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viernes, 29 de mayo de 2020

PGM: Campbell, el prisionero que fue liberado para ver a su madre y volver a prisión luego

Un ejemplo extremo de honor y humanidad durante la Primera Guerra Mundial 

Javier Sanz || Historias de la Historia

El piloto alemán de combate Gustav Rödel, que sirvió durante la Segunda Guerra Mundial en la Luftwaffe, repetía una y otra vez a sus subordinados:

Para sobrevivir moralmente a una guerra se debe combatir con honor y humanidad; de no ser así, no seréis capaces de vivir con vosotros mismos el resto de vuestros días.

Y ambos requisitos, honor y humanidad, se dieron en esta historia de la Primera Guerra Mundial.



Robert Campbell-Guillermo II

Pocas semanas después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el capitán del ejército británico Robert Campbell se encontraba al mando del Primer Regimiento East Surrey en una posición cercana al Canal de Mons-Condé, en el noroeste de Francia, cuando sus tropas fueron atacadas por el ejército alemán. Durante el combate, el joven capitán de 29 años fue gravemente herido y capturado, siendo trasladado a un hospital militar, donde fue tratado de sus heridas antes de ser enviado al campo de prisioneros de guerra de Magdeburg, en Alemania. Después de dos años internamiento, Campbell recibió una carta con una terrible noticia: su madre, Louise, padecía cáncer y le quedaba poco tiempo de vida. En un intento desesperado de poder ver a su madre moribunda una última vez, escribió una carta al mismísimo Káiser Guillermo II explicándole la situación y rogándole que, por motivos humanitarios, le permitiera visitar a su madre y despedirse de ella. Y aunque lo normal es que aquella carta no hubiese llegado a su destino o que no hubiese obtenido respuesta, el Káiser contestó… y contestó afirmativamente. Le permitiría regresar a su casa en Gravesend, en el condado de Kent, para visitar a su madre con una condición…
Campbell debería dar su palabra de caballero y de oficial del Ejército Británico de que, finalizada la visita, volvería al campo de prisioneros.

Robert Campbell dio su palabra de honor al Káiser. Con la mediación de la Embajada de los Estados Unidos -recordemos que permanecería neutral hasta el 6 de abril de 1917-, el 7 de noviembre de 1916 llegaba a Inglaterra para estar con su madre y despedirse de ella. Terminado el tiempo acordado, una semana, regresó al campo de prisioneros de Magdeburg, cumpliendo con su palabra de caballero. Su madre Louise falleció en febrero de 1917… justo cuando Robert y otros prisioneros estaban terminando el túnel por el que, poco más tarde, lograron escapar, aunque fueron capturados cerca de la frontera de los Países Bajos y enviados de vuelta al campo. Allí permaneció hasta que terminó la guerra en 1918.

La humanidad de Guillermo II y el honor de Robert Campbell dieron lugar a esta historia, tan extraordinaria como atípica… ayer y hoy.

miércoles, 29 de enero de 2020

Perón, una deshonra al uniforme del Ejército Argentino

De la condena al reconocimiento: las tensiones en el Ejército por la figura de Juan Domingo Perón 

Tras derrocarlo en 1955 le prohibieron ostentar el título del grado y el uso del uniforme. El teniente general Jorge Raúl Carcagno suscribió el levantamiento de la sanción en 1973 y años más tarde debió ofrecer explicaciones
Por Juan Bautista "Tata" Yofre || Infobae

Una lacra en la historia argentina, el pedófilo Juan Domingo Perón (Universal History Archive/Shutterstock)

A las 13 horas del 26 de octubre de 1955, el tribunal superior que juzgó al general Juan Domingo Perón oficializó su sentencia a través de un decreto firmado por el presidente de facto Eduardo Lonardi y el ministro de Guerra León Justo Bengoa. Había sido un juicio rápido y severo, si se tiene en cuenta que el imputado –un presidente constitucional- había sido derrocado el mes anterior. Se tomaron menos de 30 días para repasar con el reglamento de los tribunales de honor (R.R.M. 70) en la mano, nueve años de gestión presidencial.

Integraron el tribunal los tenientes generales Carlos von der Becke, Juan Carlos Bassi, Víctor Jaime Majó, Juan Carlos Sanguinetti y Basilio Pertiné. La Revolución Libertadora en esos momentos no pasaba por su mejor momento. Como había sostenido la esposa del general Pedro Eugenio Aramburu, el derrocamiento de Perón fue el fruto de “una revolución sin jefe” y el 13 de noviembre Lonardi era derrocado y sustituido por el propio Aramburu sin ningún tipo de alteración castrense.

Tras una consideración de las imputaciones tenidas en cuenta por el tribunal, Lonardi condenó a Perón con tan solo un artículo. Previamente, la decisión estima que se aprueba “la resolución del tribunal superior de honor que declara al señor general de ejército don Juan Domingo Perón, en razón del alto cargo que ha desempeñado y de la gravitación que ha tenido en los destinos, trasciende el ámbito de la institución militar, lo que hace necesario, en un régimen republicano de gobierno, que sea conocida por toda la ciudadanía y, atento a lo propuesto por el ministro secretario de Estado de Ejército, el presidente provisional de la Nación decreta: Artículo 1º: Apruébase la resolución del tribunal superior de honor que declara al señor general de ejército don Juan Domingo Perón, encuadrado en el Nº58, apartado 4º, del reglamento de los tribunales de honor. Descalificación por falta gravísima, quedando por consiguiente prohibido al causante ostentar el título del grado y el uso del uniforme, por la indignidad con que su inconducta ha puesto de manifiesto. El Artículo 2º es de forma”.

Desde ese 26 de octubre, en los medios oficiales a Perón se lo trataba de “señor” aunque la gente lo seguía llamando “general”. Cuando alguien hablaba de “el general” los interlocutores sabían de quién se trataba.

Perón se enteró de la grave sanción mientras se encontraba viviendo refugiado en la casa de su amigo Ricardo Gayol en Asunción del Paraguay. Con el cambio de presidente de facto en la Argentina crecieron las presiones: si Perón no abandonaba Paraguay, el gobierno argentino no acreditaría un nuevo embajador ante Alfredo Stroessner. El 2 de noviembre de 1955, un avión piloteado por el oficial de confianza del mandatario guaraní lo trasladó a Panamá.

Tras el juicio del tribunal militar vino otro con un fallo de 260 páginas ante la Corte Suprema de la Nación, mientras en otras instancias se juzgaban a muchos de sus colaboradores más inmediatos. Las causas no se cerraron y Perón no comparecía ante los estrados argentinos. En 1963, el dirigente conservador Eduardo Augusto García solicitó su extradición y en un escrito ante la Corte Suprema habló del “injustificado estancamiento de los procesos”. En una oportunidad, el embajador argentino en España, general Julio A. Lagos, solicitó su extradición pero no obtuvo respuesta. Al mismo tiempo, la dirigente peronista Delia Parodi le envió una carta al generalísimo Francisco Franco para que “sepan ignorar el agravio al buen hombre argentino” y “es que ante las promesas reiteradas de levantamiento de proscripciones al partido Peronista, estos mismo elementos ensayan una vez más y en vano intento, el desprestigio de nuestro conductos y por implicancia al propio movimiento".


Decreto firmado por Héctor Cámpora levantando las sanciones a Perón



Hasta 1971 el peronismo estuvo proscripto y Perón intentó volver a la Argentina en diciembre de 1964, pero fue frenado en Río de Janeiro, Brasil, por expreso pedido del gobierno radical de Arturo Umberto Illia. Tras la caída de Illia llegaron los gobiernos del teniente general Juan Carlos Onganía (1966-1970); general Roberto Marcelo Levingston (1970-1971) y finalmente el teniente general Alejandro Agustín Lanusse.

Con Lanusse comenzaba a prepararse el final de lo que se denominó la Revolución Argentina y la posibilidad de un Gran Acuerdo Nacional, que imaginaba una salida electoral con una fórmula encabezada por el propio Lanusse y un aval peronista.

El 22 de abril de 1971 entró en la residencia de Perón, en el barrio de Puerta de Hierro, Madrid, el coronel Francisco Cornicelli, un enviado del presidente de facto con un listado de diez puntos para negociar. La lista, que llevaba el título de “Tratativas”, preveía la devolución de los restos mortales de Eva Duarte de Perón; la entrega de un pasaporte argentino (Perón usaba pasaporte paraguayo); “le será concedida la pensión correspondiente a ex Presidente”; “oportunamente le serán devueltos o reconocidos en su valor actual los bienes que tenía al asumir el 1º de Mayo de 1946 la Presidencia de la Nación”. Los puntos 5º y 6º comenzaban a abrir la seria posibilidad de su rehabilitación personal, o dicho de otra manera, le permitirían a Perón concretar uno de sus más grandes deseos: volver a vestir el uniforme del Ejército. Estos puntos decían que “los procesos penales incoados (tenía uno por estupro) quedarán cerrados con la resolución judicial que recaiga sobre los mismos” y que “la rehabilitación cívica del ex Presidente de la Nación importará el reconocimiento de su carácter de tal.” El punto 10º era para Lanusse la frutilla de la torta: "Conjuntamente con el Movimiento Nacional Justicialista seguirá alentando los propósitos de conciliación nacional y de afirmación de una política de recuperación que armonice con los fines del llamado Gran Acuerdo Nacional”.
  Listado que el coronel Cornicelli presentó a Perón

Como se conoce, varios de los puntos ofrecidos en las “Tratativas” fueron cumplidos y eran coincidentes y ampliados con los que la Junta de Comandantes en Jefe instruyó al embajador argentino, brigadier Jorge Rojas Silveyra a tratar con Perón, en agosto de 1971. Pero el morador de Navalmanzano 6, de Puerta de Hierro, no se prestó al juego del Gran Acuerdo. Tras las elecciones del 11 de marzo de 1973, y con el triunfo de la fórmula de Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima, Juan Perón volvió definitivamente a la Argentina.

Entre las primeras decisiones que tomó Cámpora al asumir la Presidencia de la Nación, el 25 de mayo de 1973, estuvo la rehabilitación cívica y militar del ex mandatario constitucional. Tras llegar Perón a Buenos Aires, el 20 de junio de 1973 y luego de dramáticos y agitados días, el comandante en Jefe del Ejército fue a visitarlo, el 10 de julio, a su residencia de la calle Gaspar Campos, en Vicente López. En esa ocasión, el teniente general Jorge Raúl Carcagno llevó en su portafolio los documentos del caso que, entre otros temas, fue tratado. Durante la conversación Perón lo sorprendió cuando le dijo que iba a volver al poder y quería que el Ejército fuera el primero en enterarse. En realidad ya conocían el “golpe de Palacio” que terminaría con Cámpora, entre muy pocos, su círculo íntimo, el ministro de Economía Gelbard, el diputado Raúl Lastiri y Ricardo Balbín.

Horas más tarde, el 11 de julio, se conocía el texto del Decreto 504 del Presidente de la Nación que declaraba “extinguida de pleno derecho la resolución del Tribunal Superior de Honor del 27 de octubre de 1955, aprobada por el Decreto Nro. 2034 del día 31 de igual mes y año, que encuadró al entonces General de Ejército D. Juan Domingo Perón, en lo dispuesto por el número 58 apartado 4º del ex Reglamento de los Tribunales de Honor (RRM 70)”. El texto fue firmado por Cámpora, Ángel Federico Robledo, como Ministro de Defensa, y el teniente general Carcagno.

Como se ha observado muchas veces en la Argentina, nada es definitivo. Jorge Carcagno pasó a retiro en diciembre de 1973 pero tras el golpe contra Isabel Martínez de Perón, las autoridades del Ejército revisaron el proceso que llevó a rehabilitar militarmente a Perón, fallecido desde hacía un lustro, y Jorge Raúl Carcagno se vio obligado a explicarlo por escrito para que saliera en los medios periodísticos (que manejaban las FF.AA.). Así, el 13 de julio de 1979, le dirigió una nota al general Roberto Eduardo Viola “a fin de aclarar las dudas que puedan haber creado recientes noticias periodísticas con respecto a la devolución del grado y uso del uniforme al Teniente General Juan Domingo Perón”.

Carcagno le informó a Viola que “se procedió a dejar sin efecto la Baja” de Perón “por cuanto la misma no estaba encuadrada” en la legislación vigente en 1973. “En tal sentido…no se preveía la baja del militar fundada exclusivamente en la sanción de un Tribunal de Honor, por extrema que ella fuere”. Luego explicó que el Decreto Nro. 504 de 1973 “se encontraba comprendida en los términos de la Ley de Amnistía” que “consideró extinguida la resolución del Tribunal de Honor de pleno derecho”.

Después de Viola asumió la comandancia del Ejército Leopoldo Fortunato Galtieri, con quien Carcagno supo tener una relación más cálida que con sus antecesores Jorge Videla y Viola. Así se observa en una carta que Galtieri le envió el 29 de diciembre de 1979 en la que le dice que se pone “a su disposición, manifestándole que las puertas de mi despacho se encuentran abiertas para recibirlo”.

  Tapa de La Razón informando la visita de Carcagno a Perón

El 22 de agosto de 1980, Carcagno se dirige a Galtieri solicitando “se ponga en conocimiento del personal de la Institución el Informe que se agrega en el Anexo adjunto”. Queda claro que el ex jefe militar todavía era blanco de críticas por su participación en la rehabilitación de la figura de Perón. En esta oportunidad, comienza relatando que ya el año anterior le informó a Viola sobre su participación en la cuestión, pero “ante nuevas y reiteradas declaraciones de conocidos políticos, las que señalan a la Institución como responsable de la decisión a la que hice referencia, solicito al Sr Comandante en Jefe dé a conocer a todo el personal de la misma el Informe que elevo".

En esta oportunidad, Carcagno trata de ser más didáctico pero aclara que en 1973 “por tratarse de un Gobierno Constitucional y atento a lo que prescribe nuestra doctrina de conducción, el Comandante en Jefe no compartía ni delegaba responsabilidades tanto en el campo institucional cuanto en lo político. En consecuencia, suya era la responsabilidad de las resoluciones que adoptaba, sin exclusiones de ninguna naturaleza”.

Luego, en una carilla, vuelve a repetir lo que ya había explicado el año anterior y termina confiando que con lo que acaba de manifestar “queden satisfechas las justas expectativas de los miembros de la Institución y aclarada convenientemente la responsabilidad del suscripto, dejando a salvo la de los restantes integrantes del Ejército”.
  Encabezado de la nota de Galtieri a Jorge Carcago

El 27 de octubre de 1980, Galtieri le respondió a su nota del 22 de agosto, informándole que su nota “fue motivo de tratamiento en la reunión de todos los generales en actividad de la Fuerza, ocurrida en la primera quincena del corriente mes. En dicha reunión, copia de la nota de referencia fue agregada a la documentación entregada a cada participante”.

Luego de siete años, Jorge Raúl Carcagno debió volver a explicar su participación en el levantamiento de la Baja y la autorización del uso del uniforme a Juan Domingo Perón. Todo manifestaba una gran pérdida de tiempo. Y mientras la discusión inútil se llevaba a cabo, el período de la dictadura militar de la Argentina marchaba por otros caminos y los que gobernaban parecían no darse cuenta.

El 9 de octubre de 1980, bajo el título “¿Tiene la Argentina el gobierno que se merece?”, el periodista Manfred Schonfeld, del matutino conservador La Prensa, opinó que “el presidente Videla no parece haberse planteado adecuadamente la ‘profunda gravedad’ del problema de los desaparecidos y que ‘cabría desear que al menos lo hiciera el flamante presidente designado’” (Roberto Viola). Y añadió: “El resultado es un creciente descreimiento, una falta de fe por parte de los estratos más amplios de la población. [...] Hay en estos momentos un escepticismo, un cinismo, particularmente entre la gente joven, como hace tiempo no lo había”. La desazón, especialmente de los jóvenes, aumentó el drenaje de lo que denominó “la fuga de cerebros”. El Washington Post del 29 de octubre informó que diariamente cientos de argentinos se acercan a las oficinas consulares en Buenos Aires interesados en emigrar, en la búsqueda de un país más libre y confortable. “Unos dos millones de argentinos emigraron en las últimas dos décadas. ‘No puedo encontrar trabajo acá’, declaró Juan Fernández, un ingeniero de 30 años, ‘hay muchos ingenieros y la economía es un desquicio. Tengo que vivir con mi madre y llevo más de un año sin trabajar’”.

“El nivel de desempleo”, escribió Kenneth Fredd, “se ubica en un 10 por ciento, en un país donde cualquiera que trabaje una hora semanal es considerado ocupado. Fuentes gremiales estiman que unos dos millones y medio de personas tienen trabajo ocasional u ocupan posiciones donde no trabajan. La inflación se ubica entre las más altas del mundo —150 por ciento— y ha sido de tres dígitos en los últimos seis años”.

jueves, 19 de diciembre de 2019

SGM: La terrible historia de una familia kamikaze

La terrible historia de una familia kamikaze

 Javier SanzHistorias de la Historia


Si hoy en día hablamos de un kamikaze todos pensamos que nos referimos a los pilotos suicidas de la Armada Imperial japonesa que se lanzaban contra las unidades o instalaciones aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, pero la leyenda del Kamikaze (viento divino) hace referencia a dos poderosos tifones que destruyeron la flota mongola de Kublai Khan cuando intentó conquistar Japón en dos ocasiones durante el siglo XIII. Hecha la aclaración, vayamos con la terrible historia de una familia kamikaze.

 

Kamikaze (viento divino)

A mediados de 1944, tras varias derrotas estratégicas, como la pérdida de la base de Saipán, desde la que los estadounidenses podían lanzar sus bombarderos B-29, las cosas empezaron a ponerse muy difíciles para los japoneses en el Frente del Pacífico. Si a esto añadimos que la superioridad aérea aliada ya era demasiado evidente, que la brecha en la capacidad industrial para producir nuevas naves se hacía cada vez mayor en favor de los estadounidenses, así como la de reclutar nuevos pilotos, y no nos olvidamos de la falta de voluntad para rendirse, tenemos un escenario propicio para la desesperación, que conduce a que ya nada importe y a la idea de que el sacrificio representa la única solución. Y aquella única solución fue crear una unidad de ataque especial (Tokkotai), formada por voluntarios para convertir sus aviones en torpedos guiados por piloto. Fueron los primeros kamikazes organizados, ataques suicidas puntuales los hubo desde el ataque a Pearl Harbor en 1941. Los primeros kamikazes disfrutaron del elemento sorpresa y tuvieron cierto éxito, pero una vez que los estadounidenses entendieron a qué se enfrentaban se convirtieron en presas fáciles. Casi 4.000 pilotos murieron en estas misiones suicidas, la mayoría entre 18 y 24 años. Creían que morir por Japón y su emperador era muy honorable, se sentían los herederos de los samuráis de la Edad Media.



Aunque también hubo un mucho de manipulación y miedo a ser tachados de cobardes, las historias de los kamikazes están a caballo entre el fanatismo y el honor, pero ninguna llega al extremo de la del piloto nipón Hajime Fujii y su esposa Fukuko.



Hajime Fujii

Hajime fue herido en un mano durante la guerra que enfrentó a Japón y China en los años 30. Fue llevado al hospital y allí le atendió Fukuro, la enfermera que se convertiría en su esposa y con la que tendría dos niñas: Kazuko y Chieko. Debido a la incapacidad que le produjeron las heridas sufridas en su mano izquierda, fue enviado a la Academia de la Fuerza Aérea del Ejército Imperial Japonés donde, tras graduarse, fue nombrado instructor. Hajime se encargó de formar a los futuros pilotos y, más tarde, a los kamikazes, inculcándoles un profundo sentido de lealtad y patriotismo. Para Hajime no era postureo, creía en aquellos ideales y con frecuencia les decía que moriría con ellos si pudiera. Y eso precisamente le hacía sentirse un hipócrita. Así que, a pesar de que su esposa le pidió que no lo hiciese, se ofreció a su superior para formar parte del siguiente escuadrón suicida. En dos ocasiones rechazaron su solicitud por estar casado y tener hijos. Los kamikazes debían ser solteros.

Lógicamente, Fukuko se alegró por ello… al principio. Con el paso de los días, veía como la frustración y el tormento convertían a su marido en un alma en pena, e incluso llegó a sentirse la responsable de aquella situación. Así que, atajó el problema tomando una decisión terrible. La mañana del 14 de diciembre de 1944, mientras su esposo estaba en la academia, Fukuko escribió una carta a su esposo pidiéndole que cumpliese con su deber y que no se preocupase por su familia, lo esperarían. Se vistió con su mejor kimono y abandonó la casa con Kazuko (3 años) y Chieko (1 año). Se ató junto a sus hijas y se arrojó a las gélidas aguas del río Arakawa.


Fukuko, Kazuko y Chieko

Ahora era él el que se sentía culpable, ya sólo le quedaba hacer lo que su mujer le pidió. Enterró a su familia y le escribió una carta a su hija mayor…

Es dolorosamente triste que junto con tu madre y tu hermana os sacrificásteis por tu padre debido a mi ferviente deseo de dar la vida por nuestro país. […] Papá estará muy pronto con vosotras. En ese momento te abrazaré mientras duermes. Si Chieko llora, cuídala bien. […] Papá realizará una gran hazaña en el campo de batalla y os la llevará como regalo.


Carta de Hajime Fuji a su hija

Hajime se cortó el dedo menique y volvió a presentar su solicitud firmada con su propia sangre que, lógicamente, fue aceptada. Justo antes del amanecer del 28 de mayo de 1945, los nueve aviones del Escuadrón Shinbu, comandado por Hajime, se dirigieron a Okinawa, cuando se toparon con dos destructores, el USS Drexler y el USS Lowry. Hajime dio la orden y se lanzaron contra ellos. Siete aviones fueron derribados antes de alcanzar sus objetivos y sólo dos consiguieron impactar en el Drexler, hundiéndolo en cuestión de minutos. Hajime pilotaba uno de ellos. Al día siguiente, el padre de Fukuko recibía un telegrama que había escrito Hajime poco antes de despegar hacia Okinawa.


Espero reunirme con Fukuko, Kazuko y Chieko.

Sabía que sería aquel día.

jueves, 11 de agosto de 2016

Samurai: El harakiri

Cómo hacerse el harakiri en 10 sencillos pasos (no intenten hacerlo en sus casas)
   
Javier Sanz — Historias de la Historia


Japón ha dado grandes inventos al mundo: el tren bala, los sudoku, los fideos instantáneos, el karaoke… El harakiri, truculento ritual mediante el cual los antiguos samuráis se rajaban las entrañas para suicidarse, es otra de esas aportaciones genuinamente japonesas a la cultura universal. Estrictamente hablando, eso de destriparse a espadazo limpio tampoco es tan japonés como pueda pensarse. Los centuriones romanos ya se quitaban discretamente de en medio, dejándose caer tripa abajo sobre su herreruza cuando eran derrotados en batalla. Los guerreros íberos hacían otro tanto (la famosa “devotio ibérica”). Pero es innegable que los japoneses de antaño supieron darle al macabro y pringoso asunto del suicidio un toque de distinción.

Harakiri

Las razones que podían empujar a un samurái a hacerse el seppuku (término más correcto que el vulgar “harakiri“) eran muy diversas. Podía ser un modo de aplicar la pena capital a un reo, una alternativa para salvar el honor ante una derrota, o incluso una forma de protesta. Pero uno no podía hacerse el seppuku de cualquier manera. Había una serie de reglas y protocolos que, en la medida en que la situación lo permitiese, era preciso observar para marcharse de este mundo con estilo. Veamos en qué consiste la perfecta etiqueta para un suicidio ejemplar.

1. La indumentaria

Solo los samuráis podían hacerse el seppuku, y para un samurái el momento culminante de su vida es, precisamente, el de la muerte. Para irse al otro barrio con el debido decoro, hay que hacerlo ataviado con las mejores galas. En este caso, un kimono de ceremonia, que vendría a significar más o menos lo que para nosotros sería suicidarse de esmoquin. El color queda a gusto del consumidor, pero es preferible el blanco. Huelga decir que el sujeto, llamémoslo “suicidante”, debe presentarse debidamente peinado y aseado.

2. El lugar

El seppuku puede practicarse en cualquier sitio, según lo dicten las circunstancias, pero los lugares más recomendables son las dependencias de un templo, la propia casa o la celda donde uno se halle recluido. Los samuráis de alto rango pueden optar por hacerlo al aire libre, en algún patio o jardincillo acondicionado a tal efecto, mientras que los de condición más humilde, por regla general, procederán a destriparse en habitaciones interiores. No se necesitan grandes preparativos. Basta con una sencilla tarima, sobre la que el suicidante se colocará para ejecutar la faena, y un pequeño cesto (u hoyo en el suelo) para recoger su cabeza una vez debidamente cercenada. A partir de ahí, según el rango social del suicidante, pueden añadirse más elementos y decorar el espacio con cortinajes (siempre blancos), pasarelas, esteras de tatami, etc. Es preferible que la iluminación sea más bien tenue, para hacer el espectáculo un poco menos desagradable a los asistentes a la ceremonia. También es buena idea poner a quemar cantidades generosas de incienso, para disimular en lo posible el hedor a vísceras e higadillos.

3. El poema de despedida

El ritual del seppuku se realiza en el más estricto silencio, no hay lugar para que el suicidante pronuncie sus últimas palabras. Pero siempre tiene la opción de dejarlas por escrito, lo que se considera un gesto de gran elegancia. Un epitafio de lo más estiloso antes de partir al más allá. Algunos de los versos más sublimes de la literatura japonesa se han escrito, precisamente, como poemas de despedida.

4. Los testigos 

Todo suicidio que se precie debe contar con la presencia de testigos que den fe de que el suicidante ha quedado bien muerto tras el proceso. Se espera de ellos que acudan a la cita vestidos de rigurosa etiqueta.

5. El asistente

Abrirse las entrañas es un asunto doloroso. Por mucho temple que tenga uno, es muy posible que el dolor acabe haciéndole perder los papeles. No queremos afear tan sublime del momento dando el espectáculo, así que, para ahorrar sufrimientos innecesarios al suicidante y evitar mayores engorros, todo seppuku que se precie debe contar con la figura del asistente, también llamado kaishaku. Su tarea consiste en cortar la cabeza de un tajo limpio al sujeto una vez este ha terminado de eviscerarse (más sobre esto en el punto 9). El asistente suele ser alguien elegido por el suicidante, generalmente un amigo, aunque en caso necesario también se puede contar con un kaishaku de oficio. Si bien de todo samurái se espera cierta destreza con la espada, es preferible asegurarse de que el asistente tenga buena mano, ya que decapitar a un hombre no es tarea precisamente fácil.

6.La herramienta

En vez de la espada larga, la famosa katana, poco manejable para estos menesteres, lo ideal es usar la espada corta, llamada kodachi o wakizashi. También se puede usar una daga, llamada tanto. Evidentemente, conviene que esté debidamente afilada. Para mayor refinamiento y belleza estética, la espada ha de presentarse con la hoja desnuda, sin guardamanos ni empuñadura, sobre una bandeja de madera. Antes de entrar en faena, el suicidante envolverá la hoja en un trozo de papel o de tela para no cortarse la mano al empuñarla.

7. La postura

El suicidante se posiciona sentado en suelo (al modo japonés) sobre un pequeño estrado o tarima, a la vista de los testigos. Frente a él, al alcance de su mano, se coloca la espada a utilizar en el seppuku. El asistente, por su parte, permanecerá de pie detrás suyo en todo momento, listo para actuar cuando sea necesario. Antes de empezar con la carnicería, el suicidante saluda a los testigos con una reverencia. Ante todo, es importante mantener las formas. Una vez concluidas las salutaciones, se despoja de la parte superior del kimono y se queda con el torso al descubierto, para que la hoja penetre más fácilmente en la carne.

8.El corte

Llegamos al meollo del asunto, al seppuku en sí. La palabra “seppuku”, igual que su sinónimo vulgar “harakiri”, significa “rajar la tripa” en japonés. Y eso es es exactamente lo que hay que hacer. Se coge la espada y se la clava uno en el bajo vientre; una vez hundida la punta en la barriga, se tira de la hoja para rasgar la carne. Para hacer más fuerza, es recomendable asir el acero con ambas manos. Lo habitual es sajar en sentido horizontal, de izquierda a derecha. Cuanto más largo y profundo sea el corte, mejor. Si quedan arrestos suficientes, se puede dar un segundo tajo, en dirección vertical, para quedar como un señor. Este seppuku en dos cortes, en forma de L o de cruz, es el más habitual (ver imagen adjunta). Pero, en realidad, llegados a este punto no hay reglas estrictas. Da igual el número o dirección de las cuchilladas, el caso es rajarse bien rajado. El seppuku es un asunto de honor, en el que uno ha de demostrar su hombría, así que cuantos más tajos se dé, mejor. Hay registros de samuráis que llegaron a abrirse en canal de arriba abajo, y otros se daban hasta tres y cuatro cortes antes de estirar definitivamente la pata. Las posibilidades son infinitas.


9. El golpe de gracia

El instante preciso en que darle la puntilla al suicidante es un asunto delicado. El “timing”, en última instancia, queda a entera discreción del asistente. En algunos casos, para evitar sufrimientos, el kaishaku se realiza en cuanto el suicidante hace el ademán de coger la espada, sin darle siquiera tiempo a clavársela en el vientre. Pero lo habitual es esperar a que haya terminado con los cortes y aguardar al momento justo en que empiecen a fallarle las fuerzas. Por la cuenta que le tiene, es de agradecer que el suicidante coopere dejándose caer levemente hacia delante, estirando el pescuezo, para que el asistente tenga un mejor ángulo de corte. En caso de no tener a mano ningún asistente, el sujeto puede guardar sus últimas fuerzas (si es que le quedan) para darse un tajo en el cuello que acabe con su agonía.

10. Recogida y cierre

Una vez el sujeto está debidamente eviscerado y decapitado, se procede a retirar el cadáver y limpiar el estropicio. Un criado recoge la cabeza y se la presenta a los testigos, con lo que se da por concluida la ceremonia.

Naturalmente, cada caso es un mundo, y dependiendo de las circunstancias este ritual podía variar bastante. Por ejemplo, si uno está huyendo a uña de caballo de una hueste de enemigos y no quiere que lo cojan vivo, lógicamente no puede andarse con demasiados remilgos para quitarse de en medio. Además, el seppuku es una tradición muy antigua que ha ido evolucionando a lo largo de los siglos. Pero podemos considerar los puntos arriba citados como una especie de decálogo estándar, unas reglas generales por las que, en la medida de lo posible, debía guiarse todo samurái que se quisiera destripar como Dios manda.

Eso sí, por lo que pueda pasar, rogamos a nuestros lectores que no intenten hacerlo en sus casas.

Colaboración de R. Ibarzabal

Fuente: Seppuku: A History of Samurai Suicide – Andrew Rankin

martes, 30 de junio de 2015

Cruzadas: Cómo se hacía el transporte de cadáveres

¿Cómo se transportaban los cadáveres de los Cruzados?
Javier Sanz - Historias de la Historia


Urbano II recibió la visita de un embajador del emperador bizantino Alejo I Comneno pidiéndole ayuda para derrotar a los turcos selyúcidas. El Papa, que vio la oportunidad de unir bajo un mismo estandarte a toda la cristiandad, no sólo prestaría ayuda al emperador sino que una vez recuperado el territorio perdido por los bizantinos, dirigiría -mejor dicho, ordenaría dirigir- sus ejércitos a Tierra Santa para recuperar Jerusalén. Así que, en el Concilio de Clermont (1095), Urbano II hizo un llamamiento a toda cristiandad para luchar contra los infieles bajo el estandarte de la cruz (cruzada) al grito de…

Dios lo quiere



Se había convocado la Primera Cruzada… Encabezados por Francia y el Sacro Imperio Germánico, se unieron caballeros, soldados y numerosa población -unos fanáticos religiosos y otros gente sin oficio ni beneficio que veían la cruzada como una oportunidad de conseguir botín-, hasta transformarse en una migración masiva. En 1099 conquistaron Jerusalén. Aunque la cruzada fue todo un éxito, también fallecieron muchos cruzados durante las distintas batallas. El deseo de los caballeros de noble familia muertos en la cruzada era que sus cuerpos se devolviesen a Europa, pero ¿cómo?

En palabras del historiador italiano Boncompagno da Signa en el siglo XIII…

Los alemanes sacan las entrañas de los cadáveres de sus caballeros de alto rango, si mueren en el extranjero, y dejan el resto del cuerpo hervir mucho tiempo en las calderas. La carne, los tendones y los cartílagos los separan de los huesos. Lo huesos los lavan en vino perfumado y espolvorean con especias, y luego los llevan de vuelta a casa.
Así explica Boncompagno da Signa en qué consistía el Mos Teutonicus (Funeral Alemán). Esta práctica era habitual entre los cruzados cuando morían en Tierra Santa. Dada la imposibilidad de poder llevar el cuerpo incorrupto al lugar de origen del caballero, le extraían el corazón y lo enterraban en algún lugar sagrado, luego descuartizaban el resto del cuerpo y lo ponían a hervir durante varias horas para quedarse únicamente con los huesos. De esta forma, se podían transportar fácilmente y llevárselos a sus familiares para darles sepultura. Hasta que la Iglesia, en este caso el Papa Bonifacio VIII, dijo hasta aquí hemos llegado. En 1300, promulgó al bula De Sepulturis prohibiendo, bajo pena de excomunión, descuartizar y hervir cuerpos para separar los huesos y la carne.

Imagen: Historia Universal,

martes, 25 de marzo de 2014

Recordando el rol social del "viejo" ejército


Sobre el “viejo” Ejército
Por María Lilia Genta

Me tocó deambular por distintas unidades y barrios militares allá por los años de la Revolución Argentina. Nadie más austero y parco que el “dictador” Onganía. ¿Sería por eso que todo se hacía sin grandilocuencias ni la menor ostentación?

El Regimiento 4 de Caballería (con asiento en San Martín de los Andes) prestaba sus instalaciones al Ministerio de Educación: dos enormes habitaciones para que funcionara allí una escuela de frontera. El único inconveniente para nosotras, las maestras (dos para todos los grados) era que la banda ensayaba allí cerca, tan cerca que sus sones atronaban las aulas.

Allí, en esa escuelita, enmarcada por el bellísimo paisaje, conocí la pobreza. La pobreza total, sin apelaciones.

Venían los chicos bajando por las laderas, vestidos con andrajos, sin abrigo, sin calzado. Las piernitas crecían curvadas hacia afuera -signo evidente de la desnutrición desde el nacimiento-; niños casi sin lenguaje, un poco por el ambiente de sus hogares y mucho más por los efectos de la desnutrición sobre el cerebro.

En Buenos Aires, en la escuela de una “villa”, había conocido la miseria que es cosa muy distinta de la pobreza. En esa “villa” del conurbano bonaerense se comía y los chicos iban a la escuela parroquial, también a la “academia” donde aprendían a robar, y al “rancho de los maricas” donde les enseñaban a prostituirse. Pero comían y, colgados de la electricidad, se calentaban con buenas estufas (mejor no averiguar de dónde venían esas estufas). Esa era la miseria. No había droga por esos años. Ella vendría después.

Pero volvamos a la pobreza, la de esos chicos, hijos de los “chilotes” explotados en los aserraderos cuyos dueños eran, en algunos casos, izquierdistas de salón dados a cantar las canciones “de protesta” de Violeta Parra… Pues bien, esa pobreza sólo la paliaba, en la medida que podía, el “viejo” Ejército. En el primer recreo, en aquella mi escuelita de frontera, aparecían los soldados portando la “morocha” (la gloriosa olla de los cuarteles) con mate cocido azucarado y pan. Al mediodía, después de las clases, volvía con el rancho de tropa que contenía todas las proteínas habidas y por haber.

Les llenábamos los “platos” (la mayoría simples tapas de hojalata) todas las veces que querían, y lo que sobraba lo llevaban a la casa, en latas con manija de alambre, y seguramente lo comerían los hermanitos.

En la enfermería del cuartel les solucionaban los problemas de salud agudos (los crónicos venían de lejos y escapaban a las posibilidades de aquel más que modesto centro médico). Aparte de los chicos, en esa enfermería se internaban los marginados, los pobres de toda clase, sin obras sociales, dejados de la mano de un Estado ausente, habitantes de todas las “periferias existenciales”: es que ese lugar de ensueño que era y es San Martín de los Andes carecía por aquellos años de un hospital.

También el Ejército ayudaba a los chiquitos de la guardería que funcionaba en la parroquia sin fijarse mucho en que el párroco era un tercermundista cabal como correspondía a todos los curas (o casi) de aquella diócesis gobernada por monseñor De Nevares. Los que no entraban por la “teología de la liberación” tenían que irse de la diócesis.

Así actuaba el “viejo” Ejército. Claro, faltaban en aquella “acción civil”, como le decían entonces, las musas inspiradoras Hebe Bonafini y Estela Carloto, y el codo a codo con el “Cuervo” Larroque y los chicos de La Cámpora.

Esto lo aporta ahora el “nuevo” Ejército de Milani, que con tanta alharaca y apoyo mediático limpia un terrenito de poca monta en Florencio Varela.

María Lilia Genta es hija del profesor Jordán B. Genta, asesinado por el ERP en 1974.

La Nueva

martes, 24 de diciembre de 2013

PGM: La Navidad en las trincheras

El primer gol contra el belicismo

  • La Liga británica recordará la Tregua de Navidad de 1914 construyendo un campo de fútbol
  • Arrancan las conmemoraciones de la I Guerra Mundial
Tropas británicas y alemanas celebrando la Navidad de 1914. / MANSELL (TIME & LIFE / GETTY)

El 24 de diciembre de 1914, los soldados alemanes desplegados en Ypres (Bélgica), empezaron a decorar sus trincheras y cantar el más célebre de sus villancicos, Noche de paz. Los soldados británicos desplegados en la frontera no respondieron con balas, sino entonando sus propias canciones navideñas. Aquella noche empezó una tregua singular e histórica que durante unos días haría que más de 100.000 soldados, sobre todo alemanes y británicos, pero también franceses, confraternizaran para celebrar la Navidad en medio de un conflicto que todos esperaban que fuera corto y definitivo, pero que resultó un larguísimo y amargo aperitivo de otra guerra.

La tregua se extendió por numerosas trincheras del frente occidental en aquellas primeras Navidades de la I Guerra Mundial. Al año siguiente se repitieron las escenas de confraternización, pero a una escala mucho más pequeña. En 1916 ya casi no hubo tregua: las batallas del Somme y de Verdún, en las que murieron más de un millón y medio de soldados, habían dejado ya claro que aquella era una guerra cruel y larga.

Esa tregua espontánea, materializada para sorpresa y malestar de los altos mandos, ha pasado a la historia “como un momento en el que soldados comunes y corrientes reaccionaron contra sus líderes y la locura monstruosa de la I Guerra Mundial”, ha recordado estos días en un artículo en el Financial Times la historiadora Margaret MacMillan, que acaba de publicar 1914. De la paz a la guerra.

Hay una imagen que ha representado por encima de todas la confraternización navideña entre ambos bandos: la de soldados enemigos jugando al fútbol. Quizás el primer partido fue el que enfrentó a británicos y alemanes en tierra de nadie junto a Ypres. En su recuerdo, equipos infantiles de Reino Unido, Alemania, Francia y Bélgica juegan desde 2011 un torneo amistoso en esa población belga. Desde el año que viene, coincidiendo con el primer centenario de la I Guerra Mundial, la Premier League inglesa se ha comprometido a construir en Ypres un campo de hierba artificial.

En los próximos meses van a empezar los actos de conmemoración de aquella guerra terrible. Una catarata de libros, reportajes y por supuesto actos institucionales acompañarán un centenario que se promete largo de una guerra que empezó el 28 de julio de 1914 y no acabó hasta el 11 de noviembre de 1918. La historiadora de Oxford subraya que el centenario debería servir no solo para recordar aquella guerra, sino para intentar comprendería.

Porque es un conflicto que los europeos tienden a reducir a las trincheras embarradas del frente occidental, olvidando que hubo también un frente oriental en Europa y que se extendió a zonas de África, Oriente Próximo y Asia. Una guerra que cada cual recuerda según le fue en ella. Los australianos y los neozelandeses piensan en Galípoli, los canadienses en la batalla de Vimy, los británicos la han reducido a la batalla del Somme, los rusos prefieren acordarse de la II Guerra Mundial, el Gobierno belga cada vez la ignora más al tiempo que los flamencos la han hecho casi suya y los alemanes prefieren conmemoraciones discretas.

“Deberíamos darnos cuenta de que la visión que tenemos de la guerra ha cambiado radicalmente con el paso del tiempo y aquellos que la padecieron directamente la veían a menudo de forma que nos parecería asombrosa”, escribe MacMillan.

Y recuerda que los británicos primero honraron a sus soldados como héroes para darse cuenta 10 años después de que no había sido más que la antesala de otra guerra. En los años sesenta, reacios a aceptar su declive como gran potencia, aquella guerra volvió a convertirse en gloriosa para la nación. En los ochenta, en cambio, se hablaba de acabar con las ceremonias que cada 11 de noviembre conmemoran el armisticio. Ahora “aumenta año a año la presión para lucir amapolas rojas [símbolo del armisticio] y cada vez acude más gente a las ceremonias”. Ha llegado la hora de pensar en lo que pasó hace 100 años.