Los ocho días en los que Japón quiso que la Segunda Guerra Mundial no terminara: el plan rebelde y la rendición grabada en una cinta
El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, su población diezmada y sus edificios destruidos, Japón se negó a la rendición. Tardaría ocho días en aceptarla y 27 en firmarla. La historia de un proceso dramático, que incluyó la orden de un emperador no acatada, un intento de golpe de Estado y 700 bombarderos para sellar la pazPor Alberto Amato || Infobae
Pudo ser un desastre todavía mayor. Una hecatombe incalculable en vidas humanas que pudo terminar con la destrucción de Japón y de sus principales ciudades. Si no sucedió, fue por el temple de unos pocos líderes militares japoneses, por la firmeza del emperador Hirohito que mantuvo su decisión irremediable de rendirse a los aliados, decisión que definió con una frase inolvidable que rebosaba orgullo herido: “Ha llegado la hora de aceptar lo inaceptable”. Y si la devastación no fue mayor, también lo fue por cierta determinación de las fuerzas armadas de Estados Unidos, decididas a destruir al enemigo, convencidas de que la prolongación de la guerra costaría la vida de al menos un millón de sus hombres embarcados en el tramo final de la Segunda Guerra Mundial.
El 6 de agosto de 1945, con Hiroshima sepultada en el horror atómico, con su población diezmada y sus edificios destruidos, con la evidencia de una nueva arma, poderosa, inabarcable, desconocida y temida que causaba una devastación jamás imaginada, Japón se negó a la rendición. Lo haría por fin el 14 de agosto. Pero en esos ocho días dramáticos, los señores de la guerra japoneses pensaron en apartar al emperador, trasladarlo a un lugar remoto y seguro, derrocar al gobierno que impulsaba la paz, que era la rendición, y preparar una monumental batalla final entre lo que quedaba del ejército imperial y las tropas de Estados Unidos, forzadas a invadir la isla.
Por su parte, Estados Unidos estuvo dispuesto a enfrentar la intransigencia japonesa, su negativa a aceptar las condiciones de paz impuestas por Harry Truman, Winston Churchill y José Stalin en Potsdam, territorio de la Alemania vencida, con un fenomenal despliegue de mil bombarderos B-29 que serían enviados para destruir Tokio y lo que quedara en camino. No ocurrió por milagro. Incluso con la rendición ya aceptada y pactada, a firmarse el 2 de septiembre en el acorazado “Missouri” anclado en la bahía de Tokio, con las más altas autoridades americanas y británicas a bordo, entre ellas el general Douglas MacArhtur, jefe del ejército del Pacífico, y el almirante Chester Nimitz comandante de las fuerzas navales, los japoneses planearon un ataque suicida destinado a hundir al “Missouri” y todos sus ocupantes.
La que sigue es la historia no muy conocida de aquellos ocho días dramáticos que pudieron cambiar al mundo para siempre. Y para peor.
Igual que Adolf Hitler, su compinche junto al italiano Benito Mussolini en aquella sociedad destinada a dominar al mundo, el emperador Hirohito también tenía un bunker en los sótanos del Palacio Imperial que era a la vez un refugio antiaéreo. Ese fue el escenario de reuniones de urgencia en un ambiente crispado: en la mañana de aquel 6 de agosto, Tokio había intentado comunicarse con la ciudad de Hiroshima sin éxito: nadie sabía por qué. La información llegaba de aquella ciudad fragmentada y confusa. Recién al día siguiente, el teniente general Torashiro Kawabe, subjefe del Estado Mayor Imperial, recibió un informe dramático, de una sola frase, que revelaba: “Toda la ciudad de Hiroshima ha quedado destruida en el acto por efecto de una sola bomba”.
A Kawabe le costó creer las posteriores versiones del suceso. En Hiroshima estaba acuartelado el Segundo Ejército Japonés que, en la mañana del 6 de agosto estaba desplegado en un vasto campo de adiestramiento y practicaba maniobras militares. En el segundo que siguió a la caída de la bomba, todo el Segundo Ejército se había evaporado en el aire. Los japoneses no ignoraban el poderío atómico. No estaban en condiciones de fabricar una bomba, pero contaban con un único físico nuclear de prestigio internacional, Yoshio Nishina a quien convocaron de urgencia al Estado Mayor y le revelaron lo poco que sabían a esas horas sobre qué había pasado en Hiroshima. Nishina, que después de Pearl Harbor había perdido todo contacto con sus colegas occidentales, no dudó un minuto: en Hiroshima había caído un artefacto nuclear. Trazó un retrato aproximado de los daños que podía haber provocado la bomba, que coincidían en todo con los escasos informes que tenía el Estado Mayor japonés y que no le habían sido revelados a Nishina.
Tres días después, el 9 de agosto, y antes de que saliera el sol en aquel imperio del Sol Naciente, llegó a Tokio otra noticia devastadora: Stalin había declarado la guerra a Japón. De inmediato se reunió el Consejo Supremo para la Conducción de la Guerra que ocupó buena parte de la mañana en intentar resolver qué hacer ante el nuevo y poderoso frente de guerra abierto por la URSS. Pero a las once y un minuto, otra noticia sacudió al comando militar japonés: una segunda bomba atómica había estallado en Nagasaki. El Consejo Supremo levantó la sesión y corrió al Palacio Imperial, donde el emperador Hirohito acababa de enviar un mensaje secreto al primer ministro Kantaro Suzuki, que sería una voz decisiva en favor de la paz en los días por venir, con una orden imperativa y urgente: que aceptara de inmediato la Declaración de Potsdam, lo que equivalía a la rendición incondicional de Japón.
En cualquier otro país del mundo, la orden del emperador hubiese bastado. En Japón, no. Había que evitar a Hirohito la humillación que implicaba la derrota; la estrategia, de difícil credibilidad, sugería que el emperador podía esfumarse del palacio para demostrar al mundo que, en realidad, la mayor parte de la guerra había transcurrido sin que él hubiera tenido mucho que ver. Era difícil que el mundo cayera en el engaño pero para los jefes militares eran vitales cuáles serían las condiciones de la rendición. Y, lo peor, no había un criterio único. En el tenso cónclave del Palacio Imperial, con sus manos en las empuñaduras engarzadas con piedras preciosas de sus espadas de samurái, los jefes militares se alzaron uno a uno para plantear sus exigencias: el ministro de guerra, general Korechika Anami, el jefe del Estado Mayor del Ejército, general Yoshijiro Umezu y el almirante Soemu Toyoda, jefe del Estado Mayor de la Armada, insistieron en imponerle a Washington que aceptara tres condiciones: que fuesen oficiales japoneses quienes desarmaran a las tropas vencidas, que los criminales de guerra fueran juzgados por tribunales japoneses y que se limitara de antemano cuáles territorios serían “ocupados” por el enemigo victorioso.
Era un disparate. La guerra había sido crudelísima, sin cuartel, miles de tropas aliadas habían muerto en los campos de concentración del imperio y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacer concesiones, mucho menos a aceptar condiciones. Eso fue lo que explicó el canciller japonés, Shigenoni Togo, que además, por si hiciera falta, les recordó a los orgullosos jefes militares que Japón había perdido la guerra y que la paz era una necesidad apremiante. Pero los tres mantuvieron su postura, que era la de los hombres a su mando. No sabían, y si lo sabían habían decidido ignorarlo, que en la conferencia de Potsdam Estados Unidos había propuesto abolir el cargo de emperador en Japón y juzgar a Hirohito como a un criminal de guerra. Gran Bretaña se había opuesto a una decisión tan drástica y había sugerido en cambio mantener la figura del emperador, vital para la cultura japonesa, acotado en sus funciones, e imponer en el país una especie de virreinato a cargo de los aliados. Triunfó el planteo británico y fue el general Douglas MacArthur el “virrey” de Japón que, incluso, dictó una nueva constitución para ese país.
Pero en la noche del 9 de agosto todo el porvenir quedaba lejos. Suzuki y Togo informaron al emperador sobre el planteo militar, y lograron que Hirohito convocara a una Asamblea Imperial en su refugio de palacio. Allí, desde las once y media de la noche y hasta entrada la madrugada del 10, Anami, Umezu y Toyoda confiaron por fin en detalle cuáles eran sus planes. Para ellos, dijeron, la guerra había sido hasta ese momento una serie de “indecisas escaramuzas” libradas en las islas bajo dominio japonés. Ese era otro disparate. El Mar de Japón, el Pacífico Sur, el Mar de Coral, entre otros mares de iguales aguas, habían sido testigos de enormes batallas navales; islas como las Salomon, Iwo Jima, Peleliu, Guam, Guadalcanal y Okinawa habían sido escenario de feroces batallas, sólo en Guadalcanal habían muerto más de treinta mil hombres. Todo aquel horror era calificado ahora como “escaramuzas” por las fuerzas armadas imperiales, para justificar su estrategia final. Ahora, dijeron los jefes militares japoneses, era el momento de “atraer a los norteamericanos a las costas patrias y aniquilarlos”: era el gran momento de la nación japonesa que sería asistida, como siempre, por el “viento divino”. El “viento divino”, decía la leyenda, había ayudado a los japoneses en su tenaz resistencia frente a la invasión de la dinastía mongol china de Kublai Khan, en 1281. La palabra japonesa para nombrar al viento divino era “kamikaze”, nombre que habían tomado los pilotos suicidas y la unidad que los agrupaba, y en manos de quienes el mando militar parecía confiar una parte del curso final de la guerra.
Suzuki pidió al emperador que zanjara la discusión. Era algo fuera de lo común: por tradición, el emperador sólo presidía estas reuniones y las bendecía con su augusta presencia. Pero esa madrugada Hirohito se levantó de su trono y dijo que no quedaba otra alternativa que concluir la guerra sin demora. Y abandonó el salón. La posición militar parecía derrotada.
En una reunión de gabinete celebrada a las tres de la mañana del 10 de agosto, el gobierno japonés aprobó por unanimidad enviar notas oficiales a Washington, Londres y Moscú en las que aceptaba la Declaración de Potsdam tal como la había planteado el presidente de Estados Unidos, Harry Truman que, a su pesar, dejaba en el trono a Hirohito. La noticia de la aceptación de la derrota no fue comunicada a los japoneses. Esa misma mañana, el general Anami, que era el oficial de mayor graduación del imperio, convocó a todos los oficiales de Tokio hasta el grado de teniente coronel, para informarles de la rendición. Confiaba en una rebelión y confiaba bien. En el gobierno, el primer ministro Suzuki esperaba un golpe de Estado. Y hacía bien en esperarlo.
En Estados Unidos, Truman estudió entonces las posibles repercusiones políticas de las negociaciones de paz, en especial, la decisión de dejar a Hirohito en el trono, algo que la opinión pública americana no sabía. Lo analizó el sábado 11 de agosto junto al secretario de Guerra, Henry Stimson, el tipo que en Potsdam le había informado a Churchill que la bomba atómica había sido probada con éxito, junto al secretario de Estado, James Byrnes, al de defensa, James Forrestal y al jefe del Estado Mayor Conjunto de sus fuerzas armadas, almirante William Leahy: todos habían estado en Potsdam. Fue Byrnes quien escribió la respuesta aliada a Japón. La enviaron el 12 de agosto a través de Suiza. Sobre el emperador, el documento decía: “Desde el momento de la rendición, la autoridad del emperador y del gobierno japonés para gobernar el estado quedará sometida al comandante supremo de las potencias aliadas, que dará los pasos que considere oportunos para efectuar los términos de la rendición. (...) La forma de gobierno final que adopte Japón, de acuerdo con la Declaración de Potsdam, será establecida por la voluntad, expresada libremente, del pueblo japonés”.
Truman ordenó que continuaran las operaciones militares, incluyendo el bombardeo a Japón por parte de los B-29, hasta que los Aliados recibieran un documento oficial de la rendición japonesa. En Tokio, sin embargo, el primer ministro Suzuki sostuvo que se debía rechazar ese documento e insistir en una garantía más explícita para el sistema imperial. El general Anami, el más duro de los jefes militares, pidió además un imposible: que en Japón no hubiera ocupación de ningún tipo por parte de los Aliados.
El canciller Togo fue el más lúcido: le dijo al primer ministro Suzuki que no había esperanza alguna de obtener mejores condiciones para la capitulación. “Pienso que los términos son inapropiados, pero las bombas atómicas y la entrada de los soviéticos en la guerra son, en un sentido, regalos del cielo. De esta manera no tenemos que decir que tenemos que dejar la guerra por circunstancias nacionales”. Ese mismo día, Hirohito informó a la familia imperial de su decisión de rendirse.
El 13 de agosto el gabinete japonés debatió cómo responder a los Aliados: no adelantaron nada, las posiciones estaban en punto muerto y enfrentaban al gobierno civil con el poder militar. Por su parte, los aliados empezaron a dudar de las reales intenciones japonesas. Les habían exigido aceptar la rendición sin limitaciones, pero del otro lado sólo había silencio. Truman ordenó entonces que se reanudaran los ataques contra Japón “para convencer a los dirigentes japoneses de que vamos en serio y estamos decididos a hacerles aceptar nuestras propuestas de paz sin ninguna dilación”. La Tercera Flota de los Estados Unidos bombardeó la costa japonesa. Más de cuatrocientos bombarderos B-29 atacaron a Japón el 13 de agosto, y otros trescientos lo hicieron durante la noche. Los Aliados bombardearon también con papel: lanzaron miles de panfletos en el que afirmaban “nuestra alianza de tres países le presentó a vuestros líderes trece artículos de rendición para ponerle fin a esta guerra infructuosa. Esta propuesta fue ignorada por los líderes de vuestro ejército (…) Estados Unidos ha desarrollado una bomba atómica, algo que no ha hecho ninguna otra nación con anterioridad. Se ha determinado utilizar esta terrorífica bomba. Una bomba atómica tiene el poder destructivo de dos mil bombarderos B-29”.
Hirohito se reunió entonces con los oficiales superiores del ejército y la armada y les pidió que se unieran a él para poner fin a la guerra. Pero Anami, Toyoda y Umezu insistieron en continuar la lucha. Hirohito dijo entonces: “He escuchado detenidamente todos los argumentos presentados en oposición a la opinión de que Japón debería aceptar la respuesta de los Aliados tal y como está y sin mayor clarificación o modificación, pero mis pensamientos no han sufrido ningún cambio (…) Para que el pueblo pueda conocer mi decisión, pido que preparen de inmediato un escrito imperial para que pueda retransmitirlo a la nación. Finalmente, apelo a cada uno de ustedes para que se esfuerce al máximo para que podamos enfrentarnos a los difíciles días que nos aguardan”. Alrededor de las once de la noche, el emperador grabó su mensaje, que fue entregado al chambelán de la corte, Yoshihiro Tokugawa, para que lo pusiera bajo llave hasta el momento de ser emitido.
Minutos después de aquella dramática conferencia del 13 al 14 de agosto en la Hirohito aceptó la rendición incondicional, un grupo de oficiales, con Anami a la cabeza, se reunió en un salón vecino. Todos eran conscientes de la inminencia de un golpe militar que desalojara a los civiles del poder, pusiera al emperador a salvo, o a resguardo, y que Japón continuara la lucha. Muchos de los complotados se habían unido en aquel salón del Palacio. Pero el general Kawabe, subjefe del estado Mayor, propuso que todos los oficiales reunidos allí firmaran un acuerdo para cumplir la orden del emperador: “El Ejército –decía el documento– actuará de acuerdo con la Decisión Imperial hasta el final”. Lo firmaron todos, incluido Anami. Una figura clave en lograr la firma de ese acuerdo fue el general Shizuichi Tanaka. Era un militar respetado, que había sido gobernador militar de Filipinas. En 1941 no había estado de acuerdo con el bombardeo a Pearl Harbor, pese que luego fue un fiel servidor del emperador. Ahora, en agosto de 1945, comandaba la Primera División de la Guardia Imperial. Era consciente de una rebelión que estaba a punto de estallar contra las órdenes del emperador; iba a ser comandada por el mayor Kenji Hatanaka a quien Tanaka había reprendido cuando se enteró de sus intenciones golpistas que estaban incluso por encima de las decisiones de la comandancia militar. Tanaka pensó que el anuncio de la firma de un acuerdo que respetaba la decisión del emperador firmado por parte de los más altos oficiales del Ejército, iba a disuadir a Hatanaka. No fue así. Tanaka se suicidó nueve días después.
Si algo tenía claro el mayor Hatanaka era que nada iba a disuadirlo. Por el contrario, pensó que si ocupaba el Palacio Imperial con sus tropas, el resto del ejército lo seguiría y se levantaría contra la rendición. Fue esa certeza la que lo mantuvo optimista y decidido para seguir con su plan, pese al poco apoyo de sus superiores, entre ellos el del propio general Anami, que también sabía del complot. A las dos de la mañana del 14 de agosto, Hatanaka tomó el Palacio casi en el mismo momento en el que Anami se hacía el harakiri en sus oficinas y dejaba un mensaje que decía: “Yo, con mi muerte, me disculpo ante el Emperador por el gran crimen”. No estaba claro a cuál crimen se refería Anami: si al de la derrota o al de la conspiración en marcha.
No fue la única sangre derramada esa noche. Hatanaka y sus hombres fueron al despacho del teniente general Takeshi Mori, uno de los comandantes de la Guardia Imperial, para pedirle que se uniera a la rebelión. Mori conversaba en ese momento con su cuñado, el teniente coronel Michinori Shiraishi. Ambos se negaron a plegarse al golpe por lo que Hatanaka asesinó a Mori y otro de los complotados mató también a Shiraishi. Los rebeldes desarmaron a la policía del Palacio y bloquearon las entradas: buscaban la cinta grabada con el discurso de la rendición. No pudieron dar con ella. Hallaron al chambelán Tokugawa, un hombre de absoluta fidelidad al emperador, y Hatanaka lo amenazó con destriparlo con su katana si no les revelaba el sitio dónde estaba atesorada la grabación. Tokugawa se jugó la vida, puso su mejor cara de inocente y dijo que no tenía idea de que existiera grabación alguna.
La chambonada duró poco. Cerca de las tres y media de la mañana le informaron a Hatanaka que el Ejército del Distrito Oriental marchaba hacia el palacio para apresarlo. El plan rebelde se desmoronaba a pedazos. Hatanaka pidió entonces al jefe del Estado Mayor del Distrito Oriental, Tatsuhiko Takashima, que marchaba a capturarlo, que le diera diez minutos en directo por la cadena de radio NHK para que pudiera explicar al pueblo japonés cuáles eran sus intenciones. La cadena NHK era la encargada de transmitir el discurso de rendición de Hirohito y no las palabras del rebelde. El pedido de Hatanaka fue rechazado, pero el rebelde insistió. Fue a los estudios de la NHK y, pistola en mano, intentó conseguir diez minutos de aire. No se los dieron. Mientras, en el Palacio, el resto de los oficiales rebeldes se rendía a las tropas leales al emperador. A las ocho de la mañana, la rebelión estaba sofocada. Los rebeldes habían logrado tomar el palacio, pero habían fracasado en hallar la vital cinta grabada por el emperador.
Faltaba todavía un paso de comedia que terminaría en tragedia. Poco después de las ocho de la mañana del 15 de agosto, Hatanaka, montado en una moto, y el teniente coronel Jiro Shizaki, a lomos de un caballo, recorrieron las calles de Tokio y lanzaron panfletos que explicaban cuáles habían sido sus intenciones. Una hora antes de la emisión del discurso de Hirohito, programada para las once de la mañana, Hatanaka tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y apretó el gatillo. Shizaki se hizo el harakiri. En el bolsillo del mayor Hatanaka hallaron un poema. Decía: “No me arrepiento de nada ahora que las nubes negras han desaparecido del reinado del Emperador”. Era un poco enigmático.
La firma de la rendición japonesa fue fijada para el 2 de septiembre de 1945 a bordo del acorazado “Missouri”, que llegó a la Bahía de Tokio el 28 de agosto junto con una flota en la que viajaba parte del ejército de ocupación. Para entonces, tropas japonesas de la Cuarta División de Infantería y una división de marinos se habían juramentado para aniquilar a las fuerzas de desembarco; los kamikazes que habían sobrevivido al fragor de la guerra y no habían alcanzado a despegar en sus vuelos finales, ubicaron sus aviones en la pista de despegue del Aeropuerto Atsugi y esperaron encerrados en sus cabinas: habían jurado por el honor de sus antepasados lanzarse en picada contra el “Missouri” hasta hundirlo y, con él, a la plana mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos y Gran Bretaña; los pilotos de otros aviones de combate, tan exaltados como los kamikazes, habían alistado sus aviones y sus bombas para lanzarlas en la Bahía antes de que se firmara la rendición.
Fueron horas frenéticas y cargadas de tensión. Nadie sabe cuál hubiese sido la reacción de Estados Unidos y Gran Bretaña de consumarse los planes japoneses de proseguir la guerra mientras se firmaba la rendición. Hirohito decidió enviar a los miembros de su familia a las diferentes guarniciones militares para asegurar que su promesa no sería rota. El príncipe Takamatsu, hermano menor de Hirohito, llegó agitado al Aeropuerto Atsugi con el tiempo justo para inducir a los kamikazes a que no despegaran. Fue un forcejeo tenso y febril, que se decidió en los últimos minutos.
Así fue como terminó la Segunda Guerra Mundial. Al día siguiente, el New York Times lo celebró con un comentario noticioso. Afirmó que era la primera vez desde el 1 de septiembre de 1939 que no había comunicados bélicos en ninguna parte del mundo.