Los degolladores
Revisionistas
Los degolladores, óleo de Cesáreo B. de Quirós.
-¿Cómo se degollaba, don Pascasio?
Esta pregunta se la oímos hacer hace más de un siglo a don Pascasio
Rivas, un cordobés que anduvo en muchas y que también vio muchas…
-Y… lo más fácil. Se le metía el cuchillo debajo de la oreja,
detrás de la carretilla y se lo hacía bandear al otro lado. Después no
había más que cortar p’adelante. Igual que a las ovejas.
El famoso gaucho alzado Ledesma, un temible asesino que, por una
burla del destino, fue a morir en duelo criollo a manos de un pobre
agente de policía (allá por mil ochocientos noventa y tantos), contaba
en los fogones de las islas de Verde, frente al Saladero Cabal:
-Yo he degoyau de todo y a veces por curiosidá. M’entretenía
hasta con loj perroj y cualisquier bicho. Y dispuej loj soltaba pa ver
ande iban a parar. El que va a cáir maj lejo ej el cristiano.
En nuestra historia del siglo XIX abundan los casos de degüellos, tal
vez porque fuimos durante ese lapso un pueblo eminentemente ganadero.
La mayor industria que tuvimos, por no decir la más importante, el
saladero, era una verdadera orgía de sangre. Al animal se lo enlazaba,
desjarretaba y degollaba en medio de una batahola de gritos y perros, y
entre charcos de sangre y pisando achuras y residuos. La muchachada de
la ciudad y de los pueblos iba a los saladeros y mataderos a
entretenerse viendo degollar reses. Esteban Echeverría ha dejado tal
vez una de sus mejores páginas en la dramática descripción de estas
faenas. Estas cosas no se vieron jamás en Europa. Y menos en esas
aldeas donde se mataba un cerdo una vez al año y donde faenar una vaca
era algo inconcebible, al extremo de que si la parición de ésta
coincidía con el parto de la nuera, lo más probable era que el suegro
corriese en busca del veterinario y se dejaba a la parturienta en manos
de la abuela y alguna vecina.
En tiempos no tan lejanos los chicos jugaban a los vaqueros y a los
astronautas. En el campo y aun en los pueblos y ciudades a donde
llegaba la influencia rural, se jugaba a “las estancias”. Se simulaban
yerras, y naturalmente se “degollaban reses”, para lo cual no faltaban
los que se prestaban a ser novillos y los que la oficiaban de
“degolladores”.
Alguna vez oímos a nuestras abuelas referirse a los tiempos en que eran niñas:
-Teníamos que esconder las muñecas porque los muchachos las degollaban para jugar.
Cuando había que sacrificar un animal no se pensaba sino en
degollarlo, aunque se tratase de un caballo de carrera que había sufrido
una quebradura incurable. El dueño lo mandaba degollar, porque así lo
determinaba la costumbre. Y no se le ocurría abreviarle a la pobre
bestia los sufrimientos pegándole un tiro, aunque estuviese con el
revólver en el cinto y los ojos llenos de lágrimas.
Un tal Argumedo, hijo de un comandante entrerriano, contaba:
-Mi padre me enseñó a degollar. La primera volada me la dio
cuando tenía catorce años. Al principio cuesta y uno se embadurna
entero. Pero después se hace baquiano.
Ha sido precisamente un pintor entrerriano, Cesáreo Bernaldo de
Quirós, quien ha dejado uno de los documentos más dramáticos de esos
tiempos. Se trata de los cuadros “Los degolladores” y “El matadero”,
que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes. El de “Los
degolladores”, sobre todo, horroriza por su tremendo realismo, acentuado
por el violento colorido, con predominio del rojo, como casi toda la
obra de ese artista. Allí se ve también una manta extendida sobre los
pastos, donde se han ido arrojando las prendas de plata quitadas a los
condenados. Era el pago que a veces recibían los degolladores para
cumplir su oficio.
Cesáreo Bernaldo de Quirós tuvo buenos motivos de inspiración en su
tierra natal, sobre todo con los procedimientos de Justo José de
Urquiza, que, según la tradición, mandaba degollar a los ladrones. Se
cuenta que hubo quien perdió la cabeza por haberle robado una sandía. A
Santa Fe fue a parar uno que se escapó arañando de que Justo lo hiciese
degollar por uno de estos delitos. Cayó a la ciudad de Estanislao
López ostentando un gran claro sobre la frente, donde no le había
quedado sino uno que otro pelito. Tomado firmemente de los cabellos, en
el momento en que le arrimaron el cuchillo dio un tremendo cabezazo
hacia atrás y escapó. El frustrado degollador se quedó bramando de
indignación con el mechón entre los dedos, mientras el otro ganaba el
monte con tan buenas ganas de disparar que no lo alcanzaron ni con
perros. “Jamás volveré a degollar sin haberlos maneado antes”, fue el amargo comentario del burlado…
No es para extrañarse de que aquél dejase el jopo en manos de su
presunto degollador. En trance de morir, el ser humano suele adquirir
fuerzas descomunales. Cuando degollaron en Cayastá, siglo XIX, al conde
Tessieres de Bois Bertrand con toda una numerosa familia, en uno de los
hechos más dramáticos que es posible imaginar, un muchacho de catorce
años, en un descuido de los asesinos que habían cerrado todas las
puertas de la residencia para no dejar uno vivo, escapó a través de una
sólida reja doblando los hierros. Cuando después se hizo la
reconstrucción del crimen, el pobre chico no pudo hacer pasar siquiera
la cabeza por el sitio por donde él mismo había escapado en un momento
de desesperación.
Muchas veces, por circunstancias especiales –venganzas personales,
odios políticos profundos, etc.- los degolladores prolongaban el
suplicio. Tal es lo que ocurrió en Tucumán con el doctor Marco
Avellaneda. Dicen que lo ultimaron con un cuchillo desafilado y
mellado, y como el degollador, probablemente a propósito, demoraba la
faena, el doctor Avellaneda le gritó: “Apure, apure…”.
Degüello también por venganza fue el que ocurrió en La Cimbra (Santa
Fe) con el hotelero suizo Antonio von Will, quien había venido de Nueva
York para atender un negocio de su hermano, que debía viajar a Suiza.
En esos días se produjo la revolución de 1893 y los radicales tomaron el
pueblo de Helvecia, distante 15 kilómetros de Cayastá. El gobierno
mandó tropas, a las que se agregaron varios cientos de irregulares y
merodeadores. Von Will aprovechó que se detuvieron en las proximidades
de Cayastá y corrió a avisar a Helvecia. Allí los revolucionarios
esperaron prevenidos a sus adversarios y les hicieron treinta muertos,
entre los que cayó el comandante de milicias Camilo Romero. Retomado
más tarde el gobierno, su hermano Benito, también comandante, sacó una
noche sigilosamente a von Will y lo hizo degollar junto a un arroyo. En
venganza por la muerte de su hermano –y también, sin duda, por ser
gringo y meterse en las cosas nuestras- ordenó al victimario:
-Degoyalo a lo chanco y removele el cuchiyo.
Es decir, que le clavara el cuchillo en la garganta, hacia abajo, y le hurgara la herida hasta verlo morir.
En condiciones también muy crueles –si es que se puede agregar mayor
crueldad a un degüello- fue muerto el coronel Martín de Santa Coloma,
apenas terminó la batalla de Caseros.
No bien cayó prisionero, fue llevado a presencia de Urquiza, quien ordenó secamente:
-Degüellenló por la nuca, Así paga las que ha hecho.
No era faena fácil eso de degollar por la nuca. Había que cortar
primero los músculos de la parte posterior del cuello, para abrir camino
hasta la columna vertebral. Allí, con el filo del cuchillo, se busca
una articulación de las vértebras para seccionar la columna y llegar
luego a la garganta. Si el degollador le erraba a la articulación en
los primeros intentos o se ponía nervioso, como el verdugo que, según
Maurois, decapitó a María Estuardo, el trabajo se prolongaba. Lo más
probable entonces, era que se decidiese a cortar en cualquier parte
hachando a machetazos el espinazo. La sección de la médula abreviaba la
agonía.
En su historia de Corrientes, el doctor Francisco Mansilla relata las
alternativas del degüello de Pago Largo, de acuerdo a lo que le
refiriera un testigo. Dice que alinearon a los prisioneros y los fueron
contando. Cada diez sacaban uno y lo degollaban, Cuando llegaron al
otro extremo, comenzaron de nuevo en sentido inverso. La oficialidad de
las fuerzas entrerrianas presenciaba el espectáculo, festejando lo que
le causaba gracia. También andaba entreverado el mayor Calventos, quien
se paseaba sobando cuidadosamente una lonja de piel fresca:
-Esta se la saqué del lomo a Berón de Astrada…
Se dice que con ella fabricó una manea que mando a Juan Manuel de Rosas.
En el cuadro de Quirós los degollados aparecen con las manos atadas a
la espalda y los pies también amarrados. Así se los degollaba más
fácil, pues los prisioneros –sobre todo si eran de agallas- se defendían
como podían.
Por ejemplo, el valiente coronel Martiniano Chilavert, que murió
atacando a sus verdugos a puñetazos y puntapiés, había sido jefe de la
artillería rosista en Caseros. Pero Chilavert se resistió por un motivo
distinto; Urquiza quiso hacerlo fusilar por la espalda. Cayó
acribillado a bayonetazos, golpes de sable y culatazos. Pero no le dio a
Urquiza el gusto de que lo vieran morir como un traidor, que nunca lo
había sido y menos en su Patria.
Todo lo que se acaba de relatar causa horror y no es para menos.
Pero ello no ha sido algo exclusivo de los argentinos y menos de “los
tiempos del rosismo”. Tampoco nuestros comandantes de campaña eran tan
refinados como para inventar suplicios como los que los hombres de toga
mandaron aplicar a Tupac Amarú, condenándolo a ser descuartizado atando
sus miembros a cuatro caballos, mientras mandaron cortar la lengua y
después degollar a su esposa, sus hijitos y todos los parientes más o
menos cercanos. El caballero Martín de Alzaga, héroe durante las
invasiones inglesas, mandó aplicar tormento a un pobre infeliz acusado
de difundir noticias de la Revolución Francesa. Rodeado de toda la
aparatosidad legal y procesal de circunstancias, el verdugo le amarró
las manos y le fue introduciendo cuñas de hierro debajo de cada uña. La
sesión indagatoria se repitió dos veces. En la primera se le
destrozaron las uñas de los dedos de una mano; en la segunda se le
mutiló la otra. Encima resultó que el pobre era inocente.
El ambiente en que se vivió durante el siglo XIX en nuestro país bien
pudo producir gente insensible y bárbara. Pero de alguna pasta muy
buena debe estar amasado el espíritu de nuestro pueblo cuando, a pesar
de ello, jamás permitió un linchamiento ni acepta la pena de muerte y ni
siquiera admite que se realicen corridas de toros…. No deja de ser
alentador este largo camino recorrido por los argentinos desde la
frecuentación de esos degüellos que hemos relatado y el respeto por la
vida ajena que actualmente forma parte de nuestra modalidad nacional.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Vigo, Juan M. – La historia chica: Los degolladores, Buenos Aires (1967)
Portal www.revisionistas.com.ar