Las últimas horas de Hitler: el terror a caer en manos de los rusos y el caos de sexo y alcohol de sus fanáticos
Hace
76 años, el Führer entró a su búnker por última vez. Con el Ejército
Rojo golpeando la puerta de Berlín, los alemanes se entregaron a “beber y
fornicar de un modo indiscriminado”. La boda con Eva Braun y el macabro
debate con su entorno de cuál sería la mejor manera de suicidarse Por Alberto Amato ||
InfobaeHitler y Eva Braun dentro del búnker. Dos días antes del suicidio de ambos, se casaron (Getty Images)Aterrado
como un conejo, acosado por sus antiguas presas que ahora eran sus
cazadores, sin poder evitar el derrumbe de un imperio que sólo gestó su
imaginación, que apuntaba a destruir gran parte del mundo y que casi
tiene éxito, Adolf Hitler entró hace hoy setenta y siete años a su formidable bunker amurallado y blindado, que latía en los sótanos de la Cancillería del III Reich que iba a durar mil años.
Jamás iba a salir vivo de allí.
El Ejército Rojo, que empujaba a los invasores de la URSS hacia Alemania desde enero de 1943, después de la batalla de Stalingrado, rondaba ya la periferia de Berlín.
Los aliados occidentales, americanos, británicos, franceses, polacos,
canadienses, habían acordado ya ceder a los rusos el “honor” de tomar la
ciudad capital del Reich, la Berlín que había sido ejemplo
multicultural de Europa y ahora estaba en ruinas después de doce años de
dominio nazi.
El bunker de Hitler era, en escala, un pequeño barrio berlinés, de treinta ambientes, sistema de ventilación y paredes de hormigón de tres metros de ancho, algunas blindadas. Allí
viviría lo último de la jerarquía nazi, los que no habían podido, o no
habían querido, escapar del sálvese quien pueda desatado ante la derrota
inminente. Quienes huían, lo hacían para caer
en manos de los aliados occidentales. Cualquier cosa sería mejor que los
rusos, a quienes los alemanes habían provocado cerca de veinte millones
de muertos en el transcurso de la guerra.
Hitler
deliraba. Pero no era estúpido. Sabía que la guerra estaba perdida,
pero insistía ante sus generales en establecer una línea de defensa que
permitiera contraatacar y llevar a los rusos de regreso a Moscú. Para
eso dispuso que todo varón berlinés que pudiera empuñar un arma,
prestara servicio en la defensa de Berlín. Chicos de doce y trece
años, ancianos de setenta y más años, todos recibieron un curso rápido
de manejo de la “Panzerfaust – Puño blindado”, el lanzagranadas
antitanque de la Wehrmacht destinado a frenar el incontenible avance
soviético. En Berlín ya no había más hombres entre esa amplia franja de
edades: habían caído en combate o estaban a punto de caer en el amplio
frente oriental y occidental de la Segunda Guerra.
Hitler quería destruir a Alemania.
Primero, para que su país no quedara a merced de los vencedores. Luego,
una conducta habitual entre los dictadores, porque creía que su patria
no merecía seguir con vida, los alemanes habían traicionado a él y al
Reich, sus generales eran incompetentes o, también traidores: el mundo no merecía un genio como el suyo.
La
última salida de Hitler del búnker, para saludar a niños de las
Juventudes Hitlerianas. En los últimos días, dispuso que todos
combatieran contra el Ejército Rojo En el bunker Hitler tenía su dormitorio, su living room, su sala de mapas y conferencias, su baño privado y un office. En la misma ala tenía su dormitorio Eva Braun,
con un baño semi privado. Braun había decidido unir su destino al de
aquellos derrotados. Del otro lado del pasillo, que albergaba en uno de
sus extremos un salón de conferencias, estaban las oficinas y los
dormitorios de Joseph Goebbels, el fanático ministro de
propaganda, de su mujer, Magda, acaso enamorada en secreto del Führer, y
de los seis hijos del matrimonio, todos con una H como inicial de sus
nombres, en honor de Hitler, todos asesinados por sus padres antes de su propio suicidio. Goebbels
también tenía una oficina, junto a una sala de primeros auxilios y a la
oficina y dormitorios de los médicos. Una puerta unía ese ambiente con
la sala de comunicaciones y con el sistema de ventilación de la
fortaleza subterránea.
Después de su descenso al
bunker, Hitler celebró pocas reuniones en el gran edificio de la
Cancillería, blanco de bombardeos y del cañonear de los soviéticos. Los
encuentros con sus generales, a los que echó uno a uno, transcurrían en
la sala de conferencias del bunker. Cada uno de esos intercambios, que
terminaban con un ataque de nervios del Führer, provocaba el éxodo de algún alto jefe de la Wehrmacht.
Hitler quería pelear la guerra solo. Y ganarla. Y sus generales debieron haberlo matado allí mismo. Habían intentado asesinar a Hitler cuarenta y dos veces antes del último gran atentado, el del 20 de julio de 1944,
cuando el conde Klaus von Stauffenberg colocó una poderosa bomba a los
pies del Führer en su famosa “Guarida del Lobo”, en Rastenburg que
entonces era parte de Prusia Oriental.
Aquel
intento, un mes y medio después de la invasión en Normandía, tenía un
objetivo: liquidar a Hitler y llegar a un acuerdo con los aliados para
poner fin a la guerra. Se conoció como “Operación Valkiria”, que
fue lo único acertado del operativo: en la mitología germánica, las
valkirias eran las encargadas de conducir al más allá a los guerreros
muertos.
El atentado falló, sus
inspiradores fueron juzgados y colgados, Stauffenberg fue fusilado, a
Erwin Rommel lo invitaron cordialmente a suicidarse, y Hitler salió de su guarida con su paranoia agudizada y una desconfianza jamás aplacada en sus jefes militares.
En
ese clima de aislamiento, rencores y delirio, Hitler llegó al decisivo
mes de abril, con los rusos en los bordes de Berlín. Al bunker llegaban
cada vez menos colaboradores, menos estrategas, menos jefes de la
Wehrmacht. El 16 de abril, según uno de los registros que sobrevivió a
la guerra, Hitler salió de su salón de conferencias a las tres de la
mañana, hora en que terminó una reunión iniciada la noche anterior. Se
sentó a tomar el té con su mujer y sus secretarias y, a las cinco,
recibió un informe telefónico que le reveló que el Ejército rojo, al mando del mariscal Georgui Zhukov, había lanzado una furiosa ofensiva que
tenía como destino Berlín. A partir de ese día, el humor de Hitler se
tornó irascible, no dormía por las noches. Los pocos jefes militares que
lo acompañaban le sugirieron replegarse, retirarse de Berlín, huir, en
suma. Hitler se negó. Argumentó que si los rusos cruzaban el río Oder, una especie de frontera entre Polonia y Alemania, su imperio estaba perdido.
Una cena de Adolf Hitler con los pocos oficiales que aún le eran fieles dentro del búnker bajo el Reichstag Su
imperio ya estaba perdido. El 19 de abril los rusos ya habían entrado
varios kilómetros en el norte de Berlín. Hitler se quejó de fuertes
dolores de cabeza y los médicos le aplicaron una sangría: la extracción
de una importante cantidad de sangre destinada, decía entonces la
ciencia médica, a tratar diversas enfermedades
Al día siguiente, 20 de abril, Hitler cumplió cincuenta y seis años.
Encabezó entonces su último acto público. En los jardines de la
Cancillería, a los que daba su bunker subterráneo, recibió el saludo y arengó de paso, a una formación de chicos muy chicos de las Juventudes Hitleristas.
Una filmación recuerda aquel acto. Es patético. Hay más determinación
en los ojos de esas criaturas inmersas en el fanatismo, que en los ojos
del propio Hitler y de los jerarcas que lo acompañan. Hitler está
apagado, sombrío, taciturno; sonríe apenas ante la extrema juventud de
sus uniformados, le tiembla la mano izquierda, herida en el
atentado de julio. Esa fue la última vez que el Führer vio la luz del
sol. Por la noche, durante la celebración de su cumpleaños, sus hombres
de confianza lo notaron silencioso y escurridizo. Arrastraba los pies.
El
22, durante una reunión con sus jefes militares, cada vez más escasos,
los proyectiles rusos, que buscaban hacer blanco en la Cancillería
levantaron un poco de polvo en el bunker, o arrastraron hasta allí el
polvo de los impactos en el exterior. “¿Tan
cerca están los rusos?”, preguntó Hitler con aparente ingenuidad. Le
sugieren entonces que debe escapar. Y se niega: “Antes, prefiero meterme
un tiro en la cabeza”. El 23 nota, o admite, que gran parte de sus colaboradores lo abandonaron, dejaron ya el bunker. Llama entonces a Heinz Linge,
el oficial de las SS que es su ayuda de cámara, jefe de Protocolo y
fidelísimo seguidor, para liberarlo de toda responsabilidad: puede irse
si quiere. Linge, que tiene treinta y dos años, le dice a su Führer que
él se queda allí, hasta el final, pase lo que pase. Hitler le dice entonces que tiene pensado suicidarse junto a Eva Braun. Y que cuando eso suceda, él, Linge, debe rociar sus cadáveres con combustible, que además escasea, y darles fuego: “No permita que bajo ninguna circunstancia, mi cadáver o mis pertenencias caigan en manos de los rusos”. Linge cumplirá con el encargo. Sobrevivió a la guerra y murió en Hamburgo en 1980.
El viernes 27 de abril ordena al oficial Otto Günsche,
que movilice a ocho mil de sus soldados para tratar de frenar al
Ejército Rojo. En sus últimos días, Hitler se vio confinado a ordenar
que se cumplieran sus órdenes. Günsche es el edecán de Hitler,
tiene veintiocho años, pertenece al Begleitkommando de las SS y es
también asistente personal del Führer. Es un joven oficial también
fidelísimo, como Linge, y sincero: le dice a Hitler que sólo tiene disponibles a dos mil soldados, mal equipados y en peores condiciones de combate. Hitler
enfurece, grita que todos lo han traicionado. Linge y Günsche, que
también sobrevivió a la guerra y murió en Bonn, en 2003, no lo
traicionan. Serán testigos del suicidio de Hitler y los encargados de
quemar su cuerpo y el de su mujer.
Mientras
Hitler habla con su edecán los rusos sobrepasan el cerco defensivo de
Berlín, trazado según la línea del metro de la ciudad. Hitler había ordenado abrir las compuertas del río Spree e inundar esos túneles para detener al Ejército Rojo. Tuvo
éxito parcial: murieron muchos soldados rusos y gran cantidad de
alemanes que habían buscado refugio allí contra los bombardeos.
Otra de las imágenes de Hitler y Eva Braun en el bunker de Berlín (Getty Images) Ni Berlín, ni Hitler tienen destino. El sábado 28 se entera de la muerte del dictador italiano Benito Mussolini y de su amante, Clara Petacci,
junto a otros jerarcas fascistas italianos, todos fusilados y colgados
por los pies en lo alto de a viga de una estación de servicio en
construcción, en Milán. Hitler sabe que ese, si no otro peor, será su
destino si cae en manos soviéticas. Las tropas soviéticas están a dos
kilómetros del Reichstag. Hitler destituye entonces al general Félix
Steiner, de las Waffen SS, encargado de la defensa de Berlín y lo
reemplaza por su par, Rudolf Holste.
También recibe la noticia de una traición, esta sí, una traición grande e inesperada: Heinrich Himmler, el sinuoso jefe de las SS,
el hombre encargado impulsar la eficacia de los campos de concentración
nazis, aquel que escribía a su mujer y a sus hijos cartas amorosas en
las que deslizaba, como si nada: “Mañana tengo que visitar Auschwitz”;
Himmler, el sucesor del Führer nombrado por él mismo, busca un acuerdo
con los aliados de rendición negociada.
Si alguien no entiende lo que pasa, es Himmler. Los aliados despiden a sus emisarios con desprecio: será rendición incondicional o nada.
Hitler estalla de furia, destituye a Himmler, ordena su detención, hace
fusilar al general Hermann Fegelein, enlace de Himmler con el bunker y
cuñado de Eva Braun, porque lo acusa de estar al tanto de los planes de
su jefe. En realidad, no lo fusilan, le disparan por la espalda una
ráfaga de ametralladora cuando sale del bunker al aire libre. Himmler se suicidará en Salzburgo, la tierra de Mozart, cuatro semanas después de la derrota.
Hanna Reitsch,
una célebre aviadora, piloto de pruebas con grado de capitán, que
también sobrevivió a la guerra y murió en Frankfurt en 1979, recordó en
sus memorias aquellas terribles horas del 28 de abril: “El
bombardeo de la artillería rusa hacía vibrar al bunker. Sabían muy bien
adonde estábamos. Y ellos estaban tan cerca que nosotros temíamos que
en cualquier momento entraran y nos capturaran”.
Según
Reitsch, esa noche, en una escena digna de una opera de Wagner, Hitler
reunió a sus colaboradores más íntimos, los pocos que aún quedaban, y
mantuvo una animada charla sobre cómo pensaba cada uno que era la mejor
manera de suicidarse cuando los soviéticos llegaran a la Cancillería.
Entonces se distribuyeron cápsulas de cianuro para quien eligiera morir envenenado.
El
momento en que la bandera soviética flameó sobre el Reichstag de Berlín
en mayo de 1945 es considerado como el final de la Segunda Guerra
Mundial, aunque hubo combates posteriores Si el ámbito íntimo de Hitler parecía recoleto, en el interior de la Cancillería reinaba el caos y la sinrazón; corrían las botellas de alcohol, el desenfreno y los suicidios masivos de los jerarcas y oficiales de las SS
que se veían en manos de los rusos. En las calles de Berlín, los
jovencísimos soldados nazis pugnaban por perder su virginidad antes de
que les llegara la muerte. Antony Beevor lo describe así en su
monumental “Berlín – La caída – 1945″: “La llegada del enemigo a la periferia hizo que los jóvenes soldados se desesperaran por perder la virginidad”. Beevor narra que en la Grossdeutscher Rundfunk, la red nacional de emisoras regionales, y durante la última semana de abril: “Se
extendió una verdadera sensación de desmoronamiento que llevó a los
empleados a beber desaforadamente y a fornicar de un modo
indiscriminado”.
Ya entrada la noche del sábado 28 y las primeras horas del domingo 29, Hitler redacta su testamento político y personal. Se va a casar con Eva Braun de inmediato
y ordena que, en medio de ese cataclismo de sangre, cianuro y pólvora,
alguien vaya a buscar a un funcionario del registro civil para que
célere la boda. Las cosas hay que hacerlas bien.
Llama a su secretaria, Traudl Junge, y le dicta: “Al
final de mi vida, he decidido casarme con la mujer que, después de
muchos años de verdadera amistad, ha venido a esta ciudad por voluntad
propia, cuando ya estaba casi completamente sitiada, para compartir mi
destino. Es su deseo morir conmigo como mi esposa. Esto nos compensará
por lo que ambos hemos perdido a causa de mi trabajo al servicio de mi
pueblo”.
Los jardines afuera del bunker de Hitler en
Berlín en 1947 (ADN-ZB/Archiv)
Hitler lega todo lo que tiene al
Estado, salvo su colección de pinturas que destina a que se abra una
galería de arte en su ciudad natal, Linz. Parece el testamento de un
filántropo y no el del hombre que desató la más sangrienta guerra de la
historia. Dona varios objetos personales a la madre de Eva Braun,
que sería horas más tarde su suegra, y a los hermanos de su mujer lega
los derechos de su único libro, “Mein Kampf – Mi Lucha”. Luego dispone
su última voluntad: “Mi esposa y yo elegimos la
muerte para evitar el deshonor de la derrota o la capitulación. Es
nuestro deseo ser incinerados inmediatamente en el lugar donde he hecho
la mayor parte de mi trabajo durante el curso de mis doce años de
servicio a mi pueblo”.
En la madrugada,
Hitler se casa con Eva Braun. Es una ceremonia celebrada en aquel
ambiente donde siempre es de noche, donde no llega la luz del sol y
donde sus habitantes han perdido acaso la noción del tiempo. Los testigos de la boda son Goebbels y el jefe del partido nazi y secretario de la Cancillería, Martin Bormann. Hitler
se presentó vestido de manera impecable y se reunió en el pasillo del
bunker con Bormann, el matrimonio Goebbels, las secretarias Junge y Gerda Christian y la cocinera de confianza, Constance Mancialy. Luego llegó la novia, vestida con un elegante traje negro de seda.
Todos entraron en la sala de mapas del bunker, donde les esperaba el sorprendido funcionario del registro civil, Walter Wagner, que no tenía relación alguna con el músico, pero no deja de simbolizar una sorprendente coincidencia. La pareja juró ser de ascendencia aria y carecer de enfermedades hereditarias, como arcaba la ley racial nazi.
Se aceptaron como esposos, firmaron el acta, lo hicieron los testigos y
el funcionario Wagner. Eva Braun casi firma con su apellido de soltera.
Pero tachó la B y firmó como Eva Hitler.
Robert Conrad/Lumabytes 163 Después de la ceremonia, se unieron al grupo los generales Hans Krebs y Wilhelm Burgdorf,
los últimos generales que quedaron en el bunker. Llovieron
felicitaciones para la pareja, las mujeres besaron en la mejilla a Eva
Hitler que pedía, orgullosa: “Por favor, llámenme señora Hitler”. En
medio de aquella alegría artificial, con los cañonazos rusos que
atronaban la ciudad, con decenas de berlineses que perdían, o habían
perdido, su vida, o sus casas, o sus familias; en medio de aquel
disparate tendido como un manto para no ver la dura realidad, una mujer
se mantuvo aparte: la secretaria de Hitler, Gerda Christie, que no quiso asociarse al festejo. Meses después le diría a uno de los jueces encargados de preparar el juicio de Núremberg: “¿Cómo
podía felicitarlos? En realidad, era el día de su muerte. No podía
decirles que les deseaba lo mejor, si sabía que en breve estarían
muertos. En verdad, aquella era una boda con la muerte.(…) Teníamos
champán y yo me bebí tres copas seguidas. Le juro que, después, aquello
ya no me parecía un funeral”.
El lunes 30 de abril, el recién casado despertó tarde y asistió a la habitual reunión de guerra. El general Helmut Weidling le informó que los rusos estaban a quinientos metros de la cancillería
y que un batallón se aprestaba a asaltar el Reichstag. Era mediodía y
la pareja almorzó en silencio un plato de fideos con salsa de tomate.
Eva Hitler pretextó poco apetito para levantarse de la mesa, salir a los
jardines de la Cancillería y ver el sol por última vez. Después, la
pareja decidió encerrarse en el despacho de Hitler.
Robert Conrad/Lumabytes 163 La última persona en ver vivo a Hitler fue su ayudante, el coronel Günsche.
Diría luego que a las tres y cuarto de la tarde Hitler estaba apoyado
en la mesa de su despacho, frente al retrato de Federico El Grande. Eva
Hitler estaba en el baño, dijo Günsche, porque luego de un instante oyó
el ruido de la cisterna. Frente a las puertas clausuradas del despacho,
los únicos que montaron guardia fueron Günsche y Linge, que tenían una
última tarea que cumplir.
A las tres y media, ambos debatieron si se había oído o no un disparo porque
era difícil distinguir el sonido de un balazo entre el fragor de la
batalla cercana y las paredes amuralladas. Poco antes de las cuatro de
la tarde, ambos oficiales de las SS decidieron entrar. Hitler estaba en su sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo.
Tenía un rictus en la boca, en la que eran detectables restos del fino
vidrio de la cápsula de cianuro. También se veía un agujero en la sien
derecha. Se había disparado y todavía surgía sangre de la herida. Su mano izquierda aferraba el retrato de su madre y la derecha pendía hacia el suelo, donde había caído la pistola Walther 7.65.
La
señora Hitler, que lo había sido por menos de cuarenta horas, estaba
descalza, con las piernas recogidas sobre el sofá, también con pequeños
fragmentos de cristal en la boca. Tenía la cabeza apoyada en el hombro
de su marido.