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domingo, 15 de junio de 2025

Conquista del desierto: La colaboración del ejército chileno con las tribus araucanas en la Patagonia

 

Combates de Pulmarí (1883): Mapuches y posible colaboración chilena



Por Esteban McLaren

Contexto histórico y desarrollo de los combates

En el verano de 1883 se produjeron dos enfrentamientos conocidos como los combates de Pulmarí, en el territorio de la actual provincia de Neuquén. Estos choques ocurrieron durante la fase final de la Campaña del Desierto argentina (1878-1885), cuando las tropas del coronel Conrado Villegas avanzaban sobre grupos mapuches resistentes. Al mismo tiempo, del lado chileno, culminaba la Pacificación de la Araucanía (campaña militar chilena de ocupación del territorio mapuche, formalmente concluida en 1883) (Wikipedia). La situación geográfica permitió que los mapuches se desplazaran a uno y otro lado de la cordillera según convenía: “la frontera que hoy divide a la Argentina y Chile sólo existía por entonces en la imaginación de Santiago y Buenos Aires” – los mapuches podían evadir a un ejército cruzando a territorio del otro país (Moyano.pdf). En este contexto, se dio la última resistencia armada significativa mapuche en suelo argentino, con la posible participación de fuerzas chilenas, lo que ha generado debate historiográfico.

Los combates tuvieron lugar cerca del lago Pulmarí (zona de Aluminé). El primero ocurrió el 6 de enero de 1883, cuando un destacamento argentino fue emboscado, y el segundo a mediados de febrero de 1883, con un enfrentamiento aún mayor en escala. Estos hechos coincidieron con la rendición o huida de muchos caciques mapuches; por ejemplo, el lonko Manuel Namuncurá cruzó a Chile tras la ofensiva argentina y luego terminaría rindiéndose con sus últimos guerreros en marzo de 1884, al regresar de Chile, hambriento y debilitado (Wikipedia). Pulmarí representó, por tanto, uno de los últimos bastiones de resistencia mapuche en Argentina, cuando ya la presión militar llegaba desde ambos lados de los Andes.


El capitán Pedro Crouzeilles del Regimiento 5 de Caballería de línea, cerca de la Vega de Chapelco muere el 25 de abril de 1881, el mismo era hermano mellizo del capitán Emilio Crouzeilles muerto en una emboscada en el combate de Pulmarí el 6 de enero de 1882. Ambos fueron enterrados junto en el Fortín Subteniente Sharples (o Fortín Collón Curá o Quequemtreu).

Testimonios militares argentinos sobre la presencia chilena

Las fuentes militares argentinas contemporáneas a los combates de Pulmarí mencionan explícitamente la posible participación de efectivos chilenos junto a los guerreros mapuches. En un parte oficial elevado por el general Villegas sobre el combate del 6 de enero de 1883, se relata que una partida de 40 soldados argentinos (al mando del capitán Emilio Crouzeilles y un teniente) fue atacada sorpresivamente en Pulmarí por un nutrido grupo indígena. El propio Villegas informó que dicho contingente fue atacado “por indios y fuerzas a cuyo frente se veía un oficial con uniforme, espada y revólver en mano” (Fuente). Este detalle –la aparición de un oficial uniformado liderando a los mapuches– desorientó al capitán Crouzeilles, quien temió estar enfrentándose por error con alguna patrulla argentina aliada, y ordenó cesar el fuego. Los mapuches (weichafe) aprovecharon la vacilación y cargaron sin detenerse, resultando muertos en la refriega los dos oficiales argentinos (Crouzeilles y el Teniente Nicanor Lazcano, quien llegó en auxilio) y buena parte de sus soldados (Fuente). Este episodio –que las crónicas militares argentinas calificaron como un “lamentable suceso”– constituyó una inesperada victoria mapuche, explicada por los argentinos en parte por la supuesta intervención de ese misterioso oficial uniformado entre las filas indígenas (Fuente).

Un segundo enfrentamiento tuvo lugar un mes más tarde, el 17 de febrero de 1883, en la misma zona. En esta ocasión, un destacamento de 16 soldados argentinos al mando del teniente coronel Juan Díaz se internó en Pulmarí persiguiendo a un grupo numeroso de indígenas. Según el informe del propio Díaz, al acercarse a la orilla del lago Aluminé su unidad fue rodeada por “100 a 150 indios” que surgían de detrás de las lomas (Fuente). Primero, los mapuches abrieron fuego a distancia, sin llegar a la carga inmediata. Díaz retrocedió buscando una posición defensiva mejor, pero entonces avistó una gran polvareda indicando que más gente les cortaba el paso por delante (Fuente). En ese momento crítico ocurrió algo inusual: “se presentó en mi flanco izquierdo un infante del ejército chileno con bandera de parlamento”, narra Díaz. El teniente coronel argentino inicialmente ordenó no abrir fuego ante la vista del parlamentario chileno; sin embargo, advirtió enseguida que detrás venía oculta una compañía de infantería (también con uniforme chileno) avanzando en guerrilla, al mismo tiempo que la “indiada” atacaba por la retaguardia (Fuente). Recordando lo sucedido en otros encuentros (quizás refiriéndose a la treta de enero), Díaz decidió actuar preventivamente: “teniendo en cuenta lo sucedido a otras comisiones anteriores, mandé romper el fuego, siendo yo el primero en efectuarlo” (Fuente). Se desató así un combate encarnizado; las fuerzas adversarias incluso cargaron a la bayoneta contra la posición argentina, llegando a apenas 40 pasos, hasta que finalmente se replegaron dejando 7 muertos en el campo, retirados luego por los indios (Fuente). Este testimonio es particularmente explícito en señalar la presencia de soldados chilenos uniformados (un abanderado de parlamento y una compañía entera) combatiendo junto a los mapuches.

En suma, los partes argentinos de 1883 aluden en dos ocasiones a presencia chilena directa: primero un “oficial con uniforme” liderando indígenas en enero, y luego un grupo de infantería chilena usando una bandera de parlamento como ardid en febrero (Fuente). Estas referencias constituyen evidencia documental contemporánea de la percepción argentina de que el Ejército de Chile (o al menos militares chilenos) estaban involucrados en los combates de Pulmarí apoyando a los resistentes mapuches.

Evidencias historiográficas y documentación chilena sobre dicha colaboración

La historiografía ha investigado con detalle estas afirmaciones para discernir si realmente hubo apoyo oficial chileno a los mapuches en Pulmarí o si se trató de casos aislados/malentendidos. Algunos historiadores argentinos han dado crédito a esos reportes: por ejemplo, Juan Carlos Walther (historiador del Ejército Argentino) recopiló estos partes en su obra La Conquista del Desierto (1970), confirmando que en Pulmarí los argentinos se enfrentaron a indígenas “y a soldados chilenos” mezclados con ellos (Wikipedia). Investigaciones modernas en inglés también recogen estos hechos: George V. Rauch señala que el 6 de enero de 1883 una sección de 10 hombres fue emboscada en Pulmarí por soldados chilenos, resultando muertos el capitán Crouzeilles, el teniente Lazcano y varios soldados (Wikipedia). Asimismo, Rauch documenta que el 17 de febrero de 1883 la patrulla de Juan Díaz fue rodeada por unos 100 indígenas apoyados por un pelotón de soldados chilenos (aprox. 50 hombres) (Wikipedia). Estos relatos secundarios corroboran que, al menos según las fuentes argentinas, efectivamente hubo militares chilenos combatiendo del lado mapuche en Pulmarí.

Ahora bien, ¿qué dicen las fuentes chilenas de la época y la historiografía chilena? Por parte de Chile, no existen registros oficiales que indiquen una orden directa de apoyar militarmente a los mapuches en territorio argentino. De hecho, el contexto político hacía improbable un apoyo abierto: en 1881 Argentina y Chile habían firmado un tratado de límites, y aunque persistían desconfianzas, ambos estados estaban más interesados en consolidar sus conquistas internas que en provocar una guerra entre sí. Documentos chilenos de la época muestran preocupación por las operaciones argentinas en Neuquén, pero en un sentido de competencia territorial más que de apoyo a los indígenas. Por ejemplo, el coronel chileno Gregorio Urrutia –encargado de la campaña final en Araucanía– fue instruido en 1882-1883 a ocupar rápidamente la zona de Villarrica y el Alto Bío-Bío para evitar que la presión argentina desde Neuquén dejara espacios sin controlar () (). En ese contexto, hubo comunicaciones entre Urrutia y los comandantes argentinos: registros señalan que el general Villegas recibió informes de Urrutia sobre las “batidas” realizadas del lado chileno contra tolderías mapuches que huían hacia la frontera (Fuente). Es decir, en vez de ayudarlos, las fuerzas chilenas perseguían a los grupos indígenas en su territorio, y mantenían al tanto a los argentinos de estas acciones.

No obstante, la coordinación no fue perfecta y se registraron incidentes fronterizos. El historiador chileno Tomás Guevara documentó que durante la ocupación chilena del Alto Bío-Bío ocurrió un choque entre un destacamento chileno y otro argentino en la zona cordillerana () (). También menciona un “incidente” a raíz del viaje de un cirujano chileno (Oyarzún) que generó roces con las fuerzas argentinas (). Si bien Guevara no detalla nombres, podría estar aludiendo precisamente a los choques en Pulmarí (o situaciones similares) como hechos menores dentro de una colaboración general. Desde la perspectiva chilena, estos enfrentamientos fueron accidentales: las tropas de ambos países operaban muy cerca en perseguir a los mismos grupos, por lo que no es sorprendente que llegaran a enfrentarse confusamente en la frontera.

En cuanto a documentación específica que confirme o refute colaboración, cabe señalar que Chile nunca reconoció oficialmente haber enviado tropas a combatir en Argentina. Es plausible que los soldados chilenos mencionados en Pulmarí fuesen partidas locales actuando sin órdenes claras desde Santiago, o incluso deserciones/indisciplinas en coordinación directa con los mapuches. Algunas versiones argentinas de la época, de tono más acusatorio, llegaron a afirmar que el propio coronel Urrutia intentó aliarse con caciques para atacar Argentina: Según Estanislao Zeballos (publicista y político argentino de fines del XIX), en 1883 Urrutia se entrevistó con el cacique Manuel Namuncurá en Villarrica y le propuso armar a sus guerreros para invadir la Argentina junto con tropas chilenas, a lo que Namuncurá se habría negado (Jorge Gabriel Olarte). Este relato, aunque citado por autores modernos, no ha sido corroborado por fuentes oficiales chilenas (y Namuncurá finalmente no recibió tal apoyo). Más bien luce como parte de la retórica argentina de la época para retratar a Chile como instigador. En resumen, la evidencia documental chilena directa de una colaboración militar con los mapuches es escasa o nula. Lo que sí existe son referencias a comunicaciones y acuerdos entre chilenos y argentinos (no entre chilenos y mapuches) y la admisión de algunos choques fortuitos con fuerzas argentinas durante las operaciones simultáneas (Moyano.pdf).

Coordinación entre la Campaña del Desierto y la Pacificación de la Araucanía

Lejos de actuar en oposición, la política de fondo de ambos estados fue la de coordinar esfuerzos para eliminar la resistencia mapuche a ambos lados de la cordillera. Historiadores contemporáneos subrayan que, pese a algunos incidentes, Argentina y Chile no llevaron agendas contrarias en la “conquista” del territorio mapuche, sino complementarias. De hecho, desde antes de 1883 hubo entendimientos tácitos y explícitos: “la decisión política de chilenos y argentinos consistió en operar en forma coordinada para terminar con los últimos conatos de resistencia mapuche” (Moyano.pdf). El presidente chileno Domingo Santa María aceleró la ocupación del último reducto mapuche en Villarrica (Araucanía) en 1882, en parte para evitar que los indígenas pudieran refugiarse definitivamente del lado argentino o que Argentina ocupase esos valles antes () (). A su vez, oficiales argentinos como el general Villegas y el coronel Lorenzo Vintter mantuvieron correspondencia con sus pares chilenos, asegurándose de no entorpecerse mutuamente e intercambiando información sobre los movimientos indígenas fronterizos (Moyano.pdf).

Una prueba concreta de coordinación fue que Chile y Argentina prácticamente sincronizaron el fin de sus campañas: luego de 1883, extinguida la resistencia armada, ambos gobiernos procedieron a distribuir tierras y consolidar su autoridad en las regiones anexadas. Cuando caciques importantes lograron huir de un país a otro, la estrategia fue negarle refugio seguro: por ejemplo, tras Pulmarí, Namuncurá y sus hombres fueron hostigados en Chile (por Urrutia) y finalmente optaron por rendirse a Argentina en 1884 (Wikipedia). En paralelo, otros líderes como Sayhueque e Inakayal resistieron un poco más al sur, pero aislados y sin apoyo externo también capitularon poco después. Todo esto confirma que no hubo un “doble juego” entre las campañas – por el contrario, Argentina y Chile compartían el objetivo de someter a los mapuches y evitar que la frontera internacional sirviera de refugio permanente.

Incluso décadas antes, durante campañas previas, hubo colaboraciones inter-estatales semejantes: el general argentino Julio Roca mencionó que medio siglo atrás (en 1833) Juan Manuel de Rosas ya había coordinado operaciones con Chile contra los indígenas (Moyano.pdf). En la década de 1870, ambos países veían a la nación mapuche como un obstáculo para sus proyectos nacionales. Así lo refleja el hecho de que se acusaban mutuamente de ser base de los “indios amigos” del otro lado, pero finalmente entendieron que convenía eliminar juntos la resistencia en lugar de avivar un frente indígena común. En suma, la Campaña del Desierto argentina y la Pacificación de la Araucanía chilena estuvieron articuladas en tiempo y espacio: más allá de choques puntuales como Pulmarí, ninguna de las dos campañas hubiera logrado un resultado tan completo si el otro país hubiera brindado santuario o ayuda sustancial a los sublevados. La historiografía coincide en que, estructuralmente, fue un esfuerzo convergente de Argentina y Chile para repartirse y controlar el territorio del Wallmapu (territorio mapuche tradicional).

Influencia chilena en la resistencia mapuche en Argentina: visión historiográfica actual

Los historiadores contemporáneos analizan con detalle la llamada “influencia chilena” en las rebeliones indígenas en Argentina, matizando mitos y realidades. Durante el siglo XIX, era común en el discurso argentino atribuir las incursiones y resistencia indígena a una instigación externa: se hablaba de “indios chilenos” para referirse a los mapuches que atacaban en las pampas, insinuando que actuaban en connivencia con Chile (Moyano.pdf) (Moyano.pdf). Figuras como Estanislao Zeballos contribuyeron a esta imagen, retratando a caciques como Calfucurá casi como agentes chilenos (“vengativo, cruel y chileno” decía Zeballos) (Moyano.pdf). Esta narrativa buscaba justificar la Campaña del Desierto presentándola no solo como una guerra contra el indígena sino como una defensa de la soberanía frente a una supuesta amenaza chilena encubierta. Sin embargo, investigaciones posteriores han desmontado gran parte de esta construcción. Se ha señalado, por ejemplo, que ni caciques como Sayhueque eran “argentinos” en el sentido estatal, ni Calfucurá era “chileno”: ambos operaban en un mundo fronterizo propio, previa y al margen de las naciones, aliándose o enfrentándose entre sí según sus intereses, más que por lealtad a Buenos Aires o Santiago (Moyano.pdf) (Moyano.pdf).

Dicho esto, sí existieron vínculos objetivos entre los mapuches y Chile que impactaron en la resistencia indígena en Argentina. Por un lado, la economía del malón (ataque y robo de haciendas) dependía en gran medida de comercializar el ganado capturado en Chile. Hay evidencia de que autoridades locales chilenas toleraban (cuando no fomentaban) el comercio de reses robadas en Argentina, sabiendo su procedencia, pues eso debilitaba a los fronterizos argentinos y fortalecía la influencia chilena en Patagonia (Wikipedia) (Wikipedia). Este fenómeno, vigente desde mediados del siglo XIX, implicaba que muchos caciques mantenían lazos de intercambio con comerciantes chilenos, obteniendo armas de fuego y provisiones a cambio de animales. Así, indirectamente, Chile proveyó de armamento moderno a tribus hostiles a Argentina – por ejemplo, a inicios de 1883 algunos grupos mapuches aún disponían de fusiles Winchester y Martini-Henry de origen chileno o peruano, con los que causaron bajas a las tropas argentinas (Wikipedia). Este flujo de armas y refugio informal en el territorio chileno constituyó una forma de influencia en la capacidad de resistencia mapuche.

No obstante, una vez que Chile decidió también acabar con la autonomía mapuche en su suelo (especialmente tras el levantamiento general mapuche de 1881 en Araucanía), esa tolerancia se esfumó. De hecho, a partir de 1882-1883 Chile empezó a encerrar a los mismos líderes que antes podían comerciar libremente, y cualquier beneficio estratégico de azuzar a los indígenas contra Argentina quedó subordinado a la urgencia de pacificar su propio sur. La negativa de Namuncurá a colaborar con Urrutia (si es verídica) refleja que los mapuches tampoco confiaban plenamente en el Estado chileno, sabiendo que también los había combatido. Finalmente, tras 1883, la resistencia mapuche organizada colapsó casi simultáneamente en ambos países, dejando claro que ningún Estado ofreció apoyo duradero a los indígenas contra el otro. Por el contrario, los ejércitos de Argentina y Chile actuaron como aliados objetivos en la derrota final del pueblo mapuche, repartiendo su territorio ancestral entre sí. Esto ha llevado a historiadores como Adrián Moyano a concluir que las acusaciones cruzadas (de “chilenos entrometidos” por un lado, o de “argentinos usurpadores” por el otro) fueron en gran medida parte de la propaganda de conquista, mientras que la realidad fue una acción coordinada de ambos estados para consumar la ocupación (Moyano.pdf).

En síntesis, la “influencia chilena” en la resistencia mapuche dentro de Argentina existió más en la retórica que en los hechos militares decisivos. Los testimonios argentinos de Pulmarí muestran que pudo haber participación puntual de oficiales o soldados chilenos (sea por error, astucia o pequeñas partidas irregulares), lo cual quedó en la memoria militar argentina como una anécdota significativa (Fuente) (Fuente). Sin embargo, la evidencia historiográfica contemporánea tiende a refutar la idea de un apoyo institucional chileno de gran escala: más bien, ambos gobiernos colaboraron para que episodios como Pulmarí fuesen los últimos triunfos mapuches. Las coincidencias temporales y espaciales de las campañas militares indican que Chile y Argentina se coordinaron estrechamente para cerrar el “frente araucano”, compartiendo información y evitando proteger a los rebeldes del vecino (Moyano.pdf). Los historiadores actuales ven la resistencia mapuche de esos años como la lucha desesperada de un pueblo acorralado entre dos fuegos estatales, sin aliados poderosos – ni Chile ni Argentina estuvieron de su lado. Por ende, cualquier participación chilena en Pulmarí fue excepcional y contraria a la política general de Chile, que en esos meses estaba más interesada en concluir su propia campaña en Araucanía que en prolongar el conflicto apoyando a los weichafe. Los combates de Pulmarí, por tanto, se explican mejor como el último coletazo de la resistencia mapuche autónoma, con algunos episodios confusos que involucraron fuerzas chilenas a nivel táctico, pero en el marco de una estrategia binacional de conquista y reparto del territorio mapuche.


Fuentes: Documentos militares argentinos de 1883 recopilados por Walther (COMBATE DE PULMARÍ I (06/01/1883) – El arcón de la historia Argentina) (COMBATE DE PULMARI II (06/02/1883) – El arcón de la historia Argentina); análisis históricos de Juan C. Walther, Lorenzo Massa y G.V. Rauch (Conquista del Desierto - Wikipedia, la enciclopedia libre) (Conquista del Desierto - Wikipedia, la enciclopedia libre); estudio de Adrián Moyano (2006) sobre Pulmarí (Moyano.pdf); crónicas de Tomás Guevara () (); entre otros. Estas evidencias combinadas permiten esclarecer que, si bien hubo observaciones de tropas chilenas en Pulmarí, éstas no obedecieron a una alianza formal con los mapuches, sino que fueron hechos aislados en medio de una colaboración estratégica argentino-chilena mucho mayor para poner fin a la resistencia indígena en la región (Moyano.pdf). Los combates de Pulmarí representan así un episodio complejo, en el que la frontera nacional se desdibujó momentáneamente en el campo de batalla, pero cuyo desenlace contribuyó a afirmar definitivamente esa frontera a costa del pueblo mapuche.

jueves, 5 de junio de 2025

Conquista del desierto: La victoria sobre los chilenos en Pulmari (1883)

Victoria Argentina contra Chile y sus socios indios: Combates de Pulmarí






En la vastedad de los valles neuquinos, donde el cielo se repliega sobre los pehuenes y la bruma de los lagos entibia el recuerdo, se libraron los combates de Pulmarí. Fue allí, en ese intersticio remoto entre la civilización que avanzaba al paso de los Remington y el mundo antiguo que moría a lanzazos, donde el Ejército Argentino escribió —con sangre propia— una de sus páginas más extrañas y desoladas. No fueron simples escaramuzas de campaña, sino episodios densos, casi metafísicos, en los que la noción misma de la soberanía se confundía con el bosque, la nieve, y las sombras veloces de los jinetes mapuche.

Era el 6 de enero de 1883 cuando la primera llamarada del combate estalló en el valle de Pulmarí. El Capitán Emilio Crouzeilles comandaba una pequeña partida de 10 soldados —hombres curtidos, probablemente veteranos de otras entradas de la Campaña al Desierto, pero lejos de los fastos de Buenos Aires, eran apenas el nervio expuesto de un Estado que tanteaba a ciegas los bordes de su mapa. Avanzaban en persecución de “un grupo de salvajes”, tal como registraría el parte del coronel Villegas, sin imaginar que detrás de cada colina los esperaba la historia: una emboscada feroz, ejecutada por más de un centenar de guerreros de las tribus de Reukekura y Namuncurá.

La lucha fue breve y brutal. En una coreografía despiadada, las lanzas danzaron más veloces que los percutores, y cuando el polvo se asentó, el Capitán yacía con 36 heridas abiertas en su carne y tres balas alojadas en su cuerpo. El Teniente Nicanor Lazcano, que había acudido en su auxilio con cinco soldados más, encontró allí también su fin. No fue una derrota táctica: fue una conmoción. El parte de Villegas, frío y exculpatorio, atribuyó el desastre a la presencia de un oficial chileno entre las filas indígenas. Aquel uniforme confundió a los argentinos, escribió, tal vez porque la idea de una traición interna —de un mapa quebrado desde el otro lado de la cordillera— era más tolerable que la realidad de haber sido superados por jinetes descalzos y libres.

Pero Pulmarí no fue un combate aislado. Fue el primero de una trilogía siniestra. Un mes después, el 16 de febrero, otro destacamento avanzaba desde el este, guiado por una rastrillada hasta las orillas del lago Aluminé. Esta vez el Ejército no se enfrentaba solo a los weichafe mapuche, sino que entre las lomas surgieron figuras aún más inquietantes: una compañía de infantería chilena, camuflada tras la bandera de parlamento. El parte del oficial argentino describe con nitidez la incertidumbre del momento: mientras los indígenas amenazaban la retaguardia, un emisario chileno avanzaba hacia el flanco izquierdo, izando un trapo blanco. Detrás de él, sin embargo, marchaban en formación los soldados del sur de la cordillera.

El oficial argentino, acaso recordando la matanza de enero, no vaciló. Fue él mismo quien dio la orden de abrir fuego. Se trabó entonces un combate a bayoneta calada en plena cordillera, tan feroz como desprolijo, una danza de acero entre médanos secos y laderas abruptas. Los atacantes, entre ellos los mapuche y los infantes trasandinos, cayeron a apenas cuarenta pasos de la posición argentina. Siete muertos quedaron sobre el terreno, recogidos por los indígenas al retirarse. Pero los soldados argentinos también se retiraron, y a pie. Otra vez el valle había rechazado a sus conquistadores.

No era solo el terreno el que operaba contra el avance argentino: era la memoria, era el espíritu irreductible de quienes aún vivían en su tierra como si el siglo XIX no hubiera traído consigo la noción de frontera. Reukekura, hermano del legendario Calfucurá, había resistido hasta el último aliento de la cordura geográfica, escapando entre lagos y pehuenes junto a los últimos lanceros. Y aunque sus fuerzas se fueron diezmando, la fuerza moral de su resistencia impregnó de solemnidad el espacio. Cuando en abril de 1883 se presentó finalmente ante un regimiento argentino, llevaba consigo apenas ochenta y nueve hombres de lanza y ciento ochenta y un almas más, mujeres y niños. ¿Dónde habían quedado aquellos tres mil jinetes que, en 1860, habían hecho retroceder a las tropas de Murga?

Quizás ya eran sombras entre los peñascos, o quizá, como sugería un cronista, el hambre y la nieve los habían vencido antes que las balas. El Ejército los llamaba “recién llegados”, pero eran los mapuche quienes conocían los pasajes secretos, las veranadas, los nombres del viento. Los soldados argentinos, aunque valientes, eran visitantes de un mundo ajeno, y esa extranjería se paga con sangre.

El tercer combate, de una índole más política que militar, habría de ocurrir mucho después, en los años finales del siglo XX. Pero en los dos primeros, la gesta de Pulmarí no fue la de una campaña gloriosa, sino la de una obstinación. Los informes oficiales, desde Villegas hasta Walther, insistieron en ennoblecer la caída de los oficiales argentinos, llamándolos mártires de la civilización. Y en parte, lo eran. Capitán Crouzeilles, Teniente Lazcano, Teniente Nogueira: sus nombres se fundieron en la nieve, sí, pero también en la ambivalencia de una guerra que enfrentó a un ejército moderno con un pueblo que aún hablaba en términos de espíritu y territorio.

Hay una escena que resume todo lo que fue Pulmarí. La escribió un testigo sin nombre: el alambrado prolijamente volteado por las comunidades mapuche en los años noventa. Postes enteros, acostados sobre la ladera como huesos de un animal viejo. Nadie cerca, pero la operación era evidente, masiva, ordenada. En esa imagen —serena, tensa— reverbera la misma voluntad que llevó a los weichafe a emboscar a los soldados en 1883. Una voluntad de permanencia. Una negativa a desaparecer.

Y acaso sea eso lo que el Ejército enfrentó en Pulmarí: no solo a una resistencia indígena armada, sino a una ontología. A una forma de estar en el mundo que no se rendía ni ante el Remington ni ante el parte oficial. Las tropas argentinas pelearon con valor —nadie lo niega— y muchos dejaron su vida entre la nieve, a la sombra del pehuén. Pero el combate de Pulmarí fue, sobre todo, un espejo. Uno donde la república en expansión se vio enfrentada a la mirada altiva de quienes ya estaban allí, desde antes del tiempo y antes del Estado.

Pulmarí fue, es, y seguirá siendo, un territorio en disputa. No por sus hectáreas ni por su valor estratégico, sino por el relato. Porque mientras unos inscriben allí el sacrificio de la patria, otros leen el eco de su despojo. Y entre esos dos silencios —el de los muertos y el de los olvidados— se libra todavía, sin balas pero con memoria, la verdadera batalla.



Fuentes

Arcón de la historia
Hechos históricos

martes, 22 de abril de 2025

Chile: Araucanos recuerdan con cariño la Pacificación de la Araucanía

Estatuas y culto a los genocidas




Usted se preguntará, ¿quién era ese weón que estaba arriba de un caballo en la plaza más famosa de Chile? ¿Por qué los fascistas lo quieren tanto?
Bueno, lo primero que debe saber es que el general Baquedano era un soldado de limitada capacidad táctica, famoso por promover saqueos, robos, violaciones y muerte por donde transitaba.
Estuvo a cargo de la usurpación y genocidio del Wallmapu, mal llamada pacificación de La Araucanía, luego de que el Estado de Chile rompiera los tratados pactados con las comunidades Mapuche durante la independencia.
Sí, la aristocracia latifundista, históricamente carente de principios, rompió lo pactado en el "Parlamento de Tapihue" y envió al ejército a realizar una de las labores más atroces de su historia: el genocidio Mapuche.
Uno de los encargados de comandar esa tarea fue el general Baquedano, el weón que tuvo por casi un siglo una estatua en uno de los lugares más emblemáticos del país.
Cabe recordar que el tratado de Tapihue era un tratado de paz que garantizaba una sana convivencia entre Chile y el Wallmapu:

“Los gobernadores o Caciques, desde la ratificación de estos tratados, no permitirán que ningún chileno exista en los terrenos de su dominio por convenir así al mejor establecimiento de la paz y unión, seguridad general y particular de estos nuevos hermanos.” (Tratado de Tapihue, art. 18).


Fue tan cruenta la campaña del ejército que se cifra en 70 mil los Mapuche asesinados, sin contar los cientos de miles que murieron por hambre y desolación luego de la campaña.
Posteriormente, durante la Guerra del Pacífico, Baquedano utilizó lo aprendido en el Wallmapu y dirigió en persona las batallas de Miraflores y Chorrillos, dos actos de ocupación en donde el Ejército de Chile realizó saqueos, violaciones e incendios contra la población civil.
Hay fuentes que atestiguan la crueldad de la operación. El New York Times por ejemplo recogió la protesta por el “bárbaro asesinato de numerosos extranjeros” cometido por los criminales de guerra chilenos en Chorrillos, Barranco y Miraflores. Cabe recordar que EE.UU era un país aliado en dicha guerra, aun así no pudo desconocer las atrocidades cometidas por el general y sus colegas, y alzó la voz.
Finalmente, no hay que olvidar que Baquedano traicionó al presidente Balmaceda, permitiendo que la aristocracia latifundista se consolidara en el poder en 1891, sumiendo a Chile y su clase obrera en un período de hambre y dolor.
Con esta pequeña información, podemos entender por qué la figura de Baquedano es tan importante para esos que tienen sueños húmedos con los fusiles. Baquedano es un reflejo de lo que ha sido el ejército y la élite chilena, por eso la derecha defiende su estatua.
PD: La estatua en la plaza la inauguró el dictador Carlos Ibáñez del Campo, otro genocida.

Fuentes

Ahumada, Pascual, editor. 1888. Guerra del Pacífico. Tomo V. Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello.
New York Times, New York, 2 de marzo de 1881
Vargas, Moisés editor, Ministerio de Guerra de la República de Chile. 1979. Boletín de la Guerra del Pacífico 1879-1881. Santiago: Editorial Andrés Bello.


lunes, 13 de septiembre de 2021

Chile: El enorme desastre de Antuco

Ejército trasandino: La tragedia de Antuco

Extraído de La Guerra que no fue: La crisis del Beagle de 1978 de Alberto N. Manfredi (h)
Visite el blog para más información en este excelente blog.


Entre el 17 y 18 de mayo de 2005, cuarenta y cuatro conscriptos y un sargento del Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles, perecieron durante una marcha de entrenamiento en las laderas del volcán Antuco, en la que se cometieron todo tipo de torpezas, dejando al descubierto el escaso grado de preparación y falta de profesionalidad del ejército chileno.
Los reclutas, hijos de humildes y honestos trabajadores rurales de la región del Bio Bio, fueron obligados a marchar desde un refugio de montaña próximo a la frontera argentina, hasta otro abandonado al pie de la elevación, un recorrido de más de 24 kilómetros a través de un terreno inhóspito, próximo al lago Laja, borrado por cuatro metros de nieve.
Los responsables de la tragedia fueron el coronel Roberto Mercado, jefe del mencionado regimiento, su segundo, el teniente coronel Luis Pineda, el mayor Patricio Cereceda Truán que fue el encargado de llevar al batallón de 473 efectivos hasta el refugio Mariscal Alcácer, en el paraje denominado Los Barros y el resto de la oficialidad, que demostró en todo momento una impericia y falta de conocimientos rayanos en la inconsciencia.

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEinZ4FayFAmdheiCbAYLI2_aAnZUPzL29tAbFu_Wv5vZsJZpLZL316abQhCAaHtghQeMgVoZ05jzVwQf_88Vnhy1FReyk-pxnsLbODW42AUveSIcGDmVicQSQdVBIRInBWxGaJzt2HVCT-T/s1600/1200px-Antuco_Volcano.jpg
Volcán Antuco, el lugar de la tragedia

Desoyendo los alertas meteorológicos tempranos lanzados por la ONEMI (Oficina Nacional de Emergencias del Ministerio del Interior), Cereceda dispuso el envío del batallón completo hacia el abandonado refugio La Cortina, propiedad de la Empresa Nacional de Electricidad Sociedad Anónima (ENDESA), ubicado al pie del volcán. Lo dividió en dos escalones, el primero integrado por las compañías Cazadores y Plana Mayor, en el que servían 22 mujeres y el segundo por las Morteros y Andina, con un número aproximado de 200 soldados en cada una.
La primera sección partió el 17 de mayo por la tarde, cerca de las 15.30, una hora en la que las marchas deben finalizar, nunca comenzar y alcanzaron el objetivo doce horas después, en muy mal estado, tras una jornada plagada de incidencias, en la que los conscriptos sufrieron todo tipo de accidentes y principios de congelamiento.
Durante la noche las condiciones climáticas empeoraron y eso movió a algunos oficiales a plantear a Cereceda la necesidad de mantener a la tropa en el refugio (la mayoría de los soldados se hallaban en carpas tendidas a la intemperie, junto al edificio principal en tanto la oficialidad se mantenía a resguardo en el interior del refugio).
Cereceda no estuvo de acuerdo y cerca de las 05.00 de aquella gélida mañana de otoño, con viento, frío y nieve en abundancia, dispuso la marcha, en primer lugar la compañía de Morteros y una hora después la Andina, la primera al mando del capitán Carlos Olivares, que no tenía experiencia en montaña y la segunda al de su igual en el rango, Claudio Gutiérrez, un oficial calificado como especialista en ese tipo de terreno, con varios cursos en el exterior. La tropa, que se había levantado a las 03.30, apenas desayunó medio tarro de café y un pan duro con mermelada y con esa insuficiente ración inició el desplazamiento, vistiendo ropas no adecuadas para esa época del año.
Un viento feroz, con ráfagas heladas de varios kilómetros y una temperatura inferior a los -10º bajo cero, se abatió sobre la región y con el paso de las horas se presentó una tormenta de nieve que desorientó a los soldados y les hizo perder el rumbo.
La nieve y el viento blanco se tornaron en extremo violentos y los inexpertos reclutas entraron en pánico. Los primeros en caer exhaustos quedaron cubiertos por la nevada y murieron congelados y los que no, intentaron cavar refugios de circunstancia para ponerse a cubierto. A la mayoría no le respondían ni sus manos ni sus piernas. Varios de ellos intentaron socorrer a sus compañeros pero el agotamiento se los impidió. Aun así, hicieron lo imposible y reemprendieron la marcha en busca de salvación. Para peor, a poco de su partida, la Compañía Andina se empapó al intentar cruzar el riacho que corre próximo al refugio Mariscal Alcácer, ocasión en la que su jefe, el capitán Gutiérrez, debió haber ordenado el regreso al edificio en lugar de mandar hacer un absurdo puente de ramas que de nada sirvió. Los soldados cayeron al agua y se mojaron hasta arriba de la cintura y aun así, el improvisado oficial les ordenó seguir adelante.
Aterrados, los pobres conscriptos comenzaron a caer extenuados y a morir sobre la nieve mientras el huracán barría con fuerza la ladera del volcán.
Al ver a uno de sus compañeros muerto sobre la nieve, el soldado Pablo Urrea comenzó a llorar y a perder la calma que había intentado mantener hasta el momento. La imagen de ese cuerpo, congelado, con su guerrera abierta, semicubierto por el hielo, terminó por abatirlo.
Más adelante, el conscripto Ricardo Peña, debió llevar casi a la rastra al exhausto Morales, a quien debía esperar cada vez que este le pedía que se detuviese porque no daba más. “Peña espérame, vas muy rápido” y así sucedió en cuatro o cinco oportunidades.
En el programa especial de Televisión Nacional de Chile, La Marcha Mortal, conducido por el periodista Santiago Pavlovic (un sujeto del que hemos dicho, cubre su ojo izquierdo con un parche), se explica que los primeros en caer fueron los boyeros, “conscriptos vigorosos” que debían apisonar la nieve con las raquetas, para facilitar el paso de quienes venían detrás.



Responsables del desastre: Patricio Cereceda y Roberto Mercado

El soldado Rodrigo Morales, que en un primer momento, aún bajo bandera, habló a favor del ejército, deslindándolo de toda responsabilidad para endilgarle la culpa solo al mayor Cereceda, cambió de actitud cinco años después, desengañado por las mentiras y el abandono al que fueron sometidos los sobrevivientes de la tragedia y los familiares de las víctimas. Decidido a revelar la verdad, despojado de toda obligación con el arma, explicó durante la transmisión del programa especial Réquiem de Chile. Los Soldados de Antuco, ciclo “Sábado de Reportaje”, emitido el 15 de mayo de 2010 por la Corporación de Televisión de la Pontificia Universidad Católica de Chile (Canal 13), que los reclutas debieron ayudar a los boyeros y que para ello, tuvieron necesidad de deshacerse del equipo, o al menos, de buena parte de él.
Morales fue el primero en llegar a La Cortina, después de hacer lo imposible por salvar a su amigo Nacho Henríquez, quien murió congelado prácticamente en sus brazos. Todavía masticaba la indignación e impotencia que había sentido al ver huir a los cabos y sargentos, abandonando a los jóvenes soldados a su suerte. Y esos sentimientos se trastocaron en furia cuando, pasado un tiempo, los vio aparecer solos, sin ningún recluta, desesperados por ponerse a salvo “… más de doce horas caminando con nieve hasta la cintura en algunas partes y con un frío insoportable. Llegó el momento más crítico de la marcha, donde ya Hernández había caído, donde un sinfín de soldados ya no podían caminar más; no daban más y los cabos en un minuto empezaron a arrancarse [huir], se arrancaron [huyeron]. Yo fui el primero en llegar a La Cortina y después de mí, a los diez minutos, llegaron nueve cabos, sin ningún soldado y cada cabo está a cargo de siete soldados10. Quienes la iban de bravos en los cuarteles, dando órdenes a los gritos, aporreando a los reclutas y llamándolos gusanos o maricas, esos que torturaron y vejaron a los conscriptos durante la crisis del Beagle; aquellos que con sus uniformes impecables se jactaban de ser el “ejército vencedor jamás vencido”, mostraron lo que realmente eran cuando una situación se torna compleja y la muerte acecha.
Siempre siguiendo el relato de Morales, las personas que los tenían que estar esperando en La Cortina se hallaban a resguardo en la hostería de la señora Elba, algo más arriba, ajenos al desastre que vivían sus subordinados. “Ahí estaban los tres suboficiales, calentándose y comiendo, mientras mis compañeros morían por el frío y el hambre”11.
Algunos reclutas de la Compañía Andina salvaron sus vidas alojándose en el refugio abandonado de la Universidad de Concepción, un edificio vetusto, a medio camino entre Los Barros y La Cortina, sin ventanas y con parte de sus techos arrancados. Inexplicablemente, quienes los precedían, integrantes de la Compañía Morteros, siguieron caminando hacia su meta y en ese trayecto perecieron otros siete soldados.
El recluta Bustamante llegó agonizando pero murió durante la noche, pese a los intentos que se hicieron por reanimarlo. Los oficiales negarían eso pero el lugareño Patricio Meza, que estuvo con los conscriptos en el refugio para brindarles ayuda, lo confirmaría. “…era un soldadito. La hipotermia se lo llevó”12.
Ni bien llegaron las primeras noticias, los angustiados familiares corrieron hasta el cuartel de Los Ángeles para informarse sobre lo que había ocurrido y conocer la suerte de sus seres queridos. Se encontraron con la novedad de que nadie sabía nada y que todo era desorganización.
Se vivieron escenas desgarradoras en el gimnasio del regimiento cuando, después de una angustiante hora de espera, llegaron las primeras informaciones por boca del general de la III División Rodolfo González, quien se limitó a responder que “tenían un problema de comunicaciones”. Cuando los familiares lo increparon, echándole en cara las desprolijidades que el ejército estaba mostrando y el hecho de que nadie tuviera la más mínima idea de lo que sucedía, el alto oficial, falto de respuestas, se retiró.



Cuarenta y cuatro conscriptos perecieron en la nieve. Salvo el suboficial cocinero los nueve cabos restantes se encontraban a salvo en una hostería de La Cortina, comiendo y calentándose. ¿Con esta gente dice Matthei que iban a pelear hasta con cuchillos? ¿Este es el ejército del que tanto hablan los chilenos?

El día 19, el comandante en jefe del ejército, general Juan Emilio Cheyre, se comunicó con el mayor Cereceda para preguntarle cual era la verdadera situación y cuanta gente había en el refugio pero este no supo contestar. Entonces le exigió una respuesta y cuando aquel le pasó el número, le ordenó que confeccionase una lista con los respectivos nombres.
Era tal el nivel de desesperación de los responsables del ejército que nadie sabía informar quien estaba muerto y quien estaba vivo.
El paso de las horas no hizo más que incrementar el estado de desesperación de los familiares. Por entonces, el gobierno, en la persona del presidente Ricardo Lagos, seguía de cerca el desarrollo de los acontecimientos y solicitaba información minuto a minuto. Cuando se conocieron los nombres de los primeros fallecidos, la consternación llegó a límites insospechados, con escenas de dolor, gritos, llantos e histeria. Hubo desmayos, descompensaciones y gente abrazada llorando desconsolada la muerte de sus hijos y hermanos. Incluso algunos de ellos recurrieron a la violencia intentando golpear al personal militar.
“¡¡Milicos culiaos, mataron a los chicos, los mataron!!”, gritaban los familiares, “¡¡Hijos de p…, que den la cara!!”. “¡¡Asesinos, asesinos!!”. ¡¡¿Quién es ese capitán responsable?!! ¡¡¿Dónde está?!! ¡¡¿Ese asesino donde está; el que mató a mi hijo?!!

Conmueve hasta las lágrimas ver a esa gente sencilla y laboriosa, casi todos pobladores rurales, hombres de campo y de montaña, dignos, honorables, decentes, dispuestos a dar todo por su tierra, pidiendo por sus hijos a aquellos que debían protegerlos en lugar de dejarlos abandonados en medio de la borrasca. Caro le costó a la sociedad chilena que sus fuerzas armadas jugaran a la guerra.
Varios días tardaron los rescatistas en hallar el total de los cuerpos, algunos abrazados entre sí, otros de espaldas, a cuatro metros de profundidad en la nieve, algunos intentando ponerse a cubierto. Habían tardado entre tres y cuatro horas en morir por congelamiento después de recorrer apenas 7 kilómetros en cinco horas. El último en ser hallado fue el del recluta Silverio Amador Avendaño, cuyos restos aparecieron la tarde el 6 de junio de 2005.
Para la justicia militar, el principal responsable del desastre, fue el mayor Patricio Cereceda, quien envió a los jóvenes reclutas a una marcha mortal mientras se quedaba a resguardo en el refugio de Los Barros. Tanto él como sus oficiales habían pasado por alto la instrucción básica de los manuales, en el sentido de que ningún conscripto debía superar los 5 kilómetros de caminata (85 minutos continuados) transportando más de 7 kilos de pertrechos sobre sus espaldas, ello en condiciones atmosféricas normales.
Tal como afirma el soldado Rodrigo Morales, los reclutas ni siquiera conocían la nieve, no tenían instrucción elemental de montaña y no sabían utilizar las raquetas pues apenas conocían un esquí. “Imagínese, llevar unos niños que no estaban preparados para esto”, diría años después13.
Pero además de Cereceda, hubo otras personas procesadas, acusadas de impericia, negligencia, imprudencia e incluso cobardía14, tal el caso del coronel Roberto Mercado, el teniente coronel Luis Pineda, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares, los suboficiales Avelino Tolosa y Carlos Grandón, los dos primeros por incumplimiento de los deberes militares y los restantes por cuasi delito de homicidio, salvo Tolosa a quien se le imputó haber dejado abandonados a cuatro soldados con principio de hipotermia en un refugio de circunstancia.
“La tragedia fue una suma de errores –manifestó la periodista Carolina Urrejola durante el programa especial que transmitió Canal 13 de Santiago en 2010, al producirse un nuevo aniversario de la tragedia- Los conscriptos tenían una preparación insuficiente y una vestimenta inadecuada. Quizás lo que resulte más dramático y que fue informado por el servicio médico legal, es que la mayoría de los fallecidos estaban mal alimentados, por lo que no tuvieron la energía necesaria para esa dura travesía”15.
El mismo ministro de Defensa, Jaime Ravinet, reconoció la falta de pericia y preparación de los oficiales del Ejército, algo que la fuerza intentaría minimizar a toda costa en los días subsiguientes.
La primera pregunta que se hicieron los familiares de las víctimas fue dónde estaban los cabos, los sargentos de las compañías, los suboficiales y los capitanes que debían resguardar a los conscriptos.
El general Cheyre se queda mudo cuando la mencionada periodista le pregunta sobre la actitud de los cabos desertores.
  • Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres.
  • Por supuesto que llama la atención – responde el alto oficial y luego se queda mudo, sin poder decir más16.
Él en persona había presentado a Gutiérrez poco menos que como a un héroe, pero en los días posteriores, el oficial terminaría acusado como responsable de las muertes de al menos catorce reclutas.
Cuando la madre del conscripto Ignacio Henríquez preguntó por qué habían muerto todos soldados y solo un suboficial, un responsable del regimiento le respondió que la causa era que no estaban preparados. “Los llevamos para allá para hacerse hombres” y cuando la madre volvió a insistir: “¿Por qué ustedes andan todos bien equipados y los soldados no?, aquel descarado se quedó callado y no volvió a hablar.
“¿Qué pasó con todos esos instructores? -se pregunta Rita Monares, la hermana del único suboficial muerto – Me hace pensar que ellos optaron por salvarse solos” y refiriéndose al capitán Gutiérrez agrega: “¿Quién es el que tuvo tan poco criterio de que se le moja la gente y no la devuelve?”17.



El general Cheyre se queda de piedra cuando la periodista lo pone en aprietos "Llama la atención que al refugio hayan llegado en primera instancia ocho y nueve cabos dejando atrás a sus hombres". Nada pudo responder

Durante el juicio que se entabló a los responsables de la tragedia, el comandante del batallón hizo referencia a un inesperado problema meteorológico que el servicio nacional desmintió categóricamente, demostrando con documentación fidedigna que se habían dado los alertas con varias horas de anticipación.
Cereceda fue condenado a cinco años y un día de prisión, acusado de cuasidelito de homicidio e incumplimiento de deberes militares; el ex coronel Mercado a tres años de prisión por incumplimiento de deberes militares, lo mismo el teniente coronel Pineda, a quien le impusieron 541 día de arresto. Por su parte, los capitanes Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares fueron condenados a 800 días, en calidad de autores de cuasidelito de homicidio, penas que no conformaron en absoluto a los familiares de las víctimas. Angélica Monares, su vocera, manifestó sentirse “muy desilusionada, envenenada y burlada. El fallo es lo más sucio, indigno y cobarde que podía pasar”.
La Corte Suprema rechazó el delito simple para beneficiar a los acusados. Para los padres no bastó que la responsabilidad recayese en una sola persona, según ellos, el responsable de la tragedia fue todo el ejército.
“Se nos ocultó todo -dice Rita, la hermana del sargento Monares- partimos cero información. Nadie se acercó a nosotros. Nadie se acercó a la familia de un funcionario que llevaba 23 años en esa institución, para decirle lo que estaba pasando. Cuando me hablan de la familia militar ¿de que familia me hablan…?”.
Los sobrevivientes de la tragedia acusan al gobierno y a las fuerzas armadas de su país por abandono y les endilgan la dificultad que padecen para encontrar trabajo; hablan de la negligencia del programa de asistencia con el que se comprometió el primero para garantizar su salud, educación y viviendas y ni ellos ni sus familiares dicen haber recibido la ayuda psiquiatrita prometida. ¡Incluso las banderas con las que se cubrieron los féretros durante las exequias les fueron descontadas!, antecedente que el general Cheyre dijo desconocer.
Cereceda cumplió su sentencia en el Penal de Punta Peuco, donde permaneció recluido negándose a conceder entrevistas. Según el presidente Lagos hubo un antes y un después del desastre de Antuco. A esos muchachos los mandaron a la muerte por una orden absurda
Al conscripto Morales lo que más duele es el abandono del ejército, de ahí que en la demanda presentada en el mes de noviembre de 2012, los sobrevivientes argumentasen que como secuela del trauma vivido sufrían angustia, pánico y malestares físicos que alteraban sus condiciones normales de salud, aclarando que los responsables de estos padecimientos eran el Ejército y el Estado de Chile, debido al incumplimiento del deber de cuidado que tenían sobre ellos y sus compañeros de armas18.
A lo expuesto debemos sumarle las palabras de Tomás Mosciatti, reconocido abogado y filoso periodista de la señal de TV y Radio Bío Bío, célebre por la crudeza de sus testimonios y por trae constantemente a sus compatriotas a la realidad:


Yo quiero recordar lo que sucedió en el año 2005, el 4 de abril de 2005, cuando fallecieron 40 conscriptos y un suboficial en Antuco. Esa barbarie que cometió el Ejército, mandándolos a la nieve, la verdad a la muerte, sin ninguna indumentaria posible para resistir el frío y la nieve. Pero, incluso peor que todo eso, fue la actitud de los oficiales, porque los oficiales se salvaron. El único, único militar de alguna graduación fue un suboficial, un cocinero que se quedó con los muchachos tratando de salvarlos y murió con ellos.

La tragedia abrió los ojos a la sociedad y les mostró las graves falencias de sus fuerzas armadas. Cincuenta soldados abandonaron definitivamente las filas castrenses en el Regimiento Reforzado Nº 17 de Los Ángeles y de ellos, treinta y dos adhirieron a la demanda. El abogado patrocinante de la Corporación de Víctimas, Dr. Guillermo Claverie, argumentó que este hecho “...no sólo provocó la muerte de muchos jóvenes, sino que es causa de la tragedia permanente en los sobrevivientes a quienes cada día los atormenta estos episodios, quedando muchos de ellos con claras y evidentes secuelas físicas, psicológicas y traumas que les ha impedido a estos jóvenes tener el desarrollo normal que corresponde a su corta edad”19. Pero no solo en Antuco quedaron a la vista las miserias y negligencias del ejército chileno.
Apenas una semana antes, el 4 de mayo de 2005, el soldado César Soto Gallardo, de 17 años, tomaba parte en los ejercicios de camuflaje nocturno que realizaba el Batallón Nº 1 de Santiago, cerca del túnel Lo Prado, cuando recibió un disparo en la cabeza que lo mató instantáneamente.


Otros responsables. Desde la izq. Luis Pineda, Claudio Gutiérrez y Carlos Olivares.
Habría que agregarles a los nueve cabos que huyeron abandonando a la tropa pero
no hallamos imágenes de ellos

lunes, 6 de julio de 2020

Guerra del Pacífico: El ejército chileno

Ejército de Chile

Andean Tragedy





El ejército de Chile difería de sus enemigos en una variedad de formas. En el nivel más superficial, las tropas de Santiago se vistieron de manera bastante drástica, al menos en comparación con los anfitriones coloridos vestidos de Bolivia. Algunas de las unidades de la milicia chilena diseñaron algunas insignias que rivalizaban en tono con las de La Paz, pero el Ministerio de Guerra, sin duda ansioso por garantizar la uniformidad, siempre una virtud militar cardinal, rápidamente sofocó tal originalidad. En cambio, las tropas de Santiago, imitando las modas del ejército francés y sus tácticas, marcharon a la batalla vistiendo kepis y chaquetas azules o rojas, pantalones rojos y, a veces, calzas o polainas marrones.

Otra, y ciertamente una distinción más significativa, fue que el ejército de antes de la guerra de Chile estaba compuesto por voluntarios: aquellos que servían como soldados privados o suboficiales se habían alistado, generalmente a cambio de una bonificación. Los hombres alistados no constituían la élite de la nación chilena. De hecho, un escritor extranjero los describió como "la escoria más baja de la sociedad". Por lo tanto, no debería sorprendernos si estos soldados del sol a menudo desertan, llevándose su bonificación y sus nuevos uniformes.

A diferencia de los aliados, los chilenos habían estandarizado las armas del ejército regular. La infantería llevaba rifles Comblain II, y los artilleros usaban carabinas Winchester, mientras que el Regimiento de Cazadores de la caballería un Caballo colgaba las carabinas Spencer de sus monturas. Sin embargo, aumentar el tamaño del ejército obligó a algunas unidades a usar armas pequeñas menos modernas. Los recién creados batallones de Atacama y Concepción usaban rifles Beaumont, algunos de los cuales explotaban cada vez que las tropas los usaban para la práctica de tiro; El Regimiento de Granaderos a Caballo empleó ambos tipos de carabinas más algunos rifles de percusión. Santiago comenzó la guerra con cuatro cañones Gatling, así como cuarenta y cuatro piezas de campo y cañones de montaña, incluidos dieciséis cañones de seis y ocho centímetros comprados en la Casa de Krupp. Desafortunadamente, los artilleros chilenos tenían poca experiencia desplegando estas armas: en dos años habían disparado sus piezas de campo solo una vez. No parece que la infantería tuviera mucha más experiencia usando sus armas pequeñas.

Si bien el ejército activo tenía armamento adecuado, no se podía decir lo mismo de la guardia nacional. La milicia de siete mil hombres, que cayó de dieciocho mil en 1877, tuvo que conformarse con 3.868 pistolas de minie antiguas y "viejos fusiles de chispa franceses, convertidos en armas de percusión, que a través del uso y el largo tiempo en servicio, son ahora se encuentra en mal estado ". Como era de esperar, la artillería del guardia, o unidades de guardia de caballería, también tuvieron que conformarse con equipos obsoletos.

Algunos factores distinguieron al ejército de Pinto del de los Aliados. Gracias a Diego Portales, que había purgado el cuerpo de oficiales del ejército, la nación había logrado evitar algunas de las secuelas más graves del militarismo desenfrenado. Sin embargo, Chile no era inmune a los disturbios internos: en 1851 y 1859 el ejército tuvo que someter las rebeliones. La Moneda a veces recurría a los militares, pero más aún a la guardia nacional, para garantizar el resultado "correcto", no necesariamente honesto, de una elección. Los oficiales que demostraron una falta de entusiasmo por esta tarea o que defendieron vocalmente una ideología política diferente a la de los favoritos del gobierno a veces tuvieron que renunciar a sus comisiones.

En resumen, aunque defectuoso, el sistema chileno, no obstante, difería del de Bolivia, donde la cadena de mando fue suplantada por el amiguismo, donde "los amigos íntimos del comandante se turnan para compartir el mando con él". Estos hechos no significan que algunos oficiales chilenos no recurrieron a sus santos en la corte para influir en las promociones, para organizar una codiciada asignación u obtener protección contra la retribución oficial. De hecho, precisamente porque algunos oficiales sirvieron como burócratas del gobierno o se sentaron en la legislatura como representantes elegidos, su conocimiento de los políticos les dio cierta influencia. Pero los oficiales del ejército chileno también se dieron cuenta de que el congreso no solo autorizó el presupuesto militar sino que también estableció límites en su tamaño, que si el ministro de guerra era un oficial profesional, servía a placer de un presidente civil y una legislatura, y que una ley de promoción requería que los oficiales pasaran un cierto número de años en grado para ascender en la jerarquía del ejército. Compare este requisito con Daza, quien en trece años pasó del rango de coronel privado a teniente coronel.

Además, el cuerpo de oficiales de Chile, a diferencia del de los Aliados, fue educado profesionalmente. Es cierto que algunos de los oficiales más importantes del ejército, como Gens. Justo Arteaga y Manuel Baquedano, recibieron sus comisiones directamente, pero estaban en minoría. La mayoría de los oficiales de Chile ingresaron al ejército solo después de completar un curso de estudio en la Escuela Militar. Fundada por el primer líder nacional de Chile, Bernardo O’Higgins, la escuela a veces parecía más un refugio para delincuentes juveniles que un instituto para aspirantes a oficiales. Un motín cadete, por ejemplo, obligó a las autoridades a cerrar la escuela en 1876, pero reabrió a fines de 1878 con la expectativa de que graduaría su primera clase en cinco años.

Incluso asistir a la Escuela Militar o seminarios de posgrado a nivel de unidad no preparó a los oficiales de Chile para la guerra moderna. Las lecciones de los últimos años de la Guerra Civil Estadounidense y el conflicto franco-prusiano —que los fusiles de fuego rápido y la artillería cargada con nalgas devastaron las formaciones de tropas en masa— no parecieron influir en la infantería de Chile, que continuó utilizando las tácticas descritas en una Edición traducida de un texto militar francés de 1862. Desafortunadamente, como señaló Jay Luvaas, "las regulaciones de infantería de 1862, que se habían descrito como una" reproducción fiel de las regulaciones de 1831 "[variadas] poco espirituales de la Ordenanza de 1791". Así, Chile iría a la guerra en 1879 usando las tácticas de la era napoleónica. Como observó Emilio Sotomayor, “sus soldados deben vigilar y supervisar constantemente a un soldado, especialmente el chileno, por su naturaleza. De lo contrario, como la experiencia práctica nos ha demostrado en muchas ocasiones, el soldado obedece la tendencia a dispersarse y luchar solo ”. Este hábito podría haberse desarrollado como consecuencia de una situación única en Chile: durante décadas, los indios araucanos fueron el principal enemigo de Santiago. Cualesquiera que sean sus deficiencias, el ejército de Chile adquirió más habilidades militares para luchar contra los indios que el ejército boliviano al "promover o sofocar revoluciones o motines". Irónicamente, los soldados de a pie no parecían más atrasados ​​que la caballería de Chile, que todavía seguía algunas regulaciones españolas de principios del siglo XIX. La infantería empleó tácticas inspiradas en las de los españoles para las armas de carga, no técnicas adaptadas al uso de armas modernas. La fuerza de artillería exigía un mayor nivel de educación: en 1874, el general Luis Arteaga escribió un manual para enseñar a los artilleros del ejército cómo dominar su artillería Krupp y sus armas Gatling recién adquiridas.

Solo dos comandantes, Ricardo Santa Cruz de los Zapadores y Domingo Toro Herrera de Chacabuco, absorbieron las lecciones, que luego demostraron durante las maniobras. Sus esfuerzos, aunque no convirtieron a otros comandantes, convencieron a algunos para que adoptaran la maniobra de hacer que sus compañías avanzaran en líneas de escaramuza; Lamentablemente, el resto del ejército, observó un oficial naval estadounidense, no abrazó las nuevas tácticas, dedicando sus esfuerzos a la "precisión mecánica y muy poco a la escaramuza". La lucha de orden abierto no parecía formar parte del sistema de tácticas ".

Además de las brechas en su educación, los oficiales de Chile a menudo carecían de experiencia práctica. Los comandantes más veteranos del ejército no sabían cómo maniobrar unidades grandes. El coronel Marco Arriagada se quejó de que la mayoría de los oficiales no poseían el conocimiento para entrenar a la infantería y la caballería sobre cómo usar sus nuevos rifles. Incluso cuando adquirieron nuevas piezas de campo Krupp, los artilleros de Chile no entendieron su valor porque los habían despedido, pero una vez en los últimos dos años.

En resumen, el ejército de Chile parecía listo para pelear la guerra contra Perú y Bolivia en 1879 usando las mismas tácticas que había empleado cuando había luchado contra los ejércitos de la Confederación Peruano-Boliviana en 1836. Felizmente para la Moneda, el ejército de sus enemigos demostró igualmente arraigado en el pasado: así como los bolivianos todavía recurrieron a las plazas napoleónicas para repeler las cargas de caballería, los peruanos continuaron siguiendo las regulaciones militares de 1821, un poco más modernas, que España, que muchos oficiales reconocieron tristemente, parecían apropiadas solo para una "época distante". "

sábado, 16 de febrero de 2019

Crisis del Beagle: La vida de un soldado chileno

La historia de un soldado chileno en la trinchera


Autor: Pamela Silva | La Tercera






Humberto Lazo fue uno de los muchos soldados chilenos que estuvieron atrincherados por más de un año en la frontera con Argentina esperando una guerra que al final no se concretó.

Humberto Lazo tenía 18 años y llevaba seis meses cumpliendo el servicio militar en La Serena cuando lo trasladaron a, lo que él y sus compañeros pensaban, era un regimiento en Coquimbo. Cuando llegaron a Santiago y los estaban subiendo a un avión, se enteraron que los llevaban a Punta Arenas.

Pero no se quedaron en Punta Arenas, una vez ahí se hicieron parte del Regimiento Caupolicán y los cruzaron a Tierra del Fuego, donde estuvieron atrincherados un año y dos meses esperando por una guerra que nunca ocurrió.

Era 1978 y el Conflicto del Beagle estaba en su momento más intenso. “Nos dijeron que habíamos llegado a un lugar donde Chile tenía problemas con Argentina. Entonces ellos nos fueron preparando por si llegaba a suceder algo”, recuerda Humberto.

Para los hombres de la cuarta región soportar el frío intenso y los fuertes vientos del sur de Chile no fue sencillo, tampoco estar separados de sus familias sin contacto alguno durante todo el tiempo que estuvieron atrincherados. Porque en la base había un teléfono, pero ellos como simples soldados no tenían acceso a él.

Humberto y los otros soldados estaban a sólo 300 metros del enemigo, separados únicamente por un cerco con campos minados hacia ambos lados, sin poder salir de día, viendo siempre lo mismo y a las mismas personas, perdiendo la noción del tiempo. Llegó un momento en que no sabían si era lunes, miércoles o domingo.

Y aunque estaban con orden de disparo ante cualquier movimiento argentino, con la medalla de guerra puesta en el pecho y preparados para empezar la guerra en cualquier momento, Humberto asegura no haber sentido miedo. Nunca.

“Estábamos dispuestos a entregar la vida por el país. Uno chileno tenía que matar tres argentinos, ese era nuestro lema. Ya estábamos preparados porque teníamos cursos de guerrilla, estábamos listos como soldados para enfrentar una guerra”, comenta Humberto, quien a 40 años del conflicto entre ambos países sigue recordando el momento sin temor alguno.

Ricardo Pardo, compañero de regimiento de Humberto, no concuerda totalmente con su amigo. Él sí admite haber sentido miedo, sobre todos los primeros días cuando llegaron a Tierra del Fuego, cuando no sabían qué sucedería con ellos, asustado de lo que podría suceder.

Pero al igual que Humberto, Ricardo concuerda que con el paso de los días ese miedo se fue esfumando, que lo único que quedaba en ellos eran los técnicas de batalla que les enseñaban junto con un intenso orgullo de servir a la patria y un sentir, casi una necesidad, de morir defendiendo Chile.

“Te enseñan que uno tiene el honor de servir igual como sirvieron nuestros grandes héroes, y te dan la oportunidad de hacerlo. Te sientes orgulloso porque esa es la única vez que podrás hacerlo, porque no va a volver a pasar nunca más -Dios lo quiera-”, explica Ricardo.

Después de un año en las trincheras, de informes que los argentinos estaban avanzando y listos para la lucha que se desestimaban en cosa de horas para reportar que no, que estaban retrocediendo, “lo único que esperas es que disparen. Porque esa era la orden, una vez que ellos disparaban nosotros disparamos” explica Ricardo.

A tan solo 300 metros del enemigo lo único que esperaban que ese constante estado de alerta acabara y que la guerra por fin comenzase. Ellos no tenían por qué sentir miedo: Estaban mucho más preparados que los argentinos, tanto psicológicamente como en combate. O al menos, de eso los tenían convencidos.

Convencidos de que tenían que defender a Chile de una guerra que aunque nunca llegó a comenzar realmente, ellos siempre sintieron como real. Porque durante un año estuvieron alertas, pendientes de cada movimiento argentino y preparados para apretar el gatillo.

Y como para el resto de Chile el conflicto con Argentina fue una guerra que nunca empezó de verdad, sino que algo que ‘pudo haber sucedido’, a ellos los soldados de La Serena los dejaron en el olvido.

“Nosotros quedamos como soldados olvidados, como que hicieron que nunca pasó nada, nos soltaron y ahí quedamos nosotros. Nunca nos reconocieron, nunca nos dijeron ‘ustedes fueron los soldados que defendieron en su momento a su patria’, nada”, se lamenta Ricardo.

Para Humberto el sentimiento es el mismo, “dejamos a la familia para ir a responder por el país, pero a nosotros de la cuarta región nunca nos han tomado en cuenta, siempre consideran a los de Chacabuco, Concepción, Temuco, gente de Osorno, nosotros éramos una compañía entera que nunca se nos tomó en cuenta”.

Humberto, Ricardo y el resto de los soldados serenenses que estuvieron atrincherados en Tierra del Fuego formaron una agrupación, se reúnen regularmente y hace poco fueron invitados a celebrar el aniversario del Regimiento Caupolicán al sur, lo que consideran es el único reconocimiento que tendrán como veteranos de la guerra que no fue.

martes, 27 de noviembre de 2018

Guerra del Pacífico: El rol de Chile

Chile: la Prusia de Sudamérica

Weapons and Warfare



Ignacio Carrera Pinto y otros soldados chilenos en Concepción.





Acosado por problemas económicos cada vez más graves, Chile también se vio envuelto en una serie de confrontaciones diplomáticas, una de las cuales, al menos, tuvo repercusiones económicas cruciales. Los primeros portentos de la inminente crisis internacional vinieron del norte, de Bolivia. Dos problemas principales causaron fricción aquí: primero, la delineación de la frontera y, segundo, el estado de los chilenos, principalmente mineros, que vivían en el litoral boliviano. Desde que atravesó el Desierto de Atacama, una de las tierras baldías más secas del mundo, ninguno de los países había parecido excesivamente preocupado por la ubicación exacta de la frontera. El descubrimiento de plata, guano y finalmente nitratos hizo que el Atacama fuera extremadamente valioso. Ambas naciones ahora comenzaron a competir vigorosamente para controlar el desierto que habían descuidado previamente. En 1874, después de una gran cantidad de disputas que casi degeneraron en guerra, la Frontera se fijó en 24 ° S. Para asegurar este acuerdo, Chile abandonó sus reclamos a una parte del desierto de Atacama. A cambio, Bolivia prometió no aumentar los impuestos a la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, la compañía chilena de nitrato que ahora opera en Atacama.

Bolivia no era el único enemigo potencial de Chile. Durante la década de 1870, el gobierno argentino, después de domar sus caudillos provinciales ingobernables, lanzó campañas para "pacificar" a su población indígena. Este empuje hacia el interior llevó a los argentinos a un contacto incómodo con Chile, ya que los chilenos se habían filtrado hacia las zonas silvestres en gran parte despobladas de la Patagonia y, por supuesto, habían estado en el Estrecho de Magallanes desde 1843. Argentina exigió que Chile reconociera su soberanía sobre Ambas áreas. La opinión chilena, en su mayor parte, parecía dispuesta a ceder la Patagonia, pero perder el control del Estrecho expondría al país al riesgo de un ataque naval argentino y le negaría el acceso al Atlántico. La prensa instó al gobierno a rechazar los reclamos argentinos.

El presidente Anibal Pinto seleccionó al historiador Diego Barros Arana para negociar un acuerdo. La elección resultó desafortunada. Barros Arana violó sus instrucciones, aceptando ceder la Patagonia y otorgar a Argentina el control parcial del Estrecho. La generosidad de Barros Arana provocó disturbios en Santiago. La guerra pareció inminente de repente, pero Pinto aceptó una fórmula propuesta por el cónsul general argentino (otorgado poderes plenipotenciarios por Buenos Aires), y en diciembre de 1878 los dos países firmaron el tratado "Fierro Sarratea": esto pospuso la cuestión de la soberanía para futuras discusiones. , pero permitió el control conjunto argentino-chileno del estrecho. Aunque Pinto logró así evitar una guerra, su manejo de la crisis argentina dañó su ya inestable reputación. La oposición se apoderó de la cuestión de los límites, describiendo al presidente como un debilucho craven que se había rendido a Buenos Aires.

Los problemas de Pinto pronto se vieron agravados por un resurgimiento de la fricción con Bolivia. En diciembre de 1878, el dictador boliviano Hilarión Daza, un sargento apenas alfabetizado que se había lanzado a la presidencia, aumentó los impuestos sobre la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta. Esto violaba claramente el acuerdo de 1874, pero Daza esperaba que Chile "golpeara su bandera como lo hizo con Argentina". Si Moneda se resistiera, podría invocar un tratado secreto firmado en febrero de 1873, en el que Perú había prometido ayudar a Bolivia. En caso de guerra con chile. Daza concluyó que la combinación de la flota no insustancial de Perú, junto con los ejércitos aliados, traería una victoria fácil.

Pinto tenía poco espacio para negociar. Los tenedores de acciones de Campania de Salitres habían sobornado a varios periódicos, que exigían con agudeza que el gobierno hiciera cumplir sus obligaciones de tratado. Los políticos de la oposición, que utilizaron la disputa fronteriza con Bolivia como un problema durante la campaña electoral del Congreso de 1879, advirtieron a Pinto y sus seguidores liberales que no se rindieran al dictador boliviano. Tanto los políticos inescrupulosos como la prensa jingoísta organizaron manifestaciones en Santiago y Valparaíso para vigorizar el ambiente nacional. Estas tácticas tuvieron su efecto. Inflamado por la "sangre patriótica", el público, que ya había demostrado una clara voluntad de luchar durante la crisis argentina, amplificó las demandas de los "halcones". Observando a una mafia patriótica marchando frente a su casa, Antonio Varas, luego ministrando brevemente del Interior, le dijo al presidente que a menos que se moviera en contra de Bolivia "[la gente] nos matará a usted y a mí".

En febrero de 1879, motivado por la ira o el miedo, Pinto ordenó al Ejército apoderarse de Antofagasta y del territorio cedido a Bolivia en virtud del tratado de 1874. Pinto se habría contentado con detenerse en Antofagasta, pero no pudo. La prensa y la oposición exigieron igualmente que ordenara al Ejército al norte de la antigua frontera para proteger las posiciones chilenas. Pinto se negó, tal vez creyendo que Daza aceptaría un retorno al status quo ante. Pero Daza no lo hizo: dos semanas después de la ocupación chilena de Antofagasta, Bolivia declaró la guerra.

Pinto, como la mayoría de los otros políticos chilenos, había sabido durante años acerca de la "secreta" alianza peruano-boliviana. Esperaba, sin embargo, que Lima pudiera ser persuadida a permanecer al margen del conflicto. Por un tiempo, tal resultado incluso parecía probable: el presidente de Perú, Manuel Prado, se ofreció a mediar. Al mismo tiempo, sin embargo, los peruanos mostraron signos evidentes de preparar su armada y su ejército, acciones que no se perdieron en la prensa chilena, lo que exigió que Pinto se moviera contra Lima antes de que fuera demasiado tarde. El presidente trabajó arduamente para evitar un conflicto, incluso ofreciéndole concesiones económicas al Perú a cambio de su neutralidad. Estaba abrumado por la fuerza de la opinión pública y finalmente exigió que Perú declarara abiertamente si planeaba cumplir con el tratado de 1873. Cuando llegó la respuesta, afirmativamente, en abril de 1879, Chile declaró la guerra tanto a Bolivia como a Perú.

Pinto tenía buenas razones para dudar antes de involucrar a Chile en una guerra con sus vecinos del norte. Años de recorte de presupuesto habían privado al Ejército de una quinta parte de sus hombres; la armada había dado de baja buques de guerra; la reserva territorial, la Guardia Nacional, había reducido su tamaño en más de dos tercios. Los chilenos ahora se enfrentan a dos enemigos cuyas fuerzas armadas combinadas los superan en número de dos a uno. Equipado con armas anticuadas (que representaban un peligro más grave para el usuario que el posible objetivo), que carecía de cuerpo médico y de suministros, ahora se pedía al Ejército que luchara una guerra lejos del corazón del país y sin líneas decentes de comunicación. Para que Chile triunfara, el control del mar era esencial: solo esto permitiría al Ejército atacar al enemigo en su tierra natal. Sin ello, Chile estuvo expuesto a la invasión, el bloqueo o (como lo había demostrado España en 1866) el bombardeo. La armada peruana (Bolivia no tenía una) poseía dos guardias de hierro, así como buques de apoyo; la flota chilena también incluía dos guardias de hierro, pero estos, como la mayoría de los otros barcos de la Armada, estaban en malas condiciones. La perspectiva inmediata no parecía prometedora. Con la esperanza de ganar la supremacía marítima que tanto necesitaba, Pinto solicitó al comandante de la Armada, el almirante Juan Williams Rebolledo, que atacara a la flota enemiga en Callao, su base fortificada. Williams se negó. En cambio, bloqueó Iquique, el puerto a través del cual Perú exportaba nitratos (su principal fuente de ingresos), en la creencia de que el presidente peruano tendría que ordenar su flota al sur o enfrentar una ruina financiera. Así, el escuadrón chileno se detuvo frente al puerto de Iquique, esperando el ataque peruano. La opinión pública, que pronto se cansó del juego de espera pasivo de Williams, exigió que atacara al enemigo. Ansioso por aumentar su popularidad (Williams planeaba capitalizar su comando para postularse a la presidencia en 1881), el almirante finalmente decidió atacar a los acorazados peruanos, al Huascar y a la Independencia, ya que estaban anclados en el Callao. Sin informar a la Moneda, navegó hacia el norte, dejando dos barcos de madera, la Esmeralda y la Covadonga, para mantener el bloqueo de Iquique.
La expedición de Williams fue un fracaso: los barcos peruanos ya se habían ido cuando llegó el escuadrón chileno. (La evidencia indica que Williams eligió atacar el Callao sabiendo muy bien que los acorazados ya habían zarpado). Cuando el almirante finalmente regresó a Iquique, supo que la flota peruana había aprovechado su ausencia para romper el bloqueo. No solo el almirante peruano, Miguel Grau, reforzó con éxito a Iquique, sino que también hundió a la Esmeralda en la primera batalla naval memorable de la guerra (21 de mayo de 1879). La batalla de Iquique proporcionó a Chile el héroe supremo de la guerra, el capitán Arturo Prat, cuya muerte en un intento desesperado de abordar el Huascar le dio al país un símbolo impecable de sacrificio y deber patrióticos. El único punto brillante en este desastre fue que durante una persecución en alta mar de Covadonga, el capitán de la Independencia encalló su barco, por lo que casi reduce a la mitad la fuerza naval efectiva de Perú.

En lugar de aprovechar esta ventaja no ganada, Williams se enfurruñó en su cabina, cuidando de un ego magullado y una enfermedad imaginaria. A estas alturas, el gobierno deseaba destituirlo desesperadamente, pero los aliados del almirante en el partido conservador aislaron con éxito a su potencial candidato futuro de represalias. Durante el invierno de 1879, mientras tanto, Chile continuó sufriendo reveses navales: en julio, los peruanos capturaron un transporte de tropas totalmente cargado, el Rimac, un evento que provocó disturbios masivos en Santiago; El almirante Grau aterrorizó con éxito los puertos del norte, mientras que otro buque de guerra peruano, la Unión, amenazó las líneas de suministro chilenas a través del Estrecho de Magallanes. Finalmente, en agosto de 1879, y nuevamente sin informar al gobierno, Williams rompió el bloqueo de Iquique. Esta vez ni siquiera los defensores más ardientes de Williams podrían protegerlo. Fue reemplazado por el almirante Galvarino Riveros, quien de inmediato se puso a reacondicionar sus barcos. En octubre, la flota chilena atrapó a Grau en Punta Angamos. Después de un brutal intercambio de fuego (en el que Grau pereció), los chilenos capturaron al Huascar. Más tarde fue trasladado a la base naval en Talcahuano, donde todavía está en exhibición.

Chile era ahora el maestro de las vías marítimas. El camino hacia el norte estaba abierto. Pero si la Marina estaba lista, el Ejército no lo estaba. Su comandante de 74 años, el general Justo Arteaga, no poseía los recursos físicos ni mentales para montar una expedición al Perú. Al igual que Williams, Arteaga también disfrutaba de la protección de los aliados políticos y, por lo tanto, parecía estar más allá de las represalias. En un raro momento de lucidez, afortunadamente, renunció antes de que pudiera hacer demasiado daño. Su sucesor, Erasmo Escala, demostró ser ligeramente más efectivo. Católico ferviente (a menudo ordenaba a sus tropas asistir a ceremonias religiosas) con estrechos vínculos con el Partido Conservador, el nuevo comandante parecía incapaz de trabajar con cualquiera que desafiara su autoridad o cuestionara su juicio. Pero por razones políticas, Pinto no podía permitirse reemplazarlo. En cambio, ordenó a Rafael Sotomayor y José Francisco Vergara, ambos políticos civiles (el primero nacional, el segundo radical), que asistieran (y, por implicación, supervisaran) a Escala, especialmente brindando apoyo logístico.

En noviembre de 1879, las tropas de Escala desembarcaron en Pisagua, en la provincia peruana de Tarapacá. El asalto, aunque fue exitoso, no estuvo exento de fallas: un error de navegación puso a la flota fuera de curso, y el oficial a cargo de la invasión arruinó el aterrizaje. Pero los chilenos emergieron como parangones de virtud militar en comparación con sus oponentes. Los aliados habían planeado un contraataque en el que se pedía a Daza que atacara desde el norte, mientras que el general peruano Juan Buendfa atacaría desde el sur, aplastando así la expedición chilena entre los ejércitos aliados. El plan falló mal. Daza, cuya incompetencia (ya ampliamente mostrada) diezmó sus unidades mientras marchaban desde La Paz a la costa, simplemente desertó. En lugar de avanzar por el desierto hacia el sur (sin duda difícil), el dictador boliviano ordenó a sus hombres que retrocedieran sobre su base en Arica. Buendia, inconsciente de la deserción de Daza, continuó conduciendo hacia el norte esperando encontrarse con los bolivianos. Los chilenos, por supuesto, no sabían nada de estos acontecimientos. Escala permaneció cerca de la costa, vigilando atentamente el norte, asumiendo que se produciría un ataque desde ese lugar. Ansioso por asegurar un suministro confiable de agua para la expedición, Rafael Sotomayor le ordenó a su colega Vergara (que ahora se desempeña como oficial activo) capturar el oasis de Dolores. Vergara había cumplido esta misión cuando una de sus patrullas, reconociendo el área, se encontró con la guardia avanzada del ejército de Buendia.

Aunque desagradablemente sorprendido, el comandante chileno, Coronel Emilio Sotomayor, logró colocar a sus hombres en una colina conveniente, el Cerro San Francisco, antes de que el enemigo atacara. Un uso hábil de la artillería, así como la pura fortaleza, dio a los chilenos la batalla (19 de noviembre de 1879). Los soldados bolivianos, abatidos y sedientos, se fueron al altiplano. Los peruanos se retiraron de manera más ordenada al pueblo de Tarapacá. En lugar de perseguir a sus agotados oponentes, Escala ordenó a sus hombres que asistieran a una misa de acción de gracias. Habiendo cumplido con sus obligaciones religiosas, los chilenos finalmente atacaron, y una fuerza bajo Vergara avanzó sobre Tarapaca. Esta vez, fueron los peruanos quienes derrotaron a los chilenos, causando graves víctimas (incluyendo más de 500 muertos) en una batalla singularmente sangrienta (27 de noviembre). A pesar de esta victoria, Perú ahora abandonó la provincia de Tarapacá, permitiendo a los chilenos ocupar Iquique y su interior rico en nitratos.

El éxito en la campaña de Tarapacá no impidió las disputas en el campo de los vencedores. Escala, por su parte, había caído bajo el hechizo de un grupo de asesores conservadores, quienes le aseguraron que podía convertir sus triunfos militares en una candidatura presidencial. Con frecuencia se peleaba con Sotomayor (que ejercía cada vez más el mando militar) y con cualquiera que dudara de su genio militar. En marzo de 1880, al parecer para impresionar su importancia en el gobierno, Escala amenazó con renunciar. Para gran sorpresa del general, Pinto llamó a su farol y aceptó la renuncia.

Bajo un nuevo comandante, el general Manuel Baquedano, Chile, lanzó su tercera campaña en el norte en febrero de 188o, aterrizando una expedición en Ilo con el objetivo de capturar la provincia de Tacna. Sin ningún contraataque peruano a la vista, y recordando la ineptitud de Escala, Pinto ordenó a regañadientes que Baquedano se mudara al interior. Baquedano tuvo que superar problemas de suministro desesperados, pero capturó rápidamente a Moquegua y derrotó a los peruanos en la batalla de Los Ángeles (22 de marzo). A pesar de su éxito, la apertura de la campaña careció de un poco de brillo: durante un ataque sorpresa, una unidad se perdió y tuvo que pedir direcciones a la gente del lugar.



Ansioso por capturar a Arica, el puerto de Tacna y un punto estratégico vital, Baquedano marchó a sus hombres por tierra, un viaje que cobró muchas vidas. Después de aproximadamente un mes, los chilenos llegaron a Campo de la Alianza, una posición fortificada peruana en las afueras de Tacna. Aunque Vergara (Sotomayor había muerto recientemente de repente) instó a Baquedano a rebasar el punto fuerte, el general insistió en un ataque frontal. Los soldados de Baquedano triunfaron (26 de mayo), pero a un costo muy alto: tres de cada diez soldados chilenos murieron (casi 500) o resultaron heridos (alrededor de 1,600). A pesar de estas grandes bajas, el ejército se trasladó a Arica y capturó su Morro, fuertemente fortificado, la roca de Gibraltar que se alzaba (mientras aún se cierne) sobre el puerto, en uno de los asaltos más rápidos y heroicos de la guerra (julio de 2009). 6). De principio a fin, se necesitaron cincuenta y cinco minutos, alrededor de 120 chilenos murieron en el ataque.

La victoria en la campaña de Tacna no causó deleite en Chile. El público, al enterarse del costo en sangre de las tácticas de martillo de Baquedano, se indignó. De hecho, un periodista estaba tan horrorizado que sugirió que Santiago celebrara "una danza de la muerte" en lugar de un balón de victoria para celebrar el triunfo en Tacna. 6 La ira pública se vio exacerbada por las noticias de que los peruanos habían hundido dos barcos más, el Loa y Covadonga (julio-septiembre de 18o). Las demandas de un asalto a Lima ahora se volvieron irresistibles. Cumplir con estas exigencias resultó difícil. La mayoría de los suministros del Ejército estaban agotados: los civiles como Vergara tenían que esforzarse mucho para encontrar hombres y equipos, y los medios para transportar una expedición a la nueva zona de batalla. Gracias a los prodigiosos esfuerzos, las tropas de Baquedano estaban preparadas para enero de 1881 para atacar la capital peruana. Al igual que durante la campaña de Tacna, Vergara sugirió que Baquedano intentara sobrepasar las defensas peruanas para minimizar las bajas, mientras que permite que Baquedano capture la ciudad. El general, aparentemente un discípulo de la escuela vital de tácticas militares, rechazó este consejo. Como señaló un admirador posteriormente, solo un ataque frontal permitiría a los chilenos demostrar su virilidad.

El 13 de enero de 1881, las tropas de Baquedano demostraron debidamente su virilidad al romper las posiciones peruanas en Chorrillos. Mientras algunos de los vencedores barrían los focos de resistencia, otros se divertían saqueando la localidad y aterrorizando a sus habitantes. Dos días después, los chilenos atacaron y abrumaron las defensas peruanas en Miraflores en una segunda batalla sangrienta. (Las bajas chilenas por estas dos batallas incluyeron al menos 1,300 muertos y más de 4,000 heridos; las pérdidas peruanas fueron mayores). Por la noche, el gobierno peruano había huido y las primeras unidades chilenas (una compuesta por policías de Santiago) ingresaron a Lima. Por tercera vez en sesenta años, la antigua capital virreinal se encontraba a los pies de un ejército chileno.

La caída de Lima no acabó con la guerra. Chile exigió la cesión de Tarapaca, Arica y Tacna como reparaciones de guerra y como amortiguador para Chile en caso de que Perú decidiera organizar una revancha. Nicolás Pierola, quien había reemplazado al presidente Prado en 1879 y que ahora trasladó su gobierno a las montañas, se negó a ceder una pulgada. Al igual que Juárez en México, prometió librar una guerra de desgaste para expulsar al ejército de ocupación. Los chilenos podrían despedir a Pierola como un tonto grandilocuente, pero sin embargo se encontraban en una posición incómoda. Apenas podían retirarse de Perú sin un tratado de paz. Pero tampoco podrían asegurar un tratado de paz sin convencer o coaccionar a un gobierno peruano para que acepte sus demandas. Francisco García Calderón, el infortunado abogado que se convirtió en presidente del Perú controlado por los chilenos en febrero de 1881, se mostró tan firme como Pierola (aún al frente de su gobierno) en su negativa a contemplar concesiones territoriales.
Mientras el gobierno chileno intentaba forzar un acuerdo, la resistencia peruana se endureció. Ahora aparecían bandas de irregulares, montoneros; Bajo el liderazgo de oficiales experimentados como Andrés Cáceres, hostigaron y atacaron al ejército de ocupación. Una expedición punitiva fue enviada al interior peruano con la esperanza de aplastar a estos guerrilleros. Cada vez más, muchos chilenos empezaron a temer que su gran victoria militar estaba destinada a resultar pírrica.

Un factor de complicación en este punto fue el papel de los Estados Unidos, que anteriormente (octubre de 1880) intentó mediar entre los beligerantes. "El Secretario de Estado de los EE. UU., James G. Blaine, deseaba utilizar la Guerra del Pacífico para endurecer la guerra. lo que vio como el imperialismo británico mientras extendía lo que algunos podrían llamar la variedad estadounidense. Blaine decidió que podía lograr mejor estos objetivos alentando la negativa de García Calder a ceder territorio. El gobierno chileno finalmente se cansó de este juego y encarceló a García Calderón, una acción que enfureció a Blaine. Por un corto tiempo, incluso parecía posible que Estados Unidos y Chile pudieran ir a la guerra. La crisis se terminó con el asesinato del presidente James A. Garfield (septiembre de 1881). El nuevo presidente, Chester A. Arthur, reemplazó a Blaine con Frederick Frelinghuysen, quien rápidamente abandonó la truculenta política exterior de su antecesor. De aquí en adelante, Estados Unidos no se opondría a las demandas chilenas de territorio.

Pero si la situación diplomática mejoró, la situación militar de Chile no. A principios de 1882, el gobierno envió otra expedición al altiplano peruano. A la deriva en un ambiente hostil, separado de sus suministros y constantemente atacado por bandas guerrilleras, el ejército chileno no logró pacificar el interior. Después de meses de infructuosas andanzas en las montañas, se ordenó a las tropas que se retiraran a la costa. Cuando se retiraron, Cáceres dio su golpe más devastador. En la batalla de La Concepción (9 de julio de 1882) los peruanos aniquilaron a un destacamento chileno de setenta y siete, no solo matando a los soldados sino también mutilando sus restos.

El desastre en La Concepción llevó al público chileno el hecho de que sus soldados todavía estaban en una guerra sangrienta. A medida que aumentaban las víctimas, cuando los hombres sucumbían a la bala del francotirador o a la enfermedad, la prensa cuestionaba por qué los jóvenes chilenos tenían que morir "en lugares ... que podrían haberse quedado solos sin comprometer la causa de Chile". ¿Estaba la nación desperdiciando su sangre y su tesoro en una guerra que amenazaba con convertirse en el "cáncer de nuestra prosperidad"? Como concluyó un periódico provincial: "La cosa es hacer la paz, esté bien hecha o no".

Varios prominentes peruanos también se habían cansado de la guerra. Uno de ellos, Miguel Iglesias, quien estableció su propio nuevo gobierno (con apoyo chileno) en Cajamarca, varios peruanos prominentes también se habían cansado de la guerra. Uno de ellos, Miguel Iglesias, quien estableció su propio nuevo gobierno (con apoyo chileno) en Cajamarca, parecía dispuesto a negociar. Mientras estaba dispuesto a renunciar a Tarapacá, se mostró reacio a ceder a Tacna. El gobierno de Santiago, ansioso por sacar a la nación de la maraña diplomática, ahora estaba dispuesto a hacer concesiones. Se mantuvo fiel a su demanda de Tarapacá, pero propuso ocupar Tacna y Arica durante diez años, tras lo cual un plebiscito determinaría la propiedad final del territorio. Aunque Iglesias aceptó estos términos, Cáceres no lo hizo, y aún estaba en libertad. Otra expedición chilena marchó hacia el interior, decidida a cazarle. Después de meses de maniobras peligrosas, los chilenos finalmente lo derrotaron en la batalla de Huamachucho (20 de julio de 1883). Con Cáceres así sometido, Iglesias firmó debidamente un tratado de paz en Ancón el 20 de octubre. Nueve días más tarde, las tropas chilenas ocuparon el último bolsillo de la resistencia montonera, la hermosa ciudad de Arequipa.
Bolivia seguía siendo formalmente beligerante, aunque no había tomado parte en la guerra desde la campaña de Tarapacá. El Tratado de Ancón, sin embargo, persuadió incluso a los bolivianos más truculentos a buscar la paz. Aunque vencido, el país logró obtener términos generosos: la "tregua indefinida" firmada en abril de 1884 le otorgó a Chile solo el derecho a la ocupación temporal del litoral boliviano. El armisticio con Bolivia marcó el final de la Guerra del Pacífico, casi exactamente cinco años después de haber comenzado.

La captura chilena de Lima en enero de 1881, debemos señalar aquí, proporcionó un dividendo diplomático incidental. Con Perú fuera de la guerra, Argentina no podía permitirse presionar sus reclamos sobre el Estrecho de Magallanes. En julio de 1881, Chile y Argentina firmaron un tratado que confirmó tanto la soberanía argentina sobre la Patagonia como el control chileno del Estrecho. Además, ambas naciones acordaron desmilitarizar la vía fluvial, mientras que Argentina se comprometió a no bloquear la entrada del Atlántico en el Estrecho.

Los apologistas de los aliados derrotados han descrito tradicionalmente a Chile como la Prusia del Pacífico, una tierra depredadora que busca cualquier excusa para ir a la guerra con sus desventurados vecinos. El sentido común solo indica lo contrario. Las fuerzas armadas de Chile en 1879 eran pequeñas y estaban mal equipadas. Además, demasiados oficiales debían sus altos rangos a las conexiones políticas más que a la competencia técnica. La incompetencia de hombres como Williams y Escala forzó al gobierno a involucrarse en la conducción de la guerra y a proporcionar el apoyo logístico. Algunos soldados profesionales se resintieron por esta intrusión y pidieron a sus aliados políticos que los protegieran de los intentos del gobierno de dirigir la guerra. Esta intervención política, al aislar a oficiales ineficientes, casi seguramente prolongó la guerra.

Las relaciones entre los militares y la sociedad civil a menudo resultaron ásperas. Los oficiales se resintieron con instituciones como la libertad de prensa, particularmente cuando se usaba para describir la conducta de los militares en un lenguaje poco halagüeño. En San Felipe, por ejemplo, los subalternos picados destruyeron la oficina de un periódico en represalia por un editorial crítico. Baquedano tenía periodistas encarcelados por mermar sus habilidades. Un incidente más grave ocurrió en 1882, cuando el almirante Patricio Lynch, entonces gobernador militar de Lima, afirmó (en efecto) que estaba por encima de la ley cuando arbitrariamente restringió los derechos civiles de un coronel chileno. No impresionado por los argumentos de Lynch, la Corte Suprema de Chile lo rechazó.

La Guerra del Pacífico obligó al Ejército a entrar en la vida de los civiles en una medida nunca antes vista. Cuando la primera oleada de alistamientos patrióticos disminuyó, las fuerzas armadas recurrieron a la impresión. Aunque esto era claramente ilegal, los funcionarios públicos toleraron (y en algunos casos incluso alentaron) tales actividades, siempre y cuando los reclutadores se limitaran a bombardear el pueblo borracho, el pequeño criminal o el vagabundo. Eventualmente, sin embargo, los militares comenzaron a apoderarse de campesinos, artesanos y mineros respetables. "Es un curioso ejemplo de la igualdad democrática y la libertad republicana", señaló un periodista, "para obligar a Juan, que no posee un centavo, a luchar en defensa de la propiedad de Pedro, mientras que este último se niega a levantar un brazo, porque él es no tan pobre como sus conciudadanos ”.“ Una gran parte de la población masculina del país vivía con miedo: los agricultores se negaban a llevar productos al mercado; Quemadores de carbón se quedaron en casa; Los jóvenes, los enfermos y hasta los ancianos, todos se convirtieron en objetivos. En un caso, la aparición de reclutadores hizo que un grupo de inquilinos saltara a un río para evitar la captura. Tampoco se trataba únicamente de un fenómeno rural. Un diputado informó haber visto soldados armados perseguir a un hombre por una calle de Santiago, golpearlo en el suelo y luego marchar a su captura. Tampoco se trataba únicamente de un fenómeno rural. Un diputado informó haber visto soldados armados perseguir a un hombre por una calle de Santiago, golpearlo contra el suelo y luego llevarlo bajo el azote al cuartel local.
Si algunos chilenos protestaron contra estas actividades, otros no lo hicieron, especialmente aquellos que no tenían que servir. De hecho, un diputado particularmente patriótico se ofreció a enviar a todos sus inquilinos a la guerra. Ocasionalmente hacendados objetaban. No se opusieron a la conscripción; simplemente no querían que se les interrumpiera el suministro de mano de obra. En un caso, los terratenientes locales decidieron entre ellos quién debía permanecer y quién debía servir. El periódico local los felicitó por su juicio, observando que tales acciones protegían las libertades civiles de todos.

Una vez reclutado, un soldado tenía que aceptar una disciplina severa y soportar condiciones miserables. Oficiales y suboficiales repartieron pestañas más generosamente que comida. Las raciones en sí mismas eran monótonamente sombrías: pegajosidad, carne de res brusca, cebollas. El sistema de suministro del ejército a menudo se rompió, obligando a los soldados a complementar sus raciones de su propio bolsillo. No solo los salarios de los soldados eran bajos, sino que a menudo los hombres no recibían su pago porque el departamento de pagos funcionaba de manera espasmódica en el mejor de los casos, y a menudo tenían que escribir a casa para pedir dinero. La vida en la guarnición ofreció solo un poco más de comodidad que en el campo: aisladas en ciudades provinciales, las tropas fueron presa fácil de los codiciosos comerciantes que regaron su licor y los estafaron a cada paso.

El soldado chileno sufrió casi tanto a manos de su gobierno como el enemigo. Dado que el Ejército había economizado aboliendo sus cuerpos médicos, los militares no tenían ni el personal ni las instalaciones para atender a los heridos o enfermos. Si bien los civiles podían suplir la necesidad del Ejército de cirujanos y equipo, no podían compensar la incompetencia médica y la falta de previsión del ejército. El general Escala descuidó tomar ambulancias cuando atacó Pisagua. En lugar de ser atendidos en hospitales de campaña, los heridos a menudo eran enviados de regreso a Chile, a veces sobre cubierta en cargueros. Como resultado, muchos soldados llegaron a casa muertos o con heridas gangrenadas. Los soldados heridos a veces tenían que ir a los hospitales mientras los prisioneros enemigos hacían el mismo viaje en autocar. Hasta que las protestas detuvieron la práctica, los funcionarios del gobierno insistieron en que los heridos de guerra pagaran por su propia atención médica; los militares también dejaron de pagar el salario de un soldado o los derechos familiares mientras estaba hospitalizado. Si los heridos de guerra merecían un tratamiento tan arrogante, los muertos en la guerra recibían aproximadamente la misma veneración que la concedida a un leproso medieval. Si bien es cierto que los restos de los héroes más conspicuos fueron depositados en tumbas ornamentadas, los menos célebres fueron arrojados desnudos en tumbas con prisas indecentes. Este estado de cosas se volvió tan deshonroso que una sociedad de trabajadores de Valparaíso comenzó a enviar delegados para acompañar a cada cadáver a su lugar de descanso final.

Los mutilados, y las familias de los muertos en la guerra, tuvieron un mejor desempeño que los muertos. Los herederos de los oficiales recibieron alguna protección, pero inicialmente el gobierno no hizo provisiones para pagar las pensiones a las familias de los hombres alistados. No fue hasta que las bajas comenzaron a acumularse, a fines de 1879, que el Congreso abordó el problema con retraso. Sus decisiones fueron claramente una porquería. La madre de un soldado muerto en batalla, por ejemplo, recibió 3 pesos por mes. Peor aún, la legislación de pensiones excluía a los sobrevivientes de hombres que murieron por causas naturales o por accidentes. Dado que más soldados sucumbieron al bacilo en lugar de a la bala, el Congreso difícilmente podría ser criticado por ser grosero con el dinero de los contribuyentes. No es de extrañar que el patriotismo fuera un lujo en el que pocos chilenos pudieran darse el lujo de disfrutar y que aquellos que lo hicieron despiadadamente rechazaron sus recompensas, en la frase tradicional, como el pago de Chile, "la recompensa de Chile".