una mancha rojiza imborrable en la Historia española.
Apenas un día después de iniciarse el levantamiento militar, eldesconcierto cundió entre las bases navales españolas. De hecho, esa misma noche la República ordenó un avance total sobre Gibraltar con la intención de impedir que los sublevados trasladaran a sus tropas hasta el sur de España. La flota de submarinos de Cartagena, en la que se encontraba el B-5, fue de las primeras en recibir la orden de partir.
«La madrugada del día 18, la flotilla de los submarinos de Cartagena recibió órdenes por su conductor reglamentario de salir urgentemente con torpedos a cruzar la costa entre el cabo de Gata y el estrecho de Gibraltar; (…) En cumplimiento de esta orden (…) salieron de la base los submarinos C-1, C-3, C-4 y C-6, a los que se unió en la mar el B-6. Mientras tanto, en Cartagena se preparaban febrilmente los restantes buques que componían la flotilla para incorporarse a ella tan pronto como estuvieran listos», determinan los marinos españoles en su escrito.
Eran momentos de tensión para el gobierno de la República, que sabía de la afinidad de varios oficiales con el alzamiento. Por ello, desde Madrid se enviaron órdenes muy concretas a los sumergibles: debían comunicar su situación geográfica cada pocas horas. De esta forma, se pretendía evitar que algún capitán tomara la decisión de desviar sutilmente su rumbo y huir hasta la zona controlada por los sublevados.
Mientras, dentro de una inmensa mole de metal y sumergidos varios metros en el mar, la tensión crecía entre los tripulantes ya que, mientras que la mayoría de oficiales apoyaban a los rebeldes, la marinería tendía a ser leal a la República. «El ambiente entre las dotaciones era tenso y, después de las últimas conversaciones sostenidas en la base, la mayoría de los jefes y oficiales estaban decididos a no oponerse al paso de los transportes», completan los altos cargos de la Armada. Sin embargo,el paso de las horas dejó claro que muchos de los oficiales de los submarinos eran ideológicamente afines a la sublevación, pues, entre otras cosas, comenzaron a retrasar la ejecución de las órdenes gubernamentales. De hecho, llegaron incluso a simular averías para evitar torpedear navíos nacionales. Al parecer, esto fue demasiado para las dotaciones de los sumergibles, que decidieron obviar la cadena de mando y tomar por la fuerza las naves.
«La mayoría de los oficiales y comandantes fueron arrestados sin derramamiento de sangre en los primeros dos o tres días tras los hechos de (…) julio, aunque muchos de ellos, trasladados a los buques-prisión o a los penales, como el del castillo de La Mola, fueron posteriormente fusilados», señala, en este caso, Flórez. Con todo, y a pesar de que ya no contaban con un superior experto en el arte de la navegación, los tripulantes lograron mantener los sumergibles en poder de la República.

La revuelta en el B-5

Por su parte, y mientras la flota principal de submarinos se debatía entre el alzamiento y la lealtad a la República en mar abierto, el B-5 se encontraba amarrado en Cartagena, pues necesitaba reparar su ya maltrecho y viejo casco. Sin embargo, el encontrarse en puerto no libró a su tripulación de mantener un duro combate contra los partidarios de la sublevación, ansiosos por tomar la base.
«El B-5 (…) vivió (en Cartagena) la sublevación y aplastamiento de la misma sin intervenir, ya que varios de sus oficiales y tripulantes fueron destinados a otros buques operativos. El submarino, al igual que todos los demás, quedó en poder del gobierno republicano», señala el experto español en su obra.
Con todo, la revuelta fue sofocada sin mayores dificultades en esta zona y, a los pocos días, la tripulación del B-5 envió un mensaje al gobierno informando de que seguían a las órdenes de la República: «Submarino B-5 ruega hágase extensivo a periódicos y Centros del Frente popular, que toda la dotación se encuentra sin novedad, siguiendo una patriótica y leal adhesión a la República, sin que ni por un solo momento decaiga en ellos este espíritu, y encontrándose dispuestos a luchar hasta ver derribados a los enemigos de la República y de nuestra Madre España. Ánimo camaradas, en defensa de la República, que para nosotros es el triunfo. ¡Viva la República!».

Nuevo y extraño mando

A su vez, y ante la escasez de oficiales con experiencia afines a la ideología gubernamental, se entregó el mando del submarino al capitán de corbeta Carlos Barreda Terry, quien destacaba por ser un conocido partidario de la sublevación militar. Sin embargo, y debido a su tendencia política, el oficial quedó bajo la estricta supervisión de un comité político enviado por la República.
Curiosamente, el permitir a los oficiales partidarios del alzamiento dirigir bajo supervisión un submarino se hizo habitual debido a la imperiosa necesidad de mandos. «Muchos oficiales aceptaron el mando pensando que podía ser una buena oportunidad para escapar y pasarse al otro bando, bien ellos mismos o llevando consigo la nave; otros, en cambio, estaban dispuestos a sacrificarse hasta el final impidiendo que su buque siguiese al servicio de su enemigo», completa Flórez. Desde ese momento, y durante casi tres meses, el B-5 se dedicó principalmente a patrullar el Estrecho.
Unos meses después, en octubre, el destino acabó con los 37 desafortunados tripulantes del viejo B-5. El sumergible se encontraba entonces de patrulla por aguas malagueñas cuando, de improviso, dejó de retransmitir su posición. A partir de ese momento,jamás se volvería a conocer su paradero. Casi se podría decir que se esfumó pues, a día de hoy, la historia no ha conseguido aclarar cual fue el trágico final que se llevó al fondo del mar la nave.
La primera teoría, y la más extendida, determina que un avión pudo haber enviado al fondo del mar al B-5 después de un encontronazo fortuito sucedido el día 12 de ese mismo mes. Al parecer, durante aquella jornada la nave navegaba en superficie cuando repentinamente avistó un hidroavión Dornier perteneciente al bando sublevado. Casi de forma automática, el submarino se sumergió para evitar ser atacado, pero ya era tarde, pues el aeroplano había detectado al enemigo y, momentos después de la inmersión, lanzó varios proyectiles sobre su objetivo.
«El 12 de octubre, el submarino se hallaba en superficie, de patrulla, a la altura de Estepona, cuando fue avistado por un hidro D-4 que pilotaba el teniente de navío Ruíz de la Puente. El B-5 se sumergió inmediatamente y el hidro realizó varias pasadas sobre el lugar lanzando una carga de profundidad y varias bombas de 50 kg. Otro Dornier Wal se unió al ataque, pero ya no pudieron volver a ver al submarino, sólo una gran mancha de aceite», determina Flórez en su libro.

¿Hundido por su capitán?

Sin embargo, también existe la teoría de que Barreda, firme defensor de la sublevación, decidió hundir el submarino consigo dentro para evitar que fuera utilizado por los republicanos. Esta opción parece ser la más acertada para el almirante Gonzalo Rodríguez y el contralmirante José Ignacio González los cuales, en su obra, afirman que el B-5 no sólo no sufrió ningún daño el día 12, sino que pudo volver a Málaga tres jornadas después.
«La acción del día 12 no tuvo consecuencias, Carlos Barreda (…) una vez de regreso a la base de Málaga, puso a su mujer Josefina (…) un telegrama fechado el 15 de octubre con el texto siguiente: “Estoy bien abrazos = Carlos”. El mismo día le escribía (…) una carta en la que (…) le comunicaba textualmente: “Estamos pendientes de salir para ahí (Cartagena) otra vez. Yo creo que a los dos días o tres de días de recibir esta carta estaremos en Cartagena para reparar otra vez”», explican ambos marinos.
De esta forma, tanto Rodríguez como González afirman que Barreda pudo haber decidido suicidarse y hundirse con su barco, cosa que, incluso, ya había amenazado con hacer delante de algunos compañeros. Para ello, los marinos se basan también en la declaración jurada de uno de los oficiales que, posteriormente, trataron de poner luz sobre este misterio: «En la declaración del capitán de navío Enrique Manera (…)se especifica claramente la posibilidad de que la pérdida se debiera a la decisión del capitán (…) de hundirse con el buque».

ABC