Buenos Aires, la ciudad de los porteños no tuvo puerto hasta poco antes del 1900
Si bien es una ciudad a orillas de un gran estuario, la capital argentina tuvo su primer Muelle de Pasajeros recién en 1855. Los inmigrantes, sin embargo, debía desembarcar en carretas.
Es casi un saber popular: Buenos Aires le da la espalda al Río de la Plata, pero no existiría sin él. Juan de Garay llamó a la ciudad Santísima Trinidad, pero fue su puerto, Nuestra Señora de los Buenos Aires, el que terminó bautizando a la gran urbe. La importancia cabal de ese enclave orillero llegó hasta el mismo gentilicio por el que identificamos a sus habitantes: los porteños, los que viven en el puerto.
La historia de su crecimiento no fue simple ni lineal. El período colonial no se caracterizó por impulsar la idea de un puerto en Buenos Aires. Los intereses del Virreinato del Perú no veían con buenos ojos la apertura de una nueva ruta comercial hacia el Atlántico. De hecho, la Corona española prohibió el comercio y la construcción de cualquier tipo de puerto. Sólo los contrabandistas más osados se arrimaban a estas costas.
Recién cuando Buenos Aires se convirtió en la capital de un nuevo virreinato, en 1776, comenzaron a cambiar las cosas, pero transformarla en un puerto marítimo era una tarea muy complicada. El Río de la Plata es extremadamente difícil de navegar, incluso para las embarcaciones modernas, y la tecnología de la época apenas alcanzaba para paliar esta situación.
Así describía el Mayor Alexander Gillespie –quien participó de la Primera Invasión Inglesa en 1806– la situación portuaria de la ciudad: “Al cruzar a Buenos Aires […] uno desembarca en un muelle de piedra que se adentra considerablemente dentro del agua, construido con mucho costo de trabajo y dinero. La mayoría de los barcos deben anclar a cuatro millas de distancia, por seguridad, a excepción de pequeñas embarcaciones, usadas para transportar la mercadería desde y hacia los barcos hasta la rada”.
El Riachuelo, el único oasis frente a las sudestadas, era de tan difícil acceso que pocos barcos usaban esa opción. Gillespie sentenció, tajante: “Buenos Aires no puede ser llamada un puerto marítimo”.
Si llegar hasta la ciudad era toda una odisea, el desembarco se convertía en una experiencia terrible para los pasajeros. El recién llegado debía subirse a un pequeño bote que lo llevaba hasta unos carretones de ruedas gigantes que se metían cientos de metros río adentro. Desde allí, los carros volvían a la costa con gran trabajo, avanzaban sobre el terreno accidentado, saltando y salpicando a los pobres viajeros y la mercadería, que, muchas veces, se arruinaba en el trayecto.
A medida que la ciudad crecía quedaba claro que este sistema era insuficiente, pero la guerra de la Independencia y los conflictos internos frenaron todos los avances. Rivadavia fue el primero en intentar solucionar este problema con la construcción de un puerto, pero el empréstito pedido a la Baring Brothers terminó siendo usado para pagar la guerra del Brasil y con la salida del primer presidente se fue su proyecto.
De cara al mundo
La caída de Rosas trajo una nueva etapa para el país. Las fuerzas políticas que ganaron el poder entendían que los grandes recursos nacionales eran una fuente enorme de riquezas inexplotadas. Sin embargo, era imposible mantener un comercio de gran escala con el mundo si Buenos Aires no modernizaba su principal ruta de acceso: el Río de la Plata.
Hasta la década de 1850, llegar a estas latitudes seguía requiriendo los mismos pasos que en los tiempos de la colonia: del barco a un bote, del bote al carretón y de ahí el camino tortuoso a la costa.
El Estado de Buenos Aires, recientemente separado de la Confederación Argentina, aprovechó su monopolio sobre los ingresos aduaneros para comenzar un período de desarrollo amparado en el crecimiento de la obra pública. En 1857 se inauguró el Ferrocarril del Oeste (hoy Ferrocarril Sarmiento), que recorría diez kilómetros y conectaba la actual Plaza Lavalle con el pueblo de Flores: un importante paso a la hora de facilitar la comunicación con el interior y ofrecer un puerto de salida a la mercadería de exportación.
Se fundaron nuevos pueblos, como Chivilcoy, Bragado y Lomas de Zamora, para expandir y asegurar el control sobre el territorio y aprovechar el desarrollo agrícola que comenzaba a crecer. Para 1855 la producción de trigo superaba, por primera vez, la demanda local y abría las posibilidades de exportar el excedente. Surgían así los primeros indicios de lo que sería el modelo agroexportador, futuro motor de la riqueza del país.
El incremento del flujo comercial aumentó la presión. La demanda de una solución al problema de la infraestructura portuaria era cada vez mayor.
Felizmente, el Estado contaba con fondos y pudo atender esa postergada necesidad. El primer paso fue lanzar un concurso para construir una nueva aduana que reemplazara el viejo edificio que se encontraba en la esquina de las avenidas Paseo Colón y Belgrano.
La Aduana Nueva
El proyecto de la Aduana Nueva fue una de las obras públicas más importantes de su época. El edificio que se proyectó, obra del ingeniero Edward Taylor, era enorme y costó 16 millones de pesos, una fortuna para aquellos tiempos.
El terreno elegido se encontraba detrás del antiguo fuerte (hoy Casa Rosada). Para la construcción de los cimientos fue necesario demoler parte de la muralla y rellenar el terreno, el primer registro que se tiene de este tipo de actividad que más tarde se volvería una costumbre.
Es posible imaginar el asombro de los habitantes, que probablemente nunca habían visto una construcción de esa escala, mientras observaban el avance de las obras y comenzaba a hacerse evidente la envergadura del proyecto.
El edificio era semicircular, con arcadas que dominaban toda su fachada a lo largo de sus dos pisos. Al frente, una torre de 20 metros de altura era coronada por un faro que era visible a varios kilómetros de distancia y servía como guía para los navegantes. Bajo esa torre, un enorme pórtico era la puerta de ingreso para la mercadería y los pasajeros que llegaban a su muelle, que se adentraba 300 metros y contaba con sistemas de grúas y transporte sobre rieles.
La Aduana Nueva (también conocida como la Aduana de Taylor) llegaba para cumplir un rol que la ciudad necesitaba. Sin embargo, su papel no era meramente utilitario. Esta obra también cumplía un fin simbólico que tenía dos claros destinatarios. En primer lugar, se quería mostrar a los extranjeros que llegaban al país el avance tecnológico y el enorme potencial de la zona para tentarlos a invertir sus capitales en la región.
El segundo destinatario del mensaje era el resto de las provincias, reunidas en la Confederación Argentina, con las que se mantenía una fuerte disputa desde 1852. El progreso económico y material servía para hacer gala de la superioridad de Buenos Aires y como justificación perfecta para demandar la posición privilegiada y de comando que esta quería imponer sobre el resto del país.
El Muelle de Pasajeros
Aunque el muelle de la Aduana Nueva era capaz de recibir pasajeros, las operaciones de carga y descarga de materiales hacían que no fuera aconsejable su uso para esta actividad. Era imperiosa la construcción de un muelle para los viajeros.
La obra recayó también en las capaces manos del ingeniero Taylor. Los trabajos terminaron en septiembre de 1855. El muelle se adentraba 200 metros en el río y, aunque no servía para que atracaran directamente los barcos, era un punto al que podían llegar las pequeñas embarcaciones que realizaban el transbordo de pasajeros y equipaje. Así, los carretones de grandes ruedas comenzaron a quedar obsoletos, aunque la evidencia fotográfica nos muestra que siguieron operando varios años más.
Respecto de las imágenes que se conservan, es preciso tener en cuenta que la mayoría es de finales de 1860 y, por lo general, posteriores a 1870 (antes prácticamente eran sólo daguerrotipos), razón por la que gran parte de las fotos del muelle que se ven son las de su última etapa. Una forma de datarlas es observar las estatuas que decoran la salida, junto a las casillas de planta octogonal prefabricadas cuya instalación habría impulsado Prilidiano Pueyrredon: provienen del primitivo edificio del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que se inauguró en 1874, en San Martín 173, a una cuadra de la catedral. Decorado con 16 esculturas de mármol (que duraron poco en su sitio original y tuvieron un largo derrotero), hacia 1877 fueron removidas por problemas estructurales y porque oscilaban con el viento. Cuatro de ellas terminaron en la Pirámide de Mayo –retiradas en 1912 y repuestas en 2017– y otras cuatro en el muelle. Cuando el muelle fue demolido, a finales del siglo XIX, las mudaron –junto con otras cuatro que ya estaban ahí– al Asilo de Mendigos de la Recoleta.
En tierra firme
Al concluir sus trámites migratorios, los recién llegados se encontraban en lo que es hoy la avenida Alem, a la altura de Sarmiento, justo frente al edificio que ocupaba la Capitanía del Puerto. Era uno de los enclaves más álgidos de la ciudad: a pocas cuadras de la Plaza Mayor, cerca de los centros comerciales y bancarios y con acceso directo al tranvía que comunicaba con el Ferrocarril del Norte (actual línea Mitre). En 1872 esa vía sería reemplazada por la Estación Central, que duraría hasta 1897, cuando un incendio la destruyó.
El Muelle de Pasajeros se convirtió en la puerta de entrada a Buenos Aires. Por allí llegaron casi todos los viajantes y se registraron grandes eventos, como el desembarco de las tropas de la Guardia Nacional, tras su victoria en Pavón, o el recibimiento de los restos de Sarmiento cuando fueron traídos desde Paraguay.
Fue Sarmiento quien dijo, en su discurso durante la inauguración de la obra, las siguientes palabras: “El muelle es la mano que avanza Buenos Aires hacia el río para recibir la civilización que nos envía el mundo en esas naves”.
La construcción de la Aduana y el Muelle de Pasajeros no era sólo una obra material enfocada en el movimiento de mercancías, sino una gesta intelectual que servía de puntapié inicial de un nuevo proyecto de país que culminaría en la obra de la Generación del 80.
Las Catalinas
Cuando se nombran los muelles de Buenos Aires, se evoca el de la Aduana de Taylor y el de Pasajeros, pero el de “Las Catalinas” suele pasar inadvertido, quizás porque su construcción fue más tardía y porque no atrajo la lente de los fotógrafos.
Este muelle se construyó hacia finales de la década de 1870 por orden de Francisco Seeber, que más tarde sería el cuarto intendente de Buenos Aires. La idea detrás de este proyecto era la de convertir la zona de Las Catalinas (llamada así por su proximidad con la iglesia de Santa Catalina) en un polo aduanero que absorbiera parte del incesante flujo comercial, dado que la capacidad de la Aduana Nueva estaba casi desbordada.
El proyecto fue un éxito rotundo y pronto la empresa se encontró comprando terrenos en La Boca para construir depósitos. Esa zona estaba en pleno auge comercial y se estaba volviendo el principal foco portuario gracias a las obras del Riachuelo, a cargo del ingeniero Huergo. Así fue como nació la distinción entre Catalinas Norte –los primeros terrenos comprados por Seeber en Retiro– y Catalinas Sur, que utilizamos hasta hoy.
Quizás el evento más importante para este muelle haya ocurrido el 28 de mayo de 1880, cuando el humilde vapor “Telita” desembarcó los restos del General San Martín que llegaban desde Francia, en lo que fue su último viaje, de camino a la cripta que lo esperaba en la Catedral Metropolitana.
De los muelles al puerto
En el momento que comenzaron a ser construidos, la Aduana y el Muelle de Pasajeros fueron enormes avances tecnológicos. En unos pocos años, la ciudad estuvo lista –por fin– para aprovechar el incipiente desarrollo comercial y agrícola. Pero el crecimiento fue acelerado y la infraestructura construida pronto resultó insuficiente.
Con poco más de tres décadas en funcionamiento, lo que fue moderno y de punta se volvió obsoleto. A esto hubo que sumar que la estética arquitectónica que enamoraba a los porteños había cambiado. Si la Aduana había aparecido imponente en sus primeros días, la moda ya la declaraba vetusta, pesada y poco agraciada. A todo esto, hay que agregar que las inclemencias del tiempo habían ejercido ya su buena cuota de desgaste sobre los materiales. Con todo, hacia 1880, la Aduana ya no gustaba y, para empeorar las cosas, había quedado chica, víctima de su propio éxito. Buenos Aires ya no podía seguir dependiendo de unos pocos muelles: se requería un puerto que eliminara la necesidad de transbordar las mercaderías a embarcaciones menores.
Por años se sucedieron los proyectos, se multiplicaron las discusiones y se cultivaron profundas disputas en torno a la obra enorme que se estaba planteando. Al final, se alzó vencedor Eduardo Madero, quien impuso su sistema de esclusas y diques, importado de Inglaterra.
La inauguración de las obras selló el destino de los muelles. El nuevo puerto se construiría justo frente a la antigua costa. Lentamente, con el avance de las obras, comenzó el desmantelamiento de aquellas estructuras que tan noblemente habían servido al país. Primero desapareció el muelle de la Aduana, que fue demolida poco tiempo después. De su memoria no quedó casi nada, lo único que sobrevivió fue su patio de maniobras, enterrado por cien años hasta que fue excavado en la década de 1980, y pasó a ser parte del Museo de la Casa Rosada.
El Muelle de Pasajeros y el de las Catalinas fueron desensamblados sin ninguna pompa. No se conservan registros fotográficos de su desaparición. Hoy sólo se guardan, en el Museo de la Ciudad, las puntas de los pilotes que sostenían la estructura, descubiertos durante las excavaciones para un estacionamiento frente al antiguo edificio del Correo Central.
Para 1890 ya no quedaba rastro de aquellas estructuras. Fugaces, nacieron y desaparecieron muy rápidamente, pero no sin dejar de servir como el primer catalizador de la riqueza y el desarrollo de esta nación.